Respaldo de material de tanatología

Envejecer

El placer de hacerse mayores

Envejecer es algo que siempre les pasa a los demás, no a nosotros mismos. Y es que vivimos muy de espaldas al inevitable hecho de envejecer.
 
 

Ello facilita que cuando algún signo (una enfermedad propia de gente ya madura, la llegada de los nietos, constatación de que los hijos no nos necesitan, la muerte de personas de nuestra edad, …) nos revela que somos más viejos que jóvenes, se desencadene una crisis personal difícil de superar.

Año tras año, hemos adquirido saberes y destrezas relacionadas con nuestra profesión o aficiones, pero raramente nos hemos preparado para algo vivir la vejez. Nuestra esperanza de vida ronda los 75 años de media. Hoy, una persona no puede, no debe, considerarse vieja al superar los 55 años. Nuestras posibilidades físicas no son equiparables a las que teníamos con 30 años, pero para cada edad hay varios estilos de vida muy satisfactorios. El proceso de envejecimiento es algo natural en los seres vivos, y lo que la investigación científica ha hecho por frenarlo se limita a la lucha contra las enfermedades y a la prevención sanitaria. Son fundamentalmente los achaques de salud y cuestiones sociales, como la pérdida del valor mítico de referencia que antes constituían los mayores para los jóvenes, y la relajación en el respeto social a los ancianos, junto con la pérdida de capacidad económica de los mayores, lo que convierte a este periodo en difícil de sobrellevar.

La inevitable pérdida, por fallecimiento, de familiares y amigos de su edad, el cese de la actividad laboral y de la vida social que esta podía generar contribuyen a crear sensaciones que van desde la apatía o la melancolía, hasta el temor a una muerte que se siente cercana.

Viejos y felices.

Los cambios en nuestro organismo, tanto a nivel físico como psicológico no llegan de improviso. Son graduales, y como tales hay que abordarlos, sin dejar los deberes para mañana. Es posible aprender a vivir bien, a disfrutar de la última etapa, aprovechándola como oportunidad de experimentar vivencias y sensaciones intensas, incluso novedosas. Y tan placenteras que quizá nos sorprendan e incluso nos hagan exclamar: “nunca me había divertido tanto”. Las generaciones que hoy rondan o superan los 60 años se han sacrificado mucho por las que hoy lideran la vida social y económica. Este es el momento de resarcirse. El riesgo merece la pena. Y si no sabemos pensar en nuestra propia satisfacción,o no nos sentimos con fuerzas para intentarlo, aprendamos.

El cuerpo, para empezar.

Cultive todas las posibilidades de su cuerpo, mediante actividades adecuadas a sus posibilidades reales, no a su edad. Búsquese personas para pasear en grupo. La gimnasia (en un centro especilizado o, si tiene disciplina, en su propio hogar) le ayudará a mantener la flexibilidad, la coordinación de movimientos, le acostumbrará a adoptar posturas cómodas, y a favorecer el buen estado de cuello, hombros, brazos, espalada, caderas, piernas y pies.

Aprenda a respirar mejor, mejora casi todas las funciones vitales. O técnicas de relajación, para afrontar con serenidad y provecho esta etapa. No olvidemos la alimentación: una dieta equilibrada es la mejor garantía de salud. Es preferible levantarse de la mesa con un poco de apetito. “Poca cama, poco plato y mucha suela de zapato” podría ser un buen lema.

La mente también alimenta.

Quienes mantienen una elevada actividad intelectual, leen el periódico todos los días, frecuentan los libros, ejercitan su memoria, participan en tertulias o realizan actividades creativas como pintar o escribir, disfrutan durante muchísimos años de agilidad y lucidez mental. La curiosidad por saber y por estar al día son signo de juventud y de alegría de vivir.

Escuchar música no sólo relaja, también proporciona momentos inolvidables. La TV no es la única opción, aunque tampoco sea desdeñable. Antes que nada, conviene controlar las emociones y pensamientos negativos. Inevitablemente, llegan, y hay que prepararse para superarlos.

Ante melancolías dañinas o momentos tristes, confrontémoslas con todo nuestro arsenal de positividad (la vida es bella e irrepetible), y si hemos aprendido alguna técnica de relajación, probemos su efectividad.

Y con los demás…

Los contactos intergeneracionales son positivos. No los desestime. Muchas actividades de ocio y tiempo libre no tienen edad, y le permitirán estar en contacto con gente más joven.

El sentido del ridículo, la dignidad y otros frenos no deben impedir actividades que deparan satisfacción. Como si tiene que hacer un programa en una radio libre o entrenar a un club femenino de balonmano. ¿Por qué no? Y qué decir de los viajes. Prepárelos de modo que le permitan disfrutar. No se agobie con los preparativos. La única obsesión debe ser pasarlo bien, conocer gente y lugares nuevos. Miedos (“vete a saber a dónde nos llevan”), rutinas (“yo eso no lo puedo comer”), desconfianzas (“algo querrán cuando nos tratan tan bien”), hemos de aparcarlos. Viajar cuesta bastante dinero. Si lo tiene, permítase el lujo de hacer el viaje que siempre soñó. Si no, confecccione uno a su medida. Busque fechas económicas y viajes sencillos pero a destinos que le apetezcan. Y no lo olvide: la generosidad bien entendida empieza por uno mismo. Cuando nos hacemos mayores, las manías y rarezas se reafirman. No son malas “per se”, pero pueden perjudicarnos cuando dificultan nuestra relación con los demás y el disfrute de la vida. En nuestra mano está controlarlas.

Un consejo directo: seamos más dialogantes, escuchemos a los demás. Evitar discusiones banales ayuda a vivir mejor. Y, por último, el tema tabú: irse a a vivir a una residencia. Si sus hijos le acojen con agrado y se siente bien, no hay motivo para pensar en ello. Pero si no es así, en una residencia estaremos tranquilos, más seguros y mejor atendidos. Acusaremos, al principio, la falta de ese calor humano que sólo dan hijos y nietos, la rigidez de los horarios o la comida que en poco se parece a la de casa. Pero estaremos rodeados de gente como nosotros, y a nada que nos animemos, puede resultar bien ameno. Los amigos (siempre es tiempo de hacer nuevos), a mano, y todos los servicios en la misma casa. Además, el régimen abierto de estas residencias permite salir a visitar a los amigos de siempre y a los familiares.

La vejez, etapa de los descubrimientos

Los hijos son mayores, es hora de pensar en nosotros mismos. La generosidad comieza por uno mismo. Y no hay regalo mayor para los hijos que ver felices a sus padres.
No se obsesione con sus limitaciones físicas. No compare con el pasado. Adopte los paseos largos y la gimnasia como un rito diario. Si le apetece, prac tique, con prudencia y asesoría médica, un deporte adecuado a sus posibilidades.
Ojo a la alimentación: haga una dieta equilibrada. Coma sin excesos.
Las técnicas de relajación ayudan a tomarse la vida y los problemas con más serenidad.
Haga trabajar a su intelecto. Lea periódicos y libros, escriba, pinte, escuche música, participe en tertulias. Ejercite su memoria.
Controle las emociones y sentimientos negativos. Positivice. Siempre hay cosas por las que merece la pena vivir. Recuérdelas y valórelas en su justa medida.
Relaciónese con gente joven, hágalo premeditadamente. Se sorprenderá de lo bien que le reciben, y de lo que le reporta a nivel personal.
Si tiene dinero, no se obsesione con guardarlo. Gástelo, es el momento. Viaje, dedíquelo a sus hobbies, a ser feliz. Para eso debe servir el dinero, no sólo para sobrevivir.
Ser tolerantes y dialogantes y escuchar a los demás, enseña mucho y ayuda a caer bien a los demás. Discusiones fuertes por temas banales, ninguna.

Convivir con un enfermo crónico: Para atender bien hay que estar bien

No hay domingos ni festivos. No hay descanso para quien ha asumido la responsabilidad del cuidado de un familiar en estado grave y crónico (ejemplos no faltan: sida, cáncer, Alzheimer, patologías psiquiátricas graves, …) por mucho que haya momentos en que otras personas la sustituyan en esta absorbente tarea.

La actividad se mantiene siempre presente en el pensamiento del cuidador, y puede acabar convirtiéndose en una obsesión. El principal problema afecta al paciente, pero también quienes los atienden día y noche sufren las consecuencias de una enfermedad grave o incurable. Es una situación que sobreviene y a la que la familia hará frente. Y, al final, el tiempo, las relaciones domésticas y sociales, el ocio, la emotividad personal y la vida entera del asistente, girarán en torno a las necesidades que plantea ese ese padre, madre, hermano o amigo que se han convertido en el centro de su rutina. El auxiliador, por mucho que se provea de abnegación, compasión humana y dedicación al enfermo, puede terminar sintiéndose asfixiado y atrapado por sentimientos difícilmente controlables. Entre ellos, la frustración de un esfuerzo aparentemente baldío: el enfermo no mejora o incluso su salud se deteriora.

La conciencia de que se recorre un camino sin retorno y la constatación de la desesperanza del paciente convierten a la situación en una travesía erizada de dificultades, y, en algunos casos, carente de estímulos. A este escenario emocional hay que añadirle el cansancio físico que supone la multiplicidad de papeles en que se desdobla el cuidador, para seguir atendiendo -además de los constantes requerimientos del enfermo- las tareas de su vida cotidiana.

Si al finalizar el día (nunca se sabe si el trabajo acabará a medianoche o si habrá que levantarse en plena madrugada) se le preguntara al asistente cómo se encuentra, la respuesta más probable será: “cansada, muy cansada, prefiero no pensar, lo que me gustaría es dormir” (estas tareas, entre nosotros, normalmente la desempeñan las mujeres; de ahí, el femenino).

Cuando la situación se prolonga meses o años, o se hace impredecible su fin, puede generar desajustes y tensiones familiares. Es un panorama estresante, y conviene tanto no dejarse llevar por la emotividad que suscita el contacto permanente con el enfermo como no caer en una total dedicación, física y mental, al paciente.

El objetivo es doble: que no caiga el cuidador víctima de enfermedades o depresiones, y que mantenga sus fuerzas en equilibrio, cara a ser más eficaz en la atención al ser querido, que tanto requiere de nosotros en la última fase de su vida.

Una situación nueva y desconocida.

Lo primero es el realismo. No podemos partir del “yo puedo con todo”, sea cual sea nuestro carácter o el esfuerzo y las horas a invertir. No nos creamos imprescindibles ni pensemos que sin nuestra colaboración el desenlace será inminente o en más dolorosas circunstancias. “Ellos no saben hacerlo y le hacen daño” o ” conmigo está más tranquilo y se siente más seguro” o “lo que él quiere es estar conmigo, porque se sabe más atendido” son planteamientos poco prácticos. El cuidador, con su dedicación exclusiva y absorbente, no conseguirá sino agotarse y frustrarse. No podrá impedir que haya momentos en los que el enfermo sufra o en los que incluso le tiranice. Además, esta postura radical causa sentimientos de culpabilidad, cuando el asistente tiene que recurrir a la ayuda de otras personas.

Tampoco debe caerse en el victimismo del “no puedo más, si esto sigue así, me lleva a mí por delante, estoy destrozada de los nervios”, sin hacer nada por solucionar problemas que empiezan a hacer un daño serio al cuidador.

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Seamos sinceros y realistas.

Permitámonos sentir el miedo a la muerte, pero no consintamos en que nos bloquee o paralice. La asunción de la muerte sirve para ayudarnos a ser cautos, responsables y amantes de nuestras vidas.

El enfermo nos recuerda cada minuto que la vida tiene un fin, y que es ineludible. Si aprendemos a convivir con nuestro miedo y hablamos de la muerte con naturalidad daremos salida a esa incomodidad que propicia tensión y rigidez a la hora de pasar nuestros días con enfermos crónicos graves.

Ante la tristeza, serenidad.

Instalarse en la negatividad, en la desesperanza, cuando se cuida a diario a uno de estos enfermos, es cosa fácil, casi natural. Lo apropiado es mirar con serenidad esa etapa, que tiene tres vertientes: la del propio cuidador, la de su familia y la de la persona a quien se ha decidido asistir. Para que nuestras fuerzas resulten eficaces y atendamos satisfactoriamente al enfermo, el ánimo del cuidador tiene que ser positivo, porque de él y de su serenidad a la hora de tomar las decisiones que se vayan planteando en la relación con el paciente, depende que nos sintamos en paz con nosotros mismos respecto al propósito adquirido: que la convivencia disfrute de un clima de comunicación.

Y que, dado lo irreversible de la enfermedad, tanta dedicación tenga su lado positivo: el estrechamiento de los lazos de solidaridad familiar. Y, por supuesto, que la ayuda al enfermo sea un auténtico acompañamiento en lo que se prevé sea su recta final. El cuidador debe ayudarse a sí mismo a sentir la ilusión por vivir, cada instante de su vida. Así podrá transmitir alegría y serenidad al enfermo. No deben faltar hacia este palabras amorosas, besos y caricias: llenarán el recuerdo de nuestro comportamiento con esa persona enferma.

Cómo ayudar al enfermo sin destruirnos.

Puede ser útil que recordemos algunas pautas que ayudan al cuidador de un enfermo grave crónico o incurable a mantener un buen equilibrio físico-emocional :
Distribuir el tiempo: todos los días (al margen de la labor de asistencia al enfermo) dispongamos de un rato para nosotras mismas y otro para la convivencia familiar o social.
Dedicar, más que nunca, tiempo y mimo a nuestra pareja e hijos.
El mundo y la vida, siguen. Procuremos mantener las relaciones con los amigos, aunque tengamos que espaciarlas. El teléfono también sirve.
Pasear o hacer ejercicio, al menos durante media hora al día.
Acudir cada cierto tiempo a espectáculos (teatro, cine, música), museos, …
Contratar la ayuda de profesionales, para que, al menos cada cierto tiempo, pasen la noche con el enfermo. O pedir ayuda a familiares o amistades, para que nos reemplacen.
No descuidar la alimentación ni el descanso. Cansados o tristes no haremos bien nuestro trabajo. El enfermo lo notará. Necesita ayuda, pero también conversación y buenas vibraciones.
El enfermo además de cuidados básicos – alimentación, limpieza y medicalización- precisa tranquilidad y mucho afecto. Le ofreceremos nuestras palabras tranquilas y de acompañamiento. Y, junto a ellas, caricias y besos, exponentes de nuestra cercanía y amor.
Mantendremos una buena condición física y emocional. Nuestra vida ha sufrido cambios, pero sigo siendo protagonista de ella: intento que se trastoquen lo menos posible mi trabajo, aficiones, cuidados y relaciones con las personas queridas.

Afrontar la muerte de una persona muy querida

Hacerse mayor conlleva familiarizarse con el sufrimiento, aprender a soportarlo y saber salir adelante tras cada golpe que la vida nos asesta

Cuando se es niño, la más elevada expresión de la actividad socio-festiva la constituyen bautizos y primeras comuniones; la adolescencia y juventud incorporan a este agradable catálogo de encuentros las siempre felices bodas. Pero superados los cuarenta el principal rito social es que un mes sí y otro no acudimos al entierro de un amigo, compañero de trabajo o familiar directo. Y nos encontramos con ese inconfundible dolor que genera la muerte, la ausencia definitiva e irreparable de personas fundamentales en nuestra vida. Una de las razones del desconcierto en que nos sume la muerte es que casi siempre acontece sin que hayamos efectuado previamente el entrenamiento que nos permita asumirla como un hecho inevitable y rutinario, y ello porque vivimos de espaldas a la muerte.

El duelo
Las personas afectadas por la muerte de un ser querido presentan unos síntomas característicos y siguen una serie de etapas para la asunción de la pérdida. A veces se presentan dificultades añadidas que frenan el proceso y lo hacen aún más duro, pero esta sensación sobredimensionada de luto puede superarse con un planteamiento y apoyo adecuados. Nuestra cultura actual dificulta la elaboración del duelo, pero somos seres inteligentes dotados de un gran instinto de supervivencia, y por ello sabemos reaccionar ante las dificultades y sobreponernos a ellas. Y si no, aprendemos. La tragedia ha ocurrido, pero la vida continúa y las exigencias que la cotidianeidad nos presenta requieren de toda nuestra atención, entusiasmo y lucidez. Una correcta elaboración del duelo permitirá al afectado reintegrarse a su vida normal con la energía necesaria.

Cómo se manifiesta el duelo
Los síntomas son parecidos a los de las depresiones mayores: tristeza, trastorno del sueño, alteraciones del apetito y la libido, pérdida de peso… También disminuye el interés por el mundo exterior, sobre todo en lo que recuerda a la persona fallecida. Y sobreviene el desinterés por el trabajo, por encontrar nuevas relaciones, además de manifestaciones de angustia, sentimientos de culpa, apatía, falta de esperanza, e incluso -en casos graves- los pensamientos de suicidio.

Además, surgen síntomas físicos como cefaleas, úlceras, problemas respiratorios, palpitaciones, sudoración, y disminución de las defensas del organismo.

Los pasos de la elaboración del duelo son:

Incredulidad. Es la primera reacción ante la noticia de la pérdida, acompañada de aturdimiento (“esto no me está pasando a mí”). Nos alejamos de la realidad, en un intento de paliar el dramático acontecimiento.
Agresividad, ira. La persona se vuelve irascible, con reacciones de descontento, y resulta difícil de tratar. Adopta actitudes críticas frente a quienes le rodean y se pregunta por qué le ha tenido que tocar esta desgracia.
Depresión. Actitudes de apatía y silencio. Va haciéndose a la idea de que la pérdida es irreversible y va dejando de aferrarse a la imagen del ausente. Es una triste y silenciosa resignación.
Aceptación y paz. Se asume serenamente la ausencia. Comienza la persona a centrarse y vuelve a sus actividades cotidianas.
¿Y si el duelo se convierte en patológico?
Para superar el duelo hay que vivirlo, tenemos que concedernos la oportunidad de sufrir sus consecuencias. Y comprender la tristeza de quien lo sufre, por muy acentuada o exagerada que parezca. Pero si el duelo no se elabora correctamente – no se han vivido algunas fases, o se han interrumpido o se han reprimido emociones dolorosas-, pueden surgir síntomas patológicos, relacionados con la necesidad de permanecer unido al ausente.

Veamos los indicadores del duelo patológico.

Sentimientos de culpa. Se siente culpable de la muerte, de no haber hecho lo posible por evitarla, de no haber sido suficientemente diligente o afectuoso con el fallecido.
Pensamientos de muerte. El vivo debería haber desaparecido junto al fallecido, o incluso haber muerto en su lugar.
Sentimientos de inutilidad. Ya nada tiene sentido, sin el difunto la vida carece de interés, sin él o ella nada es igual, no vamos a poder hacer frente a la vida.
Experiencias alucinatorias. Como oír la voz del fallecido o ver fugazmente su imagen.
Sensaciones de padecer la misma enfermedad de la persona difunta, en un trasvase del problema que causó la muerte del ser querido.
Confusión. Algo profundo está cambiando en el fondo de sí mismo y en el mundo.
Lentitud psicomotora y deterioro de algunas funciones orgánicas.
Es muy conveniente desahogarnos con alguien que pueda entender y compartir nuestro dolor. Pero no seamos demasiado exigentes, es difícil que quien no se ve directamente afectado comprenda la dimensión de nuestro dolor.

El sufrimiento no desaparece ni se reduce poniendo tierra de por medio, alejándose de la situación dolorosa o de lo que nos remite al ausente.

Más que cambiar las circunstancias externas, conviene modificar los procesos mentales que llevan a la aceptación de la realidad. Después de ese cambio mental, y permaneciendo lúcidamente en la situación real, ya se pueden hacer viajes, o cambios en el hogar, o cualquier otra cosa.

Conviene que el afectado conozca las fases del proceso de elaboración del duelo, para que las acepte como algo normal.

Tan poco aconsejable es conservar tal cual estaban todas las pertenencias del fallecido, como hacerlas desaparecer. Lo adecuado es que el doliente se quede con los recuerdos más significativos del ausente y prescinda de los demás.

Cuando aparezcan los síntomas del duelo patológico, conviene acudir al médico de cabecera. Y, si es necesario, al psicólogo.

Errores frecuentes ante la pérdida de un ser querido
Pensar que no debemos conocer los detalles de la muerte ni ver el cadáver. Aunque resulte duro, saber los detalles de la desaparición de la persona amada ayuda a aceptar la realidad de la ausencia. La falta de información puede generar confusión y fantasías irreales.
Creer que cuando se demuestra rabia, dolor o desesperanza mediante el llanto desgarrado o los gritos, se está más expuesto a la depresión. La expresión de estos sentimientos es necesaria, porque permite que se procese la pérdida y se elabore el duelo, aunque puedan percibirse como manifestaciones exageradas o propias de culturas o países poco desarrollados.
Pensar que cuando la persona muere se pierde su recuerdo. El recuerdo y las vinculaciones emocionales no desaparecen. Permanecen, y aparecen en forma de recuerdos pasajeros o sueños.
Pensar que, para superar el dolor cuanto antes, debemos volver inmediatamente a nuestros quehaceres cotidianos. Conviene que nos demos un tiempo para reflexionar y para vivir el dolor sobrellevando el duro proceso emocional que supone la pérdida.
Considerar que el afecto por el ausente debe expresarse con mucha moderación. Aunque en nuestra cultura se valoran la firmeza de carácter y la entereza, debemos permitirnos expresar libremente las emociones dolorosas.
Mantener que conviene no hacer partícipes a los niños de estas situaciones de luto Los niños son tan capaces como los adultos para elaborar los duelos. No les ocultemos la realidad. Deben aprender a superar pérdidas que, antes o después, llegarán.

"Compartir la experiencia con otras mujeres masectomizadas es una forma de encon

El cáncer de mama es el problema oncológico más frecuente entre la población femenina occidental. En nuestro país se diagnostica este mal a algo más de 15.000 mujeres cada año. Más de dos tercios logran superar la mortandad que llevaba implícita la enfermedad, un porcentaje que cada año se amplía en relación directa con la detección precoz que proporcionan las mamografías y la cobertura sanitaria. Ante este nuevo panorama, se plantean necesidades diferentes para las mujeres afectadas por cáncer de mama, puesto que conviven más tiempo con la enfermedad y surgen otras preocupaciones, más allá de las médicas. De entre ellas, y de acuerdo con lo manifestado por las propias mujeres diagnosticadas, se considera como un aspecto básico el servicio de atención psicológica, sobre todo cuando el tratamiento ha incluido una masectomía o extirpación del pecho.

“Antes se practicaba una cirujía más preventiva. La de ahora es menos agresiva, y en esto tiene mucho que ver la psicología”
Charo Cuenca, onco psicóloga de la Asociación Española Contra el Cáncer (AECC), es una de las especialistas que diferentes organizaciones ponen a disposición de las mujeres afectadas. Hablamos con ella en la sede de Navarra, la comunidad pionera en el tratamiento del cáncer de mama y en la que el 90% de mujeres invitadas acude desde hace dos décadas a realizarse chequeos voluntarios. Por su papel de precursora, Navarra sirve de ejemplo a otras comunidades para dirigir sus acciones. En el ámbito del apoyo anímico, la atención psicológica inmediata se proporciona en los centros hospitalarios. “Es muy importante detectar cuanto antes si una mujer necesita ayuda, pero los problemas pueden surgir una vez se está en casa”, alerta Cuenca, que añade que, siempre que se precise, ha de procurarse un tratamiento. Por su experiencia en el trato con pacientes y personal sanitario en relación directa con el cáncer, Cuenca destaca que la mujer masectomizada ofrece un perfil en el que la ayuda psicológica es clave “y donde los resultados son muy alentadores”.

¿Por qué tiene tanta importancia la pérdida del pecho?
Al hecho de padecer cáncer, que es ya de por sí una situación muy dura de vivir, se suma la extirpación de uno o los dos pechos, una alteración externa y evidente del cuerpo que nos recuerda la enfermedad y que, en cierta medida, la muestra socialmente. Pero es que, además, el pecho es una zona muy íntima, no es una pieza más de la figura. En esa zona reside parte de la sexualidad femenina, es un lugar en el que se identifican las emociones, la sensibilidad y la maternidad. Incluso cuando se muestra en desfiles, en la playa o en el arte, se hace reconociéndole su importancia y su significado especial.

¿Cuándo se comenzó a percibir la necesidad de atención psicológica a las mujeres sometidas a una masectomía?
Se valoró que, al término de tratamientos médicos inmediatos, las mujeres masectomizadas sufrían episodios de estrés, unidos a estados de ansiedad y depresión que no eran sólo consecuencia de padecer cáncer. El cuadro clínico era muy concreto en las mujeres que compartían la pérdida del pecho. Por eso se implantó una asistencia especializada que reforzara el tratamiento médico y que detectara, igualmente de manera precoz, síntomas de una depresión más allá del post operatorio.

¿Cuáles son esas alarmas?
Principalmente, el llanto, el insomnio, los cambios bruscos de humor, la dificultad para tolerar el reflejo de su imagen en el espejo y la pérdida de la libido, porque, como hemos dicho, el pecho es una zona muy sexual para la mujer. Los psicólogos de oncología colaboramos con el personal sanitario para hacer frente a estos cuadros e indicar el tratamiento más adecuado una vez se reciba el alta clínica.

¿Por qué en la gran mayoría de las ocasiones se recomienda a estas pacientes que participen en asociaciones o acudan a grupos de terapia o de encuentro con otras mujeres masectomizadas?
Dado que se vive la alteración de una parte muy íntima de la mujer, que cambia su figura y su estética, y dado que se necesita la aceptación de esta nueva imagen que se va a ofrecer, compartir la experiencia con otras mujeres es una forma de encontrar ayuda. En esos grupos se observa a otras mujeres que han pasado por lo mismo y se comprueba que una masectomía no es tan extraña y que no hay nada de lo que avergonzarse.

Todos conocemos casos en que se ha extirpado totalmente el pecho a una mujer con cáncer de mama cuando quizá no hubiera sido necesario.
Los avances que se han producido y se siguen produciendo en el campo de la medicina, de la cirugía y de la oncología son meteóricos, y más si nos percatamos de que han ocurrido en unas pocas decenas de años. Antes se practicaba una cirugía más preventiva. La de ahora es menos agresiva, y en esto tiene mucho que ver la psicología. Desde este campo se ha insistido en que también es fundamental otorgar a las pacientes calidad de vida sin alterar su sensibilidad más allá de lo necesario, pues no hacerlo puede incidir negativamente en su recuperación.

¿Hasta qué punto recomiendan una ulterior cirugía estética?
Su conveniencia corresponde decidirla al oncólogo y al cirujano, junto con la paciente. Se comprueba si la prótesis y la intervención son viables e inocuas, y, a partir de ahí, la paciente decide. Sin duda, la cirugía estética puede ser una gran ayuda psicológica, y no sólo para mujeres jóvenes. También quien ha cumplido 60 años tiene derecho a que se le practique, pues sigue siendo una mujer que tiene un cuerpo al que querer y cuidar.

Precisamente, aunque es la edad adulta la que registra una mayor incidencia de este tipo de cáncer, la mujer joven también está expuesta. Además de la pérdida del pecho, el tratamiento ocasiona la pérdida de fertilidad. ¿Una razón más para la asistencia psicológica?
Como consecuencia del tratamiento más que de la operación, lo habitual es provocar una menopausia anticipada. Y, efectivamente, ésta es otra de las razones por las que las mujeres masectomizadas, aunque no estuvieran en edad fértil, precisan de mayor atención, más allá del tratamiento oncológico.

Aunque representan sólo el 1% de los casos, también los hombres padecen cáncer de mama. ¿Para ellos supone el mismo golpe que para las mujeres?
Las consecuencias psicológicas son mucho menores para ellos, similares a las que pueden derivarse de otro tipo de cáncer.

¿Cómo pueden ayudar la familia y los amigos a una paciente?
Como con cualquier cáncer o con una enfermedad seria, lo primero que desea y necesita la enferma es respeto y espacio para poder reaccionar. Se ha de permitir que exprese sus emociones, sean llanto o enfado. Y aunque parece fácil apoyarlas, tendemos a la condescendencia y al engaño piadoso, y las personas necesitamos que se nos trate desde la inteligencia, que los familiares no se violenten al comprobar la debilidad de la enferma. A partir de ahí, hay que procurar darles apoyo y cariño.

La relación de pareja también se ve afectada. El ámbito de las relaciones sexuales, concretamente, puede verse alterado. ¿Qué se aconseja?
Al principio, la persona enferma y, en menor medida, su pareja, quedan bajo un estado de ansiedad que desequilibra y provoca un periodo de despistes y mayor sensibilidad. También de inapetencia sexual, derivada del tratamiento farmacológico o de la situación psicológica. Esto es normal. Sin embargo, lo que sucede en el caso de una mujer masectomizada es que la inapetencia puede prolongarse como consecuencia de la pérdida de autoestima de su cuerpo. Si no se mejora tras varias semanas de recibir el alta médica, es aconsejable acudir al médico de cabecera o comentar la situación con el equipo que se ha ocupado de la operación para que derive al paciente a un psicólogo.

¿La pérdida de autoestima se evidencia ante la nueva imagen que obtiene de sí misma la mujer delante del espejo?
Cada persona es un mundo y reacciona como puede, por lo que todas las reacciones primarias han de ser admitidas como correctas y comprensibles. Hay mujeres que deciden en el mismo hospital hacerse las curas ellas mismas, mientras que otras no soportan descubrirse y necesitan un tiempo y un proceso de adaptación para congraciarse con su nuevo cuerpo. Ahí es donde la pareja juega un papel fundamental, pues en la medida en que acepta también ese cambio, está reafirmando a su par, y siempre resultará más sencillo estar acompañada en este nuevo reto. También puede ser la pareja quien aconseje pedir ayuda para ambos a un especialista. Este detalle es importante porque muchas veces uno mismo niega su propio problema mientras acepta el del otro, y por lo general, suele ser más eficaz resolver las dudas en pareja, aunque también se haga de forma individual.

Una vez en la consulta del psicólogo, ¿qué sucede?
El mero hecho de acudir a un profesional ya es una buena señal dentro del proceso de aceptación de la nueva situación. He de señalar que ese paso suele ser más difícil para la mujer masectomizada que para su pareja, ya que no hay duda de que es ella la principal afectada. Para explicar su pérdida del apetito sexual, en ocasiones la mujer pone como excusa que ya no gusta a los demás y, en especial, a su pareja, cuando eso no es cierto.

Ha podido variar la idea que ella tiene de sí misma y de su cuerpo, pero no la que tienen los demás. Por eso es tan importante acudir a una terapia si se tienen dificultades, pues si bien en los casos de este cáncer la necesidad de apoyo psicológico es mayor, el índice de superación es también muy alto.

Cómo afrontar la muerte

El duelo para superar la pérdida de un ser querido puede durar hasta tres años

El apoyo psicológico de la familia y de los amigos es imprescindible para afrontar una nueva etapa sin la persona querida, así como para aceptar una enfermedad terminal o incurable. Los psicólogos insisten en que el silencio y la negación no es la solución para afrontar la muerte. Por el contrario, lo importante ante una situación así es la posibilidad de expresar los sentimientos, tanto del enfermo, como de los familiares que han perdido a su ser querido. De esta manera, el proceso de duelo permite una recuperación rápida sin riesgo a caer en depresiones.

Afrontar la muerte propia
Asegura un antiguo refrán medieval que sólo cuando aprendemos a vivir aprendemos a morir. Una frase cargada de filosofía que muy pocos ponen en práctica, tal vez porque no saben cómo, y que choca con una realidad para la que, por mucho que pensemos que la muerte es “ley de vida” y que “a todos nos llegará algún día”, nunca estamos preparados del todo.

Afrontar la muerte es difícil y más aún si se trata de la propia. Cuando el médico comunica que el estado del enfermo es grave o terminal estado se entra en una fase de shock que impide ser conscientes de lo que va a ocurrir. “Luego, piensas que todo es una pesadilla y recurres a otro médico para obtener una opinión contrastada. Si el segundo médico te confirma lo que dijo el primero, llega la certeza y, poco después, la negación, un mecanismo de defensa que nos protege durante el tiempo que necesitamos hacernos a la idea”. Así explica la psicóloga Julia López-Orozco, de la Fundación Verde Esmeralda, los sentimientos de quien conoce su final. Un momento, sin duda, crucial, que suele estar marcado por la rabia, la tristeza, la resignación y la aceptación de un destino que no hemos elegido y no podemos cambiar. “Todas las etapas son tristes”, afirma López-Orozco, “pero el enfermo debe hablar de lo que siente, de lo que realmente le importa, y los familiares deben decirle lo que sienten, a modo de despedida, para que ninguno se quede con las ganas de expresar algo que luego ya no podrá decir”.

En su libro ‘Morir es nada’, el escritor Pepe Rodríguez explica que sólo “cuando se adquiere conciencia de la propia muerte como algo más o menos inminente, se acepta como un hecho natural y es entonces cuando cambia la forma de relacionarse con la pareja, parientes y amigos”. En ese momento debemos establecer con quienes nos rodean un “nivel de intimidad y cercanía” que nos reporte la fuerza necesaria para afrontar la última etapa y apartar los temores al sufrimiento, que suelen provocar mayor ansiedad y preocupación que la propia muerte.

“Exteriorizar los sentimientos y liberar la ansiedad permite adaptarse mejor a la situación”,

Exteriorizar los sentimientos y liberar la ansiedad permite adaptarse mejor a la situación
considera Rodríguez. “La muerte es algo que puede y debe comprenderse y aceptarse, pero esto sólo resulta posible emprenderlo y lograrlo en cada uno de nosotros, en el fuero interno y mediante los propios medios. Si no se acepta previamente la normalidad e incluso necesidad del hecho de la muerte, sin importar la fórmula o convicción adoptada para ello, no podrá actuarse en ninguna dirección razonable que permita poder afrontarla con serenidad y

Pérdida de un ser querido
Cuando una persona está enferma, sobre todo en los casos terminales, no se sabe cuál es la mejor opción, si decírselo o no. Los psicólogos constatan que en ocasiones cuando una persona sabe que está enferma ésta se hace más fuerte y aprovecha el tiempo que le queda de vida para estar con los suyos y hacer lo que más desea, viajar, ver amigos etc. Pero también puede suceder que la familia oculte el estado en que se encuentra. Se da entonces lo que se conoce como ‘conspiración del silencio’, un proceso en el que quienes rodean al paciente ya conocen el desenlace, pero evitan decírselo para no causarle un mayor sufrimiento. Algunos expertos, como la psicóloga Julia López-Orozco, aseguran que ésta no es la mejor decisión y defienden la importancia de que el afectado sepa los detalles de su situación. “El mayor sufrimiento viene de la mano de la conspiración del silencio. Los familiares piensan que si hablan de lo que sienten y de su pena la persona va a sufrir más. Y el enfermo tampoco habla de sus sentimientos y dudas porque cree que la familia ya tiene bastante”, precisa.

Juantxo Domínguez, de la Asociación Derecho a Morir Dignamente, explica que “si el enfermo decide cómo quiere que se le trate en los momentos finales de su vida, la familia debe respetar esos aspectos”, generalmente recogidos en el testamento vital. Un documento que permite dejar sentado los tratamientos médicos y cuidados paliativos que el paciente quiere recibir.

El testamento vital permite dejar sentado los tratamientos médicos y cuidados paliativos que el paciente quiere recibir
“Es importante que la gente sepa que existe esta posibilidad -subraya Domínguez-. Los cuidados paliativos son los que recibe un enfermo en fase terminal, pero no son sólo un soporte terapéutico, sino también un soporte psicológico y espiritual, ya que recogen un amplio abanico de medidas para que el enfermo terminal esté acompañado en los últimos tres o seis meses de su vida”.

Por su parte, la familia debe estar siempre al lado del enfermo para escucharle o respetar su silencio, para hacerle saber lo importante que es para ellos sin que se sienta “culpable” por marcharse y para ganar con él el tiempo que se perdió con anterioridad: “Teníamos que ponernos al día de lo que habíamos hecho y sentido en los últimos tres años, pero estábamos tan ocupados ambos que aplazamos lo fundamental, disfrutar de la amistad, para volcarnos en lo accesorio, cumplir con la vida profesional. Un error que, en este caso, ya no puede corregirse”, reflexiona Rodríguez al recordar la muerte de un amigo.

La muerte como un proceso natural
Para Julia López-Orozco, aceptar la muerte cuesta tanto porque no se contempla como parte del movimiento natural de la vida. “Nos parece que no podemos dominar la vida porque no tenemos una educación de la muerte, sin embargo, asegura, no se puede hablar de fracaso ante algo inevitable”. Rodríguez, por su parte, indica que no se nos puede ocultar desde pequeños que la vida tiene un final. “Dentro del movimiento de la vida están el nacimiento y el muerte, pero apenas se tiene información de la muerte y cuando perdemos a alguien nos sentimos indefensos o descolocados y no sabemos si lo que nos sucede es normal”, apunta la psicóloga.

Es conveniente que los niños crezcan pensando que la muerte es algo natural, no como un tema tabú,

Es conveniente que los niños crezcan pensando que la muerte es algo natural y no un tema tabú
y que hablen de ella con sus progenitores con absoluta normalidad. Cada pérdida debe servirles para reflexionar, ya sea la de su mascota o la de un ser querido. Cuando se trate de una enfermedad, los pequeños deben estar al tanto de lo que ocurre y tener la posibilidad de preguntar sobre ello.

No hay un buen o mal momento para morir. Cuando llega la hora, todos, incluso los niños, deben poder hablar del tema con naturalidad para afrontarlo con madurez y pedir el apoyo que se necesite. Aunque temida, la muerte debe ser aceptada con serenidad y dignidad, sin que se vea distorsionada como algo ‘simplemente’ doloroso. “Tenemos que pensar que, en ocasiones, es un alivio para el enfermo que sufrió en sus últimos días”, concreta Julia López-Orozco.

El duelo
Una vez que la persona querida se ha ido queda un inmenso vacío y un largo camino por recorrer: el duelo. “Nunca acabamos de estar preparados para aceptar la muerte de una persona, sea una muerte repentina o por enfermedad, pero en ambos casos debemos hacer un proceso de duelo porque, si bien es muy traumático perder a alguien de repente de un infarto o en un accidente, tampoco es fácil ver a quien queremos en el transcurso de una enfermedad”.

De esta manera, la psicóloga López-Orozco destaca la importancia de buscar apoyo y saber que el trabajo del duelo es necesario para “sanar” la herida: “Nadie puede hacer ese trabajo por nosotros y no nos podemos hacer los duros porque luego sucederá otro episodio de crisis que nos recordará lo que ocurrió y será peor. Ocultarlo no nos permite vivir plenamente. Debemos recorrer el camino porque el problema del duelo es quedarse en el sufrimiento”.

El problema del duelo es quedarse en el sufrimiento
Lo habitual es que tras la muerte de alguien muy querido se suela pensar que eso no ha ocurrido y que todo es un mal sueño del que vamos a despertar. Más tarde, los afectados se muestran enfadados, rabiosos contra todo y contra todos, a los que culpan de la muerte, y, al final, sienten tristeza, miedo, lloran y se acusan de no haber impedido la pérdida o no haber sido capaces de decir a quien se fue lo mucho que se le quería.

A los seis meses más o menos llega la soledad, una vez que la familia más lejana se distancia para recuperar su vida normal. Sin embargo, el otro miembro de la pareja y los hijos se quedan solos. “La familia empieza a alejarse y no es tan fácil encontrar apoyo”, señala la psicóloga, quien reconoce que, “como mínimo, el duelo dura un año”. Es posible que sea el año más complicado, en el que se celebra el primer cumpleaños sin esta persona, las primeras navidades, el primer otoño.

En este tiempo, quienes han sufrido una pérdida no deben fijarse plazos para superarla. Deben sentir dolor y manifestarlo, compartirlo con otras personas que han pasado por la misma situación y aceptar que tal vez tengan que pasar tres años para comenzar a recuperarse. La solución no está en automedicarse con tranquilizantes y tampoco se debe descuidar la salud, sino marcarse un ritmo diario con las horas necesarias de descanso y comidas.

En este sentido, López-Orozco explica que durante el duelo “el ritmo es más lento que el del resto”, pero recuerda lo importante de ser paciente y darse permiso para disfrutar tras el funeral, desaparición de su ropa y pertenencias, papeleo&. Finalizar el proceso de duelo no significa olvidar a quien se fue, sino conseguir recordarle sin sufrir y recuperar la atención hacia quienes siguen a nuestro lado y aún nos necesitan. Es muy importante que los familiares, sobre todo los más cercanos al fallecido, puedan entender esto para seguir con sus vidas sin ninguna culpa ni remordimiento, evitando caer así en cuadros de depresión.

Afrontar enfermedades incurables

La actitud del paciente ante la vida, así como el apoyo familiar y social es fundamental para convivir con una enfermedad incurable

La vida familiar, social y laboral se altera por completo ante la aparición de una enfermedad, más aún si ésta es irreversible o degenerativa, situación que obliga al paciente a cambiar de manera radical su modo de vida. Hay enfermedades para las que la medicina actual no tiene soluciones o cuyos tratamientos no logran los resultados esperados. Por esta razón, recibir la noticia de que se padece una dolencia de este tipo es un duro golpe para quien la sufre y para sus familiares. Sin embargo, los psicólogos afirman que se puede convivir con una enfermedad de estas características después de superar una serie de etapas que pasan por la negación de la situación, en primer lugar, y por cierta rebeldía después. Son actitudes normales que con el paso del tiempo y la ayuda de los seres queridos suelen desembocar en una última fase de aceptación y adaptación, aunque la tristeza y los episodios depresivos pueden aparecer de manera continuada. En este sentido, las asociaciones de apoyo realizan una labor excelente, favoreciendo que enfermos y familiares aprendan a conocer la enfermedad, a aceptarla y a sacar el máximo partido a la vida con las limitaciones progresivas a las que pueden verse sometidos los enfermos.

Autor: María Álvarez |  Fecha de publicación: 14 de diciembre de 2005 La actitud es un elemento definitivo
Ya sea por la aparición de una dolencia incurable, por un accidente que provoque vivir el resto de la vida en una silla de ruedas& la persona que recibe la noticia de que padece una enfermedad para la que no existe solución pasa por varias fases, según indica María del Mar González Muñoz, psicóloga y directora del Centro de Psicología PsicoSalud, de Madrid.

Negación: Pensar que la situación es imposible, que no puede estar pasando. Muchas personas no quieren aceptar el problema y llegan a convencerse de que se trata de un error médico.
Enfrentamiento: Rebeldía ante la situación. Una vez que los enfermos empiezan a asimilar el diagnóstico médico, es muy común enfadarse con el mundo, con los demás o incluso con uno mismo por tener una enfermedad para la que no existe solución.
Aceptación y adaptación: Una vez comprendida y asimilada la situación es habitual mostrar síntomas depresivos, como por ejemplo, estar más tristes, irritables, apáticos o ansiosos al pensar en todo lo que se les viene encima. Tras este período de adaptación, deciden qué hacer con el tiempo que les queda y qué actitud adoptar.
En ocasiones, según advierte la psicóloga, algunos pacientes se quedan anclados en algunas de las primeras etapas, no evolucionan y lo afrontan mal, por lo que sufren por partida doble: “por un lado por la enfermedad, y por otro por la no aceptación de una situación real e irrevocable”. Sin embargo, hay personas que afrontan estas situaciones mucho mejor, lo que favorece que tanto ellos como sus familiares o las personas que los rodean acepten mejor la nueva situación y se ayuden entre todos. No cabe duda de que la vida para estas personas es diferente desde el momento en que conocen su enfermedad, ya que hay multitud de actividades que antes podían hacer y que en su nueva situación les resultarán imposibles. Pero, como señala González Muñoz, es muy importante que tanto ellos como sus familiares y amigos tengan en cuenta que hay otras muchas que sí pueden hacer y que deben “aprender a valorar otros aspectos de la vida que antes pasaban desapercibidos y que merecen la pena ser tenidos en cuenta”. La psicóloga advierte de que muchos de estos enfermos piensan que su nueva vida es un modo de vivir de segunda categoría, pero no cree que sea cierto e incide en la importancia de dar al enfermo “un motivo para levantarse cada mañana, una meta que conseguir y una valoración personal de lo que hace día a día”. Para conseguir llegar a esta aceptación, una situación realmente difícil, existen estrategias que pueden ayudar a manejar el proceso de enfermedad, según explica Maribel Carreras Barba, psicóloga del Grupo Luria Psicólogos, de Madrid:

Vivir el presente: Disfrutar de lo que se tiene y no sufrir por lo que se pueda perder.
Medir la vida en términos de calidad, no de cantidad: Intentar ver la vida en profundidad, “a lo ancho, lo alto y lo largo, y no solo a lo largo, por los metros recorridos”.
Buscar soluciones: Aunque no pueda elegir las circunstancias que este viviendo, sí puede elegir cómo responder ante ellas.
Cuidarse: Descansar, alimentarse adecuadamente.
Distraerse: Realizar actividades que le apetezca y que no le supongan un gran esfuerzo.
Confiar en el quipo médico: Consultar a los médicos todas las dudas que tenga respecto al proceso de enfermedad y sobre cómo controlar todas las molestias derivadas de la misma.
Evitar que la enfermedad no sea el centro de su vida: Se puede seguir trabajando, haciendo actividades que nos gusten y teniendo momentos felices y positivos aunque se padezca una enfermedad grave.
Además, hay asociaciones de apoyo que realizan una labor excelente, favoreciendo que enfermos y familiares aprendan a conocer la enfermedad, a aceptarla y a enseñarles cómo sacar el máximo partido a la vida con las limitaciones progresivas a las que pueden verse sometidos los enfermos.

Los cuidadores
Siempre que una enfermedad incurable o degenerativa irrumpe en la vida de una familia, ésta sufre un grave conflicto y la mayoría de sus miembros suelen pasar por fases similares a las vividas por el propio enfermo. En la mayor parte de los casos es algún miembro de la familia quien se encarga de ejercer la tarea de cuidador, que no siempre es fácil. La doctora en psicología, Verónica Guillén Botella, señala que es normal que los familiares que se ocupan de un enfermo incurable les presten cariño y atención, “que se vuelquen en el paciente”. Sin embargo, advierte de la necesidad de no sobreproteger ni quitar independencia al enfermo,

No hay que sobreproteger ni quitar independencia al enfermo
sino dar lo que pide o necesita en una de las etapas más difíciles de su vida. El cariño, la atención y la dedicación no tienen por qué estar reñidos con el hecho de poner metas y pedir que las lleven a cabo mientras puedan realizarlas, ya que esta actitud fomenta la autoestima del enfermo, le ayuda a mantenerse activo y a tener una actitud más positiva frente a su enfermedad. La experta señala que no hay que poner límites antes de tiempo y, cuando los haya, “adaptarse a ellos, pero siempre buscando tener metas, actividades sociales, de ocio, de cuidado personal&, de modo que se sigan obteniendo beneficios por luchar”.

En este tipo de dolencias prestar una atención especial al enfermo es una tarea básica, pero tampoco debe descuidarse la atención a las necesidades de los cuidadores, que en muchos casos necesitan tanto o más apoyo que el propio paciente, ya que el cansancio, la dedicación plena a un familiar, observar que la enfermedad sigue su proceso aunque se haga el máximo esfuerzo& pueden terminar afectándoles de manera severa y abocarlos a una depresión. Los expertos recomiendan que estas personas encuentren momentos de desconexión y, en caso de ser necesario, cuenten con apoyo psicológico para ir aceptando y asumiendo los cambios que provocará la enfermedad en sus vidas.

Qué deben hacer los cuidadores
La Social Work Service de Estados Unidos recomienda a los cuidadores de los enfermos terminales o de enfermedades incurables o degenerativas los siguientes consejos:

Fijarse objetivos y expectativas realistas.
Establecer sus propios límites.
Pedir y aceptar ayuda.
Cuidar de sí mismos.
Implicar en el cuidado del enfermo a otras personas.

Ayuda psicológica
En algunos casos, el enfermo o sus familiares no son capaces de asumir un diagnóstico grave y sienten un importante impacto emocional por la posible pérdida de la salud y del bienestar, al mismo tiempo que pueden sentirse desconcertados y preocupados por el futuro. Aunque hay muchas personas que, a pesar de la dureza de su situación personal, pasan por este proceso de forma natural y no necesitan ningún tipo de ayuda psicológica, hay otras muchas para quienes resulta un proceso muy complicado de manejar, y sí requieren de tratamiento, fundamentalmente psicológico. Así lo indica la doctora en Psicología Verónica Guillén, quien señala que la diferencia fundamental entre ambas está en la capacidad de aceptación de la persona. “La situación es tremendamente dura para todo el mundo, sin embargo, hay personas que se ven capaces de aceptarla y sin darse cuenta se preparan psicológicamente para ello. Por otro lado, otras personas tienen dificultades para elaborar este proceso y se quedan ancladas en algún punto”, explica.

En caso de que una persona sea incapaz de afrontar sola el proceso de asumir una grave enfermedad, existe tratamiento psicológico que sirve para acelerar el proceso, para ayudar a entender y aceptar mejor la situación, además de proporcionarles armas para sobrellevarlo, lo que repercute en una mejor calidad de vida. Los expertos aconsejan que el enfermo, o sus familiares, acudan al psicólogo en los siguientes casos:

Si se siente desbordado por la angustia, el miedo, la tristeza, la preocupación o cualquier otra emoción.
Si comienza a sentir mucho dolor, alteraciones del sueño o falta de apetito.
Cuando la propia persona esté convencida de que es lo único que le va a poder ayudar a enfrentarse a la situación.
Cómo ayudar a estos enfermos
Muchas veces no se sabe cómo actuar con estos pacientes que padecen enfermedades terminales o degenerativas, si sobreprotegiéndolos o intentando que todo siga lo más normal posible… Las siguientes estrategias elaboradas por los psicólogos aquí consultados, pueden ayudar a conocer las necesidades del paciente, facilitando la comunicación con el enfermo:

Ir con calma, dar tiempo al paciente para que asimile lo que implica la enfermedad que padece.
Escuchar y compartir sus sentimientos y emociones. Intentar no interrumpir, ha veces sólo necesita dar rienda suelta a sus emociones, no escuchar consejos o soluciones.
No presuponer cómo pueden encontrarse y preguntarles cómo se les puede ayudar.
Respetar y tolerar los silencios. Respetar cuando no quiere hablar y estar disponible cuando desee hacerlo.
Permitir el llanto. Facilita el desahogo.
Evitar las frases hechas del tipo “ya veras como no es nada”, “se positivo”, “no puedes continuar así”.
Intentar permanecer tranquilo ante su irritación y esperar a que se le pase.

Cuidar de una persona dependiente: Hay que compartir tareas

Las personas que deben asistir a familiares enfermos o impedidos también necesitan ayuda y comprensión en una tarea que provoca un gran desgaste

El deterioro físico o psíquico de un miembro de la familia produce cambios drásticos y traumáticos en su entorno. Junto al golpe emocional surgen los problemas derivados de la necesidad de atención permanente, labor que corresponde a uno o varios familiares. Estas personas asumen un papel, el de cuidadores, que irrumpe en su vida y la transforma de manera completa. La asimilación de este vuelco vital no es sencilla. Por esta razón, no se debe dudar en pedir ayuda o recurrir a un especialista.

El malestar del cuidador y su sentimiento de culpa
Cuesta hacerse a la idea del debilitamiento del ser querido. A pesar de que el decaimiento sea evidente, la pareja, si la hay, los hijos, los yernos y nueras, los nietos y los hermanos quieren creer que sólo “está pasando una mala racha”. Pero la realidad se impone y, a medida que se asume, se entiende que la enfermedad no sólo va a afectar a quien la padece, sino que cambiará la vida de todos quienes están alrededor, especialmente la de los cuidadores.

Puede ser Parkinson, Alzheimer, demencia senil, arterioesclerosis o, sencillamente, muchos años y necesidad de cuidados. En esta primera fase se presentan los primeros síntomas de malestar en el cuidador. Se enfada porque le ha tocado precisamente a él o a ella, o porque no hay un reparto equitativo de responsabilidades entre los distintos miembros de la familia. Es normal que se vivan sensaciones de fastidio, pero quienes las sienten se consideran, en su fuero interno, culpables. Por eso es necesario que las personas cuidadoras puedan liberarse de esa culpa hablando sin cortapisas de los efectos negativos en su estilo de vida. Esto se asumirá con más facilidad cuando la situación entre dentro de lo cotidiano. Entonces los cuidadores se sentirán más libres para quejarse y solicitar colaboración de los otros miembros de la familia. Aprenderán que su salud, y no sólo la de la persona dependiente, es importante y programarán más tiempo para sus necesidades, su esparcimiento, sus relaciones sociales y para su descanso.

Planificar los cuidados
El cuidado del cuidador no se puede dejar a la improvisación.

Hay que repartir responsabilidades. Una sola persona no puede responsabilizarse de todo. Los cuidados suponen un número importante de tareas. Para que todo funcione bien, es preciso repartírselas entre los familiares y determinar qué función y qué responsabilidad va a afrontar cada uno. Es muy importante organizar reuniones de la familia para valorar entre todos cuáles son los problemas que han ido surgiendo y determinar cómo distribuir los papeles que cada uno va a desempeñar. En esas reuniones se deben estudiar las posibilidades y limitaciones de cada miembro de la familia y, según eso, establecer calendarios. Aun así hay que prepararse -y así se debe consensuar desde el principio- para afrontar las desavenencias y conflictos que se produzcan durante el proceso del cuidado, algo, por otra parte, normal.
La persona cuidadora debe prestar una especial atención a la pareja y a los hijos. Es importante hablar con la pareja sobre cómo afectará o cómo está ya afectando la dedicación a la persona mayor en la relación, y sobre la necesidad de destinar tiempos específicos para ellos mismos. Conviene compartir opiniones sobre la forma de ejercer los cuidados y saber si la otra parte de la pareja está dispuesta a colaborar, algo a lo que no está obligada, pero tal vez quiera hacer. Lo mismo puede decirse sobre los hijos, en particular si la persona mayor está encamada. Aunque sean niños, tienen derecho a conocer la naturaleza de los cuidados y establecer la manera en que pueden participar en las tareas.
No perder las relaciones. A medida que pasa el tiempo de dedicación a la persona dependiente, el cuidador sale cada vez menos de casa. Esto puede ser altamente perjudicial para su salud emocional. Es importante que no descuide sus relaciones sociales de siempre, y que fomente los contactos con familiares y amistades para poder vivir con ellos sus emociones o simplemente para distraerse.
Aprender a cuidar el propio yo. La persona es un equilibrio entre “ser-para-sí” y “ser-para-otros”. Cuando alguien se vuelca en exceso en el cuidado a otra persona y se olvida de cuidarse a sí misma, pierde ese necesario equilibrio personal y se acumulan insatisfacciones internas, malestares emocionales, hastío, sensación de soledad ante las tareas y desequilibrio personal. Es importantísimo que la persona cuidadora aprenda un poco de “egoísmo”, es decir, cultivo sano del yo. Para ello tiene que mantener y programar la ilusión por salir, por practicar actividades de ocio y tiempo libre. Debe reservarse tiempos para sí misma y respetarlos con tanto rigor como lo hace con el cuidado hacia la persona a la que cuida.
Aprender a utilizar los recursos sociales. El número de personas mayores en la sociedad ha crecido. El número de recursos destinados a ellas también ha aumentado, pero no en la misma proporción, con lo que resultan insuficientes. Sin embargo, se puede recurrir a Servicios Sociales Municipales, Servicios Médicos, Servicios de Ayuda a Domicilio, Centros de Día y Residencias Geriátricas. Cada día son más numerosos, pero también más demandados. Los cuidadores tienen derecho a recibir asesoramiento y apoyo para la atención de las personas dependientes. Pueden, por ejemplo, informarse de cómo es y cómo va a evolucionar la enfermedad, de qué pruebas serán necesarias para un diagnóstico y pronóstico más preciso; conocer qué recursos públicos y privados se pueden utilizar y las ayudas a las que tienen derecho.
El síndrome del cuidador
Más del 80% de los cuidadores experimentan altos niveles de estrés que se manifiesta en irritabilidad, agotamiento, problemas físicos de salud, enfados, distanciamiento y depresión. Si aparecen dos o más de los síntomas del “síndrome del cuidador” -perder la ilusión por vivir, no poder conciliar el sueño, atender 24 horas al día al familiar enfermo, sentir angustia, perder el apetito, beber alcohol o tomar drogas- es necesario pedir ayuda profesional. El médico de cabecera es una buena opción y está preparado para atender estos casos. Para recibir la atención correcta, el cuidador debe explicar al médico la situación en la que se encuentra y describir su estado anímico y físico.

Procesando el duelo

El duelo, consecuencia de nuestros apegos afectivos, es un acontecimiento vital estresante que tarde o temprano hemos de afrontar todos los seres humanos

La pérdida y el duelo nos acompañan a lo largo de nuestra vida. Los investigadores interesados en el proceso del duelo han estudiado muchas cuestiones al respecto, como la descripción y explicaciones sociológicas, los rasgos clínicos de las reacciones normales y patológicas en las distintas edades, sexo y culturas; los programas de prevención, la relación entre el duelo y otras clases de pérdida, así como las diversas formas culturales del luto. Ahora, un reciente estudio muestra empíricamente el curso normal de los sentimientos tras la muerte de una persona allegada.

Quizás por la pérdida de redes sociales y con ellas de muchos de los recursos clásicos, entre los que se encuentran el apoyo de familiares, religiosos, vecinos y amigos, la población en duelo demanda un mayor apoyo sanitario. Es la cara más triste de la individualización de la sociedad. En un estudio realizado en Atención Primaria, presentado en el séptimo Congreso de la Asociación Europea de Cuidados Paliativos en 2001, los datos revelaron que la tasa anual de consultas al centro de salud resultó ser un 80% mayor entre los que pierden a un ser querido que en el resto de la población. En otros estudios se obtienen resultados similares; en viudas el número de consultas se dispara en un 63% en los seis primeros meses y en viudos se multiplica por cuatro durante los 20 primeros meses.

Estudiando sentimientos
Un grupo de psiquiatras de EEUU ha realizado el primer estudio retrospectivo con 233 personas que habían sufrido la pérdida de un familiar por muerte natural. El estudio, publicado en The Journal of the American Medical Association, ratifica primero las etapas clásicas del proceso de duelo establecidas desde la década de los 60 por el psicoanalista británico John Bowlby y, segundo, la misma sucesión que él apuntaba: la negación es más fuerte al principio del duelo, seguida por la añoranza, la ira y la depresión. A partir de los seis meses, estos sentimientos empiezan a descender y aumenta la aceptación.

Se analizaron las respuestas de los entrevistados seis meses después de la pérdida que, en la mayoría de los casos, era la pareja. Al establecer una media de todos los sentimientos que presentaban, los autores observaron que la aceptación fue significativamente mayor que la añoranza y ésta se daba en mayor medida que la negación, hasta finalizar con la ira. Los investigadores concluyen que la pérdida de un ser querido se acepta más rápidamente de lo que esperaban pero con un gran sentimiento de añoranza.

En una primera fase del duelo anticipado, los familiares presentan un shock emocional, mezcla de sensación de pena y depresión
Para los expertos, en el proceso de duelo, más importante que saber en qué fase está una persona es el hecho de establecer si se ha quedado estancada en alguna de ellas, sobre todo en la negación, por que no permite pasar a la siguiente fase para, progresivamente, desarrollar todo el proceso. Se establece que si dura más de un año es preciso acudir al especialista, pues personas con un trastorno prolongado del duelo suelen presentar alteraciones psiquiátricas, como depresión mayor o estrés postraumático.

Duelo anticipado
Mucho se ha escrito sobre las necesidades del paciente moribundo pero, ¿qué sucede a los familiares del enfermo cuando saben que la muerte está cerca? En la evolución cronológica del duelo hay momentos y fases precisos que, por su peculiaridad, requieren de una atención particular, como sucede en el duelo anticipado (antes del fallecimiento). La posibilidad de intervenir en estas fases se da, sobre todo, con pacientes terminales que permanecen en sus domicilios, como el que ocurre en enfermedades degenerativas.

En una primera fase del duelo anticipado, los familiares presentan un shock emocional, mezcla de sensación de pena y depresión. En la segunda etapa se suele dar un interés por la persona que se irá, lo que permite acabar con situaciones inacabadas, resolver conflictos y sentimientos. La tercera fase es una tentativa para adaptarse a la ausencia del ser querido: se aprende cómo van a ser las cosas sin la otra persona, a asumir la soledad. Los expertos explican que permite cambiar actitudes frente la muerte y la pérdida de la persona.

La fase previa a la muerte de un familiar deja un hondo recuerdo en toda la familia y será uno de los temas reiterativos a la hora de elaborar el duelo. Los profesionales de la salud resumen como objetivo primordial en esta fase cuidar y ayudar a despedirse al enfermo y a la familia. Los expertos están de acuerdo en que en el duelo anticipado la muerte se acepta mejor ya que el mismo proceso de la enfermedad se acepta como una oportunidad para resolver cuestiones pendientes. E incluso, a veces, durante una agonía prolongada los miembros de la familia a menudo finalizan su duelo antes de la muerte real. No es infrecuente que después de una larga agonía la familia experimente cierto alivio al terminar el dolor y la lucha.

POR VIDAS NO VIVIDAS

(Imagen: Scott Liddell)
El Consejo de Europa, en noviembre de 1976, creó una Comisión de Salud Pública que dio como resultado un informe publicado bajo el titulo de Los problemas que conciernen a la muerte y a los cuidados dados a los moribundos, aprobado en Estrasburgo en 1981. Este informe hace alusión, con respecto a los niños moribundos, que la muerte del niño es particularmente insostenible porque sobreviene antes de tiempo. Afecta a los padres, sumergiéndoles en una profunda angustia por la impotencia, inocencia y la no oportunidad de haber vivido.

Por este motivo, en el caso de las muertes perinatales o neonatales el proceso de duelo es diferente. Según describen los expertos, a los padres no les es posible incorporar en si mismos ninguna parte del recién nacido y hacerla adaptable. El duelo por la muerte de un niño se comprende mejor si se lo compara con la pérdida por amputación de un miembro. La muerte del hijo antes del nacimiento provoca que familiares y amigos de los padres mantengan una actitud distante, tal como se suele hacer cuando a una persona es amputada, como respuesta al miedo y la ansiedad que les genera.

Según datos recopilados por Ronald J. Knapp, ya en 1986, la respuesta de los padres ante la pérdida de un hijo se resume en unas pautas características. Estos patrones modales comunes de respuesta, tal como las denominó, se daban en una amplia mayoría de los padres de su muestra tanto en la forma como en la intensidad, entrañando connotaciones beneficiosas y perjudiciales. Estas pautas respuesta representan aspectos naturales del complejo proceso de duelo, y se engloban en la promesa de no olvidar nunca al hijo, el deseo de morir, una revitalización de las creencias religiosas, cambio de valores, mayor tolerancia y una sensación de persistencia del dolor.

En el proceso de la pena está inmersa una sensación de ofensa que emerge, en especial tras la muerte de los niños, como una necesidad de justicia. El sentido de la rectitud sobre la vida, innato en el ser humano, provoca una sensación de agravio cuando un neonato o niño pequeño muere.

Trastorno más allá del duelo

Alrededor de un 16% de las personas que sufren la pérdida de un ser querido presentan un cuadro depresivo durante el año inmediato al fallecimiento

Cinco de cada cien personas que pierden a un ser querido presentan síntomas graves que se asocian a un trastorno denominado duelo patológico. Y es que la tristeza por la muerte sentida tiene una fecha natural de caducidad: entre seis y doce meses. Superado este trámite, se denomina depresión clínica.

El duelo se vuelve patológico cuando la tristeza pinza nuestro comportamiento más allá de un año, cuando nos vemos incapacitados para vivir una vida normal, apesadumbrados aún por la muerte de alguien importante en nuestra errática existencia. Desde la medicina se da por bueno el dolor propio de esta experiencia, un dolor consustancial al hecho de sobrevivir a quienes más queremos; pero se advierte de la necesidad de distinguir un duelo natural de otro patológico, trastornador.

El tiempo, la clave
No hay una medida exacta para la tristeza, como tampoco la hay para el cariño, el afecto o el amor. Se calcula que alrededor de un 16% de las personas que sufren la pérdida de un ser querido presentan un cuadro depresivo durante el año inmediato al fallecimiento del familiar o amigo. Su muerte les aboca a un panorama desestructurado, a una incertidumbre. Lo cierto es que quienes más han vivido, más acusan esa triste impresión. La tasa asciende a un 85% a partir de la sexta década de vida. El trastorno, además, va más allá del llanto.

Se cree que un 5% de personas con duelo patológico experimenta alucinaciones o sentimientos de culpa que se intensifican una vez superado el periodo normal de adaptación a la pérdida. José Angel Arbesú, coordinador del Grupo de Trabajo de Salud Mental de la Sociedad Española de Médicos de Atención Primaria, SEMERGEN, subraya que, pese a que el duelo patológico se caracteriza como una entidad psiquiátrica, el 70% de las consultas seguidas en España recalan en médicos de atención primaria.

«Tiene su explicación, puesto que somos también los médicos que hemos estado en la cabecera del paciente fallecido hasta el día de su muerte, y los que de más pistas disponen para valorar la situación familiar planteada a raíz del fallecimiento». Para Arbesú, el papel del médico ante un duelo no es otro que el de escuchar a la persona doliente, facilitar una comunicación fluida para que ésta pueda expresar sentimientos y emociones, valorando al mismo tiempo todo el proceso y garantizando que los pensamientos y conductas manifestados entran en un cauce de normalidad.

«Todo el mundo tiene que asumir que se pasa muy mal ante una pérdida sensible»
El duelo es un proceso adaptativo ante una pérdida que tiene consecuencias tanto psicológicas como biológicas y sociales. Junto con el sentimiento de rechazo, es uno de los acontecimientos más estresantes a los que puede verse expuesto el ser humano en el transcurso de su vida. Miquel Roca, jefe de la Unidad de Psiquiatría del Hospital Juan March de Palma de Mallorca, puntualiza que el duelo natural puede convertirse en duelo patológico cuando su gravedad y duración no guardan cierta proporción con la pérdida experimentada. «Por tanto, es importantísimo hacer un buen diagnóstico diferencial, apoyar el duelo normal y tratar o bien derivar el patológico cuando los síntomas parezcan graves», asegura el experto.

Tratar o no tratar
Para los especialistas, una vez diferenciado el tipo de duelo propio de los procesos adaptativos normales, no hay que instaurar ningún tratamiento ‘per se’. «Todo el mundo tiene que, y en cierto modo debe, asumir que se pasa muy mal ante una pérdida sensible», explica Javier García Campayo, psiquiatra del Hospital Miguel Servet de Zaragoza, «pero cada vez son más las personas que rehuyen ese duelo natural y demandan tratamiento para anestesiar su tristeza; porque vivimos en una sociedad que no está preparada para el sufrimiento».

García Campayo, sin embargo, insiste en que el tratamiento farmacológico no da lugar a un duelo normal no patológico, «puesto que impide que este duelo se resuelva con normalidad». Los psiquiatras reconocen que la definición de duelo no atañe sólo al fallecimiento de personas cercanas, entendido como un proceso de adaptación en una pérdida, sino que se pueden experimentar los mismos síntomas ante cualquier ausencia vital.

«Diagnosticamos muchas veces duelos patológicos en personas que pierden su trabajo, que quedan inválidas por un accidente de tráfico o mujeres a las que se ha practicado una mastectomía… El proceso no es tan distinto del de una pérdida por muerte», asegura García Campayo.

OCHO ESTACIONES DEL DUELO

(Imagen: Mussels)
Una noticia concreta rompe las defensas afectivas y quiebra por dentro al paciente. La duración de este choque siempre es mayor cuando el suceso es imprevisto. Se asocia también a un cierto estado de apatía y sensación de vivir fuera de la realidad. Sigue una profunda desesperación y desorganización del funcionamiento del individuo en cualquiera de los ámbitos vitales. La tercera estación es la negación: una reacción frecuente ante sucesos tan inesperados como insoportables. El individuo anhela la llegada, la visión o la llamada de la persona supuestamente desaparecida, que actuaría como si nada ocurriese.

Luego hace su entrada la depresión; se llega a una fase adaptativa más realista, y es aquí donde el médico puede confirmar que el proceso del duelo se está llevando a cabo de forma adecuada. Es normal que irrumpa también una sensación de culpa, pensamientos recurrentes, casi obsesivos, en relación a lo que se podría haber hecho para evitar lo ocurrido. Esta sensación es más frecuente cuando no se ha podido despedir al fallecido o cuando las relaciones con el fallecido no pasaban por su mejor momento, justo antes de fallecer. Aparece entonces cierta ansiedad, un miedo justificado con respecto a los cambios que ocurrirán en la vida del paciente tras el fallecimiento del ser querido, y que van de la soledad a las dificultades económicas.

Aún en caliente, puede surgir un sentimiento de ira, dirigida hacia familiares o amigos que no han estado a la altura de las circunstancias, o hacia el personal sanitario (reacción muy frecuente en unidades de oncología o urgencias), por no haber hecho todo lo posible por salvar su vida; incluso hacia el fallecido, por haber abandonado a los supervivientes a una suerte difícil. El duelo natural se cierra con un sentimiento de aceptación. El paciente asume tanto lo ocurrido como sus consecuencias, y se propone adaptar su vida a un nuevo rumbo. No siempre se alcanza esta fase, frontera del duelo normal y el patológico.

Sobre guardar objetos

De: montedeoya Enviado: 25/04/2004 07:20 p.m.
Estimado Alejandro: Me sorprende enormemente que te hallan enseñado en tanatología que uno debe guardar las fotos y los objetos personales del difunto (objetos de vinculación). Nada más lejos de la verdad. En principio porque el deudo es el maestro, es él quien siente el dolor y es él quien debe decidir que le sirve y que no le sirve. En segundo lugar, sabemos que la relación con el muerto no termina, cambia de una relación física una relación simbólica, y estos objetos pueden ayudar en esa transición. Es lamentable que estén enseñando estas cosas, cosas que solo confunden a aquellos que pierden seres queridos. Es precisamente tan diverso el lenguaje que se utiliza en relación con el duelo, que esto no solo afecta el desempeño de las personas en su duelo, sino a aquellas personas que trabajamos en ello. No se puede seguir hablando desde lo teórico (“por que leí un libro que decía…”): que se hable desde la experiencia, desde el trabajo diario con personas en duelo.
Estimado alejandro, no tengas dudas: pregúntale a tu paciente/cliente qué es lo que ella quiere hacer, cómo se siente con los objetros o fotos y dile: tiene usted razón, en este momento eso le sirve o no le sirve, tal véz más adelante lo quiera hacer o no hacer. APRENDE DE ELLA, ELLA TE ENSEÑARÁ.
montedeoya