Se autoriza el uso de este material citando su procedencia:
Díaz C. (1998). Educar en la autenticidad afectiva. NOUS: Boletín de Logoterapia y Análisis Existencial. (2), 91-122.
EDUCAR EN LA AUTENTICIDAD AFECTIVA
Carlos DIAZ
1. El mundo de los valores
¡Cuántas veces se comienza en cuestiones educativas como Sancho el Bravo mientras se es estudiante, se torna Sancho el Fuerte cuando se ganan los primeros sueldos, y se llega a Sancho Panza cuando se ganan las oposiciones! Y ¡cuántas mentiras y falsas proyecciones del yo personal al nosotros comunitario poniendo cara de héroe mientras se tenía alma de villano! No habrá sociedad nueva sin cambio del corazón, y no habrá cambio del corazón mientras no se atienda al conocimiento de la propia identidad, siempre en última instancia afectiva.
1.1. Los valores no son las cosas
1.1.1. El valor, cualidad apriórica
La persona moral se mueve en el universo del valor. Santo Tomás afirmaba que el valor es el bien que todos desean y, en esa medida, aquello que les perfecciona; por eso el bien es buscado en orden a la obtención de la perfección debida que, en última instancia, sólo se plenifica en Dios, fuente de todo valor.
Para Kant, por el contrario, el valor no radica en algo exterior al sujeto, sino en la dignidad de sus acciones procedentes de una voluntad autónoma y libre.
Según Scheler, Kant cometió dos errores. El primer error, al identificar conocimiento a priori con conocimiento formal, dando por supuesto que todo conocimiento (y por ende toda ética) material habría de ser heterónomo y hedonista, es decir, interesado por el éxito, por los bienes y los fines logrables, que son en última instancia empíricos y relativos, pues conducirían al mero legalismo del obrar y no a la moralidad del querer, en definitiva al egoísmo instintivo del ser humano.
El segundo error habría consistido en identificar conocimiento asimismo a priori con conocimiento racional, desconsiderando el valor emocional del conocimiento. Reaccionando contra ambos prejuicios Max Scheler diseñará una ética de los valores material y a priori (Frondizi, 1966).
Max Scheler asegura que no hay valores porque haya bienes y fines (santo Tomás), ni porque haya normas (Kant), ya que los valores son independientes de las cosas, cualidades a priori: aunque nunca hubiera pensado nadie que la borrachera era mala, ella sería un mal de suyo. Así pues, una ética a priori defenderá la inmutabilidad, inalterabilidad, absolutez e incondicionalidad del valor: sólo nuestro conocimiento del valor puede ser relativo, no el valor mismo; por tanto, la irreductibilidad a la subjetividad: “hay infinito número de valores que nadie pudo hasta ahora captar ni sentir” (Scheler, 1941; p. 39).
Los entes son, existen en la realidad, pero los valores valen, y valen aunque nunca se hubieran hecho presentes en el mundo; los valores no son entes, ni tampoco propiedades de las cosas, ni son fuerzas, potencialidades, o disposiciones de las cosas capaces de causar en los sujetos los correspondientes estados, como quería Locke. Están, eso sí, en las cosas fundándolas, pero no se reducen a la condición de cosas, pues la belleza es un valor que existe más allá de las cosas bellas, y su presencia seguiría ahí, incluso en un mundo completamente feo.
1.1.2. La crítica inductivista
Este punto de partida apriórico pudiera ser negado por el inductivista histórico, según el cual no habría manera de seguir afirmando el disvalor o valor negativo de la borrachera en una hipotética sociedad en la cual todo el mundo estuviese convencido de lo contrario. Además, continuaría el inductivista, ¿cómo podría defenderse la inalterabilidad de cualquier escala esencialista de valores -la que fuese- si las sociedades evolucionan permanentemente, mutando al respecto?. Si incluso Platón y Aristóteles, como los griegos de su generación, aceptaron la esclavitud como un valor básico de la democracia, ¿quién podrá asegurar que los actuales valores no serán tenidos por pre-axiológicos por generaciones sucesivas, dada la condición mutante del hombre, animal no fijado todavía?.
Ahora bien, ¿no hace imposible la crítica inductivista la defensa de los valores universales en todo tiempo y lugar?. Mas esto, ¿no conllevaría inevitablemente un relativismo, donde en última instancia todo estaría permitido, un nihilismo que arrasaría incluso con la posición inductivista?. ¿Acaso el relativismo no relativiza la propia afirmación relativista?. ¿No parece una exigencia inevitable de la razón la existencia de valores inmutables, sean cuales fueren sus respectivos contenidos materiales?.
1.2. Los valores no son los bienes
Los valores, cualidades aprióricas, tampoco son los bienes: “el mundo de los bienes, al estar constituido por cosas, puede ser destruido por las fuerzas de la naturaleza o de la historia y, si el valor moral de nuestra voluntad dependiese de los bienes, tal destrucción le afectaría. Por otra parte, los bienes tienen validez inductiva, empírica, y cualquier principio que en ellos se apoye está condenado al relativismo. ¿Cómo podría extraerse un principio universal y necesario de una realidad cambiante, inestable?. Si se admitiera la ética de bienes, los principios morales tendrían que ir a la zaga de la evolución histórica y resultaría imposible -afirma Scheler- la crítica al mundo de los bienes existentes en una época, pues la ética se fundaría justamente en esos bienes” (Frondizi, 1966; p. 73).
En resumen, el valor no es lo mismo que el bien objetivo: “el valor es el contenido dado en la experiencia humana cuando el hombre entra en contacto con el bien, con la cosa que es experimentada por él como un bien. Esta cosa es llamada por Scheler Sache, contenido en que el conocimiento aún no ha distinguido el contenido objetivo (Ding) del valor (Wert)” (Wojtyla, 1980; p.127).
1.3. El afecto intencional emocional tiene sus razones que la razón no conoce
En tanto que humanos somos cada uno de nosotros una indisoluble realidad intelectivo/afectiva, una inteligencia sentiente, una inteligencia emocional; sin embargo unidad no significa indiferenciada amalgama, pues también el cuerpo humano forma una unidad, pero es el ojo el que ve y el oído el que oye, y no a la inversa. No puede negarse que el corazón tiene su papel en la unidad racio-afectiva de cada persona. Aunque con frecuencia los filósofos dejen para los psicólogos o para los sociólogos el ámbito del corazón y de sus supuestas “rarezas”1, sin embargo con ello se equivocan, pues la filosofía del corazón está en el corazón mismo de la filosofía, aunque quizá sea llevar demasiado al extremo opuesto afirmar que “existe un orden del corazón, una lógica del corazón, una matemática del corazón, tan rigurosa, tan objetiva e inquebrantable como las proposiciones y consecuencias de la lógica deductiva. Lo que la expresión simbólica ‘corazón’ designa no es, como se imaginan de una parte filisteos y de otra románticos, la sede de confusos estados, de oscuros e indeterminados arrebatos o intensas fuerzas que empujan al hombre de un lado para otro. No son brutos estados de hecho unidos, sino un conjunto de actos dirigidos, de funciones que poseen en sí una ley independiente de la organización psicofísica humana, un conjunto que trabaja con precisión y pone ante nuestros ojos una esfera de hechos rigurosamente objetiva, la más fundamental y objetiva entre todas las posibles esferas de hechos, la cual persistiría aun cuando desapareciera del universo el homo sapiens, al igual que la verdad de la proposición ‘dos por dos son cuatro’; más aún: es todavía más independiente del hombre que la validez de esta proposición” (Scheller, 1996; pp. 55-56).
No puede postularse ninguna ética puramente intelectual: “resulta, por tanto, un error deplorable ver la esfera espiritual y afectiva a la luz del subjetivismo, o creer que el comportamiento frío y ‘razonable’ o el tipo de afectividad meramente enérgica, en el que el corazón juega un papel menor, es más objetiva. Sucede más bien lo contrario, el ‘tullido’ afectivamente hablando, al igual que el hombre que carece completamente de una verdadera afectividad, nunca es, en el fondo, verdaderamente objetivo. Al no responder con su corazón a la situación objetiva en aquellos casos en los que están en juego valores que requieren una respuesta afectiva, no es en absoluto objetivo.
Ya es hora de liberarnos de la desastrosa equiparación entre objetividad y neutralidad. Debemos liberarnos de la ilusión de que la objetividad implica una actitud de mera observación e indagación. No. La objetividad sólo se puede encontrar en aquella actitud que responde adecuadamente al objeto, a su sentido y a su atmósfera. Permanecer neutral o no comprometerse cuando el objeto y su valor solicitan una respuesta afectiva o la intervención de nuestra voluntad supone adoptar una posición particularmente no-objetiva. Cualquier tendencia antiafectiva, por lo tanto, es en realidad un subjetivismo patente porque su respuesta al mundo es incorrecta ya que resulta incapaz de adecuarse a las verdaderas características y significado del mundo. El mundo requiere la afectividad tierna del amor verdadero, de las lágrimas de alegría y gratitud, de sufrimiento, esperanza o ‘conmoción’. Requiere, en una palabra, la voz del corazón” (Hildebrand, 1997; pp. 101-102).
Es en el ámbito del “corazón”, metáfora para expresar el mundo de las pasiones, los sentimientos, los afectos, los amores, etc, en la esfera afectiva, donde se hallan soterrados los más preciados tesoros de la vida individual, los más recónditos anhelos y los más sagrados misterios, allí donde hasta la misma palabra se hace silencio. En ese mundo afectivo y emocional es también donde los valores se viven, intuyen, construyen y argumentan con la más grande intensidad personal.
Distinguiendo en esa esfera entre afecto y pasión escribe Max Scheler: “el afecto es agudo y esencialmente pasivo; la pasión, una potencia permanente y, por su naturaleza, activa y agresiva. El afecto es esencialmente ciego y constituye un estado; la pasión -aunque unilateral y aisladora- ve los valores y es un intenso y constante movimiento de la vida impulsiva en esta especial dirección. No hay nada grande sin gran pasión, y todo lo grande lo es seguramente sin afecto. El afecto es preponderantemente un acontecimiento que pertenece a la esfera del yo corporal; por el contrario, la pasión tiene su punto de partida en el centro vital profundo del ‘alma’. ‘Borrad el amor y no quedará pasión ninguna; poned amor, y haréis que nazcan todas'” (Scheler, 1996; pp. 76-77).
1.4. Carácter intencional emocional de la aprehensión de los valores
La independencia y objetividad de los valores no desaparece cuando el sujeto humano los percibe intencionalmente, tendiendo o apuntando hacia algo que no es la pura vivencia psíquica, de forma que al percibir se percibe algo, al recordar se recuerda algo, etc, pues el objeto se nos da como algo irreductible a la vivencia; y lo mismo sucede en el percibir sentimental que nos revela la presencia del valor: “el hecho fenomenológico precisamente es que en el percibir sentimental de un valor está dado este mismo valor, junto con el sentir del mismo, y por consiguiente la desaparición del percibir sentimental no suprime el valor en cuanto tal” (Scheler, 1941; pp. 13).
Los valores “se manifiestan a la experiencia de las personas. En el sistema fenomenológico de Scheler, de las cosas o de nosotros mismos sólo podemos afirmar o negar en tanto en cuanto se nos presentan, y en la medida en que se nos presentan en la intuición emocional, su ensidad sin nuestra objetivación nos resultan ignotas. Para decirlo fenomenológicamente, los valores se nos revelan en el percibir sentimental, en el preferir, amar, odiar” (Scheler, 1941; p. 108).
1.5. Intuición emocional
Scheler distingue entre el sentimiento intencional (intentionales Fühlen), que es la captación del valor, y el estado sentimental sensible (Gefühlzustand), que es la vivencia del estado emocional. La experiencia de lo real se da siempre junto a una carga afectiva en forma de atracción o de repulsión, de amor o de odio en sus extremos, por lo que jamás es neutra, razón por la cual los valores se captan por intuición emocional (Wojtyla, 1980b; p. 84).
La persona es golpeada emocionalmente por el valor y se comporta como una caja de resonancia en su propia interioridad existencial; sin embargo, podríamos reprochar a esta perspectiva, “falta totalmente el elemento de juicio de donde nace un deber. Por consiguiente, el valor no aparece nunca como fin de una acción dirigida conscientemente a su realización. Además, el valor es simplemente experimentado, pero nunca elaborado, por la conciencia. En cualquier circunstancia el valor superior es -según la perspectiva de Scheler- el que genera la respuesta más intensa en el sujeto a causa de su excelencia intrínseca. Pero ¿podemos decir que en todos los casos el valor que suscita la respuesta más intensa es también aquel que la persona debe elegir a fin de realizar su propia perfección moral?” (Buttiglione, 1992, pp. 73-76).
Lo cierto es que para Scheler la fuente intuitiva y emocional de los valores morales no es la conciencia, sino sólo y exclusivamente el amor, acto espontáneo y, por tanto, no puede ser objeto de mandamiento, la ética tiene mucho de emocionalista. El acto de amor descubre el valor, permite que el sujeto experimente en su propia vida nuevos valores ya existentes de suyo en el orden objetivo; lo que hace el amor es ponerlos de manifiesto, convertirlos en contenido de la experiencia intencional del propio sujeto. Afirma Scheler en su obra “Esencia y formas de la simpatía” que el amor, como el odio en dirección contraria, si bien es un acto espontáneo de naturaleza puramente emocional, no contiene en sí mismo ninguna aspiración hacia el valor del objeto al que se dirige, ni siquiera aspira “al bien”, no busca en absoluto un bien para sí, sino que -a diferencia de la aspiración- tiende fundamentalmente a manifestar los valores de lo amado. Quizá pudiera decirse que no se ama algo porque sea bueno, sino que es bueno porque se ama.
1.6. El ethos intencional
Precisamente ese mundo axiológico objetivo percibido por el sujeto en su estructura jerárquica y dado en la experiencia emocional-cognoscitiva del sujeto mismo recibe en Scheler el nombre de ethos, pasándose del enfoque ontológico a la posición intencional; el sistema de Scheler encuentra el valor ético en la persona, pero solamente porque la persona lo percibe de un modo afectivo-intencional, no porque la persona, como sujeto causal de sus actos, sea la causa eficiente de los diversos valores éticos contenidos en ellos. “Tras el acto de la conciencia no se encuentra -según Scheler- el amor de la persona; el amor se halla detrás de los actos de la percepción afectivo-emocional. El amor no tiene ninguna relación con la actividad causal de la persona, con su voluntad ni con sus actos, porque es mera emoción. Este amor puramente emocional es la raíz más profunda de la vida ética de la persona” (Wojtyla, 1982; pp. 209-210).
1.7. El seguimiento
El punto de partida es la individualización del valor en la experiencia personal, captado en el seguimiento (Gefolgschaft) de los valores de un maestro modélico y amado, o de una comunidad afectiva donde el magisterio se ejerza sobre la base de los ejemplos concretos. El amor del discípulo-seguidor se dirige al ideal que hay en la persona del maestro-modelo (no a la persona misma en concreto) como a su propio objeto. El camino es éste: reconocimiento del valor en el maestro, identificación con ese valor, y acción moral. El mundo de valores ideales que el maestro experimenta se hace coparticipación de experiencia por parte del discípulo, quien en cierto modo experimenta un crecimiento hacia ellos (Hineinwachsen). Nada contribuye tanto a la bondad moral de la persona como la percepción inmediata o intuición emocional de la otra persona en su bondad moral, ni más ni menos que en una relación de buen ejemplo.
Scheler desarrolla pormenorizadamente la problemática de la ejemplaridad, así como toda la tipología de los modelos personales, en la obra “Vorbilder und Führer”. La persona deviene discípula y seguidora del maestro amado en la medida en que experimenta como amable aquel mundo de valores que el maestro le descubre, no en tanto que tal maestro concreto y real, sino en tanto que ideal intencional, como portador de unos valores que el alumno asume como constitutivos de su propio cometido moral (Wojtyla, 1982; pp. 211-212). Es ahí donde funciona la empatía (Einfühlung), la atracción o repulsión morales que permiten salir a la persona del subjetivismo axiológico; es en la relación interpersonal (Mitfühlung) en donde los sujetos se hacen conscientes de los valores y contravalores.
Henos, en definitiva, ante el amor benevolentiae, amor desinteresado que no sólo dice “yo te deseo como un bien”, sino sobre todo “yo deseo tu bien, yo deseo lo que es un bien para ti”. Ninguna reciprocidad puede surgir sino de esa benevolencia.
Scheler elabora una tipología especial de los modelos magisteriales de seguimiento, de acuerdo con la escala axiológica de la vida emocional de cada uno, y no -como en el tomismo- según la cercanía al Bien supremo objetivo. El tomismo estima que Scheler destruye la verdad del bien para hipertrofiar la vivencia del valor.
Sea como fuere, la escala es la siguiente:
– Santo
Es la forma más alta de unidad de los valores espirituales, y en particular del valor del Dios personal; pero, aunque el hombre es para Scheler un ser teomórfico, no se trata de una verdadera relación con Dios como Realidad existente positivamente definida, sino de una experiencia de la idea de Dios construida sobre el valor de lo divino, que es la última y suma cualidad de la jerarquía axiológica; mediante el bien moral de sus propios actos entra el hombre en relación no con alguna abstracta “altísima perfección ética”, sino con el valor sumo de Dios.
– Genio
– Héroe
– Organizador (der führende Geist)
– Entendido epicúreo (Künstler des Genusses)
El papel de la conciencia se reduce a recopilar en sí los valores morales que en cierto sentido, aunque negativo, están contenidos en las normas generales transmitidas por la tradición y apoyadas en la autoridad, así como los demás valores morales que, en la experiencia específica de la persona, deben su aparición a la vitalidad de la esfera personal. Scheler define la conciencia con el nombre de economización de la actitud moral (Ökonomisierung der sittlichen Einsicht) por ser ante todo negativa y expresarse principalmente en las prohibiciones. De todos modos, “Scheler opina que a la conciencia se le atribuye, por regla general, una importancia excesiva, a lo que han contribuido las ideas metafísico-religiosas” (Wojtyla, 1982; p. 35).
1.8. Enseñanza del constructivismo axiológico
El maestro nos enseña a pasar del nivel preconvencional, donde la instancia para juzgar los valores es el egoísmo, al nivel convencional, en que se tienen por valiosas las normas de la comunidad particular en que uno se inserta, y desde ahí al nivel posconvencional, en el que hemos aprendido a distinguir entre las normas de nuestra comunidad concreta y los principios universales, que tienen en cuenta a toda la humanidad, y son los que legitiman a todas las instituciones democráticas.
Sin merma del reconocimiento de su objetividad, los valores van siendo descubiertos y construidos por el sujeto, y en la internalización de normas se da una progresión que va desde el “mamá está enojada conmigo ahora”, pasando por el “mamá se enoja conmigo cada vez que derramo la sopa”, y el “todos se oponen a que derrame la sopa”, para que finalmente brille la norma “no se debe derramar la sopa”.
El lenguaje se densifica y complejiza en la socialización secundaria, a partir del mundo básico de la socialización primaria. Mientras que en ésta las limitaciones biológicas son muy acentuadas en las secuencias del aprendizaje, que sólo se da con una intensa pero pobre identificación emocional, en la secundaria se llega a percibir al otro como funcionario institucional dentro de un contexto específico, de tal modo que el mundo de los padres ya no es todo el mundo. Mucha gente, sin embargo, queda presa de la socialización primaria, y su escala de valores es muy infantil, ya sea porque los padres continúan siendo la norma, ya sea porque las autoridades foráneas (académicas, políticas, laborales, etc) asumen el rol paterno, o porque el líder del grupo impide la autonomía del desarrollo (Nédoncelle) no sobrepasándose los primeros estadios freudianos o kolbertianos: es el infantilismo axiológico. Como señalan Berger y Luckmann en “La construcción social de la realidad”, el niño vive bien o mal en el mundo definido por sus padres, pero puede dar la espalda con alegría al mundo de la aritmética no bien abandona el aula, porque al niño le resulta mucho más fácil “esconderse” de su maestro que de su madre, pudiendo decirse que el desarrollo de esta capacidad de ocultarse constituye un aspecto importante para poder madurar como adulto. Mientras tanto, los maestros tratan de hacer “familiares”, hogareños e interesantes, naturales, los contenidos cada vez más formalizados, tratando de conservar el vínculo entre lo primario y lo secundario.
En todo caso, ya sea para pasar de la socialización primaria a la secundaria, ya para mantenerse en ésta, el vehículo más importante es el diálogo, a fin de estimular la estructura de plausibilidad ajena y de lograr la suspensión de dudas y la disipación de miedos absurdos. Mientras permanece dentro de las estructuras de plausibilidad, el individuo no se siente en ridículo cada vez que una duda sobre lo real le asalta, aunque un exceso de plausibilidad o de homogeneidad en general puede generar también una socialización deficiente.
Socializar es construir legitimaciones, reglas de juego, e instituciones valorativas que servirán para ir descubriendo mejor los valores mismos, en el tránsito del yo al nosotros, y del nosotros al ideal, pues, como señala Emile Durkheim, es moral todo cuanto es fuente de solidaridad, todo cuanto lleva al hombre a contar con otro hombre; la moral es tanto más sólida cuanto más numerosos y fuertes son esos lazos.
Un primer nivel de legitimación se produce con la transmisión de vocabulario; el segundo nivel contiene proposiciones teóricas en forma rudimentaria (proverbios, máximas, etc); el tercero las transmite mediante proposiciones formalizadas; el cuarto y último nivel es el de los universos simbólicos, pues cada vez que alguien se desvía de los símbolos y de los valores éstos le devuelven a la norma conculcada y a los comportamientos institucionalizados: sólo después de que un universo simbólico se objetiva como teoría surge la posibilidad de reflexión sistemática sobre la naturaleza y problemática de ese universo.
La socialización culmina con el intento de construcción de la ciudad axiológicamente armoniosa, pero a su vez tampoco resulta fácil lograr sujetos colectivos capaces de llevar adelante esa construcción; de peor a mejor podrían ser clasificados así, según Max Scheler:
– Colectivos por mero contagio sentimental (Gefühlsansteckungen).
– Colectivos de vitalidad (Lebensgemeinschaften).
– Comunidades contractuales (Gemeinschaften).
– Comunidades de personas (Gesamtpersonen, Liebesgemeinschaften).
1.9. Dimensión noemática del valor: criterios axiológicos
Toda intención noética tiene su correlato noemático, pues no es el sujeto quien fabrica o crea los valores, tan sólo los descubre, y además los descubre en su jerarquía axiológica objetiva. Existe, en efecto, una jerarquía axiológica a priori, siendo cinco los criterios para determinarla, según Scheler:
– Criterio de la duración del valor
Se prefieren los valores duraderos a los pasajeros y tornadizos.
– Criterio de la divisibilidad
Se prefieren los valores indivisibles: un trozo de pan vale el doble que la mitad de otro, pero la mitad de una estatua no se corresponde con la mitad de su valor total. Los bienes materiales son separables y divisibles y de hecho separan y dividen a las personas, mientras que los espirituales las unen.
– Criterio de fundamentación
Se prefieren los valores fundantes a los fundados por los fundantes.
– Criterio de profundidad en la satisfacción
Los valores superiores satisfacen más profundamente; sin embargo, la jerarquía del valor no consiste en la profundidad de la satisfacción que produce. Obviamente, satisfacción no significa necesariamente placer, si bien éste puede ser una consecuencia de la satisfacción. Axiológicamente hablando, sólo cuando nos sentimos satisfechos en los planos profundos de nuestra vida gozamos las ingenuas alegrías superficiales; quizá no siempre a la inversa, a pesar de las apariencias.
– Criterio de referencialidad
Los valores están entrelazados, guardan una armonía interactiva y sinérgica. Un valor es tanto más alto cuanto menos necesita referirse a otros; el valor más alto de todos es el absoluto, y todas las demás conexiones de esencias se basan sobre ésta.
1.10. Dimensión noemática del valor: tabla de valores
La aplicación de los cinco criterios señalados deja al descubierto una ordenación jerárquica, o tabla de valores, que es la siguiente, de más bajo a más alto:
a. Valores de lo agradable/desagradable, a los que corresponden los estados afectivos del placer y dolor sensible.
b. Valores vitales, como la salud, la enfermedad, la vejez, la muerte, el agotamiento.
c. Valores espirituales, que deben preferirse a los dos escalones anteriores; captamos estos valores por una percepción sentimental en actos tales como el preferir, amar, que no deben confundirse con los correspondientes actos vitales sinónimos. Dentro de ellos pueden distinguirse jerárquicamente:
c1. Valores de lo bello (y de lo feo)
c2. Valores de lo justo y de lo injusto (que no hay que confundir con lo recto y lo no recto, los cuales se refieren a un orden establecido por la ley, siendo independientes de la idea de Estado y de cualquier legislación positiva).
¿Cabe realizar los valores morales como tales? A diferencia de Ortega y Gasset, Scheler asegura que el bien mismo no puede ser objeto del querer; la bondad de la persona no puede ser el fin de la acción. Para él el valor moral no puede ser nunca el fin de la acción; de manifestarse, lo hace con ocasión de la acción. La experiencia del valor del bien se manifiesta con ocasión de (auf dem Rücken) haber realizado el valor superior entre aquellos que se presentaban. Querer realizar el bien por el bien sería, por otra parte, una manifestación de fariseismo.
c3. Valores de ‘conocimiento puro de la verdad’. Los valores del conocimiento son ‘valores de referencia’ a los valores de la verdad misma, pues ‘la verdad no pertenece al universo de los valores’.
d. Valores de lo santo (y lo profano). Los valores religiosos son irreductibles a los espirituales y tienen la peculiaridad de revelársenos en objetos que nos son dados como absolutos. El valor de lo divino constituiría la asíntoma suprema de todos los valores de santidad. Como los valores en general son independientes de sus configuraciones históricas, Scheler no se circunscribe a ninguna de las manifestaciones religiosas concretas.
Cabe preguntarse, en todo caso, si esa tabla misma de valores no debería ser tomada también como una tabla de valores histórica, mudable, y por ende no apriórica.
1.11. Criterios prudenciales en la captación de valores
El valor no sólo plantea conflictos intra-extramorales entre un valor positivo y otro negativo, sino también entre dos positivos, amor y justicia por ejemplo, y entonces hay que saber elegir entre los valores que coliden o interfieren. Hans Reiner, buscando conservar a la vez la fuerza y la altura de los valores (los más altos no deberían ser los más débiles), propone algunos criterios prudenciales en la actuación axiológica:
a. Urgencia temporal
Cabe postergar o sublimar, pero no negar los valores más altos en favor de los más urgentes.
b. Cantidad
En caso de igualdad, será preferible lo que realice más cantidad de valor.
c. Probabilidad de éxito
En el sentido anterior.
d. Seguridad
Lo seguro es mejor que lo probable.
Por su parte Wilhelm Stern en la misma línea («Wertphilosophie») aduce estos otros criterios:
a. Plenitud
Humanidad es más que pueblo, pueblo más que familia, familia más que individuo.
b. Proximidad al yo
Familia es más que pueblo, pueblo más que humanidad, etc.
c. Urgencia
En caso de duda hay que tener prioridad con el débil, el niño, el anciano, etc.
d. Resonancia
El que más pueda, más debe cooperar.
1.12. Los valores y el progreso
Se puede progresar en la captación de los valores. Manuel García Morente (1980, pp. 51 ss) ha señalado el siguiente criterio al respecto:
– Realización de valores:
a. Todo descubrimiento o invención de un valor constituye un progreso.
b. Toda institución destinada a realizar un valor constituye un progreso, por imperfectamente que desempeñe su cometido.
c. Toda transformación de una cosa en un bien es progreso.
d. Toda mejoría de un valor ya realizado es progreso, ya sea por depuración, intensificación, etc.
e. Todo aumento de bienes en cantidad constituye progreso.
f. Toda disminución de males en cantidad constituye progreso.
g. Todo aumento de males significa retroceso.
h. La conversión de un bien-medio en un bien-fin no es progreso, y puede ser detención o retroceso.
– Estimación de valores
a. Todo aumento en la humana capacidad para estimar valores es progreso.
b. Toda rectificación de aberraciones estimativas es progreso, tanto en la denuncia de estimaciones falsas en sí mismas como en el restablecimiento de la auténtica jerarquía axiológica.
– Juicio sobre el progreso universal
a. El fomento y desarrollo de un valor inferior con detrimento de otro superior es retroceso, pero el descubrimiento de dicho acontecer y su rectificación constituyen progreso.
b. Fomentar y desarrollar un valor superior con detrimento de uno inferior puede significar retroceso, planteando siempre la cuestión técnica de cómo lograr el paralelo desarrollo en ambos valores conflictivos.
c. El progreso universal resulta de los progresos particulares teniendo en cuenta su intrínseca jerarquía.
A la sociología del saber le corresponde según Max Scheler el estudio de la relación entre las disposiciones habituales o «inclinaciones inconscientes» condicionadas por la clase social, que tiende a presentar el mundo y el progreso de los valores a su imagen según el modo siguiente (Scheler, 1960):
1) La clase social inferior atribuye el máximo valor a los tiempos venideros, la superior a los pasados.
2) Aquélla prefiere la visión dinámica, ésta la estática.
3) Aquélla el mecanicismo, ésta el teleologismo.
4) Aquélla el realismo, ésta el idealismo.
5) Aquélla el materialismo, ésta el espiritualismo.
6) Aquélla el pragmatismo, ésta el intelectualismo.
7) Aquélla el optimismo del futuro y el pesimismo del pasado, ésta el sinaléptico o coincidente.
8) Aquélla la conexión con el medio ambiente, ésta las condiciones naturales.
2. El riesgo de hacer depender los valores de una mera captación emocional
2.1. No tanto optimismo
Creemos sin embargo que Scheler cuestiona demasiado el valor cognoscitivo de la esfera racional, y que enfatiza demasiado el valor cognoscitivo de la esfera emocional, pues, como no existe indefectibilidad en las emociones, excesivamente desvinculadas por Scheler de la inteligencia y de la voluntad moral, resulta que algo tan importante como la captación de los valores pende de un hilo propenso al descontrol y al arbitrarismo, lo cual se manifiesta muy particularmente entre los:
– ciegos o idiotas morales;
– durmientes axiológicos (que tienen valores, pero durmientes, cuya cultura axiológica y cuya militancia son igualmente durmientes);
– cínicos morales (“cínico es el que conoce el precio de todas las cosas y el valor de ninguna”, dijo Wilde);
– necios axiológicos (“todo necio confunde valor y precio”, afirmó Machado);
– o, simplemente, gente con gustos morales que merecen palos.
Así pues, no puede hacerse depender la captación de los valores de la mera intuición emocional, tan necesaria como insuficiente en este caso.
2.2. A la voluntad lo que es de la voluntad, al sentimiento lo que es del sentimiento
A diferencia de la esfera volitiva, la afectiva no nos resulta directamente accesible. La alegría o la tristeza, en efecto, no se pueden producir libremente del mismo modo que producimos un acto de voluntad o una promesa, y tampoco se pueden gobernar como gobernamos los movimientos de nuestros brazos, porque el sentimiento tiene sus razones que la voluntad no conoce; por tanto, “es fácil darse cuenta de cuán erróneo resulta desacreditar el acto de compasión sentida o de amor, y reemplazarlos por actos de la voluntad, sólo porque en algunos casos la compasión o el amor son insinceros o insuficientes. Ciertamente, la voluntad y las acciones constituyen un test para la profundidad y la sinceridad de las respuestas afectivas en todas las circunstancias en las que se requiere una acción. Pero esto no significa que una respuesta afectiva de compasión sincera y genuina no tenga valor. Al contrario, esta respuesta posee y da un valor tan propio que nunca puede ser sustituido por acciones que no fluyan de estas respuestas afectivas.
Así pues, “en la esfera moral es la voluntad quien posee la última palabra; aquí lo que cuenta por encima de todo es nuestro centro espiritual libre. El verdadero yo lo encontramos primariamente en la voluntad. Sin embargo, en muchos otros terrenos es el corazón, más que la voluntad o el intelecto, el que constituye la parte más íntima de la persona, su núcleo, el yo real” (Hildebrand, 1997; p. 133). Sería ciertamente erróneo desacreditar la voluntad y las acciones porque son imperfectas sin la contribución del corazón, pero es igualmente incorrecto desacreditar las respuestas afectivas en cuanto tales simplemente por la imperfección de una respuesta afectiva a la que le falta potencialidad para expresarse en acciones.
En verdad, el intelecto, la voluntad y el corazón deberían cooperar entre sí, pero respetando el papel y el área específica de cada uno. El problema surge cuando el corazón va más allá de su dominio y usurpa papeles que no le competen, desacredita a la afectividad y causa una general desconfianza sobre sí mismo, incluso en su terreno propio. Si, por ejemplo, un hombre que quiere comprobar un hecho no consulta a su intelecto, sino que se limita a afirmar que su corazón le dice lo que ha ocurrido, abre la puerta a todo tipo de ilusiones; ha obligado a su corazón a realizar un servicio que nunca puede prestar y ha permitido que su uso inadecuado sofoque al intelecto.
En estos casos, en vez de permitir a su intelecto que decida si una determinada acción es moralmente incorrecta, se remite a su mero sentimiento de ‘sentirse culpable’ o de ‘sentirse inocente’, suponiendo que esta experiencia afectiva sentimental es un criterio unívoco para determinar un hecho objetivo. Pero semejante suposición es claramente errónea.
Hay, desde luego, situaciones en las que podemos decir: ‘siento que esto no es correcto’, aunque somos incapaces de demostrarlo lógicamente” (Hildebrand, 1997; pp.105-107).
Sí, el corazón debe estar donde tiene que estar, y no se puede utilizar la mente para sustituirlo, ni a la inversa.
2.3. Sentimiento sí, sentimentalismo no
Así las cosas, la persona con un corazón alerta vive abierta al correlato axiológico noemático, es decir, se alegra o entristece según los motivos objetivos que se dan frente a él para sentirse feliz o desgraciado; el juicio verdadero es una síntesis de subjetividad y objetividad, o mejor, la objetividad está mediada por la subjetividad, pero no creada por ella. En este sentido su subjetividad no se borra, pero sí debe desaparecer su subjetivismo, por cuanto que éste -en su ismo- desenfoca y desvirtúa la genuinidad de la vivencia. No se trata, insistamos, de prescindir del sujeto para ponderar las respuestas sentimentales sólo en función de los estímulos y condicionamientos objetivos, al modo de los robots, no, pero tampoco de elevar el subjetivismo de niño mal criado a la condición de medida de todas las cosas.
La pregunta fundamental de un corazón bien informado no es ¿me siento feliz?, sino ¿la situación objetiva es tal que resulta razonable ser feliz?. Es entonces cuando de la afirmación “eso es verdaderamente un bien” se sigue la otra afirmación “eso debe ser realizado”.
Aunque la conciencia no sea legisladora por sí misma, el hecho de estar en la verdad va unido al de tener la experiencia de la verdad en su propia vida y no simplemente al de conformar su propio comportamiento a la norma: la norma debe ser obedecida de manera personalista, la conciencia debe aceptar la norma como verdadera, de manera que ésta se individualice insertándose en el proceso por el cual se realiza esta persona única e irrepetible. El orden normativo objetivo y la conciencia individual se encuentran en la verdad que los funda y los justifica.
“Cuando el valor es reconocido por la conciencia y se convierte, a través de ella, en experiencia del sujeto, nace la obligación. Con el concepto de obligación está estrechamente ligado el de vocación o llamada. La obligación nos introduce en la responsabilidad, pues se es responsable no tanto de lo que se hace como de la fidelidad o infidelidad a lo que se tiene obligación de hacer. La persona es responsable de la realización de los valores y al mismo tiempo de la realización de ella misma como valor. La persona es también responsable ante ella misma de la realización de su propio valor, porque existe una responsabilidad de la persona hacia sí misma. En suma, la persona es el sujeto que es responsable, pero también el objeto de la responsabilidad y el sujeto ante el cual se es responsable” (Buttiglione, 1992; pp. 180-182).
La persona es responsable de la realización de los valores, pero al propio tiempo de la realización de sí misma como valor. La realización de la persona como tal -testigo de la experiencia de la libertad, de la responsabilidad y de la lealtad hacia la verdad- es la felicidad, que puede ir o no acompañada de placer.
3. Algunas perversiones del afecto
3.1. Algunas perversiones hipertróficas del afecto
Común a todas las perversiones del afecto es la perversión histérica, que gira exclusivamente en torno a sí misma, llevada por su anhelo de ser el muerto en el entierro, el novio en la boda, o el niño en el bautizo, el caso es estar indefectiblemente en primera línea, hacerse el interesante para los demás y para uno mismo; se trata de un ardiente deseo de ocupar el centro del escenario, de impresionar, de atraer la atención, lo que lleva a mentir e incluso a terminar creyéndose las propias falsedades. También suele manifestarse en un desordenado deseo de ser amado, o en un amor sentimentalmente pervertido.
Con frecuencia, a estas gentes mezquinamente egocéntricas cualquier nimiedad concerniente a su propio yo, cualquier broma o juicio ajeno, por verdadero o justo que fuere, les desquicia. Consecuentemente, tienden a interpretar todo de manera desfavorable, como si todo fuera contra ellos, o de manera adorable, como si todos hubiesen de caer rendidos de admiración ante ellos.