Próxima Centauri
Proxima Centauri, © 1935 (Astounding Stories, Marzo de 1935). Traducción de Horacio González Trejo en La edad de oro de la ciencia ficción, tomo 2, recopilada por Isaac Asimov, Ediciones Martínez Roca S.A., 1976.
Lo que recordaba más claramente de Próxima Centauri, al correr de los años, era el indefinible horror que sentí ante la idea de una raza de plantas inteligentes y ávidas de alimento animal. El volver del revés una situación aceptada, algo tan trivial que resulta prácticamente olvidado, es un efecto que casi nunca falla, para un cuento de ciencia-ficción. Naturalmente, los animales se alimentan de plantas y, naturalmente, los animales son rápidos y más o menos inteligentes, mientras que las plantas carecen de autonomía y son totalmente pasivas (a excepción de algunas raras plantas comedoras de insectos, que pueden pasarse por alto). Pero, ¿que ocurriría si las plantas inteligentes y carnívoras se alimentaran de animales?
En los cuentos de ciencia-ficción de aquella época se prestaba cada vez más atención a la verosimilitud científica; en este cuento de Leinster, publicado en Astounding Stories de Marzo de 1935, el viaje a la estrella más cercana se describía como una expedición de varios años.
Mientras releía Próxima Centauri, recordé Universe, de Robert A. Heinlein, publicado seis años después en Astounding Stories de Mayo de 1941. Tanta era la semejanza entre ambos relatos que cuando se describe al Jack Gary de Próxima Centauri como un Mut, supuse en seguida que eso significaba ser un Mutante, como habría ocurrido en Universe, y me sorprendí al descubrir que significaba Mutineer (Amotinado). Los parecidos pueden ser una coincidencia. Quizá Heinlein nunca leyó Próxima Centauri.
Isaac Asimov
1
De cerca, el «Adastra» brillaba ya bajo la luz del sol cada vez más próximo. Los discos de visión que recorrían el casco de la gigantesca nave espacial transmitían una débil claridad a las pantallas visoras del interior. Mostraban el monstruoso y redondo globo metálico, entrec¬ruzado por vigas demasiado macizas para ser transportadas por una energía menos poderosa que la de la propia nave espacial. El globo de mil quinientos metros de diámetro aparecía como un objeto débilmente brillante inmóvil en el espacio.
Esa apariencia era engañosa. Aunque la nave parecía monstruosa demasiado inmensa para ser movida por cualquier tipo de energía concebible, en aquel momento reaccionaba a la energía. En una docena de lugares de su costado débilmente brillante se veían unas aberturas. De esas aberturas salían tenues llamas color púrpura. Su resplan¬dor era débil ?más que el de la estrella cercana? pero eran los cohetes desintegradores que habían elevado al «Adastra» desde la superficie de la Tierra y durante siete años lo empujaron a través del espacio interestelar hacia Próxima Centauri, la estrella fija más cercana al sistema solar de la humanidad.
Ahora ya no empujaban la nave, La poderosa máquina reducía velocidad. Diez metros por segundo perdía el globo con exactitud, para mantener dentro de su casco el efecto de la gravedad terrestre. Hacia meses que comenzó a frenar. De una velocidad máxima poco inferior a la de la luz, la primera nave que recorría la distancia entre sistemas solares iba frenando poco a poco, para alcanzar la velocidad de maniobra a unos noventa y seis millones de kilómetros de la estrella.
Lejos, muy lejos, Próxima Centauri resplandecía tentadoramente. Los discos de visión que captaban su débil resplandor sobre el casco de la nave espacial iban conectados a circuitos que transportaban la imagen al interior. En la sala de mandos principal aparecía amplificada muchas veces. Un anciano de barba blanca y uniforme observó la imagen pensativamente. Luego comentó con voz queda, como si hubiera dicho lo mismo otras veces:
?Ese anillo resulta extraño. Es doble, como el de Saturno, Sa¬turno tiene nueve lunas. Uno se pregunta cuántos planetas tendrá esta estrella.
La muchacha dijo, nerviosa:
?Pronto lo sabremos, ¿no? Estamos a punto de llegar. Ya cono¬cemos el período de rotación de uno. Jack dijo que…
Su padre se volvió deliberadamente hacia ella.
?¿Jack?
?Gary ?respondió la muchacha?. Jack Gary.
?Parece bien dispuesto y es muy hábil, pero es un Mut, ¡No lo ol¬vides! ?dijo el anciano sin alzar la voz.
La muchacha se mordió el labio.
El anciano continuó con gran lentitud y sin acritud:
?Es lamentable que se haya producido esta división entre la tri¬pulación de lo que debía ser una expedición científica realizada con el espíritu de una cruzada. Tú apenas puedes recordar cómo comenzó. Pero nosotros, los oficiales, sabemos demasiado bien cuántos esfuerzos hicieron los Muts por dar al traste con el propósito de nuestro viaje. Jack Gary es un Mut. A su manera, es inteligente. Yo le habría traído a los alojamientos de los oficiales, pero Alstair investigó y des¬cubrió hechos indeseables que lo desaconsejaron.
?¡No le creo a Alstair! ?dijo la muchacha en el mismo tono im¬parcial?. De todos modos, fue Jack quien captó las señales. ¡Y él, oficial o Mut, es quien se ocupa de ellos! De cualquier modo, es hu¬mano. Es hora de que lleguen nuevamente las señales y tú le necesitas para cuando eso ocurra.
El anciano frunció el entrecejo y se dirigió con precaución hacia un asiento. Se sentó con el cuidado habitual y bastante patético de un anciano. Naturalmente, el «Adastra» no exigía una vigilancia tan constante como las naves interplanetarias. Allí, en el vacío, no era necesario vigilar por si aparecían otros viajeros, o meteoros, o aquellos extraños campos de fuerza todavía inexplicables que, al principio, hicieron tan peligrosos los viajes interplanetarios.
De cualquier modo, la nave era una estructura tan gigantesca que los meteoritos pequeños no podrían dañarla. Y a la velocidad a que viajaba en aquel momento, los grandes serían captados por los campos de inducción a tiempo para observarlos y, sí era nece¬sario, desviarlos.
Una puerta lateral de la sala de mandos se abrió de súbito y en¬tró un hombre. Observó con mirada de profesional consciente los grupos de indicadores. Se oyó el disparo de un relé, y volvió la mi¬rada hacia allí. Luego saludó al anciano con meticulosa corrección y sonrió a la muchacha.
?¡Ah, Alstair! ?dijo el anciano?. ¿Tú también estás interesado en las señales?
?Sí, señor. ¡Por supuesto! Como vicecomandante prefiero vigi¬lar las señales. Gary es un Mut y no me gustaría que obtuviera información que pudiese ocultar a los oficiales.
?¡Eso es una tontería! ?exclamó la muchacha con acaloramiento.
?Probablemente ?admitió Alstair?. Supongo que sí. Incluso creo que es así, pero prefiero no descuidarme.
Se oyó el sonido de un zumbador. Alstair apretó un botón y se iluminó un disco visor. En él apareció un rostro joven, moreno y bastante serio.
?Sin novedad, Gary ?dijo Alstair, lacónico.
Apretó otro botón. El disco visor se obscureció y se iluminó de nuevo para mostrar un largo pasillo por el cual avanzaba una figura solitaria. Al acercarse, el mismo rostro de antes les miró con indife¬rencia. Alstair dijo secamente:
?Las puertas están abiertas, Gary. Puede pasar.
?¡Considero que eso es monstruoso! ?exclamó la muchacha enojada mientras el disco se obscurecía?. ¡Confiáis en él! ¡Tenéis que hacerlo! ¡Pero cada vez que entra en los camarotes de la oficialidad actuáis como si viniera con una bomba en cada mano y el resto de los hombres le siguiera!
Alstair se encogió de hombros y miró al anciano, que dijo con fastidio:
?Querida, Alstair es vicecomandante y será comandante del via¬je de regreso a la Tierra. Me gustaría que te mostraras menos de¬sagradable.
La muchacha volvió la espalda con intención a la enérgica figura de Alstair con su elegante uniforme, y apoyó el mentón entre las manos, pensativa, mirando a la pared opuesta. Alstair se acercó a los grupos de indicadores y los estudió con atención. El ventilador zumbaba suavemente. Un relé sonó haciendo un ruido curioso, como engreído y satisfecho de sí mismo. No se oía nada más.
El «Adastra», la obra más poderosa de la raza humana, avanzaba por el espacio mientras la luz de un astro desconocido resplande¬cía débilmente sobre su enorme casco. Doce llamas de color púrpu¬ra brillaban en los agujeros de la parte delantera. Reducía su velocidad a razón de diez metros por segundo, manteniendo el efecto de la gravedad terrestre en el interior.
La Tierra quedaba a siete años de viaje y a incontables billones de kilómetros. Los viajes interplanetarios ya eran algo común en el sistema solar, una colonia próspera en Venus y una precaria colonia mantenida en la más grande de las lunas de Júpiter prome¬tían un lucrativo comercio espacial para cuando las ciudades muer¬tas de Marte dejaran de dar su botín increíblemente rico. El «Adastra» era la primera nave que exploraba el espacio más allá de Plutón.
Era la más grandiosa de las naves, la estructura más colosal construida por los hombres, Por cierto que al principio el proyecto fue tildado de irrealizable por los mismos hombres que después hi¬cieron una realidad de su construcción. Las vigas de su armazón eran tan inmensas que, una vez soldadas, no pudieron moverse con ningún dispositivo de elevación de los que tenían a su disposición los constructores. En consecuencia, hicieron moldes y el metal fue colado en su posición definitiva como parte de la nave. Los tubos de sus motores eran tan colosales que las vibraciones supersónicas necesarias para neutralizar el efecto desintegrador del campo de Cald¬well debían generarse en treinta puntos distintos de cada tubo, pues de lo contrario, la desintegración del combustible se habría exten¬dido a los tubos y luego a la gran nave, descomponiendo incluso el planeta madre en un estallido de radiantes llamas púrpura. A la aceleración máxima, cada conjunto de doce tubos desintegraba cinco centímetros cúbicos de agua por segundo.
Sus depósitos de aire transportaban una reserva que podía susten¬tar a su tripulación de trescientas personas durante diez meses sin ne¬cesidad de purificarlo. Sus almacenes, sus provisiones de materias pri¬mas y acabadas eran tan abundantes que enumerarlos equivaldría a recitar números sin sentido.
En su interior incluso había doscientas hectáreas reservadas al cul¬tivo de alimentos, donde las cosechas crecían bajo las lámparas solares. Servían de fertilizantes los desperdicios de materias orgánicas. Las plantas absorbían el anhídrido carbónico para devolverlo en parte como oxígeno y en parte como verduras ricas en hidratos de carbono.
El «Adastra» era en sí mismo un mundo. Con una reserva suficiente de energía, podía mantener indefinidamente a su tripulación, renovar sus provisiones alimenticias, depurar su atmósfera interna sin pér¬didas.
Contenía en su interior espacio suficiente para satisfacer toda ne¬cesidad humana, incluso la de soledad.
Al emprender el viaje más estupendo de la historia humana, se le había concedido la calificación legal de mundo; el comandante tenía poderes para dictar y hacer cumplir todas las leyes necesarias. Embarcada hacia un destino situado a cuatro años-luz de distancia, se calcu¬laba que el plazo mínimo de viaje sería de catorce años. Ninguna tri¬pulación dejaría de sufrir bajas en un viaje tan largo. Por consiguien¬te, en aquel viaje no se habían alistado hombres, sino familias.
Cuando el «Adastra» despegó de la Tierra había cincuenta niños a bordo. Durante el primer año de viaje nacieron diez. La gente de la Tierra supuso que la poderosa nave no sólo podía alimentar por tiempo indefinido a su tripulación, sino que ésta, con sus necesidades cu¬biertas y con medios adecuados de diversión y educación, se perpetuaría a si misma de tal modo que un viaje de mil años fuera tan fac¬tible como la primera travesía a Próxima Centauri.
Y así pudo ser, salvo por un hecho tan trivial y humano que nadie supo preverlo: el tedio. En menos de seis meses, el viaje dejó de ser una gran aventura. La vida en la gran nave pasó a ser una rutina mortal, sobre todo para las mujeres.
El «Adastra» se asemejaba a una gigantesca casa de apartamen¬tos sin periódicos, tiendas, películas de estreno, caras nuevas, ni siquiera el aliciente de los cambios de tiempo, tan molestos en tierra. Al estar previstas todas las circunstancias del viaje, era impo¬sible la sorpresa. Esto equivalía al tedio.
El tedio trajo la inquietud. Y la inquietud, existiendo a bordo mujeres que habían soñado con grandes aventuras, fue un gran pandemónium. Sus maridos ya no les parecían héroes fascinantes, sino meros seres humanos. Los hombres sufrieron desilusiones se¬mejantes. Solicitudes de divorcio inundaron el escritorio del comandante, que era la suprema autoridad legal. El octavo mes hubo un asesinato, y dentro de los tres meses siguientes otros dos.
Al año y medio de salir de la Tierra, la tripulación estaba en situación de semiamotinamiento, originado por la profunda monotonía. Al cumplirse el segundo año, los camarotes de los oficiales fueron sellados para separarlos de la parte común del «Adastra». La tripulación fue desarmada, y los trabajos que se exigían a los amo¬tinados eran cumplidos por la fuerza de las armas en manos de los oficiales. Después del tercer año, la tripulación exigió el regreso a la Tierra. Pero el tiempo que necesitaba el «Adastra» para decelerar y cambiar de rumbo en aquel momento la haría llegar tan cerca de su destino, que no constituiría diferencia apreciable en la duración total de su viaje. Los miembros de la tripulación intentaron aliviar el tiempo que les faltaba con todos los vicios y pasatiempos que podían improvisar a falta de verdadera necesidad de trabajar.
En la sección de los oficiales se referían a los subordinados con una palabra que se hizo habitual, una contracción del vocablo «Mu¬tineers». La tripulación terminó por eludir el trato con los oficiales. A pesar de lo que dijera Alstair, ya no había peligro de que se de¬clarase una rebelión. Aunque tardíamente, habían alcanzado una especie de equilibrio psicológico.
Del nerviosismo característico de los moradores de una casa de pisos aislada, la mayor parte de la dotación del «Adastra» pasó a adoptar el carácter de los habitantes de un pueblo aislado. La diferencia era significativa. Los niños criados durante el largo viaje a través del espacio estaban bien adaptados a las condiciones de ais¬lamiento y rutina.
Jack Gary era uno de ellos. Contaba dieciséis años cuando em¬prendió la travesía y era hijo de un ingeniero de cohetes cuya muer¬te se produjo durante el segundo año. Helen Bradley también entraba en este grupo; tenía catorce años cuando su padre, creador y comandante del poderoso globo, accionó la palanca de mando que puso en marcha los inmensos cohetes.
Al dar comienzo el viaje, su padre ya había pasado la madurez. Era un anciano envejecido por las responsabilidades de siete años ininterrumpidos. Y sabía, lo mismo que Helen, aunque ella no se atreviese a confesárselo, que jamás sobreviviría al largo viaje de retorno. Alstair ocuparía su puesto y ejercería la autoridad absolu¬ta inherente al cargo. Además, quería casarse con Helen,
Meditó estas cuestiones con la barbilla entre las manos, sentada en la sala de mandos. No se oía nada sino el zumbido del ventilador y de vez en cuando el disparo de algún relé poniendo en marcha las máquinas automáticas, que hacían que el «Adastra» siguiera siendo un mundo donde nunca pasaba nada.
Llamaron a la puerta. El comandante abrió los ojos, algo sobre¬saltado. Ya era muy viejo. Había estado dormitando.
Alstair respondió:
?¡Entre!
Jack Gary entró.
Saludó al comandante sin dirigirse a nadie más, lo cual era correcto según el reglamento, pero los ojos de Alstair relampa¬guearon.
?¡Ah, sí! ?dijo el comandante?. Gary. Se han recibido más se¬ñales, ¿no?
?Sí, señor.
Jack Gary se mostró muy sereno, muy frío. Sólo en una ocasión, cuando miró a Helen, mostró algo diferente de la actitud formal de un hombre concentrado en su trabajo. Luego, en una fracción de se¬gundo, sus ojos le dijeron algo a la muchacha, que asumió una ex¬presión de ruborosa alegría.
Aunque fue una rápida ojeada, Alstair la captó y dijo áspera¬mente:
?¿Ha adelantado algo en el desciframiento de las señales?
Jack manejaba los mandos de un receptor de toda banda, y con¬sultaba notas escritas a lápiz en un cuaderno de cálculos. Estaba analizando el mensaje recibido.
?No, señor. Al principio llega una serie de señales que deben constituir un distintivo de llamada, dado que parte de la misma secuencia vuelve como firma al final. Con permiso del comandante he utilizado la primera parte de la secuencia llamada como firma de nuestros mensajes de respuesta. Pero al estudiar las señales he hallado algo que parece importante.
El comandante preguntó en voz baja:
?¿De qué se trata, Gary?
?Señor, durante algunos meses hemos enviado señales mediante un haz coherente de luz que nos precedía. Su intención era enviar señales por adelantado, de modo que si había seres inteligentes en planetas que rodean este sol, tuvieran la impresión de una misión de paz.
?¡Por supuesto! ?exclamó el comandante?. ¡Resultaría trágico el primer contacto a escala cósmica fuera hostil.
?Desde hace unos tres meses venimos recibiendo respuesta a señales. Siempre a intervalos de poco más de treinta horas. Naturalmente, supusimos que las enviaba una emisora fija que emitía señales una vez al día, cuando la estación se hallaba en la posición may favorable para hacerlo.
?Por supuesto ?repitió el comandante?. Nos permitió conocer período de rotación del planeta de donde provienen las señales.
Jack Gary graduó la última escala y accionó la palanca. Se oyó un zumbido agudo que se extinguió rápidamente. Volvió a mirar los mandos y los controló.
?He comparado los datos teniendo en cuenta nuestro acercamiento. Como acortamos tan rápido la distancia entre nosotros y la estrella, nuestras señales hoy tardan en llegar a Próxima Cen¬tauri varios segundos menos que ayer. Las señales de ellos deberían experimentar el mismo acortamiento de ritmo, si realmente emitieran todos los días a la misma hora planetaria.
El comandante asintió con indulgencia.
?Al principio fue así ?prosiguió Jack?. Pero hace unas tres semanas la frecuencia cambió a otra totalmente distinta. La fuerza de la señal cambió y también la forma de la onda, como si hubiera intervenido otra emisora. El primer día del cambio, las señales llegar¬on un segundo antes de lo que correspondía a nuestra velocidad aproximación. El segundo día llegaron tres segundos antes, el tercero seis y el cuarto diez y así sucesivamente. Llegaban cada vez más antelación, en progresión lineal hasta hace una semana. Luego la velocidad de cambio comenzó a disminuir de nuevo.
?¡Tonterías! ?exclamó Alstair con impaciencia.
?Está en los archivos ?le respondió Jack concisamente.
?¿Cómo explica este hecho, Gary? ?preguntó el comandante.
?Ahora transmiten desde una nave espacial que avanza hacia nosotros con una aceleración cuatro veces mayor que nuestra aceleración máxima ?respondió Jack?. Y, según sus relojes, nos envían esta señal a intervalos iguales, como antes.
Hubo un silencio. Helen Bradley sonrió, distraída. El comandante pensó con detenimiento y luego observó:
?¡Muy bien, Gary! Parece posible. ¿Qué más?
?Bien, señor ?dijo Jack?. Puesto que el ritmo de las señales cambió hace una semana, se diría que la otra nave espacial ha empezado a reducir velocidad. Aquí tiene mis cálculos, señor. Si las señales son transmitidas a intervalos constantes, existe otra nave espacial dirigida hacia nosotros, que está disminuyendo la velocidad para detenerse y alcanzar nuestra posición y velocidad dentro de cuatro días y dieciocho horas Suponen que nos cogerán por sor¬presa.
El rostro del comandante se iluminó.
?¡Maravilloso, Gary! ¡Sin duda debe ser una civilización muy desarrollada! ¡La comunicación entre dos pueblos, separados por una distancia de cuatro años-luz! ¡Cuántas cosas maravillosas apren¬deremos! ¡Y pensar que han enviado una nave muy lejos de su sis¬tema para saludarnos y darnos la bienvenida!
La expresión de Jack seguía siendo grave.
?Espero que sea así, señor ?comentó, lacónico.
?¿Qué pasa ahora, Gary? ?inquirió Alstair con enojo.
?Bueno ?empezó Jack muy despacio? fingen que las señales provienen de su planeta, emitiéndolas en lo que suponen ser inter¬valos constantes. Si quisieran, podrían transmitir veinticuatro horas al día y elaborar un código de comunicaciones. Pero, en cambio, in¬tentan engañarnos. Sospecho que se acercan dispuestos a luchar, como mínimo. Y si no me equivoco, las señales comenzarán exacta¬mente dentro de tres segundos.
Calló y observó el receptor. La cinta que fotografiaba las ondas a medida que entraban, y la otra que registraba las modulaciones, salieron en blanco del receptor. De súbito, tres segundos después, una aguja osciló y sobre las cintas aparecieron minúsculas gráficas blancas. El altavoz emitió ruidos.
Era una voz; esto al menos quedaba claro. Era áspera y al mis¬mo tiempo sibilante, muy parecida al chirrido de un insecto Pero los sonidos que emitía estaban modelados de un modo que no se podría atribuir a un insecto. Evidentemente formaban palabras, sin vocales ni consonantes, pero que poseían inflexión y variaban de volumen y tono.
Los tres hombres y la muchacha que estaban en la sala de man¬dos la habían oído otras veces. Pero ahora advertían en ella una impresión de peligro, de amenaza, de insidioso afán de destruc¬ción, que les heló la sangre.
2
La nave espacial avanzó a través del espacio mientras sus cohetes emitían diminutas llamas púrpura, insignificantes en apariencia, que no despedían humo ni gases, como fuegos fatuos que ardiesen en el vacío de manera inexplicable.
Su aspecto exterior no había cambiado, ni cambiaría al correr de los años. A intervalos largos y pocos frecuentes, los hombres sa¬lían a través de las cámaras estancas y recorrían los costados, ba¬ñando el acero sobre el cual caminaban y sus propios cuerpos con poderosas antorchas térmicas, para evitar que el frío del revesti¬miento se transmitiera a través de los trajes y los matara como hor¬migas sobre una plancha candente. Pero hacía mucho tiempo que no se necesitaba ninguna reparación.
En aquel momento, bajo el lejano y débil resplandor de Próxima Centauri, un hombre protegido por un traje espacial salió de una cámara y fue instantáneamente disparado hasta el extremo de un filiforme cable salvavidas. La deceleración de la nave no sólo simu¬la gravedad en su interior Todo lo que participaba de su movimiento quedaba sometido al mismo efecto. El hombre se alejaba la nave por su propio impulso, o sea por la misma fuerza que en el interior había mantenido sus pies pegados al suelo.
Regresó con dificultad, moviéndose con exagerada torpeza bajo la presión del traje. Se aferró a un saliente donde se enganchó, mientras manejaba un taladro eléctrico. Con la misma torpeza, cambió de posición y volvió a taladrar. La maniobra se repitió por tercera, quinta vez. Durante cerca de media hora trabajó colocando sobre la extensa pared de acero, que siempre parecía hallarse por encima de él, un complicado armazón de cables y tirantes. Al fin pareció darse por satisfecho, regresó a la compuerta y entró. El «Adastra» siguió avanzando exactamente igual, sólo que ahora llevaba aquel minúsculo amasijo de cables, de unos nueve metros de diámetro, que parecía una maraña microscópica de alambre de púas.
Ya dentro del «Adastra», Helen Bradley saludó con entusiasmo a Jack mientras se quitaba el traje especial.
?¡Qué miedo he pasado! ?le dijo?. ¡Era espantoso verte colgado allí! ¡Y pensar que tenias a tu espalda millones de kilómetros de espacio vacío!
?Si la cuerda se hubiera roto ?murmuró Jack con serenidad?, tu padre habría desviado la nave para recogerme. Encendamos el inductor y veamos cómo funciona la nueva parrilla de recepción.
Colgó el traje espacial. Mientras se disponían a atravesar el um¬bral, sus manos se rozaron por casualidad. Se miraron y titubea¬ron, deteniéndose. Los ojos de Helen brillaban. Se enlazaron sin darse cuenta de lo que hacían. Las manos de Jack subieron, ham¬brientas.
Resonaron unos pasos cerca de allí. Alstair, vicecomandante de la nave espacial, apareció por un recodo y se detuvo en seco.
?¿Qué significa esto, Gary? ?preguntó con rabia?. ¡Aunque el comandante le permita entrar en la sección de los oficiales, ello no le autoriza a traer también sus métodos de seductor Mut!
?¡Atrevido! ?gritó Helen, furiosa.
Jack, que había enrojecido, se puso rápidamente lívido de ira.
?Tendrá que disculparse por esas palabras ?dijo con gran se¬renidad? o le enseñaré los métodos Mut de lucha con un arma de fuerza. ¡Como oficial, ahora llevo una!
Alstair lo miró, iracundo.
?Tu padre se encuentra mal ?se volvió a Helen?. Comprende que el viaje está a punto de terminar. Durante los últimos meses, la esperanza le daba fuerzas, pero ahora está…
La muchacha lanzó un grito y salió corriendo.
Alstair se dirigió de nuevo a Jack:
?No me disculparé ?ladró?. Usted es oficial por orden del co¬mandante. Pero además es Mut y, tan pronto como yo sea coman¬dante del «Adastra», perderá la categoría. ¡Se lo advierto! ¿Qué hacia aquí?
Jack estaba mortalmente pálido, pero el cargo de oficial del «Adastra», con la posibilidad de ver a Helen, era demasiado pre¬cioso para dimitir, salvo en caso extremo. Además, tenía que hacer. Por cierto que su trabajo no podría continuar si le quitaban el grado de oficial.
?He instalado una parrilla de interferencia en la parte exterior del casco ?respondió?, para localizar la estación emisora de los mensajes que hemos recibido. Como usted sabe, también actuará como inductor hasta cierta distancia, y a esa distancia será mucho más exacto que los inductores principales de la nave.
?Entonces, ¡dedíquese a su maldito trabajo, conságrele toda su atención, y menos romances! ?exclamó Alstair, punzante.
Jack conectó la toma de la nueva parrilla al receptor de toda banda. Trabajó durante una hora, cada vez más desanimado. Algo andaba muy mal. Los inductores no mostraban nada alrededor del «Adastra». La parrilla de interferencia revelaba un objeto de consi¬derable tamaño a menos de tres millones de kilómetros de distan¬cia y a un lado del rumbo del «Adastra». De improviso, todas las indicaciones de la existencia de dicho objeto desaparecieron. Los diales del receptor de toda banda regresaron a cero.
?¡Maldita sea! ?murmuró Jack en voz baja.
Sintonizó una nueva banda de recepción, hizo algunos cálculos y luego cambió la frecuencia del grupo de repuesto de los inductores principales, poniendo simultáneamente ambos instrumentos a sus nuevas frecuencias. Aguardó, casi conteniendo la respiración, du¬rante cerca de medio minuto. Tal era el tiempo que tardarían las ondas del inductor de la nueva frecuencia en recorrer los tres millo¬nes de kilómetros, ser recogidas luego por los analizadores y de¬nunciar la presencia en el espacio de cualquier objeto que hubiera tendido a deformarla.
Veintiséis, veintisiete, veintiocho segundos. ¡Todas las sirenas de la nave monstruosa resonaron con furia! Las puertas de emergencia aullaron hasta cerrarse con pesado retumbo, convirtiendo los pasillos en compartimentos estancos. Unos segundos después, los visores de la sala de mando principal empezaron a encenderse.