El xenotrasplante
Zarina Enviando en: miércoles, 16 de abril, 2003 – 06:38 pm
Es el trasplante de órganos entre especies distintas.
El xenotrasplante, está llamado a ser una práctica de futuro. Aunque queda mucho camino por recorrer e innumerables escollos por superar, el actual nivel de la investigación científica unido a un mayor conocimiento del nivel molecular, auguran unas expectativas de futuro que irán concretándose a medida que la experimentación resuelva las dudas actuales y allane el camino a seguir.
Cómo empezó todo
El xenotrasplante, en su concepción actual, dista mucho de lo que los pioneros en este tipo de trasplantes imaginaron allá por la década de los 60.
Éstos, a su vez, habían recogido el testigo que habían abandonado tres décadas antes los cirujanos de entreguerras, a los que se atribuye la moderna concepción de la cirugía que ha llegado hasta nuestros días.
Sin embargo, los verdaderos orígenes del xenotrasplante hay que buscarlos en el siglo XIX con el nacimiento de la moderna “cirugía experimental” a partir de unos pocos antecedentes desarrollados durante el siglo anterior.
Como cita más alejada en el tiempo, probablemente la primera con carácter “científico”, están documentadas diversas transfusiones de sangre de animal a hombre en 1628 por Colle de Belluno, de Padua, en 1654 por Francesco Folli y en 1665 por Richard Lower de Londres.
El gallo unicornio
La observación empírica de la naturaleza y la larga tradición y conocimiento de injertos vegetales, fue tal vez el motivo que impulsó a los cirujanos del siglo XVIII a realizar experimentaciones similares en animales.
El gallo y en particular su cresta, acapararon buena parte de estas experiencias pioneras.
El término “injerto animal”, fue acuñado muy probablemente por Duhamel du Monceau, naturalista y fisiólogo francés, que dedicó buena parte de sus investigaciones al estudio de la cicatrización y vascularización de injertos de origen animal y vegetal.
Du Monceau publicó en 1749 los resultados de injertos exitosos de espolones, extraídos de pollos jóvenes en la cresta del mismo o de otro animal.
El modelo experimental daría nombre a los pollos unicornios, cuya experiencia se repetiría con posterioridad, igualmente con éxito, en la oreja de bueyes.
La experiencia potenció, en su momento, el conocimiento de los procesos de anastomosis, conexión y neocirculación embrionaria.
Las propiedades de la cresta de gallo fueron confirmadas en 1767 por John Hunter (1728-1793), considerado el padre de la cirugía científica británica, con la implantación de dientes humanos en la misma cresta, o por Giusseppe Boronio (1759-1811). El cirujano italiano implantó en crestas de gallo una ala de canario y una cola de gato.
Injertos animales
Durante el siglo XIX empezaron a cobrar cuerpo los trasplantes de órganos o de parte de ellos. La experimentación había sido impulsada, entre otros, por Claude Barnard, Alessandri o Berthold en la primera mitad de siglo, retomando trabajos anteriores.
El número de fracasos superaba con creces al de los éxitos. Sorprendentemente, tan solo los injertos de piel parecían responder a las expectativas en casos de úlceras, heridas o quemaduras. Durante la segunda mitad de este siglo, llegarían a utilizarse para este fin injertos de piel de perros, gatos y cobayas, mucosas de buey y rana e incluso mejilla de conejo.
Hoy día sorprenden tales éxitos, más si cabe, sabiendo que la piel es uno de los tejidos que se rechaza más fácilmente. Sin embargo, la calidad y la minuciosidad con la que eran tratados los pacientes, parece ser que favorecían el proceso de cicatrización, especialmente cuando los injertos procedían de animales.
Experiencias posteriores, como las primerizas implantaciones de prótesis de marfil o córneas animales, sentaron conceptos que posteriormente se han revelado como claves en el mundo del trasplante y, en especial, del xenotrasplante.
Entre ellos destaca el principio de revascularización por parte de capilares neoformados, el reconocimiento del papel del frío en la conservación del órgano y la obtención de mejores resultados cuanto más cerca estén en la escala filogenética dos especies animales. Se introducía, de este modo, el concepto de concordancia.
Los primeros modelos animales
El cambio de siglo trajo aparejada la publicación, en 1902, de unos resultados sorprendentes.
El cirujano Emerich Ullmann comunica en la Sociedad Médica de Viena el primer caso de injerto renal realizado en el cuello de un perro.
El uréter, conectado a la piel, deja brotar un líquido que “se asemeja a la orina”, según relatan las crónicas de la época. El mismo año, Ullmann presenta una cabra con un riñón de perro injertado en el cuello. Años más tarde, y tras realizar muchas experiencias similares, el cirujano austríaco reveló uno de sus fracasos: había intentado, sin éxito, el injerto de un riñón de cerdo en el pligue del codo de una muchacha, pero no había podido vencer las dificultades operatorias.
Estas y otras experiencias dibujan el escenario de un principio de siglo en el que la cirugía experimental toma órganos y tejidos de los animales para comprobar su viabilidad extracorpórea y su capacidad de regeneración.
Pero, ciertamente, no pasaba de ser, como todo lo relacionado con el trasplante, una simple curiosidad médica: “Simple curiosidad operatoria actualmente”, escribió Alexis Carrel en 1902 en París, “el trasplante de un órgano podrá quizá tener un día interés práctico”. Ya entonces Carrel sugería la posibilidad de que, en el futuro, se sustituyera un órgano enfermo por uno sano.
Carrel, premio Nobel de Medicina en 1912, está considerado el padre de la actual cirugía vascular y uno de los precursores de la cirugía moderna del trasplante.
Sin embargo, no es hasta 1906 que se comunica el primer xenotrasplante “real” según los términos con el que lo conocemos hoy día. En ese año, Mathieu Jaboulay injerta el riñón de un cerdo a una mujer afectada por un síndrome nefrótico y el de una cabra en el codo de una mujer de 50 años.
En ambos casos, los resultados fueron negativos debido a una hipercoagulación de la sangre, que en el fondo no era más que un rechazo hiperagudo.
Durante un tiempo se referirán experiencias similares: en 1909, Unger injerta el riñón de un niño nacido muerto en un babuino; la superviviencia es de 18 horas. El mismo año, injerta los dos riñones de un macaco de Borneo a una muchacha afectada de nefritis crónica y en peligro inminente de muerte. Fallecería 32 horas más tarde. Finalmente, en 1913, Schonjstadt injerta el riñón extraído de un mono japonés en el codo de una joven con nefrtis por intoxicación mercurial. La paciente murió 62 horas más tarde.
Los primeros hitos
Los repetidos fracasos provocaron que, poco a poco, se abandonaran estas prácticas. Sin embargo, habían sido suficientes para probar que los autoinjertos eran factibles (se hallan documentados diversos casos exitosos de autotrasplante, sobre todo en animales), pero también que el injerto no podía sobrevivir cuando se había extraído de otro individuo de la misma especie o de una especie diferente.
Nacía por aquel entoces el concepto de rechazo biológico y se introducía el de especificidad del individuo, al tiempo que afloraba la importancia y trascendencia del sistema inmunitario.
La Primera Guerra Mundial truncó muchas de las expectativas y los escasos resultados hicieron decaer el interés hasta prácticamente la década de los 40. Sin embargo, algunos pioneros, como Williamson, Holman y Voronoy persisten en sus investigaciones, combinando el uso de animales y de cadáveres humanos para trasplante de órganos.
El xenotrasplante, en esta época, vive uno de sus primeros grandes hitos: el ruso Serge Voronoff, en el Collège de France, practica con exito un injerto testicular de mono al hombre.
Significaba el nacimiento del trasplante endocrino y un precursor de las actuales terapias hormonales sustitutivas.
En 1920, Voronoff creó en el Castillo de Grimaldi, en la Riviera, una granja para albergar monos procedentes de Africa Occidental y de Abisinia. Había escrito, poco antes: “(…) En el cuerpo de los monos superiores, parientes muy próximos del hombre, hay un depósito de piezas de recambio para el organismo del ser humano”. Sin duda, fue el precursor del xenotrasplante moderno.
De la experimentación a los ensayos
El xenotrasplante, sin embargo, no dejaba de ser por aquel entonces un campo experimental y apenas se vislumbraba alguna aplicabilidad directa en humanos. Además, tras el paréntesis de la Segunda Guerra Mundial y al advenimiento, en los años posteriores, de los primeros éxitos reales en trasplantes entre humanos, el interés decayó por completo.
Fue necesario esperar hasta la década de los 60 para que la investigación en xenotrasplante cobrara nuevos bríos. El impulso llegó de la mano de la aparición de los primeros regímenes inmunosupresores, como la radiación, los esteroides o azatioprina. Con ellos se habían logrado supervivencias aceptables a finales de los 50 y principios de los 60 en transplantes renales entre humanos.
Pero los resultados eran tan solo aceptables cuando se trataba de donante vivo. El órgano de donante cadáver estaba, en la práctica, abocado al desastre.
En 1962, Reemtsma, en Nueva Orleans, comunica seis casos de trasplantes de riñones de chimpancé en receptores humanos. Uno de ellos garantizó la supervivencia durante nueve meses en una mujer de 23 años. Tras su fallecimiento, la autopsia revelaría que los riñones implantados estaban poco afectados histológicamente, de lo que se dedujo que el sistema inmunitario, responsable del fenómeno de rechazo, se había podido controlar con relativa eficacia.
En la misma época, Starzl, Marchioro y Hitchcock, intentan experiencias similares con riñones de babuinos, pero sin éxito. Starzl intentaría, en 1964, un trasplante hepático con un hígado de bauíno implantado a un niño y Hardy, un implante de corazón en un anciano. Ambos trasplantes fracasaron.
La investigación en xenotrasplante prácticamente se detuvo en este punto. Demasiados fracasos. Y el único hito destacable, había puesto de manifiesto la necesidad de un regimen inmunosupresor en grandes dosis, lo que favorecía la presencia de complicaciones, en especial, infecciones. El freno impuesto a la investigación animal perdurará prácticamente dos décadas.
Barnard, Baby Fae y Pittsburgh
En 1967, el mundo asistió atónito a una noticia que ha pasado ya a los anales de la historia. El 3 de diciembre de ese año, Christian Barnard realizó el primer trasplante de corazón con éxito del mundo. Nada hacía presagiar que Barnard sería el pionero y que el trasplante se realizaría en Sudáfrica. Por el contrario, todo el mundo daba por sentado que sería en Estados Unidos y que, muy probablemente, Norman Shumway se llevaría el honor de ser el primero.
En cualquier caso, la noticia transformó por completo el mundo de los trasplantes y venía a corroborar que el trasplante de órganos de donante cadáver era factible. A partir de este momento, los hechos se desencadenarían: se multiplicó el número de trasplantes de órganos (riñón, hígado, corazón, pulmón y páncreas) y de centros trasplantadores; se desarrollaron enormemente los regímenes inmunosupresores, básicos para la prevención del rechazo, beneficiandose en primer lugar de la llamada triple terapia (azatioprina, corticoides y globulinas antilinfocitarias) y posteriormente de la ciclosporina, el fármaco de base en la prevención del rechazo para cualquier órgano; la técnica quirúrgica había alcanzado un notabilísimo nivel y, en paralelo, el control de procesos infecciosos había mejorado de forma importante.
Como consecuencia, el número de trasplantes creció en las décadas de los 70 y 80 de forma paulatina y constante sin reparar en más límites que los estríctamente técnicos. La aparición de la ciclosporina, comercializada a partir de 1980, permitió además disponer, por vez primera, de un fármaco específico para la prevención del rechazo. Su grado de eficacia cambió la óptica del trasplante hasta el punto que, poco a poco, se transformó en una práctica terapéutica de elección para un número de indicaciones cada vez mayor.
El debate mediático
La generalización del trasplante de órganos de donante cadáver topó con el que, por ahora, es su freno principal: no hay suficientes órganos para atender todas las necesidades. La constatación de este hecho, ya muy palpable al principio de la década de los 90, favoreció un nuevo impulso a las investigaciones en xenotrasplante, que irían concretándose a lo largo de la presente década. Atrás habían quedado algunas experiencias aisladas, la más destacada de las cuales fue la llevada a cabo por Leonard Bayley en 1984 en el Hospital de Loma Linda, en California.
Bayley implanta un corazón de babuíno a una niña recién nacida con una hipoplasia ventricular de evolución mortal. La intervención supuso un nuevo fracaso, pero abrió las puertas a un debate todavía no resuelto sobre el uso de animales en experimentación y el aprovechamiento de sus órganos para trasplante en humanos. La notoriedad mediática de aquel xenotrasplante, junto con el prestigio científico de su autor, propició que el debate trascendiese de los círculos científicos y médicos para entrar de pleno en la sociedad. Diversas encuestas de la época en Estados Unidos apuntaban que cerca de la mitad de la población, si tuviera que elegir, no dudaría en escoger un órgano de origen animal si no hubiera posibilidad de recibir un órgano humano.
Esa experiencia quedaría empequeñecida casi 10 años después, tras los dos trasplantes de hígado de babuíno realizados por Thomas Starzl en Pittsburgh. De nuevo, los medios de comunicación jugaron un papel determinante dando a conocer una experiencia que marca el inicio del xenotrasplante actual. Starzl obtuvo una supervivencia de 70 días en el primer xenotrasplante, realizado en 1992, y de 26 días en el segundo, realizado el año siguiente. En el primero apenas se observó evidencia patológica de rechazo y algunos autores sostienen que la muerte sobrevino a causa de una sobreinmunosupresión, mientras que para otros, es todavía hoy difícil explicar la causa real de la muerte del receptor. El segundo caso, sin embargo, fue un nuevo fracaso.
El xenotrasplante entra de lleno en el futuro
La historia reciente del xenotrasplante se ha visto condicionada, hasta épocas muy recientes, por el rechazo cuasi fulminante de los órganos trasplantados o la pronta aparición de infecciones oportunistas. Salvo contadas excepciones, hasta 1996 no ha sido posible empezar a publicar resultados positivos fruto de la experimentación en modelos animales. Algunas experiencias, como la ya referida de Pittsburgh bajo la dirección de Starzl, o el posterior trasplante de médula ósea en un enfermo de SIDA practicado por la Dra. Suzanne Ildstat con resultados de difícil valoración, han hecho volver la vista a los modelos experimentales como paso previo a nuevos ensayos clínicos.
Para ello ha sido necesario superar un primer escollo: escoger el modelo animal con mayores posibilidades de éxito. Investigaciones de los mecanismos íntimos del rechazo aconsejaban, en primera instancia, la utilización de especies animales cercanas en el árbol genealógico a los humanos, por lo que la mayor parte de trasplantes se realizaba con primates. La proximidad filogenética augura un comportamiento del injerto y de la respuesta inmunológica del receptor que puede ayudar a prevenir el rechazo. En trasplantes experimentales entre especies concordantes (cercanas en la escala filogénetica) no existe el llamado rechazo hiperagudo (reacción fulminante del sistema inmunulógico que destruye el órgano injertado en menos de una hora) y el rechazo agudo no aparece hasta unos días después del trasplante. La inmunosupresión administrada, aunque forzosamente elevada, permite obtener una respuesta positiva en estos modelos, aunque la supervivencia es aún muy limitada.
La presumible buena respuesta de este tipo de modelos concordantes topa, no obstante, con obstáculos muy difíciles de superar. Por una parte, la mayoría de primates susceptibles de ser donantes de órganos se encuentran en situación precaria en sus propios hábitats o corren peligro de extinción. Por otra, diversos sectores de la sociedad objetan la excesiva proximidad genética entre ambas especies y no faltan las aducidas por sociedades y colectivos conservacionistas y de defensa de los derechos de los animales. Cabe mencionar, finalmente, otras limitaciones de orden práctico: se trata de animales que se reproducen difícilmente en cautiverio, su período de crecimiento es muy largo y la dimensión de sus órganos, poco adecuada. Las objeciones señaladas aconsejan proseguir la investigación en modelos discordantes (alejados en la línea evolutiva).
El modelo que parece tener mejor aceptación son cerdos especialmente criados para este fin. Los argumentos esgrimidos a favor de su utilización son tanto de orden práctico como éticos y científicos. Los cerdos han sido criados, desde hace siglos, para consumo humano. Asimismo, se reproducen con facilidad en cautiverio en amplias camadas. Sus órganos, por otra parte, son de tamaño similar a los humanos. Finalmente, durante años muchos diabéticos han usado insulina de origen porcino y muchas de las válvulas cardíacas implantadas en humanos proceden de estos animales. Del mismo modo, han llegado a usarse sus tejidos como injertos de piel en casos de quemaduras graves. Utilizar sus órganos para trasplante, por tanto, no debiera parecer fuera de lugar siempre y cuando el rechazo hiperagudo, el principal problema hasta la fecha en modelos discordantes, se lograra vencer.
Se supera la gran barrera
En 1996, David White, de la Universidad de Cambridge, en el Reino Unido, publicó unos resultados esperanzadores utilizando cerdos modificados genéticamente. La estrategia utilizada por el científico británico consistió en introducir un gen humano en el organismo de estos animales con el fin de que el sistema inmunológico del receptor se confundiera y se frenaran los mecanismos de respuesta natural ante la presencia de un cuerpo extraño. El resultado fue que los mecanismos que activan el rechazo hiperagudo se vieran desarbolados y que el órgano trasplantado consiguiera superar este fenómeno.
La presencia del gen humano en el organismo del animal dio resultado. White trasplantó con éxito el corazón de cerdos modificados genéticamente en primates y comprobó como los órganos superaban el rechazo hiperagudo. Una vez solventado este escollo, el problema pasaba a ser como asegurar la supervivencia del órgano el máximo tiempo posible sin dañar en exceso la respuesta inmunulógica del receptor. Hasta la fecha, este investigador ha conseguido, gracias a diversas pautas inmunosupresoras, supervivencias que alcanzan de media los 40 días con un máximo de tres meses.
El modelo animal desarrollado en la Universidad de Cambridge por White ha sido patentado por la empresa Imutran, dirigida por el mismo científico. Esta compañía, en la actualidad propiedad de Novartis, ha empezado a desarrollar acuerdos de colaboración con otros centros de investigación en el mundo para el desarrollo de nuevas estrategias que permitan optimizar y mejorar los resultados actuales.
Los próximos pasos
El futuro inmediato del xenotrasplante pasa por profundizar en diferentes lineas de investigación. Se apuntan como aspectos clave el desarrollo de nuevas pautas de inmunosupresión basadas o no en los regímenes actuales para la profilaxis del rechazo, y la aplicación de técnicas de ingeniería genética que permitan modificar la respuesta del órgano trasplantado.
Respecto de la primera línea de investigación, tan solo la experimentación animal puede indicar qué inmunosupresores y a qué dosis son las más adecuados. Es importante resaltar en este punto que buena parte de los fracasos recientes en xenotrasplante han sido atribuidos a un exceso de inmunosupresión, especialmente en el período inmediato post-trasplante. El objetivo, como ya se ha indicado, es conseguir un régimen equivalente al que se utiliza hoy día para el trasplante de órganos entre humanos.
En cuanto a la aportación de la ingeniería genética, la constatación de que muchos de los procesos fisiológicos no dependen en exclusiva de un solo gen sino de varios, y que las reacciones bioquímicas que tienen lugar en el organismo se deben a menudo de complejos sistemas complementarios, abre la puerta a la necesidad de introducir más de un gen en el donante.
La mejor comprensión del nivel molecular y de la función de los genes deben permitir modular la respuesta inmunológica y, con ello, controlar mejor el fenómeno del rechazo. Controlado este, junto con el soporte de una inmunosupresión suficientemente eficaz y con los menores efectos tóxicos posibles, podremos ver también como se comportan estos órganos funcionalmente, y cual es el riesgo real de la transmisión de agentes infecciosos a los seres humanos. El lapso de tiempo necesario para que estos factores sean realidad es hoy por hoy una incógnita. Cuando esté resuelta, se iniciará, esta vez con mayores garantías, el paso a la práctica clínica.
🙂