Respaldo de material de tanatología

Erasmo de Rotterdam. El hombre interior y la reforma de la religiosidad

De: irichc  (Mensaje original) Enviado: 25/02/2004 10:05

De las armas del caballero cristiano

Considero de una especial importancia para el entrenamiento en esta milicia que conozcas y prestes atención al género de armas y a la clase de enemigos con los que has de entrar en combate. Y ello para que las tengas siempre a mano, no sea que aquel habilísimo espía te halle desarmado y descuidado.

Sucede a veces que en las guerras entre hombres se permite descansar, bien porque el enemigo inverna, bien porque hay treguas. Pero a nosotros, mientras militamos en el cuerpo, no se nos permite apartar ni un dedo de las armas -como se dice vulgarmente-. Hay que estar siempre en trance de combate y no se puede bajar la guardia, porque nuestro enemigo no descansa. Cuando parece que está tranquilo, cuando finge la huida o la tregua, entonces urde mayores engaños. Nunca es menester andar más sobre aviso que cuando despliega el señuelo de la paz. Y nunca hemos de temerle menos que cuando nos acomete en guerra abierta.

El primer cuidado, pues, ha de ser que nuestra alma no esté inerme. Si armamos este cuerpecillo para no temer la daga del ladrón, ¿no armaremos con más razón el alma para que esté a salvo? Se arman los enemigos para perdernos, ¿y tendremos pereza en armarnos para no perecer? Velan ellos para matarnos, ¿y no velaremos nosotros para escapar incólumes?

De las armas cristianas hablaremos en concreto más adelante. Ahora hablaré sucintamente de las dos armas de que ha de disponer quien empieza a luchar con siete tribus como los cananeos, ceteos, amorreos, fereceos, gergeceos, jeveos y jebuseos, por no enumerar más que los siete capitales. San Pablo quiere que estemos siempre armados, y para ello nos manda orar sin cesar. La oración constante eleva nuestro espíritu hacia el cielo, ciudadela inaccesible a los enemigos. La ciencia, a su vez, pone la mente en contacto con las ideas saludables. Nunca la una ha de faltar a la otra:

“Que la una tienda la mano a la otra y, como amigas, lleguen a un mismo parecer” (Horacio, Ars Poetica, 410-411)

La oración pide, pero la ciencia sugiere lo que hay que pedir. La fe y la esperanza hacen que uno ore con fervor y sin desfallecer, como dice Santiago.

La ciencia, a su vez, enseña cómo orar en nombre de Jesús, esto es, a pedir cosas saludables. Los hijos del Zebedeo oyeron que Cristo les decía: “no sabéis lo que pedís”.

La oración es, por consiguiente, más poderosa, pues habla con Dios; la ciencia no es, sin embargo, menos necesaria. Habiendo escapado de Egipto, no estoy tan seguro que emprendas un viaje tan largo y azaroso si no es de la mano de estos dos capitales: Moisés y Aarón. Este, por su condición de sacerdote, simboliza la oración. Moisés, en cambio, representa el conocimiento de la ley. Pero, así como es necesario que la ciencia no falte, así no conviene que la oración desfallezca. Moisés se enfrenta a sus enemigos con las armas de la oración, pero siempre con las manos en alto. Y siempre que las dejaba caer, Israel llevaba las de perder.

Cuando oras, ¿piensas acaso en los muchos salmos que recitas? ¿Crees que en el mucho hablar está la virtud de la oración? Y éste es el vicio principal de aquellos que son como niños principiantes en la letra sin llegar nunca a la madurez del espíritu. Oye lo que nos enseña Cristo por San Mateo: “Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis, pues, como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo”. Y San Pablo tiene en más cinco palabras bien sentidas que diez mil pronunciadas por la boca. Moisés no pronunciaba palabra alguna y, sin embargo, oyó la respuesta: “¿Por qué clamas a mí?”

No el grito de los labios, sino el deseo ardiente del espíritu es el que hiere -como voz penetrante- los oídos de Dios. Pon, pues, en práctica este consejo: tan pronto como el enemigo te acometa y cuando los vicios que dejaste vuelvan a la carga, has de levantar tus pensamientos al cielo, de donde te ha de venir la ayuda. Pero habrás de levantar también las manos en alto. Cosa muy segura es ocuparse en obras de caridad, de manera que tus actos no se dirijan a cosas terrenas, sino sólo a Cristo.

Considera, sin embargo, esto para no despreciar el apoyo de la ciencia: en determinado momento bastó a Israel con huir de su enemigo. Nunca se atrevió a provocar a los amalecitas y a luchar contra ellos mano a mano hasta que les fortaleció el maná bajado del cielo y el agua brotada de la roca. Reanimado con este alimento, aquel egregio luchador David despreció a toda la hueste de sus enemigos: “Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios”.

Créeme, hermano mío muy amado: no hay acometida tan violenta del enemigo, ni tentación tan fuerte que no rechace fácilmente el ardiente estudio de las letras sagradas, ni adversidad tan triste que no hagan tolerable. Y para que no pienses que soy intérprete un tanto audaz -aunque podría citar a mi favor a grandes autores-, ¿qué más apto que el maná para significar la ciencia de la antigua ley? En primer lugar, dado que el maná no llovía de la tierra sino del cielo, indica la diferencia entre las letras humanas y divinas, pues toda la Escritura Santa está inspirada por Dios, su autor. El que sea poca cosa, denota la humildad del lenguaje, que en palabras llanas y casi sórdidas, encierra altos misterios. En segundo lugar, por ser blanco. No hay doctrina humana que no esté viciada por la negrura de algún error. Sólo la doctrina de Cristo es toda pura, toda blanca, toda ella sincera. El hecho de que sea un tanto dura y áspera nos adentraen su significado oculto escondido en el sentido literal. Si uno se contenta solamente con la superficie y, por así decirlo, con la cáscara, ¿podrá encontrar algo más duro y amargo? Sólo los que gustaron de la corteza del maná pudieron decir: “Dura es esta palabra, ¿quién puede escucharla?”. Saca la médula del sentido espiritual y verás que nada hay más dulce y nutritivo.

Finalmente, en hebreo maná significa “¿Qué es esto?”. Significado que cuadra muy bien a la Sagrada Escritura, en la que no sobra nada, y en la que no hay ni una tilde que no sea digna de investigación o estudio. Y también de admiración, y, por tanto, digna de que nos preguntemos: “¿qué es esto?”.

Por otra parte, llamar agua al conocimiento de la ley divina es una práctica común del Espíritu Santo. Leemos, en efecto, de las aguas refrescantes en las que David se gloría haber sido criado. Aguas de la ley, que la Sabiduría conduce hasta las entradas de sus caminos. Aguas del río místico de Ezequiel que no podía vadear una vez entrado en él. Aguas de los pozos cavados por Abrahán, cubiertos de tierra por los filisteos y nuevamente abiertos por Isaac. Aguas de las doce fuentes de la Ley en las que los israelitas desfallecidos se reanimaron durante cuarenta jornadas. Aguas del pozo del evangelio, en el que se sentó Jesús, cansado del camino. Aguas de Siloé en las que el mismo Jesús envió al ciego a recobrar la vista. Aguas derramadas por él en la jofaina para lavar los pies de los discípulos. Y, por no citarlas todas una por una, la alusión frecuente en las Sagradas Escrituras a pozos, fuentes y ríos nos sugiere nada menos que una diligente indagación del significado secreto de las mismas. Porque ¿qué significa el agua escondida en las venas de la tierra más que los misterios encubiertos bajo la letra? ¿Qué es brotar el agua de la tierra sino el misterio descubierto y patente? Y cuando se manifiestan en anchura y profundidad para edificación de los oyentes, ¿qué impide llamarlas río?

Por tanto, si te entregas totalmente al estudio de la Escritura día y noche y te ejercitas en la Ley del Señor no temerás los peligros del día ni de la noche, y te hallarás armado contra la acometida y el asalto del adversario. A pesar de ello, no descartaría del todo que, para iniciarse en esta milicia, una persona novel como tú se ensayase en las obras de los poetas y filósofos paganos. Cuide, con todo, que sea con moderación, de acuerdo a su edad, y como de paso. Que no se detenga, como queriendo envejecer ante las seducciones de las sirenas. A estudios como éstos invitaba San Basilio a los jovencitos a quienes ejercitaba en las virtudes cristianas. Y nuestro San Agustín invitaba a su amigo Licencio a volver a las musas. Tampoco San Jerónimo se arrepiente de haber amado a la sierva cautiva. Y se alaba a San Cipriano por haber enriquecido el templo del Señor con los despojos de Egipto.

Pero en modo alguno quisiera que con el estudio de la literatura se te pegaran las costumbres paganas. Por otra parte, hallarás en ellas muchas cosas de provecho para bien vivir: no se ha de despreciar lo bueno aunque sea pagano quien lo enseña, como lo hizo Moisés no despreciando el consejo de su suegro Jetró. La literatura pagana forma y vigoriza el ingenio de los niños y los prepara maravillosamente para el conocimiento de la Escritura, ya que adentrarse en ella con pies y manos sucias es casi una especie de sacrilegio. San Jerónimo tacha de descaro el de aquellos que recién salidos de los estudios profanos se atreven a exponer las Sagradas Escrituras. ¡Y cuánto más insolente es el proceder de quienes sin gustar los primeros se atreven a las segundas!

Te diré, no obstante, esto: Así como la Sagrada Escritura produce poco fruto si te paras y contentas con la letra, de la misma manera, la poesía de Homero y Virgilio será de no pequeña utilidad si tienes en cuenta que toda ella es alegórica, cosa que nadie negará por poco que haya gustado la sabiduría de los antiguos. Te aconsejaría también no acercarte a los poetas obscenos -o al menos no estudiarlos en profundidad- a menos que pretendas aborrecer los vicios descritos en sus obras y, por la privación de las cosas torpes, llegues a amar con más vehemencia las celestiales. Preferiría también que de entre los filósofos siguieras a los platónicos, ya que tanto en sus ideas como en su manera de hablar se acercan al modelo de los profetas y del evangelio.

En resumen, aprovechará el estudio de la literatura pagana si, como he dicho, se hace en la edad adecuada y con moderación, con cautela y deleite. Y todo como quien va de camino y pasa de largo, sin detenerse. Finalmente, lo más importante: que en todo se haga referencia a Jesucristo. Para los puros todo es puro, para los impuros, en cambio, nada es limpio. Nada se te reprochará si, a ejemplo de Salomón, alimentas en casa sesenta reinas, ochenta concubinas y las innumerables doncellas de las ciencias seculares con tal de que la sabiduría divina sea tu única paloma, tu única amada y la más hermosa entre todas. Así el israelita, prendado de su belleza, amaba a una extranjera y bárbara, pero después de haberla cortado el cabello y las uñas, hacía de ella una israelita. El profeta Oseas casó con una prostituta, pero de ella tuvo hijos no para sí, sino para el Dios de Sebaot, y la pasión consagrada del profeta aumentó la familia del Señor. Después que los hebreos dejaron Egipto comieron durante un tiempo pan sin levadura, pero este alimento era temporal ni podía servir para un camino tan largo. Así pues, tan pronto como sientas el hastío has de volver al maná de la sabiduría divina. Ésta te alimentará y te hará fuerte hasta que consigas triunfalmente la palma inmarcesible del premio.

Mientras tanto, recuerda una y otra vez que no debes tocar la Sagrada Escritura sino con manos limpias, es decir, con pureza total de espíritu. De lo contrario, el antídoto se convertirá por tu vicio en veneno, y el maná se pudrirá. Recuerda que, si no lo digieres interiormente, te sucederá lo mismo que a Oza, quien temerariamente osó poner sus manos profanas sobre el arca que se balanceaba, y pagó con su muerte súbita su arriesgado servicio.

Y lo primero que has de entender es el valor de estos escritos. Piensa que, siendo como son verdaderos oráculos, proceden del más profundo secreto de Dios. Si te acercas a ellos con reverencia, veneración y humildad, te sentirás poseído de su fuerza, inefablemente raptado y transfigurado. Experimentarás las delicias del esposo feliz, gustarás las riquezas de Salomón y saborearás los tesoros escondidos de la eterna sabiduría. Pero cuida de no irrumpir de malos modos en sus aposentos. Mira que la puerta es pequeña, no sea que tropieces con la cabeza y caigas de espalda.

Considera, pues, que nada de lo que ves con tus ojos y tocas con tus manos es tan real como las verdades que aquí lees. Pasarán el cielo y la tierra, pero ni una sola jota o ápice de la palabra de Dios pasará sin que se cumpla. Los hombres se engañarán y errarán, pero la palabra de Dios ni engaña ni yerra.

De los intérpretes de la Sagrada Escritura has de elegir todos aquellos que más se apartan de la letra. Tales son, por ejemplo, después de San Pablo, Orígenes, San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín. Veo que los más modernos teólogos se adhieren demasiado alegremente a la letra y gastan sus energías más en sutilezas capciosas que en iluminar el sentido oculto, como si San Pablo no hubiera dicho que nuestra ley es la del espíritu.

He oído a algunos de estos teólogos tan prendados de sus insignificantes comentarcillos, que llegaban a despreciar -como si de sueños se tratara- las interpretaciones de los antiguos. Tal confianza les inspiraba Duns Scoto que, incluso sin leer los textos sagrados, se consideraban a sí mismos maestros en teología. Que otros juzguen si, a pesar de decir cosas sutilísimas, han dicho cosas dignas del Espíritu Santo. Si tú prefieres la solidez del espíritu a la habilidad en la disputa, si buscas el alimento del alma más que la agudeza del ingenio, da vueltas a los autores antiguos cuya santidad está más probada, su doctrina más abundosa y más sólida, su estilo ni seco ni sórdido, y su interpretación más acomodada a los sagrados misterios.

Y digo esto no porque desprecie a los modernos, sino porque prefiero lo más provechoso y lo que más conviene a tu propósito. El espíritu de Dios tiene su propio lenguaje y sus símbolos, que has de procurar estudiar con todo cuidado. La Sabiduría divina nos balbucea y, como madre solícita, acomoda sus palabras a nuestra infancia. Ofrece leche a los que son niños en Cristo y hierbas y legumbres a los enfermos. Te has de dar prisa a crecer y aspirar a un alimento sólido. Si ella se abaja a su pequeñez, tú, a tu vez, deberías levantarte hacia su grandeza. Es contra naturaleza permanecer siempre niño, y demasiada pereza querer estar siempre enfermo. Mejor te sabrá y te aprovechará más entender un versículo -si rompes la cáscara y llegas al meollo- que si cantas todo el salterio al pie de la letra. Cosa que te advierto con insistencia, porque sé bien por experiencia que este error no sólo se ha apoderado de gente vulgar, sino de personas que por hábito y nombre profesan la religión completa.

Piensan éstos que la suma piedad consiste en recitar cada día de forma literal y casi sin entenderlos el mayor número posible de salomos. Y, según creo, la causa de esto no es otra que el enfriamiento, la languidez y desvanecimiento de la piedad monástica en la que envejecen los monjes sin buscar el conocimiento espiritual de las Escrituras. No oyen la voz de Cristo que clama en el Evangelio: “La carne no aprovecha nada, el espíritu es el que da vida”. Tampoco escuchan a Pablo que corrobora a su Maestro: “La letra mata, el espíritu vivifica”. “Y sabemos que la ley es espiritual, no carnal”. “Expresando realidades espirituales en términos espirituales”. En otro tiempo, el Padre de las cosas espirituales quería ser adorado en lo alto de un monte, pero ahora quiere “ser adorado en espíritu”.

(…)

Erasmo de Rotterdam. Enquiridion o manual del caballero cristiano.