Respaldo de material de tanatología

Alejandro Dumas – La mujer del collar de terciopelo

Alejandro Dumas
La mujer del collar de terciopelo
(Mil y un fantasmas)

ÍNDICE
I. EL ARSENAL
II. LA FAMILIA DE HOFFMANN
III. UN ENAMORADO Y UN LOCO
IV. MAESE GOTTLIEB MURR
V. ANTONIA
VI. EL JURAMENTO
VII. UNA BARRERA EN PARES EN 1793
VIII. DE CÓMO ESTABAN CERRADOS LOS MUSEOS Y LAS BIBLIOTECAS; PERO DE CÓMO ESTABA ABIERTA LA PLAZA DE LA REVOLUCIÓN
IX. «EL JUICIO DE PARIS»
X. ARSÈNE
XI. LA SEGUNDA REPRESENTACIÓN DEL «JUICIO DE PARIS»
XII. EL CAFETÍN
XIII. EL RETRATO
XIV. EL TENTADOR
XV. EL NÚMERO 113
XVI. EL MEDALLÓN
XV. UN HOTEL DE LA CALLE SAINT-HONORÉ

I. EL ARSENAL
El 4 de diciembre de 1846, mi navío se hallaba anclado en la bahía de Túnez desde la víspera; me desperté hacia las cinco de la mañana con una de esas impresiones de profunda melancolía que ponen los ojos húmedos y el pecho hinchado para todo un día. Esa impresión procedía de un sueño.
Salté al pie de mi catre, me puse un pantalón, subí al puente y miré al frente y a mi alrededor. Esperaba que el maravilloso paisaje que se desarrollaba ante mi vista apartase mi espíritu de esa preocupación, más obstinada precisamente porque tenía una causa menos real.
Delante de mí tenía, a tiro de fusil, la escollera que se extendía desde el fuerte de la Goulette al fuerte del Arsenal, dejando un estrecho paso a los navíos que quieren penetrar desde el golfo al lago. Este lago, de aguas azules como el azul del cielo que reflejan, era agitado en ciertos lugares por el batir de alas de una bandada de cisnes, mientras sobre las estacas plantadas de trecho en trecho para indicar bajos fondos, se mantenía inmóvil, semejante a uno de esos pájaros que se esculpen sobre las sepulturas, un cormorán que de pronto se dejaba caer en la superficie del agua con un pez atravesado en el pico, tragaba ese pez, volvía a subirse a su estaca, y recuperaba su taciturna inmovilidad hasta que un nuevo pez que pase a su alcance solicite su apetito y, dominando su pereza, le haga desaparecer de nuevo para volver a aparecer a poco.
Y mientras tanto, cada cinco minutos el aire era cruzado por una hilera de flamencos cuyas alas de púrpura destacaban sobre el blanco mate de su plumaje y, formando un cuadrado, parecían un juego de cartas compuesto por el as de diamante únicamente, y volando en una sola línea.
En el horizonte estaba Túnez, es decir, un montón de casas cuadradas, sin ventanas, sin aberturas, subiendo en forma de anfiteatro, blancas como la tiza y destacándose sobre el cielo con una nitidez singular. A izquierda, como una inmensa muralla almenada, se elevaban las montañas de Plomo, cuyo nombre indica ya su tinte sombrío; a su pie se arrastraban el morabito y la población de Sidi-Fathallah; a la derecha se distinguía la tumba de San Luis y el lugar en que estuvo Cartago, dos de los mayores recuerdos que existen en la historia del mundo. Detrás de nosotros se balanceaba, anclado, el Montezuma, magnífica fragata a vapor con una fuerza de cuatrocientos cincuenta caballos.
Desde luego, había en todo aquello motivos para distraer la imaginación más preocupada. A la vista de todas aquellas riquezas, se hubiera olvidado la víspera, el día presente y el día siguiente. Pero mi espíritu, a diez años de allí, estaba fijo de forma obstinada sobre un solo pensamiento que un sueño había clavado en mi cerebro.
Mi mirada se quedó clavada. Todo aquel espléndido panorama se fue borrando poco a poco en la vaguedad de mis ojos. Pronto no vi ya nada de lo que existía. La realidad desapareció; luego, en medio de aquel vacío nubloso, como bajo la varita de un hada, se dibujó un salón de artesonados blancos, en cuyo fondo, sentada ante un piano por cuyas teclas erraban negligentemente sus dedos, estaba una mujer inspirada y pensativa a la vez, una musa y una santa. Reconocí a la mujer y murmuré como si pudiera oírme:-Yo os saludo, María, llena de Gracia, mi espíritu está con vos.
Luego, sin intentar resistir a aquel ángel de alas blancas que, devolviéndome a los días de mi juventud, y como una visión encantadora, me mostraba aquella casta figura de joven, de mujer joven y de madre, me dejé llevar por la corriente de ese río que se llama la memoria y que remonta al pasado en lugar de descender hacia el futuro.
Entonces me sentí dominado por ese sentimiento tan egoísta y, por consiguiente, tan natural al hombre, que le impulsa a no guardar su pensamiento para él solo, a duplicar la extensión de sus sensaciones comunicándolas, y a derramar, finalmente, en otra alma el licor dulce o amargo que llena su ánimo.
Cogí una pluma y escribí:
A bordo del Véloce, a la vista de Cartago y de Túnez. 4 de diciembre de 1846 Señora:
Al abrir una carta datada en Cartago y en Túnez, se preguntará quién puede escribirle desde semejante lugar, y espera recibir un autógrafo de Régulo o de Luis IX. ¡Ay, señora’, el que escribe desde tan lejos, su humilde servidor a sus pies, no es ni un héroe ni un
santo, y si alguna vez se ha parecido algo al obispo de Hipona, cuya tumba visité hace tres días, sólo a la primera parte de la vida de ese gran hombre pueda aplicarse el parecido. Cierto que, como él puede redimir esa primera parte de la vida con la segunda. Pero ya es demasiado tarde para hacer penitencia, y, según todas las posibilidades, morirá como ha vivido, sin atreverse siquiera a dejar tras él sus confesiones que, en rigor, pueden dejarse contar, pero que apenas se pueden leer.
Ha corrido usted ya a la firma, ¿no es cierto, señora? y ya sabe quién le escribe; de suerte que ahora se pregunta cómo, entre este magnífico lago que es la tumba de una ciudad, y el pobre monumento que es el sepulcro de un rey, el autor de los Mosqueteros y del MonteCristo ha pensado en escribirle, precisamente a usted, cuando en París, a su alcance, se queda a veces un año entero sin ir a verla.
Ante todo, señora, París es París; es decir, una especie de torbellino donde se pierde la memoria de todas las cosas, en medio del ruido que provoca el mundo corriendo y la tierra girando. En París, yo ando como el mundo y como la tierra; corro y giro, sin contar que, cuando no giro ni corro, escribo. Pero entonces, señora, ocurre otra cosa: cuando escribo ya no estoy separado de usted más de lo que usted piensa, porque usted es una de esas raras personas para las que escribo, y es muy extraordinario que no me diga cuando acabo un capítulo del que estoy contento, o un libro que es bienvenido: Marie Nodier, ese espíritu raro y encantador, leerá esto; y me siento orgulloso, señora, porque espero que después de haber leído lo que acabo de escribir, tal vez yo crezca algunos centímetros en su pensamiento.
Volviendo a mi pensamiento, señora, esta noche he soñado, no me atrevo a decir que en usted, sino de usted, olvidando el oleaje que balanceaba un gigantesco navío que balanceaba un gigantesco navío a vapor que el gobierno me presta, y en el que doy hospitalidad a uno de sus amigos y a uno de sus admiradores, a Boulanger y a mi hijo, además de Giraud, Maquet, Chancel y Desbarolles, que figuran en el número de sus conocidos; me dormí, decía, sin pensar en nada, y como casi estoy en el país de Las mil y una noches, un genio me ha visitado y me ha hecho entrar en un sueño cuya reina era usted. El lugar a que me condujo, o más bien me llevó, señora, era mucho más que un palacio, era mucho más que un reino; era esa hermosa y excelente casa del Arsenal, en la época de su alegría y de su felicidad, cuando nuestro bienamado Charles hacía en ella los honores con toda la franqueza de la hospitalidad antigua, y nuestra muy respetada Marie con toda la gracia de la hospitalidad moderna.
Ah, créame, señora, que al escribir estas líneas acabo de dejar escapar un gran suspiro. Esa época fue para mí una época feliz. Su espíritu encantador se daba a todo el mundo, y a veces, me atrevo a decirlo, a mí más que a cualquier otro. Ya ve que es un sentimiento egoísta lo que me acerca a usted. Yo me llevaba algo de su adorable alegría, como el guijarro del poeta Saadi se llevaba una parte del perfume de la rosa.
¿Se acuerda del traje de arquero de Paul?¿Se acuerda de las zapatillas amarillas de Francisque Michel? ¿Se acuerda de mi hijo vestido de descargador? ¿Se acuerda del rincón donde estaba el piano y donde usted cantaba Lazzara, esa maravillosa melodía que usted me prometió y que, dicho sea sin reproches, nunca me ha dado?
Ya que apelo a sus recuerdos, vayamos más lejos todavía: ¿Se acuerda de Fontaney y Abed Johannot, esas dos figuras veladas que siempre permanecían tristes en medio de nuestras risas, porque hay en los hombres que deben morir jóvenes un vago presentimiento de la tumba? ¿Se acuerda de Taylor, sentado en un rincón, inmóvil, mudo y pensando en un nuevo viaje, durante el que poder enriquecer Francia con un cuadro español, un bajorrelieve griego o un obelisco egipcio? ¿Se acuerda de Vigny, que en esa época tal vez dudaba de su transfiguración y todavía se dignaba mezclarse en la multitud de los humanos? ¿Se acuerda de Lamartine, de pie delante de la chimenea, y dejando rodar hasta los pies de usted la armonía de sus hermosos versos? ¿Se acuerda de Hugo mirándole y escuchando como Eteocles debía mirar y escuchar a Polinices, el único entre nosotros con la sonrisa de la igualdad en los labios, mientras la señora Hugo, jugando con sus hermosos cabellos, estaba a medias recostada sobre el canapé, como fatigada por la parte de gloria que le tocaba?
Luego, en medio de todo esto, su madre, tan sencilla, tan buena, tan dulce; su tía, la señora de Tercy, tan ingeniosa y tan acogedora; Dauzats, tan fantástico, tan hablador, tan dicharachero; Barye, tan aislado en medio del ruido que su pensamiento siempre parece enviado por su cuerpo a la búsqueda de una de las siete maravillas del mundo; Boulanger, hoy tan melancólico, mañana tan jovial, siempre tan gran pintor, siempre tan gran poeta, siempre tan buen amigo en su alegría como en su tristeza; luego, por último, esa niñita que yo recogía en el hueco de mis brazos y que ofrecía como una estatuilla de Barre o de Pradier, ¡Oh , Dios mío, ¿qué ha sido de todo esto, señora?
El señor ha soplado sobre la clave de bóveda, y el edificio mágico se ha desmoronado, y los que lo poblaban han huido, y todo está desierto en ese mismo lugar donde antes todo estaba vivo, abierto, floreciente.
Fontaney y A~ed Johannot están muertos, Taylor ha renunciado a los viajes, De Vigny se ha vuelto invisible, Lamartine es diputado, Hugo par de Francia, y Boulanger, mi hijo y yo estamos en Cartago, donde la veo a usted, señora, al soltar ese gran suspiro de que le hablaba hace un momento, y que a pesar del viento que arrastra como una nube la humareda moviente de nuestro navío, no volverá a atrapar nunca esos queridos recuerdos que el tiempo de alas sombrías arrastra silenciosamente en la bruma grisácea del pasado.
¡Oh, primavera, juventud del año! ¡Oh, juventud, primavera de la vida!
Pues bien, ése es el mundo desvanecido que un sueño me ha devuelto, esta noche, tan brillante, tan visible, pero al mismo tiempo, ¡ay f, tan impalpable como esos átomos que bailan en medio del rayo de sol infiltrado en una cámara sombría por la abertura de una contraventana entreabierta.
Y ahora, señora, ¿verdad que ya no se asombra usted de esta carta? El presente zozobraría sin cesar si no fuera mantenido en equilibrio por el peso de la esperanza y el contrapeso de los recuerdos, y por suerte o por desgracia tal vez, yo soy de aquellos en quienes los recuerdos prevalecen sobre las esperanzas.
Ahora hablemos de otra cosa; porque está permitido ser triste, pero a condición de no entristecer a los demás. ¿Qué hace mi amigo Boniface?¡Ay , hace ocho o diez días visité una ciudad que le valdrá muchos castigos cuando encuentre su nombre en el libro de ese
maldito usurero que se llama Salustio. Esa ciudad es Constantina, la antigua Cirta, maravilla construida en lo alto de una roca, sin duda por una raza de animales fantásticos con alas de águila y manos de hombre, como Herodoto y Levaillent, esos dos grandes viajeros, la vieron.
Luego, pasamos un poco a Utica, y mucho a Bicerta. En esta última ciudad, Giraud ha hecho el retrato de un notario turco, y Boulanger de su pasante. Se los envío, señora, a fin de que pueda compararlos con los notarios y los pasantes de París. Dudo mucho que sea ventajosa para estos últimos.
En cuanto a mí, me caí al agua cazando flamencos y cisnes, accidente que, en el Sena, probablemente helado en este momento, habría podido tener molestas consecuencias, pero que, en el lago de Catón, no ha tenido más inconveniente que hacerme tomar un baño completamente vestido, y esto para gran asombro de Alexandre, de Giraud y del gobernador de la ciudad, que desde lo alto de una terraza seguían nuestra barca con la mirada, y que no podían comprender un suceso que atribuían a un acto de mi fantasía y que no era otra cosa que la pérdida de mi centro de gravedad.
Me tiré como los cormoranes de que hace poco le hablaba, señora; como ellos desaparecí, como ellos volví a la superficie; aunque, a diferencia de ello, no traje un pez en el pico.
A los cinco minutos ya no pensaba en el lance, y estaba seco como el señor Valéry: fíjese cuál habrá sido la complacencia del sol al acariciarme.
Querría, señora, doquiera esté usted, llevar un rayo de este hermoso sol, aunque no fuera más que para hacer brotar en su ventana una planta de myosotis. Adiós, señora, perdóneme esta larga carta; no estoy acostumbrado a hacerlas, y como el niño que se defendía de haber hecho el mundo, le prometo que no volveré a hacerlo; pero, también, ¿por qué el conserje del cielo se ha dejado abierta esa puerta de marfil por la que salen los sueños dorados?
Reciba, señora, el homenaje de mis sentimientos más respetuosos.
ALEXANDRE DUMAS. Un cordial apretón de manos para Jules.
Y ahora, a qué viene esta carta completamente íntima? Para contar a mis lectores la historia de la mujer del collar de terciopelo, tenía que abrir las puertas del Arsenal, es decir, de la morada de Charles Nodier.
Y ahora que esa puerta me ha sido abierta por la mano de su hija, y que, por consiguiente, estamos seguros de ser bien recibidos, «quien me ame que me siga».
En uno de los extremos de París que continúa al muelle Célestins, adosado a la calle Morland, y dominando el río, se alza un gran edificio sombrío y triste de aspecto llamado el Arsenal.


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  1. Una parte del terreno sobre el que se extiende esa pesada construcción se llamaba, antes de la excavación de las fosas de la ciudad, el Champ-au-Platre. Cierto día, cuando se preparaba para la guerra, París compró el campo e hizo construir graneros para colocar en ellos su artillería. Hacia 1533, Francisco I se dio cuenta de que no tenía cañones y se le ocurrió la idea de hacerlos fundir. Cogió, pues, uno de esos graneros a su buena ciudad, con la promesa, por supuesto, de devolvérselo en cuanto hubiera acabado la fundición; luego, so pretexto de acelerar el trabajo, se quedó con otro más, luego con un tercero, siempre con la misma promesa; luego, en virtud del proverbio que dice que lo que es bueno para tomar es bueno para guardar, se quedó sin más miramientos con los tres graneros tomados en  préstamo. Veinte años después, el fuego prendió en una veintena de barriles de pólvora que se guardaban en ellos. La explosión fue terrible; París tembló como tiembla Catania los días en que Encelade se agita. Hubo piedras que llegaron hasta el barrio Saint-Marceau; los fragores de aquel terrible trueno llegaron a estremecer Melun. Las casas de la vecindad oscilaron un instante, como si estuvieran borrachas, luego se derrumbaron sobre sí mismas. Los peces murieron en el río,  muertos por aquella conmoción inesperada; finalmente, treinta personas, levantadas por el huracán de llamas, volvieron a caer en pedazos; ciento cincuenta quedaron heridas. ¿De dónde procedía el siniestro? ¿Cuál era la causa de esta desgracia? Nunca se supo: y debido a esa ignorancia se atribuyó a los protestantes.
    Carlos IX hizo reconstruir, con un plano mayor, los edificios destruidos. Carlos IX era un constructor; hacía esculpir el Louvre, tallar la fuente de los Inocentes por Jean Goujon, que fue muerto, como todo el mundo sabe, por una bala perdida. El gran artista y el gran poeta hubiera acabado todo ciertamente si Dios, que tenía que exigirle ciertas cuentas a propósito del 24 de agosto de 1572 no le hubiera llamado.
    Sus sucesores continuaron las construcciones donde las había dejado. Enrique III hizo esculpir en 1584 la puerta que da al muelle Célestins: iba acompañada de columnas en forma de cañones y sobre la tabla de mármol de Nicolás Bourgon, que Santeuil exigía comprar al precio de la horca:
    Ztna hic Henrico vulcania tela minestrat. Tela giganteos debellatura furores. Lo cual quiere decir:
    «El Etna prepara aquí los dardos con los que Enrique debe fulminar el furor de los gigantes.»
    Y en efecto, después de haber fulminado los gigantes de la Liga, Enrique plantó ese hermoso jardín que se ve en los mapas de la época de Luis XIII, mientras Sully establecía su ministerio allí y hacía pintar y dorar los hermosos salones que constituyen, todavía hoy, la biblioteca del Arsenal.
    En 1823, Charles Nodier fue nombrado director de esta biblioteca, y dejó la calle de Choiseul, donde vivía, para instalarse en su nuevo alojamiento.
    No había hombre más adorable que Nodier; sin un solo vicio, pero lleno de defectos, de esos defectos encantadores que constituyen la originalidad del hombre de genio, pródigo, despreocupado, azotacalles, azotacalles como Fígaro era perezoso, con delicia.
    Nodier sabía poco más o menos todo lo que el hombre puede saber; además, Nodier tenía el privilegio del hombre de genio; cuando no sabía inventaba, y lo que inventaba era tan ingenioso, tan coloreado, tan probable, aunque todo ello de forma distinta, como la realidad.
    Además, lleno de sistemas, paradójico, con entusiasmo, pero por nada del mundo propagandista, era para sí mismo paradójico, sólo para sí hacía sistemas; una vez adoptados sus sistemas, reconocidas sus paradojas, hubiera cambiado e inmediatamente habría creado otros.
    Nodier era el hombre de Terencio, a quien nada humano le es ajeno. Amaba por la felicidad de amar; amaba como brilla el sol, como el agua murmura, como la flor perfuma. Todo lo que era bueno, todo lo que era hermoso, todo lo que era grande le resultaba simpático; en la desgracia incluso, buscaba lo que había de bueno, como en la planta venenosa el químico saca, del seno del veneno mismo, un remedio saludable.
    ¿Cuántas veces amó Nodier? A él mismo le hubiera sido imposible decirlo; además, el gran poeta que era confundía siempre el sueño con la realidad. Nodier había acariciado con tanto amor las fantasías de su imaginación que había terminado por creer en su existencia. Para él, Thérèse Aubert, el Hada de las Migajas, Inés de la Sierra, habían existido. Eran hijas suyas, como Marie; eran las hermanas de Marie; sólo que la señora Nodier no había influido para nada en su creación; como Júpiter, Nodier había sacado todas esas Minervas de su cerebro.
    Pero no eran sólo criaturas humanas, no eran sólo hijas de Eva e hijos de Adán lo que Nodier animaba con su soplo creador. Nodier había inventado un animal, lo había bautizado. Luego, por su propia autoridad, sin preocuparse de lo que Dios podría decir, lo había dotado de la vida eterna.
    Este animal era el taratantaleo.
    No conocen ustedes el taratantaleo, ¿verdad? Tampoco yo. Pero Nodier sí lo conocía; Nodier lo conocía de memoria. Contaba sus costumbres, los hábitos, los caprichos del taratantaleo. Les habría contado sus amores si, desde el momento en que se había dado cuenta de que el taratantaleo llevaba en sí el principio de la vida eterna, no lo hubiera condenado al celibato, dado que la reproducción es inútil allí donde existe la resurrección.
    ¿Cómo había descubierto Nodier el taratantaleo? Voy a decírselo.
    A los dieciocho años, Nodier se interesaba por la entomología. La vida de Nodier está dividida en seis fases diferentes:
    Primero hizo historia natural: la Bibliothèque entomologique.
    Luego se dedicó a la lingüística: el Dictionnaire des Onomatopées.
    Luego a la política: Napoleone.
    Luego a la filosofía religiosa: las Méditations du Cloître.
    Luego a la poesía: los Essais dune jeune barde. Luego a la novela: Jean Sbogar, Smarra, Trilby, Le Peintre de Salzbourg, Mademoiselle de Marsan, Adèle, Le Vampire, Le Songe d’or, los Souvenirs de jeunesse, Le Rois de Bohême et ses sept châteaux, las Fantaisies du docteur Néophobus, y mil cosas encantadoras que ya conocen ustedes, que yo conozco, y cuyo título no se encuentra bajo mi pluma.
    Nodier estaba, pues, en la primera fase de sus trabajos; Nodier se dedicaba a la entomología, Nodier vivía en el sexto piso -un piso más alto de aquel en que Béranger aloja al poeta-. Hacía experiencias al microscopio sobre los infinitamente pequeños, y mucho antes que Raspail había descubierto todo un mundo de animálculos invisibles. Un día, después de haber sometido a examen el agua, el vino, el vinagre, el queso, el pan, en fin, todos los objetos sobre los que habitualmente se hacen experiencias, cogió un poco de arena mojada en el canalón y la depositó en la bandeja de su microscopio, luego aplicó su ojo sobre la lentilla.
    Entonces vio moverse un animal extraño que tenía la forma de un velocípedo, armado de dos ruedas que agitaba con rapidez. ¿Tenía que cruzar un río? Sus ruedas le servían como las de un barco a vapor; ¿tenía que franquear un terreno seco? Sus ruedas le servían como las de un cabriolé. Nodier lo miró, lo detalló, lo dibujó, lo analizó tanto tiempo que, de pronto, se acordó  que se olvidaba de una cita, y echó a correr dejando su microscopio, su pizca de arena y el taratantaleo, del que la arena era el mundo.
    Cuando Nodier regresó era tarde; estaba cansado, se acostó y se durmió como se duerme a los dieciocho años. Fue sólo al día siguiente, al abrir los ojos, cuando pensó en la pizca de arena.
    ¡Ay!, durante la noche la arena se había secado, y el pobre taratantaleo, que sin duda necesitaba humedad para vivir, estaba muerto. Su pequeño cadáver estaba tendido a un lado, sus ruedas estaban inmóviles. El barco de vapor no iba, el velocípedo se había parado.
    Pero muerto como estaba, el animal seguía siendo una curiosa variedad de efímero, y su cadáver merecía ser conservado lo mismo que el de un mamut o de un mastodonte; lógicamente había que adoptar, como fácilmente puede comprenderse, precauciones mayores para manejar un animal cien veces más pequeño que un limón, que las que hay que tomar para cambiar de sitio un animal diez veces mayor que un elefante.
    Fue, pues, con la barba de una pluma como Nodier transportó su pizca de arena de la bandeja de su microscopio a una pequeña caja de cartón, destinada a ser el sepulcro del taratantaleo.
    Pensaba mostrar aquel cadáver al primer sabio que se aventurase a subir sus seis pisos.
    Hay tantas cosas en las que se piensa a los dieciocho años que podemos olvidar el cadáver de un ser efímero. Nodier olvidó durante tres meses, diez meses, tal vez un año, el cadáver del taratantaleo.
    Luego, un día, cayó bajo su mano la caja. Quiso ver el cambio que un año había producido en su animal. El tiempo estaba cubierto, caía una gruesa lluvia de tormenta. Para ver mejor, acercó el microscopio a la ventana, y vació en la bandeja el contenido de la cajita.
    El cadáver seguía inmóvil y tumbado en la arena; sólo el tiempo, que tanto poder tiene sobre los colosos, parecía haber olvidado lo infinitamente pequeño.
    Nodier miraba, pues, a su efímero, cuando, de pronto, una gota de lluvia impulsada por el viento cae en la bandeja del microscopio y moja la pizca de arena.
    Entonces, al contacto de aquel fresco vivificante, a Nodier le parece que su taratantaleo se reanima, que mueve una antena, luego otra; que hace girar una de sus ruedas, que hace girar sus dos ruedas, que recobra su centro de gravedad, que sus movimientos se regularizan, que vive.
    El milagro de la resurrección acaba de cumplirse, no al cabo de tres días, sino al cabo de un año. Diez veces repitió Nodier la misma prueba, y diez veces la arena se secó y murió el taratantaleo, diez veces mojó la arena y diez veces resucitó el taratantaleo.
    No era un efímero lo que Nodier había descubierto, era un inmortal. Según todas las probabilidades, su taratantaleo había visto el diluvio y debía asistir al juicio final.
    Por desgracia, cierto día en que Nodier se disponía, quizá por vigésima vez, a renovar su experiencia, una ráfaga de viento se llevó la arena seca, y con la arena, el cadáver del fenomenal taratantaleo.
    Nodier cogió muchas pizcas de arena mojada en su canalón y en otras partes, pero fue inútil, nunca volvió a encontrar el equivalente de lo que había perdido: el taratantaleo era el único de su especie, y, perdido para todos los hombres, sólo vivía en los recuerdos de Nodier.
    Pero también ahí vivía de una forma que no se borraría nunca.
    Hemos hablado de los defectos de Nodier; su defecto dominante, a ojos al menos de la señora Nodier, era su bibliomanía; ese defecto, que hacía la felicidad de Nodier, causaba la desesperación de su mujer.
    Y es que todo el dinero que Nodier ganaba se convertía en libros. ¡Cuántas veces Nodier, que había salido para ir en busca de doscientos o trescientos francos absolutamente necesarios para la casa, regresó con un volumen raro, con un ejemplar único!
    El dinero se había quedado en la librería de Techener o de Guillemot.
    La señora Nodier quería reñirle; pero Nodier sacaba el volumen de su bolsillo, lo abría, lo cerraba, lo acariciaba, mostraba a su mujer una falta de impresión que constituía la autenticidad del libro, y todo esto diciendo:
    -Piensa, querida, que encontraré trescientos francos, mientras que un libro como éste, ¡hum!, un libro como éste… un libro como éste es inencontrable; pregúntale a Pixérécourt.
    Pixérécourt era la gran admiración de Nodier, que siempre adoró el melodrama. Nodier llamaba a Pixérécourt el Corneille de los bulevares.
    Casi todas las mañanas, Pixérécourt visitaba a Nodier.
    En casa de Nodier, la mañana se consagraba a las visitas de los bibliófilos. Allí era donde se reunían el marqués de Ganay, el marqués de Château-Giron, el marqués de Chalabre, el conde de Labédoy; Bérard, el hombre de los Elzévires, que, en sus ratos perdidos, rehizo la Charte de 1830; el bibliófilo Jacob, el sabio Weiss de Besançon, el universal Peignot de Dijon; finalmente los sabios extranjeros que nada más llegar a París se hacían presentar o se presentaban solos en aquel cenáculo de reputación europea.
    Allí se consultaba a Nodier, el oráculo de la reunión; allí se le mostraban los libros; allí se le pedían notas; era su distracción favorita. En cuanto a los sabios del Instituto, apenas acudían a estas reuniones; veían a Nodier con envidia. Nodier asociaba el espíritu y la poesía a la erudición, y era una pena que la Academia de Ciencias no perdonase, como tampoco la Academia Francesa.
    Además, Nodier se burlaba con frecuencia, a veces mordía. Cierto día había escrito El Rey de Bohemia y sus siete castillos; en esta ocasión se había llevado la pieza. Se creyó a Nodier peleado para siempre con el Instituto. Nada de eso; la Academia de Tombuctú hizo ingresar a Nodier en la Academia Francesa.
    Entre hermanas siempre hay algunas deudas. Después de dos o tres horas de un trabajo siempre fácil, después de haber cubierto diez o doce páginas de papel de seis pulgadas de alto por cuatro de ancho de una escritura casi legible, regular, sin tachadura alguna, Nodier salía.
    Una vez que salía, Nodier vagaba a la aventura, siguiendo casi siempre, no obstante, la línea de los muelles, pero pasando y volviendo a pasar el río, según la situación topográfica de los escaparatistas; después de los escaparatistas, entraba en las tiendas de los libreros, y de las tiendas de los libreros pasaba a los talleres de los encuadernadores.
    Y es que Nodier entendía no sólo de libros sino de tapas. Las obras maestras de Gaseon durante el reinado de Luis XIII, de Desseuil durante Luis XIV, de Pasdeloup bajo Luis XIV y de Derome bajo Luis XV y Luis XVI, le eran tan familiares que los reconocía con los ojos cerrados, al tacto. Era Nodier quien había hecho revivir la encuadernación, que bajo la Revolución y el Imperio cesó de ser un arte; fue él quien alentó, quien dirigió a los restauradores de ese arte, los Thouvenin, los Bradel, los Niedrée, los Bozonnet y los Legrand. Cuando Thouvenin estaba muriendo del pecho, se levantaba de su lecho de muerte para echar una última mirada a las encuadernaciones que hacía para Nodier.
    La excursión de Nodier casi siempre terminaba en Crozet o en Techener, esos dos cuñados unidos por la rivalidad, y entre quienes acababa de interponerse su plácido genio. Allí había reunión de bibliófilos; allí se hacían los intercambios; luego, cuando Nodier aparecía, se producía un grito; pero en el momento en que abría la boca, silencio absoluto. Entonces Nodier narraba, Nodier soltaba paradojas de omni re scibili et quibusdam alüs.
    Por la noche, después de la cena familiar, Nodier trabajaba de ordinario en el comedor, entre tres bujías puestas en triángulo, nunca más, nunca menos; hemos dicho en qué clase de papel y con qué escritura, siempre con plumas de oca. Nodier sentía horror por las plumas de hierro, como, en general, por todas las invenciones nuevas; el gas le sacaba de quicio, el vapor le exasperaba; veía el fin del mundo infalible y próximo en la destrucción de los bosques y en el agotamiento de las minas de hulla. En esos furores contra el progreso de la civilización Nodier se mostraba espléndido de verba y fulminante por su arrebato.
    Hacia las nueve y media de la noche Nodier salía; en esta ocasión no era la línea de los muelles lo que seguía, sino la de los bulevares; entraba en la PorteSaint-Martin, en el Ambigú o en los Funámbulos, preferentemente en los Funámbulos. Fue Nodier quien divinizó a Debureau; para Nodier no había más que tres actores en el mundo: Debureau, Potier y Talma; Potier y Talma habían muerto, pero Debureau estaba vivo y consolaba a Nodier de la pérdida de los otros dos.
    Todos los domingos, Nodier almorzaba en casa de Pixérécourt. Allí volvía a encontrarse con sus visitantes; el bibliófilo Jacob, rey mientras Nodier no estuviera allí, virrey cuando Nodier aparecía; el marqués de Ganay, el marqués de Chalabre.
    El marqués de Ganay, espíritu tornadizo, aficionado caprichoso, enamorado de un libro como un elegante de la época de la Regencia se enamoraba de una mujer, para tenerlo; luego, cuando lo tenía, fiel un mes, no fiel, entusiasta, llevándolo encima, y parando a sus amigos para mostrárselo, poniéndolo bajo su almohada por la noche, y despertándose, encendiendo su bujía para mirarlo, pero no leyéndolo nunca, celoso siempre de los libros de Pixérécourt, que Pixérécourt se negaba a venderle al precio que fuese, vengándose de esa negativa comprando, en la venta de la señora de Castellane, un autógrafo que Pixérécourt ambicionaba hacía diez años.
    -¡No importa! -decía Pixérécourt furioso-, lo tendré.
    -¿Qué? -preguntaba el marqués de Ganay. -Su autógrafo.
    -¿Y cuándo será eso? -Cuando usted muera.
    Y Pixérécourt habría cumplido su palabra si el marqués de Ganay no hubiera considerado más idóneo sobrevivir a Pixérécourt.
    En cuanto al marqués de Chalabre, sólo ambicionaba una cosa: era una Biblia que nadie tenía, pero por eso la ambicionaba con más ardor. Atormentó tanto a Nodier para que le indicase un ejemplar único, que Nodier terminó por hacer algo mejor todavía de lo que deseaba el marqués de Chalabre: le indicó un ejemplar que no existía.
    Inmediatamente el marqués de Chalabre se puso a buscar ese ejemplar.
    Cristóbal Colón nunca puso más encarnizamiento en descubrir América. Vasco de Gama nunca puso más persistencia en encontrar la India que el marqués de Chalabre en perseguir su Biblia. Pero América existía entre el 700 de latitud norte y los 53° y 54° de latitud sur. Y la India estaba realmente a uno y otro lado del Ganges, mientras que la Biblia del marqués de Chalabre no estaba situada en ninguna latitud, ni tampoco estaba a uno u otro lado del Sena. Así pues, resultó que Vasco de Gama encontró la India, y Cristóbal Colón descubrió América, pero, por más que buscó el marqués, de norte a sur, de oriente a occidente, no encontró su Biblia.
    Cuando más inencontrable era la Biblia, más ardor ponía por encontrarla el marqués de Chalabre. Había ofrecido quinientos francos por ella; había ofrecido mil francos; había ofrecido dos mil, cuatro mil, diez mil francos. Todos los bibliógrafos estaban revueltos buscando el sitio donde podía encontrarse aquella desventurada Biblia. Escribieron a Alemania y a Inglaterra. Nada. Por una nota del marqués de Chalabre no se habría tomado tanto trabajo, y se hubiera respondido simplemente: No existe. Pero con una nota de Nodier, era otra cosa. Si Nodier había dicho: «La Biblia existe», la Biblia tenía que existir. El Papa podía engañarse; pero Nodier era infalible.
    Las búsquedas duraron tres años. Todos los domingos, el marqués de Chalabre cuando desayunaba con Nodier en casa de Pixérécourt, le decía.
    -¿Y esa Biblia, querido Charles? -¿Qué ocurre?
    -¡Inencontrable!
    -Quore et invenies -respondía Nodier.
    Y lleno de un ardor nuevo, el bibliómano se ponía de nuevo a la busca, pero no encontraba.
    Por último le llevaron al marqués de Chalabre una Biblia.
    No era la Biblia indicada por Nodier, pero sólo tenía la diferencia de un año en la fecha; no estaba impresa en Kehl, sino en Estrasburgo, y entre ambas ciudades no había más distancia que una legua; cierto que no era única, pero el segundo ejemplar, el único que existía, se hallaba en el Líbano, en el fondo de un monasterio druso. El marqués de Chalabre llevó su Biblia a Nodier y le preguntó su opinión.
    -¡Vaya! -respondió Nodier, que veía al marqués a punto de enloquecer si no tenía una Biblia -, quédese con ésa, querido amigo, ya que es imposible encontrar la otra.
    El marqués de Chalabre compró la Biblia mediante la suma de dos mil francos, la hizo encuadernar de forma espléndida y la metió en una cajita especial.
    Cuando murió, el marqués de Chalabre dejó su biblioteca a la señorita Mars. La señorita Mars, que era todo menos bibliómana, rogó a Merlin clasificar los libros del difunto y venderlos. Merlín, el hombre más honesto de la tierra, entró un día en casa de la señorita Mars con treinta o cuarenta mil francos de billetes de banco en la mano.
    Los había encontrado en una especie de cartera practicada en la magnífica encuadernación de aquella Biblia casi única.
    -¿Por qué le gastó esa broma al pobre marqués de Chalabre, usted que es tan poco dado a ellas? -le pregunté a Nodier.
    Amigo mío, porque se arruinaba, y porque durante los tres años que estuvo buscando su Biblia no pensó en otra cosa; al cabo de esos tres años gastó dos mil francos, durante esos tres años habría gastado cinco mil.
    Ahora que hemos mostrado a nuestro querido Charles durante la semana y el domingo por la mañana, digamos lo que hacía el domingo desde las seis de la tarde hasta medianoche.
    -¿Cómo conocí a Nodier?
    Cómo se conocía a Nodier. Me había prestado un favor. Era en 1827, yo acababa de terminar Christine, no conocía a nadie en los ministerios, a nadie en el teatro; mi administración, en lugar de servirme de ayuda para llegar a la Comédie-Française, me era un estorbo. Desde hacía dos o tres días había escrito ese último verso que fue tan silbado y tan aplaudido:
    «¡Y bien… siento, padre mío, que se acabe!»
    Y debajo de este verso, escribí la palabra FIN: no me quedaba otra cosa por hacer que leer mi pieza a los señores cómicos del rey y a ser aceptado o rechazado por ellos.
    Por desgracia, en esa época, el gobierno de la Comédie-Française era, como el gobierno de Venecia, republicano, pero aristocrático, y no todo el que quería llegaba a las serenísimas señorías del Comité.
    Había un lector encargado de leer las obras de los jóvenes que no habían hecho nada todavía, y que, por consiguiente, no tenían derecho a una lectura, sino después de examen; pero en las tradiciones dramáticas existían historias tan lúgubres de manuscritos esperando turno de lectura durante uno o dos años, e incluso tres años, que yo, familiar del Dante y de Milton, no osaba a enfrentarme a esos limbos, temblando de que mi pobre Christine fuera a aumentar simplemente el número de Questi sciaurati che mai non fur vivi.
    Había oído hablar de Nodier como protector nato de todo poeta por nacer. Le pedí una carta de presentación para el barón Taylor. Me la envió. Ocho días después yo tenía lectura en el Théâtre-Français, y casi era recibido. Digo casi porque había en Christine, relativamente a la época en que vivimos, es decir, al año de gracia de 1827, tales enormidades literarias que los señores cómicos ordinarios del rey no se atrevieron a recibirme de entrada, y subordinaron su opinión a la del señor Picard, autor de La Petite Ville.
    El señor Picard era uno de los oráculos de la época. Firmin me llevó a casa del señor Picard. El señor Picard me recibió en una biblioteca provista de todas las ediciones de sus obras y adornada con su busto. Cogió mi manuscrito, me citó para dentro de ocho días, y nos despidió.
    Al cabo de ocho días contados hora a hora, me presenté ante la puerta del señor Picard. Evidentemente, el señor Picard me esperaba; me recibió con la sonrisa de Rigobert en Maison ìd vendre.
    -Señor -me dijo tendiéndome el manuscrito bien enrollado-, ¿tiene usted algún medio de existencia? El inicio no era alentador.
    -Sí, señor -respondí-; tengo un pequeño trabajo en casa del señor duque de Orléans.
    -Bueno, muchacho -dijo poniendo afectuosamente mi rollo entre las dos manos y cogiéndomelas a la vez-, vaya a su oficina.
    Y encantado de haber hecho una frase, se frotó las manos indicándome con un gesto que la audiencia había terminado.
    No por ello debía menos las gracias a Nodier. Me presenté en el Arsenal. Nodier me recibió como recibía, con una sonrisa también… Pero hay sonrisas y sonrisas, como dice Molière.
    Tal vez olvidé un día la sonrisa de Picard, pero no olvidaré nunca la de Nodier.
    Quise probarle a Nodier que yo no era tan indigno de su protección como habría podido creer por la respuesta que Picard me había dado. Le dejé mi manuscrito. Al día siguiente recibí una carta encantadora, que me devolvía todo mi ánimo, y que me invitaba a las veladas del Arsenal.
    Aquellas veladas del Arsenal eran algo encantadoras, algo que ninguna pluma podrá describir jamás. Tenían lugar el domingo, y comenzaban en realidad a las seis.
    A las seis, la mesa estaba puesta. Había comensales de la fundación: Cailleux, Taylor, Francis Wey, al que Nodier amaba como a un hijo; luego, por azar, uno o dos invitados; luego, todo el que quería.
    Una vez admitido en esa encantadora intimidad de la casa, se iba a cenar a casa de Nodier a capricho. Siempre había dos o tres cubiertos esperando a los comensales de azar. Si esos tres cubiertos eran insuficientes, se añadía un cuarto, un quinto, un sexto. Si había que alargar la mesa, se la alargaba. Pero, ¡pobre de aquel que llegase el decimotercero! Ese cenaba, despiadadamente, en una pequeña mesa, a menos que un decimocuarto llegara para relevarle de su penitencia.
    Nodier tenía sus manías: prefería el pan moreno al pan blanco, el estaño a la plata, la candela a la bujía.
    Nadie prestaba atención a ellas más que la señora Nodier, que le servía como a él le gustaba.
    Al cabo de uno o dos años, yo era uno de esos íntimos de que hablaba hace un momento. Podía llegar sin avisar a la hora de la cena; se me recibía con expresiones que no me dejaban duda sobre mi bienvenida, y se me sentaba a la mesa, o más bien yo me sentaba en la mesa entre la señora Nodier y Marie.
    Al cabo de cierto tiempo, lo que no era más que un punto de hecho se volvió un punto de derecho.
    Que llegaba demasiado tarde y ya estaban sentados a la mesa y mi sitio estaba ocupado, se hacía un gesto de excusa al invitado usurpador, se me devolvía mi plaza, y aquel al que yo había desplazado se colocaba donde podía.
    Nodier pretendía entonces que yo le traía buena suerte, porque le dispensaba de hablar. Pero si yo le daba buena suerte a él, a otros se la daba mala. Nodier era el conversador más encantador del mundo. Aunque se hiciera a mi conversación todo lo que se hace a un fuego para que tenga llama, reanimarlo, atizarlo, lanzarle esas virutas que hacen brotar las chispas del espíritu como las de la forja, era la verba, era el entusiasmo, era la juventud; pero no era aquella bonhomía, aquel encanto inexpresable, aquella gracia infinita en la que, como en una red tendida, el pajarero coge todo, los pájaros pequeños y los grandes. No era Nodier.
    Era un mal menor con el que se contentaban, eso era todo.
    Pero a veces yo gruñía, a veces no quería hablar, y ante mi negativa a hablar era preciso que Nodier hablara, dado que estábamos en su casa; entonces todo el mundo escuchaba, niños y adultos. Era a la vez Walter Scott y Perrault, era el sabio luchando con el poeta, era la memoria luchando con la imaginación. Entonces Nodier no era sólo divertido de oír, sino que también era encantador de ver. Su largo cuerpo desgarbado, sus largos brazos enjutos, sus largas manos pálidas, su larga cara llena de una melancólica bondad, todo aquello armonizaba con su palabra algo monótona, que modulaba en ciertos tonos que periódicamente volvían a un acento del franco condado que Nodier nunca había perdido del todo. Entonces el relato era algo inagotable, siempre nuevo, nunca repetido. El tiempo, el espacio, la historia, la naturaleza eran para Nodier esa bolsa de Fortunatus donde Pierre Schlemill sacaba sus manos siempre llenas. Había conocido a todo el mundo, a Danton, a Charlotte Corday, a Gustavo III, a Cagliostro, a Pío VI, a Catalina II, al gran Federico, ¡qué sé yo! Como el conde de Saint-Germain y el taratantaleo, había asistido a la creación del mundo y atravesado los siglos transformándose. En esta transformación había incluido una teoría de las más ingeniosas. Según Nodier los sueños no eran más que un recuerdo de los días pasados en otro planeta, una reminiscencia de lo que había sido antaño. Según Nodier, los sueños más fantásticos correspondían a hechos realizados en otra época en Saturno, en Venus o en Mercurio: las imágenes más extrañas no eran más que la sombra de formas que habían impreso sus recuerdos en nuestra alma inmortal. Al visitar por primera vez el Museo fósil del Jardín de Plantas, se sorprendió por encontrar unos animales que había visto en el diluvio de Deucalión y de Pyrrha, y a veces se le escapaba la confesión de que, viendo la tendencia de los Templarios a los posesión universal, había aconsejado a Jacques de Molay dominar su ambición. No era culpa suya si Jesucristo había sido crucificado; era el único de sus oyentes que había avisado de las malas intenciones de Pilatos hacia él. Era, sobre todo, al Judío errante a quien Nodier había tenido la oportunidad de conocer; la primera vez en la Roma de los tiempos de Gregorio VII; la segunda, en París, la víspera de la noche de San Bartolomé, y la última vez en Viena, en el Delfinado; tenía sobre él los documentos más preciosos. A este propósito ponía de manifiesto un error en el que habían caído los sabios y poetas, y particularmente Edgar Quinet; no era Ahasvero, que es un nombre a medias griego y a medias latino, como se llamaba el hombre de los cinco sueldos, era Isaac Laquedem: de esto podía responder él, porque había recibido la información de su propia boca. Luego de la política, de la filosofía, de la tradición pasaba a la historia natural. ¡Oh, cómo dejaba atrás Nodier en escenario a Herodoto, Plinio, Marco Polo, Buffon y Lacépède! Había conocido arañas junto a las cuales la araña de Pélisson no era más que una extravagancia; había frecuentado sapos junto a los cuales Matusalén no era más que un niño; en fin, había estado en relación con caimanes junto a los cuales la tarasca no era más que un lagarto.

  2. Por eso a Nodier le ocurrían azares de ésos que sólo les ocurren a los hombres de genio. Cierto día que buscaba lepidópteros durante su estancia en Styria, región de rocas graníticas y de árboles seculares, se subió a un árbol a fin de alcanzar una cavidad que percibía, metió la mano en aquella cavidad, como solía hacerlo, y  bastante imprudentemente, porque un día retiró de una cavidad semejante su brazo enriquecido con una serpiente que se había enrollado alrededor; cierto día, pues, en que habiendo encontrado una cavidad metía su mano en ella, sintió algo fofo y viscoso que cedía a la presión de sus dedos. Retiró rápidamente su mano y miró: dos ojos brillaban con un fuego apagado en el fondo de aquella cavidad. Nodier creía en el diablo; por eso, al ver aquellos dos ojos que no se parecían a los ojos de brasa de Caronte, como dice Dante, Nodier comenzó a huir, luego reflexionó, mudó de parecer, cogió un hacha pequeña y midiendo la profundidad del agujero, comenzó a hacer una abertura en el lugar en que presumía que debía encontrarse aquel objeto desconocido. Al quinto o sexto hachazo, del árbol brotó sangre, ni más ni menos como la sangre corrió bajo la espada de Tancredo del bosque encantado del Tasso. Pero no fue una hermosa guerrera lo que apareció, fue un enorme sapo encastrado en el árbol, donde sin duda había sido llevado por el viento cuando era del tamaño de una abeja. ¿Desde cuánto tiempo estaba allí? Desde hacía doscientos, trescientos o quinientos años tal vez. Tenía seis pulgadas de largo por tres de ancho. Otra vez, estando en Normandía, en la época en que hacía con Taylor el viaje pintoresco por Francia, entró en una iglesia; en la bóveda de aquella iglesia había, suspendidos, una gigantesca araña y un enorme sapo. Se dirigió a un campesino para pedirle información sobre aquella singular pareja.
    Y he aquí lo que el viejo campesino le contó, después de haberle llevado junto a una de las losas de la iglesia sobre la que había esculpido un caballero recostado en su armadura.
    Aquel caballero era un antiguo barón, que había dejado en la región recuerdos tan malos que los más audaces se apartaban a fin de no poner el pie sobre su tumba, y esto no por respeto sino por terror. Encima de aquella tumba, como consecuencia de un voto hecho por aquel caballero en su lecho de muerte, debía arder noche y día una lámpara, por lo que se hizo una fundación por el muerto que subvenía a ese gasto y mucho más.
    Un buen día o, mejor, una buena noche, durante la que el cura por casualidad no dormía, vio desde la ventana de su cuarto, que daba a la ventana de la iglesia, que la lámpara palidecía y se apagaba. Atribuyó el caso a un accidente y aquella noche no le prestó mayor atención.
    Pero la noche siguiente, habiéndose despertado hacia las dos de la mañana, se le ocurrió mirar si la lámpara ardía. Se bajó de la cama, se acercó a la ventana y comprobó de visu que la iglesia estaba sumida en la más profunda oscuridad.
    Este acontecimiento, reproducido dos veces en cuarenta y ocho horas, adquiría cierta gravedad. Al día siguiente, al alba, el cura hizo venir al sacristán y le acusó, simplemente, de haber puesto el aceite en su ensalada en lugar de haberlo puesto en la lámpara. El sacristán juró por todos los dioses que no era así; que todas las noches desde hacía quince años que tenía el honor de ser sacristán llenaba a conciencia la lámpara, y que debía ser alguna jugarreta de aquel maldito caballero que, después de haber atormentado a los vivos durante su vida, empezaba a atormentarlos trescientos años después de muerto.
    El cura declaró que confiaba plenamente en la palabra del sacristán, pero que no por ello dejaba de querer asistir por la noche al llenado de la lámpara; en consecuencia, al caer la noche, en presencia del cura, se echó aceite en el recipiente y la lámpara fue encendida; una vez encendida la lámpara, el cura cerró por sí mismo la puerta de la iglesia, se guardó la llave en el bolsillo y se retiró a su casa.
    Luego cogió un breviario, se acomodó en un gran sillón junto a la ventana y, con los ojos clavados alternativamente en el libro y en la iglesia, esperó.
    Hacia medianoche vio la luz que iluminaba las vidrieras disminuir, palidecer y apagarse.
    En esta ocasión había una causa extraña, misteriosa, inexplicable, en la que no podía tener parte alguna el pobre sacristán.
    Por un instante, el cura pensó que en la iglesia se introducían ladrones y robaban el aceite. Pero suponiendo que fueran ladrones los que cometiesen las fechorías, eran gentes muy honradas limitándose a robar el aceite y a respetar los vasos sagrados.
    No se trataba, pues, de ladrones; había otra causa distinta a las que podían imaginarse, tal vez una causa sobrenatural. El cura decidió reconocer esa causa, cualquiera que fuese.
    A la noche siguiente, puso el aceite por sí mismo para convencerse de que no era víctima de un pase de prestidigitador; luego, en lugar de salir como había hecho la víspera, se ocultó en un confesionario.
    Pasaron las horas, la lámpara iluminaba con una luz calma igual: sonaron las doce de la noche…
    El cura creyó oír un ligero ruido, semejante al de una piedra que se desplaza, luego vio la sombra de un animal con unas patas gigantescas, sombra que se subió a un pilar, corrió a lo largo de la cornisa, apareció un instante en la bóveda, descendió a lo largo de la cuerda, e hizo un alto sobre la lámpara, que comenzó a palidecer, vaciló y se apagó.
    El cura se encontró en la oscuridad más completa. Comprendió que aquella era una experiencia a renovar, acercándose al lugar en que ocurría la escena.
    Nada más fácil: en lugar de meterse en el confesionario que estaba en el lado de la iglesia opuesto a la lámpara, le bastaba con ocultarse en el confesionario que estaba colocado a sólo unos pasos de ella.
    Al día siguiente hizo todo como la víspera: sólo que el cura cambió de confesionario y se proveyó de una linterna sorda.
    Hasta la medianoche, la misma calma, el mismo silencio, la misma honestidad de la lámpara cumpliendo sus funciones. Pero también al último tañido de las doce, el mismo crujido que la víspera. Sólo que, como el crujido se producía a cuatro pasos del confesionario, los ojos del cura pudieron fijarse inmediatamente sobre el lugar de donde procedía el ruido. Era la tumba del caballero lo que crujía.
    Luego, la losa esculpida que recubría el sepulcro se alzó lentamente, y por la abertura de la tumba el cura vio salir una araña del tamaño de un perro de aguas, con un pelo de seis pulgadas de largo, unas patas de una vara de largo, que inmediatamente, sin vacilar, sin buscar un camino que parecía serle familiar, se puso a trepar por el pilar, a correr sobre la cornisa y a descender a lo largo de la cuerda y, una vez llegada allí, a beber el aceite de la lámpara que se apagó.
    Pero entonces el cura recurrió a su linterna sorda, cuyos rayos dirigió hacia la tumba del caballero. Entonces se dio cuenta de que el objeto que la mantenía entreabierta era un sapo tan grueso como una tortuga de mar, el cual, inflándose, levantaba la piedra y daba paso a la araña, que iba inmediatamente a sorber el aceite, que luego compartía con su compañero.
    Los dos vivían así hacía siglos en aquella tumba, donde probablemente vivirían todavía si un accidente no hubiera revelado al cura la presencia de un ladrón cualquiera en su iglesia.
    Al día siguiente el cura había buscado ayuda, habían levantado la piedra de la tumba, y habían matado al insecto y al reptil, cuyos cadáveres estaban colgados del techo y daban fe de aquel extraño suceso.
    Además, el campesino que contaba el caso a Nodier era uno de los que habían sido llamados por el cura para combatir a los dos comensales de la tumba del caballero, y, como se había encarnizado especialmente en el sapo, una gota de sangre del inmundo animal, que había brotado de su párpado, había estado a punto de cegarlo como a Tobías.
    Se había librado con ser tuerto.
    Para Nodier las historias de sapos no se limitan a eso; había en la longevidad de ese animal algo misterioso que agradaba a la imaginación de Nodier. Por eso conocía todas las historias de sapos centenarios o milenarios; todos los sapos descubiertos en piedras, o en troncos de árboles, desde el sapo encontrado en 1756 por el escultor Leprince, en Eretteville, en medio de una piedra dura donde estaba encastrado, hasta el sapo encerrado por Hérifsant, en 1771, en una caja de yeso, y que volvió a encontrar perfectamente vivo en 1774, eran de su competencia. Cuando se le preguntaba de qué vivían los desventurados prisioneros, respondía: Tenían su piel. Había estudiado un sapo petimetre que había cambiado seis veces la piel en un invierno, y que seis veces se había tragado la vieja. En cuanto a los que estaban en unas piedras de formación primitiva, desde la creación del mundo, como el sapo que se encontró en la cantera de Bourswick, en Gocia, la inacción total en la que se habían visto obligados a vivir, la suspensión de la vida en una temperatura que no permitía ninguna disolución y que no hacía necesaria la reparación de ninguna pérdida, la humedad del lugar, que entrañaba la del animal y que impedía su destrucción por desecación, todo eso le parecía a Nodier razón suficiente para una convicción en la que había tanta fe como ciencia.
    Por otra parte, como ya hemos dicho, Nodier tenía cierta humildad natural, cierta inclinación a empequeñecerse que le impulsaba hacia los pequeños y los humildes. Nodier bibliófilo encontraba entre los libros obras maestras ignoradas, que sacaba de la tumba de las bibliotecas; Nodier filántropo encontraba entre los vivos poetas desconocidos, que sacaba a la luz y que guiaba a la celebridad; toda injusticia, toda opresión le sublevaba, y, según él, se oprimía al sapo, se era injusto con él, se ignoraba o no se quería conocer las virtudes del sapo. El sapo era un buen amigo; Nodier ya lo había probado por la asociación del sapo y de la araña, y en rigor lo probaba dos veces contando otra historia de sapo y de lagarto no menos fantástica que la primera; el sapo era, por tanto, no sólo buen amigo, sino también buen padre y buen esposo. Al dar a luz él mismo a su mujer, el sapo había dado a los maridos las primeras lecciones de amor conyugal; al envolver los huevos de su familia alrededor de sus patas traseras o al llevarlos a la espalda, el sapo había dado a los jefes de familia la primera lección de paternidad; en cuanto a esa baba que el sapo expande o lanza incluso cuando se le atormenta, Nodier aseguraba que era la sustancia más inocente que existe en el mundo, y la prefería a la saliva de muchos críticos por él conocidos.
    Y no es que esos críticos no fueran recibidos en su casa como los otros, y no fueran bien recibidos, pero poco a poco se retiraban por sí mismos, no se sentían a gusto en medio de aquella benevolencia que era la atmósfera natural del Arsenal, a través de la cual no pasaba la burla más que como pasa la luciérnaga en medio de esas hermosas noches de Niza y de Florencia, es decir, para arrojar una claridad y apagarse al punto.
    De este modo se llegaba al final de una cena encantadora, en la que todos los accidentes, salvo la caída de la sal, salvo un pan puesto al revés, eran tomados por el lado filosófico; luego se servía el café en la mesa. Nodier era, en el fondo, sibarita, apreciaba muy bien ese sentimiento de sensualidad perfecta que no pone ningún movimiento, ningún desplazamiento, ninguna molestia entre el postre y la coronación del postre. Durante ese momento de delicias asiáticas, la señora Nodier se levantaba e iba a ordenar encender el salón. A menudo, yo, que no tomaba café, la acompañaba. Mi alta estatura le era de gran utilidad para encender el lustro sin subirse a las sillas.
    Entonces el salón se iluminaba, porque antes de la cena, y los días ordinarios, nunca se recibía más que en el dormitorio de la señora Nodier; entonces el salón se iluminaba y alumbraba los artesonados pintados de blanco con molduras Luis XV, un moblaje de los más sencillos, componiéndose de doce sillones y de un canapé en cachemir rojo, unas cortinas asargadas del mismo color, un busto de Hugo, una estatua de Enrique VI, un retrato de Nodier y un paisaje montañoso de Régnier.
    En este salón, cinco minutos después de su iluminación entraban los invitados, con Nodier al final, apoyado bien en el brazo de Dauzats, bien en el brazo de Bixio, bien en el brazo de Francis Wey, bien en el mío, Nodier siempre suspirando y quejándose como si no tuviera más que el aliento; entonces iba a tumbarse en un gran sillón a la derecha de la chimenea, con las piernas estiradas, los brazos colgantes, o a ponerse delante de la chimenea, con las pantorrillas hacia el fuego, la espalda contra el espejo. Si se tumbaba en el sillón, todo estaba dicho: Nodier, sumido en ese instante de beatitud que da el café, quería gozar, como egoísta, de sí mismo y seguir silenciosamente el sueño de su espíritu; si se adosaba a la chimenea era otra cosa; es que iba a contar; entonces todo el mundo se callaba, y desarrollaba una de esas encantadoras historias de su juventud que parecen una novela de Longo, un idilio de Teócrito; o algún sombrío drama de la Revolución, cuyo teatro siempre era un campo de batalla de la Vendée o la plaza de la Revolución; o, por último, alguna misteriosa conspiración de Cadoudal o de Oudet, de Staps o de Lahorie; entonces, los que entraban lo hacían en silencio, saludaban con la mano, e iban a sentarse en un sillón o a ponerse de espaldas contra los artesonados; luego la historia acababa como acaba todo. No se aplaudía; tampoco se aplaude el murmullo de un río, el canto de un pájaro; pero apagado el murmullo, y desvanecido el canto, se seguía escuchando. Entonces, sin decir nada, Marie iba a sentarse al piano y de pronto un brillante cohete de notas se lanzaba al aire como el preludio de un fuego de artificio; entonces los jugadores, relegados a esos rincones, se ponían a las mesas y jugaban.
    Nodier no había jugado desde hacía mucho tiempo más que a la guerrilla, era su juego predilecto, y se pretendía de una fuerza superior a él; por último, había hecho una concesión al siglo y jugaba al écarté.
    Entonces Marie cantaba letras de Hugo, de Lamartine o mías, musicadas por ella; luego, en medio de aquellas encantadoras melodías, siempre demasiado cortas, se oía de pronto brotar el ritomelo de una contradanza, cada caballero se dirigía a su pareja y empezaba un baile.
    Baile encantador que se debía por entero a Marie, que arrojaba, en medio de rápidos trinos bordados por sus dedos sobre las teclas del piano, una palabra a los que se acercaban a ella en cada travesía, en cada cadena de damas, en cada cruzado. A partir de ese momento, Nodier desaparecía, completamente olvidado, porque él no era uno de esos dueños absolutos y gruñones cuya presencia se siente y cuya cercanía se adivina: era el huésped de la Antigüedad, que se borra para dejar sitio a aquel que recibe, y que se contentaba con ser gracioso, débil y casi femenino.
    Además, Nodier, después de haber desaparecido un poco, desaparecía pronto por completo. Nodier se acostaba temprano, o más bien acostaban a Nodier temprano. Era la señora Nodier la que se encargaba de ese cuidado. Durante el invierno era la primera en salir del salón; luego, a veces, cuando ya no quedaban brasas en la cocina, se veía pasar un calentador, llenarse y entrar en el dormitorio. Nodier seguía al calentador, y todo estaba dicho.
    Diez minutos después, la señora Nodier volvía. Nodier estaba acostado y se adormecía con las melodías de su hija, al rumor de los pasos y con las risas de los danzantes.
    Cierto día encontramos a Nodier mucho más humilde que de costumbre. En esa ocasión se le veía apurado, avergonzado. Le preguntamos con inquietud qué le pasaba.
    Nodier acababa de ser nombrado académico. Nos presentó sus más humildes excusas, a Hugo y a mí.
    Pero no era culpa suya, la Academia le había nombrado en el momento en que menos lo esperaba. Es que Nodier, tan sabio por sí solo como todos los académicos juntos, demolía piedra a piedra el diccionario de la Academia. Contaba que el Inmortal encargado de hacer el artículo écrevisse [cangrejo de río], le había mostrado un día ese artículo, pidiéndole su opinión.
    El artículo estaba concebido en los siguientes términos:
    «Écrevisse, pequeño pez rojo que camina a reculones».
    -Sólo hay un error en su definición -respondió Nodier-, que el écrevisse no es un pez, que el écrevisse no es rojo, que el écrevisse no camina a reculones… lo demás es perfecto.
    Se me olvida decir que en medio de todo esto, Marie Nodier se había casado, se había convertido en la señora Ménessier; pero aquel matrimonio no había cambiado nada en absoluto la vida del Arsenal: Jules era amigo de todos: le veíamos acudir a la casa hacía tiempo; se quedó allí en vez de venir, eso fue todo.
    Me equivoco, hubo un gran sacrificio: Nodier vendió su biblioteca; Nodier amaba sus libros, pero adoraba a Marie.
    Hay que decir una cosa también: es que nadie sabía dar fama a un libro como Nodier. ¿Quería vender o hacer que un libro se vendiera? Lo glorificaba con un artículo; con lo que descubría dentro, hacía un ejemplar único. Recuerdo la historia de un volumen titulado Le Zombi du grand Pérou, que Nodier pretendió que había sido impreso en las colonias, y cuya edición destruyó con su autoridad privada; el libro valía cinco francos, subió a cien escudos.
    Nodier vendió sus libros en cuatro ocasiones, pero siempre conservaba cierto fondo, un núcleo precioso con cuya ayuda, al cabo de dos tres años, había reconstruido su biblioteca.
    Un día cesaron todas estas fiestas encantadoras. Desde hacía un mes o dos Nodier estaba más sufriente, más quejumbroso. Por lo demás, el hábito que había de oír quejarse a Nodier hacía que no se prestara mucha atención a sus quejas. Es que, con el carácter de Nodier, era bastante difícil separar el mal real de los sufrimientos quiméricos. Ya no hubo callejeos por los muelles ni paseos por los bulevares, sólo un lento caminar cuando un cielo gris filtraba un último rayo del sol de otoño, un lento caminar hacia SaintMandé.
    La meta del paseo era un tabernucho donde, en los hermosos días de salud, Nodier se regalaba con pan moreno. Por regla general en sus paseos le acompañaba toda la familia, excepto Jules, retenido en su despacho. Era la señora Nodier, era Marie, eran los dos niños, Charles y Georgette; todo este conjunto no quería abandonar al marido, al padre y al abuelo. Se sentía que quedaba poco tiempo para estar con él, y lo aprovechaban.
    Nodier insistió hasta el último momento para mantener las reuniones del domingo; luego se dieron cuenta de que su cuarto de enfermo no podía soportar el ruido y el movimiento que se hacía en el salón. Un día, Marie nos anunció tristemente que el siguiente domingo el Arsenal estaría cerrado; luego, en voz baja, dijo a los íntimos:
    -Vengan, hablaremos.
    Nodier se metió en cama para no levantarse ya. Fui a verle.
    -Oh, mi querido Dumas -me dijo tendiéndome los brazos en cuanto me vio-, en la época en que yo me encontraba bien, no tenía usted en mí más que un amigo; desde que estoy enfermo tiene en mí un hombre agradecido. Ya no puedo trabajar, pero, todavía puedo leer, y como usted ve, le leo, y cuando estoy cansado, llamo a mi hija, y mi hija le lee.
    Y Nodier me mostró, en efecto, mis libros esparcidos sobre la cama y la mesa.
    Ése fue uno de mis momentos de orgullo real. Nodier aislado del mundo, Nodier que ya no podía trabajar, Nodier, ese espíritu inmenso que sabía todo, Nodier me leía y se entretenía leyéndome.
    Le cogí las manos, hubiera querido besárselas de agradecido que estaba con él.
    A mi vez, yo había leído la víspera una cosa suya, un pequeño volumen que acababa de aparecer en dos entregas de la Revue des Deux Mondes.
    Era Inés de las Sierras.
    Yo estaba maravillado. Esa novela, una de las últimas publicaciones de Charles, era tan fresca, tan coloreada, que se hubiera dicho una obra de su juventud que Nodier había encontrado y sacado a la luz en el otro horizonte de su vida.
    Esa historia de Inés era una historia de aparición de espectros, de fantasmas; pero por más fantástica que fuera en la primera parte, dejaba de serlo en la segunda; el fin explicaba el comienzo. Y por esa explicación me quejé amargamente a Nodier.
    -Es verdad -me dijo-, he hecho mal; pero tengo otra, y ésta no la estropearé, no se preocupe.
    -En buena hora, y ¿cuándo se pondrá a trabajar en esa obra?
    Nodier me cogió la mano.
    -Esta no la echaré a perder, porque no soy yo quien ha de escribirla.
    -¿Y quién la escribirá? -Usted.
    -¡Cómo! Yo, mi buen Charles. Pero si yo no sé su historia.
    -Yo se la contaré. Ésta la guardaba para mí, o mejor dicho, para usted.
    -Mi buen Charles, usted me la contará, la escribirá y la imprimirá.
    Nodier movió la cabeza.
    -Voy a contársela -dijo-; y usted me la devuelve si me recupero.
    -Espere a mi próxima visita, tenemos tiempo. Amigo mío, le diré lo que le decía a un acreedor cuando yo le saldaba una deuda: Coja siempre.
    Y comenzó.
    Nunca había contado Nodier de una forma tan encantadora.
    ¡Oh, si yo hubiera podido escribir tan deprisa como él hablaba!
    La historia era larga, me quedé a cenar.
    Después de la cena, Nodier se había adormecido. Salí del Arsenal sin volver a verle.
    No volví a verle más.
    Aunque se le creía fácil para quejarse, Nodier, por el contrario, había ocultado hasta el último momento sus sufrimientos a su familia. Cuando descubrió la herida, se vio que la herida era mortal.
    Nodier no era sólo cristiano, sino buen y verdadero católico. Había hecho prometer a Marie que enviaría en busca de un sacerdote cuando hubiera llegado su hora. La hora había llegado y Marie envió en busca del cura de Saint-Paul.
    Nodier se confesó. Pobre Nodier. Debía haber muchos pecados en su vida, pero desde luego en ella no había ninguna falta.
    Acabada la confesión, entró toda la familia. Nodier estaba en una alcoba sombría, desde donde tendía los brazos a su mujer, a su hija y a sus nietos. Detrás de la familia estaban los criados.
    Detrás de los criados, la biblioteca, es decir, esos amigos que no cambian jamás, los libros.
    El cura dijo en voz alta las oraciones, a las que Nodier respondió también en voz alta, como hombre familiarizado con la liturgia cristiana. Luego, acabadas las preces, abrazó a todo el mundo, tranquilizó a todos sobre su estado, afirmó que sentía todavía vida en él para un día o dos, sobre todo si le dejaban dormir durante algunas horas.
    Dejaron a Nodier solo, y durmió cinco horas.
    El día 26 de enero por la noche, es decir, la víspera de su muerte, la fiebre aumentó y produjo un poco de delirio; hacia medianoche, no reconocía a nadie, su boca pronunció palabras sin ilación, en las que se distinguieron los nombres de Tácito y de Fenelon.
    Hacia las dos, la muerte comenzaba a llamar a la puerta: Nodier fue sacudido por una crisis violenta, su hija estaba inclinada sobre su cabecera y le tendía una taza llena de una poción calmante; abrió los ojos, miró a Marie y la reconoció por sus lágrimas; entonces cogió la taza entre sus manos y bebió con avidez el brebaje que contenía.
    -¿Estaba bueno? -preguntó Marie.
    -Sí, hija, como todo lo que viene de ti.
    Y la pobre Marie dejó caer su cabeza sobre la almohada, cubriendo con sus cabellos la frente húmeda del moribundo.
    -Oh, si te quedases así, no me moriría nunca* -murmuró Nodier.
    La muerte golpea siempre.
    Las extremidades comenzaban a enfriarse; pero a medida que la vida subía, se concentraba en el cerebro y hacía a Nodier un espíritu más lúcido de lo que nunca lo había sido.
    Entonces bendijo a su mujer y a sus hijos, luego quiso saber el día del mes.
    -El veintisiete de enero -dijo la señora Nodier. -No olvidaréis esta fecha, ¿verdad, amigos míos? -dijo Nodier.
    Luego, volviéndose hacia la ventana.
    -Quería ver una vez más el día -dijo con un suspiro.
    Luego se adormeció.
    Luego su aliento se volvió intermitente.
    Luego, por fin, en el momento en que el primer rayo del día hirió los cristales, volvió a abrir los ojos, hizo con la mirada una señal de adiós y expiró.
    Con Nodier todo murió en el Arsenal, alegría, vida y luz; fue un duelo que se apoderó de todos nosotros; todos perdíamos una porción de nosotros mismos al perder a Nodier.
    Por lo que a mí se refiere, no sé cómo decirlo, pero desde que Nodier está muerto hay algo muerto en mí. Ese algo sólo vive cuando hablo de Nodiér.
    Por eso hablo de él tan a menudo.
    Ahora, la historia que se va a leer a continuación es la que Nodier me contó.
    (*) Francis Wey publicó sobre los últimos momentos de Nodier una noticia llena de interés, pero escrita para los amigos, de la que sólo se tiraron veinticinco ejemplares.

  3. II. FAMILIA DE HOFFMANN
    Entre esas encantadoras ciudades desparramadas a orillas del Rhin como los granos de un rosario del que el río sería el hilo, hay que contar a Mannheim, la segunda capital del gran ducado de Bade, Mannheim, la segunda residencia del gran duque.
    Hoy que los barcos de vapor que suben y bajan el Rhin pasan por Mannheim, hoy que un ferrocarril lleva a Mannheim, hoy que Mannheim, en medio del chisporroteo de la descarga de fusilería, ha sacudido, con los cabellos sueltos y la ropa teñida de sangre, el estandarte de la rebelión contra su gran duque, ya no sé lo que es Mannheim; pero en la época en que comienza esta historia, es decir, pronto hará cincuenta y seis años, voy a decirles lo que era.
    Era la ciudad alemana por excelencia, tranquila y política a la vez, un poco triste, o más bien un poco soñadora: era la ciudad de las novelas de Auguste Lafontaine y de los poemas de Goethe, de Henriett Belmann y de Werther.
    En efecto, basta lanzar una ojeada sobre Mannheim para juzgar al instante, viendo sus casas honestamente alineadas, su división en cuatro barrios, sus calles anchas y bellas donde puntea la hierba, su fuente mitológica, su paseo sombreado por una doble hilera de acacias que la atraviesa de un extremo al otro; para juzgar, digo, lo dulce y fácil que sería la vida en semejante paraíso si a veces las pasiones amorosas o políticas no pusieran una pistola en la mano de Werther o un puñal en la mano de Sand.
    Hay, sobre todo, una plaza que tiene un carácter muy particular, aquella en que se elevan la iglesia y el teatro.
    Iglesia y teatro debieron ser construidos al mismo tiempo, probablemente también hacia mediados del pasado siglo, cuando los caprichos de una favorita influían sobre el arte hasta el punto de que toda una zona del arte tomaba su nombre, desde la iglesia hasta la pequeña casa, desde la estatua de bronce de diez codos hasta la figurita en porcelana de Sajonia.
    La iglesia y el teatro de Mannheim pertenecen, pues, al estilo pompadour.
    La iglesia tiene dos nichos exteriores; en uno de esos nichos hay una Minerva, y en el otro una Hebe. La puerta del teatro está rematada por dos esfinges. Esas dos esfinges representan una a la Comedia, otra a la Tragedia.
    La primera de esas dos esfinges mantiene bajo su pata una máscara, la segunda un puñal. Las dos están tocadas con un moño empolvado que se añade maravillosamente a su carácter egipcio.
    Por lo demás, toda la plaza, casas contorneadas, árboles rizados, murallas almenadas, tienen el mismo carácter y forman un conjunto de los más atractivos.
    Pues bien, a un cuarto situado en el primer piso de una casa cuyas ventanas dan de través sobre el pórtico de la iglesia de los jesuitas, es a donde vamos a guiar a nuestros lectores, haciéndoles observar solamente que los rejuvenecemos en más de medio siglo, y que estamos en el año de gracia o de desgracia de 1793, y en el domingo diez del mes de mayo. Todo está floreciendo: las algas a orillas del río, las margaritas en la pradera, el espino blanco en los setos, la rosa en los jardines, el amor en los corazones. Ahora añadamos esto: que uno de los corazones que latían con mayor violencia en la ciudad de Mannheim y en los alrededores era el del joven que vivía en ese pequeño cuarto del que acabamos de hablar, y cuyas ventanas daban de través sobre el pórtico de la iglesia de los jesuitas.
    Habitación y joven merecen por separado una descripción particular.
    La habitación, a buen seguro, era la de un espíritu caprichoso y pintoresco a la vez, porque tenía al mismo tiempo el aspecto de un taller, de un almacén de música y de un gabinete de trabajo.
    Había una paleta, pinceles y un caballete, y sobre ese caballete un esbozo comenzado.
    Había una guitarra, una viola de amor y un piano, y sobre ese piano una sonata abierta.
    Había una pluma, tinta y papel, y sobre ese papel un comienzo de balada garrapateada.
    Luego, a lo largo de las paredes, arcos, flechas, ballestas del siglo XV, grabados del XVI, arcones dé todas las épocas, vasos de beber de todas las formas, aguamaniles de todas las especies, y, por último, collares de cristal, abanicos de plumas, lagartos empajados, flores secas, todo un mundo; pero todo un mundo que no valía veinticinco táleros en dinero contante.
    El que habitaba aquel cuarto ¿era un pintor, un músico o un poeta? Lo ignoramos.
    Pero a buen seguro era un fumador; porque en medio de todas sus colecciones, la colección más completa, la que estaba más a la vista, la colección que ocupaba el puesto de honor y se abría al sol encima de un viejo canapé, al alcance de la mano, era una colección de pipas.
    Pero fuera poeta, músico, pintor o fumador, por el momento no fumaba, no pintaba, no escribía ni componía.
    No, miraba.
    Miraba inmóvil, de pie, apoyado contra la pared, conteniendo el aliento; miraba por su ventana abierta, después de haberse hecho una muralla con la cortina para ver sin ser visto; miraba como se mira cuando los ojos no son más que el anteojo del corazón.
    ¿Qué miraba?
    Un lugar perfectamente solitario por ahora, el pórtico de la iglesia de los jesuitas.
    Es cierto que ese pórtico estaba vacío porque la iglesia estaba llena.
    Ahora, ¿qué aspecto tenía el que habitaba ese cuarto, el que miraba detrás de esa cortina, aquel cuyo corazón latía de aquella forma al mirar?
    Era un joven de dieciocho años todo lo más, de pequeña estatura, enjuto de cuerpo, salvaje de aspecto. Sus largos cabellos negros caían de su frente hasta debajo de sus ojos, que velaban cuando no los apartaba con la mano y, a través del velo de sus cabellos, su mirada brillaba fija y feroz, como la mirada de un hombre cuyas facultades mentales no conservan siempre un equilibrio perfecto.
    Aquel joven no era ni un poeta, ni un pintor ni un músico: era un conjunto de todo aquello; era la pintura, la música y la poesía juntas; era un conjunto extravagante, fantástico, bueno y malo, valiente y tímido, activo y perezoso; en fin, este joven era Ernesto Teodoro Guillermo Hoffmann.
    Había nacido en una rigurosa noche de invierno, en 1776, mientras soplaba el viento, mientras caía la nieve, mientras todo lo que no es rico sufría; había nacido en Koenigsberg, en el fondo de la vieja Prusia; había nacido tan débil y tan helado, tan pobremente formado que la exigüidad de su persona hizo creer a todo el mundo que era más urgente encargar una tumba que comprarle una cuna; había nacido en el mismo año que Schiller, al escribir su drama de Los Bandidos, firmaba Schiller, esclavo de Klopstock, había nacido en medio de una de esas viejas familias burguesas como las teníamos en Francia en la época de la Fronda, como todavía las hay en Alemania, pero como pronto no las habrá en ninguna parte; nacido de una madre de temperamento enfermizo, pero de una resignación profunda, lo que daba a toda su persona sufriente el aspecto de una melancolía adorable; había nacido de un padre de gesto y espíritu severo, porque ese padre era consejero de lo criminal y comisario de justicia del tribunal superior provincial. Alrededor de esa madre y de ese padre había tíos jueces, tíos bailíos, tíos burgomaestres, tías jóvenes todavía, bellas todavía, coquetas todavía; tíos y tías, todos músicos, todos artistas, todos llenos de vigor, todos alegres. Hoffmann decía haberlos visto; los recordaba ejecutando a su alrededor, niño de seis, de ocho, de diez años, conciertos extraños en que cada uno tocaba uno de aquellos viejos instrumentos cuyos nombres hoy ni siquiera se saben: tímpanos, rabeles, cítaras, cistres, violas de amor, violas de gamba. Cierto que nadie más que Hoffmann había visto nunca a estos tíos músicos, a esas tías músicas, y que tíos y tías se habían retirado, uno tras otro, como espectros, después de haber apagado, al retirarse, la luz que ardía en sus pupitres. Sin embargo, de todos aquellos tíos quedaba uno. Sin embargo, de todas aquellas tías quedaba una. Esta tía era uno de los recuerdos encantadores de Hoffmann.
    En la casa en que Hoffmann había pasado su juventud, vivía una hermana de su madre, una joven de miradas suaves y penetrantes hasta lo más profundo del alma; una joven dulce, espiritual, llena de finura, que, en el niño que todos tenían por loco, por maníaco, por violento, veía un espíritu eminente; que era la única que lo defendía, junto con su madre, por supuesto; que le predecía el genio, la gloria; predicción que más de una vez hizo acudir las lágrimas a los ojos de la madre de Hoffmann; porque ella sabía que el compañero inseparable del genio y de la gloria es la desgracia.
    Esa tía era la tía Sofía.
    Esa tía era música, como toda la familia; tocaba el laúd. Cuando Hoffmann se despertaba en su cuna, se despertaba inundado por una vibrante armonía; cuando abría los ojos, veía la forma graciosa de la joven casada con su instrumento. Por regla general iba vestida con un vestido verde agua con nudos rosas, y estaba acompañada de ordinario por un viejo músico de piernas torcidas y peluca blanca que tocaba un bajo más grande que él, al que se aferraba, subiendo y bajando como hace un lagarto con una calabaza. En ese torrente de armonía que caía como una cascada de perlas de los dedos de la bella Euterpe, Hoffmann había bebido el filtro encantado que le había hecho músico.
    Por eso la tía Sofía era, como hemos dicho, uno de los recuerdos encantadores de Hoffmann.
    No ocurría lo mismo con su tío.
    La muerte del padre de Hoffmann, la enfermedad de su madre, le habían dejado en manos de ese tío. Era un hombre tan exacto como el pobre Hoffmann era falto de ilación, tan ordenado como el pobre Hoffmann extrañamente fantástico, y cuyo espíritu de orden y de exactitud se había ejercido eternamente sobre su sobrino, pero siempre tan inútilmente como se había ejercido sobre sus péndulos el espíritu del emperador Carlos Quinto: por más que hiciera el tío, la hora sonaba a capricho del sobrino, nunca a capricho suyo.
    En el fondo, y sin embargo, no era, a pesar de su exactitud y su regularidad, demasiado enemigo de las artes y de la imaginación el tío de Hoffmann; toleraba incluso la música, la poesía y la pintura; pero pretendía que un hombre sensato no debía recurrir a tales solaces, sino después de cenar, para facilitar la digestión. Sobre este tema se había regulado la vida de Hoffmann: tantas horas para el sueño, tantas horas para el estudio de derecho, tantas horas para la comida, tantos minutos para la música, tantos minutos para la pintura, tantos minutos para la poesía.
    Hoffmann habría querido invertir todo esto y decir: tantos minutos para el derecho, tantas horas para la poesía y la pintura y la música; pero Hoffmann no era el amo; de ello resultó que Hoffmann había tomado horror por el derecho y por su tío, y que un buen día se había escapado de Koenigsberg, con algunos táleros en el bolsillo, había llegado a Heidelberg, donde había hecho un alto de unos instantes, pero donde no se había podido quedar, dada la mala música que se hacía en el teatro.
    En consecuencia, de Heidelberg se había dirigido a Mannheim, cuyo teatro, junto al cual, como hemos visto, se había alojado, pasaba por rivalizar con las escenas líricas de Francia y de Italia; decimos de Francia y de Italia porque no debe olvidarse que sólo cinco o seis años antes de la época a que hemos llegado había tenido lugar, en la Academia real de música, la gran batalla entre Gluck y Puccini.
    Hoffmann estaba, pues, en Mannheim, donde se alojaba junto al teatro, y donde vivía del producto de su pintura, de su música y de su poesía, unido a algunos federicos de oro que su buena madre le enviaba de vez en cuando, en el momento en que, arrogándonos el privilegio del Diablo cojuelo, acabamos de levantar el techo de su cuarto y de mostrarlo a nuestros lectores, de pie, apoyado en la pared, inmóvil detrás de la cortina, jadeando, con los ojos clavados en el pórtico de la iglesia de los jesuitas.
    III. UN ENAMORADO Y UN LOCO
    En el instante en que varias personas, saliendo de la iglesia de los jesuitas, aunque la misa estuviera sólo a la mitad de su celebración, avivaban la atención de Hoffmann más que nunca, llamaron a su puerta. El joven sacudió la cabeza y golpeó el suelo con el pie en un movimiento de impaciencia, pero no respondió.
    Llamaron por segunda vez.
    Una mirada torva fue a fulminar al indiscreto a través de la puerta.
    Llamaron por tercera vez.
    En esta ocasión el joven se quedó completamente inmóvil; era evidente que estaba decidido a no abrir. Pero en lugar de obstinarse en llamar, el visitante se contentó con pronunciar uno de los nombres de Hoffmann.
    -Teodoro -dijo.
    -¡Ah, eres tú, Zacharías Werner! -murmuró Hoffmann.
    -Sí, soy yo; ¿quieres estar solo? -No, espera.
    Y Hoffmann fue a abrir.
    Un joven alto, pálido, delgado y rubio, algo asustado, entró.
    Podía tener tres o cuatro años más que Hoffmann. En el momento en que se abría la puerta, le puso la mano sobre el hombro y los labios sobre la frente, como hubiera podido hacer un hermano mayor.
    Era, en efecto, un verdadero hermano para Hoffmann. Nacido en la misma casa que él, Zacharías Werner, el futuro autor de Martín Lutero, de Atila, de El 24 de febrero, de La Cruz del Báltico, había crecido bajo la doble protección de su madre y de la madre de Hoffmann.
    Las dos mujeres, alcanzadas por una afección nerviosa que acabó en locura, habían transmitido a sus hijos esta enfermedad que, atenuada por la transmisión, se tradujo en imaginación fantástica en Hoffmann y en disposición melancólica para Zacharías. La madre de este último se creía encargada, por instigación de la Virgen, de una misión divina. Su hijo, su Zacharías debía ser el nuevo Cristo, el futuro Siloé prometido por las Escrituras. Mientras dormía, ella le tejía coronas de acianos, con las que ceñía su frente; se arrodillaba ante él, cantando, con su voz dulce y armoniosa, los cánticos más hermosos de Lutero, esperando en cada versículo ver la corona de acianos trocarse en aureola.
    Los dos niños fueron educados juntos; precisamente porque Zacharías vivía en Heidelberg, donde estudiaba, Hoffmann había huido de casa de su tío, y, a su vez, Zacharías, devolviendo a Hoffmann amistad por amistad, había dejado Heidelberg y se había reunido con Hoffmann en Mannheim, cuando Hoffmann había ido a buscar en Mannheim una música mejor que la que encontrara en Heidelberg.
    Pero una vez reunidos, una vez en Mannheim, lejos de la autoridad de esa madre tan dulce, los dos jóvenes habían tomado afición a los viajes, ese complemento indispensable de la educación del estudiante alemán, y habían decidido visitar París.
    Werner, a causa del extraño espectáculo que debía presentar la capital de Francia en medio del terror a que había llegado.
    Hoffmann, para comparar la música francesa con la música italiana, y, sobre todo, para estudiar los recursos de la ópera francesa como puesta en escena y decorados; Hoffmann tenía ya desde esa época la idea que acarició toda su vida de convertirse en director de teatro.
    Werner, libertino por temperamento, aunque religioso por educación, esperaba al mismo tiempo aprovechar para su placer esa extraña libertad de costumbres a la que se había llegado en 1793, y de la que uno de sus amigos, vuelto hacía poco de un viaje a París, le había hecho una descripción tan seductora que esa descripción había enloquecido la cabeza del voluptuoso estudiante.
    Hoffmann esperaba ver los museos de los que le habían hablado maravillas, y, fluctuante todavía en su carácter, comparar la pintura italiana con la pintura alemana.
    Cualesquiera que fuesen, además, los motivos secretos que impulsaban a los dos amigos, el deseo de visitar Francia era igual en los dos.
    Para cumplir ese deseo, sólo les faltaba una cosa, dinero. Pero por una extraña coincidencia, el azar había querido que Zacharías y Hoffmann recibieran el mismo día, cada uno de ellos, de su madre cinco federicos de oro.
    Diez federicos de oro eran en total, poco más o menos, doscientas libras, bonita suma para dos estudiantes que vivían alojados, calentados y alimentados por cinco táleros al mes. Pero esa suma era muy insuficiente para realizar el famoso viaje proyectado.
    A los dos jóvenes se les había ocurrido una idea, y como esa idea se les había ocurrido a los dos a la vez, la habían tomado por inspiración del cielo.
    Era ir al juego y arriesgar los dos los cinco federicos de oro.
    Con aquellos diez federicos no había viaje posible. Arriesgando los diez federicos se podía ganar una suma para dar la vuelta al mundo.
    Dicho y hecho: se acercaba la temporada de las aguas, y desde el primero de mayo estaban abiertas las casas de juego: Werner y Hoffmann entraron en una casa de juego.
    Werner fue el primero en intentar fortuna, y perdió en cinco jugadas sus cinco federicos de oro.
    Le tocaba a Hoffmann.
    Hoffmann aventuró temblando su primer federico de oro y ganó.
    Alentado por este comienzo, duplicó la apuesta. Hoffmann estaba en un buen día: ganaba cuatro jugadas de cada cinco, y el joven era de esos que confían en la fortuna. En lugar de vacilar, marchó decididamente de parolis en parolis, se hubiera dicho que tenía un poder sobrenatural que lo secundaba; decidida su combinación, sin cálculo alguno, lanzaba su oro sobre una carta y su oro se duplicaba, se triplicaba, se quintuplicaba. Zacharías, temblando más que un calenturiento, más pálido que un espectro, murmuraba: «Basta, Teodoro, basta»; pero el jugador se burlaba de esa timidez pueril. El oro seguía al oro, y el oro engendraba oro. Finalmente, sonaron las dos de la mañana, era la hora de cierre del establecimiento y cesó el juego; los dos jóvenes, sin contarlo, cogieron cada uno su carga de oro. Zacharías, que no podía creer que toda aquella fortuna fuera de él, fue el primero en salir; Hoffmann iba a seguirle cuando un viejo oficial, que no le había perdido de vista durante todo el tiempo que había jugado, le detuvo cuando iba a franquear el umbral.
    Joven -le dijo poniéndole la mano en el hombro y mirándole fijamente-, si usted sigue así hará saltar la banca; pero cuando haya saltado la banca, usted no será sino una presa más segura para el diablo.
    Y sin esperar la respuesta de Hoffmann, desapareció. Hoffmann salió a su vez, pero ya no era el mismo. La predicción del viejo soldado le había enfriado como un baño de agua helada, y aquel oro que llenaba sus bolsillos le pesaba. Parecía llevar su carga de iniquidades.
    Werner le esperaba gozoso. Los dos volvieron juntos al cuarto de Hoffmann, el uno riendo, bailando, cantando; el otro pensativo, casi sombrío.
    El que reía, bailaba y cantaba era Werner; el que estaba pensativo y casi sombrío era Hoffmann.
    Los dos, por lo demás, decidieron salir al día siguiente por la noche para Francia.
    Se separaron abrazándose.
    Hoffmann, una vez solo, contó su oro.
    Tenía cinco mil táleros, veintitrés o veinticuatro mil francos.
    Reflexionó largo tiempo y pareció adoptar una resolución difícil.
    Mientras reflexionaba a la luz de una lámpara de cobre que iluminaba el cuarto, su rostro estaba pálido y por su frente corría a chorros el sudor.
    A cada ruido que se hacía a su alrededor, por imperceptible que fuera el ruido como el estremecimiento del ala de un moscón, Hoffmann se estremecía, se volvía y miraba a su alrededor con espanto.
    La predicción del oficial volvía a su mente, murmuraba en voz baja versos del Fausto y le parecía ver, en el umbral, el ratón roedor; en el ángulo de su cuarto, el perro de aguas negro.
    Por fin tomó una decisión.
    Puso a un lado mil táleros, que consideraba la suma completamente necesaria para su viaje, hizo un paquete con los otros cuatro mil; luego, en el paquete pegó una tarjeta con cera, y escribió sobre la tarjeta:
    Al señor burgomaestre de Koenigsberg, para ser repartido entre las familias más pobres de la ciudad. Luego, contento con la victoria que acababa de conseguir sobre sí mismo, reanimado por lo que acababa de hacer, se desnudó, se acostó y durmió de un tirón hasta el día siguiente a las siete de la mañana. A las siete se despertó, y su primera mirada fue para sus mil táleros visibles y sus cuatro mil táleros ocultos. Creía haber tenido un sueño.
    La vista de los objetos le aseguró de la realidad de lo que le había ocurrido la víspera.
    Pero lo que para Hoffmann era sobre todo una realidad, aunque no hubiera allí ningún objeto material para recordárselo, era la predicción del viejo oficial.
    Por eso, sin pesar alguno, se vistió como de costumbre y, cogiendo sus cuatro mil táleros, iba a llevarlos él mismo hasta la diligencia de Koenigsberg, después de haber tenido la precaución de guardar los mil táleros restantes en un cajón.
    Luego, como estaba acordado, como se recordará, que los dos amigos partirían aquella misma noche para Francia, Hoffmann se puso a hacer sus preparativos de viaje.
    Yendo y viniendo, limpiando el polvo de un traje, plegando una camisa, metiendo dos pañuelos, Hoffmann lanzó una mirada a la calle y se quedó en la postura en que estaba.
    Una joven de dieciséis a diecisiete años, encantadora, extraña ciertamente a la ciudad de Mannheim, dado que Hoffmann no la conocía, venía del extremo opuesto de la calle y se dirigía hacia la iglesia.
    En sus sueños de poeta, de pintor y de músico, Hoffmann no había visto nunca nada semejante. Era algo que superaba no sólo todo lo que había visto, sino incluso todo lo que esperaba ver.
    Y, sin embargo, a la distancia a que se encontraba, no veía más que un conjunto encantador: los detalles se le escapaban.
    La joven iba acompañada de una vieja sirviente. Las dos subieron despacio los peldaños de la escalera de los jesuitas y desaparecieron bajo el pórtico. Hoffmann dejó su maleta medio hecha, un traje medio sacudido, su levita de alamares medio plegada, y se quedó inmóvil detrás de su cortina.
    Así es como lo hemos encontrado, esperando a la salida de aquella a la que había visto entrar.
    Sólo temía una cosa: que fuera un ángel, y que, en lugar de salir por la puerta, volara por la ventana para remontar a los cielos.
    Es en esa situación en la que lo hemos encontrado y en la que su amigo Zacharías Werner lo ha encontrado después de nosotros.
    El recién llegado apoyó al mismo tiempo, como hemos dicho, su mano sobre el hombro y sus labios sobre la frente de su amigo.
    Luego lanzó un enorme suspiro.
    Aunque Zacharías Werner estuviera siempre muy pálido, estaba todavía más pálido que de costumbre. -¿Qué te pasa? -le preguntó Hoffmann con una inquietud real.
    -Amigo mío -exclamó Werner-. Soy un sinvergüenza… soy un miserable; merezco la muerte… párteme la cabeza con un hacha, atraviésame el corazón con una flecha. Ya no soy digno de ver la luz del cielo.
    -Bah -preguntó Hoffmann con la plácida distracción del hombre feliz-, ¿qué ha pasado, querido amigo?
    -Ha pasado… ¿Qué ha pasado, verdad? ¿Y tú me preguntas qué ha pasado?… Pues bien, amigo, el diablo me ha tentado.
    -¿Qué quieres decir?
    -Que cuando he visto esta mañana todo ese oro, había tanto que me pareció que era un sueño. -¡Cómo! ¿Un sueño?
    -Había toda una pequeña mesa cubierta de oro -continuó Werner-. Cuando lo vi, cuando vi aquella auténtica fortuna, mil federicos de oro, pues cuando lo vi, cuando de cada moneda vi saltar un rayo, me dejé dominar por la rabia, no pude resistirlo, cogí la tercera parte de mi oro y fui a jugarlo.
    -¿Y has perdido?
    -¡Hasta mi último kreutzer!
    -¿Qué más da? Es una pequeña desgracia, puesto que te quedan los otros dos tercios.
    -¡Ah, sí, los otros dos tercios! Volví a casa a buscar el segundo tercio y…
    -¿Y lo has perdido como el primero? -Más rápido, amigo, más rápido.
    -Y luego has vuelto a buscar tu tercer tercio. -No he vuelto, he volado; he cogido los cien táleros restantes y los he puesto sobre el tapete.
    -Entonces ha salido la bola negra, ¿no es eso? Ay, amigo, la negra, la horrible negra, sin vacilar, sin remordimiento, como si al salir no se llevase mi última esperanza. Salió, amigo mío, salió.
    -Y sólo te lamentas por los mil federicos a causa de tu viaje…
    -Sólo por eso. Oh, si hubiera apartado al menos la cantidad para ir a París, quinientos táleros.
    -¿Te consolarías de haber perdido el resto? -Ahora mismo.
    -Pues no te preocupes, querido Zacharías -dijo Hoffmann llevándole hacia su cajón-; toma, ahí tienes los quinientos táleros, vete.
    -¿Cómo, que me vaya? -exclamó Werner-. ¿Y tú? -Bueno, no, no parto.
    -¿Cómo que no partes?
    -No, por lo menos en este momento.
    -Pero, ¿por qué? ¿Por qué razón? ¿Qué te impide partir? ¿Qué te retiene en Mannheim?
    Hoffmann arrastró vivamente a su amigo hacia la ventana. Empezaban a salir de la iglesia, la misa había terminado.
    -Mira, mira -dijo señalando con el dedo a alguien para que Werner mirara.
    Y, en efecto, la joven desconocida aparecía en lo alto del pórtico, descendiendo despacio los escalones de la iglesia, con su misal contra el pecho, la cabeza baja, modesta y pensativa como la Margarita de Goethe. -¿Ves? -murmuraba Hoffmann-. ¿Ves?
    -Claro que veo. -Y, ¿qué dices?
    -Digo que no hay mujer en el mundo que valga sacrificar un viaje a París, aunque sea la hermosa Antonia, aunque sea la hija del viejo Gottlieb Murr, el nuevo director de orquesta del teatro de Mannheim. -¿La conoces entonces?
    -Claro.
    -¿Conoces entonces a su padre?
    -Era el director de orquesta en el teatro de Francfort. -¿Y puedes darme una carta de presentación para él? -Desde luego.
    -Ponte ahí, Zacharías, y escribe. Zacharías se sentó ante la mesa y escribió.
    En el momento en que partía para Francia, recomendaba a su joven amigo Teodoro Hoffmann a su viejo amigo Gottlieb Murr.
    Hoffmann apenas si dio tiempo a Zacharías de acabar la carta; una vez puesta la firma, la cogió y, abrazando a su amigo, se lanzó fuera del cuarto.
    -Es lo mismo -le gritó por última vez Zacharías Werner-, verás que no hay mujer, por hermosa que sea, que pueda hacerte olvidar París.
    Hofmann oyó las palabras de su amigo, pero no se dignó volverse para responderle, ni siquiera mediante una señal de aprobación o de desaprobación.
    En cuanto a Zacharías Werner, se metió los quinientos táleros en el bolsillo, y, para no verse tentado por el demonio del juego, corrió tan deprisa hacia la posada de las Mensajerías como Hofmann corría hacia la casa del viejo director de orquesta.
    Hofmann llamaba a la puerta de maese Gottlieb Murr en el mismo momento en que Zacharías Werner montaba en la diligencia de Estrasburgo.
    IV. MAESE GOTTLIEB MURR
    Fue el director de orquesta quien abrió en persona a Hoffmann.
    Hoffmann no había visto nunca a maese Gotdieb, y sin embargo le reconoció.
    Aquel hombre, aunque grotesco, no podía ser más que un artista, un gran artista incluso.
    Era un viejecito de cincuenta y cinco a sesenta años, con una pierna torcida, y sin embargo no cojeaba demasiado de aquella pierna, que se parecía a un sacacorchos. Al caminar -o más bien al brincar, y su brinco se parecía mucho al de un aguzanieves-, al brincar y al ir delante de las personas que introducía en su casa, se detenía, haciendo una pirueta sobre su pierna torcida, lo que le daba aire de estar hundiendo una barrena en tierra, y proseguía su camino.
    Mientras le seguía, Hoffmann lo examinaba y grababa en su mente uno de esos fantásticos y maravillosos retratos de los que nos ha dado en sus obras una galería tan completa.
    El rostro del viejo era entusiasta, fino y espiritual a un tiempo, recubierto por una piel apergaminada, moteada de rojo y negro como una página de canto llano. En medio de aquella extraña cara brillaban dos ojos vivos de los que podía apreciarse mejor la mirada aguda, precisamente porque las gafas que llevaba, y que no se quitaba nunca, ni siquiera en su sueño, estaban constantemente alzadas sobre su frente o bajadas sobre la punta de su nariz. Sólo cuando tocaba el violín, al levantar la cabeza y al mirar a distancia, terminaba por utilizar aquel pequeño mueble que parecía ser en él un objeto de lujo que de necesidad.Su cabeza era calva y estaba constantemente abrigada por una gorra negra, que se había convertido en parte inherente de su persona. Día y noche, maese Gottlieb se presentaba ante sus visitantes con su gorra. Cuando salía de casa se contentaba con poner encima una pequeña peluca a lo Jean-Jacques. De suerte que la gorra se encontraba cogida entre el cráneo y la peluca. También hay que decir que maese Gottlieb no se inquietaba para nada de la porción de terciopelo que aparecía bajo sus falsos cabellos, que tenían más afinidad con el gorro que con la cabeza y acompañaban al sombrero en su excursión aérea siempre que maese Gottlieb saludaba.
    Hoffmann miró a su alrededor pero no vio a nadie. Siguió, pues, a maese Gottlieb donde maese Gottlieb, que como hemos dicho iba delante, quiso llevarle.
    Maese Gottlieb se detuvo en un gran gabinete lleno de partituras amontonadas y de hojas de música volanderas; encima de una mesa había diez o doce cajas más o menos ordenadas, todas las cuales tenían esa forma con la que un músico no se equivoca, es decir, la forma de un estuche de violín.
    Por el momento, maese Gotdieb estaba disponiendo para el teatro de Mannheim, en el que quería hacer un ensayo de música italiana, el Matrimonio segreto de Cimarosa.
    Por su cintura había pasado, o mejor estaba mantenido por el bolsillo abotonado de sus pantalones, un arco, como el sable de Arlequín; detrás de su oreja se erguía orgullosamente una pluma, y sus dedos estaban manchados de tinta.
    Con esos dedos manchados de tinta cogió la carta que le presentaba Hoffmann; luego, lanzando una ojeada sobre las señas y reconociendo la escritura, dijo:
    -¡Ah, Zacharías Werner, poeta, poeta, pero jugador! -luego, como si la cualidad corrigiese algo el defecto, añadió-: ¡Jugador, jugador, pero poeta! Luego abrió la carta.
    -Se ha ido, ¿verdad? ¡Se ha ido!
    -Se va, señor, en este mismo momento.
    -Dios le guíe -añadió Gottlieb alzando los ojos al cielo como para recomendar su amigo a Dios-. Pero ha hecho bien en partir. Los viajes forjan la juventud, y si yo no hubiera viajado no conocería al inmortal Pasiello ni al divino Cimarosa.
    -Pero no por esto conocerá usted peor sus obras, maese Gottlieb -dijo Hoffmann.
    -Oh, sus obras, desde luego; pero, ¿qué supone conocer la obra sin el artista? Es lo mismo que conocer el alma sin el cuerpo; la obra es el espectro, es la aparición; la obra es lo que queda de nosotros después de nuestra muerte. Pero el cuerpo es lo que ha vivido: nunca podrá comprender por entero la obra de un hombre si no ha conocido al hombre mismo. Hoffmann hizo una señal con la cabeza.
    -Es cierto -dijo-, y nunca he apreciado completamente a Mozart sino después de haber visto a Mozart.
    -Sí, sí -dijo Gottlieb-, Mozart tiene cosas buenas; pero, ¿por qué tiene cosas buenas? Porque viajó a Italia. La música alemana, joven, es la música de los hombres; pero recuerde bien esto, la música italiana es la música de los dioses.
    -Sin embargo -contestó Hoffmann sonriendo-, no es en Italia donde Mozart escribió Las bodas de Fígaro y Don Juan, puesto que lo uno lo escribió en Viena para el emperador, y lo otro en Praga para el teatro italiano.
    -Es cierto, joven, es cierto, y me gusta ver en usted ese espíritu nacional que le hace defender a Mozart. Sí, desde luego, si el pobre diablo hubiera vivido y hubiera hecho uno o dos viajes a Italia, habría sido un maestro, un grandísimo maestro. Pero ese Don Juan del que usted habla, ese Matrimonio de Fígaro de que usted habla, ¿sobre qué los hizo? Sobre los libretti italianos, sobre letras italianas, bajo un reflejo de sol de Bolonia, de Roma o de Nápoles. Créame, joven, ese sol hay que haberlo visto, hay que haberlo sentido para apreciar su valor. Mire, yo dejé Italia hace cuatro años; desde hace cuatro años estoy helado, excepto cuando pienso en Italia; el pensamiento sólo me reanima; no necesito capa cuando pienso en Italia; no necesito traje, no necesito siquiera gorra. El recuerdo me reaviva: ¡Oh, música de Bolonia! ¡Oh, sol de Nápoles! ¡Oh…!
    Y el rostro del viejo expresó por un momento una beatitud suprema y todo su cuerpo pareció estremecerse por un goce infinito, como si los torrentes del sol meridional, inundando aún su cabeza, corriesen desde su frente calva hasta sus hombros, y de sus hombros a toda su persona.
    Hoffmann se guardó mucho de sacarle de su éxtasis, porque lo aprovechó para mirar a su alrededor, esperando ver a Antonia. Pero las puertas estaban cerradas, y no se oía ningún ruido detrás de ninguna de aquellas puertas que denunciase la presencia de un ser vivo.
    Tuvo, pues, que volver a maese Gottlieb, cuyo éxtasis iba calmándose poco a poco, y que terminó por salir de él con una especie de temblor.
    -¡Brrrrr!, joven, ¿qué decía usted? Hoffmann vibró.
    -Digo, maese Gottlieb, que vengo de parte de m¡ amigo Zacharías Werner, que me ha hablado de su bondad con los jóvenes, y como soy músico… -¡Ah, es usted músico!
    Y Gottlieb se enderezó, levantó la cabeza, la echó hacia atrás, y a través de sus gafas, puestas momentáneamente en los últimos confines de su nariz, miró a Hoffmann.
    -Sí, sí -añadió-, cabeza de músico, frente de músico, ojo de músico. ¿Qué es usted? ¿Compositor o instrumentista?
    -Lo uno y lo otro, maese Gottlieb.
    -¡Lo uno y lo otro! -dijo maese Gottlieb. Lo uno y lo otro. Estos jóvenes no tienen miedo a nada. Se necesitaría toda la vida de un hombre, de dos hombres, de tres hombres sólo para ser lo uno o lo otro, y ellos son lo uno y lo otro.

  4. Y giró sobre sí mismo, levantando los brazos al cielo, con aire de hundir en el piso el sacacorchos de su pierna derecha.
    Luego, terminó la pirueta deteniéndose ante Hoffmann:
    -Veamos, joven presuntuoso, ¿qué has hecho en composición?
    -Pues sonatas, cantos sagrados, quintetos. -¡Sonatas después de Juan Sebastián Bach! ¡Cantos sagrados después de Pergolese! ¡Quintetti después de Francisco José Haydn! ¡Ah, juventud, juventud! Luego, con un sentimiento de profunda piedad, continuó:
    -Y como instrumentista, como instrumentista, ¿qué instrumento toca?
    -Todos poco más o menos, desde el rabel hasta el clavecín, desde la viola de amor hasta la tiorba; pero el instrumento del que más me he ocupado ha sido el violín.
    -En verdad-dijo maese Gottlieb con aire burlón-, ¿de veras le ha hecho ese honor al violín? ¡Qué suerte para él, pobre violín! Pero, desventurado -añadió volviéndose hacia Hoffmann, saltando sobre una sola pierna para ir más deprisa-, ¿sabes lo que es el violín? ¡El violín! -y maese Gottlieb balanceó su cuerpo sobre esa única pierna de que hemos hablado, dejando la otra en el aire como una grulla-. ¡El violín! Pero si es el más difícil de todos los instrumentos. El violín fue inventado por el mismísimo Satán para condenar al hombre, cuando Satán acabó con sus invenciones. Con el violín, Satán ha perdido a más almas que con los siete pecados capitales juntos. Sólo el inmortal Tartini, Tartini, mi maestro, mi héroe, mi dios, sólo él alcanzó la perfección en el violín; pero sólo él sabe lo que le ha costado en este mundo y en el otro por haber tocado toda una noche con el violín del mismo diablo, y por haberse quedado con su arco. ¡Oh, el violín! ¿Sabes, desgraciado profanador, que ese instrumento oculta bajo su sencillez casi miserable los tesoros más inagotables de armonía que le sea posible al hombre beber en la copa de los dioses? ¿Has estudiado esa madera, esas cuerdas, ese arco, esa crin, sobre todo esa crin? ¿Esperas reunir, juntar, domar bajo tus dedos ese conjunto maravilloso, que desde hace dos siglos se resiste a los esfuerzos de los más sabios, que se queja, que gime, que se lamenta bajo sus dedos, y que nunca ha cantado más que bajo los dedos del inmortal Tartini, mi maestro? Cuando cogiste un violín por primera vez pensaste bien lo que hacías, joven. Pero tú no eres el primero -añadió maese Gottlieb con un suspiro sacado de lo más profundo de sus entrañas-, ni serás el último a quien el violín haya perdido; ¡violín, tentador eterno! Otros distintos a ti también creyeron en su vocación, y perdieron su vida siendo unos rascatripas, y tú vas a aumentar el número de estos desventurados, tan numerosos, tan inútiles a la sociedad, tan insoportables a sus semejantes.
    Luego, de pronto, y sin transición alguna, cogiendo un violín y un arco como un maestro de esgrima coge dos floretes, y presentándolos a Hoffmann, dijo con aire de desafío.
    -Muy bien, tócame algo; vamos, toca, y te diré dónde estás y, si todavía hay tiempo para que te apartes del precipicio, te libraré de él como he librado de él al pobre Zacharías Werner. También él tocaba el violín; lo tocaba con furor, con rabia. Soñaba con milagros, pero yo le abrí la inteligencia. Rompió su violín en trozos, y lo quemó. Luego le puse un bajo entre las manos, y eso acabó de calmarle. Ahí, en el bajo, había sitio para sus largos dedos delgados. Al principio, le hacía trabajar diez horas por día, y ahora, ahora toca lo bastante bien el bajo para festejar el cumpleaños de su tío, mientras que el violín no lo habría tocado bien más que para felicitar por su cumpleaños al diablo. Vamos, vamos, joven, aquí tienes un violín, muéstrame lo que sabes hacer. Hoffmann cogió el violín y lo examinó.
    -Sí, sí -dijo maese Gottlieb-, examinas de quién es, como el entendido olfatea el vino que va a beber. Pellizca una cuerda, una sola y si tu oído no te dice el nombre de quien hizo ese violín, no eres digno de tocarlo.
    Hoffmann pellizcó una cuerda, que devolvió un sonido vibrante, prolongado, estremecedor.
    -Es un Antonio Stradivarius.
    -Vamos, no está mal; pero de qué época de la vida de Stradivarius. Vamos por partes, hizo muchos violines entre mil seiscientos noventa y ocho y mil setecientos veintiocho.
    -En cuanto a eso -dijo Hoffmann-, confieso mi ignorancia, y me parece imposible…
    -¡Imposible, blasfemo! ¡Imposible! Es como si me dijeras, desgraciado, que es imposible reconocer la edad del vino saboreándolo. Escucha bien: tan cierto como que hoy estamos a diez de mayo de mil setecientos noventa y tres, que este violín fue hecho durante el viaje que el inmortal Antonio hizo de Cremona a Mantua en mil setecientos cinco, y donde dejó su taller a su primer alumno. Mira, no me preocupa decirte que ese Stradivarius es de tercer orden; pero temo que sea demasiado bueno todavía para un pobre escolar como tú. Adelante, adelante.
    Hoffmann se echó al hombro el violín, y, no sin un vivo estremecimiento de corazón, comenzó unas variaciones sobre el tema de Don Juan:
    La ci darem’ la mano.
    Maese Gottlieb estaba de pie junto a Hoffmann, llevando el compás a un tiempo con la cabeza y con la punta del pie de su pierna torcida. A medida que Hoffmann tocaba, su rostro se animaba, brillaban sus ojos, su mandíbula superior se mordía el labio inferior, y a ambos lados de ese labio aplastado, salían dos dientes, que en la posición normal estaban ocultos, pero que en aquel momento parecían dos defensas de jabalí. En fin, un allegro del que Hoffmann salió con bastante vigor, le mereció de parte de maese Gottlieb un movimiento de cabeza que se parecía a un signo de aprobación.
    Hoffmann terminó con un desmangue que él creía de los más brillantes pero que, lejos de satisfacer al viejo músico, provocó en él una mueca horrible.
    Sin embargo, su cara fue serenándose poco a poco y, dando una palmada en el hombro del joven, dijo: Vamos, vamos, está menos mal de lo que pensaba; cuando hayas olvidado todo lo que has aprendido, cuando ya no hagas esos saltos de moda, cuando te ahorres esos rasgos que brincan y esos desmangues chillones, haremos algo de ti.
    Este elogio de parte de un hombre tan difícil como el viejo músico encantó a Hoffmann, pues no olvidaba, por más sumido que estuviera en el océano musical, que maese Gottlieb era el padre de la bella Antonia.
    Por eso, recogiendo las palabras que acababan de salir de la boca del viejo, preguntó:
    -¿Y quién se encargará de hacer algo de mí? ¿Será usted, maese Gottlieb?
    -¿Por qué no, joven? ¿Por qué no si quieres hacer caso al viejo Murr?
    -Le haré caso, maestro, todo cuanto usted quiera. -Oh -murmuró el viejo con melancolía, porque su mirada se volvía hacia el pasado, porque su memoria se remontaba a remotos años-, es que he conocido tantos virtuosos. Conocí a Corelli, cierto que por tradición; fue él quien abrió la ruta, quien desbrozó el camino; hay que tocar a la manera de Tartini o renunciar. Él fue el primero que adivinó que el violín era, si no un dios, al menos el templo de donde un dios podía salir. Después de él viene Pugnani, violín pasable, inteligente, pero blanco, demasiado blanco, sobre todo en ciertos appoggiament~ luego Germiani, vigoroso, pero vigoroso por arranques, sin transición; estuve en París para verle lo mismo que tú quieres ir a París para ver la ópera: un maniaco, amigo mío, un sonámbulo, amigo mío, un hombre que gesticulaba mientras soñaba, que entendía bastante bien el tempo rebato, fatal tempo rebato que mata mas instrumentistas que la viruela, que la fiebre amarilla, que la peste. Entonces yo le toqué mis sonatas a la manera del inmortal Tartini, mi maestro, y él confesó su error. Por desgracia, el alumno estaba hundido hasta el cuello en su método. Tenía setenta y un años el pobre muchacho. Cuarenta años antes le hubiera salvado, como a Giardini; a éste le cogí a tiempo, pero por desgracia era incorregible; el diablo en persona se había apoderado de su mano izquierda, y entonces él echaba a correr, corría, corría a tal velocidad que su mano derecha no podía seguirle. Eran extravagancias, saltos, pasos para provocar el baile de San Vito en un holandés. Por eso, cierto día que en presencia de Jomelli echaba a perder un trozo magnífico, el buen Jomelli, que era la mejor persona del mundo, le soltó una bofetada tan fuerte que Giardini tuvo la mejilla hinchada durante un mes, y Jomelli la muñeca lastimada durante tres semanas. Es como Lulli, un loco, un verdadero loco, un volatinero, un saltador de saltos peligrosos, un equilibrista sin balancín al que deberían poner en la mano un balancín en lugar de un arco. ¡Ay, ay, ay! -exclamó dolorosamente el viejo-, lo digo con desesperación profunda, con Tardini y conmigo se apagará el hermoso arte de tocar el violín; ese arte con el que el maestro de todos nosotros, Orfeo, atraía a los animales, removía las piedras y construía las ciudades. En lugar de construir, como el violín divino, nosotros demolemos, como las trompetas malditas. Si los franceses entran alguna vez en Alemania, no tendrán que derribar las murallas de Philippsbourg, que tantas veces han sitiado, bastará con que hagan ejecutar, por cuatro violines que yo me sé, un concierto ante sus puertas.
    El viejo recuperó el aliento y añadió en tono más suave.
    -Sé que está Viotti, uno de mis alumnos, un muchacho lleno de buenas disposiciones, pero impaciente, desvergonzado, sin regla. En cuanto a Giarnowicki, es un fatuo y un ignorante, y lo primero que he dicho a mi buena Lisbeth era que, si alguna vez oía ese nombre pronunciado a mi puerta, la cerrase con rabia. Hace treinta años que Lisbeth está conmigo, y se lo prometo, joven, despido a Lisbeth si deja entrar en mi casa a Giarnowicki; un sármata, que se ha permitido hablar mal del maestro de los maestros, del inmortal Tartini. Oh, al que me traiga la cabeza de Giarnowicki le prometo todas las lecciones y consejos que quiera. En cuanto a ti, muchacho -continuó el viejo volviéndose a Hoffmann-, en cuanto a ti, no eres muy bueno, es cierto; pero Rode y Kreutzer, alumnos míos, no eran mejores que tú; en cuanto a ti, decía yo que, viniendo a buscar a maese Gottlieb, que, al venir recomendado por un hombre que le conoce y que le aprecia, por ese loco de Zacharías Werner, demuestras que hay en ese pecho un corazón de artista. Por eso, ahora no es un Antonio Stradivarius lo que quiero poner entre tus manos; no, no es siquiera un Gramulo, ese viejo maestro que el inmortal Tartini estimaba tanto que no tocaba nunca más que sobre Gramulo; no, es sobre un Antonio Amati, sobre el antecesor, sobre el antepasado, sobre el tronco primero de todos los violines que se han hecho, sobre el instrumento que será la dote de mi hija Antonia, donde quiero oírte. Es el arco de Ulises, mira, y quien pueda armar el arco de Ulises es digno de Penélope.
    Y entonces el viejo abrió la caja de terciopelo toda ribeteada de oro, y sacó un violín como nunca parecía que hubiera podido haber violines, y como Hoffmann sólo recordaba haber visto en los conciertos fantásticos de sus tíos y tías.
    Luego se inclinó sobre el instrumento venerable, y presentándoselo a Hoffmann, le dijo:
    -Toma, y trata de no ser demasiado indigno de él. Hoffmann se inclinó, cogió el instrumento con respeto, y comenzó a ejecutar un viejo estudio de Juan Sebastián Bach.
    -¡Bach, Bach! -murmuró Gottlieb-, pase todavía para el órgano, pero no entendía nada de violín. Da igual.
    Al primer sonido que Hoffmann había sacado del instrumento, había temblado porque el eminente músico comprendía qué tesoro de armonía se acababa de poner entre sus manos.
    El arco, semejante a un arco de flechas, porque se curvaba, permitía al instrumentista abarcar las cuatro cuerdas a la vez, y la última de las cuerdas se elevaba a tonos celestiales tan maravillosos que Hoffmann nunca había podido soñar que un son tan divino se despertase bajo mano humana.
    Mientras tanto, el viejo estaba a su lado, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos parpadeantes, diciendo por todo aliento:
    -No está mal, joven, no está mal; la mano derecha. ¡La mano derecha! La mano izquierda no es más que el movimiento, la derecha es el alma. ¡Vamos, alma! ¡Alma!
    Hoffmann se daba cuenta de que el viejo Gottlieb tenía razón y comprendía, como le había dicho en la primera prueba, que había que olvidar todo lo que había aprendido; y, mediante una transición insensible, aunque sostenida y creciente, pasaba del pianissimo al fortissimo, de la caricia a la amenaza, del relámpago al rayo, y se perdía en un torrente de armonía que levantaba como una nube, y que dejaba caer en cascadas murmurantes, en perlas líquidas, en polvo húmedo, y estaba bajo la influencia de una situación nueva, de un estado rayado en el éxtasis, cuando de pronto su mano izquierda se abatió sobre las cuerdas, el arco murió en su mano, el violín descendió hasta su pecho y sus ojos se volvieron fijos y ardientes.
    La puerta acababa de abrirse, y, en el espejo ante el que tocaba, Hoffmann había visto aparecer, semejante a una sombra evocada por una armonía celeste, a la bella Antonia, con la boca entreabierta, el pecho jadeante, los ojos húmedos.
    Hoffmann lanzó un grito de placer, y maese Gottlieb apenas si tuvo tiempo para coger el venerable Antonio Amati que se escapaba de la mano del joven instrumentista.
    V. ANTONIA
    Antonia le había parecido mil veces más bella a Hoffmann, en el momento en que la había visto abrir la puerta y franquear el umbral que en el momento en que la había visto descender las escalinatas de la iglesia.
    Y es que, en el espejo en que la joven acababa de reflejar su imagen y que estaba sólo a dos pasos de Hoffmann, había podido restablecer con una sola mirada todas las bellezas que su le habían escapado a la distancia.
    Antonia apenas tenía diecisiete años; era de estatura mediana, más alta que baja, pero tan delgada sin flacura, tan flexible sin debilidad, que todas las comparaciones del lirio balanceándose sobre su tallo, de palmera curvándose al viento, hubieran sido insuficientes para pintar aquella morbidezza italiana, única palabra de la lengua que expresaba aproximadamente la idea de dulce languidez que se despertaba al verla. Su madre era, como Julieta, una de las flores más hermosas de la primavera de Verona, y se encontraban en Antonia, no fundidas, sino contrastadas: eso es lo que hacía el encanto de aquella joven, las bellezas de las dos razas que se disputan la palma de la hermosura. Así, con la finura de piel de las mujeres del norte, tenía la calidad mate de piel de las mujeres del sur; así, sus cabellos rubios, espesos y ligeros a la vez, flotando al menor viento, como un vapor dorado, sombreaban unos ojos y unas cejas de terciopelo negro. Luego, cosa singular, era sobre todo en su voz donde la mezcla armoniosa de dos lenguas se hacía sensible. Por eso, cuando Antonia hablaba alemán, la dulzura de la hermosa lengua en que, como dice Dante, resuena el sí, venía a suavizar la rudeza del acento germánico, mientras que, al contrario, cuando hablaba italiano, la lengua demasiado blanda de Metastasio y de Goldoni, adoptaba una firmeza que le daba la poderosa acentuación de la lengua de Schiller y de Goethe.Pero no era sólo en lo físico donde se ponía de relieve esa fusión; Antonia era, en lo moral, un tipo maravilloso y raro de lo que pueden reunir de poesía opuesta el sol de Italia y las brumas de Alemania. Se hubiera dicho a la vez una musa y un hada, la Lorelei de la balada y la Beatriz de la Divina Comedia.
    Y es que Antonia, la artista por excelencia, era hija única de una gran artista. Su madre, acostumbrada a la música italiana, se había batido un día, cuerpo a cuerpo, con la música alemana. Le había caído entre las manos la partitura del Alcestes de Gluck, y había logrado de su marido, maese Gottlieb, que tradujera el poema italiano, y, una vez traducido a italiano, había ido a cantarlo a Viena; pero había medido mal sus fuerzas, o mejor dicho, la admirable cantante no conocía la medida de su sensibilidad. A la tercera representación de la ópera, que había tenido el mayor de los éxitos, en el admirable solo de Alcestes,
    Divinidades de la Estigia, ministros de la muerte, No invocaré vuestra piedad real
    Rapto un tierno esposo a su funesto destino., Pero os entrego una esposa fiel.
    Cuando alcanzó el re, que dio a pleno pulmón, palideció, vaciló y se desmayó; un vaso se había roto en aquel pecho generoso: el sacrificio a los dioses infernales se había cumplido en realidad: la madre de Antonia estaba muerta.
    El pobre maese Gottlieb dirigía la orquesta; desde su pupitre, vio vacilar, palidecer y caer a la que amaba por encima de todo; es mas, oyó quebrarse en su pecho aquella fibra de la que dependía su vida y lanzó un grito terrible que se mezcló al último suspiro de la virtuosa.
    De ahí venía tal vez el odio de maese Gottlieb por los maestros alemanes; era el caballero Gluck el que, inocentemente, había matado a su Teresa, pero no por ello deseaba la muerte al caballero Gluck, por ese dolor profundo que había sentido, y que sólo se había calmado a medida que había vuelto hacia Antonia, que crecía, todo el amor que sentía por su mujer.
    Ahora, a sus diecisiete años, la joven había llegado a convertirse en todo para el viejo; vivía por Antonia, respiraba por Antonia. Nunca la idea de la muerte de Antonia se había presentado a su ánimo; pues, si se hubiera presentado, se habría preocupado muy poco, dado que nunca se le había ocurrido que él pudiera sobrevivir a Antonia.
    Así pues, maese Gottlieb no vio con un sentimiento menos entusiasta que el de Hoffmann, aunque ese sentimiento fuera de otra forma puro, aparecer a Antonia en el umbral de la puerta de su gabinete.
    La joven avanzó lentamente; en sus párpados brillaban dos lágrimas; y dando tres pasos hacia Hoffmann, le tendió la mano.
    Luego, con un acento de casta familiaridad, y como si hubiera conocido al joven desde hace diez años, dijo:
    -Buenos días, hermano.
    Desde el momento en que su hija había aparecido, maese Gottlieb había permanecido mudo e inmóvil; su alma, como siempre, había abandonado su cuerpo y, dando vueltas alrededor de ella, cantaba en los oídos de Antonia todas las melodías de amor y de bondad que canta el alma de un padre a la vista de su hija bienamada.
    Había depositado, pues, su querido Antonio Amati sobre la mesa y, uniendo las manos como si estuviera ante la virgen, miraba venir a su hija.
    En cuanto a Hoffmann, no sabía si estaba despierto o si soñaba, si estaba en la tierra o en el cielo, si era una mujer lo que se le acercaba, o un ángel que se le aparecía.
    Por eso dio un paso hacia atrás cuando vio a Antonia acercársele y tenderle la mano llamándole hermano.
    -¿Usted, mi hermana? -dijo con voz ahogada. -Sí -dijo Antonia-, no es la sangre lo que hace la familia, es el alma. Todas las flores son hermanas por el perfume, todos los artistas son hermanos por el arte. Nunca le he visto, es cierto, pero le conozco; su arco acaba de contarme su vida. Usted es poeta, un poco loco, pobre amigo. ¡Ay!, es esa chispa ardiente que Dios encierra en nuestra cabeza o en nuestro pecho lo que nos quema el cerebro o lo que nos consume el corazón.
    Luego, volviéndose hacia maese Gottlieb: -Buenos días, padre -dijo-; ¿por qué no ha besado usted a su Antonia? Ah, ya comprendo, el Matrimonio segreto, el Stabat mater, Cimarosa, Perolese, Porpora. ¿Qué es Antonia al lado de esos grandes genios? Una pobre niña que le ama, pero que usted olvida por ellos.
    -¡Yo olvidarte! -exclamó Gottlieb-, el viejo Murr olvidar a Antonia. El padre olvidar a su hija. ¿Por qué? Por unas malditas notas de música, por un conjunto de redondas y corcheas, de negras y de blancas, de sostenidos y bemoles. Pues sí. Mira cómo te olvido.
    Y girando sobre su pierna torcida con una agilidad sorprendente, con su otra pierna y sus dos manos el viejo hizo volar las partes de orquestación del Matrimonio segreto, ya listas para ser distribuidas a los músicos de la orquesta.
    -¡Padre, padre! -dijo Antonia.
    -¡Al fuego, al fuego! -gritó maese Gottlieb-, al fuego, que quiero quemar todo esto; al fuego, quiero quemar a Pergolese. Fuego, que quemo a Cimarosa; fuego, que quemo a Passiello; fuego, que quemo mis Stradivarius, mis Gramulo; fuego, que quemo mi Antonio Amati. Mi hija, mi Antonia, ¿no ha dicho que prefiero cuerdas, madera y papel a mi carne y a mi sangre? ¡Fuego, fuego, fuego!
    Y el viejo se agitaba como un loco y saltaba sobre su pierna como el Diablo Cojuelo, mientras movía sus brazos como si fueran aspas de molino de viento.
    Antonia miraba aquella locura del viejo con esa dulce sonrisa de orgullo filial satisfecho. Sabía de sobra, ella, que nunca había sido coqueta más que con su padre, sabía de sobra que era omnipotente con el viejo, que su corazón era un reino en el que ella reinaba con soberanía absoluta. Por eso detuvo al viejo en medio de sus evoluciones, y, atrayéndolo hacia sí, depositó un simple beso sobre su frente.
    El viejo lanzó un grito de alegría, cogió a la hija entre sus brazos, la levantó como hubiera hecho con un pájaro, y fue a abatirse, después de haber girado tres o cuatro veces sobre sí mismo, sobre un canapé, donde comenzó a acunarla como una madre hace con su hijo.
    Al principio Hofmann había mirado a maese Gottlieb con espanto; luego, al verle lanzar las partituras al aire, al verle levantar a su hija entre los brazos, le había creído loco de atar. Pero ante la sonrisa tranquila de Antonia, se había tranquilizado en seguida, y recogiendo respetuosamente las partituras esparcidas, volvía a ponerlas sobre las mesas y sobre los pupitres a la vez que miraba con el rabillo del ojo aquel grupo extraño, en el que el viejo mismo tenía su poesía.
    De pronto, algo dulce, algo suave, aéreo pasó por el aire, era un vapor, una melodía, algo mas divino todavía: era la voz de Antonia que con su fantasía de artista atacaba esa maravillosa composición de Stradella que había salvado la vida a su autor, el Pietà, Signore.
    A las primeras vibraciones de aquella voz de ángel, Hofmann se quedó inmóvil, mientras el viejo Gottlieb, levantando suavemente a su hija por encima de sus rodillas, la depositaba, tumbada como estaba, sobre el canapé; luego, corriendo hacia su Antonio Amati, y acordando el acompañamiento con las palabras, comenzó a hacer pasar la armonía de su arco bajo el canto de Antonia y a sostenerlo como un ángel sostiene el alma que lleva al cielo.
    La voz de Antonia era una voz de soprano, que poseía toda la extensión que la prodigalidad divina puede dar, no a una voz de mujer, sino a una voz de ángel. Antonia recorría cinco octavas y media; daba con la misma facilidad el contra-do, esa nota divina que parece no pertenecer sino a los conciertos celestes, y el do de la quinta octava de las notas bajas. Hoffmann no había oído nunca nada tan aterciopelado como sus cuatro primeros compases cantados sin acompañamiento, Pietà, Signore, di me dolente. Esa aspiración del alma sufriente hacia Dios, esa plegaria ardiente al Señor para que tenga piedad de ese sufrimiento que se lamenta, adquirían en la boca de Antonia un presentimiento de respeto divino que se parecía al terror. Por su parte, el acompañamiento, que había recibido la frase flotando entre el cielo y la tierra, que, por así decir, la había tomado entre sus brazos, después del la expirado, y que, piano, piano, repetía como un eco la queja, el acompañamiento era digno en todo de la voz que se lamentaba, y doloroso como ella. Decía no en italiano, ni tampoco en alemán ni francés, sino en esa lengua universal que se llama la música:
    «Piedad, Señor, piedad de mí, desventurada. Piedad Señor, y si mi plegaria llega a ti, que el rigor se desarme y que tus miradas se vuelvan hacia mí menos severas y más clementes.»
    Y mientras tanto, al seguir, al encajar la voz, el acompañamiento le dejaba toda su libertad, toda su amplitud; era una caricia y no un abrazo, un sostén y no una traba; y cuando al primer sforzando, es decir, cuando cansada por el esfuerzo, la voz volvió a caer como para tratar de subir al cielo, el acompañamiento pareció temer entonces pesarle como algo terrestre, y le abandonó casi en alas de la fe para no sostenerle más que en el mi becuadro; es decir, en el diminuendo, cuando, en el re y los dos fa, la voz se alzó como abatida sobre sí misma y, semejante a la madona de Canova, de rodillas, sentada sobre sus rodillas, y en la que todo se pliega, alma y cuerpo, postrados bajo la duda terrible de que la misericordia del Creador sea lo bastante grande para olvidar la falta de la criatura.
    Luego, cuando con voz temblorosa continuó: «;Que nunca ocurra que yo sea condenada y precipitada en el fuego eterno de tu rigor, oh gran Dios>, entonces el acompañamiento se aventuró a mezclar su voz a la voz temblorosa que, entreviendo las llamas eternas, rogaba al Señor alejarla de ellas. Entonces el acompañamiento rogó por su lado, suplicó, gimió, subió con ella hasta el fa, bajó con ella hasta el do, acompañándola en su debilidad, sosteniéndola en su terror; luego, mientras jadeante y sin fuerza la voz moría en las profundidades del pecho de Antonia, el acompañamiento continuó sólo una vez apagada la voz, como, después de que el alma ha volado y ya está en camino del cielo, continúan murmurantes y lastimeras las plegarias de los supervivientes.
    Entonces, a las súplicas del violín de maese Gottlieb comenzó a mezclarse una armonía inesperada, dulce y potente a la vez, casi celeste. Antonia se incorporó sobre su codo, maese Gottlieb se volvió a medias y permaneció con el arco suspendido sobre las cuerdas de su violín. Hoffmann, al principio aturdido, embriagado, en delirio, había comprendido que para los arrebatos de aquella alma se necesitaba un poco de esperanza, y que se rompería si un rayo divino no le mostraba el cielo; por eso se había lanzado hacia un órgano, había extendido sus diez dedos sobre las teclas estremecidas, y el órgano, lanzando un largo suspiro, acababa de mezclarse al violín de Gottlieb y a la voz de Antonia.
    Entonces fue algo maravilloso esa vuelta del motivo Pietú, Signore, acompañado por esa voz de esperanza, en lugar de ser perseguido, como en la primera parte, por el terror; y cuando llena de fe tanto en su genio como en su plegaria, Antonia atacó con todo el vigor de su voz el fa del volgi, un estremecimiento pasó por las venas de Hoffmann que, aplastando al Antonio Amati bajo los torrentes de armonía que escapaban de su órgano, continuó la voz de Antonia después de que hubo expirado, y sobre las alas, ya no de un ángel sino de un huracán, pareció llevar el último suspiro de esa alma a los pies del Señor omnipotente y misericordioso.
    Luego se hizo un momento de silencio; los tres se miraron y sus manos se unieron en un abrazo fraterno, igual que sus almas estaban unidas en una común armonía.
    Y a partir de ese momento, no fue Antonia sólo la que llamó a Hoffmann su hermano, sino que el viejo Gottlieb Murr llamó a Hoffmann su hijo.
    VI. EL JURAMENTO
    Tal vez se pregunte el lector, o más bien nos pregunte, cómo, habiendo muerto la madre de Antonia cantando, maese Gottlieb Murr permitía que su hija, es decir, que esa alma de su alma corriese el riesgo de un peligro semejante a aquel al que había sucumbido su madre.
    Y al principio, cuando había oído a Antonia ensayar su primer canto, el pobre padre había temblado como la hoja junto a la que canta un pájaro. Pero era un verdadero pájaro Antonia, y pronto se dio cuenta el viejo músico de que el canto era su lengua natural, por eso Dios, al darle una voz tan amplia que tal vez no tenía igual en el mundo, había indicado que, en ese aspecto, maese Gottlieb no tenía nada que temer: en efecto, cuando a ese don natural del canto se había unido el estudio de la música, cuando las dificultades más exageradas del solfeo habían sido puestas bajo los ojos de la joven y vencidas inmediatamente con una maravillosa facilidad, sin muecas, sin esfuerzos, sin una sola cuerda en el cuello, sin un solo parpadeo de ojos, había comprendido la perfección del instrumento, y cómo Antonia, cantando los trozos escritos para las voces más altas seguía estando más acá de lo que podía hacer, se había convencido de que no había ningún peligro en dejar ir al dulce ruiseñor por la inclinación de su melodiosa vocación.
    Pero maese Gottlieb había olvidado que la cuerda de la música no es la única que resuena en el corazón de las jóvenes, y que hay otra cuerda más frágil todavía, más vibrante, más mortal: !la del amor!
    Y ésta se había despertado en la pobre niña al sonido del arco de Hoffmann; inclinada sobre su bordado en el cuarto al lado del gabinete en que estaban el joven y el viejo, había alzado la cabeza al primer estremecimiento que había pasado por el aire. Había escuchado: luego, poco a poco una sensación extraña había penetrado en su alma, había corrido en estremecimientos desconocidos por sus venas. Entonces se había levantado lentamente, apoyando una mano en la silla, mientras la otra dejaba escapar el bordado de sus dedos entreabiertos. Había permanecido un instante inmóvil; luego, lentamente, había avanzado hacia la puerta, y, como hemos dicho, sombra evocada de la vida material, había aparecido, poética visión, a la puerta del gabinete de maese Gottlieb Murr.
    Ya hemos visto cómo la música había fundido en su ardiente crisol esas tres almas en una sola, y cómo al final del concierto Hoffmann se había vuelto comensal de la casa.
    Era la hora en que el viejo Gottlieb solía sentarse a la mesa. Invitó a Hoffmann a comer con él, invitación que Hoffmann aceptó con la misma cordialidad con que se hacía.
    Entonces, durante algunos instantes, la bella y poética virgen de los cánticos divinos se transformó en una buena ama de casa: Antonia sirvió el té como Clarissa Harlow, preparó rebanadas de pan con mantequilla como Charlotte, y terminó por sentarse a la mesa y comer como una simple mortal.
    Los alemanes no entienden la poesía como nosotros. En nuestros datos de mundo rebuscado, la mujer que come y bebe se despoetiza. Si una mujer linda y joven se sienta a la mesa, es para ponerse los guantes si no los tiene; si tiene un plato, es para desgranar al final de la comida un racimo, cuyos granos más dorados la inmaterial criatura consiente a veces en libar, como hace una abeja con una flor.
    Por la forma en que Hoffmann había sido recibido en casa de maese Gottlieb, se comprende que volvió al día siguiente, al otro día y los días siguientes. En cuanto a maese Gottlieb, la frecuencia de las visitas de Hoffmann no parecía inquietarle en modo alguno. Antonia era demasiado pura, demasiado casta, demasiado confiada en su padre para que al viejo se le ocurriese la sospecha de que su hija podía cometer alguna falta. Su hija era Santa Cecilia, era la Virgen María, era un ángel de los cielos; la esencia divina dominaba en ella de tal modo sobre la materia terrestre que el viejo nunca había creído conveniente decirle que había más peligro en el contacto de dos cuerpos que en la unión de dos almas.
    Hoffmann era, por tanto, feliz, es decir, tan feliz como puede serlo una criatura mortal. El sol de la alegría nunca ilumina por completo el corazón del hombre; en ciertos puntos de ese corazón siempre hay una mancha oscura que recuerda al hombre que la felicidad completa no existe en este mundo, sino sólo en el cielo.
    Pero Hoffmann tenía una ventaja sobre el común de los mortales. A menudo el hombre no puede explicar la causa de ese dolor que pasa en medio de su bienestar, esa sombra que se proyecta, oscura y negra, sobre su deslumbrante felicidad.
    Hoffmann sabía lo que le hacía desgraciado.
    Era aquella promesa hecha a Zacharías Werner de ir a reunirse con él a París; era ese deseo extraño de visitar Francia, que se borraba desde el momento en que se encontraba en presencia de Antonia, pero que recuperaba todo su poder en el momento en que se encontraba sólo; había más: a medida que pasaba el tiempo y que las cartas de Zacharías, exigiendo el cumplimiento de la palabra de su amigo, eran más apremiantes, Hoffmann se entristecía más.
    En efecto, la presencia de la joven ya no era suficiente para expulsar aquel fantasma que le perseguía ahora incluso al lado de Antonia. A menudo, junto a -Antonia, Hoffmann caía en una profunda ensoñación. ¿En qué soñaba? En Zacharías Werner, cuya voz parecía oír. A menudo su mirada, distraída al principio, terminaba por fijarse en un punto del horizonte. ¿Qué veía esa mirada, o mejor, qué creía ver? El camino de París, y luego, en una de las curvas de esa ruta, a Zacharías caminando delante de él y haciéndole seña de seguirle.
    Poco a poco, el fantasma que se había aparecido a Hoffmann a intervalos raros y desiguales volvió con más regularidad y terminó por perseguirle con una obsesión continua.
    Hoffmann amaba a Antonia cada vez más. Hoffmann sentía que Antonia era necesaria a su vida, que era la dicha de su futuro; pero Hoffmann sentía también que antes de lanzarse a esa dicha, y para que esa dicha fuera duradera, tenía que realizar el peregrinaje proyectado, porque en caso contrario el deseo encerrado en su corazón, por extraño que fuese, le roería.
    Cierto día en que, sentado junto a Antonia, mientras maese Gottlieb escribía en su gabinete el Stabat de Pergolese, que quería ejecutar en la sociedad filarmónica de Francfort, Hoffmann había caído en una de sus ensoñaciones ordinarias; Antonia, después de haberle mirado mucho tiempo, le cogió las manos. -Tiene que ir, amigo mío -dijo. Hoffmann la miró sorprendido. -¿Ir? -repitió él-. ¿Adónde? A Francia, a París.
    -¿Y quién le ha dicho, Antonia, ese secreto pensamiento de mi corazón, que no me atrevo a confesarme a mí mismo?
    -Podría atribuirme ante usted el poder de un hada, Teodoro, y decirle: he leído en su pensamiento, he leído en sus ojos, he leído en su corazón; pero mentiría. No, me he acordado, eso es todo.
    -¿Y de qué se ha acordado, mi querida Antonia? -Me he acordado que, la víspera del día en que usted vino a casa de mi padre, Zacharías Werner había venido y nos había contado el proyecto que los dos tenían de viaje, el deseo ardiente de ver París; deseo alimentado desde hacía un año y a punto de cumplirse. Luego, usted me ha dicho lo que le había impedido partir. Me ha dicho que al verme por primera vez, se vio dominado por ese sentimiento irresistible que también me dominó a mí al escucharle, y ahora sólo le queda por decirme lo siguiente: que sigue usted amándome tanto.
    Hoffmann hizo un movimiento.
    -No se tome la molestia de decírmelo, lo sé -continuó Antonia-, pero hay algo más poderoso que ese amor, es el deseo de ir a Francia, de reunirse con Zacharías, de ver París.
    -¡Antonia! -exclamó Hoffmann-, todo lo que usted dice es verdad menos una cosa: que haya algo en el mundo más fuerte que mi amor. No, se lo juro, Antonia, ese deseo, deseo extraño que no comprendo, lo habría sepultado en mi corazón si usted no lo hubiera sacado de él. No se equivoque, Antonia. Sí, hay una voz que me llama a París, una voz más fuerte que mi voluntad, y, sin embargo, se lo repito, no la hubiese obedecido; esa voz es la del destino.
    -De acuerdo, cumplamos entonces nuestro destino, amigo mío. Mañana partirá. ¿Cuánto tiempo necesita?
    -Un mes, Antonia; dentro de un mes estaré de regreso.
    -Un mes no le bastará, Teodoro; en un mes no habrá visto nada; le doy dos; le doy tres; le doy el tiempo que quiera; pero exijo una cosa, o mejor, dos cosas de usted.
    -¿Cuáles, querida Antonia, cuáles? Dígalas. -Mañana es domingo; mañana es día de misa; mire por su ventana como miró el día de la partida de Zacharías Werner, y como ese día, amigo mío, aunque más triste, me verá subir las escalinatas de la iglesia; luego vaya a reunirse conmigo al lugar de costumbre, siéntese a mi lado, y en el momento en que el sacerdote consagre la sangre de Nuestro Señor, debe hacerme dos juramentos, el de serme fiel y el de no jugar nunca.
    -Oh, todo lo que usted quiera, ahora mismo, querida Antonia. Le juro…
    -Silencio, Teodoro, jurará usted mañana. Antonia, Antonia, es usted un ángel.
    -En el momento de separarnos, Teodoro, ¿no tiene algo que decir a mi padre?
    -Sí, tiene razón. Pero en verdad, Antonia, le confieso que vacilo, que tiemblo. Dios mío, ¿quién soy yo para atreverme a esperar?
    -Usted es el hombre que yo amo, Teodoro. Vaya a ver a mi padre, vaya.
    Y haciendo a Hoffmann un gesto con la mano, abrió la puerta de una pequeña cámara transformada por ella en oratorio.
    Hoffmann la siguió con los ojos hasta que la puerta se hubo cerrado, y a través de la puerta le envió, con todos los besos de su boca, todos los impulsos de su corazón.
    Luego entró en el gabinete de maese Gottlieb. Maese Gottlieb estaba tan acostumbrado al paso de Hoffmann que no levantó siquiera los ojos del pupitre donde copiaba el Stabat. El joven entró y se mantuvo de pie detrás de él.
    Al cabo de un instante, maese Gottlieb, al no oír nada, ni siquiera la respiración del joven, se volvió. -Ah, eres tú, muchacho -dijo echando la cabeza hacia atrás para poder mirar a Hoffmann a través de sus gafas-. ¿Qué quieres decirme?
    Hoffmann abrió la boca, pero volvió a cerrarla sin haber articulado un sonido.
    -¿Te has vuelto mudo? -preguntó el viejo-. Sería una lástima; un muchacho que habla como tú cuando te pones a ello no puede perder así la palabra, a menos que sea como castigo por haber abusado.
    -No, maese Gottlieb, no, no he perdido la palabra, gracias a Dios. Pero he venido a decirle…
    -¿A decirme qué?
    -Es que es algo difícil.
    -Bah, ¿es tan difícil decir: maese Gottlieb, quiero a su hija?
    -¿Sabe eso, maese Gotdieb?
    -Bueno, estaría muy loco, o sería muy tonto si no me hubiera dado cuenta de tu amor.
    -Y, sin embargo, ha permitido que siguiese amándola…
    -¿Por qué no si ella te ama?
    -Pero, maese Gottlieb, usted sabe que no tengo ninguna fortuna.
    -Bah, ¿tienen los pájaros del cielo una fortuna? Cantan, se acoplan, construyen un nido, y Dios los alimenta. Nosotros los artistas nos parecemos mucho a los pájaros: cantamos y Dios viene en nuestra ayuda. Cuando no baste el canto, te harás músico. Yo no era más rico que tú cuando me casé con mi pobre Teresa: pues mira, ni el pan ni el abrigo nos faltaron nunca. Siempre he tenido necesidad de dinero, y nunca me ha faltado. ¿Eres rico de amor? Eso es lo que te pregunto; ¿mereces los tesoros que ambicionas? Eso es todo lo que deseo saber. ¿Amas a Antonia más que a tu vida, más que a tu alma? Entonces estoy tranquilo. Antonia no carecerá nunca de nada. ¿No la amas? Entonces es distinto; aunque tuvieras cien mil libras de renta, ella siempre carecería de todo.
    Hoffmann estaba a punto de arrodillarse ante aquella adorable filosofía del artista. Se inclinó sobre la mano del viejo, que le atrajo hacia sí y le estrechó contra su corazón.
    -Vamos, vamos -le dijo-; haz tu viaje, puesto que te atormenta el deseo de oír esa horrible música del señor Méhul y del señor Dalayrac; es una enfermedad de juventud que se curará pronto. Estoy tranquilo; haz ese viaje, amigo mío, y vuelve aquí; encontrarás Mozart, Beethoven, Cimarosa, Pergolese, Pasiello, el Porpora, y además a maese Gottlieb y a su hija, es decir, un padre y una esposa. Vete, hijo, vete.
    Y maese Gottlieb abrazó de nuevo a Hoffmann, que viendo venir la noche, pensó que no tenía tiempo que perder y se retiró a su casa para hacer sus preparativos de partida.
    Al día siguiente, desde el amanecer, Hoffmann estaba a su ventana.
    A medida que se acercaba el momento de abandonar a Antonia, aquella separación le parecía cada vez más imposible. Todo aquel encantador período de su vida que acababa de transcurrir, aquellos siete meses que habían pasado como un día y que volvían a su memoria, unas veces como un vasto horizonte que abarcaba de una mirada, otras como una serie de días alegres, venían unos tras otros, sonrientes, coronados de flores; aquellos dulces cantos de Antonia, que habían hecho para él una atmósfera sembrada de dulces melodías, todo aquello era una señal tan poderosa que luchaba casi con lo desconocido, con ese maravilloso encantamiento que atrae a sí los corazones más fuertes, a las almas más frías.
    A las diez, Antonia apareció en la esquina de la calle donde, a la misma hora, siete meses antes, Hoffmann la había visto por primera vez. La criada Lisbeth la seguía como de costumbre, y las dos subieron la escalinata de la iglesia. Cuando llegó al último escalón, Antonia se volvió, vio a- Hoffmann, le hizo con la mano una seña de llamada y entró en la iglesia.
    Hoffmann se lanzó fuera de la casa y entró tras ella.
    Antonia estaba arrodillada y rezando.
    Hoffmann era protestante, y aquellos cantos en una lengua distinta siempre le habían parecido bastante ridículos; pero cuando oyó a Antonia salmodiar aquel canto eclesiástico tan dulce y tan amplio a la vez, lamentó no conocer la letra para mezclar su voz a la voz de Antonia, vuelta más suave todavía por la profunda melancolía de que era presa la joven.
    Durante todo el tiempo que duró el santo sacrificio, ella cantó con la misma voz con que en la altura deben cantar los ángeles; luego, por último, cuando la campanilla del monaguillo anunció la consagración de la ostia, en el momento en que los fieles se inclinaban ante el Dios que, en manos del sacerdote, se alzaba por encima de sus cabezas, únicamente Antonia irguió la frente.
    Jure -dijo.
    Juro erijo Hoffmann con voz temblorosa-, juro renunciar al juego.
    -¿Es ése el único juramento que quiere hacerme, amigo mío?
    -No, espere. Juro permanecer fiel a usted de corazón y de mente, de cuerpo y alma.
    -¿Y por qué jura?
    -Oh -exclamó Hoffmann en el colmo de la exaltación-, por lo que tengo de más querido, por lo que tengo de más sagrado, por vuestra vida.
    -Muchas gracias -exclamó a su vez Antonia-, porque si usted no cumple su juramento, yo moriré. Hoffmann se estremeció, un temblor corrió por todo su cuerpo, no se arrepintió, pero sintió miedo. El sacerdote bajaba los escalones del altar, llevando el Santo Sacramento a la sacristía.
    En el momento en que el cuerpo divino de Nuestro Señor pasaba, ella cogió la mano de Hoffmann. -¿Habéis oído su juramento, verdad, Dios mío? -dijo Antonia.
    Hoffmann quiso hablar.
    -Ni una palabra, ni una sola; quiero que las que componían su juramento sean las últimas que yo oiga de usted y canten eternamente a mi oído. Hasta que nos volvamos a ver, amigo mío.
    Y escapando ligera como una sombra, la joven dejó un medallón en la mano de su amante.
    Hoffmann la vio alejarse como Orfeo debió mirar a Eurídice fugitiva; luego, cuando Antonia hubo desaparecido, abrió el medallón.
    El medallón encerraba el retrato de Antonia, resplandeciente de juventud y de belleza.
    Dos horas después, Hoffmann ocupaba una plaza en la misma diligencia que Zacharías Werner, repitiendo:
    -No te preocupes, Antonia, no, no jugaré, y sí, te seré fiel.
    VII. UNA BARRERA DE PARÍS EN 1793
    El viaje del joven fue bastante triste en aquella Francia que tanto había deseado. Sólo cuando se acercaba al centro experimentaba tantas dificultades como había encontrado para dirigirse a las fronteras; no, la República Francesa acogía mejor a los que llegaban que a los que partían.
    No obstante, no se admitía la dicha de saborear esa preciosa forma de gobierno sino después de haber cumplido cierto número de formalidades pasablemente rigurosas.
    Fue en la época en que los franceses supieron escribir menos, pero fue la época en que escribieron más. A todos los funcionarios de fecha reciente les parecía oportuno abandonar sus ocupaciones domésticas o plásticas para firmar pasaportes, componer filiaciones, dar visados, conceder recomendaciones y hacer, en una palabra, todo lo que concierne al estado de patriotas.
    La manía del papeleo nunca tuvo tanto desarrollo como en esa época. Esta enfermedad endémica de la administración francesa, incorporándose al terrorismo, produjo las mejores muestras de caligrafía grotesca de que haya podido hablarse hasta ese día.
    La hoja de ruta de Hoffmann era de una exigüidad notable. Era el tiempo de la exigüidad: periódicos, libros, publicaciones de buhonería, todo se reducía al simple in octavo como mayores medidas. La hoja de ruta del viajero, decíamos, se vio invadida desde Alsacia por firmas de funcionarios que no se parecían demasiado mal a esos zigzags de borrachos que cruzan en diagonal las calles dándose contra una y otra pared.
    Por eso Hoffmann se vio obligado a unir una hoja a su pasaporte, luego otra en Lorena, donde, sobre todo, las escrituras adquirieron proporciones colosales. Allí donde el patriotismo era más ardiente, los escribanos eran más ingenuos. Alcalde hubo que empleó dos hojas, por delante y por detrás, para dar a Hoffmann un autógrafo concebido en los siguientes términos:
    «Jofman, nachion allemand, amigo de la liberta, se dirige a pie a París.
    Firmado, Golier.»
    Provisto de este perfecto documento sobre su patria, su edad, sus principios, su destino y sus medios de transporte, Hoffmann no se preocupó de coser juntos todos aquellos jirones cívicos, y debemos decir que al llegar a París poseía un bonito volumen que, según decía, haría encuadernar en hojalata si alguna vez intentaba un nuevo viaje, porque a fuerza de tener siempre esas hojas en la mano, corrían demasiado riesgo en un simple cartón.
    En todas partes le decían:
    -Mi querido viajero, la provincia todavía es habitable, pero París está muy revuelto. Desconfíe, ciudadano, hay una policía muy quisquillosa en París, y, en su calidad de alemán, podría no ser tratado como buen francés.
    A lo que Hoffmann respondía con una sonrisa orgullosa, reminiscencia del orgullo espartano cuando los espías de Tesalia trataban de aumentar las fuerzas de Jerjes, rey de los Persas.
    Llegó a las puertas de París: era de noche, las barreras estaban echadas.
    Hoffmann hablaba aceptablemente la lengua francesa, pero se es alemán o no se es; si no se es, se tiene un acento que, a la larga, consigue pasar por el acento de una de nuestras provincias; si se es, se pasa siempre por alemán.
    Debemos explicar cómo se realizaba con la policía el paso de las barreras.
    Ante todo, estaban cerradas; luego, siete u ocho miembros de ese cuerpo, gentes ociosas y llenas de inteligencia, Lavaters aficionados merodeaban por pandillas, fumando sus pipas, alrededor de dos o tres agentes de policía municipal.
    Estas buenas gentes que, de diputaciones en diputaciones, habían terminado por frecuentar todas las salas de los clubes, todas las oficinas de distritos, todos los lugares donde la política se había colado por el lado activo o por el lado pasivo; esas gentes, que habían visto en la Asamblea Nacional o en la Convención a cada diputado, en las tribunas a todos los aristócratas varones y hembras, en los paseos a todos los elegantes famosos, en los teatros a todas las celebridades sospechosas, en las revistas a todos los oficiales, en los tribunales a todos acusados más o menos libres de acusación, en las prisiones a todos los curas a los que se había perdonado la vida; aquellos dignos patriotas conocían tan bien su París que todo rostro desconocido debía sorprenderles al pasar, y digamos que casi siempre les sorprendía.
    No era cosa difícil disfrazarse entonces; demasiada riqueza en la ropa atraía la mirada, demasiada sencillez apelaba a la sospecha. Como la suciedad era una de las insignias del civismo más difundidas, todo portador de agua, todo marmitón podía esconder un aristócrata; y luego, la mano blanca de hermosas uñas, ¿cómo disimularla por entero? Este gesto aristocrático que ya no es sensible en nuestros días, cuando los más humildes llevan los tacones más altos, cómo ocultarlo a veinte pares de ojos más ardientes que los del sabueso que persigue una presa.
    Por tanto, desde su llegada un viajero era husmeado, interrogado, desnudado, en lo moral, con una facilidad que daba el uso, y con una libertad que daba… la libertad.

  5. Hoffmann se presentó ante ese tribunal hacia las seis de la noche del 7 de diciembre. El tiempo era gris, hosco, mezclado de bruma y de hielo en el pavimento; pero los gorros de oso y de nutria en que se envolvían las cabezas patriotas les dejaban suficiente sangre caliente en el cerebro y en las orejas para poseer toda su presencia de ánimo y sus preciosas facultades investigadoras.
    Hoffmann fue detenido por una mano que se posó suavemente sobre su pecho.
    El joven viajero iba vestido de un traje gris hierro, de una gruesa levita, y sus botas alemanas diseñaban una pierna bastante coqueta, porque no había encontrado barro desde la última etapa y la carroza no podía caminar debido al granizo. Hoffmann había hecho seis leguas a pie por una ruta ligeramente salpicada de nieve endurecida.
    -¿Dónde vas así, ciudadano, con tus hermosas botas? -le dijo un agente al joven.
    -Voy a París, ciudadano.
    -No te hagas el delicado, joven prussssiano -replicó el de la sección, pronunciando ese epíteto de prusiano con una prodigalidad de eses que hizo acudir diez curiosos alrededor del viajero.
    En aquel momento, los prusianos no eran para Francia enemigos menores que los filisteos para los compatriotas de Sansón el israelita.
    -Bueno, sí, soy prusiano -respondió Hoffmann, cambiando las cuatro eses del seccionario por una z-. ¿Ocurre algo?
    -Si eres prusiano, puedes ser al mismo tiempo un espía de Pitt y Cobourg.
    -Lea mis pasaportes -respondió Hoffmann mostrando su volumen a uno de los letrados de la barrera. -Ven -replicó éste dándose la vuelta para llevar al extranjero al cuerpo de guardia.
    Hoffmann siguió a ese guía con perfecta tranquilidad.
    Cuando a la luz de las cancelas humeantes los patriotas vieron a aquel joven nervioso, de mirada firme, los cabellos en desorden, hablando su francés con la mayor conciencia posible, uno de ellos exclamó:
    -No negará que es un aristócrata. ¡Tiene manos y pies!
    -Es usted un imbécil, ciudadano -respondió Hoffmann-; soy tan patriota como usted, y además soy un artista.
    Al decir estas palabras, sacó de su bolsillo una de esas pipas sorprendentes cuyo fondo sólo puede encontrar un nadador de Alemania.
    Aquella pipa causó un efecto prodigioso sobre los seccionarios, que saboreaban su tabaco en sus pequeños receptáculos.
    Todos se pusieron a contemplar al pequeño joven que echaba en aquella pipa, con una habilidad fruto de una gran costumbre, la provisión de tabaco de una semana.
    Luego se sentó, encendió el tabaco metódicamente hasta que el horno presentó una larga costra de fuego en su superficie, luego aspiró de modo intermitente nubes de humo que salieron graciosamente, en columnas azulencas, de su nariz y de sus labios.
    -Fuma bien -dijo uno de los seccionarios.
    -Y parece que es famoso -dijo otro-; mira sus certificados.
    -¿Qué has venido a hacer a París? -preguntó un tercero.
    A estudiar la ciencia de la libertad -replicó Hoffmann.
    -¿Y qué más? -añadió el francés, poco afectado por el heroísmo de semejante frase, probablemente a causa de su mucha costumbre.
    -Y pintura -añadió Hoffmann.
    Ah, ¿eres pintor como el ciudadano David? -Nada de eso.
    -¿Sabes hacer a los patriotas romanos completamente desnudos como él?
    -Los pinto vestidos -dijo Hoffmann. -Es menos bello.
    -Eso según -replicó Hoffmann con una imperturbable sangre fría.
    -Haz entonces mi retrato -dijo el secdonario con admiración.
    Ahora mismo.
    Hoffmann cogió un tizón de la lumbre, apagó apenas su extremo rutilante, y sobre el muro blanqueado a la cal, dibujó uno de los rostros más feos que jamás han deshonrado la capital del mundo civilizado.El gorro de pelo y cola de zorro, la boca babosa, las patillas espesas, la pipa corta, el mentón prominente, fueron imitados con una verdad tan afortunada que todo el cuerpo de guardia pidió al joven el favor de que les hiciera el retrato.
    Hoffmann lo hizo con mucha gracia y bosquejó sobre la pared una serie de patriotas de rostros muy logrados, pero menos nobles probablemente que los burgueses de la Ronda nocturna de Rembrandt.
    Una vez que los patriotas se pusieron de buen humor, ya no se volvió a hablar de sospecha: el alemán fue naturalizado parisino; se le ofreció la cerveza de honor y él, como muchacho bien pensante, ofreció a sus huéspedes vino de Borgoña que aquellos señores aceptaron de la mejor gana.
    Fue entonces cuando uno de ellos, más astuto que los otros, puso su gorda nariz en la punta de su índice, y dijo a Hoffmann guiñándole el ojo izquierdo. -Confiésanos una cosa, ciudadano alemán. -¿Cuál, amigo?
    -Confiésanos el objetivo de tu misión. -Ya te lo he dicho: la política y la pintura. -No, no, otra cosa.
    -Te aseguro, ciudadano…
    -Comprenderás que no te acusamos; nos agradas, y te protegeremos; pero aquí hay dos delegados del club de los cordeleros, dos de los jacobinos; yo pertenezco a los Hermanos y amigos; escoge entre éstos el club al que rendirás tu homenaje.
    -¿Qué homenaje? -dijo Hoffmann sorprendido. -No te escondas, es tan hermoso lo que haces que deberías pavonearte de ello en todas partes.
    -De veras, ciudadano, me haces ruborizarme, explícate.
    -Mira, y juzga si sé adivinar -dijo el patriota. Abriendo el libro de pasaportes, mostró con su gordo dedo, sobre una página, bajo la rúbrica de Estrasburgo, las siguientes líneas:
    «Hoffmann, viajero, procedente de Mannheim, ha tomado en Estrasburgo una caja etiquetada de la siguiente forma: O. B.»
    -Es cierto -dijo Hoffmann. -¿Qué contiene esa caja?
    -Hice mi declaración en el fielato de Estrasburgo. -Miren, ciudadanos, lo que este pequeño taimado trae aquí… ¿Se acuerdan ustedes del envío de nuestros patriotas de Auxerre?
    -Sí -dijo uno de ellos-, una caja de tocino. -¿Para qué?
    -Para engrasar la guillotina -exclamó un coro de voces satisfechas.
    -Bueno -dijo Hoffmann algo pálido-, ¿qué relación tiene esa caja que yo traigo con el envío de los patriotas de Auxerre?
    -Lee -dijo el parisino mostrándole su pasaporte-; lee, joven: «Viajando por la política y por el arte». ¿Está escrito?
    -¡Oh, República! -murmuró Hoffmann. -Confiesa, pues, joven amigo de la libertad -le dijo su protector.
    -Sería jactarme de una idea que yo no he tenido -replicó Hoffmann-. No me gusta la falsa gloria; no, la caja que cogí en Estrasburgo y que me llegará en la carroza no contiene más que un violín, una caja de pinturas y algunos lienzos enrollados.
    Estas palabras disminuyeron mucho la estima que algunos habían concebido por Hoffmann. Se le devolvieron sus papeles, se le dio razón de sus tragos, pero cesaron de mirarle como a un salvador de los pueblos esclavos.
    Uno de los patriotas llegó a añadir incluso:
    -Se parece a Saint-Just, pero yo prefiero a Saint-Just.
    Hoffmann, vuelto a sus pensamientos que reanimaban la estufa, el tabaco y el vino de Borgoña, permaneció algún tiempo en silencio. Pero alzando la cabeza de pronto, dijo:
    -¿Entonces se guillotina mucho aquí?
    -No va mal, no va mal; ha bajado algo desde los Brissotins, pero todavía es satisfactorio.
    -¿Saben dónde encontraría una buena posada, amigos?
    -En cualquier parte.
    -Pero una posada para ver todo.
    Ah, entonces alójate por el muelle de las Flores. -Bien.
    -¿Sabes dónde está el muelle de las Flores?
    -No, pero esa palabra de flores me agrada. Me veo ya instalado en el muelle de las Flores. ¿Por dónde se va?
    -Baja ahora todo recto la calle de Enfer, y llegarás al muelle.
    -Muelle, eso quiere decir que está junto al agua -dijo Hoffmann.
    -Exacto.
    -Y el agua, ¿es el Sena? -El mismo.
    -¿El muelle de las Flores está a orillas del Sena, entonces?
    -Conoces París mejor que yo, ciudadano alemán. -Gracias, adiós. ¿Puedo pasar?
    -No te queda más que una pequeña formalidad que cumplir.
    -¿Cuál?
    -Tienes que pasar por la comisaría de policía, para conseguir un permiso de estancia.
    -Muy bien, adiós.
    -Espera. Con ese permiso del comisario, irás a la policía.
    -¡Ah!
    -Y le darás las señas de tu alojamiento. -De acuerdo. Algo más.
    -Sí, tendrás que presentarte en la sección. -¿Para qué?
    -Para justificar tus medios de existencia. -Lo haré. ¿Y eso es todo?
    Aún no; tendrás que hacer dones patrióticos. -De buena gana.
    -Y tu juramento de odio a los tiranos franceses y extranjeros.
    -Con todo mi corazón. Gracias por esos preciosos informes.
    -Y luego no debes olvidarte de escribir de forma legible tu nombre y apellidos en un cartel a tu puerta. -Lo haré.
    -Vete, ciudadano, estás molestándonos. Las botellas estaban vacías.
    Adiós, ciudadanos; muchas gracias por vuestra cortesía.
    Y Hoffmann partió, siempre en compañía de su pipa, más encendida que nunca.
    Así fue como hizo su entrada en la capital de la Francia republicana.
    Esa palabra encantadora de «muelle de las Flores» le había engolosinado. Hoffmann se imaginaba ya en un pequeño cuarto cuyo balcón daba sobre aquel maravilloso muelle de las Flores.
    Se olvidaba de diciembre y del cierzo, se olvidaba de la nieve y de esa muerte pasajera de toda la naturaleza. Las flores acababan de abrirse en su imaginación bajo el humo de sus labios; no veía más que jazmines y rosas, a pesar de las cloacas del barrio.
    Cuando daban las nueve llegó al muelle de las Flores, que estaba perfectamente sombrío y desierto, como lo están los muelles del norte en invierno. No obstante, aquella noche esa soledad era más negra y más sensible que en otra parte.
    Hoffmann tenía mucha hambre, tenía demasiado frío para filosofar en el camino; pero no había posada ninguna en aquel muelle.
    Alzando los ojos vio por fin, en un rincón del muelle y de la calle de la Barillerie, una gran linterna roja, en cuyos cristales temblaba un cabo de vela grasiento.
    El fanal colgaba y se balanceaba al final de una horca de hierro, muy propia, en aquel tiempo de revuelta, para colgar a un enemigo político.
    Hoffmann no vio más que estas palabras escritas en letras verdes sobre el cristal rojo:
    Se alquila – Cuartos y gabinetes amueblados. Golpeó con fuerza en la puerta de una avenida; la puerta se abrió y el viajero entró a tientas.
    Una voz ruda le gritó. -¡Cierra la puerta!
    Y un gran perro que ladraba parecía decirle:
    ¡Cuidado con las piernas!
    Una vez acordado el precio con una posadera bastante afable, y escogido el cuarto, Hoffmann se encontró dueño de quince pies de largo por ocho de ancho, que, en total, formaba un cuarto de dormir y un gabinete, a cambio de treinta sous diarios, pagaderos cada mañana al levantarse.
    Hoffmann estaba tan contento que pagó quince días por adelantado, por miedo a que fueran a discutirle la posesión de aquel alojamiento precioso.
    Hecho esto, se acostó en una cama bastante húmeda; pero para un viajero de dieciocho años toda cama es una cama.
    Y además, ¿cómo hacerse el difícil cuando se tiene la fortuna de alojarse en el muelle de las Flores? Hoffmann invocó además el recuerdo de Antonia, y ¿no es siempre el paraíso el lugar en que se invoca a los ángeles?
    VIII. DE CÓMO ESTABAN CERRADOS LOS MUSEOS Y LAS BIBLIOTECAS; PERO DE CÓMO ESTABA ABIERTA LA PLAZA DE LA REVOLUCIÓN
    La plaza que durante quince días debía servir de paraíso terrestre a Hoffmann contenía una cama, que ya conocemos, una mesa y dos sillas.
    Tenía una chimenea adornada con dos vasos de cristal azul provistos de flores artificiales. Un genio de la Libertad en azúcar aparecía debajo de una campana de cristal en la que se reflejaban su bandera tricolor y su gorra roja.
    Un candelero de cobre, una rinconera de vieja madera de palo rosa, una tapicería del siglo XII por cortina: ése era todo el moblaje tal como apareció a las primeras luces del día.
    La tapicería representaba a Orfeo tocando el violín para reconquistar a Eurídice, y el violín trajo a la memoria de Hoffmann, de manera muy natural, a Zacharías Werner.
    «Querido amigo», pensó nuestro viajero, «tú estás en París y yo también; ya estamos juntos, y hoy, o a más tardar mañana, te veré. ¿Por dónde voy a empezar? ¿Cómo voy a apañármelas para no perder el tiempo y para ver todo en Francia? Desde hace algunos días no veo más que cuadros vivientes muy feos, vayamos al salón del Louvre del ex-tirano, veré todos los hermosos cuadros que había, los Rubens, los Poussin. Deprisa, vamos».
    Mientras esperaba, se levantó para examinar el cuadro panorámico de su barrio.
    Un cielo gris, apagado, barro negro bajo árboles blancos, una población afanosa, ávida de correr, y cierto ruido, semejante al murmullo del agua que fluye. Es todo cuanto descubrió.
    Estaba poco florido. Hoffmann cerró su ventana, almorzó, y salió para ver ante todo a su amigo Zacharías Werner.
    Pero en el momento de tomar una dirección, recordó que Werner nunca le había dado sus señas, sin lo cual era difícil encontrarle.
    Pero pronto pasó:
    «¡Qué loco soy! A Zacharías le gusta lo que me gusta a mí. Tengo ganas de ver pintura, y él habrá tenido ganas de ver pintura. Le encontraré o encontraré su rastro en el Louvre. Vamos al Louvre.»
    El Louvre se divisaba desde el parapeto. Hoffmann se dirigió hacia el monumento.
    Pero se encontró con la sorpresa de saber en la puerta que, desde que eran libres, los franceses no se ablandaban viendo la pintura de esclavos y que, admitiendo, cosa que no era probable, que la Comuna de París no hubiera quemado ya todos los lienzos para encender las fundiciones de armas de guerra, se guardaría mucho de no alimentar con todo aquel aceite a unas ratas destinadas al alimento de los patriotas desde el día en que los prusianos llegaran para asediar París.
    Hoffmann sintió que el sudor invadía su frente: el hombre que así le hablaba tenía cierta forma de hablar que traslucía su importancia.
    Saludaban mucho al buen decidor.
    Hoffmann supo, por uno de los asistentes, que había tenido el honor de hablar con el ciudadano Simón, preceptor de los hijos de Francia y conservador de los museos reales.
    -No veré ningún cuadro -dijo suspirando-. ¡Ah, qué pena! Pero me iré a la Biblioteca del difunto rey, y, a falta de pintura, veré estampas, medallas y manuscritos; veré la tumba de Childerico, padre de Clodoveo, y los globos celeste y terrestre del padre Coronelli.
    Al llegar Hoffmann tuvo el dolor de saber que la nación francesa, considerando como fuente de corrupción y de incivismo la ciencia y la literatura había cerrado todas las oficinas donde conspiraban presuntos sabios y presuntos literatos, todo ello por humanidad, para ahorrarse el trabajo de guillotinar a aquellos pobres diablos. Además, incluso bajo el tirano, la Biblioteca sólo se abría dos veces a la semana.
    Hoffmann hubo de retirarse sin haber visto nada; hubo inclusive de olvidar preguntar por noticias de su amigo Zacharías.
    Pero como era perseverante, se obstinó y quiso ver el museo Sainte-Avoye.
    Le informaron entonces que la antevíspera había sido guillotinado su propietario.
    Se llegó hasta el Luxemburgo; pero ese palacio se había convertido en prisión.
    Al cabo de sus fuerzas y de su ánimo, tomó el camino de su posada para descansar algo las piernas, pensar en Antonia, en Zacharías y fumar en la soledad una buena pipa de dos horas.
    Pero, ¡oh prodigio!, aquel muelle de las Flores tan tranquilo, tan desierto, estaba invadido por una multitud de gentes reunidas que gritaban y vociferaban de una forma totalmente carente de armonía.
    Hoffmann, que no era alto, no veía nada por encima de los hombros de todas aquellas gentes; se apresuró a atravesar la multitud a codazos y a entrar en su cuarto.
    Se asomó a la ventana.
    Todas las miradas se volvieron inmediatamente hacia él, y por un momento se sintió muy apurado, porque observó qué pocas ventanas había abiertas. Sin embargo, la curiosidad de los asistentes se dirigió pronto hacia otro punto distinto, y el joven hizo como los curiosos, miró el pórtico de un gran edificio negro de techo puntiagudo, cuyo campanil remataba una gruesa torre cuadrada.
    Hoffmann llamó a la posadera. -Ciudadana, ¿qué es ese edificio? -El palacio, ciudadano.
    -¿Y qué se hace en el Palacio?
    -En el Palacio de Justicia, ciudadano, se juzga. -Creía que ya no había tribunales.
    -Sí, está el tribunal revolucionario. Ah, es cierto… y todas esas personas. -Esperan la llegada de las carretas.
    -¿Cómo las carretas? No comprendo; perdóneme, soy extranjero.
    -Ciudadano, las carretas es, como quien dice, ataúdes para las gentes que van a morir.
    -¡Ay, Dios mío!
    -Sí, por la mañana llegan los prisioneros que van a ser juzgados en el tribunal revolucionario.
    -Bien.
    A las cuatro, todos los prisioneros son juzgados, se los mete en las carretas que el ciudadano Fouquier ha requerido para ese efecto.
    -¿Y quién es el ciudadano Fouquier? -El fiscal.
    -Muy bien, ¿y luego?
    -Luego las carretas se van al trote a la plaza de la Revolución, donde la guillotina está siempre de forma permanente.
    -¿De veras?
    -¡Cómo! Pero usted ha salido y no ha ido a ver la guillotina; es lo primero que los extranjeros visitan al llegar; parece que los franceses somos los únicos que tenemos guillotinas.
    -Mi enhorabuena, señora. -Llámeme ciudadana. -Perdón.
    -¿Se retira, ciudadana?
    -Sí, ya no me gusta ver eso. Y la hostelera se retiró. Hoffmann la cogió suavemente del brazo. -Perdóneme si le hago una pregunta. -Hágala.
    -¿Por qué dice usted que ya no le gusta ver eso? Yo habría dicho: no me gusta nada ver eso.
    -La historia, ciudadano, es la siguiente. Al principio se guillotinaba a aristócratas muy malvados, según parece. Esas gentes llevaban la cabeza tan recta, tenían todos un aire tan insolente, tan provocador que difícilmente la piedad llegaba a mojar nuestros ojos. Por eso mirábamos de buena gana. Era un hermoso espectáculo esa lucha de los valientes enemigos de la nación contra la muerte. Pero he aquí que un día vi subir a la carreta a un viejo cuya cabeza golpeaba los adrales del vehículo. Era doloroso. Al día siguiente vi unas religiosas. Otro día vi un niño de catorce años y, por último, vi una joven en una carreta, a su madre en la otra, y estas dos pobres mujeres se enviaban besos sin decir una palabra. Estaban tan pálidas, tenían la mirada tan sombría, una sonrisa tan fatal en los labios, aquellos dedos que sólo se movían para modelar el beso sobre su boca eran tan temblorosos y nacarados que nunca olvidaré aquel horrible espectáculo, y juré no exponerme a verlo más.
    -¡Ah! -dijo Hoffmann alejándose de la ventana. -Sí, ciudadano. ¿Pero qué hace?
    -Cierro la ventana. -¿Por qué?
    -Para no ver. -¡Usted, un hombre!
    -Verá, ciudadana, he venido a París para estudiar artes y respirar aire libre. Pues bien, si por desgracia viera alguno de esos espectáculos de que usted acaba de hablarme, si viera una joven o una mujer llevada a la muerte lamentando la vida, ciudadana, pensaría en mi prometida, a la que amo, y que, tal vez… No ciudadana, no me quedaré más tiempo en este cuarto; ¿tiene usted alguno en la parte trasera de la casa?
    -Chis, desventurado, habla usted demasiado alto; si mis oficiales le oyesen…
    -¿Sus oficiales? ¿Qué es eso de oficiales? -Es un sinónimo republicano de criado. -Bueno, y si sus criados me oyesen, ¿qué ocurriría?
    -Ocurriría que dentro de tres o cuatro días yo podría verle pasar desde esta ventana en una de esas carretas, a las cuatro de la tarde.
    Una vez dicho esto con todo misterio, la buena señora bajó precipitadamente, y Hoffmann la imitó. Salió de la casa, resuelto a todo para escapar al espectáculo popular.
    Cuando llegó a la esquina del muelle, el sable de los gendarmes brilló, en la multitud se produjo un movimiento, las masas aullaron y se pusieron a correr.
    Hoffmann echó a correr y llegó a la calle SaintDenis, en la que se adentró como un loco; semejante a un corzo, dio varias vueltas por diferentes callejuelas, y desapareció en aquel dédalo de pequeñas calles que se embarullan entre el muelle de la Ferrailley les Halles.
    Viéndose en la calle de la Ferronière, respiró por fin; una vez allí, con la sagacidad del poeta y del pintor, adivinó el lugar célebre por el asesinato de Enrique IV
    Luego, caminando y buscando siempre, llegó al centró de la calle Saint-Honoré. En todas partes las tiendas se cerraban a su paso. Hoffmann admiraba la tranquilidad de aquel barrio; las tiendas no eran las únicas que se cerraban, las ventanas de ciertas casas se cerraban a cal y canto como si hubieran recibido una señal.
    Pronto le fue explicada a Hoffmann esta maniobra; vio los fiacres apartarse y tomar las calles laterales; oyó un galope de caballos y reconoció a los gendarmes; luego, tras ellos, en la primera bruma de la tarde, entrevió una mezcla horrible de harapos, brazos levantados, picas blandidas y ojos centelleantes.
    Después de todo esto, una carreta.
    De aquel torbellino que se acercaba a él sin que pudiera ocultarse o huir, oyó salir unos gritos tan agudos, tan lamentables, que nada tan horrible había herido sus oídos hasta aquel día.
    En la carreta había una mujer vestida de blanco. Aquellos aullidos habían roto los haces nerviosos. Cayó sobre un mojón, con la cabeza adosada a unas contraventanas de tienda mal unidas todavía porque el cierre de la tienda había sido precipitado.
    La carreta llegó en medio de su escolta de bandidos y de mujeres horribles, sus satélites ordinarios; pero, ¡cosa extraña!, toda aquella hez no hervía, todos aquellos reptiles no croaban, sólo la víctima se retorcía entre los brazos de dos hombres y gritaba al cielo, a la tierra, a los hombres y a las cosas.
    Hoffmann oyó de pronto en su oído, por la hendidura de la contraventana, estas palabras pronunciadas tristemente por una voz de hombre joven:
    -¡Pobre Du Barry! ¡Ay de ti!
    -¡Madame Du Barry! -exclamó Hofmann-, ¡es ella, es ella la que pasa en esa carreta!
    -Sí, señor -respondió la voz baja y doliente, al oído del viajero, y tan cerca que a través de las tablas sentía el aliento caliente de su interlocutor.
    La pobre Du Barry se mantenía erguida y aferrada al cuello móvil de la carreta; sus cabellos castaños, orgullo de su belleza, habían sido cortados en la nuca, pero volvían a caer sobre las sienes en largas mechas anegadas en sudor; hermosa con sus grandes ojos despavoridos, con su pequeña boca, demasiado pequeña para los horrendos gritos que lanzaba, la desventurada mujer sacudía de vez en cuando la cabeza con un movimiento convulso, para librar su rostro de los cabellos que lo ocultaban.
    Cuando pasó delante del mojón en que Hoffmann se había derrumbado, gritó: «¡Ayuda. Salvadme! ¡No he hecho ningún mal! ¡Ayuda!», y a punto estuvo de derribar al ayudante del verdugo que la sostenía.
    No dejó de lanzar aquel grito: «¡Ayuda!» en medio del más profundo silencio de los asistentes. Aquellas furias, acostumbradas a insultar a los valientes condenados, se sentían conmocionadas por el irresistible impulso del espanto de una mujer; sentían que sus vociferaciones no habrían logrado cubrir los gemidos de aquella fiebre que casi era locura y alcanzaba lo sublime de lo terrible.
    Hoffmann se levantó, porque ya no sentía su corazón en el pecho; se puso a correr detrás de la carreta como los demás, sombra nueva añadida a esa procesión de espectros que hacían la última escolta de una favorita real.
    Al verle, madame Du Barry gritó:
    -¡La vida! ¡La vida!… doy toda mi hacienda a la nación. Señor, sálveme…
    «Oh», pensó el joven, «me ha hablado. Pobre mujer, cuyas miradas han valido tan caras, cuyas palabras no tenían precio: me ha hablado».
    Se detuvo. La carreta acababa de alcanzar la plaza de la Revolución. En la sombra espesada por la lluvia fría, Hoffmann no distinguía ya más que dos siluetas; una blanca, la de la víctima, la otra roja, la del cadalso.
    Vio a los verdugos arrastrar el vestido blanco por la escalera. Vio aquella forma atormentada arquearse en un movimiento de resistencia, luego, de pronto, en medio de sus horribles gritos, la pobre mujer perdió el equilibrio y cayó sobre la báscula.
    Hoffmann la oyó gritar: «Por favor, señor verdugo, un minuto más, señor verdugo…» Y eso fue todo, el cuchillo cayó despidiendo un relámpago amarillo.
    Hoffmann se dejó caer en la fosa que bordea la plaza.
    Era un hermoso cuadro para un artista que llegaba a Francia en busca de impresiones y de ideas.
    Dios acababa de mostrarle el castigo demasiado cruel de aquella que había contribuido a la pérdida de la monarquía.
    Aquella muerte cobarde de la Du Barry le pareció la absolución de la pobre mujer. Ella nunca había tenido orgullo, puesto que ni siquiera sabía morir. Saber morir, ¡ay!, en aquel tiempo esa fue la virtud suprema de los que jamás habían conocido el vicio.
    Hoffmann pensó aquel día que, si había ido a Francia para ver cosas extraordinarias, su viaje no había sido un fracaso.
    Luego, algo consolado por la filosofía de la historia, se dijo:
    -Queda el teatro, vayamos al teatro. Séque después de la actriz que acabo de ver, las de lapera o de la tragedia no me harán efecto, pero seré indulgente. No hay que pedir demasiado a unas mujeres que no mueren más que para reír. Pero, trataré de reconocer bien esa plaza para no volver a pasar por ella en mi vida.
    IX. «EL JUICIO DE PARIS»
    Hoffmann era el hombre de las transiciones bruscas. Después de la plaza de la Revolución y el pueblo tumultuoso agrupado alrededor del cadalso, del cielo sombrío y la sangre, le faltaba el resplandor de los lustros, la multitud risueña, las flores, la vida en una palabra. No estaba muy seguro de que el espectáculo al que había asistido se borraría de su pensamiento por ese medio, pero al menos quería dar una distracción a sus ojos y probarse que todavía había en el mundo personas que vivían y que reían.
    Se encaminó, pues, hacia la ópera; pero llegó a ella sin saber cómo había llegado. Su determinación había ido por delante de él, y la había seguido como un ciego sigue a su perro, mientras que su espíritu viajaba en dirección opuesta, a través de impresiones completamente contrarias.
    Lo mismo que en la plaza de la Revolución, había gente en el bulevar en que se encontraba en esa época el teatro de la ópera, donde hoy se encuentra el teatro de la Porte Saint-Martin.
    Hoffmann se detuvo ante aquella multitud y miró el cartel.
    Presentaban El juicio de Paris, ballet-pantomima en tres actos, del señor Gardel, hijo del maestro de danza de María Antonieta, y que más tarde se convirtió en maestro de los ballets del emperador.
    -El juicio de Paris -murmuró el poeta mirando fijamente el cartel como para grabar en el espíritu, con la ayuda de los ojos y del oído, la significación de aquellas palabras. ¡El juicio de Paris!
    Y por más que repitiera las sílabas que componían el título del ballet, le parecían vacías de sentido: a su pensamiento le costaba trabajo rechazar los terribles recuerdos que lo llenaban, para dar cabida a la obra tomada en préstamo por el señor Gardel hijo a la Ilíada de Homero.
    ¡Qué extraña época aquella en que en un mismo día se podía condenar por la mañana, ver la ejecución a las cuatro de la tarde, ver bailar por la noche, y donde se corría el riesgo de ser detenido al volver a casa después de todas esas emociones!
    Hoffmann comprendió que si otra persona no le decía lo que se representaba, no llegaría a saberlo, y tal vez se volviera loco ante aquel cartel.
    Se acercó, pues, a un señor gordo que hacía cola con su mujer, porque desde siempre los señores gordos han tenido la manía de hacer cola con su mujer, y le dijo:
    -Señor, ¿qué representan esta noche?
    -Ya lo ve en el cartel, señor -respondió el hombre gordo-; representan El juicio de Paris.
    -El juicio de Paris… -repitió Hoffmann-. ¡Ah, sí! El juicio de Paris, sé lo que es.
    El señor gordo miró al extraño que le preguntaba, se encogió de hombros con aire del mayor de los desprecios por aquel joven que, en ese tiempo completamente mitológico, había podido olvidar por un instante lo que era el juicio de Paris.
    -¿Quiere la explicación del ballet, ciudadano? -dijo un vendedor de libretos acercándose a Hoffmann. -Sí, déme uno.
    Para nuestro héroe era una prueba más de que iba al espectáculo, y la necesitaba.
    Abrió el libreto y lo leyó.
    El libreto estaba impreso con mucha coquetería sobre hermoso papel blanco, enriquecido con unas palabras del autor.
    -¡Qué cosa tan maravillosa es el hombre! -pensó Hoffmann, mirando las escasas líneas de aquel prólogo, líneas que todavía no había leído, pero que iba a leer-, y cómo, al tiempo que forma parte de la masa común de los hombres, camina solo, egoísta e indiferente, por el camino de sus intereses y sus ambiciones. Así, aquí tenemos a un hombre, al señor Gardel hijo, que ha estrenado este ballet el 5 de marzo de 1793, es decir, seis semanas después de la muerte del rey, es decir, seis semanas después de uno de los mayores acontecimientos del mundo; pues bien, el día en que este ballet fue estrenado, sintió emociones particulares dentro de las emociones generales; el corazón le latió cuando aplaudieron; y si en ese momento hubieran ido a hablarle de ese acontecimiento que todavía sacudía al mundo, y le hubieran nombrado al rey Luis XVI, habría exclamado: Luis XVI, ¿de quién me está hablando? Luego, como si a partir del día en que ofreció su ballet al público, la tierra entera no hubiera tenido que preocuparse de otra cosa que de este acontecimiento coreográfico, había escrito unas palabras para explicar su pantomima. Pues bien, leamos este prólogo, y veamos si, ocultando la fecha del día en que fue escrito, encuentro el rastro de las cosas en medio de las cuales vio la luz.
    Hoffmann se acodó en la balaustrada del teatro, y leyó lo siguiente:
    «Siempre he observado en los ballets de acción que los efectos de los decorados y las diversiones variadas y agradables eran lo que más atraía a la multitud y lo que merecía los mayores aplausos.»
    -Hay que confesar que es un hombre que ha hecho una observación curiosa-pensó Hoffmann, sin poder dejar de sonreír al leer esta primera ingenuidad-. ¡Vaya! Ha observado que lo que atrae en los ballets son los efectos del decorado y las diversiones variadas y agradables. ¡Qué cortesía tan grande para los señores Haydn, Pleyel y Méhul, que han escrito la música del Juicio de Paris! Sigamos.
    «Según esta observación, busqué un tema que pudiera servir para poner de relieve los grandes talentos que la ópera de París es la única que posee en danza, y que me permitiese ampliar las ideas que el azar pudiera ofrecerme. La Historia poética es el terreno inagotable que el maestro de ballet debe cultivar; ese terreno no carece de espinas; pero hay que saber apartarlas para coger la rosa.»
    -¡Ah, qué bonita frase para enmarcar en oro! -exclamó Hoffmann-. Sólo en Francia pueden escribirse cosas así.
    Y se puso a mirar el libreto, disponiéndose a continuar aquella interesante lectura que comenzaba a divertirle; pero su espíritu, apartado de su verdadera preocupación, se imponía poco a poco; los caracteres se borraron bajo los ojos del soñador, dejó caer la mano que sostenía El juicio de Paris, clavó los ojos en el suelo y murmuró:
    -¡Pobre mujer!
    Era la sombra de madame Du Barry que pasaba una vez más por el recuerdo del joven.
    Entonces sacudió la cabeza como para expulsar violentamente las sombrías realidades y, metiendo en su bolso el libreto del señor Gardel hijo, compró una localidad y entró en el teatro.
    La sala estaba llena e inundada de flores, de pedrerías, de seda y de hombros desnudos. Un inmenso zumbido, zumbido de mujeres perfumadas, de palabras frívolas, semejante al ruido que harían un millar de moscas volando en una caja de papel, lleno de esas palabras que dejan en el espíritu la misma huella que las alas de las mariposas en los dedos de los niños que las cogen y que, dos minutos después, sin saber qué hacer con ellas, alzan las manos en el aire y les devuelven la libertad.
    Hoffmann ocupó una localidad en el patio de butacas y, dominado por la atmósfera ardiente de la sala, llegó a creer por un instante que estaba allí desde la mañana, y que aquel sombrío fallecimiento que miraba sin cesar su mente era una pesadilla y no una realidad. Entonces su memoria, que, como la memoria de todos los hombres, tenía dos vidrios refrescantes, uno en el corazón, otro en el espíritu, se volvió de forma insensible y por la gradación natural de impresiones joviales, hacia la dulce joven que había dejado en su tierra, y cuyo medallón sentía latir, como otro corazón, contra los latidos del suyo. Miró a todas las mujeres que le rodeaban, todos aquellos blancos hombros, todos aquellos cabellos rubios y castaños, todos aquellos brazos ágiles, todas aquellas manos que jugaban con los abanicos o se ajustaban coquetamente las flores del tocado, y sonrió para sus adentros pronunciando el nombre de Antonia, como si ese nombre hubiera bastado para hacer desaparecer toda la comparación entre la que él llevaba y las mujeres que se encontraban allí, y para transportarle a un mundo de recuerdos mil veces más encantadores que todas aquellas realidades, por bellas que fuesen. Luego, como si no hubiera temido que el retrato, que a través de la distancia le hacía su pensamiento, se borrase en su mente, en la que se le aparecía, Hoffmann metió suavemente la mano en su pecho, cogió el medallón como una niña tímida coge un pájaro en un nido, y después de asegurarse de que nadie podía verle y empañar con una mirada la dulce imagen que cogía en su mano, levantó suavemente el retrato de la joven, lo puso a la altura de sus ojos, lo adoró un instante con la mirada, luego, después de haberlo depositado piadosamente sobre sus labios, lo ocultó de nuevo muy cerca de su corazón sin que nadie pudiera adivinar la alegría que acababa de sentir, haciendo el movimiento de un hombre que mete la mano en su chaleco, aquel joven espectador de cabellos negros y tez pálida.
    En este momento daban la señal de comienzo, y las primeras notas de la obertura comenzaron a correr alegremente entre la orquesta, como pinzones charlatanes en un bosquete.
    Hoffmann se sentó y, tratando de volverse un hombre como todo el mundo, es decir, un espectador atento, abrió sus oídos a la música.
    Pero al cabo de cinco minutos ya no escuchaba y ya no quería oír: la atención de Hoffmann no se concentraba en aquella música, sobre todo porque la oía dos veces, dado que un vecino, habitual sin duda de la ópera, y admirador de los señores Haydn, Pleyel y Méhul, acompañaba en un semitono de falsete, y con una exactitud perfecta, las diferentes melodías de aquellos señores. El dilettante unió a ese
    acompañamiento de la boca otro acompañamiento de los dedos, marcando el compás, con deliciosa destreza, con sus uñas largas y afiladas sobre la tabaquera que sostenía en su mano izquierda.
    Hoffmann, con ese hábito de curiosidad que es, naturalmente, la primera cualidad de todos los observadores, se puso a examinar al personaje que se convertía en una orquesta particular injertada sobre la orquesta general.
    Y en verdad que el personaje merecía el examen. Imagínense ustedes un hombrecito de frac, chaleco y pantalones negros, camisa y corbata blanca, pero de un blanco más que blanco, casi tan fatigoso para los ojos como el reflejo argentado de la nieve. Pongan en la mitad de las manos del hombrecillo, unas manos magras, transparentes como la cera y destacándose sobre los pantalones negros como si estuvieran iluminadas por dentro, pongan unos puños de fina batista, plisados con el mayor cuidado, y flexibles como hojas de lis, y tendrán el conjunto del cuerpo. Miren ahora la cabeza, mírenla como lo hacía Hoffmann, es decir, con una curiosidad mezclada a sorpresa. Figúrense una cara con forma de óvalo, de frente pulida como el marfil, de cabellos escasos y amarillos que crecían de trecho en trecho como matas de matojos en una llanura. Supriman las cejas, y debajo del sitio en que deberían estar, hagan dos agujeros, en los que deberán poner un ojo frío como el cristal, casi siempre fijo, y que se creería inanimado porque en vano podría buscarse en ellos el punto luminoso que Dios ha puesto en los ojos como una chispa del hogar de la vida. Esos ojos son azules como el zafiro, sin dulzura, sin dureza. Ven, es cierto, pero no miran. Una nariz seca, delgada, larga y puntiaguda, una boca pequeña, de labios entreabiertos sobre unos dientes nada blancos, sino del mismo color de cera que la piel, como sí hubieran recibido una ligera infiltración de sangre pálida y se hubiesen coloreado con ella, un mentón puntiagudo, rasurado con el mayor de los cuidados, pómulos salientes, mejillas ahondadas, cada una, por una cavidad capaz de contener una nuez: tales eran los rasgos característicos del espectador vecino de Hoffmann.Aquel hombre lo mismo podía tener cincuenta años que treinta. Si hubiera tenido ochenta todo eso no habría sido extraordinario; si hubiera tenido sólo doce tampoco habría sido muy inverosímil. Parecía que había debido venir al mundo tal como era. Indudablemente no había sido joven jamás, y era posible que pareciese más viejo.
    Era probable que al tocar su piel se experimentase la misma sensación de frío que al tocar la piel de una serpiente o de un muerto.
    Pero le gustaba la música.
    De vez en cuando su boca se apartaba un poco más, bajo una presión de voluptuosidad melófila, y tres pequeños pliegues, idénticamente iguales a cada lado, describían un semicírculo en la extremidad de sus labios; quedaban allí impresos durante cinco minutos, luego se borraban gradualmente como los círculos que hace una piedra que cae al agua y que van ampliándose hasta que se confunden por completo con la superficie.
    Hoffmann no dejaba de mirar a aquel hombre, que se sentía examinado, pero que no se movía por ello. Su inmovilidad era tal que nuestro poeta, que ya en esa época tenía el germen de la imaginación que debía dar a luz a Coppélius, apoyó sus dos manos sobre el respaldo de la butaca que estaba delante de él, inclinó su cuerpo hacia adelante, y, volviendo la cabeza a la derecha, trató de ver de frente a aquel que aún no había visto más que de perfil.
    El hombrecito miró a Hoffmann sin sorpresa, le sonrió, le hizo un pequeño saludo amistoso, y continuó con los ojos clavados sobre el mismo punto, punto invisible para quien no fuera él, y acompañando a la orquesta.
    -¡Es extraño! -dijo Hoffmann volviendo a sentarse-, hubiera jurado que no vivía.
    Y como si, aunque hubiera visto moverse la cabeza de su vecino, el joven no hubiera estado completamente convencido de que el resto del cuerpo estaba animado, puso de nuevo los ojos sobre las manos de aquel personaje. Entonces hubo algo que le sorprendió: en la tabaquera sobre la que jugaban las dos manos, una tabaquera de ébano, brillaba una pequeña cabeza de muerto en diamantes.
    Todo debía adoptar aquel día tintes fantásticos a ojos de Hoffmann; pero estaba resuelto a llegar hasta el final, e inclinándose hacia abajo como se había inclinado hacia adelante, puso sus ojos sobre aquella tabaquera hasta el punto de que sus labios tocaban casi las manos del que la tenía.
    El hombre así examinado, viendo que su tabaquera era objeto de tan gran interés para su vecino, se la pasó en silencio, a fin de que pudiera mirarla a gusto.
    Hoffmann la cogió, le dio mil vueltas en sus manos, y por fin la abrió.
    ¡Dentro había tabaco!

  6. X. ARSÈNE
    Después de haber examinado la tabaquera con la mayor atención, Hoffmann se la devolvió a su propietario dándole las gracias con una señal silenciosa de cabeza, a la que el propietario respondió con una señal igual de cortés, pero más silenciosa todavía si es posible.
    «Ahora veamos si habla», se dijo Hoffmann, y, volviéndose hacia su vecino, le dijo:
    -Le ruego que perdone mi indiscreción, señor, pero esa pequeña cabeza de muerto en diamantes que adorna su tabaquera me había sorprendido mucho al principio, porque es un adorno raro en un caja de tabaco.
    -En efecto, creo que es la única que se ha hecho así -replicó el desconocido con una voz metálica, cuyos sonidos imitaban bastante el ruido de las monedas de plata cuando se las amontona unas sobre otras-; me viene de los herederos reconocidos a cuyo padre cuidé.
    -¿Es usted médico? -Sí, señor.
    -¿Y curó usted al padre de esos jóvenes?
    Al contrario, señor, tuvimos la desgracia de perderle.
    -Me explico su agradecimiento.
    El médico se echó a reír.
    Sus respuestas no le impedían seguir tarareando y mientras tarareaba continuó:
    -Sí, creo que maté al viejo. -¿Cómo que lo mató?
    -Ensayé en él un remedio nuevo. ¡Dios mío, al cabo de una hora estaba muerto! Realmente muy extraño.
    Y volvió a canturrear.
    -Parece que le gusta la música -comentó Hoffmann.
    -Ésta, sobre todo; sí, señor.
    «Diablos», pensó Hoffmann, «he aquí un hombre que se equivoca tanto en música como en medicina». En ese momento se alzó el telón.
    El extraño doctor tragó una pizca de tabaco y se instaló con la mayor comodidad posible en su butaca, como hombre que no quiere perderse el espectáculo al que va a asistir.
    Sin embargo, como si estuviera reflexionando, le dijo a Hoffmann:
    -¿Es usted alemán, señor? -Lo soy.
    -Lo he notado enseguida por su acento. Hermoso país, y mal acento.
    Hoffmann se inclinó ante esta frase que era a medias un cumplido y a medias una crítica.
    -¿Y a qué ha venido a Francia? A ver.
    -¿Y qué es lo que ha visto? -He visto guillotinar, señor. -¿Estaba usted hoy en la plaza de la Revolución? Allí estaba.
    -Entonces, ¿ha asistido a la muerte de la señora Du Barry?
    -Sí -dijo Hoffmann con un suspiro.
    -Yo la conocí mucho -continuó el doctor con una mirada confidencial, y que lanzaba la palabra conocí hasta el final de su significado-. Palabra que era una mujer hermosa.
    -¿También la cuidó usted?
    -No, pero cuidé a su Negro Zamora.
    -¡El miserable! -Me han dicho que fue él quien denunció a su ama.
    -En efecto, ese negrito era muy patriota. -Habría debido hacer con él lo que hizo con el viejo, ya sabe, el viejo de la tabaquera.
    -¿Para qué? Ése no tenía herederos. Y la risa del doctor volvió a oírse.
    -Y usted, señor, ¿no ha asistido a esa ejecución? -continuó Hoffmann, que se sentía dominado por una irresistible necesidad de hablar de la pobre criatura cuya imagen ensangrentada le perseguía.
    -No. ¿Había adelgazado? ¿Quién?
    -La condesa.
    -No puedo decírselo, señor. -¿Por qué no?
    -Porque la primera vez que la he visto ha sido sobre la carreta.
    -Tanto peor. Me habría gustado saberlo porque yo la conocí muy gorda; pero mañana iré a ver su cuerpo. ¡Ah, mire, mire eso!
    Y al mismo tiempo el médico señalaba el escenario donde, en ese momento, el señor Vestris, que interpretaba el papel de París, aparecía sobre el monte Ida y hacía toda clase de galanteos con la ninfa Enone.
    Hoffmann miró lo que su vecino le mostraba; pero después de haberse asegurado que aquel médico sombrío estaba realmente atento a la escena, y que lo que acababa de oír y decir no había dejado ninguna huella en su ánimo, Hoffmann se dijo:
    «Sería curioso ver llorar a este hombre.» -¿Conoce el tema de la pieza? -continuó el doctor, tras un silencio de algunos minutos.
    -No, señor.
    -¡Es muy interesante! Hay inclusive situaciones conmovedoras. A uno de mis amigos y a mí se nos saltaron las lágrimas en otra representación.
    -Uno de sus amigos -murmuró el poeta-; quién podrá ser amigo de este hombre. Debe ser un enterrador.
    -¡Ah, bravo, bravo, Vestris! -chilló el hombrecito palmoteando.
    El médico había elegido, para manifestar su admiración, el momento en que Paris, como decía el libreto que Hoffmann había comprado en la puerta, lanza su jabalina y vuela en ayuda de los pastores que huyen espantados ante un león terrible.
    -No soy curioso, pero me habría gustado ver al león.
    Así concluía el primer acto.
    Entonces el doctor se levantó, se volvió, se pegó a la butaca situada delante de la suya y, sustituyendo la tabaquera por un pequeño monóculo, comenzó a mirar a las mujeres que había en la sala.
    Hoffmann seguía maquinalmente la dirección de los anteojos y observaba con asombro que la persona sobre la que se fijaba se estremecía al instante y volvía inmediatamente los ojos hacia quien la miraba, y esto como si se viera forzada a ello por una fuerza invisible.
    Mantenía esta posición hasta que el doctor cesaba de – mirarla.
    -¿También esos gemelos le vienen de algún heredero, señor? -preguntó Hoffmann.
    -No, me vienen del señor de Voltaire, -¿También le conoció?
    -Mucho, estábamos muy relacionados. -¿Era usted su médico?
    -Él no creía en la medicina. Cierto que no creía en gran cosa.
    -¿Es cierto que murió confesándose?
    -Señor, ¿él, Arouet? ¡Vamos, hombre! No sólo no se confesó sino que recibió al cura que había ido a asistirle de bonita manera. Puedo hablarle con conocimiento de causa, yo estaba allí.
    -¿Qué pasó?
    -Arouet iba a morir; Tersac, su párroco, llega y le dice ante todo, como hombre que no tiene tiempo que perder: «Señor, reconozca la trinidad de Jesucristo.»
    »-Señor, déjeme morir tranquilo, por favor -le responde Voltaire.
    »-Sin embargo, señor -continuó Tersac-, es importante que yo sepa si usted reconoce a Jesucristo como hijo de Dios.
    »-En nombre del diablo -exclama Voltaire-. No me hable más de ese hombre -y reuniendo la poca fuerza que le quedaba, le larga un puñetazo a la cabeza del cura, y muere. ¡Cuánto me reí, Dios mío, cuánto me reí!»
    -En efecto, era risible -dijo Hoffmann con una voz despectiva-, y es así como debía morir el autor de La Pucelle.
    -Ah, sí, la Pucelle -exclamó el hombre de negro-. ¡Qué obra maestra, señor, qué cosa tan admirable! Sólo conozco un libro que pueda rivalizar con ése. -¿Cuál?
    Justine, del señor de Sade; ¿conoce usted Justine? -No, señor.
    -¿Y al marqués de Sade? -Tampoco.
    -Pues mire, señor -continuó el doctor con entusiasmo-, Justine es lo más inmoral que se puede leer, es Crebillon hijo al desnudo, completamente desnudo, es maravilloso. Cuidé a una joven que lo había leído.
    -¿Y murió como el viejo?
    -Sí, señor, pero murió muy feliz.
    Y la mirada del médico centelleó de placer al recordar las causas de esa muerte.
    Se dio la señal para el segundo acto. Hoffmann no se molestó por ello, su vecino le espantaba.
    Ah dijo el doctor sentándose y con una sonrisa de satisfacción-, vamos a ver a Arsène.
    -¿Quién es Arsène? -¿No la conoce? -No, señor.
    -Entonces usted no conoce nada, joven. Arsène es Arsène, y eso es decir todo; ahora verá.
    Y antes de que la orquesta hubiera dado una nota, el médico había empezado a tararear la introducción del segundo acto.
    Se alzó el telón.
    La escena representaba una cuna de flores y verdor, que atravesaba un riachuelo que nacía al pie de una roca.
    Hoffmann dejó caer la cabeza entre las manos.
    Decididamente, lo que veía y lo que no oía no conseguía distraerle del doloroso pensamiento y del lúgubre recuerdo que le habían llevado a donde estaba.
    «¿Qué hubiera cambiado», pensó volviendo a adentrarse bruscamente en las impresiones de la jornada, «qué hubiera cambiado en el mundo si hubieran dejado vivir a esa desventurada mujer? ¿Qué mal habría hecho si ese corazón continúa latiendo y esa boca respirando? ¿Qué desgracia habría ocurrido? ¿Por qué interrumpir bruscamente todo eso? ¿Con qué derecho detener la vida en la mitad de su impulso? Estaría bien en medio de todas estas mujeres mientras que en este momento su pobre cuerpo, el cuerpo que fue amado por un rey, yace en el barro de un cementerio, sin flores, sin cruz, sin cabeza. ¡Cómo gritaba, Dios mío, cómo gritaba! Luego, de pronto…»
    Hoffmann ocultó la frente entre las manos. «¿Qué estoy haciendo aquí?», se dijo. «Voy a irme». Y en efecto, tal vez iba a irse cuando alzando la cabeza vio sobre el escenario una bailarina que no había aparecido en el primer acto, y que la sala entera miraba bailar sin hacer un movimiento, sin exhalar el aliento.
    -¡Qué mujer tan hermosa! -exclamó Hoffmann lo bastante alto para que sus vecinos y la bailarina misma le oyesen.
    La que había despertado aquella admiración súbita miró al joven que había lanzado esta exclamación a pesar suyo, y Hoffmann creyó que le daba las gracias con la mirada.
    Se ruborizó y se estremeció como si le hubiera tocado una chispa eléctrica.
    Arsène, porque era ella, es decir, aquella bailarina cuyo nombre había pronunciado el viejo, Ársène era realmente una criatura muy admirable, y de una belleza que nada tenía que ver con la belleza tradicional.
    Era alta y estaba admirablemente formada; era de una palidez transparente bajo el color rojo que cubría sus mejillas. Sus pies eran muy pequeños, y cuando caía sobre el piso del teatro se hubiera dicho que la punta de su pie reposaba sobre una nube, porque ya no se oía el más ligero ruido. Su talle era tan delgado, tan flexible, que una culebra no se hubiera vuelto sobre sí misma como lo hacía aquella mujer. Cada vez que al arquearse se inclinaba hacia atrás, podía creerse que su corsé estaba a punto de estallar, y en la energía de su baile y en la seguridad de su cuerpo se adivinaba tanto la certeza de una belleza completa como esa naturaleza ardiente que, como la de la Mesalina antigua, puede a veces agotarse, pero nunca saciarse. No sonreía como sonríen ordinariamente las bailarinas, sus labios de púrpura no se entreabrían casi nunca, no porque tuviesen unos dientes feos que ocultar, no, sino porque en la sonrisa que había dirigido a Hoffmann cuando éste la había admirado tan ingenuamente en voz alta, nuestro poeta había podido ver una doble hilera de perlas tan blancas y tan puras que sin duda las ocultaba detrás de sus labios para que el aire no las apagase. En sus cabellos negros y relucientes, con reflejos azules, se enrollaban largas hojas de acanto, y colgaban uvas de vid cuya sombra corría por sus hombros desnudos. En cuanto a los ojos, negros, brillaban hasta el punto de iluminar todo lo que había a su alrededor, aunque hubiera danzado en medio de la oscuridad. Arsène habría iluminado el lugar en que hubiera bailado. Lo que se añadía a la originalidad de aquella joven es que, sin razón ninguna, llevaba en aquel papel de ninfa, porque gozaba o, mas bien, danzaba una ninfa, llevaba, digámoslo, un pequeño collar de terciopelo negro, cerrado por un broche, o al menos por un objeto que parecía tener la forma de broche y que, hecho de diamantes, lanzaba destellos deslumbrantes.
    El médico miraba embobado a aquella mujer, y su alma, el alma que pudiera tener, parecía suspendida del vuelo de la joven. Era completamente evidente que, mientras ella bailaba, él no respiraba.
    Entonces Hoffmann pudo observar una cosa curiosa; ya fuese ella hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia adelante o hacia atrás, los ojos de Arsène nunca dejaban la línea de los ojos del doctor y entre las dos miradas se había establecido una correlación visible. Es más, Hoffmann veía con toda claridad los rayos que lanzaba el broche del collar de Arsène, y los que lanzaba la cabeza de muerto del doctor, encontrarse a mitad de camino en una línea recta, chocar, rechazarse y brotar en un mismo haz hecho de miles de chispas blancas, rojas y doradas.
    -¿Quiere prestarme sus gemelos, señor? -dijo Hoffmann ansioso y sin apartar la cabeza, porque también a él le resultaba imposible dejar de mirar a Arsène.
    El doctor tendió la mano hacia Hoffmann sin hacer el menor movimiento de cabeza, hasta el punto de que las manos de los dos espectadores se buscaron algunos instantes en el vacío antes de encontrarse.
    Hoffmann cogió por fin los gemelos y se los llevó a los ojos.
    -Es extraño -murmuró.
    -¿Qué le parece extraño? -preguntó el doctor. -Nada, nada -continuó Hoffmann, que quería prestar toda su atención a lo que veía; en realidad lo que estaba viendo era extraño.
    Los gemelos acercaban de tal forma los objetos a sus ojos que en dos o tres ocasiones, Hoffmann extendió la mano creyendo coger a Arsène, que no parecía estar ya al final del cristal que la reflejaba, sino entre los dos cristales de los gemelos. Nuestro alemán no perdía, pues, ningún detalle de la belleza de la bailarina, y sus miradas, ya tan brillantes de lejos, rodeaban su frente de un círculo de fuego y hacían hervir la sangre en las venas de sus sienes.
    El alma del joven hacía un ruido espantoso en su cuerpo.
    -¿Quién es esa mujer? -dijo con voz débil sin apartar los gemelos y sin moverse.
    -Es Arsène, ya se lo he dicho -replicó el doctor, cuyos labios eran lo único que parecía vivo y cuya mirada inmóvil estaba clavada en la bailarina.
    -¿Tiene un amante esa mujer? -Sí.
    -¿Al que ama? -Eso dicen. -¿Y es rico? -Riquísimo. -¿Quién es? -Mire a la izquierda, en el palco del primer piso. -No puedo girar la cabeza.
    -Haga un esfuerzo.
    Hoffmann hizo un esfuerzo tan doloroso que lanzó un grito, como si los nervios de su cuello se hubieran vuelto de mármol y se hubieran roto en ese momento. Miró al palco indicado.
    En aquel palco sólo había un hombre, pero aquel hombre, echado como un león sobre la balaustrada de terciopelo, parecía llenar él solo el escenario.
    Era un hombre de treinta y dos o treinta y tres años, de rostro trabajado por las pasiones; se hubiera dicho que no era la viruela, sino la erupción de un volcán, la que había ahondado los valles cuyas profundidades se entrecruzaban sobre aquella carne totalmente alterada; sus ojos debían haber sido pequeños, pero se habían abierto por una especie de desgarramiento del alma; unas veces átonos y vacíos como un cráter apagado, otras despedían llamas como un cráter encendido. No aplaudía acercando sus manos una a otra, aplaudía golpeando la balaustrada, y, a cada aplauso, parecía conmocionar la sala.
    -¡Oh! -dijo Hoffmann-, ¿es un hombre lo que veo?
    -Sí, sí, es un hombre -respondió el hombrecito negro-; sí, es un hombre, y un hombre orgulloso incluso.
    -¿Cómo se llama? -¿No lo conoce? -No, yo llegué ayer. -Pues bien, es Danton.
    -¡Danton! -exclamó Hoffmann estremeciéndose-. Oh, oh, y ¿es el amante de Arsène?
    -Es su amante.
    -Y sin duda la ama.
    -Hasta la locura. Y es de unos celos feroces.
    Pero por interesante que fuera Danton, Hoffmann había vuelto ya lo ojos sobre Arsène, cuya danza silenciosa tenía una apariencia fantástica.
    -Una información más, señor. -Diga.
    -¿Qué forma tiene el broche que cierra su collar? -Es una guillotina.
    -¿Una guillotina?
    -Sí, las hacen muy bonitas, y todas nuestras elegantes llevan una por lo menos. La que lleva Arsène se la dio Danton.
    -¡Una guillotina, una guillotina en el cuello de una bailarina! -repitió Hoffmann, que sentía que su cerebro se hinchaba-; una guillotina, ¿y para qué?
    Y nuestro alemán, al que habrían podido tomar por un loco, estiraba los brazos hacia adelante como para coger un cuerpo, porque, por un extraño efecto de óptica, la distancia que le separaba de Arsène desaparecía por momentos, y le parecía sentir el aliento de la bailarina sobre su frente, y oír la ardiente respiración de aquel pecho, cuyos senos, a medias desnudos, se alzaban como bajo un abrazo de placer. Hoffmann se hallaba en ese estado de exaltación en que se cree respirar fuego, y en que se teme que los sentidos hagan estallar el cuerpo.
    -¡Basta! ¡Basta! -decía.
    Pero la danza continuaba, y la alucinación era tal que, confundiendo sus dos impresiones más fuertes de la jornada, el espíritu de Hoffmann mezclaba a esta escena el recuerdo de la plaza de la Revolución, y tan pronto creía ver a la señora Du Barry, pálida y con la cabeza cortada, bailar en lugar de Arsène, como veía a Arsène llegar danzando hasta el pie de la guillotina y hasta las manos del verdugo.
    En la imaginación exaltada del joven se producía una mezcla de flores y de sangre, de danza y de agonía, de vida y de muerte.

    Pero lo que dominaba todo aquello era la atracción eléctrica que le impulsaba hacia aquella mujer. Cada vez que aquellas dos finas piernas pasaban ante sus ojos, cada vez que aquella falda transparente se alzaba un poco más, un estremecimiento recorría todo su cuerpo, sus labios se secaban, su aliento ardía, y el deseo entraba en él como entra en un hombre de veinte años.
    En ese estado, Hoffmann no tenía más que un refugio, era el retrato de Antonia, era el medallón que llevaba sobre su pecho, era el amor para oponerse al amor sensual; tenía que poner la fuerza del casto recuerdo frente a la exigente realidad.
    Cogió aquel retrato y lo llevó a sus labios; pero apenas había hecho ese movimiento cuando oyó la risa aguda y burlona de su vecino que le miraba con un aire irónico.
    -¡Déjeme salir -exclamó-, déjeme salir! No podría permanecer aquí más tiempo.
    Y como un loco, dejó el patio de butacas caminando de puntillas, chocando con las piernas de los tranquilos espectadores, que maldecían a aquel original a quien se le había ocurrido la fantasía de salir en medio de un ballet.
    XI. LA SEGUNDA REPRESENTACIÓN DEL «JUICIO DE PARIS»
    Pero el impulso de Hoffmann no le llevó muy lejos. Se detuvo en la esquina de la calle de Saint-Martin. Su pecho jadeaba, su frente nadaba en sudor.
    Se pasó la mano izquierda por la frente, apoyó su mano derecha en el pecho y respiró.
    En aquel momento le tocaron en el hombro. Se estremeció.
    -¡Ah, es él! -dijo una voz.
    Se volvió y dejó escapar un grito. Era su amigo Zacharías Werner. Los dos jóvenes se lanzaron uno en brazos del otro. Luego se cruzaron estas dos preguntas.
    -¿Qué hacías ahí? -¿Dónde vas?
    -Llegué ayer -dijo Hoffmann-, he visto guillotinar a la señora Du Barry, y para distraerme he venido a la ópera.
    -Yo llegué hace seis meses, y desde hace cinco veo guillotinar todos los días veinte o veinticinco personas, y para distraerme voy al juego.
    _¡Ah!
    -¿Vienes conmigo? -No, gracias.
    -Haces mal, estoy en una buena racha; con tu suerte habitual harías fortuna. Debes aburrirte horriblemente en la ópera, tú que estás acostumbrado a la verdadera música; ven conmigo, te la haré oír. -¿Música?
    -Sí, la del oro; sin contar con que allí donde voy están reunidos todos los placeres: mujeres encantadoras, cenas deliciosas, un juego feroz.
    -Gracias, amigo mío, pero es imposible; he prometido, aún más, he jurado.
    -¿A quién? A Antonia. -¿La viste entonces?
    -La amo, amigo mío, la adoro.
    -¡Ah, comprendo! Y eso es lo que te ha retrasado, ¿y le has jurado?…
    -Le he jurado no jugar y… Hoffmann vaciló.
    -¿Y qué más?
    -Y serle fiel -balbuceó.
    -Entonces no puedes venir al ciento trece. -¿Qué es el ciento trece?
    -Es la casa de que te hablaba hace un momento; pero como yo no he jurado, sí voy. Adiós, Teodoro. Adiós, Zacharías.
    Y Werner se alejó mientras Hoffmann permanecía clavado en su sitio.
    Cuando Werner estuvo a cien pasos, Hoffmann recordó que había olvidado pedirle a Zacharías sus señas, y que la única dirección que Zacharías le había dado era la de la casa de juego.
    Pero aquella dirección estaba escrita en el cerebro de Hoffmann como en la puerta de la casa fatal, en números de fuego.
    Sin embargo, lo que acababa de ocurrir había calmado un poco los remordimientos de Hoffmann. La naturaleza humana está hecha así, siempre indulgente consigo, dado que su indulgencia es el egoísmo.
    Acababa de sacrificar el juego a Antonia, y se creía libre de su juramento: olvidando que era porque estaba totalmente dispuesto a faltar a la mitad más importante de ese juramento por lo que estaba clavado en el cruce del bulevar y de la calle Saint-Martin.
    Pero ya lo he dicho, su resistencia respecto a Werner le había dado indulgencia respecto a Arsène. Resolvió, pues, adoptar un término medio, y en lugar de volver a la sala de la ópera, acción a la que le impulsaba con todas sus fuerzas su demonio tentador, esperar a la puerta de actores para verla salir.
    Hoffmann conocía demasiado la topografía de los teatros para no encontrar pronto aquella puerta de actores. Vio en la calle de Bondy un largo corredor apenas iluminado, sucio y húmedo, por el que pasaban, como sombras, hombres de ropa sórdida, y comprendió que era por aquella puerta por la que entraban y salían los pobres mortales que el rojo, el blanco, el azul, la gasa, la seda y las lentejuelas transformaban en dioses y en diosas.
    Pasaba el tiempo, la noche caía, pero Hoffmann estaba tan agitado por aquella extraña aparición que tenía algo sobrenatural, que no experimentaba aquella sensación de frío que parecía perseguir a los transeúntes. En vano se condensaba en vapores casi palpables el aliento que salía de su boca, sus manos no dejaban de estar por ello menos ardientes ni su frente húmeda. Es más: recostado contra la pared, se había quedado inmóvil, con los ojos fijos en el corredor; de suerte que la nieve, que seguía cayendo en copos cada vez más espesos, cubría lentamente al joven hombre como con un sudario; y del joven estudiante tocado con su gorra y vestido con la levita alemana iba haciendo poco a poco una estatua de mármol. Por último, comenzaron a salir por aquel vomitorio los primeros liberados por el espectáculo, es decir, la guardia de la velada, luego los maquinistas, luego toda esa gente sin nombre que vive del teatro, luego los artistas masculinos, menos lentos para vestirse que las mujeres, luego las mujeres, luego, por fin, la bella bailarina, que Hoffmann reconoció no sólo por su rostro encantador, sino por ese ágil movimiento de caderas que sólo le pertenecía a ella, pero también por aquel pequeño collar de terciopelo que estrechaba su cuello y sobre el que resplandecía la extraña joya que el Terror acababa de poner de moda.
    Cuando apareció Ársène en el umbral de la puerta, Hoffmann apenas tuvo tiempo de hacer un movimiento: un coche se adelantó rápidamente, se abrió la portezuela, la joven se lanzó a él tan ligera como si saltase todavía sobre el teatro. Una sombra apareció a través de los cristales, que Hoffmann creyó reconocer como la del hombre del palco, sombra que recibió a la bella ninfa en sus brazos; luego, sin que ninguna voz tuviera de designar un destino al cochero, el coche se alejó al galope.
    Todo lo que acabamos de contar en quince o veinte líneas había pasado tan rápido como el rayo. Hoffmann lanzó una especie de grito viendo huir al coche, se despegó de la muralla, semejante a una estatua que se lanza de su nicho, y sacudiendo con un movimiento la nieve de que estaba cubierto, empezó a perseguir al coche.
    Pero era arrastrado por dos caballos demasiado poderosos para que el joven, por rápida que fuera su irreflexiva carrera, pudiera alcanzarlo.
    Mientras siguió el bulevar, todo fue bien; incluso mientras siguió la calle de Bourbon-Villeneuve, que acababa de ser desbautizada para tomar el nombre de Neuve Egalitè, todo fue también bien; pero, llegado a la plaza de las Victoires, convertida en la plaza de la Victoire Nationale, torció a la derecha, y desapareció de la vista de Hoffmann.
    Al no estar sostenida ni por el ruido ni por la vista, la carrera del joven se debilitó por un instante y se detuvo en la esquina de la calle Neuve-Eustache, se apoyó en la pared para tomar aliento, luego, no viendo ya nada, no oyendo ya nada, se orientó juzgando que era hora de regresar a casa.
    No fue cosa fácil para Hoffmann salir de aquel dédalo de calles que forman una red casi inextricable desde la punta Saint-Eustache hasta el muelle de la Ferraille. Finalmente, gracias a las numerosas patrullas que circulaban por las calles, gracias a su pasaporte en regla, gracias a la prueba de que no había llegado sino la víspera, prueba que el visado de la barrera le daba la facilidad de proporcionar, obtuvo de la milicia ciudadana informes tan precisos que consiguió llegar a su posada y encontrar su pequeño cuarto, donde se encerró solo en apariencia, pero, en realidad, con el recuerdo ardiente de lo que había pasado.
    A partir de ese momento, se vio dominado por dos visiones: una de ellas iba borrándose poco a poco, la otra adquiría cada vez mayor consistencia.
    La visión que se borraba era la figura pálida y desgreñada de la Du Barry, arrastrada de la Conciergerie a la carreta y de la carreta al cadalso.
    La visión que adquiría realidad era la figura animada y sonriente de la bella danzarina, saltando desde el fondo del teatro a la rampa y girando desde la rampa a uno y otro proscenio.
    Hoffmann hizo todos los esfuerzos que pudo para librarse de esta visión. Sacó sus pinceles de su maleta y pintó; sacó su violín de su funda y tocó el violín; pidió una pluma y tinta e hizo versos. Pero los versos que componía eran versos en alabanza de Arsène; la melodía que tocaba era la melodía con que ella se le había aparecido, y cuyas notas, al saltar la levantaban, como si hubieran tenido alas; finalmente, los esbozos que hacía eran su retrato con aquel mismo collar de terciopelo, extraño adorno fijado al cuello de Arsène por un broche tan extraño.
    Durante toda la noche, durante toda la jornada del día siguiente, durante toda la noche y toda la jornada de dos días después, Hoffmann no vio más que una cosa o, mejor dicho, más que dos cosas; por un lado, era la fantástica bailarina, y, por otro, el no menos fantástico doctor. Había entre aquellos dos seres una correlación tal que Hoffmann no comprendía al uno sin el otro. Por eso, durante esa alucinación que le presentaba a Arsène saltando en el teatro, no era la orquesta lo que rumoreaba en sus oídos; no, era el canturreo del doctor, era el tamborileo de sus dedos sobre la tabaquera de ébano; luego, de vez en cuando, un centelleo pasaba ante sus ojos, cegándole con las chispas que brotaban; era el doble rayo que salía de la tabaquera del doctor y del collar de la bailarina; era la atracción simpática de aquella guillotina de diamantes con aquella cabeza de muerto en diamantes; era, por último, la fijeza de los ojos del médico que parecían atraer y rechazar a voluntad a la encantadora danzarina, como el ojo de la serpiente atrae y rechaza al pájaro que fascina.
    Veinte, cien, mil veces se le había ocurrido a Hoffmann la idea de volver a la ópera; mientras la hora no llegaba, Hoffmann se había prometido no ceder a la tentación; además, esa tentación la había combatido de todas las maneras, recurriendo primero a su medallón, luego tratando de escribir a Antonia; pero el retrato de Antonia parecía haber adquirido un rostro tan triste que Hoffmann cerraba el medallón casi nada mas abrirlo; y las primeras letras de cada carta que comenzaba eran tan apuradas que había desgarrado diez cartas antes de estar en el primer tercio de la primera página.
    Por fin, los dos días pasaron; por fin, se acercó la apertura del teatro; por fin, sonaron las siete, y a esta séptima llamada, Hoffmann, raptado como a pesar suyo, descendió corriendo su escalera y se lanzó en dirección de la calle Saint-Martin.
    Esta vez, en menos de un cuarto de hora, sin tener necesidad de preguntar su camino a nadie, como si un guía invisible le mostrara el camino, en menos de diez minutos llegó a la puerta de la ópera.
    Pero, cosa singular, aquella puerta no estaba llena de espectadores como dos días antes, bien porque un incidente desconocido de Hoffmann hubiera vuelto el espectáculo menos atractivo, bien porque los espectadores estuvieran ya dentro del teatro.
    Hoffmann lanzó su escudo de seis libras a la taquillera, recibió su entrada y corrió a la sala.
    Pero el aspecto de la sala había cambiado mucho. Ante todo, sólo estaba llena a medias; luego, en vez de las mujeres encantadoras y los hombres elegantes que había esperado volver a ver, no vio más que hombres en casaquilla y en carmañola; nada de joyas, ni de flores, ni de senos desnudos subiendo y bajando bajo esa atmósfera voluptuosa de los teatros aristocráticos; gorros redondos y gorros rojos, todo adornado de enormes escarapelas nacionales; colores sombríos en los vestidos, una nube triste en las caras; luego, a ambos lados de la sala, dos bustos horribles, dos cabezas gesticulantes, una de la risa, otra del dolor, los bustos de Voltaire y de Marat.
    Por último, en el proscenio, un agujero apenas iluminado, una abertura sombría y vacía. Siempre la caverna, pero no el león.
    Había en la orquesta dos sitios vacíos uno al lado del otro. Hoffmann ocupó una de esas dos butacas, la misma de la víspera.
    La otra era la que había ocupado el doctor, pero, como hemos dicho, estaba vacía.
    Se representó el primer acto sin que Hoffmann prestara atención a la orquesta ni a los actores.
    Esa orquesta ya la conocía y la había apreciado en una primera audición.
    Aquellos actores le importaban poco, él no había ido a verlos, había ido para ver a Arsène.
    Se levantó el telón sobre el segundo acto, y comenzó el ballet. Toda la inteligencia, toda el alma, todo el corazón del joven estaban suspensos.
    Esperaba la entrada de Arsène.
    De pronto, Hofmann lanzó un grito.
    No era ya Arsène la que hacía el papel de Flora. La mujer que aparecía era una mujer extraña, una mujer como todas las mujeres.
    Todas las fibras de aquel cuerpo ansioso se distendieron; Hoffmann se derrumbó sobre sí mismo lanzando un largo suspiro, y miró a su alrededor.
    El hombrecito negro estaba en su sitio; pero no tenía ya sus bucles de diamantes, sus joyas de diamantes, su tabaquera con cabeza de muerto en diamantes.
    Sus hebillas eran de cobre, sus joyas de plata dorada, su tabaquera de plata mate.
    Ya no canturreaba, ya no llevaba el compás. ¿Cómo había llegado hasta allí? Hoffmann no lo sabía; no le había visto llegar, ni le había sentido pasar.
    -¡Oh, señor! -exclamó Hoffmann.
    -Llámeme ciudadano, joven amigo, e incluso tutéeme, si es posible -respondió el hombrecito negro-, o conseguirá que me corten la cabeza y también la suya.
    -Pero, ¿dónde está ella? -preguntó Hoffmann. -¡Ah! ¿Dónde está ella? Parece que su tigre, que no le quita los ojos de encima, se dio cuenta de que anteayer correspondió por señas a un joven del patio de butacas. Parece que el joven corrió después detrás del coche, de suerte que desde ayer ha roto el compromiso de Arsène, y Arsène ya no está en el teatro. -Y ¿cómo ha permitido el director…?
    -Mi joven amigo, el director quiere conservar su cabeza sobre los hombros, aunque sea una cabeza bastante horrenda; pero pretende que está acostumbrado a esa cabeza y que otra más hermosa quizá no se injertase bien.
    -¡Ay, Dios mío!, por eso está la sala tan triste -exclamó Hofmann-. Por eso ya no hay flores, ni diamantes, ni joyas; por eso no tiene usted sus hebillas de diamantes, ni sus joyas de diamantes, ni su tabaquera de diamantes. Por eso, en fin, a ambos lados de la escena, en lugar de los bustos de Apolo y Terpsícore, esos dos horribles bustos. ¡Puaf!
    -Pero, ¿qué dice? -preguntó el doctor-. ¿Dónde ha visto usted una sala como la que describe? ¿Me ha visto usted joyas en diamantes, tabaqueras de diamantes? ¿Dónde ha visto usted los bustos de Apolo y de Terpsícore? Pero si hace dos años que las flores ya no florecen, que los diamantes se han convertido en asignados, y que las joyas se han fundido sobre el altar de la patria. En cuanto a mí, a Dios gracias, no necesito más hebillas que estas hebillas de cobre, otras joyas que esta maldita joya de bermellón, ni otra tabaquera que esta pobre tabaquera de plata; en cuanto a los bustos de Apolo y de Terpsícore, estuvieron ahí antaño, pero los amigos de la humanidad llegaron a romper el busto de Apolo y lo sustituyeron por el del apóstol Voltaire; y los amigos del pueblo llegaron a romper el busto de Terpsícore y lo han reemplazado por el del dios Marat.
    -Oh -exclamó Hoffmann-, es imposible. Le digo que anteayer vi una sala perfumada de flores, resplandeciente de ricos trajes, chorreante de diamante, y de hombres elegantes en lugar de estas verduleras en casaquilla y de estos patanes de carmañola. Le digo que usted tenía hebillas de diamantes en sus zapatos, joyas de diamantes en sus dedos, una cabeza de muerto en diamantes en su tabaquera; le digo…
    Y yo, joven, le digo a mi vez -continuó el hombrecillo negro-, le digo que anteayer ella estaba ahí, le digo que su presencia iluminaba todo, le digo que su aliento hacía nacer las rosas, hacía relucir las joyas, hacía centellear los diamantes de su imaginación, le digo que usted la ama, joven, y que vio la sala a través del prisma de su amor. Arsène no está ahí, su corazón de usted ha muerto, sus ojos están desencantados, y ahora ve muletón, indiana, gruesos paños, gorros rojos, manos sucias y cabellos grasientos. Por fin ve el mundo tal como es, las cosas tal como son.
    -¡Oh, Dios mío! -exclamó Hoffmann, dejando caer su cabeza entre las manos-, ¿es verdad todo eso y estoy a punto de volverme loco?

  7. XII. EL CAFETÍN
    Hoffmann salió de esa letargia sólo cuando sintió que una mano se posaba en su hombro.
    Alzó la cabeza. Todo estaba oscuro y apagado a su alrededor; el teatro, sin luz, se le aparecía como el cadáver del teatro que había visto viviente. El soldado de guardia se paseaba por allí solo y silencioso como el guardián de la muerte; nada de lustros, nada de orquesta, nada de rayos, nada de ruidos.
    Sólo una voz que susurraba a su oído.
    -Pero, ciudadano, ¿qué hace usted? Está en la ópera, ciudadano; aquí se duerme, cierto, pero no se acuesta uno.
    Hoffmann miró por fin hacia el lado de donde le llegaba la voz, y vio una viejecita que le tiraba por el cuello de la levita.
    Era la acomodadora del patio de butacas quien, no conociendo las intenciones de aquel espectador obstinado, no quería retirarse sin haberle visto salir delante de ella.
    Por lo demás, una vez sacado de su sueño, Hoffmann no opuso ninguna resistencia; lanzó un suspiro y se levantó murmurando la palabra:
    -¡Arsène!
    Ah, sí, Arsène -dijo la viejecita-, Arsène, también usted, joven, se ha enamorado como todo el mundo.
    Es una gran pérdida para la ópera, sobre todo para nosotras las acomodadoras.
    -¿Para ustedes las acomodadoras? -preguntó Hoffmann, feliz de encontrar a alguien que le hablase de la bailarina-; y, ¿por qué es una pérdida para ustedes que Arsène venga o no venga al teatro?
    -Es muy fácil de comprender; primero, siempre que ella bailaba, había lleno; entonces había comercio de taburetes, de sillas y de banquitos; en la ópera se paga todo. Se pagaban los banquitos, las sillas y los taburetes como suplemento, eran nuestros pequeños beneficios. Digo pequeños beneficios -añadió la vieja con aire maligno- porque al lado de esos, ciudadano, como comprenderá, también estaban los grandes. -¿Los grandes beneficios? -Sí.
    Y la vieja guiñó el ojo.
    -¿Y cuáles eran los grandes beneficios? Dígame, buena mujer.
    -Los grandes beneficios procedían de quienes nos preguntaban información sobre ella, los que querían saber sus señas, los que le hacían pasar billetes. Había precio para todo, como usted comprenderá; tanto por los informes, tanto por la dirección, tanto por el soplo; una hacía su pequeño negocio, en fin, y se vivía honestamente.
    Y la vieja lanzó un suspiro que podía compararse, sin desventaja, con el suspiro lanzado por Hoffmann al principio del diálogo que acabamos de referir.
    -¡Ay, ay! -dijo Hoffmann-, ¿usted se encargaba de dar informes, de indicar las señas, de entregar los billetes? ¿Se encargaba siempre usted?
    -¡Ay!, señor, los informes que yo le diera ahora serían inútiles; nadie sabe las señas de Arsène, y el billete que me entregara para ella se perdería. ¡Si usted quiere para alguna otra! Madame Vestris, la señorita Bigottini, la señorita…
    -Gracias, buena mujer, gracias; sólo quería saber sobre la señorita Arsène.
    Luego, sacando de su bolsillo un pequeño escudo, le dijo:
    -Tome, por la molestia que se ha tomado en despertarme.
    Y despidiéndose de la vieja, se metió a paso lento por el bulevar con la intención de seguir el mismo camino que había seguido la víspera, al no existir ya el instinto que le había guiado para venir.
    Pero sus impresiones eran muy diferentes, y su marcha se resentía de la diferencia de estas impresiones.
    La noche anterior su paso era el de un hombre que ha visto pasar la Esperanza y corre tras ella, sin pensar que Dios le ha dado sus largas alas de azur para que los hombres no la alcancen jamás. Tenía la boca abierta y jadeante, la frente alta, los brazos extendidos; esta vez caminaba por el contrario lentamente, como el hombre que después de haberla perseguido en vano acaba de perderla de vista; su boca estaba firmemente cerrada, su frente abatida, sus brazos colgantes. La otra vez había tardado cinco minutos apenas para ir de la puerta Saint-Martin a la calle Montmartre; en esta ocasión tardó más de una hora, y otra hora más para ir de la calle Montmartre a su posada; porque en la especie de abatimiento en que había caído, poco le importaba regresar tarde o temprano, poco le importaba incluso no regresar.-
    Se dice que hay un Dios para los borrachos y los enamorados; ese Dios velaba, sin duda, sobre Hoffmann. Le hizo evitar las patrullas; le hizo encontrar los muelles, luego los puentes, luego su posada, a la que se retiró, para gran escándalo de su posadera, a la una y media de la mañana.
    Mientras tanto, en medio de todo esto, una pequeña claridad dorada bailaba en el fondo de la imaginación de Hoffmann, como un fuego fatuo en medio de la noche. El médico, si es que aquel médico existía y no era producto de su imaginación, una alucinación de su espíritu, el médico le había dicho que Arsène había sido apartada del teatro por su amante, dado que ese amante había sentido celos de un joven del patio de butacas, con el que Arsène había intercambiado miradas demasiado tiernas.
    Aquel médico había añadido, además, que lo que había encendido los celos del tirano era que aquel mismo joven había sido visto emboscado frente a la puerta de salida de artistas; que aquel mismo joven había corrido tras el coche como desesperado; y aquel joven que había intercambiado desde la orquesta miradas apasionadas con Arsène, era él, Hoffmann; y aquel joven que se había emboscado a la puerta de salida de artistas seguía siendo él, Hoffmann. Por tanto, Arsène le había notado, puesto que pagaba el castigo de su distracción; por tanto, Arsène sufría por él; había entrado en la vida de la hermosa bailarina por la puerta del dolor, pero había entrado, eso era lo principal; a él le correspondía mantenerse allí. Pero, ¿cómo? ¿Por qué medio? ¿Por que vía relacionarse con Arsène, hacerle conocer sus noticias, decirle que la amaba? Habría sido ya tarea excesiva para un parisino de pura cepa encontrar a esa hermosa Arsène perdida en aquella inmensa ciudad. Era una tarea imposible para Hoffmann, llegado hacía tres días y que necesitaba hacer grandes esfuerzos para encontrarse a si mismo.Por tanto, Hoffmann no se tomó la molestia de buscar; comprendía que sólo el azar podía ayudarle. Cada dos días miraba el cartel de la ópera, y cada dos días tenía el dolor de ver que Paris emitía su juicio en ausencia de aquella que merecía la manzana de forma muy distinta a Venus.
    Desde entonces no pensó en ir a la ópera.
    Por un instante, se le ocurrió ir bien a la Convención, bien a los Cordeliers, de pegarse a los pasos de Danton y, espiándolo día y noche, adivinar dónde había escondido a la bella danzarina. Fue incluso a la Convención, fue incluso a los Cordeliers; pero Danton ya no estaba allí; cansado de la lucha que sostenía desde hacía dos años, vencido por el hastío público más que por la superioridad, Danton parecía haberse retirado de la arena política.
    Decían que Danton estaba en su casa de campo. ¿Dónde estaba aquella casa de campo? No se sabía; unos decían que en Rueil, otros que en Auteuil. Danton es tan inencontrable como Arsène.
    Tal vez habría podido creerse que esta ausencia de Arsène hubiera debido devolver a Hoffmann a Antonia; pero, cosa extraña, no ocurrió eso. Por más que Hoffmann hiciera todos los esfuerzos del mundo por volver su espíritu hacia la pobre hija del director de orquesta de Mannheim, durante un momento, por el poder de su voluntad, todos sus recuerdos se concentraban en el gabinete de maese Gottlieb Murr; pero al cabo de un momento, partituras amontonadas sobre mesas y pianos, maese Gottlieb garrapateando ante su pupitre, Antonia acostada en su canapé, todo esto desaparecía para ceder sitio a un gran marco iluminado, en el que primero se movían sombras, luego esas sombras adquirían cuerpos, luego esos cuerpos afectaban formas mitológicas, luego; por fin, todas esas formas mitológicas, todos esos héroes, todas esas ninfas, todos esos dioses, todos esos semidioses, desaparecían para dejar sitio a una sola diosa, a la diosa de los jardines, a la bella Flora, es decir, a la divina Arsène, a la mujer del collar de terciopelo y broche de diamantes; entonces Hoffmann caía no en una ensoñación, sino en un éxtasis del que sólo salía lanzándose a la vida real, codeándose con los paisanos de la calle, revolcándose en la multitud y en el ruido.
    Cuando esa alucinación, de la que Hoffmann era presa, se volvía demasiado fuerte, salía, se dejaba ir por la pendiente del muelle, tomaba el Pont-Neuf, y no se detenía casi nunca hasta la esquina de la calle de la Monnaie. Allí, Hoffmann había encontrado un cafetín, cita de los más rudos fumadores de la capital. Allí Hoffmann podía creerse en una taberna inglesa, en algún music-hall holandés o en alguna mesa de posada alemana, por la atmósfera irrespirable para cualquier otro que no fuera un fumador de primera clase.
    Una vez que entraba en el cafetín de la Fraternidad, Hoffmann se sentaba en una pequeña mesa ubicada en el ángulo más profundo, pedía una botella de cerveza de la cervecería del señor Santerre, que acababa de deshacerse, en favor del señor Henriot, de su grado de general de la guardia nacional de París; cargaba hasta los topes la inmensa pipa que ya conocemos, y se envolvía por algunos instantes en una nube de humo tan espeso como aquel en que la hermosa Venus envolvía a su hijo Eneas, cada vez que la tierna madre consideraba urgente arrancar a su hijo bienamado a la cólera de sus enemigos.
    Habían transcurrido ocho o diez días desde la aventura de Hoffmann en la ópera y, por consiguiente, desde la desaparición de la hermosa bailarina; era la una de la tarde; desde hacía una media hora aproximadamente se encontraba Hoffmann en su cafetín, ocupándose con todas las fuerzas de sus pulmones en establecer a su alrededor aquel vallado de humo que lo separaba de sus vecinos; cuando le pareció distinguir, en medio del vapor, una especie de forma humana, luego, dominando todos los ruidos, oír el doble ruido del canturreo y del tamborileo habitual del hombrecito negro; además, en medio de aquel vapor le parecía que un punto luminoso destellaba chispas; reabrió sus ojos medio cerrados por una dulce somnolencia, separó con esfuerzo sus párpados, y, frente a él, sentado sobre un taburete, reconoció a su vecino de la ópera, y lo reconoció mejor sobre todo porque el fantástico doctor tenía, o más bien parecía tener, sus hebillas de diamantes en los zapatos, sus joyas en diamantes en los dedos y su cabeza de muerto en la tabaquera.
    -Bueno -dijo Hoffmann-, me estoy volviendo loco.
    Y cerró rápidamente los ojos.
    Pero una vez cerrados, ya no lo estuvieron herméticamente; Hoffmann oyó tanto el pequeño acompañamiento de canto como el pequeño tamborileo de los dedos; todo de la forma más nítida, tan nítida que Hoffmann comprendió que había un fondo de realidad en todo aquello, y que la diferencia existía pero era nimia. Nada más.
    Abrió por tanto un ojo, luego el otro; el hombrecito de negro seguía en su lugar.
    -Buenos días, joven -dijo a Hoffmann-; creo que está usted durmiendo; tome una pizca, que le despertará.
    Y abriendo su tabaquera, ofreció tabaco al joven. Éste extendió la mano maquinalmente, tomó una pizca y la aspiró.
    En aquel mismo instante le pareció que las paredes de su espíritu se aclaraban.
    -¡Ah -exclamó Hoffmann-, es usted, querido doctor! Cuánto me alegro de volver a verle.
    -Si se alegra de volver a verme -preguntó el doctor-; ¿por qué no me ha buscado?
    -¿Sabía yo acaso sus señas?
    -Vaya problema, en el primer cementerio que encontrase se las habrían dado.
    -¿Conocía yo acaso su nombre?
    -El doctor de la cabeza de muerto, todo el mundo me conoce por ese nombre. Además había un lugar donde siempre podía estar seguro de encontrarme.
    -¿En cuál? ¿En la ópera? -dijo Hoffmann moviendo la cabeza y lanzando un suspiro.
    -Sí, ¿ya no vuelve usted por allí? -No, ya no voy.
    -¿Desde que Arsène no encarna el papel de Flora? -Usted lo ha dicho, y mientras no lo haga ella, no volveré.
    -Usted la ama, joven, la ama.
    -No sé si la enfermedad que siento se llama amor, o muero de ausencia o me vuelvo loco.
    -Vaya, no hay que volverse loco, no hay que morir. En la locura hay poco remedio, pero en la muerte no hay ninguno.
    -¿Qué hacer entonces? -Pues hay que volver a verla. -¿Pero puedo volver a verla? -Desde luego.
    -¿Conoce usted un medio? -Tal vez.
    -¿Cuál? -Espere.
    Y el doctor se puso a pensar guiñando los ojos y tamborileando sobre su tabaquera.
    Luego, tras un instante, volviendo a abrir los párpados y dejando sus ojos suspendidos sobre el ébano, dijo:
    -Me contó usted que era pintor. -Sí, pintor, músico, poeta.
    -Por el momento no necesitamos más que la pintura.
    -¿Y bien?
    -Bueno, Ársène me ha encargado que le busque un pintor.
    -¿Para qué?
    -¿Para qué se busca un pintor? Para hacer su retrato.
    -¡El retrato de Arsène! -exclamó Hoffmann levantándose-. Yo se lo haré, yo se lo haré.
    -¡Chis!, piense que yo soy un hombre serio.
    -Es usted mi salvador -exclamó Hoffmann lanzando sus brazos al cuello del hombrecito de negro. -¡Juventud, juventud! -murmuró éste acompañando esas dos palabras con la misma risa con que se hubiera burlado su cabeza de muerto si hubiera tenido su tamaño natural.
    -¡Vamos, vamos! -repetía Hoffmann.
    -Pero necesita una caja de colores, pinceles, un lienzo.
    -Tengo todo eso en mi casa, vamos. -Vamos -dijo el doctor.
    Y los dos salieron del cafetín.
    XIII. EL RETRATO
    Al salir del cafetín, Hoffmann hizo un movimiento para llamar al fiacre, pero el doctor golpeó una contra otra sus manos secas, y a este ruido, semejante al que habrían hecho dos manos de esqueleto, un vehículo completamente negro, tirado por dos caballos negros y conducido por un cochero vestido de negro, acudió. ¿Dónde estaba parado? ¿De dónde salía? A Hoffmann le habría sido tan difícil decirlo como a Cenicienta decir de dónde venía la carroza en la que se dirigía al baile del príncipe.
    Un pequeño groom, negro no sólo de ropa, sino de piel, abrió la portezuela. Hoffmann y el doctor subieron, se sentaron uno al lado del otro, e inmediatamente el coche comenzó a rodar sin ruido hacia la hostería de Hoffmann.
    Cuando llegaron a la puerta, Hoffmann vaciló para subir a su casa; le parecía que tan pronto como se volviese, el coche, los caballos, el doctor y sus dos criados iban a desaparecer como habían aparecido. Pero, ¿por qué iban haberse molestado doctor, caballos, carruaje y criados para llevar a Hoffmann del cafetín de la calle de la Monnaie al muelle de las Flores? Esa molestia no tenía objeto.
    Tranquilizado por el simple sentimiento de la lógica, Hoffmann bajó, pues, del coche, entró en la hostería, subió vivamente la escalera, se precipitó en su cuarto, cogió paleta, pinceles, caja de colores, eligió el mayor de sus lienzos y volvió a bajar al mismo paso que había subido.
    El coche seguía a la puerta.
    Pinceles, paleta y caja de colores fueron metidos en la carroza: el groom fue encargado de llevar el lienzo.
    Luego, el coche empezó a rodar con la misma rapidez y el mismo silencio.
    Al cabo de diez minutos se detuvo frente a un encantador hotelito situado en la calle de Hanovre, 15. Hoffmann observó la calle y el número a fin de poder volver, llegado el caso, sin la ayuda del doctor. Se abrió la puerta: sin duda el doctor era conocido porque el portero no le preguntó siquiera dónde iba; Hoffmann siguió al doctor con su caja de colores, su paleta, su tela, y pasó delante.
    Subieron al primer piso y entraron en una antecámara que hubiera podido creerse el vestíbulo de la casa del poeta de Pompeya.
    Como se recordará, en esa época la moda era griega; la antecámara de Arsène estaba pintada al fresco, y adornada con candelabros y estatuas de bronce.
    Desde la antecámara, el doctor y Hoffmann pasaron al salón.
    El salón era griego como la antecámara, decorado con paño de seda de setenta francos la vara; sólo la alfombra costaba seis millones; el doctor indicó a Hoffmann que observara la alfombra; representaba la batalla de Arbelles copiada del famoso mosaico de Pompeya.
    Deslumbrado por aquel lujo inaudito, Hoffmann no comprendía que se hiciera una alfombra semejante para caminar por encima.
    Del salón pasaron al tocador; el tocador estaba tapizado de cachemir. Al fondo, en un recuadro había una cama baja que servía de canapé, semejante a aquella en la que el señor Guérin pintó acostada a Dido para escuchar las aventuras de Eneas. Allí era donde Arsène había ordenado que la esperasen.
    Ahora, joven -dijo el doctor-, ya está usted introducido, a usted le corresponde comportarse de forma conveniente. No es necesario que le diga que si el amante en ejercicio le encuentra aquí, sería hombre muerto.
    -¡Oh! -exclamó Hoffmann-, sólo quiero verla, sólo verla y…
    La palabra se apagó en los labios de Hoffmann; se quedó con los ojos clavados, los brazos extendidos, el pecho jadeante.
    Acababa de abrirse una puerta oculta en la madera y, detrás de un espejo giratorio, aparecía Arsène, auténtica divinidad del templo en la que se dignaba hacerse visible a su adorador.
    Era el traje de Aspasia en todo su lujo antiguo, con sus perlas en el cabello, su manto púrpura bordado de oro, su largo vestido blanco cogido a la cintura por un simple cinturón de perlas, joyas en los pies y en las manos, y, en medio de todo aquello, aquel extraño adorno que parecía inseparable de su persona, aquel collar de terciopelo, de cuatro centímetros apenas de ancho, y retenido por su lúgubre broche de diamantes.
    -¡Ah! ¿Es usted, ciudadano, quién se va a encargar de mi retrato? elijo Arsène.
    -Sí -balbuceó Hoffmann-; sí, señora, el doctor ha tenido a bien encargarse de responderle de mí. Hoffmann buscó a su alrededor como para pedir ayuda al doctor, pero el doctor había desaparecido. -Bueno -exclamó Hoffmann completamente turbado-,bueno…
    -¿Qué busca, qué quiere, ciudadano?
    -Señora, busco, quiero… busco al doctor, a la persona que me ha introducido aquí.
    -¿Qué necesidad tiene de su introductor -dijo Arsène-, si ya está introducido?
    -Sin embargo, el doctor, el doctor… -dijo Hoffmann.
    -Vamos -contestó impaciente Arsène-, ¿va a perder el tiempo buscándole? El doctor tiene sus asuntos, ocupémonos nosotros de los nuestros.
    -Señora, estoy a sus órdenes -dijo Hoffmann todo tembloroso.
    -Veamos, ¿consiente pues en hacer mi retrato? -Soy el hombre más feliz del mundo por verme escogido para semejante favor; sólo temo una cosa. -Bueno, no sea modesto. Si le sale mal, buscaré otro. Él quiere tener un retrato mío. He visto que usted me mira como hombre que debe conservar mi rostro en su memoria, y por eso le he elegido. -Gracias, mil gracias -exclamó Hoffmann devorando a Arsène con los ojos-. Oh, sí, sí, he conservado su rostro en mi memoria, y aquí, aquí, aquí.
    Y puso la mano sobre su corazón. De pronto vaciló y palideció.
    -¿Qué le ocurre? -preguntó Arsène con aire desenvuelto.
    -Nadie -respondió Hoffmann-, nada; comencemos.
    Al ponerse la mano sobre el corazón, había sentido entre su pecho y su camisa el medallón de Antonia. -Comencemos -prosiguió Arsène-. Eso es fácil de decir. Ante todo, él no quiere que me pinten con esta ropa.
    Esa palabra, que ya había aparecido en dos ocasiones, pasaba a través del corazón de Hoffmann como hubiera hecho una de aquellas agujas de oro que sostenían el tocado de la moderna Aspasia.
    -Y ¿cómo quiere entonces él que la pinten? -preguntó Hoffmann con una amargura sensible. -Como Erígona.
    -¡De maravilla! El peinado de pámpanos le irá a usted de maravilla.
    -¿Cree eso? -dijo Arsène coqueteando-. Pues yo creo que la piel de pantera no me afeará tampoco. Y llamó a un timbre.
    Entró una doncella.
    -Eucaris -dijo Arsène-, traiga el tirso, los pámpanos y la piel de tigre.
    Luego, sacando los dos o tres pasadores que sostenían su peinado, y sacudiendo la cabeza, Arsène se envolvió en una oleada de cabellos negros que cayó en cascadas sobre su hombro, saltó hasta sus caderas y se difundió, espesa y ondulante, hasta la alfombra.
    Hoffmann lanzó un grito de admiración. -¿Cómo? ¿Qué ocurre? -preguntó Árséne. -Ocurre que nunca he visto unos cabellos semejantes -exclamó Hoffmann.
    -Por eso él quiere sacarles partido, por eso nosotros hemos escogido el traje de Erígona, que permite posar con el cabello suelto.
    En esta ocasión el él y el nosotros habían golpeado el corazón de Hoffmann con dos golpes en lugar de uno.
    Mientras tanto, la señorita Eucaris había traído las uvas, el tirso y la piel de tigre.
    -¿Es eso todo lo que necesitamos? -preguntó Arsène.
    -Sí, creo que sí -balbuceó Hoffmann.
    -Está bien, déjanos solos, y no entres si no te llamo.
    La señorita Eucaris salió y cerró la puerta tras sí. Ahora, ciudadano -dijo Arsène-, ayúdeme a posar con este tocado; esto es cosa suya. Para embellecerme confío mucho en la fantasía del pintor.
    -Y hace bien -exclamó Hoffmann-. ¡Dios mío, Dios mío, qué bella va a estar!
    Y cogiendo la rama de pámpano, la torció alrededor de la cabeza de Arsène con ese arte del pintor que da a cada cosa un valor y un reflejo; luego, tembloroso al principio, y con la punta de los dedos, cogió aquellos largos cabellos perfumados, hizo jugar el móvil ébano entre los granos de topacio, entre las hojas de esmeraldas y de rubíes de la vid de otoño; y, como había prometido, bajo su mano, mano de poeta, de pintor y de amante, la bailarina se embelleció de tal manera que al mirarse en el espejo ella lanzó un grito de alegría y de orgullo.
    -Tenía usted razón -dijo Arsène-, sí, estoy bella, muy bella. Ahora sigamos.
    -¿Cómo? ¿Qué sigamos? -preguntó Hoffmann. -Claro, mi indumentaria de bacante. Hoffmann comenzaba a comprender.
    -¡Dios mío -murmuró-, Dios mío!
    Arsène separó sonriendo su manto de púrpura, que permaneció prendido por un solo alfiler que ella trataba en vano de alcanzar.
    -Pero, ayúdeme -dijo con impaciencia-, o tengo que llamar a Eucaris.
    -No, no -dijo Hoffmann. Y lanzándose hacia Arsène, quitó el alfiler rebelde; el manto cayó a los pies de la bella griega.
    -Ya -dijo el joven respirando.
    -Oh -dijo Arsène-, ¿cree que esta piel de tigre hará bien sobre este largo vestido de muselina? Yo no lo creo; además, él quiere una verdadera bacante, no como las que se ven en el teatro, sino como las que están en los cuadros de Carraccio y de Albano.
    -Pero en los cuadros de Carraccio y de Albano -exclamó Hoffmann-, las bacantes están desnudas. -Bueno; él me quiere así, además de la piel de tigre que usted dispondrá como quiera, eso es cosa suya.
    La petición había sido hecha en un tono tan tranquilo y tan frío que Hoffmann se echó hacia atrás, apoyando las dos manos en la frente.
    -Nada, nada -balbuceó-, perdóneme, estoy volviéndome loco.
    -Es cierto -dijo ella.
    -Veamos -exclamó Hoffmann-, ¿por qué me ha hecho venir? Dígamelo.
    -Pues para que haga mi retrato, para nada más. -Está bien dijo Hoffmann-, sí, tiene razón, para hacer su retrato, para nada más.
    E imprimiendo una profunda sacudida a su voluntad, Hoffmann posó su tela sobre el caballete, cogió su paleta, sus pinceles y comenzó a dibujar el embriagador cuadro que tenía ante los ojos.
    Pero el artista había presumido demasiado de sus fuerzas; cuando vio a la voluptuosa modelo posando, no solamente en su ardiente realidad, sino reproducida por los mil espejos del gabinete; cuando, en lugar de una Erígona, se encontró en medio de diez bacantes; cuando vio a cada espejo repetir aquella sonrisa embriagadora, reproducir las ondulaciones de aquel pecho que las garras de oro de la pantera sólo cubrían a medias, sintió que se pedían de él fuerzas sobrehumanas, y, arrojando la paleta y los pinceles, se lanzó hacia la hermosa bacante, y puso sobre su hombro un beso en el que había tanta rabia como amor.
    Pero en ese mismo instante se abrió la puerta y la ninfa Eucaris se precipitó en el gabinete gritando: -Él, él, él.
    Y al decir estas palabras, había soltado la cinta de su talle y abierto el broche de su cuello, de suerte que el vestido se deslizaba a lo largo de su hermoso cuerpo, que dejaba desnudo a medida que descendía de los hombros a los pies.
    -¡Oh -dijo Hoffmann, cayendo de rodillas-, no es una mortal, es una diosa!
    Arsène empujó con el pie el manto y el vestido. Luego, cogiendo la piel de tigre, dijo:
    -Veamos, qué puede hacerse con esto. Pero ayúdeme, ciudadano pintor, no estoy acostumbrada a vestirme sola.
    La ingenua danzarina llamaba a aquello vestirse. Hoffmann se acercó vacilante, ebrio, deslumbrado, cogió la piel de tigre, abrochó sus garras de oro sobre el hombro de la bacante, la hizo sentarse o más bien tumbarse sobre la cama de cachemir rojo, donde hubiera parecido una estatua de mármol de Paros si su respiración no hubiera levantado su seno, si la sonrisa no hubiera entreabierto sus labios.
    -¿Estoy bien así? -preguntó ella poniendo su brazo por debajo de la cabeza y cogiendo un ramo de uvas que fingió presionar sobre sus labios.
    -¡Oh, sí, bella, bella, bella! -murmuró Hoffmann. Y el amante dominaba al pintor; cayó de rodillas y, con movimiento rápido como el pensamiento, cogió la mano de Arsène y la cubrió de besos.
    Arsène retiró su mano con más asombro que cólera.
    -Y bien, ¿qué hace? -preguntó al joven.
    En el mismo instante, antes de que tuviera tiempo de darse cuenta, Hoffmann, empujado por las dos mujeres, se encontró lanzado fuera del gabinete, cuya puerta se cerró a sus espaldas, y en esta ocasión, loco verdaderamente de amor, de rabia y de celos, cruzó el salón todo vacilante, se deslizó a lo largo de la rampa más que bajó la escalera y, sin saber cómo había llegado allí, se encontró en la calle, habiendo dejado en el gabinete de Arsène sus pinceles, su caja de colores y su paleta, cosa que no importaba, pero también su sombrero, que podía importar mucho.
    XIV. EL TENTADOR
    Lo que volvía la situación de Hoffmann más terrible todavía era que añadía la humillación al dolor, que no había sido llamado, y era evidente para él, a casa de Arsène como un hombre al que ella había visto en el patio de butacas de la ópera, sino pura y simplemente como un pintor, como una máquina de retratos, como un espejo que refleja los cuerpos que se le presentan. De ahí esa despreocupación de Arsène dejando caer una tras otra todas sus ropas delante de él; de ahí su extrañeza cuando él había besado la mano; de ahí su cólera cuando en medio del áspero beso que le había enrojecido el hombro, él le había dicho que la amaba.
    Y, en efecto, ¿no era locura de un simple estudiante alemán, llegado a París con trescientos o cuatrocientos táleros, es decir, con una suma insuficiente para pagar la alfombra de su antecámara, no era locura aspirar a la bailarina de moda, a la mantenida por el pródigo y voluptuoso Danton? A aquella mujer, el único sonido que le afectaba no era el de las palabras, era el del oro; su amante no era quien más la amase, sino el que más le pagase. Si Hoffmann tuviera más dinero que Danton, sería Danton al que pondrían en la puerta cuando Hoffmann llegase.
    Mientras tanto, lo más evidente es que al que habían puesto en la puerta no era a Danton, sino a Hoffmann.
    Hoffmann inició el camino de su pequeño cuarto, más humilde y triste de lo que había estado nunca. Mientras no se había encontrado frente a Arsène, había tenido esperanzas; pero lo que acababa de ver, aquella despreocupación frente a él como hombre, aquel lujo en medio del cual había encontrado a la hermosa danzarina, y que era no sólo su vida física sino su vida moral, todo eso, a menos de una suma locamente inaudita que cayese en manos de Hoffmann, es decir, a menos de un milagro, hacía imposible para el joven hasta la esperanza de la posesión. Por eso regresó abrumado; el singular sentimiento que experimentaba por Arsène, sentimiento completamente físico, completamente atractivo, y en el que no intervenía para nada su corazón, se había traducido hasta entonces por deseos, por irritación, por fiebre.
    En aquel momento, deseos, irritación y fiebre se habían convertido en una profunda postración. Sólo una esperanza le quedaba a Hoffmann: encontrar al doctor de negro y pedirle opinión sobre lo que debía hacer, aunque en aquel hombre hubiera algo extraño, fantástico, sobrehumano, que le hiciese creer que, en cuanto se codeaba con él, salía de la vida real para entrar en una especie de sueño donde no le seguían ni su voluntad ni su libre albedrío, y donde se volvía el juguete de un mundo que existía para él sin existir para los demás.
    Por eso, a la hora acostumbrada, volvió al día siguiente a su cafetín de la calle de la Monnaie; pero por más que se envolvió en una nube de humo, ningún rostro parecido al del doctor apareció en medio de la humareda, por más que cerró los ojos, cuando volvió a abrirlos no había nadie sentado en el taburete que había puesto al otro lado de la mesa. Así transcurrieron ocho días.
    El octavo día, Hoffmann, impaciente, dejó el cafetín de la calle de la Monnaie una hora antes que de costumbre, es decir, hacia las cuatro de la tarde, y por Saint-Germain-l’Auxerrois y el Louvre llegó maquinalmente a la calle Saint-Honoré.
    Apenas estuvo en ella cuando se dio cuenta de que por el lado del cementerio de los Innocents se producía un gran movimiento e iba acercándose hacia la plaza del Palais-Royal. Recordó lo que le había ocurrido al día siguiente de su llegada a París, y reconoció el mismo ruido, el mismo rumor que ya le había sorprendido cuando la ejecución de la señora Du Barry. En efecto, eran las carretas de la Conciergerie que, cargadas de condenados, se dirigían a la plaza de la Révolution.
    Ya conocemos el horror que Hoffmann sentía por este espectáculo; por eso, como las carretas avanzaban con rapidez, se lanzó a un café situado en una esquina de la calle de la Lo¡, dando la espalda a la calle, cerrando los ojos y tapándose los oídos, porque los gritos de la señora Du Barry resonaban todavía en el fondo de su corazón; cuando supuso que las carretas habían pasado, se volvió y vio, para su gran asombro, bajando de una silla donde se había subido para ver mejor, a su amigo Zacharías Werner.
    -¡Werner! -exclamó Hoffmann lanzándose hacia el joven-. ¡Werner!
    -¡Vaya, eres tú! -dijo el poeta-, ¿dónde estabas?
    -Allí, allí, pero con las manos en mis oídos para no oír los gritos de esos desgraciados, y con los ojos cerrados para no verlos.
    -En verdad, querido amigo, haces mal -dijo Werner-; eres pintor. Y lo que hubieras visto te habría proporcionado el tema de un maravilloso cuadro. En la tercera carreta había una mujer que era una maravilla, qué cuello, qué hombros, qué cabellos, cortados por detrás, cierto, pero cayendo hasta el suelo por cada lado.
    -Escucha -dijo Hoffmann-, en ese punto he visto lo mejor que se puede ver; he visto a la señora Du Barry y no necesito ver a ninguna otra. Si alguna vez quiero hacer un cuadro, créeme, me bastará con ese original; además, ya no quiero hacer cuadros.
    -Y eso, ¿por qué? -preguntó Werner. -Siento horror por la pintura. -¿Alguna contrariedad?
    -Mi querido Werner, si sigo en París me volveré loco.
    -Te volverás loco allí donde estés, mi querido Hoffmann; por eso da lo mismo París que cualquier otra parte; mientras tanto, dime qué te vuelve loco. -Mi querido Werner, estoy enamorado.
    -De Antonia, ya lo sé, ya me lo has dicho.
    -No, Antonia-dijo Hoffmann estremeciéndose-, Antonia es otra cosa, la amo.
    -¡Diablos, qué distinción tan sutil! Cuéntame eso; ciudadanos oficiales, ¡cervezas y vasos!
    Los dos jóvenes cargaron sus pipas y se sentaron a ambos lados de la mesa más apartada en una esquina del café.
    Allí, Hoffmann le contó a Werner todo lo que le había pasado desde el día en que había estado en la ópera y en que había visto bailar a Arsène, hasta el momento en que había sido empujado por las dos mujeres fuera del tocador.
    -Bueno -dijo Werner cuando Hoffmann hubo acabado.
    -¿Cómo que bueno? -repitió éste, muy sorprendido de que su amigo no estuviera tan abatido como él.
    -Me pregunto qué hay de desesperante en todo eso.
    -Hay, ante todo, querido, que ahora sé que no se puede tener a esa mujer sino por dinero, y hay que he perdido toda esperanza.
    -Y ¿por qué has perdido toda esperanza? -Porque nunca tendré quinientos luises que arrojar a sus pies.
    -Y ¿por qué no habrías de tenerlos? Yo los he tenido, he tenido cien luises, mil, dos mil luises. -Y ¿de dónde quieres que los saque? -exclamó Hoffmann.
    -Pues de El dorado de que te he hablado, de la fuente de Pactolo, querido, en el juego.
    -¡En el juego! -dijo Hoffmann estremeciéndose-. Pero, ¿sabes que le juré a Antonia no jugar?
    -Bah -dijo Werner riendo-, también le habías jurado serle fiel.
    Hoffmann lanzó un largo suspiro, y apretó el medallón contra su corazón.
    -¡En el juego, amigo mío! -continuó Werner-. Ahí tienes un banco. No es como el de Mannheim o el de Hambourg, que amenaza con saltar por unos pocos miles de libras. Un millón, amigo mío, un millón, montones de oro. Creo que ahí es donde se ha refugiado todo el numerario de Francia; nada de malos papeles, nada de esos pobres asignados desmonetizados, que pierden las tres cuartas partes de su valor…, hermosos luises, hermosos dobles luises, hermosos cuádruples. ¿Quieres verlo?
    Y Werner sacó de su bolsillo un puñado de luises que mostró a Hoffmann, y cuyos rayos brotaron a través del espejo de sus ojos hasta el fondo de su cerebro.
    -¡Oh, no, no, nunca! -exclamó Hoffmann recordando a un tiempo la predicción del viejo oficial y el ruego de Antonia; no jugaré nunca.
    -Haces mal; con la suerte que tienes en el juego, harías saltar la banca.
    -Y ¿Antonia, Antonia?
    -¡Bah, querido amigo! ¿Quién le va a decir a Antonia que has jugado, que has ganado un millón? ¿Quién le dirá que con veinticinco mil libras has realizado la fantasía de tu hermosa bailarina? Créeme, vuelve a Mannheim con novecientas setenta y cinco mil libras, y Antonia no te preguntará ni dónde has conseguido tus cuarenta y ocho mil quinientas libras de renta, ni lo que has hecho de las veinticinco mil libras que faltan.
    Y, diciendo estas palabras, Werner se levantó. -¿Dónde vas? -le preguntó Hoffmann.
    -Voy a ver a una amante que tengo, una dama de la Comedie-Française que me honra con sus bondades, y a la que doy la mitad de mis beneficios. Yo soy poeta, amigo, y me dirijo a un teatro literario; tú eres músico, elige entre el teatro cantante o el teatro de danza. Buena suerte en el juego, querido amigo, mis respetos a la señorita Arsène. No olvides el número de la banca, es el ciento trece. Adiós.
    -¡Oh -murmuró Hoffmann-, me lo habías dicho y no lo había olvidado!
    Y dejó alejarse a su amigo Werner, sin pensar ya en pedirle la dirección, como no lo había hecho la primera vez que se lo había encontrado.
    Pero a pesar del alejamiento de Werner, Hoffmann no se quedó solo. Cada palabra de su amigo se había hecho, por así decir, visible, palpable; estaba allí, brillante a sus ojos, murmurando en sus oídos.
    En efecto, ¿dónde podía ir Hoffmann a sacar el oro, si no era a la fuente del oro? El único triunfo posible de un deseo imposible ¿no estaba hallado? ¡Dios mío! Werner lo había dicho. ¿No era ya Hoffmann infiel en una parte de su juramento? ¿Qué importaba, pues, serlo en la otra?
    Luego, Werner lo había dicho, no eran veinticinco mil libras, cincuenta mil libras, cien mil libras lo que podía ganar. Los horizontes materiales de los campos, de los bosques, del mar mismo tienen un límite: el horizonte del tapiz verde no lo tiene.
    El demonio del juego es como Satán: tiene el poder de arrastrar al jugador a la más alta montaña de la tierra, y de mostrarle allí todos los reinos del mundo.
    Luego, ¡qué felicidad, qué alegría, qué orgullo cuando Hoffmann entrase en casa de Arsène, en aquel mismo gabinete del que había sido arrojado! ¡Con qué supremo desdén aplastaría a aquella mujer y a su terrible amante, cuando, por toda respuesta a estas palabras: ¿Qué viene a hacer aquí?, dejara caer, cual nuevo Júpiter, una lluvia de oro sobre la nueva Danae!
    Y todo esto no era ya una alucinación de su espíritu, un sueño de su imaginación, todo eso era la realidad, era lo posible. Las oportunidades eran iguales para ganar que para perder; mayores para ganar, porque, como se sabe, Hoffmann era afortunado en el juego.
    Oh, aquel número 113, aquel número 113, con su cifra ardiente, ¡cómo llamaba a Hoffmann, cómo le guiaba, faro invernal, hacia aquel abismo en cuyo fondo aúlla el Vértigo rodando sobre una capa de oro!
    Hoffmann luchó durante más de una hora contra la más ardiente de todas las pasiones. Luego, al cabo de una hora, sintiendo que le era imposible resistir más tiempo, arrojó una pieza de quince sous sobre la mesa, haciendo regalo al oficioso de la diferencia, y a todo correr, sin detenerse, llegó al muelle de las Flores, subió a su cuarto, cogió los trescientos táleros que le quedaban, y, sin tomarse tiempo para reflexionar, saltó a un coche gritando:
    -¡A1 Palais-Egalité!

  8. XV. EL NÚMERO 113
    El Palais-Royal, que en esa época se llamaba el Palais-Egalité, y que también se ha llamado el PalaisNational, porque entre nosotros lo primero que hacen los revolucionarios es cambiar los nombres de las calles y de las plazas, sin perjuicio de devolverlas a las restauraciones, el Palais-Royal, decíamos, porque bajo ese nombre nos es más familiar, no era en aquella época lo que hoy es; pero, como pintoresco, como extraño, no le iba a la zaga, sobre todo por la noche, sobre todo a la hora en que Hoffmann llegaba.
    Su disposición difería poco de la que tiene ahora, a excepción de que lo que hoy se llama la galería de Orleáns estaba cortada por una doble galería de armazón, galería que más tarde debía dejar paso a un paseo de seis filas de columnas dóricas; a excepción que, en lugar de tilos, había castaños en el jardín, y que donde está la fuente había un circo, vasto edificio tapizado de emparrados, bordeado de cuadros de jardín, y cuya cima estaba coronada de arbustos y de flores.
    No vayan a creer que aquel circo era lo que es el espectáculo al que hemos dado ese nombre. No, los acróbatas y los malabaristas que se esforzaban en el del Palais-Egalité eran de un tipo muy distinto al de ese acróbata inglés, el señor Price, que hacía algunos años había maravillado tanto a Francia, y que había dado nacimiento a los Mazurier y a los Auriol.
    El circo estaba ocupado en aquel tiempo por los Amigos de la Verdad, que daban allí representaciones y que podían verse siempre que uno estuviera abonado al periódico La Bouche defer. Con el número matinal, uno era admitido por la noche en ese lugar de delicias, y se oían los discursos de todos los federados, reunidos, decían, con el loable propósito de proteger a los gobernantes y a los gobernados, imparcializar las leyes, e ir a buscar en todos los rincones del mundo un amigo de la verdad, del país, del color y de la opinión que fuese; luego, la verdad descubierta se enseñaba a los hombres.
    Como ustedes ven, siempre ha habido en Francia gentes convencidas de que era a ellos a quienes correspondía ilustrar a las masas y el resto de la humanidad no era más que población absurda.
    ¿Qué ha hecho, el viento que ha pasado, del nombre, de las ideas y de las vanidades de esas gentes? Sin embargo, el Circo hacía su ruido en el PalaisEgalité, en medio del ruido general, y mezclaba su arte chillona al gran concierto que todas las noches se despertaba en aquel jardín.
    Porque, debemos decirlo, en esos tiempos de miseria, de exilio, de terrores y de proscripciones, el Palais-Royal se había convertido en el centro donde la vida, comprimida todo el día en pasiones y luchas, iba a buscar por la noche el sueño y a esforzarse por olvidar esa verdad a cuya búsqueda se habían puesto los miembros del Círculo Social y los accionarios del Circo. Mientras todos los barrios de París estaban sombríos y desiertos, mientras las siniestras patrullas hechas de los carceleros del día y de los verdugos del día siguiente, merodeaban como bestias salvajes buscando una presa cualquiera, mientras, alrededor del hogar privado de un amigo o de un pariente muerto o emigrado, los que se habían quedado en sus casas cuchicheando tristemente sus temores o sus dolores, el Palais-Royal resplandecía como el dios del mal; encendía sus ciento ochenta arcos, mostraba sus joyas en las vitrinas de los joyeros. Lanzaba, en fin, en medio de las carmañolas populares y a través de la miseria general de sus hijas perdidas, que chorreaban diamantes, cubiertas de blanco y de rojo, vestidas, sólo lo necesario para estarlo, de terciopelo o de seda, y paseando bajo los árboles y en las galerías su espléndido impudor. Había en aquel lujo de la prostitución una última ironía contra el pasado, un último insulto contra la monarquía.
    Exhibir a estas criaturas con aquellos trajes reales era tirar barro después de sangre al rostro de aquella encantadora corte de mujeres tan lujosas, cuya reina había sido María Antonieta y que el huracán revolucionario había arrastrado del Trianón a la plaza de la guillotina, como un hombre ebrio que fuera arrastrando por el barro el vestido blanco de su prometida.
    El lujo se había dejado a las mujeres más viles; la virtud debía caminar cubierta de harapos.
    Ésa era una de las verdades halladas por el Círculo Social.
    Y mientras tanto, aquel pueblo, que acababa de dar al mundo un impulso tan violento, aquel pueblo parisino, en el que, por desgracia, el razonamiento no viene sino después del entusiasmo -lo que hace que nunca tenga suficiente sangre fría más que para acordarse de las tonterías que ha hecho-, el pueblo, decimos, pobre, desnudo, no se daba perfectamente cuenta de la filosofía de esta antítesis, y no era con desprecio, sino con envidia, como se codeaba con aquellas reinas del barro, con aquellas horrendas majestades del vicio. Luego, cuando animados los sentidos por lo que veía, cuando con la mirada ardiente quería echar la mano sobre aquellos cuerpos que pertenecían a todo el mundo, se le pedía oro, y si no lo tenía se le rechazaba ignominiosamente. De este modo, por todas partes chocaba con ese gran principio de igualdad proclamado por el hacha, escrito con la sangre, y sobre el que tenían derecho de escupir riendo estas prostitutas del Palais-Royal.
    En días como aquellos la sobreexcitación moral había llegado a tal grado que la realidad necesitaba estas extrañas oposiciones. No era ya sobre el volcán, era en el volcán mismo donde se bailaba, y los pulmones, habituados a un aire de azufre y de lava, ya no se habrían contentado con los tibios perfumes de otro tiempo.
    Así se alzaba todas las noches el Palais-Royal, iluminando todo con su corona de fuego. Alcahuete de piedra, gritaba por encima de la gran ciudad sombría:
    -¡Aquí está la noche, llegad! En mí tengo todo, la fortuna, el amor, el juego y las mujeres. Vendo todo, incluso el suicidio y el asesinato. Vosotros los que no habéis comido desde ayer, vosotros los que sufrís, los que lloráis, venid a mí; veréis cómo somos ricos, veréis cómo reímos. ¿Tenéis una conciencia o una muchacha que vender? Venid. Tendréis de oro llenos los ojos, de obscenidades llenos los oídos; caminaréis con pie firme en el vicio, en la corrupción y en el olvido. Venid aquí esta noche, quizá mañana hayáis muerto.
    Ésa era la gran razón. Había que vivir como se moría, deprisa.
    E iban.
    Enmedio de todo aquello, el lugar más frecuentado era, naturalmente, aquel donde se jugaba. Allí era donde se encontraba con qué mantener lo demás.
    De todos aquellos ardientes tragaluces, era el número 113 el que arrojaba la mayor luz con su linterna roja, ojo inmenso de aquel cíclope ebrio que se llamaba el Palais-Egalité.
    Si el infierno tiene un número, ése debe ser el número 113.
    Allí todo estaba previsto.
    En la planta baja había un restaurante; en el primer piso estaba el juego; el pecho del edificio encerraba el corazón, era natural; en el segundo había suficiente para gastar la fuerza que el cuerpo había adquirido en la planta baja, y el dinero que el bolsillo había ganado encima.
    Lo repetimos, todo estaba previsto para que el dinero no saliese de la casa.
    Y hacia esa casa era hacia donde corría Hoffmann, el poético amante de Antonia.
    El 113 estaba donde está hoy, algunas tiendas más abajo de la casa Corcelet.
    Apenas hubo saltado Hoffmann al pie de su vehículo y puso el pie en la galería del palacio, fue abordado por las divinidades del lugar gracias a su traje de extranjero, que tanto en aquel tiempo como en nuestros días inspiraba más confianza que el traje nacional.
    Un país nunca es tan despreciado como por él mismo.
    -¿Dónde está el número ciento trece? -preguntó Hoffmann a la mujer que le había cogido del brazo. -¡Ah! ¿Vas ahí? -dijo la Aspasia con desdén-. Pues bien, pequeño, en esa linterna roja, pero trata de ganar dos luises y acuérdate del ciento quince.
    Hoffmann se hundió por la avenida indicada como Curtius en el abismo, y un minuto después estaba en el salón del juego.
    Allí se hacía el mismo ruido que en una venta pública.
    Cierto que se vendían muchas cosas.
    Los salones centelleaban de dorados, de lustros de flores y de mujeres más bellas, más suntuosas y más escotadas que abajo.
    El ruido que dominaba todos los demás era el ruido del oro. Allí era donde latía aquel corazón inmundo.
    Hoffmann dejó a su derecha la sala donde se cortaba el treinta y el cuarenta, y pasó al salón de la ruleta.
    Alrededor de una gran mesa verde estaban situados los jugadores, gentes todas reunidas para el mismo fin, ninguno de los cuales tenía la misma fisonomía.
    Había jóvenes, había viejos, había gentes que tenían los codos gastados sobre aquella mesa. Entre aquellos hombres, había algunos que habían perdido a su padre la víspera, o por la mañana, o aquella tarde misma, y cuyos pensamientos todos estaban volcados en la bola que giraba. En el jugador sólo hay un sentimiento que continúa vivo, es el deseo, y este sentimiento se nutre y crece en detrimento de todos los demás. El señor de Bassompierre, al que acababan de decir en el momento en que empezaba a bailar con María de Médicis: «Vuestra madre ha muerto» y que respondía: «Mi madre sólo estará muerta cuando yo haya terminado de bailar», el señor de Bassompierre era un hijo piadoso al lado de un jugador. Un jugador en estado de juego, a quien fueran a decirle lo mismo, no respondería siquiera con la frase del marqués; ante todo porque sería tiempo perdido, y luego porque un jugador, si es que tiene corazón, nunca tiene espíritu cuando juega.
    Cuando no juega es lo mismo, piensa en jugar. El jugador tiene todas las virtudes de su vicio. Es sobrio, es paciente, es infatigable. Un jugador que de pronto pudiera apartar, en provecho de una pasión honesta, de un gran sentimiento, la energía increíble que pone al servicio del juego, instantáneamente se convertiría en uno de los mayores hombres del mundo. Ni siquiera enmedio de la ejecución de sus mayores empresas, César, Aníbal o Napoleón tuvieron una fuerza igual a la fuerza del jugador más oscuro. La ambición, el amor, los sentidos, el corazón, el espíritu, el oído, el olfato, el tacto, todos los resortes vitales, en fin, del hombre, se reúnen en una sola palabra y con un solo fin: jugar. Y no vayan a pensar que el jugador juega para ganar; comienza al principio por eso, pero termina jugando por jugar, por ver cartas, por manipular el oro, por experimentar esas emociones extrañas que no tienen comparación con ninguna de las restantes pasiones de la vida; que hacen que, ante la ganancia o la pérdida, dos polos a los que el jugador va de uno a otro con la rapidez del viento, uno de los cuales quema como el fuego, y el otro hiela como el hielo, que hacen, digamos, que su corazón salte en el pecho bajo el deseo o la realidad como un caballo bajo la espuela, absorbe como una esponja todas las facultades del alma, las comprime, las retiene, y, jugada la baza, las arroja bruscamente a su alrededor para volver a cogerlas con más fuerza.
    Lo que la pasión del juego tiene más fuerte que todas las demás es que, al no poder ser saciada nunca, nunca puede cansarse. Es una amante que siempre promete y que no se entrega jamás. Mata, pero no fatiga.
    La pasión del juego es la historia del hombre. Para el jugador todo está muerto: familia, amigos, patria. Su horizonte es la carta y la bola. Su patria es la silla donde se sienta, es el tapiz verde en el que se apoya. Que le condenen a la parrilla como a San Lorenzo, y que le dejen jugar: apuesto a que no siente el fuego y que ni siquiera se aparta.
    El jugador es silencioso. La palabra no puede servirle de nada. Juega, gana, pierde; ya no es un hombre: es una máquina. ¿Por qué iba a hablar?
    El ruido que se hacía en los salones no procedía, pues, de los jugadores, sino de los croupiers que recogían el oro y que gritaban con voz nasal:
    -Hagan juego.
    En este momento, Hoffmann no era ya un observador, la pasión le dominaba demasiado; en caso contrario habría podido hacer una serie curiosa de estudios.
    Se deslizó rápidamente enmedio de los jugadores y llegó junto al tapiz. Se encontró allí entre un hombre de pie, vestido con una carmañola, y un viejo sentado que hacía cálculos con un lápiz sobre el papel.
    Aquel viejo que había gastado su vida buscando una martingala, gastaba sus últimos días poniéndola en práctica, y sus últimas monedas en verla fracasar. La martingala es inencontrable, como el alma.
    Entre las cabezas de todos aquellos hombres, sentados y de pie, aparecían cabezas de mujeres que se apoyaban sobre sus hombros, que chapoteaban en su oro y que, con habilidad sin igual y sin jugar, encontraban el medio de ganar sobre el beneficio de unos y sobre la pérdida de los otros.
    Al ver aquellos cubiletes llenos de oro y aquellas pirámides de dinero, hubiera costado creer que era tan grande la miseria pública y que el oro costaba tan caro.
    El hombre de carmañola lanzó un paquete de papeles sobre un número.
    -Cincuenta libras -dijo para anunciar su juego. -¿Qué es eso? -preguntó el croupier, recogiendo los papeles con su raqueta y cogiéndolos con la punta de los dedos.
    -Son asignados -respondió el hombre.
    -¿No tiene más dinero que éste? -dijo el croupier. -No, ciudadano.
    -Entonces déjele el sitio a otro. -¿Por qué?
    -Porque no cogemos eso. -Es moneda del gobierno.
    -Mejor para el gobierno si la utiliza. Nosotros no la queremos.
    Ah, bien -dijo el hombre recogiendo sus asignados-, bonito dinero que no se puede siquiera perder. Y se alejó retorciendo sus asignados entre las manos.
    -Hagan juego -gritó el croupier.
    Hoffmann era jugador, ya lo sabemos; pero aquella vez no iba para jugar, iba para ganar dinero.
    La fiebre que le quemaba hacía hervir su alma en su cuerpo como el agua en un vaso.
    -Cien táleros al veintiséis -exclamó.
    El croupier examinó la moneda alemana como había examinado los asignados.
    -Vaya a cambiarlos -le dijo a Hoffmann-; sólo cogemos dinero francés.
    Hoffmann bajó como un loco, entró en la tienda de un cambista que resultó ser alemán, y cambió sus trescientos táleros por oro, es decir, por unos cuarenta luises.
    Mientras tanto, la ruleta había hecho ya tres jugadas.
    -¡Quince luises al veintiséis! -exclamó precipitándose hacia la mesa y aferrándose, con esa increíble superstición de los jugadores, al número que había escogido por azar, y porque era aquel al que había querido jugar el hombre de los asignados.
    -¡No va más! -gritó el croupier. Giró la bola.
    El vecino de Hoffmann recogió dos puñados de oro y los metió en el sombrero que tenía entre sus piernas, pero el croupier recogió con su raqueta los quince luises de Hoffmann y muchos otros.
    Había caído en el número 16.
    Hoffmann sintió un sudor frío cubrirle la frente como una red de mallas de acero.
    -¡Quince luises al veintiséis! -repitió.
    Otras voces dijeron otros números, y la bola volvió a girar una vez más.
    En esta ocasión todo fue para la banca. La bola había caído en el cero.
    -¡Diez luises al veintiséis! -murmuró Hoffmann con voz estrangulada. Luego, recuperándose, dijo-: No, sólo nueve -y volvió a coger una pieza de oro para quedarse con una última baza que jugar, una última esperanza.
    Salió el 30.
    El oro fue retirado del tapiz, como la marea salvaje durante el reflujo.
    Hoffmann, cuyo corazón palpitaba y que, a través de los latidos de su cerebro, entreveía la cabeza burlona de Arsène y el rostro triste de Antonia. Hoffmann, decimos, puso con mano crispada su último luis sobre el 26.
    El juego se hizo enseguida. -¡No va más! -gritó el croupier.
    Hoffmann siguió con mirada atenta la bola que giraba, como si hubiera sido su propia vida la que girase ante él.
    De pronto se echó hacia atrás, ocultando la cabeza entre las dos manos.
    No solamente había perdido, sino que ya no tenía ni un céntimo ni encima ni en su casa.
    Una mujer que estaba allí, y que hubiera podido tener por veinte francos un minuto antes, lanzó un grito de alegría salvaje y recogió un puñado de oro que acababa de ganar.
    Hoffmann hubiera dado diez años de su vida por un luis de aquella mujer.
    Con un movimiento más rápido que la reflexión, tanteó y hurgó en sus bolsillos como para no quedarse con ninguna duda sobre la realidad.
    Los bolsillos estaban vacíos, pero sintió algo redondo como un escudo sobre el pecho, y lo cogió bruscamente.
    Era el medallón de Antonia, que había olvidado. -¡Estoy salvado! -gritó; y lanzó el medallón de oro como apuesta sobre el número 26.
    XVI. EL MEDALLÓN
    El croupier cogió el medallón de oro y lo examinó: -Señor -le dijo a Hoffmann, porque en el número 113 todavía se decía señor-; señor vaya a vender esto si quiere y juéguelo en dinero; porque le repito que nosotros sólo cogemos oro o dinero amonedado.
    Hoffmann cogió su medallón y sin decir una palabra abandonó la sala de juego.
    Durante el tiempo que necesitó para bajar la escalera, muchos pensamientos, muchos consejos, muchos presentimientos zumbaban a su alrededor; pero se hizo el sordo a todos aquellos rumores vagos y entró en la tienda del cambista que hacía un momento acababa de darle luises por sus táleros.
    El buen hombre leía, apoyado indolentemente en su amplio sillón de cuero, con las gafas puestas en la punta de su nariz, iluminada por una lámpara baja de rayos apagados, a los que venía a unirse el reflejo amarillo de las piezas de oro de sus palanganas de cobre, enmarcadas por un fino trenzado de alambre, adornado de cortinillas de seda verde y por una puertecilla a la altura de la mesa, puerta que no dejaba pasar más que la mano.
    Hoffmann nunca había admirado tanto el oro. Abría unos ojos maravillados, como si hubiera entrado en un rayo de sol, y, sin embargo, venía de ver en el juego más oro del que veía allí; pero no era el mismo oro, filosóficamente hablando. Entre el oro ruidoso, rápido, agitado del 113, y el oro tranquilo, grave, mudo del cambista, había la misma diferencia que hay entre los charlatanes vacíos y sin ingenio y los pensadores llenos de meditación. No se puede hacer nada bueno con el oro de la ruleta o de las cartas, no pertenece al que lo posee; pero el que lo posee le pertenece. Procedente de una fuente corrompida, debe ir a un destino impuro. Tiene vida en él, pero mala vida, y tiene prisa por irse como ha venido. No aconseja más que el vicio, y no hace el bien, cuando lo hace, sino a pesar suyo; inspira deseos cuatro veces, veinte veces mayores que lo que vale, y, una vez poseído, parece que disminuye su valor; en resumen, el dinero del juego, según se lo gane o se lo envidie, según se pierda o se recoja, tiene un valor siempre ficticio. Unas veces un puñado de oro no representa nada, otras una sola pieza encierra la vida de un hombre; mientras que el oro comercial, el oro del cambista, el oro como el que venía a buscar Hoffmann a la tienda de su compatriota, vale realmente el precio que lleva en su cara; no sale de su nido de cobre más que a cambio de un valor igual e incluso superior al suyo; no se prostituye al pasar, como una cortesana sin pudor, sin preferencia, sin amor, de mano de uno a mano de otro; tiene la estima de sí mismo; una vez salido de la tienda del cambista, puede corromperse, puede frecuentar la mala sociedad, lo que hacía tal vez antes de llegar allí, pero mientras esté allí es respetable y debe ser considerado. Es la imagen de la necesidad y no del capricho. Se adquiere, no se gana; no es arrojado bruscamente como simples fichas de mano del croupier. Es contado metódicamente pieza a pieza, lentamente, por el cambista, y con todo el respeto que le es debido. Es silencioso, y ésa es su mayor elocuencia; por eso Hoffmann, en cuya imaginación una comparación de este género no tardaba más de un minuto en pasar, se puso a temblar ante la idea de que el cambista no quisiera darle un oro tan real a cambio de su medallón. Se creyó, pues, forzado aunque fuera una pérdida de tiempo, a adoptar perífrasis y circunloquios para llegar a lo que quería, dado, sobre todo, que no era un negocio lo que iba a proponer, sino un favor lo que iba a pedir al cambista.
    -Señor -le dijo-, soy yo, el que hace un momento vino a cambiarle táleros por oro.
    -Sí, señor, ya le reconozco -dijo el cambista. -¿Es usted alemán?
    -Soy de Heidelberg. Ahí estudié yo. -¡Encantadora ciudad! -En efecto.
    Mientras tanto, la sangre de Hoffmann hervía. Le parecía que cada minuto que daba a esta conversación trivial era un año de vida lo que perdía.
    Continuó, pues, con una sonrisa.
    -He pensado que, a título de compatriota, podría hacerme un favor.
    -¿Cuál? -preguntó el cambista, cuya cara se ensombreció al oír esta frase. El cambista no es más prestamista que la hormiga.
    -Que me preste tres luises por este medallón de oro.
    Al mismo tiempo, Hoffmann pasaba el medallón al comerciante, que, poniéndolo en una balanza, lo pesó.
    -¿No preferiría venderlo? -preguntó el cambista. -Oh, no -exclamó Hoffmann-, ya es demasiado empeñarlo; le rogaría incluso, si me hace ese favor, que me guarde el medallón con el mayor cuidado, porque lo tengo en más que a mi vida, y vendré a recogerlo mañana: se necesita una circunstancia como la que me encuentro para que lo empeñe.
    -Entonces voy a prestarle tres luises, señor.
    Y el cambista, con toda la gravedad que creía deber a semejante acción, cogió tres luises y los puso ante Hoffmann.
    -¡Oh, gracias, señor, mil gracias! -exclamó el poeta, y cogiendo las tres piezas de oro desapareció.
    El cambista prosiguió silenciosamente su lectura después de haber depositado el medallón en una esquina de su cajón.
    A este hombre no se le hubiera ocurrido nunca la idea de arriesgar su oro contra el oro del 113.
    El jugador está tan cerca de ser sacrílego que Hoffmann, al lanzar su primera pieza de oro sobre el número 26, porque no quería arriesgarlas más que una a una, que Hoffmann, decíamos, pronunció el nombre de Antonia.
    Mientras la bola dio vueltas no hubo emociones; algo le decía que iba a ganar.
    Salió el 26.
    Hoffmann, resplandeciente, recogió treinta y seis luises.
    Lo primero que hizo fue poner aparte, en el bolsillo del chaleco, tres luises, para estar seguro de poder recuperar el medallón de su prometida, a cuyo nombre debía evidentemente aquella primera ganancia. Dejó treinta y tres luises sobre el mismo número, y el mismo número salió.
    Eran por tanto treinta y seis veces treinta y tres luises lo que ganaba, es decir, mil ciento ochenta luises, es decir, más de veinticinco mil francos.
    Entonces Hoffmann, hundiendo sus manos en el Pactolo sólido y cogiéndolo a puñados, jugó al azar, en un deslumbramiento sin fin. A cada jugada que hacía, el montón de su ganancia crecía, semejante a una montaña que surge de pronto del agua.
    Había oro en sus bolsillos, en su traje, en su chaleco, en su sombrero, en sus manos, en la mesa, en todas partes. El oro corría delante de él desde la mano de los croupiers como la sangre de una ancha herida. Se había convertido en el Júpiter de todas las Danaes presentes, y el cajero de todos los jugadores sin fortuna.
    Así perdió una veintena de miles de francos.
    Por último, recogiendo todo el oro que tenía ante sí, cuando creyó tener bastante huyó, dejando llenos de admiración y de envidia a todos los que se encontraban allí, y corrió en dirección de la casa de Arsène.
    Era la una de la mañana; pero le importaba poco. Llegando con semejante suma, le parecía que podía llegar a cualquier hora de la noche, y que siempre sería bien recibido.
    Era para él una alegría cubrir con todo aquel oro aquel hermoso cuerpo que se había quitado los velos ante él y que, de mármol ante su amor, se animaría ante su riqueza, como la estatua de Prometeo cuando hubiera encontrado su alma verdadera.
    Iba a entrar en casa de Arsène, a vaciar sus bolsillos hasta la última pieza y a decirle: Ahora, ámeme. Luego, al día siguiente se marcharía, para escapar, si era posible, al recuerdo de aquel sueño febril e intenso.
    Llamó a la puerta de Arsène como un amo que vuelve a su casa.
    La puerta se abrió.
    Hoffmann corrió hacia la escalinata. -¿Quién es? -gritó la voz del portero. Hoffmann no respondió.
    -¿Dónde va, ciudadano? -repitió la misma voz, y una sombra vestida como lo están las sombras por la noche, salió de su cubil y corrió tras Hoffmann.
    En esa época a la gente le gustaba mucho saber quién salía y sobre todo quién entraba.
    -Voy a casa de la señorita Arsène-respondió Hoffmann lanzando al portero tres o cuatro luises por los que una hora antes habría dado su alma.
    Aquella forma de expresarse agradó al oficioso. -La señorita Arsène no está aquí, señor -respondió, pensando con razón que se debía sustituir la palabra ciudadano cuando tenía que habérselas con un hombre que tenía la mano tan fácil. Un hombre que pregunta puede decir Ciudadano, pero un hombre que recibe no puede decir más que Señor. -¡Cómo! -exclamó Hoffmann-, ¿qué ya no está aquí Arsène?
    -No, señor.
    -¿Quiere decir que no ha vuelto esta noche? -Quiero decir que ya no volverá. -¿Entonces dónde está?
    -No sé nada.
    -¡Dios mío! ¡Dios mío! -dijo Hoffmann, y se cogió la cabeza entre las manos como para contener su razón, a punto de escapársele. Todo lo que le ocurría desde hacía algún tiempo era tan extraño que a cada instante decía: «Voy a volverme loco de un momento a otro.»
    -¿No sabe entonces la noticia? -continuó el portero. -¿Qué noticia?
    -El señor Danton ha sido detenido. -¿Cuándo?
    Ayer. Ha sido el señor Robespierre el que lo ha hecho. ¡Qué gran hombre el ciudadano Robespierre! -¿Y qué tiene eso que ver?
    -Pues que la señorita Arsène se ha visto obligada a escapar; porque, como amante de Danton, habría podido estar comprometida en todo este asunto. -Tiene razón. Pero, ¿cómo se escapó?
    -Como se escapa cuando se tiene miedo de que a uno le corten el cuello: echando a correr.
    -Gracias, amigo, gracias -dijo Hoffmann y desapareció después de haber dejado todavía algunas monedas en la mano del portero.
    Cuando estuvo en la calle, Hoffmann se preguntó qué iba a ser de él, y para qué iba a servirle ahora todo aquel oro; porque, como se supondrá, la idea de que podría encontrar a Arsène no se le ocurrió, como tampoco la idea de volver a su casa y de descansar.
    Se puso pues, también él, a caminar haciendo resonar el pavimento de las calles sombrías bajo el talón de sus botas, y caminando completamente despierto en su sueño doloroso.
    La noche era fría, los árboles estaban descarnados y temblaban al viento nocturno, como enfermos en delirio que han abandonado su lecho y cuyos miembros enflaquecidos agita la fiebre.
    La escarcha golpeaba el rostro de los transeúntes nocturnos, y apenas si de vez en cuando, en las casas que confundían su masa con el cielo sombrío, una ventana iluminada agujereaba la sombra.
    Sin embargo, aquel aire frío le hacía bien. Su alma se gastaba poco a poco en aquella carrera rápida, y, si podemos expresarnos así, su efervescencia moral se volatilizaba. En un cuarto se hubiera ahogado; además, a fuerza de caminar, tal vez encontrase a Arsène, ¿quién sabe? Al escapar tal vez ella había tomado el mismo camino que él al salir de su casa.
    De este modo recorrió el bulevar desierto, atravesó la calle Royale como si a falta de sus ojos que no miraban, sus pies hubiera reconocido por sí mismos el lugar donde estaba; alzó la cabeza y se detuvo al ver que caminaba recto hacia la plaza de la Revolución, hacia aquella plaza a donde había jurado no volver nunca.
    Por más sombrío que estuviera el cielo, una silueta más sombría aún se destacaba en el horizonte negro como la tinta. Era la silueta de la horrible máquina, cuya boca húmeda de sangre secaba el viento de la noche, y que dormía esperando su fila cotidiana.
    Era de día cuando Hoffmann no quería volver a ver esta plaza; era a causa de la sangre que corría por ella por lo que no quería ir allí; pero por la noche no era lo mismo; para el poeta, en quien, a pesar de todo el instinto poético velaba constantemente, había intereses por ver, en tocar con el dedo, en silencio y en la sombra, el siniestro cadalso cuya imagen sangrante debía presentarse, a la hora que era, en muchos espíritus.
    ¡Qué más bello contraste, al salir de la sala ruidosa del juego, que aquella plaza desierta, y cuyo huésped eterno era el cadalso después del espectáculo de la muerte, del abandono, de la insensibilidad!
    Hoffmann caminaba, pues, hacia la guillotina como atraído por una fuerza magnética.
    De pronto, y casi sin saber cómo lo había hecho, se encontró frente a ella.
    El viento silbaba en las tabla.
    Hoffmann cruzó las manos sobre el pecho y miró. Cuántas cosas debieron brotar en el espíritu de aquel hombre que, con los bolsillos llenos de oro y esperando una noche de voluptuosidad, pasaba sólo esta noche frente a un cadalso.
    Enmedio de sus pensamientos le pareció que una queja humana se mezclaba a las lamentaciones del viento.
    Echó la cabeza hacia adelante y prestó oído.
    La queja se repitió procediendo no de lejos sino de abajo.
    Hoffmann miró a su alrededor y no vio a nadie. Sin embargo, hasta él llegó un tercer gemido. -Se diría una voz de mujer -murmuró-, y se diría
    que esa voz sale de debajo del cadalso.
    Entonces, agachándose para ver mejor, comenzó a dar la vuelta a la guillotina. Cuando pasaba ante la terrible escalera, su pie chocó con algo; extendió las manos y tocó un ser acuclillado en los primeros escalones de aquella escalera y completamente vestido de negro.
    -¿Quién es usted, que pasa la noche junto al cadalso? -preguntó Hoffmann.
    Y al mismo tiempo se arrodillaba para ver el rostro de aquella a quien hablaba.
    Pero ella no se movía y con los codos apoyados en las rodillas descansaba la cabeza entre sus manos. A pesar del frío de la noche, tenía los hombros casi completamente desnudos, y Hoffmann pudo ver una línea negra que rodeaba su cuello blanco.
    Aquella línea era un collar de terciopelo.
    Arsène -exclamó.
    -Sí, soy Arsène -murmuró con una voz extraña la mujer acuclillada, alzando la cabeza y mirando a Hoffmann.
    XVII. UN HOTEL DE LA CALLE SAINT-HONORÉ
    Hoffmann retrocedió espantado; a pesar de la voz, a pesar del rostro, todavía dudaba. Pero al levantar la cabeza Arsène dejó caer sus manos sobre sus rodillas, y, liberando su cuello, sus manos dejaron ver el extraño broche de diamantes que reunía los dos extremos del collar de terciopelo y que brillaba en la noche. Arsène, Arsène -repitió Hoffmann.
    Arsène se levantó.
    -¿Qué hace aquí a esta hora.? -preguntó el joven-. ¡Cómo, vestida con este traje gris! ¡Cómo, con los hombros desnudos!
    -Le detuvieron ayer -dijo Arsène-; fueron para detenerme a mi casa, también escapé como estaba y esta noche, encontrando mi cuarto demasiado pequeño y mi cama demasiado fría, salí y vine hasta aquí.
    Estas palabras eran dichas con un acento singular, sin inflexiones, salían de una boca pálida que se abría y se cerraba como un resorte; se hubiera dicho un autómata que hablaba.
    -Pero no puede quedarse aquí -dijo Hoffmann. -¿Adónde iría? No quiero volver de donde he venido sino lo más tarde posible; tenía demasiado frío.
    -Entonces venga conmigo -exclamó Hoffmann. -¡Con usted! -dijo Arsène.
    Y al joven le pareció que de aquel ojo triste caía sobre él, a la claridad de las estrellas, una mirada desdeñosa, semejante a la que ya le había abrumado en el encantador gabinete de la calle de Hanovre. -Soy rico, tengo oro -exclamó Hoffmann. La mirada de la bailarina lanzó un destello. -Vamos -dijo ella-, ¿pero dónde? -¡Dónde!
    En efecto, ¿adónde iba a conducir Hoffmann a aquella mujer de lujo y de sensualidad una vez salida de los palacios mágicos y de los jardines encantados
    de laópera, que está habituada a pisar alfombras de Persia y a envolverse en cachemiras de la India? Desde luego no sería a su pequeño cuarto de estudiante a donde podía conducirla; allí hubiera estado tan estrecha y con tanto frío como en aquella morada desconocida de que hablaba hacía un instante y a la que parecía tener tanto miedo de volver. -¿Dónde, en efecto? -preguntó Hoffmann-, no conozco París.
    -Yo le guiaré -dijo Arsène. -Oh, sí, sí -exclamó Hoffmann. -Sígame -dijo la joven.
    Y con aquel mismo paso rígido y automático que no tenía nada en común con aquella agilidad encantadora que Hoffmann había admirado en la bailarina, se puso a caminar delante de él.
    Al joven no se le ocurrió la idea de ofrecerle el brazo; la siguió.
    Arsène tomó la calle Royale, que en esa época se llamaba calle de la Révolution, giró a la derecha, por la calle Saint-Honoré, que se llamaba calle Honoré a secas, y deteniéndose ante la fachada de un magnífico hotel llamó.
    Al punto se abrió la puerta.
    El portero miró asombrado a Arsène.
    -Hable -dijo ella al joven-, o no me dejarán entrar, y me veré obligada a volver a sentarme al pie de la guillotina.
    Amigo mío -dijo vivamente Hoffmann situándose entre la joven y el conserje-, cuando cruzaba los Campos Elíseos he oído una petición de socorro; he acudido a tiempo para impedir que la señora fuese asesinada, pero demasiado tarde para impedir que fuera despojada. Deme rápidamente su mejor habitación; haga encender fuego y que nos sirvan una buena cena. Aquí tiene un luis para usted.
    Y lanzó un luis de oro sobre la mesa donde estaba puesta la lámpara, cuyos rayos todos parecieron concentrarse sobre el rostro resplandeciente de Luis XV

  9. Un luis era una gran cantidad en esa época; representaba novecientos veinticinco francos en asignados. El conserje se quitó su gorro grasiento y llamó. Acudió a la campanilla del conserje un mozo.
    -¡Pronto! ¡Pronto! Una habitación, la más hermosa del hotel, para el señor y la señora.
    -Para el señor y la señora -continuó el mozo, sorprendido, dirigiendo alternativamente la mirada del traje más que simple de Hoffmann al traje más que ligero de Arsène.
    -Sí -dijo Hoffmann-, la mejor, la más hermosa; sobre todo, que esté bien caliente y tenga luz; aquí tiene un luis para usted.
    El mozo pareció sufrir la misma influencia que el conserje, se inclinó ante el luis y mostrando una gran escalera, sólo iluminada a medias, debido a la hora avanzada de la noche, pero en cuyos escalones, por un lujo muy extraordinario en aquella época, había una alfombra extendida.
    -Suban -dijo- y esperen a la puerta del número tres.
    Luego, desapareció corriendo.
    En el primer peldaño de la escalera, Arsène se detuvo.
    La ligera sílfide parecía experimentar una dificultad invencible para levantar el pie.
    Se hubiera dicho que su ligero zapato de raso tenía suelas de plomo.
    Hoffmann le ofreció el brazo.
    Arsène apoyó su mano en el brazo que le presentaba el joven, y, aunque él no sintiera la presión de la muñeca de la bailarina, sintió el frío que se comunicaba de aquel cuerpo al suyo.
    Luego, con un esfuerzo violento, Arsène subió el primer escalón y luego los otros; pero cada escalón le arrancaba un suspiro.
    -¡Pobre mujer! -murmuró Hoffmann-; cómo ha debido sufrir.
    -Sí, sí -respondió Arsène-, mucho… He sufrido mucho.
    Llegaron a la puerta del número tres.
    Pero casi al mismo tiempo que ellos, llegó el mozo trayendo un verdadero brasero; abrió la puerta de la habitación y en un momento la chimenea tenía llamas y se encendieron las bujías.
    -¿Debe tener usted hambre? preguntó Hoffmann. -No sé -respondió Arsène.
    -Mozo, la mejor cena que haya -dijo Hoffmann. -Señor -observó el mozo-, ya no se dice mozo, sino oficial. De todos modos, el señor paga tan bien que puede decir lo que quiera.
    Luego, encantado, salió diciendo: -Tardo cinco minutos en traer la cena.
    Una vez cerrada la puerta detrás del oficial, Hoffmann lanzó ávidamente los ojos sobre Arsène. Tenía tanta prisa por acercarse al fuego que no se había tomado el tiempo necesario para acercar un sillón junto a la chimenea; se había acuclillado únicamente en un rincón del lar, en la misma posición en que Hoffmann la había encontrado ante la guillotina, y allí, con los codos sobre las rodillas, parecía ocupada en mantener con sus dos manos la cabeza sobre sus hombros.
    -¡Arsène, Arsène! –dijo el joven-, te dije que era rico, ¿verdad? Mira, verás que no te he mentido. Hoffmann comenzó por dar la vuelta a su sombrero sobre la mesa; el sombrero estaba lleno de luises y de dobles luises, y cayeron del sombrero al mármol con ese ruido del oro, tan notable y tan fácil de distinguir entre todos los ruidos.
    Luego, después del sombrero, vació sus bolsillos, y uno tras otro sus bolsillos vomitaron el inmenso botín que acababa de conseguir en el juego.
    Un montón de oro móvil y resplandeciente se amontonó sobre la mesa.
    Ante este ruido, Arsène pareció reanimarse; volvió la cabeza y la vista pareció acabar la resurrección iniciada por el oído.
    Se levantó, siempre rígida e inmóvil; pero sus labios pálidos sonreían, y sus ojos vidriosos se aclaraban, lanzaban rayos que se cruzaban con los del oro.
    -Oh -dijo ella-, ¿es tuyo todo esto? -No es mío, sino tuyo, Arsène. -Mío -dijo la bailarina.
    Y hundió sus manos pálidas en el montón de metal.
    Los brazos de la joven desaparecieron hasta el codo.
    Entonces aquella mujer, cuya vida había sido el oro, pareció recobrar la vida al contacto con el oro. -¡Mío! -decía-. ¡Mío! -y pronunciaba estas palabras con un acento vibrante y metálico que se unía de manera increíble a los ruidos de los luises.
    Entraron dos mozos trayendo una mesa completamente servida que a punto estuvieron de dejar caer al ver aquel montón de riquezas que inundaban las manos crispadas de la joven.
    -Está bien -dijo Hoffmann-, traed vino de  champaña y dejadnos.
    Los mozos trajeron varias botellas de vino de Champagne y se retiraron.
    Tras de ellos, Hoffmann fue a empujar la puerta que cerró echando el cerrojo.
    Luego, con los ojos ardientes de deseo, volvió hacia Arsène, a la que encontró junto a la mesa; seguía sacando vida no de aquella fuente de Juventud, sino de aquella fuente del Pactolo.
    -¿Y bien? -le preguntó.
    -Es hermoso el oro -dijo-; hacía mucho tiempo que no lo había tocado.
    -Vamos, ven a cenar -dijo Hoffmann-, y luego te bañarás, Danae, te bañarás en el oro si quieres.
    Y la llevó hacia la mesa. -Tengo frío -dijo ella.
    Hoffmann miró a su alrededor; las ventanas y la cama estaban tapizadas de damasco rojo: arrancó una cortina de la ventana y se la dio a Arsène.
    Arsène se envolvió en la cortina, que pareció ceñirse por sí misma como los pliegues de un manto antiguo, y bajo aquel paño rojo su cabeza pálida aumentó su carácter.
    Hoffmann casi tenía miedo.
    Se sentó a la mesa, se sirvió y bebió dos o tres vasos de vino de Champagne uno tras otro. Entonces le pareció que a los ojos de Arsène subía una ligera coloración.
    Le sirvió a su vez, y a su vez ella bebió. Luego quiso hacerla comer; pero ella se negó. Y como Hoffmann insistiese, ella dijo:
    -No podría tragar. -Entonces bebamos. Ella tendió su vaso. -Sí, bebamos.
    Hoffmann tenía hambre y sed; comió y bebió. Sobre todo bebió; sentía que necesitaba osadía; no porque Arsène, como en su casa, pareciese dispuesta a resistírsele, bien por la fuerza, bien por el desdén, sino porque algo helado emanaba del cuerpo de la bella invitada.
    A medida que él bebía, a sus ojos al menos, Arsène se animaba; sólo que, cuando, a su vez, Arsène vaciaba su vaso, algunas gotas rojas rodaban de la parte inferior del collar de terciopelo sobre el pecho de la bailarina. Hoffmann miraba sin comprender; luego, sintiendo algo terrible y misterioso allí, combatió sus escalofríos interiores multiplicando los brindis que hacía a sus hermosos ojos, a su hermosa boca, a las hermosas manos de la bailarina.
    Ella le acompañaba bebiendo, tanto como él y pareciendo animarse, no por el vino que bebía, sino por el vino que bebía Hoffmann.
    De pronto, del fuego rodó un tizón.
    Hoffmann siguió con los ojos la dirección de la tea de llamas, que sólo se detuvo al encontrar el pie desnudo de Arsène.
    Para calentarse, sin duda, Arsène se había quitado sus medias y sus zapatos; su piececito, blanco como el mármol, estaba puesto sobre el mármol del lar, blanco también como el pie con el que parecía no formar más que un solo objeto.
    Hoffmann lanzó un grito. -¡Arsène, Arsène, cuidado! -¿Por qué? -preguntó la bailarina. -Este tizón… ese tizón que toca su pie. Y en efecto, cubría la mitad del pie de Arsène. -Quítelo -dijo ella tranquilamente.
    Hoffmann se agachó, quitó el tizón y se dio cuenta, con espanto, que no era la brasa lo que había quemado el pie de la joven, sino el pie de la joven lo que había apagado la brasa.
    -Bebamos -dijo. -Bebamos -dijo Arsène. Y ella tendió su vaso. Vaciaron la segunda botella.
    Sin embargo, Hoffmann sentía que la ebriedad del vino no le bastaba.
    Vio un piano. -Bueno -exclamó.
    Había comprendido el recurso que le ofrecía la ebriedad de la música.
    Se lanzó hacia el piano.
    Luego, bajo sus dedos nació naturalmente la melodía sobre la que Arsène bailaba aquel paso a tres en la ópera de París, cuando la había visto por primera vez.
    Pero a Hoffmann le parecía que las cuerdas del piano eran de acero. El instrumento sólo devolvía un ruido semejante al de toda una orquesta.
    -¡Ah -dijo Hoffmann-, sea enhorabuena! Acababa de encontrar en aquel ruido la embriaguez que buscaba; por su parte, Arsène se levantó a los primeros acordes.
    Como una red de fuego, aquellos acordes habían parecido envolver toda su persona.
    Apartó lejos de ella la cortina de damasco rojo y, cosa extraña, igual que en el teatro se opera un cambio mágico, sin que se sepa por qué medio, en ella se había operado un cambio, y en lugar de un vestido gris, en lugar de sus hombros vacíos de adornos, reapareció con el traje de Flora, chorreante de flores, vaporosa de gasa, estremecedora de voluptuosidad.
    Hoffmann lanzó un grito; luego, duplicando la energía, pareció hacer brotar un vigor infernal de aquel pecho del clavecín, resonante bajo sus fibras de acero.
    Entonces el mismo milagro fue a turbar el espíritu de Hoffmann. Aquella mujer saltarina, que se había animado gradualmente operaba sobre él una atracción irresistible. Había tomado por escenario todo el espacio que separaba el piano de la alcoba, y, sobre el fondo rojo de la cortina, se destacaba como una aparición del infierno. Cada vez que volvía desde el fondo hacia Hoffmann, Hoffmann se levantaba en su silla; cada vez que se alejaba hacia el fondo, Hoffmann se sentía arrastrado por sus pasos. Finalmente, sin que Hoffmann comprendiera cómo se producía, el movimiento cambió bajo sus dedos; no fue ya la melodía que había oído lo que tocaba, fue un vals; aquel vals era el Deseo de Beethoven; había ido, como una expresión de su pensamiento, a colocarse bajo sus dedos. Por su lado
    , Arsène había cambiado el compás; giró sobre sí misma al principio, luego, poco a poco, ampliando el giro que trazaba, se acercó a Hoffmann. Hoffmann, jadeante, la sentía llegar, la sentía acercarse; comprendía que, en el último círculo, ella llegaría a tocarle y que entonces le sería forzoso levantarse a su vez y tomar parte en aquel vals ardiente. En él se producía al mismo tiempo deseo y espanto. Por último, Arsène, extendió la mano al pasar, y le rozó con la punta de los dedos. Hoffmann dio un grito, saltó como si le hubiera tocado una chispa eléctrica y se lanzó tras las huellas de la bailarina, se reunió con ella, la enlazó en sus brazos, continuando en su pensamiento la melodía interrumpida en la realidad, oprimiendo contra su corazón aquel cuerpo que había recuperado su elasticidad, aspirando las miradas de sus ojos, el aliento de su boca, devorando con sus aspiraciones aquel cuello, aquellos hombros, aquellos brazos; girando, no ya en un aire respirable, sino en una atmósfera de llama que, penetrando hasta el fondo del pecho de los dos valsadores, terminó por arrojarlos, jadeantes y en el desvanecimiento del delirio, sobre la cama que los esperaba.
    Cuando Hoffmann se despertó al día siguiente, acababa de comenzar una de esas luces macilentas de los inviernos de París, y penetraba hasta la cama por la cortina arrancada de la ventana. Miró a su alrededor sin saber dónde estaba, y sintió que una masa inerte pesaba sobre su brazo izquierdo. Se inclinó hacia el lado en que el embotamiento ganaba su corazón, y reconoció, acostada a su lado, no ya a la hermosa bailarina de la ópera, sino a la pálida joven de la plaza de la Révolution.
    Entonces se acordó de todo, sacó de debajo de aquel cuerpo rígido su brazo helado y, viendo que aquel cuerpo permanecía inmóvil, cogió un candelabro en el que aún ardían cinco bujías, y a la doble claridad del día y de las bujías, se dio cuenta de que Arsène carecía de movimiento y estaba pálida y con los ojos cerrados.
    Su primera idea fue que la fatiga había sido más fuerte que el amor, que el deseo y que la voluntad, y que la joven se había desvanecido. Cogió su mano, y su mano estaba helada: buscó los latidos de su corazón, y su corazón no latía.
    Entonces una idea horrible cruzó por su mente; se colgó del cordón de una campanilla, que se rompió entre sus manos; luego, lanzándose hacia la puerta, la abrió y se precipitó por los escalones gritando. -¡Ayuda! ¡Socorro!
    Un hombrecito de negro subía precisamente en aquel momento la escalera que bajaba Hoffmann. Alzó la cabeza: Hoffmann lanzó un grito. Acababa de reconocer al médico de la ópera.
    -¡Ah, es usted, querido señor! -dijo el doctor reconociendo a Hoffmann a su vez-; ¿qué ocurre, por qué todo ese ruido?
    -¡Oh, venga, venga! -dijo Hoffmann sin tomarse la molestia de hacer el esfuerzo de explicar al médico lo que esperaba de él, y esperando que la vista de Arsène inanimada explicara más al doctor que todas sus palabras-: Venga.
    Y le arrastró a la habitación.
    Luego, empujándole hacia el lecho, mientras que con la otra mano cogía el candelabro que acercó al rostro de Arsène, dijo:
    -Mire, vea.
    Pero en vez de parecer asustado, el hombrecito dijo:
    -¡Ah! Ha sido usted el que ha rescatado el cuerpo para que no se pudriera en la fosa común… Muy bien, joven, muy bien.
    -Ese cuerpo… -murmuró Hoffmann-, rescatado… la fosa común. ¿Qué dice? ¡Dios mío!
    -Digo que nuestra pobre Arsène, detenida ayer a las ocho de la mañana, fue juzgada ayer a las dos de la tarde y ejecutada a las cuatro.
    Hoffmann creyó que iba a volverse loco; cogió al doctor por el cuello.
    -¡Ejecutada ayer a las cuatro! -exclamó estrangulándolo-. ¡Arsène ejecutada!
    Y soltó una carcajada, pero una carcajada tan extraña, tan estridente, tan fuera de todas las modulaciones de la risa humana que el doctor clavó sobre él unos ojos casi asustados.
    -¿Lo duda? -preguntó.
    -¡Cómo! -exclamó Hoffmann-. Claro que lo dudo. Porque he cenado, he valsado y he dormido esta noche con ella.
    -Entonces es un caso extraño que consignaré en los anales de la medicina -dijo el doctor-, y usted firmará el acta, ¿verdad?
    -Pero yo no puedo firmar porque le desmiento, porque le digo que es imposible, porque le digo que eso no ha sido así.
    -¡Ah, usted dice que no ha sido así! -continuó el doctor-; me dice eso a mí, el médico de prisiones; a mí, que hice cuanto pude por salvarla y que no pude lograrlo; a mí, que le dije adiós al pie del cadalso. Usted me dice que no ha sido así. ¡Espere!
    Entonces el médico extendió el brazo, oprimió el pequeño resorte de diamante que servía de broche al collar de terciopelo y tiró del terciopelo hacia sí.
    Hoffmann lanzó un grito terrible. Al dejar de ser mantenida por el único lazo que la unía a los hombros, la cabeza de la supliciada rodó de la cama al suelo y no se detuvo hasta el zapato de Hoffmann, como el tizón tampoco se había detenido hasta el pie de Ársène.
    El joven dio un salto hacia atrás y se precipitó por las escaleras aullando:
    -¡Estoy loco!
    La exclamación de Hoffmann no tenía nada de exagerado; ese débil tabique que, en el poeta que ejerce de forma desmesurada sus facultades cerebrales, ese débil tabique, decíamos, que, separando la imaginación de la locura, parece a veces presto a romperse, crujía en su cabeza con el ruido de una pared que se agrieta.
    Pero en aquella época no se corría demasiado tiempo por las calles de París sin decir por qué se corría; los parisinos se habían vuelto muy curiosos en el año de gracia de 1793, y siempre que un hombre pasaba corriendo detenían al hombre para saber de quién corría o quién corría tras él.
    Detuvieron a Hoffmann frente a la iglesia de la Asunción, que habían convertido en cuerpo de guardia, y le condujeron ante el jefe del puesto.
    Allí Hoffmann comprendió el peligro real que corría; unos le tomaban por un aristócrata que corría para ganar cuanto antes la frontera; otros gritaban:
    ¡Al agente de Pitt y Cobbourg!; algunos decían: ¡Al tribunal revolucionario!, cosa que era menos divertida todavía. A veces se volvía de las estupideces; del tribunal revolucionario nunca.
    Entonces Hoffmann trató de explicar lo que le había pasado desde la víspera por la noche. Contó el juego, la ganancia. Cómo había corrido por la calle de Hanovre con los bolsillos llenos de oro; cómo la mujer que buscaba no estaba allí; cómo bajo el imperio de la pasión que lo quemaba, había corrido por las calles de París; cómo al pasar por la plaza de la Révolution había encontrado a aquella mujer sentada al pie de la guillotina; cómo ella le había llevado a un hotel de la calle Saint-Honoré, y cómo allí, después de una noche durante la que se habían sucedido todas las embriagueces, había encontrado reposando entre sus brazos no sólo una mujer muerta, sino una mujer decapitada.
    Todo aquello era muy improbable; por eso el relato de Hoffmann obtuvo poco crédito; los más fanáticos de la verdad gritaron: ¡mentira!; los más moderados: ¡locura!
    En esto, uno de los asistentes dio esta opinión luminosa.
    -¿Dice usted que ha pasado la noche en un hotel de la calle Saint-Honoré?
    -Sí.
    -¿Y que allí vació los bolsillos llenos de oro encima de una mesa?
    -Sí.
    -¿Que se acostó y cenó con la mujer cuya cabeza, al rodar a sus pies, ha causado en usted el gran espanto que le dominaba cuando le hemos detenido?
    -Sí.
    -Bueno, busquemos el hotel; quizá no encontremos el oro, pero encontraremos a la mujer.
    -Sí -gritó todo el mundo-, busquemos, busquemos, busquemos.
    Hoffmann hubiera preferido no buscar; pero le fue forzoso obedecer a la inmensa voluntad resumida a su alrededor con esa palabra de busquemos.
    Salió, pues, de la iglesia y bajó la calle Saint-Honoré buscando.
    No era mucha la distancia entre la iglesia de la Asunción y la calle Royale. Y, sin embargo, Hoffmann, por más que buscó, al principio con negligencia, luego con más atención, y, por último, con voluntad de encontrar, no encontró nada que le recordase el hotel en que había entrado la víspera, en que había pasado la noche, y de donde acababa de salir. Como esos palacios mágicos que se desvanecen cuando el maquinista teatral no los necesita, el hotel de la calle Saint-Honoré había desaparecido después de que se hubiera representado en él la escena infernal que nosotros hemos tratado de describir.
    Todo aquello no afectaba a los patanes que habían acompañado a Hoffmann y que querían una solución cualquiera a su locura; y aquella solución no podía ser otra que el descubrimiento del cadáver de Arsène o la detención de Hoffmann como sospechoso.
    Pero como no se encontraba el cuerpo de Arsène, ya se discutía sobre la detención de Hoffmann cuando éste divisó en la calle al hombrecito de negro y le llamó en su ayuda, invocando su testimonio sobre la verdad del relato que acababa de hacer.
    La voz de un médico siempre tiene gran autoridad sobre la multitud. Éste dijo su profesión, y le dejaron acercarse a Hoffmann.
    -¡Ay, pobre hombre! -dijo tomándole la mano so pretexto de tomarle el pulso, aunque, en realidad, para aconsejarle, mediante una presión particular, que no le desmintiese-; pobre joven, se ha escapado.
    -¿De dónde se ha escapado? ¿De quién? -exclamaron veinte voces al unísono.
    -¿Escapado de dónde? -preguntó Hoffmann que no quería aceptar la vía de salvación que le ofrecía el doctor y que consideraba una humillación.
    -¡Pardiez! -dijo el médico-; se ha escapado del hospicio.
    -¡Del hospicio! -exclamaron las mismas voces ¿De qué hospicio?
    -¡Del hospicio de locos!
    -¡Ah, doctor, doctor -exclamó Hoffmann-, basta de bromas!
    -¡Pobre diablo! -dijo el doctor sin parecer escuchar a Hoffmann-; el pobre diablo habrá perdido en el cadalso a alguna mujer que amaba.
    -¡Oh, sí, sí -dijo Hoffmann-, la quería mucho, pero no tanto como a Antonia!
    -¡Pobre muchacho! -dijeron varias mujeres que se encontraban allí y que comenzaron a compadecer a Hoffmann.
    -Sí, desde esa época -siguió el doctor-, es presa de una terrible alucinación; cree jugar… cree ganar… Cuando ha jugado y ha ganado, cree que puede poseer a la que ama; luego, con su oro corre por las calles; luego se encuentra a una mujer al pie de la guillotina, luego la lleva a un palacio magnífico, en alguna espléndida hostería, donde pasa la noche bebiendo, cantando, tocando música con ella; luego la encuentra muerta. ¿No es eso lo que ha contado?
    -Sí, sí -gritó la multitud-, eso mismo.
    -Pues bien, bien -dijo Hoffmann, con la mirada resplandeciente-, ¿dirá que no es cierto, doctor, usted que ha abierto el broche de diamantes que cerraba el collar de terciopelo? ¡Oh, habría debido sospechar algo cuando vi el vino de Champagne rezumar bajo el collar, cuando vi el tizón encendido rodar sobre su pie desnudo, y su pie desnudo, su pie de muerta, en vez de quemarse con el tizón, apagarlo!
    Ya lo ven, ya lo ven -dijo el doctor con la mirada llena de compasión y con una voz llena de lástima-; ya está apoderándose de él la locura.
    -¡Cómo que mi locura! -exclamó Hoffmann-. ¿Cómo se atreve usted a decir que no es cierto? ¿Se atreve a decir que no he pasado la noche con Arsène a la que guillotinaron ayer? ¿Se atreve a decir que su collar de terciopelo no era lo único que mantenía su cabeza sobre sus hombros? ¿Se atreve a decir que, cuando usted ha abierto el broche y quitado el collar, no ha rodado la cabeza sobre la alfombra? ¡Vamos, doctor, vamos, usted sabe de sobra que digo la verdad!
    Amigos míos -dijo el doctor-, ¿ya están suficientemente convencidos, verdad?
    -Sí, sí -gritaron las cien voces de la multitud. Los asistentes que no gritaban movían melancólicamente la cabeza en señal de adhesión.
    -Bien, entonces -dijo el doctor-, que venga un coche para que yo le lleve.
    -¿Adónde? -exclamó Hoffmann-; ¿adónde quiere llevarme?
    -¿Adónde? -dijo el doctor-, a la casa de locos, de la que usted se ha escapado, amigo mío.
    -Déjeme hacer, pardiez, o no respondo de usted. Estas gentes creerán que se ha burlado de ellos, y le harán pedazos.
    Hoffmann lanzó un suspiro y dejó caer los brazos. -Ya le ven -dijo el doctor-, ahora es dulce como un cordero, ha pasado la crisis… ¡Ay, amigo mío…! Y el doctor pareció calmar a Hoffmann con la mano, como se calma a un caballo desbocado o a un perro rabioso.
    Mientras tanto, habían parado un fiacre y lo habían traído.
    -¡Suba deprisa! -dijo el médico a Hoffmann. Hoffmann obedeció; en aquella lucha se habían gastado todas sus fuerzas.
    -¡A Bicêtre! -dijo en voz alta el doctor subiendo detrás de Hoffmann.
    Luego, en voz baja, preguntó al joven: -¿Dónde quiere bajarse?
    -En el Palais-Egalité -articuló penosamente Hoffmann.
    -En marcha, cochero -gritó el doctor. -¡Viva el doctor! -gritó la muchedumbre.
    Le pasa siempre a la multitud cuando está bajo el imperio de una pasión: grita viva alguien o muera alguien.
    En el Palais-Egalité el doctor hizo detenerse el fiacre.
    Adiós, joven -le dijo el doctor a Hoffmann-, y si quiere hacerme caso, váyase a Alemania cuanto antes; no corren buenos tiempos en Francia para los hombres que tienen una imaginación como la suya.
    Y empujó fuera del fiacre a Hoffmann que, estupefacto aún por lo que acababa de ocurrirle, hubiera caído directamente bajo una carreta que hacía el camino inverso al del fiacre, si un joven que pasaba no se hubiera precipitado ni hubiera retenido a Hoffmann en sus brazos en el momento en que, por su parte, el carretero trataba de detener los caballos. El fiacre siguió su camino.
    Los dos jóvenes, el que había estado a punto de caer y el que lo había detenido, lanzaron al mismo tiempo un solo grito:
    -¡Hoffmann! -¡Werner!
    Luego, viendo el estado de atonía en que se encontraba su amigo, Werner lo llevó al jardín del Palais-Royal.
    Entonces el pensamiento de todo lo que había pasado volvió más nítido al recuerdo de Hoffmann, y se acordó del medallón de Antonia dejado en prenda en la tienda del cambista alemán.
    Inmediatamente lanzó un grito pensando que había vaciado todos sus bolsillos sobre la mesa de mármol del hotel. Pero al mismo tiempo se acordó que, para desempeñarlo, había puesto aparte tres luises en el bolsillo del chaleco.
    El bolsillo había conservado fielmente su depósito: los tres luises seguían estando allí.
    Hoffmann escapó de los brazos de Werner gritándole: ¡Espérame!, y se lanzó en dirección a la tienda del cambista.
    A cada paso que daba le parecía avanzar, saliendo de un vapor espeso, y a través de una nube que iba aclarándose, hacia una atmósfera pura y resplandeciente.
    A la puerta del cambista se detuvo para respirar; la antigua visión, la visión de la noche casi había desaparecido.
    Recuperó el aliento por un instante y entró.
    El cambista estaba en su sitio, los platillos de cobre estaban en su sitio.
    Al ruido que hizo Hoffmann al entrar el cambista alzó la cabeza.
    Ah, ah -dijo-, es usted, mi joven compatriota; le confieso que no pensaba volver a verle.
    -Espero que con eso no quiera decirme que ha dispuesto del medallón -exclamó Hoffmann.
    -No, había prometido guardárselo, y aunque me hubieran dado veinticinco luises en vez de los tres que usted me debe, el medallón no habría salido de mi tienda.
    Aquí están los tres luises-dijo tímidamente Hoffmann-; pero le confieso que no tengo nada que ofrecerle por los intereses.
    -Por los intereses de una noche -dijo el cambista-; ¿tiene usted ganas de bromas? Los intereses de tres luises por una noche y a un compatriota, nunca.
    Y le devolvió el medallón.
    -Gracias, señor -dijo Hoffmann-, y ahora -continuó con un suspiro-, voy a buscar dinero para volver a Mannheim.
    -¿A Mannheim? -dijo el cambista-. ¿Es usted de Mannheim?
    -No señor, no soy de Mannheim, pero vivo en Mannheim; mi prometida está en Mannheim; ella me espera y yo vuelvo para casarme con ella.
    -¡Vaya! -dijo el cambista.
    Luego, cuando ya el joven había puesto la mano sobre el tirador de la puerta, le dijo:
    -¿Conoce en Mannheim a un viejo amigo mío, un viejo músico?
    -¿Llamado Gottlieb Murr? -exclamó Hoffmann. -¡Exacto! ¿Le conoce?
    -¿Cómo que si le conozco? Ya lo creo, porque su hija es mi prometida.
    -Antonia -exclamó a su vez el cambista. -Sí, Antonia -respondió Hoffmann.
    -¿O sea, joven, que vuelve a Mannheim para casarse con Antonia?
    -Desde luego.
    -Quédese en París, porque haría usted un viaje inútil.
    -Y eso, ¿por qué?
    -Porque aquí tiene una carta de su padre, que me anuncia que hace ocho días, a las tres de la tarde, Antonia murió súbitamente cuando tocaba el arpa.
    Era exactamente el día en que Hoffmann había ido a casa de Arsène para hacer su retrato; era exactamente la hora en que había puesto sus labios en su hombro desnudo.
    Hoffmann pálido, tembloroso, anonadado, abrió el medallón para llevar la imagen de Antonia a sus labios, pero el marfil se había vuelto tan blanco y tan puro como si estuviera virgen todavía del pincel del artista.
    De Antonia no le quedaba nada a Hoffmann, dos veces infiel a su juramento, ni siquiera la imagen de aquella a la que había jurado amor eterno.
    Dos horas después, Hoffmann, acompañado de Werner y del buen cambista, montaba en el coche de Mannheim, a donde llegó justo a tiempo para acompañar al cementerio al cuerpo de Gottlieb Murr, que había recomendado al morir que lo enterrasen al lado de su querida Antonia.

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