William Shakespeare – LA TEMPESTAD
DRAMATIS PERSONAE
ALONSO, rey de Nápoles
SEBASTIÁN, su hermano
PRÓSPERO, el legítimo Duque de Milán
ANTONIO, su hermano, usurpador del ducado de Milán
FERNANDO, hijo del rey de Nápoles
GONZALO, viejo y honrado consejero
ADRIÁN nobles
FRANCISCO
CALIBÁN, esclavo salvaje y deforme
TRÍNCULO, bufón
ESTEBAN, despensero borracho
El CAPITÁN del barco
El CONTRAMAESTRE
MARINEROS
MIRANDA, hija de Próspero
ARIEL, espíritu del aire
IRIS
CERES
JUNO espíritus Ninfas
Segadores
Escena: una isla deshabitada.
LA TEMPESTAD
I.i Se oye un fragor de tormenta, con rayos y truenos. Entran un CAPITÁN y un CONTRAMAESTRE.
CAPITÁN
¡Contramaestre!
CONTRAMAESTRE
¡Aquí, capitán! ¿Todo bien?
CAPITÁN
¡Amigo, llama a la marinería! ¡Date prisa o encalla¬mos! ¡Corre, corre!
Sale.
Entran los MARINEROS.
CONTRAMAESTRE
¡Ánimo, muchachos! ¡Vamos, valor, muchachos! ¡De¬prisa, deprisa! ¡Arriad la gavia! ¡Y atentos al silbato del capitán! – ¡Vientos, mientras haya mar abierta, re¬ventad soplando!
Entran ALONSO, SEBASTIÁN, ANTONIO, FERNANDO, GONZALO y otros.
ALONSO
Con cuidado, amigo. ¿Dónde está el capitán? – [A los MARINEROS] ¡Portaos como hombres!
CONTRAMAESTRE
Os lo ruego, quedaos abajo.
ANTONIO
Contramaestre, ¿y el capitán?
CONTRAMAESTRE
¿No le oís? Estáis estorbando. Volved al camarote. Ayudáis a la tormenta.
GONZALO
Cálmate, amigo.
CONTRAMAESTRE
Cuando se calme la mar. ¡Fuera! ¿Qué le importa el tí¬tulo de rey al fiero oleaje? ¡Al camarote, silencio! ¡No molestéis!
GONZALO
Amigo, recuerda a quién llevas a bordo.
CONTRAMAESTRE
A nadie a quien quiera más que a mí. Vos sois conse¬jero: si podéis acallar los elementos y devolvernos la bonanza, no moveremos más cabos. Imponed vuestra autoridad. Si no podéis, dad gracias por haber vivido tanto y, por si acaso, preparaos para cualquier desgra¬cia en vuestro camarote. – ¡Ánimo, muchachos! – ¡Quitaos de enmedio, vamos!
Sale.
GONZALO
Este tipo me da ánimos. Con ese aire patibulario, no creo que naciera para ahogarse. Buen Destino, persiste en ahorcarle, y que la soga que le espera sea nuestra amarra, pues la nuestra no nos sirve. Si no nació para la horca, estamos perdidos.
Salen.
Entra el CONTRAMAESTRE.
CONTRAMAESTRE
¡Calad el mastelero! ¡Rápido! ¡Más abajo, más abajo! ¡Capead con la mayor!
Gritos dentro.
¡Malditos lamentos! ¡Se oyen más que la tormenta o nuestro ruido!
Entran SEBASTIÁN, ANTONIO y GONZALO.
¿Otra vez? ¿Qué hacéis aquí? ¿Lo dejamos todo y nos ahogamos? ¿Queréis que nos hundamos?
SEBASTIÁN
¡Mala peste a tu lengua, perro gritón, blasfemo, desal¬mado!
CONTRAMAESTRE
Entonces trabajad vos.
ANTONIO
¡Que te cuelguen, perro cabrón, escandaloso, inso¬lente! Tenemos menos miedo que tú de ahogarnos.
GONZALO
Seguro que él no se ahoga, aunque el barco fuera una cáscara de nuez e hiciera aguas como una incontinente.
CONTRAMAESTRE
¡Ceñid el viento,, ceñid! ¡Ahora con las dos velas! ¡Mar adentro, mar adentro!
Entran los MARINEROS, mojados.
MARINEROS
¡Es el fin! ¡A rezar, a rezar! ¡Es el fin!
[Salen.]
CONTRAMAESTRE
¿Vamos a quedar secos?
GONZALO
¡El rey y el príncipe rezan! Vamos con ellos:
nuestra suerte es la suya.
SEBASTIÁN
Estoy indignado.
ANTONIO
Estos borrachos nos roban la vida.
¡Y este infame bocazas…! – ¡A la horca,
y que te aneguen diez mareas!.
[Sale el CONTRAMAESTRE.]
GONZALO
Irá a la horca, por más que lo desmienta cada gota de agua y se abra el mar para tragárselo.
Clamor confuso dentro.
[VOCES]
¡Misericordia! ¡Naufragamos, naufragamos! ¡Adiós, mujer, hijos! ¡Adiós, hermano! ¡Naufragamos, naufra¬gamos!
ANTONIO
Hundámonos con el rey.
SEBASTIÁN
Vamos a decirle adiós.
Sale [con ANTONIO].
GONZALO
Ahora daría yo mil acres de mar por un trozo de pá¬ramo, con brezos, matorrales, lo que sea. Hágase la vo¬luntad de Dios, pero yo preferiría morir en seco.
Sale.
I.ii Entran PRÓSPERO y MIRANDA.
MIRANDA
– Si con tu magia, amado padre, has levantado
este fiero oleaje, calma las aguas.
Parece que las nubes quieren arrojar
fétida brea, y que el mar, por extinguirla,
sube al cielo. ¡Ah, cómo he sufrido
con los que he visto sufrir! ¡Una hermosa nave,
que sin duda llevaba gente noble,
hecha pedazos! ¡Ah, sus clamores
me herían el corazón! Pobres almas, perecieron.
Si yo hubiera sido algún dios poderoso,
habría hundido el mar en la tierra
antes que permitir que se tragase
ese buen barco con su carga de almas.
PRÓSPERO
Serénate. Cese tu espanto.
Dile a tu apenado corazón
que no ha habido ningún mal.
MIRANDA
¡Ah, desgracia!
PRÓSPERO
No ha habido mal. Yo sólo he obrado
por tu bien, querida mía, por tu bien, hija,
que ignoras quién eres y nada sabes
de mi origen, ni que soy bastante más
que Próspero, morador de pobre cueva
y humilde padre tuyo.
MIRANDA
De saber más
nunca tuve pensamiento.
PRÓSPERO
Hora es de que te informe. Ayúdame
a quitarme el manto mágico. Bien. ?
Descansa ahí, magia. – Sécate los ojos; no sufras.
La terrible escena del naufragio,
que ha tocado tus fibras compasivas,
la dispuse midiendo mi arte de tal modo
que no hubiera peligro para nadie,
ni llegasen a perder ningún cabello
los hombres que en el barco oías gritar
y viste hundirse. Siéntate,
pues has de saber más.
MIRANDA
Cuando ibas a contarme quién soy yo,
te parabas y dejabas sin respuesta
mis preguntas, concluyendo: «Espera, aún no.»
PRÓSPERO
Llegó la hora. El instante
te manda abrir oídos. Obedece
y préstame atención. ¿Te acuerdas
de antes que viviéramos en esta cueva?
Creo que no, porque entonces no tenías
más de tres años.
MIRANDA
Sí me acuerdo, padre.
PRÓSPERO
¿De qué? ¿De alguna otra casa o persona?
Dime una imagen cualquiera
que guarde tu recuerdo.
MIRANDA
La veo muy lejana,
y más como un sueño que como un recuerdo
del que dé garantía mi memoria. ¿No tenía
yo a mi servicio cuatro o cinco damas?
PRÓSPERO
Sí, Miranda, y más. Pero, ¿cómo es que eso
aún vive en tu mente? ¿Qué más ves
en el oscuro fondo y abismo del tiempo?
Si te acuerdas de antes de llegar aquí,
recordarás cómo llegaste.
MIRANDA
No me acuerdo.
PRÓSPERO
Hace doce años, Miranda, hace doce años,
tu padre era el Duque de Milán,
y un poderoso príncipe.
MIRANDA
¿No eres mi padre?
PRÓSPERO
Tu madre fue un dechado de virtud
y decía que tú eras mi hija; tu padre
era Duque de Milán, y su única heredera,
princesa no menos noble.
MIRANDA
¡Santo cielo! ¿Qué perfidia
nos hizo salir de allá? ¿O fue
una suerte el venir?
PRÓSPERO.
Ambas cosas, hija.
Nos expulsó la perfidia, como dices,
pero a venir nos ayudó la suerte.
MIRANDA
¡Ah, se me parte el alma de pensar
que te hago recordar aquel dolor
que no guarda mi memoria! Mas sigue, padre.
PRÓSPERO
Mi hermano y tío tuyo, de nombre Antonio
(y oirás cómo un hermano puede ser
tan pérfido); él, al que después de ti
más quería yo en el mundo, y a quien confié
el gobierno de mi Estado, el principal
en aquel tiempo de entre las Señorías,
y Próspero, el gran duque, de elevado
renombre por su rango y sin igual
en las artes liberales… Siendo ellas mi anhelo,
delegué en mi hermano la gobernación
y, arrobado por las ciencias ocultas,
me volví un extraño a mi país.
Tu pérfido tío… ¿Me escuchas?
MIRANDA
Con toda mi atención.
PRÓSPERO
… impuesto ya en el uso de otorgar
o denegar solicitudes, ascender a éste,
frenar al otro en su ambición, volvió a crear
a las criaturas que eran mías, cambiando
o conformando su lealtad y, marcando el tono
de función y funcionario, afinó
a su gusto a todos, hasta ser
la hiedra que ocultó mi noble tronco
sorbiéndole la savia… ¡No me escuchas!
MIRANDA
¡Sí te escucho, padre!
PRÓSPERO
Préstame atención. Al descuidar
los asuntos del mundo, consagrado
al aislamiento y al cultivo de la mente
con un arte tan secreto que excedía
la apreciación de las gentes, desperté
en mi falso hermano un mal instinto,
y mi confianza, que no tenía límites,
cual buen padre inversamente generó
en él una falsía tan inmensa
como fue mi confianza. Llegó a enseñorearse
no sólo de mis rentas, sino también
de cuanto mi poder le permitía,
e igual que quien hace pecar a su memoria
contra la verdad al creerse sus mentiras
a fuerza de contarlas, creyó ser
el duque mismo por haberme reemplazado
y ostentar el rostro del dominio
con todo privilegio. Creciendo su ambición…
¿Me oyes bien?
MIRANDA
Padre, tu relato curaría la sordera.
PRÓSPERO
Para no tener obstáculo entre papel
y personaje, querrá ser el propio
Duque de Milán. Para mí, ¡pobre!,
mi biblioteca era un gran ducado. Me cree
incapaz para el gobierno, se alía
(tal era su sed de mando) con el rey de Nápoles
pagándole tributo, rindiéndole homenaje,
entregando la corona ducal a la del rey
y sometiendo el ducado, aún sin doblegar,
a la más innoble postración.
MIRANDA
¡Santo cielo!
PRÓSPERO
Escucha el pacto y sus consecuencias,
y dime si obró como un hermano.
MIRANDA
Pecaría si no pensara noblemente
de tu madre: la buena entraña
ha dado malos hijos.
PRÓSPERO
Escucha el pacto. El rey de Nápoles,
que siempre fue mi eterno enemigo,
atiende el ruego de mi hermano;
a saber: que, a cambio del convenio
de homenaje y no sé cuánto tributo,
arroje del ducado a mí y a los míos
sin demora, regalando la hermosa Milán
con todos los honores a mi hermano. Así,
con tropa desleal ya reclutada,
en la noche fatídica abrió Antonio
las puertas de Milán y, en la más negra tiniebla,
sus esbirros nos sacaron a los dos;
a ti, llorando.
MIRANDA
¡Ay, dolor! No recuerdo
cómo lloré entonces y voy a llorar ahora.
Lo que ocurrió me arranca el llanto.
PRÓSPERO
Atiende un poco más y llegaremos
a lo que ahora nos concierne, sin lo cual
esta historia no vendría al caso.
MIRANDA
¿Por qué no nos mataron?
PRÓSPERO
Buena pregunta, muchacha; mi relato
la provoca. Hija, no se atrevieron,
de tanto como el pueblo me quería y, en vez
de mancharse de sangre, les dieron
un bello color a sus viles designios.
En suma, nos llevaron a un velero a toda prisa
y en él varias leguas mar adentro. Allí
nos esperaba el casco podrido de un barcucho
sin jarcias, ni velas, ni mástil. Hasta las ratas
lo habían abandonado por instinto. En él
nos lanzaron a llorarle al mar rugiente,
a suspirarle al viento, cuya lástima
nos hacía un mal amoroso al suspirarnos.
MIRANDA
¡Ah, qué carga fui yo para ti!
PRÓSPERO
Tú fuiste el querubín que me salvó.
Inspirada de divina fortaleza,
sonreías mientras yo cubría el mar
de lágrimas salobres y gemía
bajo mi pena. Así me diste bríos
para afrontar lo que acaeciese.
MIRANDA
¿Cómo llegamos a tierra?
PRÓSPERO
Por divina voluntad. Llevábamos
algo de comida y un poco de agua dulce
que nos dio por caridad Gonzalo,
un noble de Nápoles encargado del proyecto,
y también ricos trajes, ropa blanca,
telas y efectos varios que nos han
servido mucho. En su bondad, sabiendo
cuánto amaba yo mis libros, me surtió
de volúmenes de mi propia biblioteca
que yo estimaba en más que mi ducado.
MIRANDA
¡Ojalá algún día vea a ese hombre!
PRÓSPERO
Voy a levantarme. Tú sigue sentada
y escucha el fin de nuestras penas.
Llegamos a esta isla y aquí yo,
tu maestro, te he dado una enseñanza
que no gozan los príncipes, con horas
más ociosas y tutores menos esmerados.
MIRANDA
Dios te lo premie. Ahora, padre, te lo ruego,
pues aún me embarga el alma, dime
por qué has desatado esta tormenta.
PRÓSPERO
Vas a saberlo.
Por un extraño azar la próvida Fortuna,
que ahora me acompaña, ha traído
hasta aquí a mis enemigos, y por presciencia
veo que mi cenit depende de un astro
sumamente favorable y que, si no
aprovecho su influencia, mi suerte
decaerá. Cesen ya tus preguntas.
Te duermes. Es benigna soñolencia.
Abandónate: no puedes evitarla.
[Se duerme MIRANDA.]
¡Ven aquí, mi siervo, ven! Estoy presto.
Acércate, Ariel, ven.
Entra ARIEL.
ARIEL
¡Salud, gran amo! ¡Mi digno señor, salud!
Vengo a cumplir tu deseo, ya sea volar,
nadar, lanzarme al fuego, sobre nube ondulante
cabalgar. Con tus poderosas órdenes
dirige a tu Ariel y sus fuerzas.
PRÓSPERO
Espíritu, ¿llevaste a cabo fielmente
la tempestad que te mandé?
ARIEL
A la letra. A bordo
del navío real, llameaba espanto
por la proa, por el puente, por la popa,
por todos los camarotes. A veces me dividía,
ardiendo por muchos sitios: flameaba
en las vergas, el bauprés, el mastelero,
y después me unía. El relámpago de Júpiter,
heraldo del temible trueno, nunca fue
tan raudo e instantáneo. Fuegos y estallidos
del sulfúreo alboroto parecían asediar
al poderoso Neptuno y hacer que temblasen
sus olas altivas, y aun su fiero tridente.
PRÓSPERO
¡Mi gran espíritu!
¿Quién fue tan firme y constante, que no
acusara el efecto del tumulto?
ARIEL
No hubo quien no
sintiera la fiebre de los locos, ni obrara
enajenado. Todos, menos los marineros,
se echaron al mar espumoso saltando del barco,
que ardía con mi fuego. Fernando, el hijo del rey,
con los pelos de punta (más juncos que pelos),
fue el primero en lanzarse, gritando: «¡El infierno
está vacío! ¡Aquí están los demonios!»
PRÓSPERO
¡Bien por mi espíritu!
Pero, ¿eso no fue junto a la costa?
ARIEL
Muy cerca, mi amo.
PRÓSPERO
¿Y están todos a salvo, Ariel?
ARIEL
Ni un pelo ha sufrido,
y no hay mancha en sus ropas flotadoras,
ya más nuevas que nunca. Tal como ordenaste,
los dispersé por grupos en la isla.
Al hijo del rey le hice llegar a tierra,
donde quedó enfriando el aire de suspiros,
sentado en un rincón lejano de la isla
con los brazos en este triste nudo.
PRÓSPERO
Dime qué hiciste
con el navío real, los marineros.
¿Y el resto de la escuadra?
ARIEL
El navío del rey está escondido
en buen puerto, en la cala profunda
donde una medianoche me hiciste traer
rocío de las Bermudas borrascosas.
A los marineros los metí bajo cubierta;
durmiendo quedaron, merced a un hechizo
y sus fatigas. El resto de la escuadra,
a la que dispersé, ya se ha reunido
y navega por la mar Mediterránea
con triste rumbo a Nápoles, creyendo
que vieron naufragar el navío del rey
y morir a su augusta persona.
PRÓSPERO
Ariel, cumpliste mi encargo con esmero,
pero aún queda trabajo. ¿Qué hora es?
ARIEL
Más del mediodía.
PRÓSPERO
Al menos dos horas más. De aquí a las seis
hemos de emplear valiosamente el tiempo.
ARIEL
¿Aún más labor? Ya que tanto me exiges,
déjame recordarte lo que has prometido
y aún no me has dado.
PRÓSPERO
¡Vaya! ¿Protestando?
¿Tú qué puedes reclamarme?
ARIEL
Mi libertad.
PRÓSPERO
¿Antes de tiempo? Ya basta.
ARIEL
Te lo ruego, recuerda
que te he prestado un gran servicio;
no te digo mentiras, ni cometo errores,
y te sirvo sin queja ni desgana. Prometiste
descontarme un año entero.
PRÓSPERO
¿Olvidas de qué tormento te libré?
ARIEL
No.
PRÓSPERO
Sí, y crees una fatiga
pisar el fondo cenagoso del océano,
correr sobre el áspero viento del norte,
hacerme encargos en las venas de la tierra
cuando el hielo la endurece.
ARIEL
Yo no, señor.
PRÓSPERO
¡Mientes, ser maligno! ¿Te olvidas
de la inmunda bruja Sícorax, encorvada
por la edad y la vileza? ¿Te olvidas de ella?
ARIEL
No, señor.
PRÓSPERO
Pues sí. ¿Dónde nació? Habla, dilo.
ARIEL
En Argel, señor.
PRÓSPERO
¿Ah, sí? Una vez al mes
tengo que contarte lo que has sido,
pues lo olvidas. La maldita bruja Sícorax,
por múltiples maldades y hechizos que no son
para oídos humanos, fue, como ya sabes,
desterrada de Argel. Por algo que hizo
no la ejecutaron. ¿No es verdad?
ARIEL
Sí, señor.
PRÓSPERO
A esta bruja de ojos morados la trajeron
ya preñada, dejándola aquí los marineros.
Tú, mi esclavo, como a ti mismo te llamas,
fuiste siervo suyo y, al ser tan sensible
para cumplir sus órdenes soeces,
negándole obediencia, te encerró,
con la ayuda de agentes poderosos
y en su cólera más incontenible,
en un pino partido, en cuyo hueco
doce años con dolor permaneciste
prisionero. Mas murió en ese espacio
y te dejó allí, dando más quejas
que giros una rueda de molino.
Entonces, salvo el hijo que ella parió aquí,
un pecoso engendro, ningún humano
había honrado esta isla.
ARIEL
Sí, su hijo Calibán.
PRÓSPERO
¡Torpe! ¿Quién, si no? Calibán,
que ahora está a mi servicio. Bien sabes
el tormento que sufrías cuando te hallé.
Tus gemidos hacían aullar al lobo y apiadarse
al oso furibundo: un tormento
para los condenados que Sícorax