Respaldo de material de tanatología

Moral del Deber: Kant

De: Alias de MSNoleMEW  (Mensaje original) Enviado: 04/04/2004 16:25

1. LA CRÍTICA DE LA RAZÓN PRÁCTICA Y EL CONOCIMIENTO MORAL

La razón humana tiene dos usos: el teórico y el práctico. Al análisis del uso práctico se encamina la ?Crítica de la razón práctica? (1788). Las expresiones ?razón pura? y ?razón práctica? no aluden a dos razones diferentes sino a los dos usos o aplicaciones de una única razón: el uso teórico y el uso práctico o moral. En éste último la razón se entiende como la facultad que proporciona los fundamentos de la acción humana, esto es, se considera la razón como determinante de la voluntad.

1.1. LA LEY MORAL. EL IMPERATIVO CATEGÓRICO

En la ?Crítica de la Razón Pura? Kant al tiempo que fijaba los límites de la razón en su uso teórico (límites que la razón llevada por su propia naturaleza traspasa =metafísica) examinaba la posibilidad del conocimiento científico (=conocimiento absolutamente cierto -universal y necesario-) y determinaba que esta posibilidad se halla en la misma razón pura (en las estructuras a priori del sujeto humano, intuiciones puras y categorías), pues bien en la ?Crítica de la Razón Práctica? Kant se plantea la cuestión del ?conocimiento moral? con la intención de alcanzar, también en este ámbito, ?certeza?, esto es, un conocimiento absolutamente válido (= universal y necesario).

Que hay ?conocimiento moral? y que el conocimiento no se reduce a lo que ?es?, es decir, a los fenómenos, es algo que Kant considera un hecho. Para Kant es evidente que todos los hombres se rigen por algún tipo de normas que orientan y determinan su conducta y que todo hombre tiene una conciencia moral que le dicta en cada caso lo que tiene que hacer (lo que ?debe ser?): está ?conciencia moral? es conciencia del ?deber?, de la ?obligación moral? y es, además, independiente del uso teórico de la razón.

El Faktum (Hecho) de la moralidad y, por tanto, la constatación de que la razón es ?práctica? (conoce -tiene conciencia- de las ?normas?, del ?deber?) es el punto de partida del análisis de Kant, un análisis en el que se pregunta por el ?fundamento de la moralidad?, esto es, por los principios que determinan al hombre a actuar de modo que la acción resultante pueda ser juzgada como moral. En este sentido Kant afirma que el fundamento de la moralidad ha de ser ?a priori? ya que los juicios morales pretenden tener validez universal y además ser necesarios (valederos independientemente de la experiencia) y nada empíricamente condicionado puede ser fuente de universalidad y necesidad. Por tanto, los principios que buscamos, los principios de la moralidad (=los principios prácticos) se situarán en la propia razón. De la misma manera que la filosofía teórica se orientaba hacia la identificación de los elementos a priori del conocimiento, la filosofía moral se orienta hacia la identificación de los elementos a priori de la moralidad.

¿Cuáles son los principios que determinan la voluntad? ¿Hay algún principio práctico que sea universal y necesario? Entre los principios prácticos Kant distingue las máximas de los imperativos. Por ?máxima? entiende un principio subjetivo del obrar, esto es, el principio según el cual obra de hecho un sujeto y que, en consecuencia, considera válido para su voluntad; por ?imperativo? entiende Kant los principios objetivos del obrar. Los imperativos pueden ser:

-Hipotéticos, principios que toman la forma ?Si quieres A, haz B?. Son ?objetivos? si B es condición necesaria de A. Estos imperativos ?obligan? de modo condicionado: la obligación de ?hacer B? está condicionada a ?querer A?, esto es, la obligación sólo es válida si se admite el fin propuesto.

-Categórico o ley moral, principio que tiene la forma de la obligación incondicional: ?Haz A incondicionalmente?. El imperativo categórico se refiere a la actuación en sí misma, sin referencia a ningún fin. Es, para Kant, el único principio que tiene ?valor moral?, es decir, el único que determina la voluntad y da como resultado una acción ?moralmente buena?. El imperativo categórico es el único principio que, además es ley. Resulta ser la expresión pura del ?deber? presente en la conciencia de todos los seres racionales. Es, en definitiva, la ley moral y su forma se expresa así:

“obra siempre de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre simultáneamente como ley universal”

O lo que es igual, ahora desde el punto de vista de la autonomía de la voluntad:

“obra de tal manera que la voluntad pueda considerarse a sí misma, mediante su máxima, como legisladora universal”

Este imperativo no prescribe directamente nada concreto, no tiene -en lenguaje kantiano- ninguna materia, es puramente formal. Pero esto no quiere decir que no determine efectivamente a la voluntad. Para ello basta, en cada caso, con convertir la máxima adoptada en ley universal. Si se sigue una contradicción, entonces esa máxima es mala, está prohibida por la moral. Por ejemplo, una máxima que me autorizase a mentir es mala, porque no se puede universalizar. En efecto, si todos (universalización de la máxima) mintiésemos se destruiría la confianza en la palabra, condición precisamente de que la mentira pueda ir adelante. El imperativo categórico está presente siempre que nos planteamos ¿Qué pasaría si todos hiciesen lo mismo?

2.2 LA ÉTICA FORMAL

La distinción entre ética formal y ética material fue establecida por el propio Kant. Se entiende por ética material toda ética para la que la determinación de la voluntad depende de algo que se considera un bien para el hombre. Según la ética material, los actos son buenos cuando nos acercan a ese bien y malos cuando nos alejan de él. El contenido, la materia de una ética así es por un lado el bien propuesto (el placer, la tranquilidad, la felicidad, la salvación…) y por otro lado los medios que se considera encaminados a ese fin (la moderación, la prudencia, la oración…)

Pues bien, para Kant las éticas materiales son incapaces de alcanzar la certeza moral por las siguientes deficiencias:

a) Son empíricas o a posteriori. No alcanzan la categoricidad por lo mismo que pretenden determinar a la voluntad por un hecho de experiencia que, como tal, no es universal y necesario.

b) Son hipotéticas o condicionales. Sus preceptos no obligan incondicionalmente. Su obligación está subordinada a la búsqueda del fin propuesto, y éste es siempre problemático, pues la voluntad no está obligada necesariamente a ningún fin, ni siquiera a la felicidad, sino sólo a la ley moral, al deber.

c) Son heterónomas. En una ética material la voluntad racional no es autónoma, esto es, no se determina inmediatamente como razón pura práctica, sino que está, como hemos dicho, subordinada al bien propuesto. Y esta subordinación es pérdida de la autonomía, por mucho que se trate de un bien deseado por mí (mi deseo no me hace libre o autónomo sino esclavo, yo soy señor de mí mismo cuando obedezco mi voluntad racional, no mis inclinaciones).

Frente a esto, la ética formal kantiana se presenta con las características contrarias: es a priori, categórica y autónoma. Se llama formal porque una ética universal y necesaria no prescribe ningún bien, ni ningún medio para alcanzarlo. El único bien para la ética formal es la propia voluntad en tanto se sujeta a la ley moral o imperativo categórico.

En definitiva, la ética kantiana no establece lo que hemos de hacer, se limita a señalar cómo hemos de obrar: con independencia de todo bien concreto y de todo interés particular, por puro respeto al deber. Un hombre actúa moralmente cuando actúa por deber, y únicamente en ese caso. En este punto, Kant distingue tres tipos de acciones:

-contrarias al deber
-acciones conformes al deber
-acciones por deber

Sólo las últimas tienen valor moral. ¿En qué consiste ?obrar por deber?? Kant define el deber como ?la necesidad de una acción por respeto a la ley? y sostiene que lo que determina a la voluntad que obra por deber no puede ser la representación del efecto de la acción, pues en tal caso dicha voluntad estaría determinada por alguna inclinación, sino, objetivamente, la ley moral y, subjetivamente, el respeto a esa ley.

Cuando la voluntad no elige otra cosa que seguir máximas tales que puedan quererse como leyes universales, la voluntad no está sometiéndose a otra ley más que a la que ella misma se da. Es así que la voluntad es ella misma legisladora, es decir autónoma (se da así misma la ley). Kant llama a la autonomía de la voluntad el principio supremo de la moralidad; sólo así puede pensarse al ser racional como fin en sí mismo. Ampliaremos este punto al hablar de la libertad.

1.3 EL OBJETO DE LA VOLUNTAD Y LOS POSTULADOS DE LA RAZÓN PRÁCTICA

Si bien la moral no consiste en actuar de acuerdo a fines, sean estos los que sean, cabe plantearse, y Kant lo hace, cuál es el fin de la vida moral; el fin aquí no ha de entenderse como lo buscado en la conducta moral, sino como lo acorde con ella, el objeto que se derivaría de una conducta absolutamente perfecta. Tal objeto sería el ?supremo bien? que presenta dos dimensiones la virtud (perfección) y la felicidad.

Las condiciones de posibilidad del objeto de la voluntad (Supremo Bien) son los postulados de la razón práctica. Por postulado entiende Kant una proposición que no es demostrable (por eso se postula o se pide que se acepte) pero que se constituye como un supuesto teórico necesario. Los postulados son tres: libertad, inmortalidad y existencia de Dios. Aunque incognoscibles para la razón teórica, pueden y deben ser admitidos, en cambio, por la razón práctica, ya que son condiciones de la posibilidad de algo que se sabe que es un hecho desde el punto de vista práctico (la ley moral y el objeto al cual tiende la voluntad moral: el bien supremo)

-La libertad: en tanto que necesariamente determinada por la ley moral, la voluntad humana es libre. Para Kant, el hombre no tiene conciencia inmediata de su libertad, no tiene experiencia de ella. De lo único que tiene conciencia práctica inmediata es de la ley moral -del deber-. Ahora bien, la ley moral no sería posible sin la libertad. En efecto, que haya una ley moral implica necesariamente que podemos o no cumplirla y, por consiguiente, que somos libres. Sin la libertad es inconcebible el hecho de la moralidad, pero a la vez, el hecho de la moralidad, el hecho de la existencia de ley moral, nos lleva inevitablemente a conocer que somos libres, lo cual significa que no estamos determinados sólo por leyes naturales. Es decir, el hombre no pertenece sólo al mundo fenómenico (mundo determinado por leyes naturales y donde propiamente no hay libertad) sino que como ser moral el hombre pertenece también a un ?mundo nouménico?, al que Kant llama ?mundo de los fines?, y en tanto ciudadano de este mundo, el hombre es persona . En este concepto de persona radica toda la dignidad humana. Desde este reconocimiento Kant expresa el imperativo categórico de esta nueva forma:

“obra de tal modo que trates siempre a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca sólo como un medio”

-La inmortalidad y la existencia de Dios son los otros dos postulados de la razón práctica. El primero porque Kant considera que en una vida finita la perfección moral es inalcanzable y el segundo ya que es necesario un ser que sea garantía de la unión entre la moralidad y la felicidad. La aceptación de Dios es una exigencia práctica, la cual -dice Kant- puede llamarse también fe, fe racional pura. En todo caso no hay ?demostración teórica? sino ?exigencia práctica? ya que los resultados de la Crítica de la Razón Pura (Dialéctica trascendental) son válidos de modo definitivo.

-La inmortalidad: el supremo bien consiste en la unión de la virtud con la felicidad. La virtud es la adecuación entre la acción y la ley moral. A la adecuación completa entre ambas se la denomina santidad. La santidad es una condición del bien supremo, pues está contenida en el mismo mandato de realizarlo. Es, por tanto, algo que la razón exige como prácticamente necesario. En efecto, sin la santidad la ley moral no sería posible, ya que nos obligaría a una adecuación completa que sería imposible. Ahora bien, para una voluntad finita como la humana la realización de la santidad es un ideal que no puede ser alcanzado. La realización de la santidad no puede alcanzarse más que en un progreso indefinido o infinito hacia aquella adecuación. Este progreso indefinido hacia ese ideal es sólo posible bajo el supuesto de que el hombre tenga una existencia y personalidad duraderas en lo infinito, lo cual no es otra cosa que la inmortalidad del alma, segundo postulado de la razón práctica.

-Existencia de Dios: Con el postulado de la inmortalidad sólo se asegura el cumplimiento del primer elemento del supremo bien, pero no del segundo: la felicidad. Kant considera que el hombre es incapaz de alcanzar por sí mismo la unión entre la virtud y la felicidad. Por ello, para que esta unión sea posible tal y como lo exige el supremo bien de la voluntad, es necesario que exista un ser en el que tal unión se dé de un modo absoluto: Dios. La existencia de Dios se presenta así como la causa mediadora que posibilita la conexión necesaria entre la virtud como causa y la felicidad como efecto. Kant deja bien claro que la aceptación de la existencia de Dios no es necesaria como fundamento de la obligación moral, pues dicho fundamento descansa exclusivamente en la ley formal del deber; sólo en tanto que constituye la condición de la posibilidad del bien supremo, posibilidad que nosotros debemos presuponer, ya que es un deber para nosotros fomentarlo, es moralmente necesario admitir la existencia de Dios. La aceptación de Dios es una exigencia práctica, la cual -dice- puede llamarse también fe, fe racional pura.

Es habitual pensar que la recuperación en el terreno de la moral de objetos que han sido declarados como incognoscibles e indemostrables es, en realidad, un subterfugio inconsistente de la filosofía kantiana que desembocaría así en un ciego sentimentalismo religioso cerrando el abismo del ateísmo teórico que la Crítica de la razón pura había abierto. Sin embargo, la posición de Kant es consistente si se tiene en cuenta que:

1.Kant no niega en la Crítica de la razón pura la existencia de Dios, sino que lo único que hace es declararla como ?científicamente? indemostrable. Es más, no sólo no la niega, sino que deja claramente abierta la posibilidad de su existencia en el sentido de que no es una idea contradictoria en sí misma, es decir, de que no es algo imposible (de hecho puede ser ?pensada?)

2.En la moral no se recupera lo que en el conocimiento se ha perdido. La ?demostración? de la existencia de Dios como condición del objeto de la moralidad no amplia en nada nuestro conocimiento teorético de Dios. La demostración -en los términos en los que Kant la expone- es exclusivamente práctica.

1.4 CONCEPCIÓN KANTIANA DEL HOMBRE, LA HISTORIA Y LA RELIGIÓN

Nos queda por conocer la respuesta de Kant a su tercera pregunta: «¿qué me cabe esperar?». Este «qué» guarda relación con el destino último del hombre, con la finalidad a la que apuntan todas las acciones morales. La religión es la respuesta, aunque no se agote en la mera dimensión religiosa. El fin al que apunta la religión implica y exige la acción social y política para hacerse realidad en la historia, a través del tiempo.

1.4.1 EL SER HUMANO

a) Kant aplica la distinción fenómeno-noúmeno para explicar en qué consiste el hombre. En tanto que fenómeno, el hombre está sometido a las mismas leyes matemático-físico-biológicas de la naturaleza, y su comportamiento se explica como el de los demás objetos del mundo físico; en tanto que noúmeno, el hombre es un ser libre y pertenece al ámbito de lo inteligible, de la moral. En este ámbito rigen las ideas de la moralidad y de la libertad, cognoscibles por la razón práctica, como hemos visto.
b) El hombre tiene tres disposiciones fundamentales: i) disposición a la animalidad, que explica la capacidad técnica del hombre; ii) disposición a la humanidad, que explica su pragmatismo; iii) disposición a ser persona, que explica su capacidad moral.
c) Estas tres facultades o dimensiones son un reflejo de la estructura radical y constitutiva del hombre: su faceta empírico-sensible y su dimensión ético-social. La primera muestra al hombre en tanto individuo egoísta, cerrado sobre sí, como un objeto más entre otros. Son los aspectos que hacen del hombre, a veces, un ser poco social o antisocial. La segunda faceta, la dimensión ético-social, incluye todos los aspectos que inducen al ser humano a formar parte de una comunidad, a relacionarse con otros individuos que son fines en sí mismos también -el reino de los fines-. Según esto, el ser humano para Kant viene caracterizado por una «insociable sociabilidad» o una «sociable insociabilidad».
Un concepto tan rico de ser humano como el de Kant lleva a considerar la historia y la religión como las dos dimensiones últimas en las que puede darse la realización humana.

1.4.2 LA HISTORIA

Kant concibe la historia como un desarrollo constante y progresivo, aunque lento, de las mejores disposiciones del género humano. Se plantea hasta qué punto, bajo qué condiciones y cómo en la historia se puede hacer realidad una evolución de la comunidad humana hacia el bien supremo. Habla de una «sociedad de ciudadanos del mundo» e invita a la acción práctico-política de la razón en la organización de la sociedad, para conducir a la mayor libertad posible.

-La historia es una consecuencia directa del conjunto de disposiciones del ser humano, que tienden por sí solas a realizarse completamente. Un hombre solo, como individuo, jamás podría desarrollar completamente todas las disposiciones originarias de la naturaleza humana. La tarea corresponde a la especie. El hombre no está dirigido por el instinto o por conocimientos innatos, sino que es obra de sí mismo. La racionalidad del hombre exige/implica la libertad de acción.

-El motor de la historia son las diversas disposiciones humanas, cuyo antagonismo muestra las tensiones dialécticas entre individuo-sociedad, fenómeno-noúmeno, lo empírico-lo ético.

-La esencia humana no puede realizarse si no es en sociedad. La sociedad, por tanto, debe ser un medio donde el hombre encuentre mayor libertad y donde estén muy claros los límites de esa libertad. Poder y derecho, pues, deben aliarse para alcanzar este objetivo. Esta será una tarea siempre abierta, inalcanzable sin la colaboración de todos los estados. La idea de una liga de naciones, de una sociedad internacional, es el horizonte último al que apuntan las ideas de Kant.

1.4.3 LA RELIGIÓN

La libertad apunta a conseguir el mayor bien posible en el mundo, pero no nos dice en qué consiste. Esa tarea corresponde a la religión.

-La religión nos habla de una voluntad moralmente perfecta, sana y todopoderosa. Los deberes impuestos por la voluntad libre deben ser entendidos como mandatos de esa supuesta voluntad divina, de la que podemos esperar el bien supremo y la felicidad.

-La moral guarda relación con la felicidad porque la felicidad se consigue mediante la realización del bien moral. Por eso la moral no es la doctrina de cómo llegar a ser felices, sino de cómo llegar a ser dignos de la felicidad. Será después, en un segundo momento, cuando se presente la esperanza de participar un día más plenamente de la felicidad, en la medida que hemos procurado no ser indignos de ella.

-Esto lleva a rechazar toda religión positiva -conjunto de ritos y dogmas aceptados y mantenidos sólo por la autoridad de una tradición o de una iglesia institucionalizada, sin mediar el necesario esfuerzo de reflexión autónoma- : sólo acepta la esperanza última que hallamos en toda religión.

-La religión queda así racionalizada: la religión no va más allá de la razón. Kant se queda en un concepto de religión natural o moral, en coherencia con los ideales seculares de la ilustración. Se trata de una «religión dentro de los límites de la mera razón».

http://www.geocities.com/ramgil64es/kantmarc1.html

El problema del Espacio

De: Alias de MSNoleMEW  (Mensaje original) Enviado: 31/03/2004 10:11

La concepción de Descartes

Una de las características de la física newtoniana es su necesidad de adjudicar una existencia independiente y real al espacie y al tiempo así como a la materia, porque en las leyes del movimiento de Newton aparece el concepto de aceleración. Pero en esta teoría, la palabra aceleración sólo puede denotar «aceleración con respecto al espacio». Por consiguiente, el espacio de Newton debe ser concebido «en reposo» o, al menos, «no acelerado», con el fin de que sea posible considerar que la aceleración que aparece en las leyes del movimiento es una magnitud con algún significado.

Algo similar ocurre con el tiempo que, desde luego, está relacionado con el concepto de aceleración. El mismo Newton y los más críticos de sus contemporáneos consideraban un tanto embarazoso tener que atribuir una realidad física tanto al espacio Como a su estado dinámico, pero por entonces no existía otra alternativa, si lo que se quería era otorgar una significación clara a la mecánica.

Es una cuestión de fuste, mirado desde el punto de vista de la naturaleza humana, el de tener que adjudicar una realidad física al espacio y en especial al espacio vacío. Una y otra vez, desde los tiempos más remotos, los filósofos se han resistido a esa presunción. Descartes propuso, poco más o menos, lo siguiente: El espacio es idéntico a la extensión, pero la extensión está conectada con los objetos materiales; en consecuencia, no hay espacio sin objetos y, por consiguiente, no existe el espacio vacío. La debilidad de este argumento estriba, en primer término, en que si bien es cierto que el concepto de extensión debe su origen a nuestra experiencia con los objetos materiales, no es posible deducir que el concepto de extensión no pueda estar justificado en aquellos casos que, por sí mismos, no hayan dado origen a la formación de este concepto. Esta ampliación conceptual podrá ser justificada de manera indirecta por su papel en la comprensión de los resultados empíricos. La afirmación de que la extensión está limitada a los objetos es, por tanto, infundada. Más adelante veremos, sin embargo, que la teoría de la relatividad general confirma la concepción de Descartes de una manera indirecta. Descartes elucubró su extraño punto de vista llevado, sin duda, por la idea de que, sin una necesidad urgentísima, no es preciso adjudicar carácter real a algo como el espacio, que no es posible «experimentar en forma directa» [1].

El origen colectivo de la idea de espacio, o de su necesidad, está lejos de ser todo lo evidente que puede parecer desde el punto de vista de los hábitos comunes dentro de la escala humana. Los antiguos geómetras manejaban objetos conceptuales (la recta, el punto, la superficie), pero no el espacio como tal, como ocurre dentro del ámbito de la geometría analítica, Sin embargo, la idea de espacio igual se encuentra sugerida por ciertas experiencias primitivas. Para explicar lo anterior, usemos aquí el mismo ejemplo al cual recurría Einstein en sus exposiciones al respecto. Supongamos que se ha construido una caja; dentro de ella es posible acomodar objetos de forma de llegar a llenarla. La posibilidad de que esto ocurra es una de las propiedades del objeto material al cual hemos denominado «caja», algo que es intrínseco a ella, o sea, «algo» para cerrar espacios para guardar. Esto es algo que será distinto para distintas cajas, algo que, en forma natural, es pensado como un hecho independiente de que, en algún momento haya o no objetos dentro de la caja. Cuando dentro de la caja no hay objetos, el espacio está «vacío».

Hasta aquí hemos procedido a asociar el concepto de espacio con una caja, dado la condición que nos representa a escala humana de «vacío», guardar, encerrar, etc. . Sin embargo, ocurre que las posibilidades de almacén que ofrece el espacio de la caja son independientes del espacio de las paredes de la caja. ¿No será posible reducir a cero el espacio de las paredes, sin que se pierda el «espacio» como resultado? El carácter natural de esta reducción al límite es evidente y ahora, ante nuestro pensamiento, ha quedado el espacio sin la caja, algo evidente de por sí, aun cuando resulta irreal por completo, si olvidamos el origen de este concepto. Es comprensible que a Descartes no le gustara considerar el espacio como independiente de los objetos materiales, como algo que podía existir sin materia [2]. (Al mismo tiempo, esto no le impide utilizar, como concepto fundamental de su geometría analítica el concepto de espacio.) El vacío que se forma en un barómetro de mercurio acabó, sin duda, con el último de los cartesianos. Pero no es posible negar que, incluso durante esa primitiva etapa, hay algo poco satisfactorio adherido al concepto de espacio o al espacio entendido como algo real e independiente.

Las formas en que pueden ser almacenados los cuerpos en el espacio (caja) son el tema de la geometría euclidiana tridimensional, cuya estructura axiomática nos induce fácilmente al error de olvidar que se refiere a situaciones realizables.

Los espacios en movimiento

Si miramos el concepto de espacio como un hueco que se puede dar dentro de los amurallamientos del fondo y lado de una caja y que éste, a su vez, lo podemos llenar con cosas y cositas de la abuelita, entonces es lógico que consideremos a este espacio como acotado. Pero ¿y si nos sobran cosas y cositas para guardar? claro está que podemos conseguir una caja más grande. De esta manera, entonces, contamos con un espacio mayor y éste, finalmente, se nos mostrará como ilimitado.

Pero coloquémonos densos y miremos el concepto de espacio dentro del marco del desarrollo del pensamiento físico.

Cuando una pequeña caja s está situada, en reposo relativo, dentro del hueco de una caja mayor, S, el espacio hueco de s es parte del espacio hueco de S, y el mismo «espacio» que las contiene a ambas pertenece a cada una de las cajas. Cuando s está en movimiento con respecto a S, sin embargo, el concepto es menos simple. Entonces el observador se siente inclinado a pensar que s encierra siempre el mismo espacio, pero una parte variable del espacio de S. Se hace necesario, pues, adjudicar a cada caja su espacio particular, no pensándolo como limitado, y suponer que esos dos espacios están en movimiento el uno con respecto al otro.

En resumen, podemos considerar el espacio como algo sin límites o un recipiente en el que están flotando los objetos. Pero se debe tener presente que es posible la existencia de un número infinito de espacios que están en movimiento los unos con respecto de los otros. El concepto de espacio como algo que tiene existencia objetiva e independiente de las cosas pertenece al ámbito del pensamiento precientífico, pero no ocurre lo mismo con la idea de la existencia de un número infinito de espacios en movimiento los unos con respecto de los otros. Esta última idea es inevitable desde el punto de vista lógico, pero está muy lejos de haber desempeñado un papel importante ni siquiera en el pensamiento científico.

El concepto objetivo de tiempo

Para describir el sentido que le dio Einstein al concepto de objetivo de tiempo, he considerado pertinente extraer sus propias ideas al respecto, de un artículo que escribió para The London Time, el 28 de noviembre de 1919.

L as ciencias que se articulan para estudiar la conducta humana, han concluido que el concepto de tiempo a escala humana está indudablemente asociado a la memoria, así como a la diferencia entre experiencias sensoriales y su posterior recuerdo.

Reconozcamos a priori que todos hemos tenido alguna vez la siguiente interrogante: ¿hemos experimentado algo de verdad o lo hemos soñado? Es probable que la capacidad para discriminar entre estas alternativas se produzca, en primer lugar, como resultado de una actividad ordenadora de la mente.

Una experiencia está relacionada con un “recuerdo” y de aquélla se dice que es “anterior” a las “experiencias presentes”. Éste es un principio de ordenamiento conceptual de las expresiones recordadas y su posibilidad da origen al concepto subjetivo de tiempo, es decir, al concepto de tiempo que se refiere al orden de las experiencias individuales.

¿Qué quiso decir Einstein cuando habló de convertir el concepto de tiempo en un concepto objetivo? Analicemos el siguiente ejemplo. Una persona A («yo») tiene la experiencia «está relampagueando». Al mismo tiempo, esta persona A también tiene la experiencia de cierto comportamiento de la persona B, qué pone en relación ese comportamiento de B con su propia experiencia «está relampagueando». De esta manera, se produce una situación tal que para A la experiencia «está relampagueando» queda asociada con B. Y así esta persona A llega a pensar que otras personas también participan de la experiencia «está relampagueando». A partir de ese momento, «está relampagueando» ya no es interpretada como una experiencia exclusivamente personal, sino como una experiencia de otras personas (o, en todo caso, sólo como una “experiencia potencial”). De esta forma surge la interpretación siguiente: «está relampagueando», que originalmente ingresaba en la conciencia como una «experiencia», ahora también es interpretada como un «suceso» (objetivo). Cuando hablamos del «mundo exterior real» nos estamos refiriendo a la suma total de todos los sucesos.

Einstein, objetivamente considera, que los seres humanos tienden a adjudicar un orden temporal sus experiencias. Para sostener ello, en el artículo que hemos mencionado entrega la siguiente explicación: Si b es posterior a a y g posterior a b, por consiguiente g también será posterior a a (sucesión de experiencias): ¿Qué ocurre con los «sucesos» relacionados con estas experiencias? A primera vista parece muy claro suponer que existe un orden temporal de los sucesos, acorde con el orden temporal de las experiencias. En general, y de manera inconsciente, así sucede o sucedía hasta que empezó a cundir cierto escepticismo [3]. Con el fin de llegar a la idea de un mundo objetivo, todavía necesitamos de un concepto constructivo adicional: el suceso está localizado no sólo en el tiempo sino también en el espacio.

En los párrafos anteriores hemos tratado de describir cómo pueden relacionarse con las experiencias, desde el punto de vista sicológico, los conceptos de espacio, tiempo y suceso. Considerados lógicamente, son creaciones libres de la inteligencia humana, instrumentos mentales que han servido para establecer relaciones entre las experiencias, con el fin de que puedan ser mejor estudiadas. El intento de cobrar conciencia de las fuentes empíricas de estos conceptos fundamentales mostrará hasta qué punto estamos vinculados a esos conceptos. Por este camino nos hacemos sabedores de nuestra libertad, la cual, en caso de ser necesario, siempre nos resulta difícil usar con sensatez.

El concepto de objeto material

Todavía hemos de agregar algo esencial a este bosquejo del origen sicológico de los conceptos espacio-tiempo-suceso (a los que denominaremos «de tipo espacial», para abreviar, en contraste con los conceptos de la esfera sicológica). Hemos vinculado el concepto de espacio con las experiencias de las cajas y del acomodamiento de objetos materiales dentro de ellas. Así, pues, esta elaboración de conceptos ya presupone el concepto de objetos materiales (por ejemplo, las «cajas»). De igual manera, las personas que introducimos en la formación del concepto objetivo de tiempo, también desempeñan el papel de objetos materiales. Por consiguiente, creo que está bien claro que 1a formación del concepto de objeto material debe preceder nuestros conceptos de tiempo y de espacio.

Todos estos conceptos de tipo espacial ya pertenecen al pensamiento precientifico, junto con conceptos como dolor, finalidad, intención, etc., del campo de la sicología. Una de las características del pensamiento en física -tal como ocurre en general en el campo de las ciencias naturales – es que, en principio, pretende trabajar con conceptos del tipo espacial solamente, y se esfuerza por expresar con la ayuda de ellos todas las relaciones que tengan forma de leyes. El físico trata de reducir los colores y los tonos a vibraciones; el fisiólogo considera que pensamiento y dolor son procesos nerviosos, de tal modo que elemento síquico es eliminado del nexo causal de existencia y con ello desaparece como vinculo independiente en las asociaciones causales. Esta actitud considera que la comprensión de todas las relaciones mediante el uso exclusivo de conceptos de tipo espacial es posible en principio; y sin duda es a esta actitud a la que frecuentemente se denomina a menudo “materialismo” (puesto que “materia” ha perdido su papel de concepto fundamental).

¿Por qué es necesario arrastrar desde las cimas olímpicas las ideas fundamentales platónicas pertenecientes al pensamiento de las ciencias naturales y por qué revelar su linaje terrenal? Respuesta: con el fin de liberar estas ideas del tabú que las acompaña, y así conquistar una mayor libertad en la formación de ideas o conceptos. Uno de los méritos perdurables de D. Hume y de E. Mach consiste en que ellos, con más ahínco que otros, introdujeron esta actitud crítica.

La ciencia ha adoptado del pensamiento precientífico los conceptos de espacio, tiempo y objeto material (con el importante caso especial, de «cuerpo sólido») y los ha modificado, los ha hecho más exactos. Su primer logro importante ha sido el desarrollo de la geometría euclidiana, cuya formulació axiomático no debe cegamos e inducirnos a error en cuanto a su origen empírico (las posibilidades de acomodar o yuxtaponer cuerpos sólidos). En particular, la naturaleza tridimensional del espacio, tanto como su carácter euclidiano, tienen un origen empírico (puede ser llenado por completo por «cubos» concebidos de la misma manera).

La sutileza del concepto de espacio fue realzada por el descubrimiento de que no existen cuerpos completamente rígidos. Todos los cuerpos son elásticamente deformables y alteran su volumen con un cambio de temperatura. Las estructuras, cuyas posibles configuraciones habrían de ser descritas por la geometría euclidiana, no pueden ser caracterizadas, por consiguiente, sin referencia a la física. Pero toda vez que la física, después de todo, debe echar mano de la geometría para la configuración de sus conceptos, el contenido empírico de la geometría puede ser establecido y comprobado sólo dentro del marco del conjunto de la física.

Dentro de esta situación debemos pensar en los atomistas y en su concepto de divisibilidad finita, porque los espacios de extensión subatómica no pueden ser medidos. Los atomistas también nos fuerzan, en principio, a abandonar la idea de superficies de cuerpos sólidos exacta y estéticamente definidos. Para hablar con exactitud, no existen leyes precisas ni siquiera en la macrorregión, para las posibles configuraciones de cuerpos sólidos que tocan los unos a los otros.

A pesar de esto, nadie pensó en renunciar al concepto de espacio, porque se lo consideraba indispensable dentro del conjunto del satisfactorio sistema de la ciencia natural. En el siglo XIX, Mach fue el único que pensó con seriedad en la eliminación del concepto de espacio, cuando quiso reemplazarlo por la noción de la totalidad de las distancias instantáneas entre todos los puntos materiales. (Mach llevó a cabo este intento con el fin de llegar a una comprensión satisfactoria de la inercia.)

El concepto de campo

En la mecánica de Newton el espacio y el tiempo desempeñan un doble papel. En primer lugar, desempeñan las funciones de portador o de marco de las cosas que ocurren en física , con respecto a la cual los fenómenos son descritos mediante las coordenadas de espacio y tiempo. En principio, la materia es concebida como algo que está compuesto por «puntos materiales» , puntos cuyos movimientos constituyen un hecho físico. Cuando se considera la materia como continua, se suele suponer de manera provisional, cuando no se quiere o no resulta posible describir su estructura discreta. En este caso, unas pequeñas partes (elementos de volumen) de la materia son tratadas en forma similar a puntos materiales, al menos en la medida en que estamos interesados sólo, por los movimientos y no por las circunstancias que, de momento, no queremos o no nos sirve de nada atribuir a los movimientos (por ejemplo, los cambios de temperatura, los procesos químicos). El segundo papel del espacio y del tiempo es el de constituir un «sistema inercial». Los sistemas inerciales eran considerados distintos de todos los concebibles sistemas de referencia, porque con respecto a ellos la ley de la inercia tenía validez.

Aquí lo esencial es que la «realidad física», considerada independiente de los sujetos que la experimentan, fue concebida como algo que, en principio, consistía en espacio y tiempo por una parte y, por otra, en puntos materiales de existencia permanente, en movimiento continuo con respecto al espacio y al tiempo. La idea de la existencia independiente del espacio y del tiempo puede ser expresada de una manera drástica así: si la materia tuviera que desaparecer, sólo quedarían tras ella el espacio y el tiempo (algo así como un escenario de las acciones físicas).

Este punto de vista ha sido superado a lo largo de un proceso que, en primer lugar, y en apariencia, nada tiene que ver con el problema del espacio y del tiempo; se trata del surgimiento del concepto de campo y su pretensión de reemplazar, en principio, la idea de partícula (punto material). Dentro de la estructura de la física clásica, el concepto de campo aparece como un concepto auxiliar en casos en los que la materia era tratada como un continuo. Por ejemplo, en la conducción térmica de un cuerpo sólido, el estado del cuerpo es descrito mediante la determinación de la temperatura en cada punto del cuerpo y en cada momento del tiempo. Desde el punto de vista matemático, esto significa que la temperatura T está representada como una expresión matemática (función) de las coordenadas de espacio y tiempo t (campo de temperatura). La ley de la conducción del calor es representada como una relación local (ecuación diferencial), que abarca todos los casos especiales de conducción del calor. La temperatura aquí no es más que un simple ejemplo del concepto de campo. Es decir, que se trata de una magnitud (o bien de un conjunto de magnitudes) que es función de las coordenadas y del tiempo. Otro ejemplo más es la descripción del movimiento de un liquido. En cada punto de ese líquido existe en cualquier momento una velocidad que, desde el punto de vista cuantitativo, es descrita por sus tres «componentes» con respecto a los ejes de un sistema de coordenadas (vector). Los componentes de la velocidad en un punto (componentes de campo) aquí también son funciones de las coordenadas (x, y, z) y del tiempo (t).

Una de las características de los campos mencionados es la de que se presenten tan sólo dentro de una masa ponderable; sirviendo en forma exclusiva para describir un estado de esta materia. Según el desarrollo histórico del concepto de campo, donde no había materia tampoco podía existir campo. Pero durante el primer cuarto del siglo XIX se demostró que los fenómenos de la interferencia y de la difracción de la luz podían ser explicados, con una exactitud asombrosa, considerando la luz como un campo ondulatorio, análogo por completo al campo mecánico de vibraciones en los cuerpos sólidos elásticos. Fue así como se comenzó a sentir la necesidad de introducir un campo, que también podía existir en el «espacio vacío», en ausencia de materia ponderable.

Tal estado de cosas creaba una, situación paradójica, porque, de acuerdo con su origen, el concepto de campo parecía quedar restringido a la descripción de estados en el interior de un cuerpo ponderable. Esto parecía tanto más cierto cuanto que se sostenía la convicción de que todo campo ha de ser considerado como un estado capaz de aceptar una interpretación mecánica, y esto presuponía la presencia de la materia. Y por ello se llegó a suponer que en todas partes, incluido el espacio que hasta ese momento había sido definido como vacío, existía una forma de materia a la que se denominó «éter».

La emancipación del concepto de campo de su base mecánica se sitúa entre los sucesos sicológicamente más interesantes registrados a lo largo del desarrollo del pensamiento físico. Durante el transcurso de la segunda mitad del siglo XIX, en relación con las investigaciones de Faraday y Maxwell, adquirió cada día mayor fuerza la convicción de que la descripción del procesos electromagnéticos en términos de campo resultaba muy superior al tratamiento hasta entonces empleado, que se fundamentaba en los conceptos mecánicos de puntos materiales. Gracias a la introducción del concepto de campo en electrodinámica, Maxwell logró predecir con éxito la existen de ondas electromagnéticas, de cuya identidad esencial con la luz no se podía dudar, siquiera porque estaba probada la igualdad de su velocidad de propagación. Como consecuencia ello, la óptica fue absorbida, en principio, por la electrodiná mica. Un efecto sicológico de este enorme éxito fue que el concepto de campo ganó en forma gradual una mayor independencia con respecto a la armadura mecánica de la física clásica.

La teoría del éter

No obstante, en un primer momento se dio por sentado que los campos electromagnéticos debían ser interpretados como estados del éter y se trató de explicar, con gran empeño, dichos estados como mecánicos. Pero a medida que estos esfuerzos iban fracasando, la ciencia se acostumbró gradualmente a la idea, de renunciar a esa interpretación mecánica. Sin embargo, aún perduraba la convicción de que los campos electromagnéticos debían ser estados del éter y ésta era la situación hacia fines del siglo XIX.

La teoría del éter trajo consigo una pregunta: ¿cómo se comporta el éter desde el punto de vista mecánico con respecto a los cuerpos ponderables? ¿Acompaña los movimientos de los cuerpos, o sus partes permanecen en reposo las unas con respecto a las otras? Muchos fueron los experimentos ingeniosos que se llevaron a cabo para decidir esta cuestión. En relación con esto, debemos mencionar los siguientes hechos importantes: la «aberración» de las estrellas fijas a consecuencia del movimiento anual de la Tierra y el «efecto Doppler» , es decir, la influencia del movimiento relativo de las estrellas fijas sobre la frecuencia de la luz que nos llega desde ellas, con frecuencias de emisión conocidas. Con excepción del experimento de Michelson-Morley, los resultados de todos estos hechos y experimentos fueron explicados por H. A. Lorentz partiendo del supuesto básico de que el éter no toma parte en los movimientos de los cuerpos ponderables y de que las partes del éter no tienen movimientos relativos las unas con respecto de las otras. De esta manera, el éter apareció, por así decirlo, como la encarnación de un espacio absolutamente en reposo. Pero la investigación de Lorentz logró aún algo más. Explicó todos los procesos internos electromagnéticos y ópticos de los cuerpos ponderables conocidos en aquellos tiempos, a partir del supuesto de que la influencia de la materia ponderable sobre el campo eléctrico -e inversamente- se debe en forma exclusiva al hecho de que las partículas constitutivas de la materia llevan cargas eléctricas, que comparten los movimientos de esas partículas. Con respecto al experimento de Michelson y Morley, H.A. Lorentz demostró que el resultado obtenido al menos no contradice la teoría de un éter en reposo.

A pesar de todos estos hermosos éxitos, el estado de la teoría no era por completo satisfactorio, por varias razones. Por una parte, la mecánica clásica, de cuyo grado de aproximación a la realidad no se dudaba, enseña la equivalencia de todos los sistemas inerciales o «espacios» inerciales en la formulación de las leyes naturales, es decir, la invariancia de las leyes naturales con respecto a la transición de un sistema inercial a otro. Los experimentos electromagnéticos y ópticos, por otra parte, nos muestran lo mismo con notable exactitud. Pero los fundamentos de la teoría electromagnética nos han enseñado que hay un sistema inercial particular preferente, a saber, el del éter luminífero en reposo. Esta fundamentación teórica resultaba demasiado insatisfactoria. ¿No existía una modificación que, como la mecánica clásica, conservara la equivalencia de los sistemas inerciales (principio de la relatividad especial)?

La respuesta a esta interrogante y otras las entrega la teoría de la relatividad especial. Esta teoría toma de la de Maxwell-Lorentz el supuesto de la constancia de la velocidad de la luz en el espacio vacío. Para que esto esté en armonía con la equivalencia de los sistemas inerciales (principio de la relatividad especial), debe abandonarse el carácter absoluto de la simultaneidad; además, las transformaciones de Lorentz para las coordenadas de tiempo y espacio valen para la transición de un sistema inercial a otro. El contenido total de la teoría de la relatividad especial está incluido en el siguiente postulado: las leyes de la naturaleza son invariantes con respecto a las transformaciones de Lorentz. La importancia de este requisito estriba en el hecho de que limita las posibles leyes naturales de una manera definida.

[1] Esta expresión ha de entenderse cum grano salis.
[2] Kant intentó superar la dificultad negando el carácter objetivo del espacio, aunque esto difícilmente puede ser tomado seriamente. Las posibilidades de almacenaje del espacio interno de una caja son objetivas, en el mismo sentido en que lo es la propia caja y lo son los objetos que pueden ser acomodados dentro de ella.
[3] Por ejemplo, el orden temporal de las experiencias obtenido por medios acústicoas, puede diferir con respecto al orden temporal obtenido visualmente, de tal modo que no se puede simplemente identificar la sucesión temporal de los sucesos con la sucesión temporal de las experiencial.

Nietzsche: la venganza

De: Alias de MSNoleMEW  (Mensaje original) Enviado: 29/03/2004 10:52ç

La venganza

Elementos de la venganza. Se dice tan rápidamente la palabra “venganza” (En alemán Rache): parece como si no pudiera siquiera contener más que una sola raíz conceptual y sentimental. Y por eso no se cesa en el esfuerzo por encontrarla: tal como nuestros economistas nacionales todavía no se han cansado de olfatear una tal unidad de la palabra “valor” y de buscar el originario concepto-raíz del valor. ¡Como si todas las palabras no fuesen bolsillos en los que se ha metido ora esto, ora aquello, ora varias cosas a la vez! Así es también “venganza” ora esto, ora aquello, ora algo más compuesto.

Distíngase por lo pronto ese contragolpe defensivo que se ejecuta casi involuntariamente contra objetos inanimados que nos han herido (como contra máquinas en movimiento): el sentido de nuestro movimiento es el de parar la máquina atajando el daño. Para lograr esto, la fuerza del contragolpe debe a veces ser tan fuerte que destroce la máquina; pero si es demasiado fuerte para que el individuo pueda destruirla en seguida, éste no dejará de asestar el golpe más violento de que sea capaz, por así decir como una última tentativa. Así se comporta uno también contra las personas perniciosas bajo el sentimiento inmediato del perjuicio mismo; si a este acto se le quiere llamar un acto de venganza, sea; sólo pondérese que únicamente la autoconservación puso aquí en movimiento su mecanismo racional y que en el fondo no se piensa al hacerlo en el pernicioso, sino en uno mismo: obramos así sin querer a nuestra vez hacer daño, sino solamente para salvar cuerpo y vida. Se requiere tiempo para pasar con el pensamiento de uno al contrario y preguntarse de qué modo asestar el golpe más eficaz. Sucede esto en la segunda clase de venganza: su premisa es una reflexión sobre la vulnerabilidad y la capacidad de sufrimiento del otro; quiere hacerse daño.

En cambio, el horizonte del que toma venganza encierra tan poco asegurarse a sí mismo contra un perjuicio ulterior que casi regularmente se atrae el ulterior perjuicio correspondiente y con mucha frecuencia se lo encara de antemano con sangre fría. Si en la primera clase de venganza era el miedo al segundo golpe lo que hacía el contragolpe tan fuerte como fuera posible, aquí hay una indiferencia casi total hacia lo que el adversario hará; sólo lo que él nos ha hecho determina la fuerza del contragolpe. ¿Qué nos ha hecho, pues? ¿Y de qué nos sirve que sufra ahora después de habernos hecho sufrir? Se trata de una restauración,  en tanto que el acto de venganza de la primera clase sólo sirve a la autoconservación.

El adversario tal vez nos ha hecho perder propiedades, rango, amigos, hijos: estas pérdidas no son restituidas por la venganza; la restauración únicamente se refiere a una pérdida accesoria  junto a todas las pérdidas mencionadas. La venganza de la restauración no preserva de ulteriores perjuicios, no hace a su vez bueno el perjuicio sufrido; salvo en un caso. Cuando el adversario ha hecho sufrir nuestro honor, la venganza puede restaurarlo. Pero éste ha sufrido en todo caso un daño cuando se nos ha infligido un sufrimiento intencionadamente: pues el adversario demostró con ello que no nos temía. Mediante la venganza demostramos que tampoco le tememos: ahí reside la nivelación, la restauración. (La intención de mostrar la total ausencia de temor va en algunas personas tan lejos que la peligrosidad de la venganza para sí mismas (deterioro de la salud o de la vida, o cualquier otra pérdida) la consideran una condición indispensable de toda venganza. Por eso apelan al duelo, aunque los tribunales les ofrecen su concurso para también así obtener satisfacción por la ofensa; pero no aceptan como suficiente la restauración de su honor exenta de peligros, pues no pueden demostrar su falta de temor.)

En la clase de venganza primeramente mencionada es precisamente el temor el que ejecuta el contragolpe; aquí en cambio es la ausencia de temor la que, como queda dicho, quiere demostrarse mediante el contragolpe. Nada parece por tanto más diferente que la motivación interna de los dos modos de acción que se designan con la palabra “venganza”; y pese a ello, sucede muy a menudo que el que ejerce la venganza no tiene claro lo que a fin de cuentas le ha determinado al acto; quizás aqui asestó el contragolpe por temor o para conservarse, pero luego, cuando tuvo tiempo para reflexionar sobre el punto de vista del honor ofendido, se persuadió de haberse vengado por causa de su honor: este motivo es en todo caso más noble que el otro. En él es además esencial si ve su honor dañado a los ojos de los demás (del mundo) o sólo a los ojos del ofensor: en este último caso preferirá la venganza secreta, pero en el primero la pública. Según su pensamiento penetre intensa o débilmente en el alma del autor y de los testigos, será su venganza más exasperada o suave; si carece por entero de esta clase de fantasía, no pensará en la venganza en absoluto; pues en tal caso no se da en él el sentimiento del honor, ni por tanto el de ofender.

Tampoco pensará en la venganza si desprecia al autor y a los testigos del hecho; pues, en cuanto despreciados, ni pueden darle ni tampoco recibir ningún honor. Por último, renunciará a la venganza en el caso nada infrecuente de que ame al autor: por supuesto, pierde así su honor a los ojos de éste y se hace quizás menos digno de la correspondencia amorosa. Pero renunciar a toda correspondencia amorosa es también un sacrificio al que el amor está dispuesto con tal de no tener que hacer daño al ser amado: esto significaría hacerse a sí mismo más daño que daño hace ese sacrificio. En resumen: todo el mundo se venga, a menos que se carezca de honor o se esté lleno de desprecio o de amor hacia el pernicioso u ofensor. Aun cuando se dirijan a los tribunales, quieren la venganza como personas privadas; pero además, en cuanto hombres de la sociedad que piensan más allá y precavidos, la venganza de la sociedad sobre quien no la honra. Así, el castigo judicial restaura tanto el honor privado como el honor social, es decir, castigo es venganza. Además, se da también en él ese otro elemento de la venganza descrito en primer lugar, en la medida en que a través de él la sociedad sirve a su autoconservación y asesta el contragolpe en legítima defensa.

El castigo quiere evitar el perjuicio ulterior, quiere intimidar. De este modo están realmente asociados en el castigo los dos elementos de la venganza tan distintos, y esto quizás contribuye al máximo a mantener esa mencionada confusión conceptual gracias a la cual el individuo que se venga no sabe habitualmente lo que en definitiva quiere.

Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano

Frente al argumento de la Primera Causa

De: Alias de MSNoleMEW  (Mensaje original) Enviado: 12/03/2004 13:30

Pocas personas son conscientes del hecho de que muchos físicos modernos sostienen que las cosas (quizá incluso el universo entero) pueden de hecho producirse de la nada por medio de procesos naturales. Este documento es un intento de compilar citas que expliquen cómo se supone que todo esto funciona.

Eventualmente me gustaría escribir un artículo evaluando la capacidad de las fluctuaciones cuánticas del vacío como medio para producir universos, pero por ahora dejaré que los científicos hablen por su cuenta y que el lector haga su propia evaluación.

Fluctuaciones del vacío y partículas virtuales

En el mundo cotidiano, la energía está siempre inalterablemente fija; la ley de conservación de la energía es una piedra angular de la física clásica. Pero en el micromundo cuántico, la energía puede aparecer y desaparecer de la nada de una manera espontánea e impredecible. (Davies, 1983, 162)

El principio de incertidumbre implica que las partículas pueden aparecer [N. del T.: come into existence “llegar a la existencia”] por períodos cortos de tiempo incluso cuando no hay suficiente energía para crearlas. En efecto, son creadas a partir de incertidumbres de la energía. Uno podría decir que “toman prestada” brevemente la energía requerida para su creación, y luego, un corto tiempo después, pagan la “deuda” y desaparecen de nuevo. Ya que estas particulas no tienen una existencia permanente, se las llama partículas virtuales. (Morris, 1990, 24)

Aún cuando no podemos verlas, sabemos que estas partículas virtuales están “realmente allí” en el espacio vacío porque dejan un rastro detectable de sus actividades. Un efecto de los fotones virtuales, por ejemplo, es producir un minúsculo cambio en los niveles de energía de los átomos. También causan un igualmente minúsculo cambio en el momento magnético de los electrones. Estas diminutas pero significativas alteraciones han sido medidas con mucha precisión usando técnicas espectroscópicas. (Davies, 1994, 32)

Se ha predicho que [los pares de partículas virtuales] tendrían un efecto calculable sobre los niveles energéticos de los átomos. El efecto esperado es diminuto (un cambio de sólo una milmillonésima), pero ha sido confirmado por los investigadores.

En 1953 Willis Lamb midió este estado de energía excitado en un átomo de hidrógeno. Esto se llama hoy “desplazamiento Lamb” [Lamb shift]. La diferencia de energía predicha por los efectos del vacío en los átomos es tan pequeña que sólo es detectable como una transición en frecuencias de microondas. La precisión de las mediciones en microondas es tan grande que Lamb pudo calcular el desplazamiento hasta cinco dígitos significativos. Subsecuentemente recibió el Premio Nobel por su trabajo. No queda duda ya de que las partículas virtuales están realmente allí. (Barrow & Silk, 1993, 65-66)

En la física moderna no existe el concepto de “nada”. Incluso en un perfecto vacío hay pares de partículas virtuales que están siendo creadas y destruídas constantemente. La existencia de estas partículas no es una ficción matemática. Aunque no pueden ser observadas directamente, los efectos que crean son bien reales. La presunción de que existen nos conduce a predicciones que han sido confirmadas por experimentación con un alto grado de exactitud. (Morris, 1990, 25)

Fluctuaciones del vacío y el origen del universo

Hay algo así como diez billones de billones de billones de billones de billones de billones de billones (un 1 con ochenta y cinco ceros detrás) de partículas en la región del universo que nosotros podemos observar. ¿De dónde salieron todas ellas? La respuesta es que, en la teoría cuántica, las partículas pueden ser creadas a partir de la energía en la forma de pares partícula/antipartícula. Pero esto simplemente plantea la cuestión de dónde salió la energía. La respuesta es que la energía total del universo es exactamente cero. La materia del universo está hecha de energía positiva. Sin embargo, toda la materia está atrayéndose a sí misma mediante la gravedad. Dos pedazos de materia que estén próximos el uno al otro tienen menos energía que los dos mismos trozos muy separados, porque se ha de gastar energía para separarlos en contra de la fuerza gravitatoria que los está uniendo. Así, en cierto sentido, el campo gravitatorio tiene energía negativa. En el caso de un universo que es aproximadamente uniforme en el espacio, puede demostrarse que esta energía gravitatoria negativa cancela exactamente a la energía positiva correspondiente a la materia. De este modo, la energía total del universo es cero. (Hawking, 1988, 129)

Hay una posibilidad aún más notable, que es la creación de materia desde un estado de energía cero. Esta posibilidad aparece porque la energía puede ser tanto positiva como negativa. La energía del movimiento o la energía de la masa es siempre positiva, pero la energía de la atracción, tal como la debida a ciertos tipos de campos gravitacionales o electromagnéticos, es negativa. Pueden presentarse circunstancias en las que la energía positiva que se utiliza para formar la masa de las partículas de materia recién creadas se cancela exactamente con la energía negativa de la gravedad o el electromagnetismo. Por ejemplo, en las cercanías de un núcleo atómico el campo eléctrico es intenso. Si pudiera hacerse un núcleo conteniendo 200 protones (posible pero difícil), el sistema se volvería inestable contra la producción espontánea de pares electrón-positrón, sin necesidad de ninguna entrada de energía. La razón es la energía eléctrica negativa puede cancelar exactamente la energía de sus masas.

En el caso gravitacional la situación es aún más extraña, porque el campo gravitacional es sólo una curvatura espacial [spacewarp] (un espacio curvado). La energía encerrada en la curvatura espacial puede convertirse en partículas de materia y antimateria. Esto ocurre, por ejemplo, cerca de un agujero negro, y fue también probablemente la fuente más importante de partículas en el big bang. Así pues, la materia aparece espontáneamente en el espacio vacío. Se presenta entonces la pregunta: ¿la explosión primordial poseía energía, o está el universo entero en un estado de energía cero, con la energía de toda la materia cancelada por la energía negativa de la atracción gravitatoria?

Es posible resolver la cuestión por medio de un cálculo sencillo. Los astrónomos pueden medir las masas de las galaxias, su separación promedio, y sus velocidades de alejamiento. Al poner estos números en una fórmula se obtiene una cantidad que algunos físicos han interpretado como la energía total del universo. La respuesta de hecho resulta ser cero, dentro de los límites de precisión observacionales. La razón de este significativo resultado ha sido largamente una fuente de desconcierto para los cosmólogos. Algunos han sugerido que hay un principio cósmico profundo en funcionamiento, que requiere que el universo tenga energía exactamente cero. Si esto es así, el cosmos puede seguir la vía del menor esfuerzo, llegando a existir sin requerir entrada alguna de materia ni de energía. (Davies, 1983, 31-32)

Una vez que nuestras mentes aceptan la mutabilidad de la materia y la nueva idea del vacío, podemos especular sobre el origen de lo más grande que conocemos: el universo. Quizá el universo mismo saltó a la existencia de la nada: una gigantesca fluctuación del vacío que hoy conocemos como el Big Bang. Notablemente, las leyes de la física moderna permiten esta posibilidad. (Pagels, 1982, 247)

En la relatividad general, el espaciotiempo puede estar vacío de materia y radiación y aún así contener energía almacenada en su curvatura. Fluctuaciones cuánticas incausadas y aleatorias en un espaciotiempo plano, vacío, sin rasgos distintivos, pueden producir regiones locales con curvatura positiva o negativa. Esto se llama “espuma espaciotemporal” y las regiones se llaman “burbujas de falso vacío”. Dondequiera que la curvatura sea positiva, una burbuja de falso vacío, según las ecuaciones de Einstein, se inflará exponencialmente. En 10-42 segundos la burbuja se expandirá al tamaño de un protón y la energía dentro de ella será suficiente para producir toda la masa del universo.

Las burbujas comienzan sin nada de materia, radiación ni campos de fuerza, y con entropía máxima. Contienen energía en su curvatura, y por lo tanto son un “falso vacío”. A medida que se expanden, la energía en su interior se incrementa exponencialmente. Esto no viola la conservación de la energía, ya que el falso vacío tiene presión negativa (créanme, todo esto se sigue de las ecuaciones que Einstein escribió en 1916), de manera que la burbuja en expansión ejerce trabajo sobre sí misma.

A medida que el universo burbuja se expande, ocurre una especie de fricción por la cual la energía se convierte en partículas. La temperatura baja entonces, y ocurre una serie de procesos de ruptura de simetría espontáneos, como en un imán enfriado bajo el punto de Curie, y aparece una estructura esencialmente aleatoria de partículas y fuerzas. La inflación se detiene y nos movemos dentro del más familiar Big Bang.

Las fuerzas y partículas que aparecen son más o menos aleatorias, gobernadas sólo por principios de simetría (como los principios de conservación de la energía y el momento) que tampoco son producto de diseño, sino exactamente lo que se tiene en ausencia de diseño.

Las llamadas “coincidencias antrópicas”, en las cuales las partículas y fuerzas de la física parecen estar finamente ajustadas para la producción de formas de vida basadas en el carbono, se explican por el hecho de que la espuma espaciotemporal tiene un número infinito de universos explotando, cada uno diferente. Simplemente sucede que estamos en aquél donde las fuerzas y partículas se prestaron a la generación de carbono y otros átomos con la complejidad necesaria para hacer evolucionar organismos vivientes y pensantes.

¿De dónde vino en un principio toda la materia y radiación del universo? Intrigantes investigaciones teóricas recientes de físicos como Steven Weinberg, de Harvard, y Ya. B. Zel’dovich, de Moscú, sugieren que el universo comenzó como un vacío perfecto y que todas las partículas del mundo material fueron creadas a partir de la expansión del espacio…

Pensemos en el universo inmediatamente después del Big Bang. El espacio se está expandiendo violentamente con un vigor explosivo. Sin embargo, como hemos visto, todo el espacio está hirviendo de pares virtuales de partículas y antipartículas. Normalmente, una partícula y una antipartícula no tienen problemas para reunirse en un intervalo de tiempo […] lo suficientemente corto como para que la conservación de masa se satisfaga dentro de los límites del principio de incertidumbre. Durante el Big Bang, sin embargo, el espacio se estaba expandiendo tan rápido que las partículas fueron rápidamente apartadas de sus correspondientes antipartículas. Privadas de la oportunidad de recombinarse, estas partículas virtuales tuvieron que volverse partículas reales en el mundo real. ¿De dónde vino la energía que permitió esta materialización?

Recordemos que el Big Bang era como el centro de un agujero negro. Una vasta provisión de energía gravitatoria estaba asociada, por tanto, con la intensa gravedad de esta singularidad cósmica. Este recurso proveyó una gran cantidad de energía para llenar el universo con todas las clases concebibles de partículas y antipartículas. Así, inmediatamente después del tiempo de Planck, el universo fue inundado con partículas y antipartículas creadas por la expansión violenta del espacio. (Kaufmann, 1985, 529-532)

[L]a idea de una Primera Causa suena algo sospechosa a la luz de la moderna teoría de la mecánica cuántica. De acuerdo a las interpretaciones más comúnmente aceptadas de la mecánica cuántica, las partículas subatómicas individuales pueden comportarse en formas impredecibles, y hay numerosos eventos aleatorios incausados. (Morris, 1997, 19)

Referencias

    * Barrow, John D. & Silk, Joseph. 1993. The Left Hand of Creation. Londres: J.M. Dent & Sons.
    * Davies, Paul. 1983. God and the New Physics. Londres: J.M. Dent & Sons.
    * Davies, Paul. 1994. The Last Three Minutes. New York: BasicBooks.
    * Hawking, Stephen. 1988. A Brief History of Time. Toronto: Bantam.
    * Kaufmann, William J. 1985. Universe. New York: W.H. Freeman & Co.
    * Morris, Richard. 1990. The Edges of Science. New York: Prentice Hall.
    * Morris, Richard. 1997. Achilles in the Quantum World. New York: Henry Holt & Co.
    * Pagels, Heinz. 1982. The Cosmic Code. Toronto: Bantam.
    * Stenger, Victor. 1996. Mensaje en la lista de e-mail DEBATE (19 de marzo)

Nicolás de Cusa. Teología negativa y mística.

De: irichc  (Mensaje original) Enviado: 25/02/2004 10:01

La sabiduría

Libro primero

Un idiota, hombre pobre, encontró en el Foro romano un orador riquísimo y, sonriéndole amigablemente, le interpeló de esta manera:

Me asombra tu soberbia, es decir, que no hayas llegado todavía a la humildad, a pesar de haberte fatigado en la asidua lectura de innumerables libros; esto, ciertamente, acontece porque “la ciencia de este mundo”, en la que piensas que superas a todos los demás, es “estulticia delante de Dios”, y por ello “infla”. La verdadera ciencia, en cambio, lleva a la humildad. A esta ciencia desearía que llegases, puesto que ahí se encuentra el tesoro de la sabiduría.

ORADOR. ¿Qué presunción es la tuya, pobre idiota, completamente ignorante, que te lleva a estimar en tan poco el estudio de las letras, sin el cual nadie puede avanzar?

IDIOTA. No es la presunción, gran orador, la que no me permite callar, sino la caridad. Te veo completamente embebido en buscar la sabiduría con mucha fatiga inútil; y si de ella pudiese liberarte, de tal modo que tú mismo comprendieses tu error, pienso que, deshecho el lazo, te alegrarías de haberte evadido. Creer en la autoridad te ha llevado a ser como un caballo, que siendo libre por naturaleza, está sin embargo amarrado por la habilidad del hombre a un pesebre, donde solamente come lo que se le suministra. Tu intelecto, encadenado a la autoridad de los escritores, se alimenta con un alimento ajeno y no natural.

ORADOR. Si el alimento de la sabiduría no se encuentra en los libros de los sabios, ¿dónde está entonces?

IDIOTA. No digo que no esté allí, sino que afirmo que el alimento que se encuentra hí no es natural. Los que en primer lugar se dedicaron a escribir sobre la sabiduría no progresaron con el alimento de los libros, que todavía no existían, sino que llegaron “a la perfección humana” por medio de un alimento natural. Y éstos son muy superiores en sabiduría a aquellos otros que creyeron haber hecho grandes progresos por medio de los libros.

ORADOR. Aunque quizá se pueden obtener algunos conocimientos sin el estudio de las letras, sin embargo las cosas grandes y difíciles no se pueden conocer jamás, puesto que las ciencias han aumentado por medio de sucesivos añadidos.

IDIOTA. Esto es lo que yo decía, a saber, que te dejas guiar y engañar por la autoridad. Alguien ha escrito la palabra en la que crees. Y yo te digo por el contrario que “la sabiduría” grita “fuera”, “en las plazas”, y su clamor resuena, porque habita “en las regiones altísimas”.

ORADOR. Por lo que oigo, siendo tú un profano, te consideras un sabio.

IDIOTA. Esta es quizá la diferencia entre tú y yo: tú piensas que eres sabio, no siéndolo, y por ello eres soberbio. Yo, en cambio, sé que soy un idiota, y por eso soy más humilde. En esto quizá soy yo más docto.

ORADOR. ¿Cómo puedes haber llegado a la ciencia de tu ignorancia, siendo idiota?

IDIOTA. No por tus libros, sino por los libros de Dios.

ORADOR. ¿Cuáles libros?

IDIOTA. Los que ha escrito con su dedo.

ORADOR. ¿Dónde se encuentran?

IDIOTA. Por todas partes.

ORADOR. ¿También, por tanto, en este Foro?

IDIOTA. Por supuesto. Afirmé ya que la sabiduría grita “por las plazas”.

ORADOR. Me gustaría oír de qué modo.

IDIOTA. Si me percatase de que estás desprovisto de la curiosidad de saber, te enseñaría grandes cosas.

ORADOR. ¿Podrías hacerme degustar en un tiempo breve lo que tú quieres?

IDIOTA. Puedo.

ORADOR. Vayamos, pues, te lo ruego, a esta vecina estancia de barbero, para que, sentados, puedas hablar más tranquilamente.

Le pareció bien al idiota. Y entrando en la estancia, puestos con la vista hacia el foro, el IDIOTA comenzó su discurso de la siguiente manera:

Ya que te dije que la sabiduría “grita en las plazas”, y su clamor manifiesta que habita en “las altísimas regiones”, me esforzaré en mostrártelo. Y en primer lugar, querría que me dijeses: ¿qué ves que se hace aquí en el foro?

ORADOR. Veo allí que se cuentan los dineros; en otro lado, se pesan mercancías, en la parte opuesta se pesa el aceite y otros productos.

IDIOTA. Estas son operaciones de aquella razón por la cual los hombres son superiores a las bestias; los brutos no son capaces de contar, pesar y medir. Considera, pues, orador, con qué, por qué y de qué se producen estas cosas, y dímelo.

ORADOR. Por medio de la distinción.

IDIOTA. Correcto. ¿Y por medio de qué se hace la distinción? ¿Acaso no se cuenta por medio del uno?

ORADOR. ¿Cómo?

IDIOTA. ¿Acaso el uno no es el uno una vez, y el dos no es el uno dos veces, y el tres el uno tres veces, y así sucesivamente?

ORADOR. Así es.

IDIOTA. ¿Todo número resulta, pues, por medio del uno?

ORADOR. Así parece.

IDIOTA. Por tanto, lo mismo que el uno es el principio del número, así el peso mínimo es el principio del pesar y la medida mínima es el principio del medir. En consecuencia, llamemos onza a ese peso y poco a esa medida. ¿Acaso del mismo modo que se numera con el uno, no se pesa con la onza y se mide con el poco? Así, la numeración es a partir del uno, el pesar a partir de la onza y la medición desde el poco. Por tanto, la numeración está en el uno, el pesar en la onza, la medida en el poco. ¿No es así?

ORADOR. Ciertamente.

IDIOTA. ¿Por medio de qué se aferra la unidad, con qué se alcanza la onza, a través de qué el poco?

ORADOR. No lo sé. Sé, sin embargo, que la unidad no es aferrada con el número, ya que el número es posterior al uno, y del mismo modo tampoco la onza se alcanza con el peso, ni el poco con la medida.

IDIOTA. Dices muy bien, orador. Lo mismo que lo simple es por naturaleza anterior a lo compuesto, así lo compuesto es por naturaleza posterior; por tanto, lo compuesto no puede medir lo simple, sino al revés. De donde resulta que aquello por medio de lo cual, desde lo cual y en lo cual toda cosa que puede contarse es contada, no es alcanzable con el número, y aquello por lo que, a partir de lo que y en lo que se pesa toda cosa que puede ser pesada, no es alcanzable por el peso. Igualmente también aquello con lo que, por lo que y en lo que es medido todo lo que puede ser medido, no es alcanzable por la medida.

ORADOR. Esto lo veo claramente.

IDIOTA. Ese clamor de la sabiduría que está en las plazas, trasládalo a la altísima región en donde habita la sabiduría, y encontrarás cosas mucho más deleitables que aquéllas que encuentras en todos tus adornadísimos libros.

ORADOR. A no ser que expliques lo que quieres decir, no lo entiendo.

IDIOTA. Me estaría prohibido hacerlo, a no ser que lo desees sinceramente, ya que los secretos de la sabiduría no son desvelables a todos por doquier.

ORADOR. Deseo muchísimo oírte, y estoy ya inflamado con estas pocas palabras. Las que ya has dicho preanuncian algo grande. Te ruego, pues, que prosigas lo iniciado.

IDIOTA. No sé si está permitido revelar secretos tan grandes y si es fácil desvelar profundidades tan altas. No quiero, sin embargo, contenerme, con el fin de complacerte. He aquí, hermano: la suma sabiduría es ésta, saber de qué modo en los ejemplos señalados se alcanza, de manera inalcanzable, lo inalcanzable.

ORADOR. Afirmas cosas admirables y extrañas.

IDIOTA. El motivo por el que las cosas ocultas no deben comunicarse a todos es éste: porque cuando se manifiestan les parecen extrañas. Te admiras de que yo haya afirmado cosas que se contradicen entre sí. Escucharás y gustarás la verdad. Lo que he afirmado antes sobre la unidad, la onza y el poco, digo ahora que debe ser afirmado de todas las cosas respecto de su principio. En efecto, el principio de todo es aquello con el cual, en el cual y por el cual todo lo que puede ser principiado tiene principio, y no es, sin embargo, alcanzable por nada principiado. Es aquello con el cual, en el cual y por el cual se comprende todo inteligible, y sin embargo es inalcanzable con el intelecto. Es igualmente aquello con el que, en el que y por el que toda cosa expresable es expresada, y sin embargo no es alcanzable con la palabra. Es también aquello con lo que, en lo que y por lo que toda cosa limitable está limitada y todo lo finible es finito, y sin embargo es indeterminable por un término e ilimitable por un límite. Podrás formular innumerables proposiciones, plenas de verdad, similares a éstas y llenar con ellas todos tus volúmenes de oratoria y añadirles otras innumerables, para ver cómo la sabiduría habita en las regiones altísimas.

Altísimo es lo que no puede ser más alto. Solamente la infinitud es esta altitud. Por ello, sobre la sabiduría, que todos los hombres, puesto que desean por naturaleza saber, buscan con gran sinceridad de mente, no se sabe otra cosa que que es más alta que cualquier ciencia y que es incognoscible, que no es expresable en ningún discurso, que no es inteligible por ningún intelecto, que no es mensurable por ninguna medida, que no es limitable por ningún límite, no determinable por ningún término, no proporcionable por ninguna proporción, no comparable por ninguna comparación, no figurable por ninguna figura y no representable por cualquier representación, inmóvil en todo movimiento, inimaginable con cualquier imaginación, insensible con cualquier sensación, no atraíble por cualquier atracción, no gustable por ningún gusto, no audible por ningún oído, no visible por ninguna vista, inaprehensible por cualquier aprensión, inafirmable con cualquier afirmación, innegable en toda negación, indudable en cualquier duda, inopinable en toda opinión. Y como la sabiduría no puede expresarse en ningún discurso, no se puede pensar un final de estos discursos, ya que es impensable en todo pensamiento, puesto que todas las cosas son por ella, en ella y de ella.

ORADOR. Estas palabras son indudablemente más altas que lo que esperaba oír de ti. No dejes, te lo ruego, de conducirme allí donde pueda gustar junto contigo, de una manera dulce y suave, alguna cosa de tales altísimas teorías. Veo, en efecto, que no te sacias nunca de hablar de esta sabiduría. Es la máxima dulzura, pienso, la que obra esto, dulzura que no te incitaría tanto si no la gustases con gusto interior.

IDIOTA. Es la sabiduría, que tiene sabor, más dulce que la cual no hay nada para el intelecto. No han de considerarse sabios quienes hablan sólo con la palabra y no con el gusto. Hablan de la sabiduría con el gusto aquellos que a través de ella saben todas las cosas de tal modo que se percatan de no saber nada de todas ellas. Todo sabor interior se posee gracias a la sabiduría, por ella y en ella. Y como habita en las cumbres más altas, no es gustable con ningún sabor. Por consiguiente, es gustada de modo ingustable, ya que es superior a cualquier cosa capaz de ser gustada, sensible, racional e intelectual. Eso es gustar de modo ingustable. Lo mismo que un olor propagado por algo oloroso percibido en otro, nos incita a movernos de modo que corramos desde el olor de los perfumes hasta el perfume, de la misma manera la sabiduría eterna e infinita, al resplandecer en todas las cosas, nos incita a partir de una cierta pregustación de los efectos a ir hacia ella con un asombroso deseo.

Ella es la misma vida espiritual del intelecto, el cual posee en sí mismo una cierta connatural pregustación, gracias a la cual el intelecto busca con gran afán la fuente de su vida, que sin esa pregustación no gustaría y si la encontrase no sabría que la ha encontrado; por ello, el intelecto se mueve hacia la sabiduría como hacia su propia vida. Para todo espíritu es agradable ascender sin fin al principio de la vida, aunque sea inaccesible. En efecto, vivir progresivamente cada vez más feliz consiste en esto: ascender hacia la vida. Y cuando, en la búsqueda de la propia vida, el intelecto es conducido allí donde ve esa vida infinita, tanto más goza cuanto más se percata de que su vida es más inmortal. Acontece así que la inaccesibilidad o la incomprehensibilidad de la infinitud de su vida es la comprehensión que más desea. Lo mismo que si alguien poseyese el tesoro de su propia vida y llegara a percatarse de que ese tesoro suyo es innumerable, imponderable e inconmensurable, de la misma manera esta ciencia de la incomprehensibilidad es una comprehensión gozosa y deseadísima, no respecto a quien comprende, sino en relación al tesoro amadísimo de la vida. Del mismo modo que si alguien ama algo porque es amable, se alegra al encontrar en la cosa amable causas infinitas e inexpresables de amor. La comprensión más gozosa en el amante se produce cuando comprende la incomprensible amabilidad del amado. De ninguna manera se alegraría de amar al amado según algo que es comprensible, por cuanto le consta que la amabilidad del amado es absolutamente inconmensurable, ilimitable, interminable e incomprehensible. Ésta es la comprehensibilidad gozosísima de la incomprehensibilidad.

(…)

Nicolás de Cusa. Diálogos del idiota.

Fichte. Posición como autoposición y autoconciencia.

De: irichc  (Mensaje original) Enviado: 25/02/2004 15:45

Debemos buscar el principio fundamental absolutamente primero, completamente incondicionado de todo saber humano. Si este principio fundamental debe ser el primero absolutamente, no puede ser ni demostrado, ni determinado.

Debe expresar aquella autogénesis que ni se da ni se puede dar entre las determinaciones empíricas de nuestra conciencia, sino que más bien es el fundamento de toda conciencia, y sólo ella la hace posible. Al presentar esta autogénesis, no es tanto de temer que por ventura no se piense lo que hay que pensar -la naturaleza de nuestro espíritu ha cuidado ya de ello-, como que se piense aquí aquello que no debe pensarse. De ahí la necesidad de una reflexión sobre lo que previamente se hubiera podido quizás pensar acerca de ello y de una abstracción de todo lo que efectivamente no le pertenece.

Incluso mediante esta reflexión abstractiva, lo que no es un hecho de conciencia no puede llegar a serlo; pero gracias a ella puede reconocerse que se tiene que pensar necesariamente esta autogénesis como fundamento de toda ciencia.

(…)

1. Todos conceden el principio: “A es A” (o sea, A = A, porque esto es lo que significa la cópula lógica); y se admite sin vacilación alguna; se le reconoce como proposición completamente cierta e indudable.

Si, no obstante, alguien pidiera una prueba de esta proposición, nadie se tomaría el trabajo de dársela, y se admitiría que esa proposición es cierta absolutamente, es decir, sin otro fundamento; y haciendo esto, sin duda alguna con el asentimiento general, uno se arroga la facultad de poner algo absolutamente.

2. Afirmando que la proposición precedente es en sí cierta, no se afirma que A sea. La proposición “A es A” no equivale en modo alguno a esta: “A es”, o: “existe un A”. (“Ser”, puesto sin predicado, expresa algo muy diferente que “ser” con un predicado; véase más adelante). Si se admite que A designa un espacio comprendido entre dos rectas, la primera proposición permanece exacta siempre, aunque la proposición: “A es” fuera manifiestamente falsa. Más bien, se afirma que: “si A es, entonces A es”. Por consiguiente, de ninguna manera se trata aquí de saber si en general A es o no es. No se trata del contenido de la proposición, sino únicamente de su forma; no de aquello acerca de lo cual se sabe algo, sino de lo que se sabe, cualquiera que sea el objeto de que se trate.

Por consiguiente, con la afirmación de que la proposición indicada es absolutamente cierta resulta que entre aquel “si” y este “entonces” hay una conexión necesaria; y esta conexión necesaria entre dos términos es puesta absolutamente y sin otro fundamento. Provisionalmente llamo a esta conexión necesaria = X.

3. Nada hay establecido en lo concerniente a si A mismo es o no. De ahí surge la pregunta: ¿bajo qué condiciones es, pues, A?

a) Al menos X está en el Yo y puesto por el Yo, pues es el Yo quien juzga en la proposición anterior, y juzga precisamente según X como según una ley; la cual es, por consiguiente, dada al Yo; y como es establecida absolutamente y sin otro fundamento, tiene que ser dada al Yo por el Yo mismo.

b) No sabemos si A en general es puesto y cómo es puesto; pero debiendo designar X una relación entre una desconocida posición de A y una absoluta posición del mismo A, condicionada por la primera posición, entonces A debe estar en el Yo y puesto por el Yo, como X, al menos en tanto que esa conexión es puesta. Sólo es posible X en relación a un A; pero efectivamente X está puesto en el Yo: por consiguiente, A tiene que estar también puesto en el yo, en cuanto que a él se refiere X.

c) X se relaciona con este A, que en la proposición anterior ocupa el lugar lógico del sujeto, lo mismo que con el A que está en el lugar lógico del predicado; en efecto, los dos términos están conciliados por X. Así, los dos son puestos en el Yo, en tanto que son puestos. Y el A del predicado es puesto absolutamente, a condición de que sea puesto el A del sujeto; la proposición enunciada puede, pues, formularse así: Si A es puesto en el Yo, entonces es puesto; o entonces es.

4. Ha sido puesto, pues, por el Yo mediante X; A es para el Yo juzgante, absoluta y únicamente en virtud de su ser puesto en el Yo en general; esto significa: se ha establecido que en el Yo -bien que este especialmente afirme o juzgue, o lo que sea- hay algo que siempre es igual a sí, siempre uno e idéntico; y el X puesto absolutamente puede, pues, expresarse así: “Yo = Yo”; Yo soy Yo.

5. Por medio de esta operación hemos llegado ya sin darnos cuenta a la proposición: Yo soy (no ciertamente como expresión de una autogénesis, sino todavía de un hecho).

En efecto, X es puesto absolutamente; esto es un hecho de la conciencia empírica. Pero X es idéntico a la proposición: “Yo soy Yo”; por consiguiente, esta proposición es también puesta absolutamente.

Sin embargo, la proposición “Yo soy Yo”, tiene un significado muy distinto del que posee la proposición “A es A”. Esta última proposición, en efecto, sólo tiene un contenido bajo cierta condición. Si A es puesto, es ciertamente puesto en tanto que A, con el predicado A. Pero con una proposición semejante todavía no queda decidido si A es efectivamente puesto; por consiguiente, si es puesto con un predicado cualquiera. Por el contrario, la proposición: “Yo soy yo”, es válida incondicional y absolutamente, porque es idéntica a la proposición X; es válida no solamente en cuanto a la forma, sino también en cuanto al contenido. En esta proposición el Yo es puesto con el predicado de la identidad consigo mismo, no condicionalmente, sino absolutamente; así, es puesto; y la proposición puede ser expresada también de esta manera: “Yo soy”.

Esta proposición: “Yo soy”, hasta ahora está fundada solamente en un hecho y no tiene otro valor que el de un hecho. Si la proposición “A = A” (o más precisamente, lo que en esta proposición es absolutamente puesto = X) debe ser cierta, entonces la proposición: “Yo soy”, tiene que ser igualmente cierta. Pero es un hecho de la conciencia empírica el que estemos obligados a considerar X como absolutamente cierto; lo mismo debe suceder con la proposición: “Yo soy”, en la cual se funda X. Así pues, el fundamento que explica todos los hechos de la conciencia empírica es el siguiente: que antes de poner algo en el Yo, el mismo Yo sea puesto. (Digo: de todos los hechos; y esto depende de la prueba de la proposición, y según esta prueba, X es el hecho supremo de la conciencia empírica, el cual es la base de todos los demás hechos y está contenido en ellos; esto debería admitirse sin la menor prueba, aunque toda la Doctrina de la Ciencia está consagrada a demostrarlo).

6. Volvamos al punto del que habíamos partido.

a) Por el principio “A = A” se efectúa un juicio. Según el testimonio de la conciencia empírica, todo juicio es una acción del espíritu humano; es preciso, pues, suponerle todas las condiciones de la acción en la autoconciencia empírica, las cuales deben ser, para la reflexión, presupuestas como conocidas y ciertas.

b) Esta acción está fundada en algo, a saber X = Yo soy, lo cual no está fundado en nada más alto.

c) Se deduce que lo absolutamente puesto y fundado en sí mismo es el fundamento de una cierta acción del espíritu humano (la Doctrina de la Ciencia demostrará que es fundamento de toda acción del espíritu humano), o sea, es su puro carácter; el puro carácter de la actividad en sí: prescindiendo de sus condiciones empíricas particulares.

Así, para el Yo, ponerse a sí mismo es su pura actividad. El Yo se pone a sí mismo, y es en virtud de este simple poner por sí mismo; e inversamente: el Yo es, y pone su ser, en virtud de su puro ser. Es al mismo tiempo el actuante y el producto de la acción, lo activo y lo producido por la actividad; acción y hecho son una sola y misma cosa; y por esto: “Yo soy” es la expresión de una autogénesis, pero también de la única posible, como lo demostrará la Doctrina de la Ciencia.

7. Consideremos de nuevo la proposición: “Yo soy Yo”.

a) El Yo es puesto absolutamente. Supongamos que en la proposición precedente el Yo que ocupa el lugar del sujeto formal sea el Yo absolutamente puesto; en cambio, el del predicado sea el Yo que está siendo; entonces se ha expresado o puesto absolutamente por el juicio absolutamente válido, que estos dos términos son uno: el Yo es porque él se ha puesto.

b) El Yo de la primera y el Yo de la segunda acepción deben ser absolutamente idénticos. Puede, pues, invertirse la proposición precedente y decir: el Yo se pone a sí mismo simplemente porque es. Se pone a sí mismo por su mero ser, y es por su mero ser-puesto.

Estas observaciones aclaran perfectamente el sentido en que empleamos aquí el término Yo y nos conducen a una explicación precisa del Yo como sujeto absoluto. Aquello cuyo ser (esencia) simplemente consiste en ponerse a sí mismo como siendo es el Yo como sujeto absoluto. De la misma manera que él se pone, es; y de la misma manera que es, se pone; y entonces el Yo es necesariamente y absolutamente para el Yo. Aquello que no es para sí mismo no es un Yo.

(Aclaración: Se oye a menudo plantear esta cuestión: “¿qué era yo antes de llegar a tener conciencia de mí mismo?”. La respuesta natural a esto es: “Yo no era en absoluto; pues yo no era Yo. El Yo es en la medida en que tiene conciencia de sí”. La posibilidad de esa cuestión se funda en la confusión entre el Yo como sujeto y el Yo como objeto de la reflexión del sujeto absoluto; y esto es completamente inadmisible. El Yo se presenta ante sí mismo y se percata de sí mismo en la forma de la representación y sólo entonces llega a ser algo, un objeto; bajo esta forma la conciencia recibe un sustrato que es, aunque carece de conciencia real, e incluso es concebido como un cuerpo. Uno piensa un estado semejante y pregunta: “¿Qué era antes el Yo?; es decir: ¿Cuál es el sustrato de la conciencia?”. Pero también entonces inadvertidamente uno piensa además el sujeto absoluto como intuyendo ese sustrato; e igualmente piensa, pues, inadvertidamente aquello de lo que se pretendió abstraer; y uno se contradice a sí mismo. Nada puede uno pensar sin pensar además su Yo, como consciente de sí mismo; jamás puede uno hacer abstracción de su autoconciencia: por lo tanto, semejantes preguntas no pueden responderse, porque no pueden ser planteadas cuando uno se entiende bien consigo mismo).

8. Si el Yo es sólo en tanto que se pone, entonces es también sólo para el ponente, y sólo pone para el que está siendo. El Yo es para el Yo. Y si se pone absolutamente a sí mismo, tal como es, entonces se pone necesariamente y es necesariamente para el Yo. Yo soy sólo para Mí; pero soy necesariamente para Mí (mientras digo, “para Mí”, pongo ya mi ser).

9. Ponerse a sí mismo y ser son, aplicados al Yo, idénticos completamente. La proposición: “Yo soy porque me he puesto a mí mismo” puede, pues, formularse también así: “Soy absolutamente porque soy”.

Además el Yo que se pone y el Yo que es son completamente idénticos, uno y lo mismo. El Yo es aquello que él se pone; y se pone a sí mismo como aquello que es. Así: Yo soy absolutamente lo que soy.

10. La expresión inmediata de la autogénesis que acabamos de desarrollar sería la fórmula siguiente: Yo soy absolutamente, es decir: soy absolutamente porque soy; y soy absolutamente lo que soy; estas dos afirmaciones convienen al Yo.

Si se piensa explicitar esta autogénesis en la cúspide de una Doctrina de la Ciencia, he aquí los términos en los que tendría que expresarse: El Yo pone originariamente de modo absoluto su propio ser.

J. G. Fichte. Doctrina de la Ciencia. 

Lógica de Port-Royal: innatismo y antisensualismo epistemológico

De: irichc  (Mensaje original) Enviado: 25/02/2004 15:44

PRIMERA PARTE DE LA LÓGICA.

CONTIENE LAS REFLEXIONES SOBRE LAS IDEAS O SOBRE LA MERA ACCIÓN DEL ESPÍRITU, DENOMINADA CONCEBIR.

(…)

CAPÍTULO I

SOBRE LAS IDEAS ATENDIENDO A SU NATURALEZA Y ORIGEN

La palabra “idea” se encuentra en el número de las que son tan claras que no pueden explicarse por medio de otras, ya que no las hay ni más claras ni más simples.

Todo lo que se puede hacer con el fin de no incurrir en error es destacar una falsa forma de entender esta palabra; consiste en restringirla a ese modo de concebir las cosas, denominado imaginar, que tiene lugar cuando nuestro espíritu contempla las imágenes que están dibujadas en nuestro cerebro.

Pues, como San Agustín observa frecuentemente, los hombres después del pecado original, se han acostumbrado de tal manera a considerar sólo las cosas corpóreas, cuyas imágenes alcanzan nuestro cerebro a través de los sentidos, que la mayor parte de ellos estiman que no pueden concebir una cosa si no la pueden imaginar, si no pueden representársela bajo una imagen corpórea; como si no tuviésemos más que este modo de pensar y de concebir.

Por el contrario, no se puede reflexionar sobre lo que acontece en nuestro espíritu sin reconocer que concebimos un grandísimo número de cosas sin precisar para ello alguna de estas imágenes y sin reparar en la diferencia existente entre la imaginación y la pura intelección. Pues, cuando, por ejemplo, imagino un triángulo, no lo concibo solamente como una figura delimitada por tres líneas rectas; además, considero estas tres líneas como presentes en virtud de la fuerza y de la atención interior de mi espíritu; tal es lo que propiamente se llama imaginar. Pero si deseo pensar en una figura de mil ángulos, verdad es que concibo correctamente que tal figura está compuesta por mil lados con la misma facilidad que concibo que un triángulo es una figura que solamente está compuesta por tres. Pero, sin embargo, no puedo imaginar los mil lados de esa figura ni, por así decirlo, mirarlos con los ojos del espíritu tal como si estuvieran presentes.

Es verdad, sin embargo, que la costumbre que tenemos de servirnos de nuestra imaginación cuando pensamos en cosas corpóreas, da lugar con frecuencia a que al concebir una figura de mil ángulos nos representemos confusamente alguna figura; ahora bien, es evidente que esta figura que nos representamos mediante la imaginación no es una figura de mil ángulos, puesto que en nada difiere de lo que me representaría si pensara en una figura de diez mil ángulos. Así, de nada sirve para descubrir las propiedades que diferencian a una figura de mil ángulos de la de cualquier otro polígono.

Así pues, no puedo imaginarme, hablando con propiedad, una figura de mil ángulos porque la imagen que desearía dibujar en mi imaginación, representaría tanto una figura de un gran número de ángulos como la figura de mil ángulos. Y, sin embargo, puedo concebirla muy clara y distintamente, puesto que puedo demostrar todas las propiedades, como que la suma de todos sus ángulos equivale a 1996 ángulos rectos. En consecuencia, una cosa es imaginar y otra concebir.

Esto aún aparece más claro mediante la consideración de varias cosas que concebimos con mucha claridad aunque, en modo alguno, sean de las que podemos imaginar. Así, ¿qué concebimos con mayor claridad que nuestro pensamiento cuando estamos pensando? Y, sin embargo, es imposible imaginarse un pensamiento y dibujar imagen alguna de él en nuestro cerebro. El “sí” y el “no” tampoco pueden tenerla; quien juzga que la tierra es redonda como quien juzga que la tierra no es redonda, tienen ambos las mismas cosas dibujadas en su cerebro, a saber, la tierra y la redondez; uno de ellos añade a ellas la afirmación, que es una acción de su espíritu concebida sin imagen corpórea alguna, y el otro una acción contraria que es la negación y de la cual aún es más imposible tener imagen alguna.

Así pues, cuando hablamos de ideas no nombramos de esta forma a las imágenes dibujadas en la fantasía, sino a todo aquello que está en nuestro espíritu, cuando podemos decir con verdad que concebimos una cosa, cualquiera que fuere la forma como la concibamos.

Se sigue de ello que no podemos expresar nada mediante nuestras palabras cuando entendemos lo que decimos sin que tengamos en nosotros la idea de lo que es significado por nuestras palabras, aunque esta idea sea en unos casos más clara y distinta y, en otros casos, más oscura y más confusa tal como posteriormente explicaremos. Así pues, habría contradicción al afirmar que entiendo lo que digo al pronunciar una expresión y defender que, al pronunciarla, sólo concibo el sonido de la expresión.

Esta doctrina nos hace ver la falsedad de dos opiniones muy peligrosas, formuladas por filósofos de nuestro tiempo.

Según la primera [, atribuible a Descartes], no tenemos idea alguna de Dios. Si no tuviéramos idea alguna de Dios, entonces al pronunciar el nombre de Dios no concebiríamos sino estas letras, D, I, O, S, y un español, al oír el nombre de Dios, no tendría en su espíritu sino lo que podría tener en el caso de que entrara en una sinagoga y, desconociendo por completo el hebreo, oyera pronunciar “Adonai” o “Eloha”.

Es más, cuando los hombres se han atribuido el nombre de Dios, como Calígula y Domiciano, no habrían cometido impiedad alguna, puesto que nada hay en estas letras o en estas dos sílabas, “Dios”, que no pudiese ser atribuido a un hombre si no se uniera a tales sílabas alguna idea. ¿Por qué nadie acusa de impiedad a un holandés por llamarse Ludovicus Dieu? ¿En qué residía la impiedad de estos príncipes sino en que, atribuyendo a este término, “Dios”, una nota al menos de las que integran su idea, como lo es la de una naturaleza excelente y adorable, se apropiaban el nombre junto con esta idea?

Pero, si no tenemos idea alguna de Dios, ¿sobre qué podemos fundar todo cuanto sobre él decimos, como que sólo existe uno, que es eterno, omnipotente, infinitamente bueno e infinitamente sabio? Nada de todo esto está comprendido en el sonido “Dios”; sólo en la idea que tenemos de Dios y que hemos asociado a este sonido.

También es ésta la razón en virtud de la cual rehusamos referir el nombre de Dios a todas las falsas divinidades; no porque este término, materialmente considerado, no pudiera ser atribuido a ellas, tal y como fue atribuido por los paganos, sino porque la idea que tenemos en nosotros de este soberano ser, usualmente unida al término “Dios”, no conviene sino al único y verdadero Dios.

La segunda de estas falsas opiniones ha sido formulada por un inglés [, Hobbes]: “el discurso no es otra cosa que una reunión o concatenación de nombres mediante la palabra ‘es’. Se seguiría de ello que, mediante la razón, no concluimos absolutamente nada tocante a la naturaleza de las cosas, sino sólo tocante a sus denominaciones; es decir, que, mediante la razón, simplemente vemos si unimos bien o mal los nombres de las cosas siguiendo las convenciones que hemos adoptado a nuestro gusto en lo que se refiere a sus significaciones”.

Este autor añade a esta opinión: “si esto es así, como puede serlo, el razonamiento dependerá de las palabras, las palabras de la imaginación y, quizá, la imaginación dependerá, tal como lo creo, del movimiento de los órganos corpóreos; así, nuestra alma (mente) no será otra cosa que un movimiento producido en alguna de las partes del cuerpo orgánico”.

Debemos pensar que estas palabras sólo expresan una objeción muy apartada del sentir de quien la propone; ahora bien, si tales palabras se toman con valor asertivo, arruinarían la inmortalidad del alma. Por ello, es importante hacer ver su falsedad, lo cual no será difícil. Las convenciones a las que este filósofo se refiere sólo han sido acuerdos establecidos por los hombres para tomar ciertos sonidos como signos de las ideas que tenemos en el espíritu. De suerte que si además de los nombres no tuviéramos en nosotros mismos las ideas de las cosas, tal acuerdo habría sido imposible, tal y como es imposible por medio de alguna convención el hacer entender a un ciego lo que quiere decir el término “rojo”, o el “verde”, o el “azul”, pues careciendo de estas ideas no puede unirlas a sonido alguno.

Además, las diversas naciones habiendo dado nombres distintos a las cosas, incluso a las más simples y claras, tal como acontece con las que constituyen los objetos de la Geometría, no tendrían los mismos razonamientos acerca de unas mismas verdades si el razonamiento sólo fuera una reunión de nombres mediante la palabra “es”.

Y como parece manifiesto al considerar estas diversas palabras que los árabes, por ejemplo, no se han puesto de acuerdo con los franceses para dar a los sonidos las mismas significaciones, tampoco podrían estar de acuerdo en sus juicios y razonamientos si sus razonamientos dependiesen de esta convención.

Finalmente, se guarece un gran equívoco bajo el término “arbitraria” cuando se afirma que la significación de las palabras es arbitraria. Verdad es que es algo totalmente arbitrario el vincular una idea determinada con un sonido, en vez de vincularla con otro distinto; pero las ideas no son cosas arbitrarias que dependen de nuestra fantasía, al menos aquellas que son claras y distintas. Para mostrar esto con evidencia basta con afirmar que sería ridículo imaginar que efectos muy reales pudieran depender de cosas totalmente arbitrarias. Así, cuando un hombre ha llegado mediante su razonamiento a la conclusión de que el eje del hierro que atraviesa las dos muelas de un molino podría girar sin dar lugar a que también girase la muela inferior en el caso de que siendo redondo pasara a través de un orificio redondo y también que no podría girar este eje sin hacer que girase la muela superior si, siendo cuadrado, estuviera embutido en un orificio cuadrado, practicado en la muela superior, entonces el efecto que ha pretendido alcanzar se sigue infaliblemente. En consecuencia, su razonamiento no ha sido (solamente) la reunión de un conjunto de nombres atendiendo a una convención enteramente dependiente de la fantasía de los hombres; más bien supone un juicio sólido y efectivo sobre la naturaleza de las cosas fundándose en la consideración de las ideas que posee en el espíritu y que han sido asociadas por los hombres con ciertos nombres.

Así, pues, ya hemos indicado de modo suficiente lo que entendemos mediante la palabra “idea”; por ello, sólo nos resta referirnos brevemente a su origen.

El problema fundamental reside en saber si todas nuestras ideas proceden de nuestros sentidos y si debemos aceptar como verdadera la máxima común según la cual “nada hay en el entendimiento sin que previamente haya estado en el sentido”.

Esta es la opinión de un filósofo, [Gassendi, ] de reconocido prestigio que inicia su estudio de lógica con estas palabras: “Omnia idea ortum ducit a sensibus”: Toda idea toma su origen de los sentidos. Sin embargo, precisa que todas nuestras ideas no han estado en nuestros sentidos tal y como están en nuestro espíritu; pero, al menos, defiende que tales ideas han sido formadas bien a partir de aquellas que han pasado por nuestros sentidos, sea por composición como cuando a partir de las imágenes independientes de oro y montaña formamos la idea de una montaña de oro, sea por ampliación o disminución como cuando a partir de la imagen de un hombre de estatura normal se forma la de un gigante o pigmeo, sea por acomodación y analogía como cuando se transfiere la idea de una casa que ha sido vista para formarnos la imagen de otra casa que no ha sido vista. Así, afirma este autor, concebimos a Dios que no puede ser objeto del sentido, bajo la imagen de un venerable anciano.

Según esta teoría, aunque todas nuestras ideas no fuesen semejantes a algún cuerpo que hubiésemos visto o que hubiésemos alcanzado por medio de nuestros sentidos, sin embargo todas serían corpóreas y sólo nos representarían algo que hubiese penetrado por nuestros sentidos, al menos en parte. Así, pues, sólo concebiremos mediante imágenes semejantes a las que se forman en el cerebro cuando vemos o imaginamos cuerpos.

Pero, aunque diversos filósofos de la Escuela también mantengan esta opinión, no temo defender que es muy absurda y, a la vez, tan contraria a la Religión como a la verdadera filosofía. Para no defender sino lo que es claro como la luz del día, sólo expondré que nada hay que podamos concebir más distintamente que nuestro pensamiento, ni proposición que pueda resultarnos más clara que “Yo pienso, luego soy”. No podríamos tener certidumbre alguna sobre esta proposición si no concibiéramos distintamente lo que es “ser”, lo que es “pensar”; es más, no es preciso que expliquemos estos términos, puesto que forman parte de aquellos que son tan adecuadamente comprendidos por todo el mundo que, caso de intentar explicarlos, sólo lograríamos introducir oscuridad. Si, pues, no se puede negar que tenemos las ideas de “ser” y de “pensamiento”, entonces yo pregunto: ¿por qué sentidos han penetrado? ¿Son acaso luminosas o poseen color para que puedan haber penetrado por la vista? ¿Poseen un sonido grave o agudo para que puedan haber penetrado por el oído? ¿Desprenden un olor agradable o desagradable para que pudieran formarse a partir del olfato? ¿Poseen un buen o mal sabor para formarse a partir del gusto? ¿Acaso poseen la cualidad de ser duras o blandas, calientes o frías como para que penetren por el tacto? Si se defendiera que se han formado a partir de otras imágenes sensibles, en ese caso debería indicarse cuáles son esas otras imágenes sensibles a partir de las cuales se pretende que han sido formadas las ideas de ser y de pensamiento y cómo han podido ser formadas, esto es, si lo han sido por composición, por ampliación o por disminución o bien si por analogía. Si no se quisiera emitir una respuesta que no fuera ridícula, sería preciso defender que las ideas de ser y pensamiento no obtienen en forma alguna su origen a través de los sentidos; más bien, nuestra alma posee la facultad de formar estas ideas por sí mismas, aunque frecuentemente acontece que ha sido excitada a formarlas por algo que ha golpeado los sentidos, de igual modo que un pintor puede verse llevado a crear un cuadro en virtud del dinero que le ha sido prometido sin que, por ello, se pudiera afirmar que el cuadro había obtenido su origen del dinero.

En cuanto a lo que estos mismos autores defienden, esto es, que la idea que nosotros tenemos de Dios toma su origen de los sentidos, puesto que lo concebimos bajo la idea de un anciano venerable, ha de afirmarse que tal pensamiento es propio de los Antropomorfitas o bien que estos autores confunden las verdaderas ideas que nosotros tenemos de los seres espirituales con las falsas imaginaciones que de los mismos nos formamos siguiendo la pésima costumbre que nos lleva a querer imaginar cualquier cosa, cuando, por el contrario, tan absurdo es pretender imaginar lo que no es corporal como desear oír los colores y ver los sonidos.

Para refutar esta concepción basta considerar que si no tuviéramos otra idea de Dios que la de un anciano venerable entonces cuantos juicios hiciéramos sobre Dios serían falsos, pues serían contrarios a esta idea, ya que no tenemos otra regla de la verdad de nuestros juicios que la de examinar si son conformes a las ideas que tenemos de las cosas. Así sería falso afirmar que Dios no tiene partes, que no es corpóreo, que es omnipresente, que es invisible, pues todas estas afirmaciones no son conformes con la idea de un anciano venerable. Si, en alguna ocasión, Dios se ha representado de esta forma, esto no debe dar lugar a que tal deba ser la idea que debamos tener de él; de igual modo, sería necesario que no tuviéramos otra idea del Espíritu Santo que la del palomo, ya que ha sido representado bajo tal forma o que concibiésemos a Dios como un sonido, puesto que el sonido del nombre de Dios sirve para evocar su idea en nosotros.

Es, pues, falso que todas nuestras ideas provengan de los sentidos; por el contrario, cabe afirmar que ninguna de las ideas que existen en nuestro espíritu toman su origen de los sentidos como no sea por ocasión, en cuanto que los movimientos que se producen en nuestro cerebro, que es a todo lo que pueden dar lugar nuestros sentidos, dan ocasión al alma para formarse ciertas ideas que el alma no se formaría en el caso de que tales movimientos no aconteciesen, aunque casi siempre estas ideas no sean semejantes en nada a lo que se produce en nuestros sentidos o en nuestro cerebro y aunque, además, exista un gran número de ideas que, careciendo de toda imagen corpórea, no puedan ser vinculadas con nuestros sentidos sin caer en un visible absurdo.

Y si se nos objetara que a la vez que tenemos la idea de cosas espirituales, tal como del pensamiento, no dejamos de formarnos alguna imagen corpórea, al menos del sonido que la significa, nada se diría en contra de lo que hemos afirmado. Pues la imagen del sonido “pensamiento” que nos imaginamos no es, en modo alguno, la imagen del pensamiento mismo sino sólo de un sonido; es más, la imagen del sonido de “pensamiento” sólo puede hacernos concebir el pensamiento mismo por cuanto el alma, habiéndose acostumbrado a concebir este sonido y, a la vez, el pensamiento, se forma al mismo tiempo una idea totalmente espiritual del pensamiento que no guarda semejanza alguna con la de sonido, que está ligada al pensamiento sólo por la costumbre. Esto se manifiesta en los sordos que no poseen imagen de los sonidos, pero tienen ideas de sus pensamientos al menos cuando hacen reflexión sobre lo que piensan.

A.Arnauld y P.Nicole. La lógica o el arte de pensar (Lógica de Port-Royal). 

Aristóteles. Sobre la necesidad de un primer principio no material.

De: irichc  (Mensaje original) Enviado: 25/02/2004 15:42

VII

Acabamos de ver breve y sumariamente qué filósofos han hablado de los principios y de la verdad, y cuáles han sido sus sistemas. Este rápido examen es suficiente, sin embargo, para hacer ver que ninguno de los que han hablado de los principios y de las causas nos ha dicho nada que no pueda reducirse a las causas que hemos consignado nosotros en la Física, pero que todos, aunque oscuramente y cada uno por distinto rumbo, han vislumbrado alguna de ellas.

En efecto, unos hablaban del principio material que suponen uno o múltiple, corporal o incorporal. Tales son por ejemplo, lo grande y lo pequeño de Platón, el infinito de la escuela Itálica, el fuego, la tierra, el agua y el aire de Empédocles, la infinidad de las homeomerias de Anaxágoras. Todos estos filósofos se refirieron evidentemente a este principio, y con ellos todos aquellos que admiten como principio el aire, el fuego, o el agua, o cualquiera otra cosa más densa que el fuego, pero más sutil que el aire, porque tal es, según algunos, la naturaleza del primer elemento. Estos filósofos sólo se han fijado en la causa material. Otros han hecho indagaciones sobre la causa del movimiento: aquellos, por ejemplo, que afirman como principios la Amistad y la Discordia, o la Inteligencia o el Amor. En cuanto a la forma, en cuanto a la esencia, ninguno de ellos ha tratado de ella de un modo claro y preciso. Los que mejor lo han hecho son los que han recurrido a las ideas y a los elementos de las ideas; porque no consideran las ideas y sus elementos, ni como la materia de los objetos sensibles, ni como los principios del movimiento. Las ideas según ellos, son más bien causas de inmovilidad y de inercia. Pero las ideas suministran a cada una de las otras cosas su esencia, así como ellas la reciben de la unidad. En cuanto a la causa final de los actos, de los cambios, de los movimientos, nos hablan de alguna causa de este género, pero no le dan el mismo nombre que nosotros ni dicen en qué consisten. Los que admiten como principios la inteligencia o la amistad, dan a la verdad estos principios como una cosa buena, pero no sostienen que sean la causa final de la existencia o de la producción de ningún ser, y antes dicen, por lo contrario, que son las causas de sus movimientos. De la misma manera, los que dan este mismo carácter de principios a la unidad o al ser, los consideran como causas de la sustancia de los seres, y de ninguna manera como aquello en vista de lo cual existen y se producen las cosas. Y así dicen y no dicen, si puedo expresarme así, que el bien es una causa; mas el bien que mencionan no es el bien hablando en absoluto, sino accidentalmente.

(…)

VIII

Todos los que suponen que el todo es uno, que no admiten más que un solo principio, la materia, que dan a este principio una naturaleza corporal y extensa, incurren evidentemente en una multitud de errores, porque sólo reconocen los elementos de los cuerpos, y no los de los seres incorporales; y sin embargo, hay seres corporales, y después, aun cuando quieran explicar las causas de la producción y destrucción, y construir un sistema que abrace toda la naturaleza, suprimen la causa del movimiento. Otro defecto consiste en no dar por causa en ningún caso ni la esencia, ni la forma; así como el aceptar, sin suficiente examen, como principio de los seres un cuerpo simple cualquiera, menos la tierra; el no reflexionar sobre esta producción o este cambio, cuyas causas son los elementos; y por último, no determinar cómo se opera la producción mutua de los elementos. Tomemos, por ejemplo, el fuego, el agua, la tierra y el aire. Estos elementos provienen los unos de los otros por vía de reunión y otros por vía de separación. Esta distinción importa mucho para la cuestión de la prioridad y de la posteridad de los elementos. Desde el punto de vista de la reunión, el elemento fundamental de todas las cosas parece ser aquel del cual, considerado como principio, se forma la tierra por vía de agregación, y este elemento deberá ser el más tenue y el más sutil de los cuerpos. Los que admiten el fuego como principio son los que se conforman principalmente con este pensamiento. Todos los demás filósofos reconocen en igual forma, que tal debe ser el elemento de los cuerpos, y así ninguno de los filósofos posteriores que admitieron un elemento único, consideró la tierra como principio, a causa sin duda de la magnitud de sus partes, mientras que cada uno de los demás elementos ha sido adoptado como principio por alguno de aquellos. Unos dicen que es el fuego el principio de las cosas, otros el agua, otros el aire. ¿Y por qué no admiten igualmente, según la común opinión, como principio la tierra? Porque generalmente se dice que la tierra es todo. El mismo Hesíodo dice que la tierra es el más antiguo de todos los cuerpos; ¡tan antigua y popular es esta creencia!

Desde este punto de vista, ni los que admiten un principio distinto del fuego, ni los que suponen el elemento primero más denso que el aire y más sutil que el agua, podrían por tanto estar en lo cierto. Pero si lo que es posterior bajo la relación de la generación es anterior por su naturaleza (y todo compuesto, toda mezcla, es posterior por la generación), sucederá todo lo contrario; el agua será anterior al aire, y la tierra al agua.

Limitémonos a las observaciones que quedan consignadas con respecto a los filósofos, que sólo han admitido un principio material. Mas son también aplicables a los que admiten un número mayor de principios, como Empédocles, por ejemplo, que reconoce cuatro cuerpos elementales, pudiéndose decir de él todo lo dicho de estos sistemas. He aquí lo que es peculiar de Empédocles.

Nos presenta éste los elementos procediendo los unos de los otros, de tal manera que el fuego y la tierra no permanecen siendo siempre el mismo cuerpo. Este punto lo hemos tratado en la Física, así como en la cuestión de saber si deben admitirse una o dos causas del movimiento. En nuestro juicio, la opinión de Empédocles no es, ni del todo exacta, ni del todo irracional. Sin embargo, los que adoptan sus doctrinas, deben desechar necesariamente todo tránsito de un estado a otro, porque lo húmedo no podría proceder de lo caliente, ni lo caliente de lo húmedo, ni el mismo Empédocles no dice cuál sería el objeto que hubiera de experimentar estas modificaciones contrarias, ni cuál sería esa naturaleza única que se haría agua y fuego.

Podemos pensar que Anaxágoras admite dos elementos por razones que ciertamente él no expuso, pero que si se le hubieran manifestado, indudablemente habría aceptado. Porque bien que, en suma, sea absurdo decir que en un principio todo estaba mezclado, puesto que para que se verificara la mezcla, debió haber primero separación, puesto que es natural que un elemento cualquiera se mezcle con otro elemento cualquiera, y en fin, porque supuesta la mezcla primitiva, las modificaciones y los accidentes se separarían de las sustancias, estando las mismas cosas igualmente sujetas a la mezcla y a la separación; sin embargo, si nos fijamos en las consecuencias, y si se precisa lo que Anaxágoras quiere decir, se hallará, no tengo la menor duda, que su pensamiento no carece, ni de sentido, ni de originalidad. En efecto, cuando nada estaba aún separado, es evidente que nada de cierto se podría afirmar de la sustancia primitiva. Quiero decir con esto, que la sustancia primitiva no sería blanca, ni negra, ni parda, ni de ningún otro color; sería necesariamente incolora, porque en otro caso tendría alguno de estos colores. Tampoco tendría sabor por la misma razón, ni ninguna otra propiedad de este género. Tampoco podía tener calidad, ni cantidad, ni nada que fuera determinado, sin lo cual hubiese tenido alguna de las formas particulares del ser; cosa imposible cuando todo está mezclado, y lo cual supone ya una separación. Ahora bien, según Anaxágoras, todo está mezclado, excepto la inteligencia; la inteligencia sólo existe pura y sin mezcla. Resulta de aquí, que Anaxágoras admite como principios: primero, la unidad, porque es lo que aparece puro y sin mezcla; y después otro elemento, lo indeterminado antes de toda determinación, antes que haya recibido forma alguna.

(…)

Aristóteles. Metafísica, Libro I. 

San Agustín. Creatio ex nihilo.

De: irichc  (Mensaje original) Enviado: 25/02/2004 15:41

15

Hablamos, no obstante, de ?tiempo largo? y ?tiempo corto?, pero siempre para referirnos al pasado o al futuro. Hablamos de largo tiempo pasado cuando decimos, por ejemplo, cien años antes de ahora. Y de la misma manera hacemos referencia al tiempo futuro largo, por ejemplo, de aquí a cien años. El tiempo pasado corto o señalamos diciendo, por ejemplo, hace diez días, y el futuro corto, de aquí a diez días. Pero ¿cómo puede ser largo o corto lo que no existe? El pasado ya no existe y el futuro no es todavía. No podemos, pues, decir que el tiempo es largo hablando del pasado. Digamos que ?fue largo?, y del futuro habremos de decir que ?será largo?.

Mi Señor y mi luz, ¿no se reirá también en esto tu verdad del hombre? Eso de que el tiempo pasado fue largo, ¿lo fue cuando era ya pasado o quizá cuando seguía siendo presente? Sólo podía ser largo cuando era susceptible de serlo. Pero una vez convertido en pasado, tampoco podía ser largo, pues que ni siquiera existía. Luego tampoco podemos decir que el tiempo pasado fue largo, porque no hallaremos motivo para afirmar que fue largo. Y esto porque el pasado, por serlo, no existe. Digamos más bien: ?largo fue aquel tiempo mientras fue presente?. Fue largo tiempo siendo precisamente presente. Pues entonces no había pasado aún para dejar de existir. Todavía era y podía ser largo tiempo. Pero una vez pasado, dejó de ser largo tiempo, en el instante en que dejó de existir.

Veamos ahora si el alma humana nos puede decir si el tiempo presente puede ser largo. Porque al alma humana le ha sido dado poder experimentar y medir la duración del tiempo. ¿Qué me puedes responder? ¿Acaso cien años presentes son un tiempo largo? Pero mira primero si esos cien años pueden estar presentes. Si estamos en el primero de los cien años, ese año está presente. pero los noventa y nueve restantes son futuro. Por tanto, no existen todavía. Si estamos en el segundo año, ya tenemos uno pasado, otro presente y los demás futuros. De la misma manera, cualquiera de los años intermedios de esos cien que juzgamos presentes. Los años anteriores a él serán los pasados, y futuros los que vengan después. Es evidente, por tanto, que no pueden estar presentes los cien años.

Veamos, finalmente, si al menos el año en cuestión es presente. Si nos encontramos en el primer mes, los otros once son futuros. Si en el segundo, entonces el primero ya es pasado y los restantes están por venir. Por tanto, ni siquiera podemos decir que dicho año es todo presente. Y si todo él no está presente, no es el año presente. El año consta de doce meses. Cualquiera de ellos, el corriente, es el presente. Los restantes son o pasados o futuros.

Ni tampoco es cierto que el mes corriente es todo presente, sino sólo un día. Pues si es el primero, el resto es el futuro. Si el último, los demás son pasado. Y si los intermedios, unos pasados y otros futuros.

Vemos así cómo el tiempo presente ?el único que hemos demostrado poder llamarse largo- apenas se reduce al breve espacio de un día. Pero detengámonos a examinar también esto un poco y veremos que ni aun el día es todo él presente. Un día se compone de veinticuatro horas entre nocturnas y diurnas. La primera de éstas tiene como futuras a todas las demás, y la última tiene a las anteriores como pasadas. Lógicamente, cualquiera de las intermedias tiene detrás de ella las pasadas y delante las futuras. Incluso la misma hora está compuesta de instantes fugaces. Los instantes idos son pasado; los que quedan, futuro.

De hecho, el único tiempo que se puede llamar presente es un instante, si por tal concebimos lo que no se puede dividir en fracciones por pequeñas que sean. Y un instante tan corto como éste pasa tan rápidamente del futuro al pasado que su duración es apenas imperceptible. Si su duración se prolongara podría dividirse en pasado y futuro. Cuando es presente no tiene duración o extensión.

¿Dónde está, pues, el tiempo que llamamos largo? ¿Será acaso el futuro? La verdad es que no podemos afirmar que sea largo, porque todavía no existe para poder ser largo. Decimos más bien que será largo. ¿Y cuándo lo será? No cuando todavía es futuro, porque ni siquiera existe lo que llamamos largo tiempo. Si fuera largo tiempo ?cuando sale del futuro, que todavía no existe y llega a existir haciéndose presente-, éste debería cumplir la condición de que ha de existir algo de larga duración. Pero, según hemos visto ya, el presente no puede tener larga duración.

16

No obstante, Señor, nos damos cuenta de los intervalos de tiempo. Comparamos uno con otro y decimos que unos son más largos y otros más cortos. Medimos asimismo la diferencia en corto o en largo de un tiempo a otro, y por el resultado decimos que éste es el doble o el triple, y aquél la unidad. O que los dos son de igual duración.

Pero medimos los tiempos a medida que pasan, y los medimos sintiéndolos. ¿Quién, entonces, podrá medir los pasados que ya no existen, ni los futuros que todavía no existen? A no ser que se atreva alguien a decir que lo que no existe se puede medir.

Sólo cuando está pasando, el tiempo puede sentirse y medirse. Una vez pasado, ya no puede, porque no existe.

17

Pregunto, Padre, no afirmo. Asísteme y ayúdame, Dios mío. ¿Quién podrá decirme que no son tres los tiempos ?así lo aprendimos de niños y lo enseñamos ahora a los niños-, a saber, pasado, presente y futuro? ¿O dirá que solamente existe uno, el presente, porque los otros dos no existen? ¿O es que existen también el pasado y el futuro, el uno ?saliendo de un refugio oculto cuando de futuro se hace presente- y el otro ?cuando de presente se hace pasado- escondiéndose en un seno oculto? Porque si el futuro no existe, ¿dónde lo vieron los que predijeron el porvenir? Pues lo que no existe no puede ser visto. Tampoco los que nos cuentan las cosas pasadas podrán decirnos la verdad de las mismas si no las vieran en su alma. Y si no existieran, sería del todo imposible que las vieran. Luego existen las cosas futuras y las pasadas.

18

¡Oh Señor, esperanza mía!, déjame que siga investigando. Que no se distraiga mi atención.

Quiero saber dónde están el pasado y el futuro, si es que existen. Y aunque no sea capaz de saberlo, sí sé que dondequiera que estén, no están allí como futuro o pasado, sino como presente. Si están como futuro todavía no existen, y si como pasado, ya no están allí. Dondequiera que estén y sean lo que sean, no existen sino en cuanto presentes.

Por lo que se refiere a cosas pasadas y verdaderas, obsérvese que no son las cosas mismas sucedidas las que se sacan de la memoria. Son más bien las palabras que provocan sus imágenes que dejaron impresa su huella en el alma al pasar a través de los sentidos. Tal es el caso de mi niñez. Ya no existe, pero existe en el tiempo pasado, que a su vez no existe. Pero cuando quiero describir y recordar la imagen de mi niñez, la veo en el tiempo presente, pues está todavía en mi memoria.

Lo que ya no sé ?lo confieso, Dios mío- es si se puede aducir causa semejante respecto a la predicción de cosas futuras por medio de imágenes ya existentes que representan las cosas que todavía no existen. Pero sí sé con certeza que muchas veces programamos nuestras futuras acciones. Y sé también que esta programación es presente, a pesar de que la acción programada no exista todavía porque es futura. Comenzará a existir cuando la acometamos y pongamos por obra, porque entonces ya no será futura, sino presente.

Sea como fuere este arcano presentimiento de las cosas futuras, lo cierto es que no se puede ver sino lo que existe. Y lo que ya existe no es futuro, sino presente. Cuando se dice, por ejemplo, que se ven las cosas futuras, no son las mismas cosas que aún no existen y que son futuras las que se ven, sino a lo más sus causas o signos, que existen ya. En consecuencia, ya no son futuras, sino presentes a los que las ven, y por medio de ellas la mente puede formar un concepto de cosas que todavía son futuras y es así como es capaz de predecirlas. Estos conceptos existen ya, y al verlos presentes en su pensamiento, la gente puede predecir los hechos actuales que representan.

Lo explicaré con un ejemplo tomado de la infinita multitud de objetos. Contemplo la aurora, anuncio que va a salir el sol. Lo que veo está presente; lo que anuncio, futuro. Lo que no es futuro es el sol ?que ya existe-, sino su nacimiento, que todavía no se ha producido. Pero no podría predecir la salida del sol si no tuviera en mi mente una imagen del mismo, como la que tengo en este momento cuando hablo de él. Ni la aurora, que contemplo en el cielo, es la salida del sol, aunque le preceda. Tampoco lo es la imagen que retengo en mi alma del nacimiento del sol. Tanto la aurora como la salida se ven en el presente; por eso puedo predecir la salida, que es futuro. Las cosas futuras no existen todavía. Y si no existen todavía es que no existen realmente. Y si al presente no existen, no se pueden ver de ninguna manera. Pero pueden predecirse por las cosas presentes que realmente existen y por lo mismo pueden verse.

19

¿De qué manera, pues, oh Rey de la creación, revelas tú a los hombres las cosas futuras? Pues tú se las revelaste a tus profetas. Pero ¿cómo las revelas si para ti nada es futuro? ¿O es que sólo revelas los signos presentes de las cosas que han de venir? Porque mal puede revelarse lo que todavía no existe. Muy lejos de mi comprensión está este tu modo de enseñar. No llego ni llegaré nunca a comprenderlo por mis propias fuerzas. Pero con tu ayuda lo podré. Pues tú harás que yo vea, dulce luz de mis ojos ocultos.

20

Lo claro y evidente ahora es que ni existe el futuro ni el pasado. Tampoco se puede decir con exactitud que sean tres los tiempos: pasado, presente y futuro. Habría que decir con más propiedad que hay tres tiempos: un presente de las cosas pasadas, un presente de las cosas presentes y un presente de las cosas futuras. Estas tres cosas existen de algún modo en el alma, pero no veo que existan fuera de ella. El presente de las cosas idas es la memoria. El presente de las cosas presentes es la percepción o visión. El presente de las cosas futuras la espera.

Si se me deja hablar en estos términos, puedo ver los tres tiempos y admito que los tres existen. Podría hablarse también de tres tiempos ?pasado, presente y futuro- como se habla ordinariamente, aunque de manera impropia. Bueno, dejémoslo pasar. Yo no me opondré ni reprenderé a los que hablan así con tal que se entienda bien lo que se dice ni se tenga por existente lo que todavía es futuro ni que lo pasado es presente. Pocas son realmente las cosas dichas con propiedad. La mayor parte de forma incorrecta. No obstante, se entiende lo que queremos decir.

21

Acabo de decir que medimos el tiempo cuando pasa. Esto nos permite hablar de un intervalo de tiempo doble en relación a otro tomado como unidad de medida. O que los dos son de igual duración. Y así cosas semejantes que se dicen cuando medimos las partes del tiempo.

Decía, pues, que medimos el tiempo según va pasando. Y si alguno me pregunta: ?¿Cómo lo sabes??, la responderé sencillamente: ?Lo sé porque lo medimos?. No podemos medir lo que no existe, y el pasado y el futuro no existen.

Pero mientras lo medimos, ¿de dónde viene, por dónde pasa y adónde va? ¿De dónde, sino del futuro? ¿Por dónde, si no a través del presente? ¿Adónde, sino al pasado? Luego viene de lo que ya no existe, pasa por lo que no tiene duración y se dirige hacia lo que ya no es.

¿Y qué es lo que medimos sino el tiempo en el espacio? Porque no hablamos de sencillo, doble, triple o igual refiriéndonos al tiempo, sino a espacios o intervalos de tiempo. ¿En qué espacio de tiempo, pues, medimos el tiempo que pasa? ¿Acaso en el futuro de donde viene? No, pues lo que no existe todavía no se puede medir. ¿Acaso en el presente, por el que está pasando? Tampoco, pues no se puede medir lo que no tiene duración. ¿Será, quizá, en el pasado, hacia donde se dirige? Tampoco, pues no se puede medir lo que ya no existe.

22

Estoy ardiendo en deseos de solucionar este intrincadísimo problema. Oh Señor y Dios mío, mi buen Padre, no me dejes sin respuesta a este problema tan familiar y tan misterioso. Te pido, por Cristo, que puedas penetrar en él y queden por tu misericordia iluminadas todas las cosas, Señor. ¿A quién he de dirigir mis preguntas? ¿A quién sino a ti he de confesar mi ignorancia con más provecho? Pues mi ardiente deseo de estudiar tus Escrituras no es molesto para ti. Concédeme lo que deseo, pues lo deseo de veras, y esto es don tuyo. Concédemelo, Padre bueno, pues tú sabes dar cosas buenas a tus hijos. Concédeme esto que te pido, pues me he propuesto conocer este misterio y me cuesta muchísimo trabajo hasta que tú me lo manifiestes. Te lo pido por Cristo, en el nombre del que es el Santo de los Santos, que nadie me sirva de estorbo. La fe que tengo me hace hablar así. Ésta es mi esperanza. Para ella vivo a fin de gustar la dulzura del Señor.

Hazme saber, Señor, mi fin y cuál es la medida de mis días, pues pasan, pero no sé cómo. Tenemos siempre en nuestros labios la palabra ?tiempo? y ?tiempos?. Decimos, por ejemplo: ?¿En cuánto tiempo dijo aquél esto?? ?¿Cuánto tiempo tardó aquel otro en hacerlo?? ?¡Cuánto tiempo hace que no lo he visto!? ?Esta sílaba larga tiene doble duración que una breve?. Éste es el lenguaje que usamos o que oímos. Lo entendemos y somos entendidos. Este modo de hablar es muy claro y habitual. Sin embargo, su significado se nos oculta de tal manera que su descubrimiento es siempre novedad.

23

En cierta ocasión oí decir a un hombre sabio que el tiempo no es más que el movimiento del Sol, la Luna y las estrellas. No estoy de acuerdo. ¿No será más bien el tiempo el movimiento de todos los cuerpos? Si se apagaran las luces del cielo y siguiera dando vueltas la rueda del alfarero, ¿no seguiría habiendo tiempo por el que podríamos contar las vueltas de esa misma rueda? ¿No podríamos decir, ya que tardaba tanto en unas como en otras, que unas veces iba más aprisa que otras, o que unas vueltas tardaba más y otras menos? Y al decir esto, ¿no estamos hablando en el tiempo? ¿Y nuestras palabras tendrían sílabas largas y breves, sino porque unas tienen más duración y otras menos?

Haz, Señor, que los hombres descubran en lo pequeño los principios comunes a todas las cosas, grandes y pequeñas. Cierto que los astros y estrellas están puestos en el cielo para señalar las estaciones, los días y los años. De esto no hay duda. Con todo, yo no diría que una vuelta de aquella rueda de alfarero es un día. Ni tampoco ?por la misma razón- podría decir que aquella vuelta no es tiempo.

Lo que yo quiero conocer ahora es la esencia y naturaleza del tiempo con el que medimos el movimiento de los cuerpos, diciendo, por ejemplo, que tal movimiento dura dos veces más que el otro. Por la palabra día entendemos no sólo la duración del tiempo que el sol permanece en el cielo sobre la tierra y que da lugar a la diferencia entre el día y la noche. Entendemos también todo el recorrido de oriente a occidente, que nos permite decir: ?Han pasado tantos días?, incluyendo en ellos también las noches, sin contar a éstas como tiempos distintos. Mi pregunta es ésta: Si el día se termina con el movimiento del sol y su giro de oriente a oriente, ¿es el día ese movimiento o el tiempo que tarda en hacer ese recorrido o ambas cosas a la vez?

Si un día fuera el movimiento del sol en todo su recorrido, bastaría que éste tardara solamente el espacio de una hora en hacer su recorrido para haber día. Por otra parte, si el día fuera la duración del tiempo que el sol tarda de hecho en hacer su recorrido, no sería un día si el período entre una salida y otra fuera tan sólo de una hora. En este caso, el sol habría de dar veinticuatro vueltas para completar un día. Si decimos que ambas cosas, entonces ?caso de que el sol diese toda su vuelta en el espacio de una hora- el movimiento no podría llamarse día. Como tampoco se llamaría día en el caso de que el sol desapareciese tanto tiempo como el que suele gastar en su recorrido de una mañana a otra.

Pero ahora no es mi pregunta sobre eso que llamamos día. Me pregunto qué es el tiempo con el que medimos el recorrido del sol. Si éste hiciera su carrera en un espacio de tiempo de doce horas, diríamos que ha hecho su recorrido en la mitad del tiempo habitual. Caso de comparar ambos tiempos, diríamos que uno es sencillo y otro doble, aun suponiendo que el sol hiciese su recorrido unas veces de oriente a oriente en veinticuatro horas y otras en doce.

Nadie me diga, pues, que el tiempo es el movimiento de los cuerpos celestes. Sabemos que el sol se detuvo por mandato de alguien hasta conseguir la victoria en una batalla. Se paró el sol, pero el tiempo siguió pasando. La batalla se prolongó y terminó en el espacio de tiempo necesario para darse y concluirse.

En consecuencia, veo que el tiempo es una cierta extensión. ¿Lo veo así o me parece verlo? Mi luz y verdad, tú me lo mostrarás.

24

¿Me mandas que apruebe a quien afirme que el tiempo es el movimiento del cuerpo? No me lo mandas. Pues te oigo decir que ningún cuerpo se mueve más que en el tiempo. Pero no te oigo decir que el tiempo sea el movimiento de un cuerpo. Cuando se mueve un cuerpo me valgo del tiempo para medir la duración del movimiento del cuerpo, desde que comienza a moverse hasta que acaba. Y si no lo veo comenzar a moverse y sigue moviéndose ?ni veo tampoco cuándo acaba- no puedo medir su duración. A no ser que comience a contarla desde que lo vi hasta que dejé de verlo. Si lo vi durante mucho tiempo, sólo podré afirmar que se estuvo moviendo por largo rato. Pero nunca podré decir cuánto. No se puede decir ?cuánto? sino en relación a otra cosa. Así, por ejemplo: ?tanto es esto cuanto aquello?, o ?esto es el doble comparado con aquello?. Y otras cosas semejantes.

Pero si pudiésemos comprobar los espacios de los lugares de dónde y hacia dónde se dirige el cuerpo en movimiento o sus partes, si se mueve sobre sí mismo como sobre su propio eje, entonces podríamos averiguar cuánto tiempo ha durado el movimiento del cuerpo o de sus partes desde un lugar a otro. Si, por tanto, el movimiento de un cuerpo es distinto a la medida de la duración de ese mismo movimiento, ¿quién no deja de ver cuál de los dos debamos llamar tiempo con más propiedad? Porque cuando un cuerpo se mueve ?unas veces de una manera y otras de otra- o cuando está parado, no sólo medimos su movimiento por el tiempo, sino también su estado de reposo. Y decimos: ?Estuvo parado tanto como en movimiento? o ?estuvo parado el doble o el triple del tiempo que en movimiento?. Y así, más o menos, como suele decirse, cualquier otra circunstancia que aprecie o estime nuestra dimensión.

Luego el tiempo no es el movimiento del cuerpo.

25

Te confieso, Señor, que todavía no sé lo que es el tiempo. De la misma manera te confieso que estoy diciendo estas cosas en el tiempo, que ?ha mucho? que estoy hablando del tiempo y que este ?mucho tiempo? no sería tal si no fuera por la duración del tiempo. ¿Y cómo sé yo esto, si no sé todavía lo que es el tiempo? ¿Será quizá porque no acierto a explicar lo que ya sé? ¡Ay de mí, que ni siquiera sé lo que no sé! En tu presencia estoy, Dios mío, y no miento. Como hablo, así lo siento en mi corazón. Tú eres, Señor, mi lámpara, mi Dios que alumbra mis tinieblas.

26

¿No es, acaso, verdadera mi confesión cuando te confiesa que mido el tiempo? Sí, cierto es que lo mido, Dios mío, pero no sé lo que mido. Por medio del tiempo mido el movimiento de los cuerpos. Pero ¿no mido también el tiempo mismo? Pero ¿podría medir el movimiento de un cuerpo ?esto es, cuánto ha durado y cuánto ha tardado un cuerpo en desplazarse entre dos puntos- si no midiese el tiempo en que se mueve?

¿De qué me sirvo para medir el tiempo? ¿Acaso medimos el tiempo más largo por uno más corto a la manera que con la longitud de un codo medimos la de un banco? Del mismo modo medimos una sílaba larga por una breve, y decimos de ella que es doble. De este mismo modo medimos la extensión de un poema por la extensión de los versos y la extensión de éstos por la de sus pies. La de los pies por las sílabas, y la de las sílabas largas por la de las breves. No las medimos por las páginas ?así se miden los lugares, no los tiempos-. Las medimos cuando las pronunciamos. Entonces pasan las palabras y decimos: ?Tal poema es largo?, porque consta de tantos versos. ?Aquellos versos son largos?, porque constan de tantos pies. ?Ésta es larga?, pues es doble respecto a la breve.

Pero ni siquiera ésta es una medida precisa de captar el tiempo. Puede suceder que un verso más breve dure mayor espacio de tiempo ?por ejemplo, si se pronuncia lentamente- que otro más largo pronunciado más deprisa. Y lo mismo puede decirse de un poema, de un pie y de una sílaba.

Por ello, me parece que el tiempo no es otra cosa que una cierta extensión. Pero no sé de qué cosa. Me pregunto si no será de la misma alma. Porque te pido que me digas, Dios mío, ¿qué es lo que mido cuando digo de una forma indefinida ?este tiempo es más largo que aquél?, o cuando hablo de forma precisa y digo ?este tiempo es el doble del otro?? Bien sé que mido el tiempo. Pero no mido el futuro que todavía no existe. Tampoco mido el presente, porque no tiene extensión. Mucho menos el pasado, ya que no existe. ¿Qué es lo que mido entonces? ¿Mido acaso el tiempo que pasa y no el pasado? Así lo dije ya más arriba.

27

Prosigue, alma mía, y presta mucha atención. Dios es nuestra ayuda. Él nos ha hecho y suyos somos. Fíjate por dónde amanece la verdad.

Imagina, por ejemplo, una voz emitida por un cuerpo que empieza a sonar y suena una y otra vez. De repente cesa y se hace silencio. Y aquella voz es ya pasado y deja de existir. Antes de sonar era futuro y no se podía medir, porque todavía no existía. Pero tampoco ahora puede medirse, pues ya no existe. Sólo podía medirse mientras sonaba, porque entonces había algo que medir. Pero ni siquiera entonces se detenía, pues se movía y pasaba. ¿Acaso por esto era más fácil de medir? Mientras pasaba se alargaba en un espacio de tiempo en que podía medirse, pues el presente carece de espacio alguno. Demos que podía medirse. Entonces imaginemos otra voz que empieza a sonar y sigue sonando de forma seguida e ininterrumpida. Midámosla mientras suena. Cuando deja de oírse ya habrá pasado y no habrá nada que medir. Midámosla en su integridad y demos su duración justa.

Imaginemos ahora que la voz sigue sonando y que no puede medirse sino desde el comienzo ?desde cuando empezó a oírse hasta el final-, cuando dejó de oírse. Pues lo que se mide es en realidad el intervalo entre un principio y un fin. Por esta misma razón, una voz que no ha terminado de sonar no puede medirse. Ni podemos decir ?qué larga o corta es?, ni que es igual a otra o que es sencilla o doble respecto a otra, ni cosas semejantes. Cuando haya acabado de sonar, esa voz no existe. ¿Cómo entonces, podrá medirse?

A pesar de todo, medimos el tiempo. No el que todavía no existe, ni el que ya no existe, ni el que no se alarga con alguna duración, ni el que no tiene términos. Por tanto, ni medimos el futuro, ni el pasado, ni el presente, ni el que va pasando. Y, no obstante, medimos el tiempo.

El verso Deus creator omnium (Dios creador de todas las cosas) está compuesto de ocho sílabas breves y largas, alternativamente. Las cuatro breves ?primera, tercera, quinta y séptima- son sencillas respecto de las cuatro largas ?segunda, cuarta, sexta y octava-. Cada una de éstas dura doble tiempo con respecto a cada una de las breves. En cuanto mi oído me permite sentirlas, las pronuncio, repito y compruebo. Si mi oído es fino, llego hasta a medir la sílaba larga por la breve, advirtiendo que la larga dura exactamente el doble.

Pero cuando una suena después de otra, si la primera, por ejemplo, es breve y la segunda larga, ¿cómo retendré la breve y cómo la aplicaré a la larga y así comprobar que la larga dura justamente el doble? Pues la larga no empieza a sonar hasta que ha dejado de sonar la breve. ¿Y acaso mido a la misma larga como presente, dado que no la puedo medir hasta que ha acabado de sonar? Y haber acabado vale tanto como haber ya pasado. ¿Qué es, pues, lo que mido? ¿Dónde está la breve con la que mido? ¿Dónde está la larga que he de medir? Ambas sonaron, volaron, pasaron y ya no existen. A pesar de ello, yo las mido, y con toda la seguridad que me da el sentido experimentado afirmo que la una es sencilla y la otra doble, en duración de tiempo, se entiende. Y no puedo hacer este juicio, sino después que ambas han pasado y han acabado de sonar. Luego lo que mido no son las mismas sílabas que ya no existen, sino algo que quedó en mi memoria y que está grabado en ella.

En ti, alma mía, mido yo el tiempo. No me vengas ahora con que el tiempo es otra cosa. Ni te perturbes por la multitud de tus sensaciones. En ti misma, repito, es donde mido yo el tiempo. Lo que mido es aquella misma sensación impresa por las cosas que pasan y que queda impresa en ti después que han pasado. No mido las que han pasado dejando esa sensación. Luego, o esta impresión es el tiempo o no mido el tiempo.

¿Y qué sucede cuando medimos el silencio y decimos que tal silencio duró como aquella voz? ¿No extendemos nuestro pensamiento a medida de la voz, como si sonase y así poder determinar algo de las pausas o intervalos de silencio habidos en un espacio de tiempo? Es claro que, sin hablar y abrir la boca, podemos recitar mentalmente poemas, versos y cualquier discurso, así como cualquier clase de movimiento medible. Nos damos cuenta también de la duración del tiempo y de la relación que hay de un tiempo a otro, y lo hacemos del mismo modo que si habláramos de estas cosas o las recitáramos en voz alta.

Pongamos el ejemplo de un hombre que quiere emitir un sonido prolongado y decide de antemano la largura de éste. Dicho hombre pensó en silencio, sin duda alguna, el espacio de dicho tiempo y lo encomendó a la memoria. Luego comenzó a emitir aquel sonido hasta los límites prefijados. Ciertamente la voz se oyó y se oirá. Porque la parte de aquella voz que fue pronunciada ya se oyó. La parte que queda se oirá y de esta manera llegará a su fin. Mientras tanto, la atención presente del hombre relega el futuro al pasado. De esta manera, el pasado aumenta en la medida que disminuye el futuro, hasta que el futuro quede completamente absorbido y se haga todo pasado.

28

¿Pero cómo se disminuye o se absorbe el futuro que todavía no existe? O ¿cómo aumenta el pasado que ya no existe? No por otra razón, sino porque el alma ?que regula este proceso- realiza estas tres funciones: espera, atiende y recuerda. El futuro que espera, pasa por el presente ?al que está atento- hacia el pasado que recuerda.

¿Puede negar alguien que el futuro todavía no existe? Sin embargo, existe en el alma la expectación de futuro. ¿Hay alguien que pueda negar que el pasado ya no existe? A pesar de ello, hay todavía en el alma la memoria del pasado. ¿Y quién podrá negar que el presente carece de extensión, pues se da en tu punto? Con todo, la atención persiste porque pasa lo que existe a la existencia. No es, por tanto, el futuro lo que es largo. Un futuro largo es la larga expectación del futuro. Tampoco es largo el pasado, que ya no existe. Un pasado largo es un largo recuerdo o memoria del pasado.

Supongamos que me dispongo a cantar una canción que aprendí. Antes de comenzar, mi expectación se extiende a toda ella. Pero, una vez comenzada, lo que quito de aquella expectación para el pasado hace extender mi recuerdo en la misma medida. De esta manera se extiende la vida de esta acción mía en la memoria por lo que acabo de cantar, y en la expectación por lo que todavía me queda por cantar. Pero mi capacidad de atención sigue presente y por ella pasa lo que era futuro para convertirse en pasado. Mientras se repite esto, tanto más se reduce la expectación cuanto más se alarga el recuerdo, hasta que la expectación llegue a reducirse por completo, cuando acabada mi acción pase a la memoria.

Y lo que sucede con la canción completa, sucede asimismo con cada una de sus partes y con cada una de sus sílabas. Y esto mismo sucede con otra acción más larga, de la que esa canción pudiera ser una parte. Y así con toda la vida de los humanos, de la que todas sus acciones son partes. Y así también con toda la historia de la humanidad, de la que la vida de cada hombre es parte.

29

Pero tu misericordia es mejor que la vida. Mi vida, en cambio, ha sido una disipación. Y tu diestra me sostiene, en mi Señor, el Hijo del Hombre, que es mediador entre ti, que eres uno, y nosotros, que somos muchos, dispersos en muchas cosas por infinidad de cosas. Soy sostenido para que alcance aquello en lo que yo mismo he sido alcanzado y recupere, siguiéndole a él solo, los días perdidos. Miraré hacia adelante, olvidándome de todo lo pasado, sin extender mi deseo a las cosas futuras y transitorias, sino estando atento a las que están delante de nosotros. No es la distracción sino la atención la que me lleva en este camino hacia la palma de la vocación de lo alto, donde oiré la voz de tu alabanza y contemplaré tu gozo, que no viene ni pasa.

Pero ahora mis años no son más que gemidos. Tú, en cambio, eres eterno, mi consuelo, mi Padre y mi Señor. Yo me he consumido en el tiempo, cuyo orden desconozco. Mis pensamientos ?lo más íntimo de mi alma- se ven despedazados por la tumultuosa multitud de variedades, hasta que me funda en ti, purificado y derretido en el fuego de tu amor.

30

Entonces tomaré forma y me solidificaré en tu verdad. Ya no tendré que aguantar las preguntas de los hombres que, por la dolencia que padecen en castigo de su pecado, quieren beber más de lo que pueden y dicen: ?¿Qué hacía Dios antes de hacer el cielo y la tierra?? O bien: ?¿Por qué se le ocurrió la idea de hacer algo, si antes no había hecho absolutamente nada??.

Que piensen bien lo que dicen ?te lo suplico, Señor- y vean que no puede decirse ?nunca? allí donde no hay tiempo. Si, pues, se dice que ?nunca? hizo nada, ¿qué otra cosa se dice sino que en ningún tiempo hizo nada? Sepan, pues, que no puede haber tiempo sin criatura. Y dejen de hablar tal insensatez.

Que se lancen a lo que está por delante y que entiendan que antes de todos los tiempos eres tú el creador de ello. Que sepan que no hay tiempo ni criatura alguna que sea coeterna contigo, aunque alguna criatura esté por encima del tiempo.

31

¿Cuál es, Señor Dios mío, el seno de tu hondo misterio? ¡Cuán lejos de él me han arrojado las secuelas de mis pecados! Cura mis ojos y me gozaré contigo en tu luz.

Es claro que de existir un alma dotada de tal ciencia y presciencia que conociera las cosas pasadas y futuras ?lo mismo que yo conozco una canción popularísima- esa alma sería sobremanera admirable. Nos dejaría estupefactos y horrorizados ante el pensamiento de que nada de la historia del pasado ni de lo que ha de suceder en los siglos venideros se le oculta. Sería algo así como cuando yo canto dicha canción, que no se me oculta nada. Pues sé qué y cuánto ha pasado desde que comencé a cantarla y qué y cuánto queda para acabarla.

No quieras pensar de mí, creador del universo, creador de las almas y de los cuerpos, sí, lejos de mí pensar que tú conoces de este modo las cosas futuras y las pasadas. Sí, tu modo de conocerlas es mucho más maravilloso y profundo. A ti ?inmutablemente eterno, esto es, creador y verdaderamente eterno de las inteligencias- no te sucede lo que al que canta u oye cantar una canción conocida. El efecto de éste cambia y sus sentidos se relajan ante la expectación de las palabras futuras y la memoria de las pasadas. Del modo, pues, que conociste en el principio el cielo y la tierra sin cambio en tu conocimiento, así también hiciste en el principio el cielo y la tierra sin cambio en tu acción.

Que te alabe, pues, quien esto entienda. Que te alabe también quien no lo entienda. ¡Qué excelso eres! Tu morada, sin embargo, está en los humildes de corazón. Tú levantas a los caídos. Y no caen los que se refugian en tu altura.

San Agustín. Confesiones.

Erasmo de Rotterdam. El hombre interior y la reforma de la religiosidad

De: irichc  (Mensaje original) Enviado: 25/02/2004 10:05

De las armas del caballero cristiano

Considero de una especial importancia para el entrenamiento en esta milicia que conozcas y prestes atención al género de armas y a la clase de enemigos con los que has de entrar en combate. Y ello para que las tengas siempre a mano, no sea que aquel habilísimo espía te halle desarmado y descuidado.

Sucede a veces que en las guerras entre hombres se permite descansar, bien porque el enemigo inverna, bien porque hay treguas. Pero a nosotros, mientras militamos en el cuerpo, no se nos permite apartar ni un dedo de las armas -como se dice vulgarmente-. Hay que estar siempre en trance de combate y no se puede bajar la guardia, porque nuestro enemigo no descansa. Cuando parece que está tranquilo, cuando finge la huida o la tregua, entonces urde mayores engaños. Nunca es menester andar más sobre aviso que cuando despliega el señuelo de la paz. Y nunca hemos de temerle menos que cuando nos acomete en guerra abierta.

El primer cuidado, pues, ha de ser que nuestra alma no esté inerme. Si armamos este cuerpecillo para no temer la daga del ladrón, ¿no armaremos con más razón el alma para que esté a salvo? Se arman los enemigos para perdernos, ¿y tendremos pereza en armarnos para no perecer? Velan ellos para matarnos, ¿y no velaremos nosotros para escapar incólumes?

De las armas cristianas hablaremos en concreto más adelante. Ahora hablaré sucintamente de las dos armas de que ha de disponer quien empieza a luchar con siete tribus como los cananeos, ceteos, amorreos, fereceos, gergeceos, jeveos y jebuseos, por no enumerar más que los siete capitales. San Pablo quiere que estemos siempre armados, y para ello nos manda orar sin cesar. La oración constante eleva nuestro espíritu hacia el cielo, ciudadela inaccesible a los enemigos. La ciencia, a su vez, pone la mente en contacto con las ideas saludables. Nunca la una ha de faltar a la otra:

“Que la una tienda la mano a la otra y, como amigas, lleguen a un mismo parecer” (Horacio, Ars Poetica, 410-411)

La oración pide, pero la ciencia sugiere lo que hay que pedir. La fe y la esperanza hacen que uno ore con fervor y sin desfallecer, como dice Santiago.

La ciencia, a su vez, enseña cómo orar en nombre de Jesús, esto es, a pedir cosas saludables. Los hijos del Zebedeo oyeron que Cristo les decía: “no sabéis lo que pedís”.

La oración es, por consiguiente, más poderosa, pues habla con Dios; la ciencia no es, sin embargo, menos necesaria. Habiendo escapado de Egipto, no estoy tan seguro que emprendas un viaje tan largo y azaroso si no es de la mano de estos dos capitales: Moisés y Aarón. Este, por su condición de sacerdote, simboliza la oración. Moisés, en cambio, representa el conocimiento de la ley. Pero, así como es necesario que la ciencia no falte, así no conviene que la oración desfallezca. Moisés se enfrenta a sus enemigos con las armas de la oración, pero siempre con las manos en alto. Y siempre que las dejaba caer, Israel llevaba las de perder.

Cuando oras, ¿piensas acaso en los muchos salmos que recitas? ¿Crees que en el mucho hablar está la virtud de la oración? Y éste es el vicio principal de aquellos que son como niños principiantes en la letra sin llegar nunca a la madurez del espíritu. Oye lo que nos enseña Cristo por San Mateo: “Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis, pues, como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo”. Y San Pablo tiene en más cinco palabras bien sentidas que diez mil pronunciadas por la boca. Moisés no pronunciaba palabra alguna y, sin embargo, oyó la respuesta: “¿Por qué clamas a mí?”

No el grito de los labios, sino el deseo ardiente del espíritu es el que hiere -como voz penetrante- los oídos de Dios. Pon, pues, en práctica este consejo: tan pronto como el enemigo te acometa y cuando los vicios que dejaste vuelvan a la carga, has de levantar tus pensamientos al cielo, de donde te ha de venir la ayuda. Pero habrás de levantar también las manos en alto. Cosa muy segura es ocuparse en obras de caridad, de manera que tus actos no se dirijan a cosas terrenas, sino sólo a Cristo.

Considera, sin embargo, esto para no despreciar el apoyo de la ciencia: en determinado momento bastó a Israel con huir de su enemigo. Nunca se atrevió a provocar a los amalecitas y a luchar contra ellos mano a mano hasta que les fortaleció el maná bajado del cielo y el agua brotada de la roca. Reanimado con este alimento, aquel egregio luchador David despreció a toda la hueste de sus enemigos: “Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios”.

Créeme, hermano mío muy amado: no hay acometida tan violenta del enemigo, ni tentación tan fuerte que no rechace fácilmente el ardiente estudio de las letras sagradas, ni adversidad tan triste que no hagan tolerable. Y para que no pienses que soy intérprete un tanto audaz -aunque podría citar a mi favor a grandes autores-, ¿qué más apto que el maná para significar la ciencia de la antigua ley? En primer lugar, dado que el maná no llovía de la tierra sino del cielo, indica la diferencia entre las letras humanas y divinas, pues toda la Escritura Santa está inspirada por Dios, su autor. El que sea poca cosa, denota la humildad del lenguaje, que en palabras llanas y casi sórdidas, encierra altos misterios. En segundo lugar, por ser blanco. No hay doctrina humana que no esté viciada por la negrura de algún error. Sólo la doctrina de Cristo es toda pura, toda blanca, toda ella sincera. El hecho de que sea un tanto dura y áspera nos adentraen su significado oculto escondido en el sentido literal. Si uno se contenta solamente con la superficie y, por así decirlo, con la cáscara, ¿podrá encontrar algo más duro y amargo? Sólo los que gustaron de la corteza del maná pudieron decir: “Dura es esta palabra, ¿quién puede escucharla?”. Saca la médula del sentido espiritual y verás que nada hay más dulce y nutritivo.

Finalmente, en hebreo maná significa “¿Qué es esto?”. Significado que cuadra muy bien a la Sagrada Escritura, en la que no sobra nada, y en la que no hay ni una tilde que no sea digna de investigación o estudio. Y también de admiración, y, por tanto, digna de que nos preguntemos: “¿qué es esto?”.

Por otra parte, llamar agua al conocimiento de la ley divina es una práctica común del Espíritu Santo. Leemos, en efecto, de las aguas refrescantes en las que David se gloría haber sido criado. Aguas de la ley, que la Sabiduría conduce hasta las entradas de sus caminos. Aguas del río místico de Ezequiel que no podía vadear una vez entrado en él. Aguas de los pozos cavados por Abrahán, cubiertos de tierra por los filisteos y nuevamente abiertos por Isaac. Aguas de las doce fuentes de la Ley en las que los israelitas desfallecidos se reanimaron durante cuarenta jornadas. Aguas del pozo del evangelio, en el que se sentó Jesús, cansado del camino. Aguas de Siloé en las que el mismo Jesús envió al ciego a recobrar la vista. Aguas derramadas por él en la jofaina para lavar los pies de los discípulos. Y, por no citarlas todas una por una, la alusión frecuente en las Sagradas Escrituras a pozos, fuentes y ríos nos sugiere nada menos que una diligente indagación del significado secreto de las mismas. Porque ¿qué significa el agua escondida en las venas de la tierra más que los misterios encubiertos bajo la letra? ¿Qué es brotar el agua de la tierra sino el misterio descubierto y patente? Y cuando se manifiestan en anchura y profundidad para edificación de los oyentes, ¿qué impide llamarlas río?

Por tanto, si te entregas totalmente al estudio de la Escritura día y noche y te ejercitas en la Ley del Señor no temerás los peligros del día ni de la noche, y te hallarás armado contra la acometida y el asalto del adversario. A pesar de ello, no descartaría del todo que, para iniciarse en esta milicia, una persona novel como tú se ensayase en las obras de los poetas y filósofos paganos. Cuide, con todo, que sea con moderación, de acuerdo a su edad, y como de paso. Que no se detenga, como queriendo envejecer ante las seducciones de las sirenas. A estudios como éstos invitaba San Basilio a los jovencitos a quienes ejercitaba en las virtudes cristianas. Y nuestro San Agustín invitaba a su amigo Licencio a volver a las musas. Tampoco San Jerónimo se arrepiente de haber amado a la sierva cautiva. Y se alaba a San Cipriano por haber enriquecido el templo del Señor con los despojos de Egipto.

Pero en modo alguno quisiera que con el estudio de la literatura se te pegaran las costumbres paganas. Por otra parte, hallarás en ellas muchas cosas de provecho para bien vivir: no se ha de despreciar lo bueno aunque sea pagano quien lo enseña, como lo hizo Moisés no despreciando el consejo de su suegro Jetró. La literatura pagana forma y vigoriza el ingenio de los niños y los prepara maravillosamente para el conocimiento de la Escritura, ya que adentrarse en ella con pies y manos sucias es casi una especie de sacrilegio. San Jerónimo tacha de descaro el de aquellos que recién salidos de los estudios profanos se atreven a exponer las Sagradas Escrituras. ¡Y cuánto más insolente es el proceder de quienes sin gustar los primeros se atreven a las segundas!

Te diré, no obstante, esto: Así como la Sagrada Escritura produce poco fruto si te paras y contentas con la letra, de la misma manera, la poesía de Homero y Virgilio será de no pequeña utilidad si tienes en cuenta que toda ella es alegórica, cosa que nadie negará por poco que haya gustado la sabiduría de los antiguos. Te aconsejaría también no acercarte a los poetas obscenos -o al menos no estudiarlos en profundidad- a menos que pretendas aborrecer los vicios descritos en sus obras y, por la privación de las cosas torpes, llegues a amar con más vehemencia las celestiales. Preferiría también que de entre los filósofos siguieras a los platónicos, ya que tanto en sus ideas como en su manera de hablar se acercan al modelo de los profetas y del evangelio.

En resumen, aprovechará el estudio de la literatura pagana si, como he dicho, se hace en la edad adecuada y con moderación, con cautela y deleite. Y todo como quien va de camino y pasa de largo, sin detenerse. Finalmente, lo más importante: que en todo se haga referencia a Jesucristo. Para los puros todo es puro, para los impuros, en cambio, nada es limpio. Nada se te reprochará si, a ejemplo de Salomón, alimentas en casa sesenta reinas, ochenta concubinas y las innumerables doncellas de las ciencias seculares con tal de que la sabiduría divina sea tu única paloma, tu única amada y la más hermosa entre todas. Así el israelita, prendado de su belleza, amaba a una extranjera y bárbara, pero después de haberla cortado el cabello y las uñas, hacía de ella una israelita. El profeta Oseas casó con una prostituta, pero de ella tuvo hijos no para sí, sino para el Dios de Sebaot, y la pasión consagrada del profeta aumentó la familia del Señor. Después que los hebreos dejaron Egipto comieron durante un tiempo pan sin levadura, pero este alimento era temporal ni podía servir para un camino tan largo. Así pues, tan pronto como sientas el hastío has de volver al maná de la sabiduría divina. Ésta te alimentará y te hará fuerte hasta que consigas triunfalmente la palma inmarcesible del premio.

Mientras tanto, recuerda una y otra vez que no debes tocar la Sagrada Escritura sino con manos limpias, es decir, con pureza total de espíritu. De lo contrario, el antídoto se convertirá por tu vicio en veneno, y el maná se pudrirá. Recuerda que, si no lo digieres interiormente, te sucederá lo mismo que a Oza, quien temerariamente osó poner sus manos profanas sobre el arca que se balanceaba, y pagó con su muerte súbita su arriesgado servicio.

Y lo primero que has de entender es el valor de estos escritos. Piensa que, siendo como son verdaderos oráculos, proceden del más profundo secreto de Dios. Si te acercas a ellos con reverencia, veneración y humildad, te sentirás poseído de su fuerza, inefablemente raptado y transfigurado. Experimentarás las delicias del esposo feliz, gustarás las riquezas de Salomón y saborearás los tesoros escondidos de la eterna sabiduría. Pero cuida de no irrumpir de malos modos en sus aposentos. Mira que la puerta es pequeña, no sea que tropieces con la cabeza y caigas de espalda.

Considera, pues, que nada de lo que ves con tus ojos y tocas con tus manos es tan real como las verdades que aquí lees. Pasarán el cielo y la tierra, pero ni una sola jota o ápice de la palabra de Dios pasará sin que se cumpla. Los hombres se engañarán y errarán, pero la palabra de Dios ni engaña ni yerra.

De los intérpretes de la Sagrada Escritura has de elegir todos aquellos que más se apartan de la letra. Tales son, por ejemplo, después de San Pablo, Orígenes, San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín. Veo que los más modernos teólogos se adhieren demasiado alegremente a la letra y gastan sus energías más en sutilezas capciosas que en iluminar el sentido oculto, como si San Pablo no hubiera dicho que nuestra ley es la del espíritu.

He oído a algunos de estos teólogos tan prendados de sus insignificantes comentarcillos, que llegaban a despreciar -como si de sueños se tratara- las interpretaciones de los antiguos. Tal confianza les inspiraba Duns Scoto que, incluso sin leer los textos sagrados, se consideraban a sí mismos maestros en teología. Que otros juzguen si, a pesar de decir cosas sutilísimas, han dicho cosas dignas del Espíritu Santo. Si tú prefieres la solidez del espíritu a la habilidad en la disputa, si buscas el alimento del alma más que la agudeza del ingenio, da vueltas a los autores antiguos cuya santidad está más probada, su doctrina más abundosa y más sólida, su estilo ni seco ni sórdido, y su interpretación más acomodada a los sagrados misterios.

Y digo esto no porque desprecie a los modernos, sino porque prefiero lo más provechoso y lo que más conviene a tu propósito. El espíritu de Dios tiene su propio lenguaje y sus símbolos, que has de procurar estudiar con todo cuidado. La Sabiduría divina nos balbucea y, como madre solícita, acomoda sus palabras a nuestra infancia. Ofrece leche a los que son niños en Cristo y hierbas y legumbres a los enfermos. Te has de dar prisa a crecer y aspirar a un alimento sólido. Si ella se abaja a su pequeñez, tú, a tu vez, deberías levantarte hacia su grandeza. Es contra naturaleza permanecer siempre niño, y demasiada pereza querer estar siempre enfermo. Mejor te sabrá y te aprovechará más entender un versículo -si rompes la cáscara y llegas al meollo- que si cantas todo el salterio al pie de la letra. Cosa que te advierto con insistencia, porque sé bien por experiencia que este error no sólo se ha apoderado de gente vulgar, sino de personas que por hábito y nombre profesan la religión completa.

Piensan éstos que la suma piedad consiste en recitar cada día de forma literal y casi sin entenderlos el mayor número posible de salomos. Y, según creo, la causa de esto no es otra que el enfriamiento, la languidez y desvanecimiento de la piedad monástica en la que envejecen los monjes sin buscar el conocimiento espiritual de las Escrituras. No oyen la voz de Cristo que clama en el Evangelio: “La carne no aprovecha nada, el espíritu es el que da vida”. Tampoco escuchan a Pablo que corrobora a su Maestro: “La letra mata, el espíritu vivifica”. “Y sabemos que la ley es espiritual, no carnal”. “Expresando realidades espirituales en términos espirituales”. En otro tiempo, el Padre de las cosas espirituales quería ser adorado en lo alto de un monte, pero ahora quiere “ser adorado en espíritu”.

(…)

Erasmo de Rotterdam. Enquiridion o manual del caballero cristiano.