Enrique V. Conde
PABLO Y YO
Un Relato de la Vida Real
A ti Pablito y a ti Enriquito,
que inspiraron estas páginas.
“El amor es la fuente última de la vida cósmica”
Daisaku Ikeda
Introducción
“La felicidad no llegará a ti a través de todos los libros del mundo,
éstos sólo te guiarán, en silencio, hasta tu reino interior.”
Hermann Hesse
PRIMERA PARTE
ENRIQUITO
“En lugar de lamentar que la rosa tenga espinas, deberíamos celebrar que un arbusto espinoso como el rosal, pueda dar capullos tan hermosos.”
Carl Hilty
Una Llamada
El 16 de setiembre de 1993, a eso de las dos de la tarde, estaba podando la parra, cuando de pronto se acercó mi vecina Marta diciéndome que en su teléfono había una llamada urgente de mi sobrina Anita.
Yo me sobresalté, pues no era la hora habitual en que podía recibir un llamado de la familia de mi hermano que vive en Pinamar y menos aún de mi sobrina Anita que a esa hora estaría trabajando.
Con el nerviosismo propio de la circunstancia, me acerqué tenso al aparato.
De inmediato la voz de Anita, entrecortada por el llanto, confirmó mis temores, pues, en medio de su angustia, le oí aquellas fatídicas palabras: “Enriquito se quitó la vida”…
En mi mente todo sucedió como en el vértigo de una pesadilla ¿cuándo?… ¿cómo era posible?… ¡Dios mío!
Sólo atiné a decir, “salgo inmediatamente para allá”.
Hoy, a la distancia, me imagino la angustia de esa hermana enfrentada a dar la noticia de la trágica muerte de su hermano…
Aturdido como estaba, cargué un poco de ropa en un pequeño bolso, le di instrucciones a Juana para que atendiera a algún cliente que ocasional-mente pudiera venir al “Hospedaje 25” y me dirigí de inmediato a la terminal de ómnibus, con la esperanza puesta en que saliera algún coche con destino a Montevideo.
Ya en el ómnibus, nuevamente escuchaba la voz lastimera de Anita, “fue recién”… “estaba muy deprimido”.
Durante el viaje, el llanto de Anita martirizaba mi mente.
Mientras mis pensamientos recorrían, en detalle, las veces que estuve con Enriquito, su rostro se me presentaba sonriente…
¡No tenía manera de pensar en algo distinto!
Enriquito era muy chiquito cuando en el año 1962 yo vine para Rivera y estando a quinientos kilómetros de Montevideo, cuando aún la actual ca-rretera era tan solo un camino de balasto, lleno de piedras, se hizo muy difícil que nos pudiéramos ver a menudo, en consecuencia, nuestros con-tactos no fueron muy frecuentes.
Sus Sueños
Tanto Ana, mi cuñada, como mi hermano,
siempre contaban que de niño, Enriquito se dirigía a la escuela con andar cansino, arrastrando su cartapacio como si éste pesara toneladas y cual-quier causa le era válida para enlentecer su marcha y no permitía que ninguno de sus hermanos menores, Héctor o Anita, se le adelantaran en el camino.
Era como si buscara no llegar nunca… y si encontraba una excusa, todos debían detenerse a esperarlo.
Una tarde dijo: “Paren, tengo que rascarme una pierna”.
Sus movimientos, para ir y venir de la escuela, hacer los deberes y volver a prepararse para la clase del día siguiente, realizados en cámara lenta, no ocultaban su desencanto por esa forma de vida, reglamentada al ritmo del reloj.
Pese a su carácter dócil, en esas circunstancias, parecía dominado por un sentimiento de rebeldía.
Su actitud cambiaba al sacase la túnica y alejarse de los libros, entonces, se le veía con ritmo de vértigo, arriesgado, alegre, seguro de sí mismo, creativo… libre…
Era como si desde muy pequeño, hubiera captado y comprendido que la libertad es el principal requerimiento del espíritu humano.
El circo lo fascinaba de una manera casi indescriptible y petrificado en su asiento, se sentía ora trapecista, ya malabarista, o traga-fuego; el tigre, el león, el elefante, el caballo, el oso, el mono, en fin, toda el arca de Noé, le obedecía, en su fantasía, sin necesidad de látigo… entonces, sus ojos negros brillaban en su rostro cetrino, reflejando las luces de colores.
Imbuido de la magia del circo, luego repetía en el fondo de la casa, los papeles desempeñados bajo la carpa del circo, y, aún de grande, sus ojos se volvían a iluminar como las luces del arco iris y en su rostro relampa-gueaba una sonrisa al recordarlo.
Así, en plena libertad, sin tablas ni reglas gramaticales, sin horarios ni limitaciones de espacio, su fantasía volaba libérrima, aunque más no fuera por un instante.
El canto atrajo su atención y su timbrada voz, repetía, sonoramente, “La de vestido celeste”, “Solita estaba en la arena”, “Que bonita flor”, “Taba-reeé…”, “Gurisito pelo chuzo”, que él interpretaba poseído por esos perso-najes que lo acercaban a su ansiada libertad, etérea como el pentagrama… sin peso ni dimensión…
Como el estudio, aún el de solfeo, no entraba en sus cálculos, su experiencia musical naufragó en la orilla.
De esa etapa, sólo le quedaron las letras de algunas canciones que yo le oí repetir, modificadas a su antojo, cambiando, por ejemplo, el vestido celeste por una prenda femenina íntima del mismo color… y así por el estilo, agregando a su repertorio otras canciones tales como “Mi pollera amarilla” de la “bomba” tucumana.
Pese a que sus manos se mostraban torpes e inseguras frente a las “b”, las, “d” y las “p”, sin embargo, volaban hábilmente en los trabajos manuales, y así, mientras sus manos se manchaban de tinta en el banco de la escuela, esas mismas manos se vestían con los colores del arco iris en la clase de cerámica, dando rienda suelta a su fantasía…
Según cuenta mi hermano, él era quien saltaba primero del auto, cuando pinchaba un neumático y desde pequeño se las ingeniaba para cambiar solo una cubierta.
Con imaginación de inventor, no lo detenían problemas mecánicos; su vista parecía penetrar en la carcasa que cubre mecanismos, y a través de ella descubría cual era su funcionamiento. Nació así su afición por las herramientas, con las que realizaba toda clase de trabajos, no sujetos a horarios, plazos ni condiciones.
Su destreza física lo llevó a las canchas de fútbol y de la misma manera que su imaginación volaba tras sus fantasías, su físico también volaba tras un balón con ansias de gol, atrapándolo junto al palo o descolgándolo de un ángulo.
También allí los límites lo constriñieron.
El hubiera querido ser, a la vez, en un mismo partido, quien evitara los goles como arquero y también quien, como delantero, los convirtiera para su equipo.
Como si el reloj de su mente marchara adelantado, ansiaba resultados pronto, pero como la vida está reglamentada en otro tiempo, al no coincidir los hechos con sus ilusiones, se sentía con las manos vacías, campo propicio para que, cuando alguien un día susurrara a su oído: “ya deberías haber triunfado… otros a tu edad ya lo han hecho”… decidiera, sin más, abandonar la práctica del fútbol a los 19 años.
Luego, cuando las hojas del almanaque lo enfrentaron a las responsabilidades de la vida, la rutina lo sujetó a normas rígidas, absurdas para él, y lo hizo sentir como la locomotora, que sola, se siente libre silbando alegre al viento, pero ligada a los vagones y ceñida a su camino de hierro, arrastra tras de sí una pesada carga, haciéndola gemir en medio del vapor y el humo que van nublando su camino.
Enriquito siempre soñó con la libertad plena, como la del ave que vuela por encima de los volcanes.
Él intuía que por el camino de la libertad, el mismo camino por el que un día la humanidad erradicó del planeta la servidumbre y por el que luego también se extirparía la esclavitud, la humanidad lograría sacudir el yugo de la sumisión de los humildes frente a los poderosos y lograría la dignificación del hombre en el trabajo.
Si no hubiera, decía, quienes buscaran sacudir ese yugo, la humanidad podría caer sumida, otra vez, en la esclavitud o el servilismo.
Su peor enemigo era el péndulo del reloj que, marcando implacable el curso de un tiempo perentorio, se agota a cada instante, convirtiendo cada segundo del presente en pasado que sólo le dejaba la amargura de su tiranía, productora de apuros, de ambiciones, de injusticias, de pretensiones y de egoísmos que avasallando al individuo, lo hacen esclavo de las cosas, en desmedro del valor de los ideales.
En ese ambiente de falso presente, en un gesto de defensa y de rebeldía a la vez, se calzó los zapatos de buzo que, como cuando niño, hicieron lentos sus movimientos, como queriendo permanecer dueño de ese tiempo que se le fugaba a cada instante.
Para él no había otro tiempo que el tiempo eterno, aquel en que nacen, florecen y dan fruto las ideas, intangible a la prepotencia, a los juicios apresurados, a las conveniencias, a las pasiones o a los intereses manejados por el egoísmo.
El tiempo eterno, aquel en que el viento transforma en arena las rocas del desierto, aquel en que el río labra su lecho, aquel en que la gota orada la piedra, aquel en que el mar forma la playa de arena fina, batiendo contra la roca furiosas olas, o rompiendo mansamente en la orilla.
Empero, mientras su mente volaba en busca de nuevos horizontes de libertad, sus pies debían posarse sobre el fango de la incomprensión y de la falsedad.
Uncido a un yugo invisible, transitaba mansamente, mientras sus ojos ostentaban el fulgor de los que tienen sueños de libertad.
“El Manso” le llamaron sus compañeros de trabajo.
Pero, pese a sentirse encadenado a la roca de su cuerpo, él quería volar por todos los espacios, sin límites, sin vallas ni ataduras, en busca de la vida, en busca del amor, en busca de la libertad, en busca de la eter-nidad…
Todo su ser parecía decir, quiero viajar al azul del infinito cielo, y, surcando el firmamento, extasiarme con el titilar de las estrellas… y en la grandiosidad de los astros, dormir… dormir flotando en el espacio, liberado de la gravedad…
Visitar al cóndor en la cima de la montaña, y de la nieve, sentir su frío cortando mi cara, y oír el silbido del viento, y el tronar de la tormenta, y el rugir de la avalancha y, luego… escuchar de la nube que pasa, su silencio de paz… y ver el sol que asoma, transformando la blanca alfombra en agua que corre silenciosa y cristalina hacia el valle… y bañarme entonces de inmensidad…
Y dormir… dormir mecido por la brisa…
Vivir en el valle con sus vastas praderas, que como alfombras de esmeralda, se extienden al infinito, salpicadas de flores, y bañarme en el lecho del río… y desde la escarpada roca, zambullirme temerario una y otra vez, y sentir el agua ahogando mi respiración… y luego… tendido sobre la blanda arena, gozar de la caricia del sol en la playa desierta, y admirar el follaje de los árboles, escuchar el canto de los pájaros, ver el majestuoso volar de las aves, el ir y venir de la mariposa… y acariciar las flores… sintiendo la tersura de sus pétalos…
Y dormir… dormir a la vera del río arrullado por el murmullo del agua que pasa cantando…
Quisiera llegar a lo profundo del océano… y sentir el mudo andar de los peces rondando junto al arrecife de coral y hundido en la oscura profundidad del silencio, olvidar la luz, y sentir la ausencia, allí donde el tiempo sea eterno…
Y dormir… dormir acunado por el silencio…
Ir al encuentro del amor, con el corazón lleno de fantasía yo quisiera… y que en el cielo gris de mi alma, sólo ella brillara, rompiendo la oscuridad, y que el silencio sea el único testigo, cuando trémula me abrace… e, incrédulo, mis labios busquen sus labios… y al sentir la tierna y tibia caricia de su boca, despierte en mi el deseo de que sea mía… y que también lo pueda leer en sus ojos turbios de pasión…
Y… cuando venga la noche y el silencio… temblantes y ansiosos… acariciar sin ropaje nuestro amor…
Así eran sus sueños…
Sus Desencantos
En una oportunidad, cuando pasé un tiempo en casa de mi hermano, aprendimos a apreciarnos mutuamente; Enriquito me decía “bubuchi” por una gorra que yo usaba parecida a la del oso Yoggi y yo “Yogurcito”, pues le decía que había sido hecho con leche de descarte, lo que daba motivo a que él también me llamara, a veces, “Yogur”; esto da idea de cual era nuestro trato, siempre jovial.
Sin embargo, la última vez que nos vimos, no lo noté tan activo como en otras circunstancias, sin embargo, mantenía su carácter alegre, dispuesto siempre a una chanza.
La vida, igual que a mí, lo había golpeado duramente; también a él como a mí, lo había traicionado su mujer.
Cuando, en medio de mi enfermedad, ella me abandonó con la promesa de reencontrarnos en la intimidad, yo, ¡crédulo de mí!, decía, fui a su encuentro pero en esos días nunca podía.
Cada vez que iba le llevaba algo de lo que había dejado en casa de mis padres, una vez el tapado de piel, otra el video, otras veces otras cosas, pero ella nunca estaba dispuesta a cumplir su promesa de intimidad.
Entonces supe que era mentira, pues cuando le llevé todas las cosas, me dijo que prefería no verme más.
Un día que llamé a mi casa para hablar con mis hijos, cuando aún no había transcurrido mucho tiempo de mi última frustrada visita, descubrí que allí, en mi propia casa, estaba con un tipo.
“Es un amigo que está arreglando una canilla del baño”… dijo ella…
¡Y lo hacía en mi cama!, así me lo contó el nene, él lo sabe y quizá lo recuerde por siempre.
¡En qué hogar se van a criar mis hijos!
En las noches, yo me abrazo con los fantasmas, mientras ella lo hace con ese tipo, en mi propia cama… decía, y lo inundaba el silencio… y la tristeza…
Luego supe de sus últimas palabras a su madre:
“Mientras yo me revuelco en esta cama sin poder conciliar el sueño… ella se revuelca con su macho ¡en mi casa, en mi propia cama!”
El pasado lo acechaba con sus fantasmas y el futuro lo espantaba con la incertidumbre…
Se sentía encadenado a esa roca que era su cuerpo… mientras, en sus ojos, se leía el clamor de su alma… en busca de libertad…
¡Ese soy yo! dijo una vez leyendo el siguiente fragmento:
“No me hieras removiendo las cenizas de un amor que no dio llama…
Hoy me nubla el humo oscuro del recuerdo.
¡Negros tizones sin luz, ni calor!
A mis ojos convocan lágrimas de dolor.
Y mis manos se crispan hiriendo mi carne, sin sentido.
¿Por qué he de arrastrar este dolor que me corta las alas, cuando mis ojos, con ansias de cielo, buscan la ruta para volar?
Anclas que me apegan al pasado.
Cenizas que el viento llevó…
Vivir el presente yo quisiera, sin el temor del ayer, sin la zozobra del mañana, y descubrir que hay un lugar en el mundo donde caben mis ansias…
El lugar maravilloso de los sueños… suspendido en el tiempo y en el espacio…
Un tiempo eterno… donde se conjugue el amor… la paz… y la libertad…”
Quizá Enriquito pensó que cuando no tuviera su cuerpo se sentiría libre de su dolor.
En su fantasía, se reflejaba el signo de la muerte…
Su alma mustia y abatida, no encontró consuelo… por eso lo de hoy…
Almas errantes, pensé, que van por el mundo buscando a tientas donde apoyarse y el mundo les es esquivo, traicionero y efímero.
Yo sabía que cuando huye el amor, el corazón se inunda de pena, el dolor anida como para siempre… una negra noche te envuelve de silen-cio… y los miedos desgarran el alma, que vaga triste como una sombra por los rincones…
Y un negro pensamiento de muerte te asalta, empujándote paso a paso, hacia la tumba… que se orna con flores arrancadas al corazón.
De sus ojos negros y profundos, parecía escaparse un lamento:
“Ahora… en mi derredor todo es silencio…
Un día acaricié el pétalo de una rosa,
sentí el perfume de madreselvas y jazmines,
y me inundó la caricia de tus manos…
Yo, quería ir a lo profundo del insondable mar,
y en la soledad del silencio oír tu voz…
Yo, quería ir a la cumbre nevada de la montaña,
junto al agua cristalina que corre hacia el valle…
Yo, quería llegar con mis manos al cielo
y abrazar, trémulo, la nube que pasa silenciosa…
Yo, quería vivir en el valle junto a la rosa,
y sentir en mi cuerpo el dolor de las espinas…
Hoy, evanecidas la rosa, la flor, y tus manos…
¿Qué fue del perfume de la flores?
¿Dónde está aquella rosa?
¿Qué de las caricias de tus manos?
Ahora, aquí, en la soledad de mi alma,
lejos el mar, la montaña, la nube y la rosa,
de silencio de mi alma rebosa…
Yo no sé, si cuando mañana,
yazca mi cuerpo inerte,
podré, en la soledad la tumba,
convocar al silencio de la muerte.”
*
Así eran sus desencantos…