Respaldo de material de tanatología

EDUCAR EN LA AUTENTICIDAD AFECTIVA

Se autoriza el uso de este material citando su procedencia:
Díaz C. (1998). Educar en la autenticidad afectiva. NOUS: Boletín de Logoterapia y Análisis Existencial.  (2), 91-122.

EDUCAR EN LA AUTENTICIDAD AFECTIVA

Carlos DIAZ

1. El mundo de los valores

¡Cuántas veces se comienza en cuestiones educativas como Sancho el Bravo mientras se es estudiante, se torna Sancho el Fuerte cuando se ganan los primeros sueldos, y se llega a Sancho Panza cuando se ganan las oposiciones! Y ¡cuántas mentiras y falsas proyecciones del yo personal al nosotros comunitario poniendo cara de héroe mientras se tenía alma de villano! No habrá sociedad nueva sin cambio del corazón, y no habrá cambio del corazón mientras no se atienda al conocimiento de la propia identidad, siempre en última instancia afectiva.

1.1. Los valores no son las cosas

1.1.1. El valor, cualidad apriórica

La persona moral se mueve en el universo del valor. Santo Tomás afirmaba que el valor es el bien que todos desean y, en esa medida, aquello que les perfecciona; por eso el bien es buscado en orden a la obtención de la perfección debida que, en última instancia, sólo se plenifica en Dios, fuente de todo valor.

Para Kant, por el contrario, el valor no radica en algo exterior al sujeto, sino en la dignidad de sus acciones procedentes de una voluntad autónoma y libre.

Según Scheler, Kant cometió dos errores. El primer error, al identificar conocimiento a priori con conocimiento formal, dando por supuesto que todo conocimiento (y por ende toda ética) material habría de ser heterónomo y hedonista, es decir, interesado por el éxito, por los bienes y los fines logrables, que son en última instancia empíricos y relativos, pues conducirían al mero legalismo del obrar y no a la moralidad del querer, en definitiva al egoísmo instintivo del ser humano.

El segundo error habría consistido en identificar conocimiento asimismo a priori con conocimiento racional, desconsiderando el valor emocional del conocimiento. Reaccionando contra ambos prejuicios Max Scheler diseñará una ética de los valores material y a priori (Frondizi, 1966).

Max Scheler asegura que no hay valores porque haya bienes y fines (santo Tomás), ni porque haya normas (Kant), ya que los valores son independientes de las cosas, cualidades a priori: aunque nunca hubiera pensado nadie que la borrachera era mala, ella sería un mal de suyo. Así pues, una ética a priori defenderá la inmutabilidad, inalterabilidad, absolutez e incondicionalidad del valor: sólo nuestro conocimiento del valor puede ser relativo, no el valor mismo; por tanto, la irreductibilidad a la subjetividad: “hay infinito número de valores que nadie pudo hasta ahora captar ni sentir” (Scheler, 1941; p. 39).

Los entes son, existen en la realidad, pero los valores valen, y valen aunque nunca se hubieran hecho presentes en el mundo; los valores no son entes, ni tampoco propiedades de las cosas, ni son fuerzas, potencialidades, o disposiciones de las cosas capaces de causar en los sujetos los correspondientes estados, como quería Locke. Están, eso sí, en las cosas fundándolas, pero no se reducen a la condición de cosas, pues la belleza es un valor que existe más allá de las cosas bellas, y su presencia seguiría ahí, incluso en un mundo completamente feo.

1.1.2. La crítica inductivista

Este punto de partida apriórico pudiera ser negado por el inductivista histórico, según el cual no habría manera de seguir afirmando el disvalor o valor negativo de la borrachera en una hipotética sociedad en la cual todo el mundo estuviese convencido de lo contrario. Además, continuaría el inductivista, ¿cómo podría defenderse la inalterabilidad de cualquier escala esencialista de valores -la que fuese- si las sociedades evolucionan permanentemente, mutando al respecto?. Si incluso Platón y Aristóteles, como los griegos de su generación, aceptaron la esclavitud como un valor básico de la democracia, ¿quién podrá asegurar que los actuales valores no serán tenidos por pre-axiológicos por generaciones sucesivas, dada la condición mutante del hombre, animal no fijado todavía?.

Ahora bien, ¿no hace imposible la crítica inductivista la defensa de los valores universales en todo tiempo y lugar?. Mas esto, ¿no conllevaría inevitablemente un relativismo, donde en última instancia todo estaría permitido, un nihilismo que arrasaría incluso con la posición inductivista?. ¿Acaso el relativismo no relativiza la propia afirmación relativista?. ¿No parece una exigencia inevitable de la razón la existencia de valores inmutables, sean cuales fueren sus respectivos contenidos materiales?.

1.2. Los valores no son los bienes

Los valores, cualidades aprióricas, tampoco son los bienes: “el mundo de los bienes, al estar constituido por cosas, puede ser destruido por las fuerzas de la naturaleza o de la historia y, si el valor moral de nuestra voluntad dependiese de los bienes, tal destrucción le afectaría. Por otra parte, los bienes tienen validez inductiva, empírica, y cualquier principio que en ellos se apoye está condenado al relativismo. ¿Cómo podría extraerse un principio universal y necesario de una realidad cambiante, inestable?. Si se admitiera la ética de bienes, los principios morales tendrían que ir a la zaga de la evolución histórica y resultaría imposible -afirma Scheler- la crítica al mundo de los bienes existentes en una época, pues la ética se fundaría justamente en esos bienes” (Frondizi, 1966; p. 73).

En resumen, el valor no es lo mismo que el bien objetivo: “el valor es el contenido dado en la experiencia humana cuando el hombre entra en contacto con el bien, con la cosa que es experimentada por él como un bien. Esta cosa es llamada por Scheler Sache, contenido en que el conocimiento aún no ha distinguido el contenido objetivo (Ding) del valor (Wert)” (Wojtyla, 1980; p.127).

1.3. El afecto intencional emocional tiene sus razones que la razón no conoce

En tanto que humanos somos cada uno de nosotros una indisoluble realidad intelectivo/afectiva, una inteligencia sentiente, una inteligencia emocional; sin embargo unidad no significa indiferenciada amalgama, pues también el cuerpo humano forma una unidad, pero es el ojo el que ve y el oído el que oye, y no a la inversa. No puede negarse que el corazón tiene su papel en la unidad racio-afectiva de cada persona. Aunque con frecuencia los filósofos dejen para los psicólogos o para los sociólogos el ámbito del corazón y de sus supuestas “rarezas”1, sin embargo con ello se equivocan, pues la filosofía del corazón está en el corazón mismo de la filosofía, aunque quizá sea llevar demasiado al extremo opuesto afirmar que “existe un orden del corazón, una lógica del corazón, una matemática del corazón, tan rigurosa, tan objetiva e inquebrantable como las proposiciones y consecuencias de la lógica deductiva. Lo que la expresión simbólica ‘corazón’ designa no es, como se imaginan de una parte filisteos y de otra románticos, la sede de confusos estados, de oscuros e indeterminados arrebatos o intensas fuerzas que empujan al hombre de un lado para otro. No son brutos estados de hecho unidos, sino un conjunto de actos dirigidos, de funciones que poseen en sí una ley independiente de la organización psicofísica humana, un conjunto que trabaja con precisión y pone ante nuestros ojos una esfera de hechos rigurosamente objetiva, la más fundamental y objetiva entre todas las posibles esferas de hechos, la cual persistiría aun cuando desapareciera del universo el homo sapiens, al igual que la verdad de la proposición ‘dos por dos son cuatro’; más aún: es todavía más independiente del hombre que la validez de esta proposición” (Scheller, 1996; pp. 55-56).

No puede postularse ninguna ética puramente intelectual: “resulta, por tanto, un error deplorable ver la esfera espiritual y afectiva a la luz del subjetivismo, o creer que el comportamiento frío y ‘razonable’ o el tipo de afectividad meramente enérgica, en el que el corazón juega un papel menor, es más objetiva. Sucede más bien lo contrario, el ‘tullido’ afectivamente hablando, al igual que el hombre que carece completamente de una verdadera afectividad, nunca es, en el fondo, verdaderamente objetivo. Al no responder con su corazón a la situación objetiva en aquellos casos en los que están en juego valores que requieren una respuesta afectiva, no es en absoluto objetivo.

Ya es hora de liberarnos de la desastrosa equiparación entre objetividad y neutralidad. Debemos liberarnos de la ilusión de que la objetividad implica una actitud de mera observación e indagación. No. La objetividad sólo se puede encontrar en aquella actitud que responde adecuadamente al objeto, a su sentido y a su atmósfera. Permanecer neutral o no comprometerse cuando el objeto y su valor solicitan una respuesta afectiva o la intervención de nuestra voluntad supone adoptar una posición particularmente no-objetiva. Cualquier tendencia antiafectiva, por lo tanto, es en realidad un subjetivismo patente porque su respuesta al mundo es incorrecta ya que resulta incapaz de adecuarse a las verdaderas características y significado del mundo. El mundo requiere la afectividad tierna del amor verdadero, de las lágrimas de alegría y gratitud, de sufrimiento, esperanza o ‘conmoción’. Requiere, en una palabra, la voz del corazón” (Hildebrand, 1997; pp. 101-102).

Es en el ámbito del “corazón”, metáfora para expresar el mundo de las pasiones, los sentimientos, los afectos, los amores, etc, en la esfera afectiva, donde se hallan soterrados los más preciados tesoros de la vida individual, los más recónditos anhelos y los más sagrados misterios, allí donde hasta la misma palabra se hace silencio. En ese mundo afectivo y emocional es también donde los valores se viven, intuyen, construyen y argumentan con la más grande intensidad personal.

Distinguiendo en esa esfera entre afecto y pasión escribe Max Scheler: “el afecto es agudo y esencialmente pasivo; la pasión, una potencia permanente y, por su naturaleza, activa y agresiva. El afecto es esencialmente ciego y constituye un estado; la pasión -aunque unilateral y aisladora- ve los valores y es un intenso y constante movimiento de la vida impulsiva en esta especial dirección. No hay nada grande sin gran pasión, y todo lo grande lo es seguramente sin afecto. El afecto es preponderantemente un acontecimiento que pertenece a la esfera del yo corporal; por el contrario, la pasión tiene su punto de partida en el centro vital profundo del ‘alma’. ‘Borrad el amor y no quedará pasión ninguna; poned amor, y haréis que nazcan todas'” (Scheler, 1996; pp. 76-77).

1.4. Carácter intencional emocional de la aprehensión de los valores

La independencia y objetividad de los valores no desaparece cuando el sujeto humano los percibe intencionalmente, tendiendo o apuntando hacia algo que no es la pura vivencia psíquica, de forma que al percibir se percibe algo, al recordar se recuerda algo, etc, pues el objeto se nos da como algo irreductible a la vivencia; y lo mismo sucede en el percibir sentimental que nos revela la presencia del valor: “el hecho fenomenológico precisamente es que en el percibir sentimental de un valor está dado este mismo valor, junto con el sentir del mismo, y por consiguiente la desaparición del percibir sentimental no suprime el valor en cuanto tal” (Scheler, 1941; pp. 13).

Los valores “se manifiestan a la experiencia de las personas. En el sistema fenomenológico de Scheler, de las cosas o de nosotros mismos sólo podemos afirmar o negar en tanto en cuanto se nos presentan, y en la medida en que se nos presentan en la intuición emocional, su ensidad sin nuestra objetivación nos resultan ignotas. Para decirlo fenomenológicamente, los valores se nos revelan en el percibir sentimental, en el preferir, amar, odiar” (Scheler, 1941; p. 108).

1.5. Intuición emocional

Scheler distingue entre el sentimiento intencional (intentionales Fühlen), que es la captación del valor, y el estado sentimental sensible (Gefühlzustand), que es la vivencia del estado emocional. La experiencia de lo real se da siempre junto a una carga afectiva en forma de atracción o de repulsión, de amor o de odio en sus extremos, por lo que jamás es neutra, razón por la cual los valores se captan por intuición emocional (Wojtyla, 1980b; p. 84).

La persona es golpeada emocionalmente por el valor y se comporta como una caja de resonancia en su propia interioridad existencial; sin embargo, podríamos reprochar a esta perspectiva, “falta totalmente el elemento de juicio de donde nace un deber. Por consiguiente, el valor no aparece nunca como fin de una acción dirigida conscientemente a su realización. Además, el valor es simplemente experimentado, pero nunca elaborado, por la conciencia. En cualquier circunstancia el valor superior es -según la perspectiva de Scheler- el que genera la respuesta más intensa en el sujeto a causa de su excelencia intrínseca. Pero ¿podemos decir que en todos los casos el valor que suscita la respuesta más intensa es también aquel que la persona debe elegir a fin de realizar su propia perfección moral?” (Buttiglione, 1992, pp. 73-76).

Lo cierto es que para Scheler la fuente intuitiva y emocional de los valores morales no es la conciencia, sino sólo y exclusivamente el amor, acto espontáneo y, por tanto, no puede ser objeto de mandamiento, la ética tiene mucho de emocionalista. El acto de amor descubre el valor, permite que el sujeto experimente en su propia vida nuevos valores ya existentes de suyo en el orden objetivo; lo que hace el amor es ponerlos de manifiesto, convertirlos en contenido de la experiencia intencional del propio sujeto. Afirma Scheler en su obra “Esencia y formas de la simpatía” que el amor, como el odio en dirección contraria, si bien es un acto espontáneo de naturaleza puramente emocional, no contiene en sí mismo ninguna aspiración hacia el valor del objeto al que se dirige, ni siquiera aspira “al bien”, no busca en absoluto un bien para sí, sino que -a diferencia de la aspiración- tiende fundamentalmente a manifestar los valores de lo amado. Quizá pudiera decirse que no se ama algo porque sea bueno, sino que es bueno porque se ama.

1.6. El ethos intencional

  Precisamente ese mundo axiológico objetivo percibido por el sujeto en su estructura jerárquica y dado en la experiencia emocional-cognoscitiva del sujeto mismo recibe en Scheler el nombre de ethos, pasándose del enfoque ontológico a la posición intencional; el sistema de Scheler encuentra el valor ético en la persona, pero solamente porque la persona lo percibe de un modo afectivo-intencional, no porque la persona, como sujeto causal de sus actos, sea la causa eficiente de los diversos valores éticos contenidos en ellos. “Tras el acto de la conciencia no se encuentra -según Scheler- el amor de la persona; el amor se halla detrás de los actos de la percepción afectivo-emocional. El amor no tiene ninguna relación con la actividad causal de la persona, con su voluntad ni con sus actos, porque es mera emoción. Este amor puramente emocional es la raíz más profunda de la vida ética de la persona” (Wojtyla, 1982; pp. 209-210).

1.7. El seguimiento

El punto de partida es la individualización del valor en la experiencia personal, captado en el seguimiento (Gefolgschaft) de los valores de un maestro modélico y amado, o de una comunidad afectiva donde el magisterio se ejerza sobre la base de los ejemplos concretos. El amor del discípulo-seguidor se dirige al ideal que hay en la persona del maestro-modelo (no a la persona misma en concreto) como a su propio objeto. El camino es éste: reconocimiento del valor en el maestro, identificación con ese valor, y acción moral. El mundo de valores ideales que el maestro experimenta se hace coparticipación de experiencia por parte del discípulo, quien en cierto modo experimenta un crecimiento hacia ellos (Hineinwachsen). Nada contribuye tanto a la bondad moral de la persona como la percepción inmediata o intuición emocional de la otra persona en su bondad moral, ni más ni menos que en una relación de buen ejemplo.

Scheler desarrolla pormenorizadamente la problemática de la ejemplaridad, así como toda la tipología de los modelos personales, en la obra “Vorbilder und Führer”. La persona deviene discípula y seguidora del maestro amado en la medida en que experimenta como amable aquel mundo de valores que el maestro le descubre, no en tanto que tal maestro concreto y real, sino en tanto que ideal intencional, como portador de unos valores que el alumno asume como constitutivos de su propio cometido moral (Wojtyla, 1982; pp. 211-212). Es ahí donde funciona la empatía (Einfühlung), la atracción o repulsión morales que permiten salir a la persona del subjetivismo axiológico; es en la relación interpersonal (Mitfühlung) en donde los sujetos se hacen conscientes de los valores y contravalores.

Henos, en definitiva, ante el amor benevolentiae, amor desinteresado que no sólo dice “yo te deseo como un bien”, sino sobre todo “yo deseo tu bien, yo deseo lo que es un bien para ti”. Ninguna reciprocidad puede surgir sino de esa benevolencia.

Scheler elabora una tipología especial de los modelos magisteriales de seguimiento, de acuerdo con la escala axiológica de la vida emocional de cada uno, y no -como en el tomismo- según la cercanía al Bien supremo objetivo. El tomismo estima que Scheler destruye la verdad del bien para hipertrofiar la vivencia del valor.

Sea como fuere, la escala es la siguiente:
– Santo
Es la forma más alta de unidad de los valores espirituales, y en particular del valor del Dios personal; pero, aunque el hombre es para Scheler un ser teomórfico, no se trata de una verdadera relación con Dios como Realidad existente positivamente definida, sino de una experiencia de la idea de Dios construida sobre el valor de lo divino, que es la última y suma cualidad de la jerarquía axiológica; mediante el bien moral de sus propios actos entra el hombre en relación no con alguna abstracta “altísima perfección ética”, sino con el valor sumo de Dios.
– Genio
– Héroe
– Organizador (der führende Geist)
– Entendido epicúreo (Künstler des Genusses)

El papel de la conciencia se reduce a recopilar en sí los valores morales que en cierto sentido, aunque negativo, están contenidos en las normas generales transmitidas por la tradición y apoyadas en la autoridad, así como los demás valores morales que, en la experiencia específica de la persona, deben su aparición a la vitalidad de la esfera personal. Scheler define la conciencia con el nombre de economización de la actitud moral (Ökonomisierung der sittlichen Einsicht) por ser ante todo negativa y expresarse principalmente en las prohibiciones. De todos modos, “Scheler opina que a la conciencia se le atribuye, por regla general, una importancia excesiva, a lo que han contribuido las ideas metafísico-religiosas” (Wojtyla, 1982; p. 35).

1.8. Enseñanza del constructivismo axiológico

El maestro nos enseña a pasar del nivel preconvencional, donde la instancia para juzgar los valores es el egoísmo, al nivel convencional, en que se tienen por valiosas las normas de la comunidad particular en que uno se inserta, y desde ahí al nivel posconvencional, en el que hemos aprendido a distinguir entre las normas de nuestra comunidad concreta y los principios universales, que tienen en cuenta a toda la humanidad, y son los que legitiman a todas las instituciones democráticas.

Sin merma del reconocimiento de su objetividad, los valores van siendo descubiertos y construidos por el sujeto, y en la internalización de normas se da una progresión que va desde el “mamá está enojada conmigo ahora”, pasando por el “mamá se enoja conmigo cada vez que derramo la sopa”, y el “todos se oponen a que derrame la sopa”, para que finalmente brille la norma “no se debe derramar la sopa”.

El lenguaje se densifica y complejiza en la socialización secundaria, a partir del mundo básico de la socialización primaria. Mientras que en ésta las limitaciones biológicas son muy acentuadas en las secuencias del aprendizaje, que sólo se da con una intensa pero pobre identificación emocional, en la secundaria se llega a percibir al otro como funcionario institucional dentro de un contexto específico, de tal modo que el mundo de los padres ya no es todo el mundo. Mucha gente, sin embargo, queda presa de la socialización primaria, y su escala de valores es muy infantil, ya sea porque los padres continúan siendo la norma, ya sea porque las autoridades foráneas (académicas, políticas, laborales, etc) asumen el rol paterno, o porque el líder del grupo impide la autonomía del desarrollo (Nédoncelle) no sobrepasándose los primeros estadios freudianos o kolbertianos: es el infantilismo axiológico. Como señalan Berger y Luckmann en “La construcción social de la realidad”, el niño vive bien o mal en el mundo definido por sus padres, pero puede dar la espalda con alegría al mundo de la aritmética no bien abandona el aula, porque al niño le resulta mucho más fácil “esconderse” de su maestro que de su madre, pudiendo decirse que el desarrollo de esta capacidad de ocultarse constituye un aspecto importante para poder madurar como adulto. Mientras tanto, los maestros tratan de hacer “familiares”, hogareños e interesantes, naturales, los contenidos cada vez más formalizados, tratando de conservar el vínculo entre lo primario y lo secundario.

En todo caso, ya sea para pasar de la socialización primaria a la secundaria, ya para mantenerse en ésta, el vehículo más importante es el diálogo, a fin de estimular la estructura de plausibilidad ajena y de lograr la suspensión de dudas y la disipación de miedos absurdos. Mientras permanece dentro de las estructuras de plausibilidad, el individuo no se siente en ridículo cada vez que una duda sobre lo real le asalta, aunque un exceso de plausibilidad o de homogeneidad en general puede generar también una socialización deficiente.

Socializar es construir legitimaciones, reglas de juego, e instituciones valorativas que servirán para ir descubriendo mejor los valores mismos, en el tránsito del yo al nosotros, y del nosotros al ideal, pues, como señala Emile Durkheim, es moral todo cuanto es fuente de solidaridad, todo cuanto lleva al hombre a contar con otro hombre; la moral es tanto más sólida cuanto más numerosos y fuertes son esos lazos.

Un primer nivel de legitimación se produce con la transmisión de vocabulario; el segundo nivel contiene proposiciones teóricas en forma rudimentaria (proverbios, máximas, etc); el tercero las transmite mediante proposiciones formalizadas; el cuarto y último nivel es el de los universos simbólicos, pues cada vez que alguien se desvía de los símbolos y de los valores éstos le devuelven a la norma conculcada y a los comportamientos institucionalizados: sólo después de que un universo simbólico se objetiva como teoría surge la posibilidad de reflexión sistemática sobre la naturaleza y problemática de ese universo.

La socialización culmina con el intento de construcción de la ciudad axiológicamente armoniosa, pero a su vez tampoco resulta fácil lograr sujetos colectivos capaces de llevar adelante esa construcción; de peor a mejor podrían ser clasificados así, según Max Scheler:

– Colectivos por mero contagio sentimental  (Gefühlsansteckungen).
– Colectivos de vitalidad                             (Lebensgemeinschaften).
– Comunidades contractuales (Gemeinschaften).
– Comunidades de personas (Gesamtpersonen,  Liebesgemeinschaften).

1.9. Dimensión noemática del valor: criterios axiológicos

Toda intención noética tiene su correlato noemático, pues no es el sujeto quien fabrica o crea los valores, tan sólo los descubre, y además los descubre en su jerarquía axiológica objetiva. Existe, en efecto, una jerarquía axiológica a priori, siendo cinco los criterios para determinarla, según Scheler:

– Criterio de la duración del valor
Se prefieren los valores duraderos a los pasajeros y tornadizos.

– Criterio de la divisibilidad
Se prefieren los valores indivisibles: un trozo de pan vale el doble que la mitad de otro, pero la mitad de una estatua no se corresponde con la mitad de su valor total. Los bienes materiales son separables y divisibles y de hecho separan y dividen a las personas, mientras que los espirituales las unen.

– Criterio de fundamentación
Se prefieren los valores fundantes a los fundados por los fundantes.

– Criterio de profundidad en la satisfacción
Los valores superiores satisfacen más profundamente; sin embargo, la jerarquía del valor no consiste en la profundidad de la satisfacción que produce. Obviamente, satisfacción no significa necesariamente placer, si bien éste puede ser una consecuencia de la satisfacción. Axiológicamente hablando, sólo cuando nos sentimos satisfechos en los planos profundos de nuestra vida gozamos las ingenuas alegrías superficiales; quizá no siempre a la inversa, a pesar de las apariencias.

– Criterio de referencialidad
Los valores están entrelazados, guardan una armonía interactiva y sinérgica. Un valor es tanto más alto cuanto menos necesita referirse a otros; el valor más alto de todos es el absoluto, y todas las demás conexiones de esencias se basan sobre ésta.  

1.10. Dimensión noemática del valor: tabla de valores

La aplicación de los cinco criterios señalados deja al descubierto una ordenación jerárquica, o tabla de valores, que es la siguiente, de más bajo a más alto:

a. Valores de lo agradable/desagradable, a los que corresponden los estados afectivos del placer y dolor sensible.

b. Valores vitales, como la salud, la enfermedad, la vejez, la muerte, el agotamiento.

c. Valores espirituales, que deben preferirse a los dos escalones anteriores; captamos estos valores por una percepción sentimental en actos tales como el preferir, amar, que no deben confundirse con los correspondientes actos vitales sinónimos. Dentro de ellos pueden distinguirse jerárquicamente:

c1. Valores de lo bello (y de lo feo)

c2. Valores de lo justo y de lo injusto (que no hay que confundir con lo recto y lo no recto, los cuales se refieren a un orden establecido por la ley, siendo independientes de la idea de Estado y de cualquier legislación positiva).

¿Cabe realizar los valores morales como tales? A diferencia de Ortega y Gasset, Scheler asegura que el bien mismo no puede ser objeto del querer; la bondad de la persona no puede ser el fin de la acción. Para él el valor moral no puede ser nunca el fin de la acción; de manifestarse, lo hace con ocasión de la acción. La experiencia del valor del bien se manifiesta con ocasión de (auf dem Rücken) haber realizado el valor superior entre aquellos que se presentaban. Querer realizar el bien por el bien sería, por otra parte, una manifestación de fariseismo.

c3. Valores de ‘conocimiento puro de la verdad’. Los valores del conocimiento son ‘valores de referencia’ a los valores de la verdad misma, pues ‘la verdad no pertenece al universo de los valores’.

d. Valores de lo santo (y lo profano). Los valores religiosos son irreductibles a los espirituales y tienen la peculiaridad de revelársenos en objetos que nos son dados como absolutos. El valor de lo divino constituiría la asíntoma suprema de todos los valores de santidad. Como los valores en general son independientes de sus configuraciones históricas, Scheler no se circunscribe a ninguna de las manifestaciones religiosas concretas.

Cabe preguntarse, en todo caso, si esa tabla misma de valores no debería ser tomada también como una tabla de valores histórica, mudable, y por ende no apriórica.

1.11. Criterios prudenciales en la captación de valores

El valor no sólo plantea conflictos intra-extramorales entre un valor positivo y otro negativo, sino también entre dos positivos, amor y justicia por ejemplo, y entonces hay que saber elegir entre los valores que coliden o interfieren. Hans Reiner, buscando conservar a la vez la fuerza y la altura de los valores (los más altos no deberían ser los más débiles), propone algunos criterios prudenciales en la actuación axiológica:

a. Urgencia temporal
Cabe postergar o sublimar, pero no negar los valores más altos en favor de los más urgentes.

b. Cantidad
En caso de igualdad, será preferible lo que realice más cantidad de valor.

c. Probabilidad de éxito
En el sentido anterior.

d. Seguridad
Lo seguro es mejor que lo probable.

Por su parte Wilhelm Stern en la misma línea («Wertphilosophie») aduce estos otros criterios:

a. Plenitud
Humanidad es más que pueblo, pueblo más que familia, familia más que individuo.

b. Proximidad al yo
Familia es más que pueblo, pueblo más que humanidad, etc.

c. Urgencia
En caso de duda hay que tener prioridad con el débil, el niño, el anciano, etc.

d. Resonancia
El que más pueda, más debe cooperar.

1.12. Los valores y el progreso

Se puede progresar en la captación de los valores. Manuel García Morente (1980, pp. 51 ss) ha señalado el siguiente criterio al respecto:

– Realización de valores:
a. Todo descubrimiento o invención de un valor constituye un progreso.
b. Toda institución destinada a realizar un valor constituye un progreso, por imperfectamente que desempeñe su cometido.
c. Toda transformación de una cosa en un bien es progreso.
d. Toda mejoría de un valor ya realizado es progreso, ya sea por depuración, intensificación, etc.
e. Todo aumento de bienes en cantidad constituye progreso.
f. Toda disminución de males en cantidad constituye progreso.
g. Todo aumento de males significa retroceso.
h. La conversión de un bien-medio en un bien-fin no es progreso, y puede ser detención o retroceso.

– Estimación de valores
a. Todo aumento en la humana capacidad para estimar valores es progreso.
b. Toda rectificación de aberraciones estimativas es progreso, tanto en la denuncia de estimaciones falsas en sí mismas como en el restablecimiento de la auténtica jerarquía axiológica.

– Juicio sobre el progreso universal
a. El fomento y desarrollo de un valor inferior con detrimento de otro superior es retroceso, pero el descubrimiento de dicho acontecer y su rectificación constituyen progreso.
b. Fomentar y desarrollar un valor superior con detrimento de uno inferior puede significar retroceso, planteando siempre la cuestión técnica de cómo lograr el paralelo desarrollo en ambos valores conflictivos.
c. El progreso universal resulta de los progresos particulares teniendo en cuenta su intrínseca jerarquía.

A la sociología del saber le corresponde según Max Scheler el estudio de la relación entre las disposiciones habituales o «inclinaciones inconscientes» condicionadas por la clase social, que tiende a presentar el mundo y el progreso de los valores a su imagen según el modo siguiente (Scheler, 1960):

1) La clase social inferior atribuye el máximo valor a los tiempos venideros, la superior a los pasados.
2) Aquélla prefiere la visión dinámica, ésta la estática.
3) Aquélla el mecanicismo, ésta el teleologismo.
4) Aquélla el realismo, ésta el idealismo.
5) Aquélla el materialismo, ésta el espiritualismo.
6) Aquélla el pragmatismo, ésta el intelectualismo.
7) Aquélla el optimismo del futuro y el pesimismo del pasado, ésta el sinaléptico o coincidente.
8) Aquélla la conexión con el medio ambiente, ésta las condiciones naturales.

2. El riesgo de hacer depender los valores de una mera captación emocional

2.1. No tanto optimismo
 
Creemos sin embargo que Scheler cuestiona demasiado el valor cognoscitivo de la esfera racional, y que enfatiza demasiado el valor cognoscitivo de la esfera emocional, pues, como no existe indefectibilidad en las emociones, excesivamente desvinculadas por Scheler de la inteligencia y de la voluntad moral, resulta que algo tan importante como la captación de los valores pende de un hilo propenso al descontrol y al arbitrarismo, lo cual se manifiesta muy particularmente entre los:
– ciegos o idiotas morales;
– durmientes axiológicos (que tienen valores, pero durmientes, cuya cultura axiológica y cuya militancia son igualmente durmientes);
– cínicos morales (“cínico es el que conoce el precio de todas las cosas y el valor de ninguna”, dijo Wilde);
– necios axiológicos (“todo necio confunde valor y precio”, afirmó Machado);
– o, simplemente, gente con gustos morales que merecen palos.

Así pues, no puede hacerse depender la captación de los valores de la mera intuición emocional, tan necesaria como insuficiente en este caso.

2.2. A la voluntad lo que es de la voluntad, al sentimiento lo que es del sentimiento

A diferencia de la esfera volitiva, la afectiva no nos resulta directamente accesible. La alegría o la tristeza, en efecto, no se pueden producir libremente del mismo modo que producimos un acto de voluntad o una promesa, y tampoco se pueden gobernar como gobernamos los movimientos de nuestros brazos, porque el sentimiento tiene sus razones que la voluntad no conoce; por tanto, “es fácil darse cuenta de cuán erróneo resulta desacreditar el acto de compasión sentida o de amor, y reemplazarlos por actos de la voluntad, sólo porque en algunos casos la compasión o el amor son insinceros o insuficientes. Ciertamente, la voluntad y las acciones constituyen un test para la profundidad y la sinceridad de las respuestas afectivas en todas las circunstancias en las que se requiere una acción. Pero esto no significa que una respuesta afectiva de compasión sincera y genuina no tenga valor. Al contrario, esta respuesta posee y da un valor tan propio que nunca puede ser sustituido por acciones que no fluyan de estas respuestas afectivas.

Así pues, “en la esfera moral es la voluntad quien posee la última palabra; aquí lo que cuenta por encima de todo es nuestro centro espiritual libre. El verdadero yo lo encontramos primariamente en la voluntad. Sin embargo, en muchos otros terrenos es el corazón, más que la voluntad o el intelecto, el que constituye la parte más íntima de la persona, su núcleo, el yo real” (Hildebrand, 1997; p. 133). Sería ciertamente erróneo desacreditar la voluntad y las acciones porque son imperfectas sin la contribución del corazón, pero es igualmente incorrecto desacreditar las respuestas afectivas en cuanto tales simplemente por la imperfección de una respuesta afectiva a la que le falta potencialidad para expresarse en acciones.

En verdad, el intelecto, la voluntad y el corazón deberían cooperar entre sí, pero respetando el papel y el área específica de cada uno. El problema surge cuando el corazón va más allá de su dominio y usurpa papeles que no le competen, desacredita a la afectividad y causa una general desconfianza sobre sí mismo, incluso en su terreno propio. Si, por ejemplo, un hombre que quiere comprobar un hecho no consulta a su intelecto, sino que se limita a afirmar que su corazón le dice lo que ha ocurrido, abre la puerta a todo tipo de ilusiones; ha obligado a su corazón a realizar un servicio que nunca puede prestar y ha permitido que su uso inadecuado sofoque al intelecto.

En estos casos, en vez de permitir a su intelecto que decida si una determinada acción es moralmente incorrecta, se remite a su mero sentimiento de ‘sentirse culpable’ o de ‘sentirse inocente’, suponiendo que esta experiencia afectiva sentimental es un criterio unívoco para determinar un hecho objetivo. Pero semejante suposición es claramente errónea.

Hay, desde luego, situaciones en las que podemos decir: ‘siento que esto no es correcto’, aunque somos incapaces de demostrarlo lógicamente” (Hildebrand, 1997; pp.105-107).

Sí, el corazón debe estar donde tiene que estar, y no se puede utilizar la mente para sustituirlo, ni a la inversa.

2.3. Sentimiento sí, sentimentalismo no

Así las cosas, la persona con un corazón alerta vive abierta al correlato axiológico noemático, es decir, se alegra o entristece según los motivos objetivos que se dan frente a él para sentirse feliz o desgraciado; el juicio verdadero es una síntesis de subjetividad y objetividad, o mejor, la objetividad está mediada por la subjetividad, pero no creada por ella. En este sentido su subjetividad no se borra, pero sí debe desaparecer su subjetivismo, por cuanto que éste -en su ismo- desenfoca y desvirtúa la genuinidad de la vivencia. No se trata, insistamos, de prescindir del sujeto para ponderar las respuestas sentimentales sólo en función de los estímulos y condicionamientos objetivos, al modo de los robots, no, pero tampoco de elevar el subjetivismo de niño mal criado a la condición de medida de todas las cosas.

La pregunta fundamental de un corazón bien informado no es ¿me siento feliz?, sino ¿la situación objetiva es tal que resulta razonable ser feliz?. Es entonces cuando de la afirmación “eso es verdaderamente un bien” se sigue la otra afirmación “eso debe ser realizado”.

Aunque la conciencia no sea legisladora por sí misma, el hecho de estar en la verdad va unido al de tener la experiencia de la verdad en su propia vida y no simplemente al de conformar su propio comportamiento a la norma: la norma debe ser obedecida de manera personalista, la conciencia debe aceptar la norma como verdadera, de manera que ésta se individualice insertándose en el proceso por el cual se realiza esta persona única e irrepetible. El orden normativo objetivo y la conciencia individual se encuentran en la verdad que los funda y los justifica.

“Cuando el valor es reconocido por la conciencia y se convierte, a través de ella, en experiencia del sujeto, nace la obligación. Con el concepto de obligación está estrechamente ligado el de vocación o llamada. La obligación nos introduce en la responsabilidad, pues se es responsable no tanto de lo que se hace como de la fidelidad o infidelidad a lo que se tiene obligación de hacer. La persona es responsable de la realización de los valores y al mismo tiempo de la realización de ella misma como valor. La persona es también responsable ante ella misma de la realización de su propio valor, porque existe una responsabilidad de la persona hacia sí misma. En suma, la persona es el sujeto que es responsable, pero también el objeto de la responsabilidad y el sujeto ante el cual se es responsable” (Buttiglione, 1992; pp. 180-182).

La persona es responsable de la realización de los valores, pero al propio tiempo de la realización de sí misma como valor. La realización de la persona como tal -testigo de la experiencia de la libertad, de la responsabilidad y de la lealtad hacia la verdad- es la felicidad, que puede ir o no acompañada de placer.

3. Algunas perversiones del afecto

3.1. Algunas perversiones hipertróficas del afecto

Común a todas las perversiones del afecto es la perversión histérica, que gira exclusivamente en torno a sí misma, llevada por su anhelo de ser el muerto en el entierro, el novio en la boda, o el niño en el bautizo, el caso es estar indefectiblemente en primera línea, hacerse el interesante para los demás y para uno mismo; se trata de un ardiente deseo de ocupar el centro del escenario, de impresionar, de atraer la atención, lo que lleva a mentir e incluso a terminar creyéndose las propias falsedades. También suele manifestarse en un desordenado deseo de ser amado, o en un amor sentimentalmente pervertido.

Con frecuencia, a estas gentes mezquinamente egocéntricas cualquier nimiedad concerniente a su propio yo, cualquier broma o juicio ajeno, por verdadero o justo que fuere, les desquicia. Consecuentemente, tienden a interpretar todo de manera desfavorable, como si todo fuera contra ellos, o de manera adorable, como si todos hubiesen de caer rendidos de admiración ante ellos.


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  1. Algunas de sus variedades son las siguientes.

    3.1.1. Perversión egotista sentimentalista

    En lugar de centrarse en el objeto intencional que origina nuestra respuesta afectiva, la persona se centra en su propio sentimiento; el contenido de la experiencia se desplaza de su objeto al sentimiento ocasionado por el objeto, y así la conmoción hasta las lágrimas sirve más que nada de instrumento para procurarse un gozo, un sentimiento placentero, degradando el sentimiento a un puro estado emocional, el sentimentalismo.

    ¿Cuál es el resultado?. Que -carente de refrendo objetivo y de criterio verificable de contrastación- este egotista queda embrollado en la dinámica de su propio corazón, sin saber distinguir entre lo grande y lo pequeño, y de este modo termina enredado en cosas pequeñas y triviales, como es usual entre personas de pocas luces y de mente estrecha: un exceso de ego empequeñece la afectividad del ego, por paradoja.

    3.1.2. Perversión egotista ingenua

    Se da esta situación cuando el sujeto toma la señal del entusiasmo habido como señal de hallarse en posesión de la virtud que le entusiasma. Esta hipertrofia de la afectividad no debe tomarse por intensidad afectiva, sino por estado narcisista y desordenado del alma.

    Variante de lo mismo es el egotismo débil, de quien no sabe frenar su sentimiento de compasión ante el borracho que le suplica una copa más, y se la da aunque ello resulte desastroso para el borracho mismo. Esta persona ignora que el verdadero amor obliga a pensar en el bien objetivo de nuestro prójimo (quien bien te quiera te hará llorar), y que en ocasiones un no puede ser una manifestación mucho más verdadera de afecto que un sí. Este corazón “demasiado bueno”, más que benevolente o delicado, es débil y desordenado.

    3.1.3. Perversión egotista orgiástica

    Incluso puede darse cuando uno se acerca a Dios simplemente buscando saborearse a sí mismo, degustar los propios sentimientos, mientras se instrumentaliza la oración como medio para tal satisfacción. Aquí se desconoce el pesar contrito, el caer en brazos de Dios, así como la voluntad de no volver a pecar, toda vez que se hace de la contricción un mero estado emocional.

    Bajo el signo de una orgía de contricciones, según se vive en determinadas sectas o grupos similares, el agente puede llegar a entregase a un frenesí de remordimiento público revolcándose por el suelo y lanzando gritos salvajes, aunque volviendo después a la “normalidad”, sin que se haya operado ningún cambio fundamental en su vida, pero sintiéndose mucho mejor tras la liberación emocional de la mala conciencia. En realidad, se trata de una autoindulgencia emocional, de una “confesión barata”.

    3.1.4. Perversión egotista exhibicionista

    Ante una gran audiencia el sujeto ostenta un falso pathos y se recrea hinchando retóricamente su indignación o/y su entusiasmo.

    3.2. Algunas perversiones atróficas del afecto

    3.2.1. Perversión egotista pseudoobjetivista y esteticista

    El sujeto en cuestión, en lugar de interesarse por el herido gravemente en un accidente, se preocupa sobre todo de observar sus reacciones, su expresión, etc, como en la parábola de Buda. No le interesa su próximo o prójimo, sino lo lejano, la ciencia, la clasificación estadística, la ocasión nueva de interesarse para aumentar el conocimiento, para satisfacer la curiosidad, etc.

    Difícilmente podría decirse de este ser afectivamente mutilado que su conocimiento llegará a ser profundo, pues le falta la empatía necesaria para entrar en lo vivo, en lo directo, en lo irrepetible, que forma parte inextirpable de lo real.

    Una versión de lo mismo pueda darse en el esteta refinado, con un corazón, si no endurecido, sí helado (¡y alelado!). Nerón se deja conmover por la llama que incendia la ciudad, permaneciendo indiferente al achicharramiento de los ciudadanos. Mucho esteticismo desmayado se esconde en general en todas las manifestaciones del arte por el arte, o del arte-espectáculo. Sin embargo, esta falta de corazón dista de ser desapasionada como presume, pudiendo llegar a generar fanáticos del esteticismo, para quienes no importa el sufrimiento ajeno, y la compasión es una abominable debilidad.

    3.2.2. Perversión egotista pragmática

    Para el utilitarista toda experiencia afectiva resulta superflua y constituye una pérdida de tiempo, por eso -carente hasta de la menor educación sentimental, incapaz de entender los dolores fecundos- se mofa de cualquier gesto de compasión por el sufriente, de ahí que diga: “la compasión no ayuda, haz algo y no pierdas el tiempo con sentimentalismos”, etc.
    También con mentalidad pragmática está el “burócrata metafísico. Para este funcionario ‘fosilizado’ sólo cuentan las cosas que tienen realidad jurídica. Su afectividad se reduce a la satisfacción que siente al cumplir a la letra las prescripciones legales” (Hildebrand, 1997; pp.115).

    3.2.3. Perversión egotista evasionista-amargada

    Casos hay también en los cuales, paradójicamente, coinciden el voluntarista y el budista, pues este último busca extinguir toda forma de afirmación de la voluntad… ¡pero a base de echarle voluntad a la causa voluntaria!. A este grupo se agregan asimismo el timorato, que hipertrofia la voluntad de no sentir por miedo al fracaso, y el amargado, cuyo corazón ha sido acallado, cerrado y endurecido por algún trauma o herida por alguna persona a la que amaba ardientemente, la vida le ha maltratado, etc2.

    En los cuatro casos, sin embargo, “el empequeñecimiento de la esfera afectiva es generalmente algo deliberado. Lo encontramos en los hombres penetrados del ideal moral hiperkantiano que mira con recelo a cualquier respuesta afectiva como si perjudicara a la integridad de la moral o, por lo menos, como algo innecesario. La voluntad, a propósito, reduce toda la afectividad y silencia el corazón. Lo encontramos también en el estoico, que lucha por conseguir la apathia y coloca la meta del hombre sabio en la supresión completa de la afectividad. Y también está presente en el hombre que cierra su corazón -lo sella- por temor a la afectividad. A causa de un ideal religioso mal entendido, o bien considera todo tipo de afectividad como una pasión, o bien teme el riesgo que implica todo sentimiento o todo ‘querer cautivado’. Y así, lucha por silenciar y endurecer su corazón” (Hildebrand, 1997; pp.116-117).

    En el fondo de estas actitudes late el resentimiento, actitud de quien rechaza la propia falibilidad y no acepta que otro lo haya hecho mejor y merezca por su excelencia un homenaje. El resentido destruye los valores por no poderlos substanciar él mismo, se cierra al reconocimiento del superior cuya superioridad siente como una aminoración de la propia valía. Si el alma noble se alegra incluso por los valores aunque él mismo no sea capaz de realizarlos, felicitando cordialmente al vencedor por haber sido capaz de lo sublime, por el contrario el resentido envidia o incluso llega a odiar aquello que es mejor que él; en resumen, el resentido llega a invertir los valores con tal de no reconocer nada que el propio ego: “en los casos en que un fuerte impulso a la realización de un determinado valor va acompañado por un sentimiento de impotencia para su plena consecución, por ejemplo la obtención de un bien, se introduce una tendencia de la conciencia a solucionar ese estado inquietante de tensión entre el impulso y la impotencia, rebajando el valor positivo del bien correspondiente, negándolo o, cuando ello es posible, considerando como algo positivamente valioso lo contrario de algún modo a ese bien” (es la Umsturtz der Werte de que habla Max Scheler, 1955, pp. 63 ss.).

    3.2.4. Perversión egotista endurecida

    Hay corazones duros, afectivamente impotentes. Ni saben lo que es una emoción, ni parecen interesadas en aprenderlo, de tal modo que su alma parece tan bruñida como el acero; pueden consumirles todo tipo de sentimientos negativos (odio, rabia, ira, envidia, avaricia, orgullo, codicia, pánico, etc, comportándose como animales salvajes), pero son incapaces de dejar afectar su corazón, porque los afectos y dolores que verdaderamente llegan al alma han debido despejarse previamente de todos los sentimientos destructivos. Tales gentes, hasta que no lleguen a la raíz de su mal, cuyo bálsamo es el amor que nos hace más humildes, más cercanos al humus del homo, a la tierra, no podrán dejar hablar a su corazón: sabido es que el toro manso cuando se ve acorralado se vuelve violento, mas no por ello bravo.

    No debe tomarse, sin embargo, por tales a aquellas otras personas que han llegado a parecer carentes de corazón cuando en realidad lo que padecen es una afectividad débil, oscura, salvaje, y por ende hetero-autodestructiva. Un borracho víctima de su propio vicio puede poseer un corazón sensible; un irascible, a pesar de que su irascibilidad le lleve a violentas explosiones de iracundia, puede asimismo tener buen corazón.

    4. El valor de querer bien

    No basta con la captación axiológica al modo de Max Scheler, hay que tener como mínimo3 en cuenta el saber querer. Las verdades del razonamiento (del saber), e incluso del juicio, son siempre hipotéticas, aunque tengan una forma categórica, pues el saber es indicativo, y el querer subjuntivo (agónico) e imperativo (por tanto, a veces, antagónico).

    Los valores son de naturaleza ideal y, precisamente por eso, “la paradoja del valor está en que, extendiéndose a todo, no suprime, no obstante, la miseria empírica del mundo. Los valores no tienen eficacia histórica, aparte de la percepción que tenemos de su excelencia. Es muy verdadero que estas flores magníficas son estériles e inútiles. Aristóteles, que ya lo pensaba, defiende, sin embargo, el enlace entre las causas formales y finales. Es preciso renunciar con decisión a esta alianza” (Nédoncelle, 1996; pp. 222-223.

    4.1. El bienquerer del querer-cariño

    La voluntad es más firme cuando sé lo que quiero4, quiero lo que sé, y doy los pasos proporcionados de lo uno a lo otro. Pero hay que distinguir dos quereres, uno el querer-cariño, propio del corazón filantrópico, y otro el querer-voluntad, propio del deber. Ahora hablamos del querer-cariño, al que hemos denominado bienquerer.

    ¡Cuánto necesitamos ser acogidos, bien queridos! Da más fuerza saberse amado que saberse fuerte, aseguraba Goethe. La certeza de sabernos amados nos hace invulnerables, invulnerables incluso en nuestra vulnerabilidad. ¡Qué raro, qué maravilloso ese fugaz instante en que comprendemos que hemos descubierto un amigo! Aquel que nos quiere nos enseña mejor que nadie a querer.

    4.2. Cariño y autoridad

    La fuerza de mi cariño te ayuda a que tú te conviertas en autor de tus propios actos libres (de tus autorías), asumiendo y superando el miedo iniciático que el ejercicio de esa misma libertad produce; quien sabe entregarte su cariño se convierte para ti en autoridad, palabra que procede del verbo latino augeo (de ahí auge y aupar), cuyo pretérito perfecto es auxi (de donde deriva auxiliar, ayudar) y cuyo supino es auctum (auctoritas), del cual surge ya autoridad. Sólo es deseable autoridad la que auxilia, la que sirve, la que aupa, la que te eleva sobre sus propios hombros; esto no impedirá que ella sepa decirte en su momento prudencial una palabra dura, pero sin aspavientos ni histerias, con buenas maneras aunque con firmeza.

    Porque tal autoridad te acredita ante los demás es por lo que merece tu crédito, tu confianza. La verdadera autoridad nunca se sirve de ti, antes al contrario ella se esfuerza por servirte, de ahí que sólo se diga en singular, y nunca en plural, ese plural que aparece cuando las autoridades corren a hacerse la foto únicamente para obtener votos mientras cortan la cinta que inaugura un paso de peatones, plural que presume de lo que carece y que no nace del servicio. ¡Desgraciada la comunidad donde los mandamases no son los mejores servidores, y feliz aquella otra donde lo contrario es norma!.

    4.3. Cariño y magisterio

    Este cariño que confiere autoría está lleno de tierna solicitud y de abnegada cercanía, al modo de “madre y maestra”, pero también de exigencia de esfuerzo al modo de “padre y maestro” que promueve en nosotros hábitos de perfección y excelencia; ambos principios -ternura y vigor- pueden darse juntos en una sola persona. 

    Hermoso es el cariño del verdadero maestro (magister) que enseñándote te impulsa a elevarte más (magis) haciéndose a sí mismo menos (minus), para que tú crezcas y desarrolles lo mejor que ahora duerme en ti, ese arpegio potencial de tu arpa llamada a poblar el mundo de hermosa lírica. Sí: la otra cara del magister es el minister o servidor.

    El así servido se convierte en discípulo, el cual aprende sin rigidez pero con firmeza, con disciplina, antítesis de esa discipulina, que es mero sometimiento al dictado de un Rasputín canalla que procura hacer clonables similares a sí mismo. No. Nada de hacer del discipulado un limbo de adoradores de los de encima de la tarima: aberraciones no, gracias.

    4.4. Un cariño que fortalece y restaura

    La fuerza del cariño es nutritiva: energetiza, dinamiza, fortalece, restaura el ala rota del pajarillo que aterido ya sobre el alfeizar de mi ventana carecía de fuerzas vitales para entonar el canto y, convirtiendo el hueco de la mano en nido, devuelve a la garganta aterida la capacidad y la esperanza canora, la libertad para la aventura, la alegría de vivir. No puede considerarse libre quien no vive dispuesto a conceder la libertad a los demás.

    Quien me quiere me confiere confianza para que yo confíe en mí mismo y en los demás. Paul Gauguin se dio cuenta del valor de la confianza cuando afirmó: “prefiero pecar de confiado, aunque me lleve mil decepciones, a vivir desconfiado de todo y de todos; en el primer caso se sufre sólo en el momento del desengaño, y en el segundo se sufre constantemente”.

    Sólo el cariño per-dona. Sólo el perdón permite que al olmo viejo en su mitad podrido puedan salirle renuevos de verde esperanza. Perdonar es renunciar al derecho por amor, en favor de una relación sin derechos. Perdonar es renunciar a tener la última palabra. Perdonar es abrir futuro liberador donde sólo hubo pasado obsesivo: “ojo por ojo, y el mundo acabará ciego”, aseguraba Mahatma Gandhi. ¿Perdón sin olvido?. Bueno, a condición de recordarlo como perdonado, de recordarlo para que no se repita. Por lo demás, ni quien perdona humilla, ni quien nos pide perdón se rebaja, antes al contrario: quien perdona se ennoblece a sí mismo, y quien pide perdón nos concede a nosotros mismos la oportunidad de volver a ser libres otorgándolo.

       
    4.5. Un cariño que ilumina

    La fuerza del cariño, distando de ser ciega, enseñará la verdad bañada en bondad, pues no se entra a la verdad si no es por el amor. Quizá alguna vez, por desgracia, quien bien te quiera habrá de hacerte llorar; sin embargo, cuando la verdad se nos aparezca con toda su crudeza y crueldad, la respuesta ante ella nunca será violenta, aunque sí severa (¡se vera: verdadera de suyo!). El instruido en el cariño no puede no serlo en la exigencia intelectiva, porque verdad y cariño son dos dimensiones de un mismo fenómeno. Mantener unidas las llamas de la lucidez y de la bondad pudiera constituir tal vez el ideal de humanidad.

    Y, cuando haya que extirpar de raíz la mentira, se sembrarán en su lugar frutos con raíz más profunda y radical que los anteriores, a fin de enraizar en la tierra buena de ese cariño que ilumina la verdad. En definitiva, se es responsable de aquel a quien se ama, se es responsable -leemos en “El Principito”- de aquél a quien se ha “domesticado” invitándole a la propia casa (domus), en la propia escuela (sjolé, ocio) en que compartimos ocio y no-ocio (negocio).

    5. Querer por haber sido querido

    Antes incluso de querer nosotros sabemos que hemos sido queridos, agraciados por la gratuidad que otros nos han regalado de antemano y sin concurso de mérito propio. En el fondo de todos los cariños hubo un Querer primero. Dar siempre las gracias por ello constituye el corazón de la ciudad armoniosa del espíritu.
    Gracias a esa gratuidad, fundamento del único poder que puede, el “yo” se torna tanto más rico cuanto más quiere a los que menos pueden. He aquí lo que han aportado ciertas voluntades especialmente valiosas a la historia de la humanidad: la fuerza de su “yo quiero” orientado hacia el “nosotros queremos” desde el solícito “te quiero”. Sé que el otro es agradecido cuando me trata como persona, y sé que el otro es más agradecido aún cuanto más trata a la entera humanidad como persona de personas.

    La voluntad religiosamente vivida es una voluntad que -antes, durante y después del ejercicio de su propio querer- se sabe y siente querida por el querer que le es más propio, el del Protoquerer; es, pues, una voluntad que quiere agradecidamente por saberse querida antes5.

    6. La fuerza del cariño

    Toda la filosofía personalista tiene como objetivo mostrar que la inmanencia exige la alteridad, si es verdadera inmanencia: “nos descubrimos a nosotros mismos al acoger a otro que nosotros. La filosofía es, como el destino, un modo de comprender la acogida” (Nédoncelle, 1996; p.225). El amor alcanza su madurez solamente cuando se dirige no ya a lo que el otro logra suscitar en mí, sino a lo que él es en sí mismo, donde el otro es amado no tanto por las cualidades que tiene y que puede perder, o que otros pueden poseer en igual o en más eminente grado, sino por el misterio que es y por el destino de plenitud de ser y de bien hacia el cual se es atraído al mismo tiempo que él; si las pasiones subjetivas no corresponden a la verdad, no es posible construir un amor real: sólo entonces es cuando la vida en común es algo más que la unión de dos egoísmos y llega a que los dos juntos no formen más que una real unidad personal.

    “El yo que mira las cosas es espontáneamente platónico” (Nédoncelle, 1996; p. 208). “El valor del bien es la perfección de la respuesta a la esencia ideal del yo. Es la belleza de una libertad derivada conforme a esta esencia ideal. La encarnación de tal valor se hace mediante la práctica moral y su medida es la de la generosidad que el agente pone en su conducta. En ciertos aspectos la generosidad moral es la realización más completa del valor. La generosidad es el amor sin la reciprocidad. Si produce la reciprocidad, no la busca ni la experimenta como una dicha. Puede acogerla, pero como un beneficio inmerecido. Tal estado del alma es designado con la expresión de amor puro; no hay en ella huella de egoísmo” (Nédoncelle, 1996; p.241).

    Amarse, de todos modos, no es sólo mirarse uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección; amarse es asimismo potenciar la libertad y la distancia sin negar la presencia y la cercanía autooblativa: soy su amigo porque él es él y yo soy yo.

    El amor se compromete a conocer; empero, una vez conocido el valor, a su vez el amar es la culminación del conocer. La recompensa del amor es el amor mismo que ama. Amor (experiencia del ensanchamiento del propio universo emocional) y odio (su estrechamiento y empobrecimiento) son las dos categorías emocionales a priori que gobiernan la vida humana. Tendiendo hacia los valores superiores el hombre experimenta una intensificación y un enriquecimiento de la propia vida, mientras que lo opuesto ocurre cuando se deja seducir por los valores inferiores.

    El odio y los sentimientos a él asociados se borran con el arrepentimiento y el perdón. Sólo la persona buena puede ser profundamente feliz: “cuanto más avanza la realización del valor percibido como positivo, tanto más profunda se hace la felicidad emocional de la persona; y, paralelamente, con la realización del valor conocido como negativo se incrementa el desagrado emocional… Ningún bien proveniente de fuera de la persona puede constituir según Scheler una felicidad más profunda que aquella que la persona encuentra en sí misma al experimentarse como origen del acto éticamente bueno. Tampoco ningún mal de afuera como castigo puede constituir una desdicha, en la aflicción emocional, tan profunda como aquella que la persona encuentra en sí misma al experimentarse como origen del acto éticamente malo. De este modo, el bien se premia a sí mismo y el mal se castiga y se desgarra a sí mismo. La mayor felicidad y el mayor sufrimiento del hombre proceden de él mismo” (Wojtyla, 1982; pp. 201-202).

    El amor es experiencia en la totalidad ideal y, al mismo tiempo, en la totalidad experimental.

    7. ¿Y la persona?

    7.1. Limitación del planteamiento fenomenológico puro

    En el sistema de Scheler se adopta la teoría actualista de la persona, que está para él en relación con los actos que realiza; no en el sentido de que constituya su punto de partida, sino en el de que en todo acto se experimenta enteramente a sí misma y es, en cierto modo, toda en todo acto. “Por ello el conocimiento de una persona individual es siempre intuitivo, trátese de la persona propia o de la ajena. La conocemos intuitivamente, porque co-experimentamos sus actos” (Wojtyla, 1982; p. 33). En el sistema scheleriano “la persona se prueba en actos emocionales en la experiencia moral” (Wjtyla, 1980c; p.46).

    No podemos asumir el planteamiento fenomenológico puro, porque en él la persona carece de consistencia ontológica, ya que es el juicio de valor individual el que como sujeto de los actos establece unidad y coherencia, no cabiendo de este modo una jerarquización de los fines dentro de la persona, de su comprensión unitaria, pues lo único que interesa a Scheler es la realización moral de la misma persona.

    Para comprender así a la persona y a los valores es necesario pasar del plano de la mera fenomenología al de una ontología de la persona. Desde luego “Scheler no se ha percatado de lo más elemental y fundamental, a saber, de que sólo puede ser llamado valor ético el valor cuya causa eficiente sea la propia persona que actúa” (Wojtyla, 1980b; pp. 85-86). Falta, pues, la idea del propio perfeccionamiento de la persona en su obrar moral.

    7.2. Persona y valores: de la fenomenología al personalismo

    El personalismo se basa en la fenomenología, pero no evita una ontología, una ontología sin embargo axiológica, como se refleja en esta definición -por así decirlo- de Emmanuel Mounier: “Una persona es un ser espiritual constituido como tal por una forma de subsistencia y de independencia en su ser; mantiene esa subsistencia mediante su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos en un compromiso responsable y en una constante conversión; unifica así toda su actividad en la libertad y desarrolla, por añadidura, a impulsos de actos creadores, la singularidad de su vocación.

    Por precisa que pretenda ser, no se puede tomar esta designación como una verdadera definición. La persona, efectivamente, siendo la presencia misma del hombre su característica última, no es susceptible de definición rigurosa. No es tampoco objeto de una experiencia espiritual pura, separada de todo trabajo de la razón y de todo dato sensible. Se revela, sin embargo, mediante una experiencia decisiva propuesta a la libertad de cada uno; no la experiencia inmediata de una sustancia, sino la experiencia progresiva de una vida, la vida personal. Ninguna noción puede sustituirla. A quien al menos no se ha acercado, o ha comenzado esta experiencia, todas nuestras exigencias le son incomprensibles y cerradas. En los límites que nos fija aquí nuestro campo, no podemos más que describir la vida personal, sus modos, sus caminos y hacer una llamada a ella. Ante ciertas objeciones que se hacen al personalismo, es preciso admitir que hay gentes que son ‘ciegas’ a la persona, como otras son ciegas a la pintura o sordas a la música, con la diferencia de que éstos son ciegos responsables, en cierto modo, de su ceguera: la vida personal es, en efecto, una conquista ofrecida a todos, y una experiencia privilegiada, al menos por encima de cierto nivel de miseria” (Mounier, 1992; pp. 625-626).

    Dada la riqueza de esta definición, basten solamente algunas sugerencias al respecto:

    – Se contrapone aquí individuo a persona, pero no en sentido ontológico (pues se define a la persona como subsistente e independiente), sino ético (en el sentido de “no burgués”).

    – Se habla de condición, y por eso se afirma que la persona “mantiene una subsistencia…”

    – No se habla de racionalidad, sino de compromiso responsable (respuesta axiológica) en libertad moral, en orden a la jerarquía de valores (que no existen sin el fiat veritas tua que les concede la persona), siempre desde la vocación.

    – Se mantiene la realidad ontológica de la persona, pero donde la ontología demanda la libertad moral y la axiología correspondiente. De este modo se hacen compatibles ontología y fenomenología.

    Carlos Díaz es filósofo, profesor de la Universidad Complutense de Madrid.

    NOTAS

    1 “El volver a estas fuerzas espirituales es considerado por los fetichistas de la moderna ciencia como ‘no científico’, y por tanto como un defecto de ‘objetividad'”. (Scheler, 1996; p. 58).

    2 Obviamente, tampoco nos parece buena la guerra de los pueblos como ocasión para captar valores positivos. Mal maestro es la guerra, por eso tenemos que manifestar nuestro desacuerdo pleno con Max Scheler, quien en su libro Der Genius des Krieges und der Deutsche Krieg (Leipzig, 1915) asegura que la guerra “predispone muy especialmente al conocimiento de las realidades absolutas” (p. 119), que es un “vínculo hacia la moralidad” (p. 112), porque “aumenta la cantidad total de amor sobre la tierra en tanto que amor por los valores, especialmente los superiores” (p. 100), como por ejemplo ¡el Estado y la Nación!. La paz, por el contrario, con sus “placeres corrompidos” (p. 104) genera un “orden esencialmente antimoral y malo” (p. 89), llegando incluso a afirmar que “la moral del amor cristiano constituye una unidad esencial con la moral guerrera” (pp. 91-92), y que “todo amor por la humanidad y su bienestar es una desviación antimoral y antilegal” de un amor que debería pertenecer a los portadores de los valores superiores que son “las personas totalitarias llamadas naciones” (p. 88).

    3 Desde nuestro punto de vista, una axiología verdaderamente personalista y comunitaria invita a contemplar estas dimensiones: saber, querer, amar, poder, deber, esperar, orar (en el caso del creyente), alabar, hacer, descansar. Cfr. Díaz, 1998.

    4 A veces estamos hechos un lío monumental, o al menos lo parecemos, según se dice en el retruécano: “quiero y no quiero querer y estoy sin querer queriendo; si con lo que te quiero quieres te quiera, te quiero más que me quieres, ¿qué más quieres, quieres más?”.

    5 Sobre la sustitución del pienso luego existo por el soy amado luego existo, y la dialéctica de la gratuidad volente vocativo/ genitivo/ dativo/ ablativo/ nominativo, cfr. Díaz, 1995.

    BIBLIOGRAFÍA

    – Buttiglione, R. (1992). El pensamiento de Karol Wojtyla. Madrid: Ed. Encuentro.
    – Díaz, C. (1995). La buena aventura del comunicarse. Móstoles: Ed. Nossa y Jara.
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    – Frondizi, R. (1966). ¿Qué son los valores? Introducción a la axiología. México: F.C.E.
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