Respaldo de material de tanatología

LA MUERTE NO ES (LA) SINO (NOS)

LA MUERTE NO ES (LA) SINO (NOS)
Desde pequeños pensamos -nos han hecho pensar- que la muerte es algo
extrínseco. Algo que algún día nos adviene y nos “asesina”. Algo que está
simbolizado por un macabro esqueleto andante que empuña, aleve, una larga
guadaña. Ya sabemos que esta representación es sólo una alegoría: Que la
muerte es un “enemigo” apocalíptico que, más bien invisible, se nos acerca como
a traición para asestarnos su golpe mortal casi siempre atinado. Algunas veces –
pocas- por habilidad nuestra o suerte, decimos de tal o cual lance que nos hemos
“escapado” de la muerte. O sea que, a lo más, la vemos ya que no como un mero
símbolo, sino como algo que se ha “disfrazado” o “encarnado”: que se nos acerca
con intención de toro acosante, en aquel camión que nos embiste o en aquella
persona drogada que, navaja en mano, nos asalta al filo de la esquina para
robarnos con impaciencia. En todos esos casos, la muerte, más o menos
disimulada, siempre es llamada “la” muerte, como si fuera, en efecto, un ente
extrínseco, objetivo, dialéctico con “mi” vida. Un ente ajeno a mí y que -valga la
paradoja- tiene vida propia por su cuenta. Pero, como digo en el título de este
artículo, la muerte no es “la” sino que la muerte somos nosotros.
Los exigentes y angustiados existencialistas -que ya han quedado un poco
sobrepasados filosóficamente- dijeron: somos para morir. Se ha escrito que desde
que se nace ya se es bastante viejo como para morir en cualquier momento. La
muerte la llevamos dentro. Estamos desde el principio embarazados de ella. La
muerte es nuestra criatura primogénita. Más aún: somos pura capacidad de
muerte. Esta potencia de morir la vamos convirtiendo, paulatinamente (¿o
aceleradamente?) en acto. Es nuestro progresivo envejecimiento.
De modo que el microbio que atenta, o el trailer que nos abre la cabeza, o el arma
que nos atraviese los hígados, no son más que los detonadores que hacen
explotar la muerte que llevamos en nuestras propias entrañas, que somos nosotros
mismos. Estas cosas nos “provocan” nuestra muerte; no “son” la muerte. De nada
serviría acuchillar a un “ángel inmortal”. La muerte no está, pues, en la hoja de
acero sino en la vida palpitante que esta navaja desgarra.
Yo soy mi hermano más próximo de mí mismo. Y sin embargo no por ello me
conozco o comprendo más. Yo soy a la vez mi muerte. No por ello la entiendo más
tampoco. Pero sí que por eso la amo y espero mi total realización que se dará
cuando se desvele del todo en mí. Por eso puedo llamarla con ternura -y hasta
gozo- “mi hermana muerte”, pues ella es yo mismo.
Alfredo Rubio de Castarlenas 
Médico.
Junio 1983