Respaldo de material de tanatología

Lógica de Port-Royal: innatismo y antisensualismo epistemológico

De: irichc  (Mensaje original) Enviado: 25/02/2004 15:44

PRIMERA PARTE DE LA LÓGICA.

CONTIENE LAS REFLEXIONES SOBRE LAS IDEAS O SOBRE LA MERA ACCIÓN DEL ESPÍRITU, DENOMINADA CONCEBIR.

(…)

CAPÍTULO I

SOBRE LAS IDEAS ATENDIENDO A SU NATURALEZA Y ORIGEN

La palabra “idea” se encuentra en el número de las que son tan claras que no pueden explicarse por medio de otras, ya que no las hay ni más claras ni más simples.

Todo lo que se puede hacer con el fin de no incurrir en error es destacar una falsa forma de entender esta palabra; consiste en restringirla a ese modo de concebir las cosas, denominado imaginar, que tiene lugar cuando nuestro espíritu contempla las imágenes que están dibujadas en nuestro cerebro.

Pues, como San Agustín observa frecuentemente, los hombres después del pecado original, se han acostumbrado de tal manera a considerar sólo las cosas corpóreas, cuyas imágenes alcanzan nuestro cerebro a través de los sentidos, que la mayor parte de ellos estiman que no pueden concebir una cosa si no la pueden imaginar, si no pueden representársela bajo una imagen corpórea; como si no tuviésemos más que este modo de pensar y de concebir.

Por el contrario, no se puede reflexionar sobre lo que acontece en nuestro espíritu sin reconocer que concebimos un grandísimo número de cosas sin precisar para ello alguna de estas imágenes y sin reparar en la diferencia existente entre la imaginación y la pura intelección. Pues, cuando, por ejemplo, imagino un triángulo, no lo concibo solamente como una figura delimitada por tres líneas rectas; además, considero estas tres líneas como presentes en virtud de la fuerza y de la atención interior de mi espíritu; tal es lo que propiamente se llama imaginar. Pero si deseo pensar en una figura de mil ángulos, verdad es que concibo correctamente que tal figura está compuesta por mil lados con la misma facilidad que concibo que un triángulo es una figura que solamente está compuesta por tres. Pero, sin embargo, no puedo imaginar los mil lados de esa figura ni, por así decirlo, mirarlos con los ojos del espíritu tal como si estuvieran presentes.

Es verdad, sin embargo, que la costumbre que tenemos de servirnos de nuestra imaginación cuando pensamos en cosas corpóreas, da lugar con frecuencia a que al concebir una figura de mil ángulos nos representemos confusamente alguna figura; ahora bien, es evidente que esta figura que nos representamos mediante la imaginación no es una figura de mil ángulos, puesto que en nada difiere de lo que me representaría si pensara en una figura de diez mil ángulos. Así, de nada sirve para descubrir las propiedades que diferencian a una figura de mil ángulos de la de cualquier otro polígono.

Así pues, no puedo imaginarme, hablando con propiedad, una figura de mil ángulos porque la imagen que desearía dibujar en mi imaginación, representaría tanto una figura de un gran número de ángulos como la figura de mil ángulos. Y, sin embargo, puedo concebirla muy clara y distintamente, puesto que puedo demostrar todas las propiedades, como que la suma de todos sus ángulos equivale a 1996 ángulos rectos. En consecuencia, una cosa es imaginar y otra concebir.

Esto aún aparece más claro mediante la consideración de varias cosas que concebimos con mucha claridad aunque, en modo alguno, sean de las que podemos imaginar. Así, ¿qué concebimos con mayor claridad que nuestro pensamiento cuando estamos pensando? Y, sin embargo, es imposible imaginarse un pensamiento y dibujar imagen alguna de él en nuestro cerebro. El “sí” y el “no” tampoco pueden tenerla; quien juzga que la tierra es redonda como quien juzga que la tierra no es redonda, tienen ambos las mismas cosas dibujadas en su cerebro, a saber, la tierra y la redondez; uno de ellos añade a ellas la afirmación, que es una acción de su espíritu concebida sin imagen corpórea alguna, y el otro una acción contraria que es la negación y de la cual aún es más imposible tener imagen alguna.

Así pues, cuando hablamos de ideas no nombramos de esta forma a las imágenes dibujadas en la fantasía, sino a todo aquello que está en nuestro espíritu, cuando podemos decir con verdad que concebimos una cosa, cualquiera que fuere la forma como la concibamos.

Se sigue de ello que no podemos expresar nada mediante nuestras palabras cuando entendemos lo que decimos sin que tengamos en nosotros la idea de lo que es significado por nuestras palabras, aunque esta idea sea en unos casos más clara y distinta y, en otros casos, más oscura y más confusa tal como posteriormente explicaremos. Así pues, habría contradicción al afirmar que entiendo lo que digo al pronunciar una expresión y defender que, al pronunciarla, sólo concibo el sonido de la expresión.

Esta doctrina nos hace ver la falsedad de dos opiniones muy peligrosas, formuladas por filósofos de nuestro tiempo.

Según la primera [, atribuible a Descartes], no tenemos idea alguna de Dios. Si no tuviéramos idea alguna de Dios, entonces al pronunciar el nombre de Dios no concebiríamos sino estas letras, D, I, O, S, y un español, al oír el nombre de Dios, no tendría en su espíritu sino lo que podría tener en el caso de que entrara en una sinagoga y, desconociendo por completo el hebreo, oyera pronunciar “Adonai” o “Eloha”.

Es más, cuando los hombres se han atribuido el nombre de Dios, como Calígula y Domiciano, no habrían cometido impiedad alguna, puesto que nada hay en estas letras o en estas dos sílabas, “Dios”, que no pudiese ser atribuido a un hombre si no se uniera a tales sílabas alguna idea. ¿Por qué nadie acusa de impiedad a un holandés por llamarse Ludovicus Dieu? ¿En qué residía la impiedad de estos príncipes sino en que, atribuyendo a este término, “Dios”, una nota al menos de las que integran su idea, como lo es la de una naturaleza excelente y adorable, se apropiaban el nombre junto con esta idea?

Pero, si no tenemos idea alguna de Dios, ¿sobre qué podemos fundar todo cuanto sobre él decimos, como que sólo existe uno, que es eterno, omnipotente, infinitamente bueno e infinitamente sabio? Nada de todo esto está comprendido en el sonido “Dios”; sólo en la idea que tenemos de Dios y que hemos asociado a este sonido.

También es ésta la razón en virtud de la cual rehusamos referir el nombre de Dios a todas las falsas divinidades; no porque este término, materialmente considerado, no pudiera ser atribuido a ellas, tal y como fue atribuido por los paganos, sino porque la idea que tenemos en nosotros de este soberano ser, usualmente unida al término “Dios”, no conviene sino al único y verdadero Dios.

La segunda de estas falsas opiniones ha sido formulada por un inglés [, Hobbes]: “el discurso no es otra cosa que una reunión o concatenación de nombres mediante la palabra ‘es’. Se seguiría de ello que, mediante la razón, no concluimos absolutamente nada tocante a la naturaleza de las cosas, sino sólo tocante a sus denominaciones; es decir, que, mediante la razón, simplemente vemos si unimos bien o mal los nombres de las cosas siguiendo las convenciones que hemos adoptado a nuestro gusto en lo que se refiere a sus significaciones”.

Este autor añade a esta opinión: “si esto es así, como puede serlo, el razonamiento dependerá de las palabras, las palabras de la imaginación y, quizá, la imaginación dependerá, tal como lo creo, del movimiento de los órganos corpóreos; así, nuestra alma (mente) no será otra cosa que un movimiento producido en alguna de las partes del cuerpo orgánico”.

Debemos pensar que estas palabras sólo expresan una objeción muy apartada del sentir de quien la propone; ahora bien, si tales palabras se toman con valor asertivo, arruinarían la inmortalidad del alma. Por ello, es importante hacer ver su falsedad, lo cual no será difícil. Las convenciones a las que este filósofo se refiere sólo han sido acuerdos establecidos por los hombres para tomar ciertos sonidos como signos de las ideas que tenemos en el espíritu. De suerte que si además de los nombres no tuviéramos en nosotros mismos las ideas de las cosas, tal acuerdo habría sido imposible, tal y como es imposible por medio de alguna convención el hacer entender a un ciego lo que quiere decir el término “rojo”, o el “verde”, o el “azul”, pues careciendo de estas ideas no puede unirlas a sonido alguno.

Además, las diversas naciones habiendo dado nombres distintos a las cosas, incluso a las más simples y claras, tal como acontece con las que constituyen los objetos de la Geometría, no tendrían los mismos razonamientos acerca de unas mismas verdades si el razonamiento sólo fuera una reunión de nombres mediante la palabra “es”.

Y como parece manifiesto al considerar estas diversas palabras que los árabes, por ejemplo, no se han puesto de acuerdo con los franceses para dar a los sonidos las mismas significaciones, tampoco podrían estar de acuerdo en sus juicios y razonamientos si sus razonamientos dependiesen de esta convención.

Finalmente, se guarece un gran equívoco bajo el término “arbitraria” cuando se afirma que la significación de las palabras es arbitraria. Verdad es que es algo totalmente arbitrario el vincular una idea determinada con un sonido, en vez de vincularla con otro distinto; pero las ideas no son cosas arbitrarias que dependen de nuestra fantasía, al menos aquellas que son claras y distintas. Para mostrar esto con evidencia basta con afirmar que sería ridículo imaginar que efectos muy reales pudieran depender de cosas totalmente arbitrarias. Así, cuando un hombre ha llegado mediante su razonamiento a la conclusión de que el eje del hierro que atraviesa las dos muelas de un molino podría girar sin dar lugar a que también girase la muela inferior en el caso de que siendo redondo pasara a través de un orificio redondo y también que no podría girar este eje sin hacer que girase la muela superior si, siendo cuadrado, estuviera embutido en un orificio cuadrado, practicado en la muela superior, entonces el efecto que ha pretendido alcanzar se sigue infaliblemente. En consecuencia, su razonamiento no ha sido (solamente) la reunión de un conjunto de nombres atendiendo a una convención enteramente dependiente de la fantasía de los hombres; más bien supone un juicio sólido y efectivo sobre la naturaleza de las cosas fundándose en la consideración de las ideas que posee en el espíritu y que han sido asociadas por los hombres con ciertos nombres.

Así, pues, ya hemos indicado de modo suficiente lo que entendemos mediante la palabra “idea”; por ello, sólo nos resta referirnos brevemente a su origen.

El problema fundamental reside en saber si todas nuestras ideas proceden de nuestros sentidos y si debemos aceptar como verdadera la máxima común según la cual “nada hay en el entendimiento sin que previamente haya estado en el sentido”.

Esta es la opinión de un filósofo, [Gassendi, ] de reconocido prestigio que inicia su estudio de lógica con estas palabras: “Omnia idea ortum ducit a sensibus”: Toda idea toma su origen de los sentidos. Sin embargo, precisa que todas nuestras ideas no han estado en nuestros sentidos tal y como están en nuestro espíritu; pero, al menos, defiende que tales ideas han sido formadas bien a partir de aquellas que han pasado por nuestros sentidos, sea por composición como cuando a partir de las imágenes independientes de oro y montaña formamos la idea de una montaña de oro, sea por ampliación o disminución como cuando a partir de la imagen de un hombre de estatura normal se forma la de un gigante o pigmeo, sea por acomodación y analogía como cuando se transfiere la idea de una casa que ha sido vista para formarnos la imagen de otra casa que no ha sido vista. Así, afirma este autor, concebimos a Dios que no puede ser objeto del sentido, bajo la imagen de un venerable anciano.

Según esta teoría, aunque todas nuestras ideas no fuesen semejantes a algún cuerpo que hubiésemos visto o que hubiésemos alcanzado por medio de nuestros sentidos, sin embargo todas serían corpóreas y sólo nos representarían algo que hubiese penetrado por nuestros sentidos, al menos en parte. Así, pues, sólo concebiremos mediante imágenes semejantes a las que se forman en el cerebro cuando vemos o imaginamos cuerpos.

Pero, aunque diversos filósofos de la Escuela también mantengan esta opinión, no temo defender que es muy absurda y, a la vez, tan contraria a la Religión como a la verdadera filosofía. Para no defender sino lo que es claro como la luz del día, sólo expondré que nada hay que podamos concebir más distintamente que nuestro pensamiento, ni proposición que pueda resultarnos más clara que “Yo pienso, luego soy”. No podríamos tener certidumbre alguna sobre esta proposición si no concibiéramos distintamente lo que es “ser”, lo que es “pensar”; es más, no es preciso que expliquemos estos términos, puesto que forman parte de aquellos que son tan adecuadamente comprendidos por todo el mundo que, caso de intentar explicarlos, sólo lograríamos introducir oscuridad. Si, pues, no se puede negar que tenemos las ideas de “ser” y de “pensamiento”, entonces yo pregunto: ¿por qué sentidos han penetrado? ¿Son acaso luminosas o poseen color para que puedan haber penetrado por la vista? ¿Poseen un sonido grave o agudo para que puedan haber penetrado por el oído? ¿Desprenden un olor agradable o desagradable para que pudieran formarse a partir del olfato? ¿Poseen un buen o mal sabor para formarse a partir del gusto? ¿Acaso poseen la cualidad de ser duras o blandas, calientes o frías como para que penetren por el tacto? Si se defendiera que se han formado a partir de otras imágenes sensibles, en ese caso debería indicarse cuáles son esas otras imágenes sensibles a partir de las cuales se pretende que han sido formadas las ideas de ser y de pensamiento y cómo han podido ser formadas, esto es, si lo han sido por composición, por ampliación o por disminución o bien si por analogía. Si no se quisiera emitir una respuesta que no fuera ridícula, sería preciso defender que las ideas de ser y pensamiento no obtienen en forma alguna su origen a través de los sentidos; más bien, nuestra alma posee la facultad de formar estas ideas por sí mismas, aunque frecuentemente acontece que ha sido excitada a formarlas por algo que ha golpeado los sentidos, de igual modo que un pintor puede verse llevado a crear un cuadro en virtud del dinero que le ha sido prometido sin que, por ello, se pudiera afirmar que el cuadro había obtenido su origen del dinero.

En cuanto a lo que estos mismos autores defienden, esto es, que la idea que nosotros tenemos de Dios toma su origen de los sentidos, puesto que lo concebimos bajo la idea de un anciano venerable, ha de afirmarse que tal pensamiento es propio de los Antropomorfitas o bien que estos autores confunden las verdaderas ideas que nosotros tenemos de los seres espirituales con las falsas imaginaciones que de los mismos nos formamos siguiendo la pésima costumbre que nos lleva a querer imaginar cualquier cosa, cuando, por el contrario, tan absurdo es pretender imaginar lo que no es corporal como desear oír los colores y ver los sonidos.

Para refutar esta concepción basta considerar que si no tuviéramos otra idea de Dios que la de un anciano venerable entonces cuantos juicios hiciéramos sobre Dios serían falsos, pues serían contrarios a esta idea, ya que no tenemos otra regla de la verdad de nuestros juicios que la de examinar si son conformes a las ideas que tenemos de las cosas. Así sería falso afirmar que Dios no tiene partes, que no es corpóreo, que es omnipresente, que es invisible, pues todas estas afirmaciones no son conformes con la idea de un anciano venerable. Si, en alguna ocasión, Dios se ha representado de esta forma, esto no debe dar lugar a que tal deba ser la idea que debamos tener de él; de igual modo, sería necesario que no tuviéramos otra idea del Espíritu Santo que la del palomo, ya que ha sido representado bajo tal forma o que concibiésemos a Dios como un sonido, puesto que el sonido del nombre de Dios sirve para evocar su idea en nosotros.

Es, pues, falso que todas nuestras ideas provengan de los sentidos; por el contrario, cabe afirmar que ninguna de las ideas que existen en nuestro espíritu toman su origen de los sentidos como no sea por ocasión, en cuanto que los movimientos que se producen en nuestro cerebro, que es a todo lo que pueden dar lugar nuestros sentidos, dan ocasión al alma para formarse ciertas ideas que el alma no se formaría en el caso de que tales movimientos no aconteciesen, aunque casi siempre estas ideas no sean semejantes en nada a lo que se produce en nuestros sentidos o en nuestro cerebro y aunque, además, exista un gran número de ideas que, careciendo de toda imagen corpórea, no puedan ser vinculadas con nuestros sentidos sin caer en un visible absurdo.

Y si se nos objetara que a la vez que tenemos la idea de cosas espirituales, tal como del pensamiento, no dejamos de formarnos alguna imagen corpórea, al menos del sonido que la significa, nada se diría en contra de lo que hemos afirmado. Pues la imagen del sonido “pensamiento” que nos imaginamos no es, en modo alguno, la imagen del pensamiento mismo sino sólo de un sonido; es más, la imagen del sonido de “pensamiento” sólo puede hacernos concebir el pensamiento mismo por cuanto el alma, habiéndose acostumbrado a concebir este sonido y, a la vez, el pensamiento, se forma al mismo tiempo una idea totalmente espiritual del pensamiento que no guarda semejanza alguna con la de sonido, que está ligada al pensamiento sólo por la costumbre. Esto se manifiesta en los sordos que no poseen imagen de los sonidos, pero tienen ideas de sus pensamientos al menos cuando hacen reflexión sobre lo que piensan.

A.Arnauld y P.Nicole. La lógica o el arte de pensar (Lógica de Port-Royal).