EL LIBRO TIBETANO DE LOS MUERTOS
BARDO-THODOL
Atribuido a Padmasambhava
PREFACIO
Por LAMA ANAGARIKA GOVINDA
Acarya, Arya Maitreya Mandala
Hace más de medio siglo, el lama Kazi Dawa Samdup realizó una traducción del Bardo- Thodol que el doctor Evans-Wentz redactó y publicó con el título de Libro de los Muertos tibetano.
Se trataba, para aquella época, de una importante realización, debido a lo poco que se conocía el budismo tibetano, hasta el punto de que varios sabios de renombre pusieron en duda la autenticidad del texto, presumiendo que Evans-Wentz había sido víctima de un engaño y que le habían entregado un manuscrito falsificado. Olvidaban, quienes así pensaban, que la falsificación de semejante manuscrito en tibetano clásico no podía deberse sino a la mano de un sabio de gran categoría, y en ese caso no era plausible imputarle esa intención a quien se hubiera encargado de semejante trabajo. En efecto, ofrecer al mundo ese trabajo firmado con su propio nombre hubiera sido mucho más sencillo que firmarlo con el nombre de Padmasambhava. Esto no es más que un ejemplo del escepticismo de la época frente al Tibet y a la literatura tibetana, desconocidos en la mayoría de los círculos.
Mientras, el Bardo-Thodol se había convertido en una de las obras más célebres de la literatura internacional. A este respecto, merece toda la atención, no sólo de los filólogos, sobre todo de los tibetólogos, sino también la de los psicólogos que hicieron importantes descubrimientos gracias al conocimiento del Bardo-Thodol.
C. G. Jung, por ejemplo, escribió unos comentarios significativos a este respecto. Gracias a eso, el Bardo-Thodol ha pasado a ocupar el centro del pensamiento moderno y de la investigación científica. Se empieza a considerar a esta obra, no ya sólo como un documento importante de una especulación religiosa o de un pensamiento mitológico, sino como el fundamento de un conocimiento psicológico que como tal pertenece a toda la humanidad, y deja de ser patrimonio de una religión o de una cultura particular. Debemos revisar nuestro juicio sobre lo que considerábamos producto de un folklore primitivo. Así mismo, tenemos que reconsiderar nuestro concepto de progreso de una civilización. Es posible que los tibetanos hayan quedado rezagados en el terreno del desarrollo técnico, pero están mucho más adelantados en el terreno de la psicología, y sobre todo en las técnicas de meditación. Basta leer obras como Lam-rim-chen-po, de Tsonkapa, o el mkas-grub-rje, el Fundamentals of the Buddhist Tantras (r Gyud-sde-spihi-rnam-par-gzag-par-brjod), para maravillarse del desarrollo extraordinariamente refinado de la psicología en la escolástica tibetana. Hasta hoy no hemos empezado a comprender esas ideas tan adelantadas, gracias a la nueva psicología de las profundidades, que por vez primera se ha atrevido a traspasar las fronteras de nuestra conciencia despierta para aventurarse en las capas profundas de la psique humana.
La psicología moderna descubría de este modo las estructuras universales del consciente profundo y su condicionamiento por los arquetipos. Estos no sólo desempeñan un papel determinante en el consciente humano. Sabemos ahora que la verdad de los dioses y diosas consiste precisamente en esos arquetipos, rechazados por el pensamiento del hombre occidental de hoy, así como por tantas generaciones anteriores. Por tanto, esta perspectiva nos permite ver que lo que nos parecía simplemente la simbología mítica de una cultura particular, tiene en realidad un significado universal y encierra una verdad para la humanidad tanto presente como futura. Por esta razón, consideramos las enseñanzas del Bardo-Thodol como una obra preciosa de la literatura universal, como la Biblia, el Corán, los Upanishads, el Yi-King, el Tao-te-king, y como los dramas de Shakespeare, de Goethe, la Divina Comedia de Dante y las grandes obras del Renacimiento.
Cuanto más profundicemos en su comprensión más traducciones e interpretaciones encontraremos, más versiones diferentes tendremos a nuestra disposición y mejor descubriremos la verdad contenida en cada uno de los escritos esotéricos del pasado. Escribía Evans-Wentz hace más de medio siglo, en su introducción del Bardo-Thodol: «Los textos tibetanos tántricos resultan particularmente difíciles de verter al inglés; por su forma abreviada, a veces hay que recurrir a la interpolación de palabras o de frases.
En los próximos años, al igual que ocurrió con las primeras traducciones de la Biblia, esta versión podrá ser objeto de revisión (1).»
La traducción literal de obra tan abstrusa en su verdadero significado, y escrito en lenguaje simbólico, resulta ardua, sobre todo si la emprenden europeos que, con frecuencia, difícilmente logran trascender su mentalidad occidental, por ser primero cristianos y luego eruditos. Pueden perderse, como suele ser el caso de las traducciones de vedas realizadas a partir del sánscrito. Incluso para un tibetano, si no es un lama versado en tantrismo, el Bardo-Thodol es un libro cuasi-hermético.
Felizmente, la traductora de la presente obra no es sólo especialista en budismo tibetano y profesora de tibetología en la universidad de Munich, sino que está profundamente vinculada a la práctica de la tradición tibetana. Su colaborador, formado por el Dalai Lama, es un lama notable, igualmente lector de tibetano en la famosa universidad de Viena. Creo, pues, que podemos dejarnos guiar con toda confianza por estos dos investigadores, sobre todo teniendo en cuenta que se trata de documentos de la tradición Gelugpa que no se aparta prácticamente de los Nyingmapa y Kargyüpa. Esta tradición transmite fielmente lo esencial de esos textos, desde hace cerca de mil años.
Hay que decir, por otra parte, que la tibetología ha realizado enormes progresos en los últimos cincuenta años; de tal forma que hoy disponemos de medios de investigación que no existían en tiempos de Evans-Wentz. El sería el primero en acoger con los brazos abiertos las nuevas traducciones e investigaciones, ya que carecía de todo orgullo personal. Su único deseo era transmitir fielmente el budismo tibetano en el que se refleja el Dharma de Buda. Para cumplir sus deseos, tenemos que desentrañar los pensamientos conductores de este libro, que no concierne sólo a los tibetanos sino al mundo entero.
Se atribuyen las enseñanzas del Bardo-Thodol al gran apóstol budista Padmasambhava. A mediados del siglo VIII de nuestra era, invitado por el rey Ti-song-de-tsen, llevó el budismo al Tibet y fundó el primer monasterio (samye). Su personalidad excepcional causó una impresión tan profunda en sus contemporáneos, que aun hoy, doce siglos después, el recuerdo de su vida y de sus actos sigue vivo en la memoria del pueblo tibetano. Por lo que de él sabemos, era un hombre que transmitía el Conocimiento de
forma práctica, dando unas enseñanzas desacostumbradas; estaba al mismo tiempo dotado de fuerzas psíquicas que emanaban de su profunda espiritualidad. De otro modo, no hubiera podido conseguir en tan pocos años someter al sacerdocio hostil de un país bárbaro en la cumbre del poder y que tenía dominada a China en aquella época. Las dificultades con que se tropezó en su tarea, pese a la simpatía del rey y de la corte, nos recuerdan a las del gran sabio y santo Shantarakshita, que fue primero llamado al Tibet y luego tuvo que abandonar rápidamente el país, no pudiendo regresar a él hasta después de su pacificación por Padmasambhava.
Si bien Shantarakshita quiso llevar el budismo al pueblo tibetano sin tener en cuenta su mentalidad y sus tradiciones, Padmasambhava, por el contrario, se mostró más diplomático, pues era un buen psicólogo a la vez que gran sabio. No condenó en absoluto la antigua religión de los tibetanos, sino que respetó a los genii loci, incluyéndolos en el círculo de las divinidades, con tal de que se respetara y practicara el Dharma. Se comportaba en esto igual que Buda, que jamás combatió a las divinidades de la tradición veda sino que demostró cómo el budismo las englobaba, al haber anulado la noción de karma cualquier influencia nefasta que hubieran podido tener sobre el alma del pueblo tibetano.
Los versos de la Dedicatoria, al comienzo de la obra, nos indican que deben atribuirse a Padmasambhava las ideas esenciales y quizá incluso una versión primitiva del Bardo- Thodol, tal y como se ha conservado en la parte métrica de la obra. Estos versos nos
permiten identificar al autor. Nos presentan en cualquier caso las bases espirituales sobre las que reposa la obra.
¡Oh! Amitabha, luz infinita del Cuerpo de Vacuidad
¡Oh! Apariciones apacibles e iracundas
[Jinas y Boddhisattvas] (Lha) (2)
¡Oh! Orden del Loto, Cuerpo de Gozo.
¡Oh! Padmasambhava, salvador de todos los seres,
encarnación terrestre (Nirmanakaya).
Venerados seáis los Tres Cuerpos de Buda.
Estos versos apelan al conocimiento de los mandalas, a la simbología de las imágenes y, sobre todo, a la enseñanza de los «Tres Cuerpos» [trikaya], que concierne a la naturaleza de las realizaciones espirituales de un Buda. Volvemos a encontrar la representación de estos «Tres cuerpos de Buda» en el Mahayana-Shraddhotpada-Shastra. Estas nociones son fundamentales para la comprensión del Bardo-Thodol. La explicación de estos versos de introducción es, por tanto, la clave del Bardo-Thodol. La naturaleza de nuestro ser profundo no es diferente de la de un Buda. La diferencia reside en que un Buda es consciente de esa naturaleza, mientras que el hombre apegado a la tierra no lo es, por culpa de la ilusión del ego, del yo. Esta naturaleza profunda del ser se
llama Sunhyata, pura potencialidad, pura vacuidad del «aún sin formar» que presupone toda forma; para la conciencia del espíritu iluminado será el Dharma, la más alta verdad, la ley de virtud inmanente. Representa el estado espiritual de un Buda. El Dharma Kaya (3), o Cuerpo de Vacuidad, Cuerpo del Dharma en Sí, es el más alto principio de la Budeidad.
El Sambhogakaya (4), el Cuerpo de Gozo espiritual bienaventurado, es el fruto del Dharmakaya a nivel de la visión intuitiva.
Aquí lo indecible se convierte en visión creadora, forma simbólica espiritual, experiencia de dicha bienaventurada. Es la herencia que nos han dejado por su actuación en el mundo las almas que han alcanzado la iluminación. Ellas fueron la encarnación visible de esa experiencia que conoce el hombre imbuido de ese espíritu y cuya forma corporal se va metamorfoseando a imagen de la vida anterior. Según la concepción búdica, el cuerpo es una conciencia hecha visible. La iluminación interior transforma, pues, el cuerpo visible en «Cuerpo de Metamorfosis», llamado Nirmanakaya, que es la descripción del cuerpo de todo ser humano que ha pasado por la vía de una metamorfosis espiritual.
Por tanto, nuestro verso significa que Padmasambhava es el amo y protector de cuantos se confían a él y le veneran en esos Tres Cuerpos de Buda, o principio del orden del Loto, a saber:
– en el plano de la ley universal de Dharmakaya como luz ilimitada o Amitabha,.
– y en el plano de la aparición corporal (Nirmanakaya) en su forma humana, que no es sino la encarnación de las formas antes mencionadas.
No es, pues, la personalidad histórica a la que se venera en su forma humana, sino a la forma del principio interior, imperecedera, que se expresa en ella.
Como observa acertadamente Kern (5), el objeto del culto religioso, el Buda, no fue nunca un ser humano para los budistas. El Buda tampoco era un dios, como observaba él expresamente en uno de sus discursos. Era el Iluminado; y por tanto, más que un
dios, que para alcanzar la redención ha de volver a tomar forma en una vida humana, ya que la vida humana es la vida de la decisión. Sigue diciendo Kern: «La figura histórica del maestro Sakyamuni recibe erróneamente el nombre de Buda o Tathagata. Efectivamente; el objeto de culto no es la divinización del hombre Sakyamuni.» Es lo que le trasciende, más allá de la forma de aparición que adopta una vez; lo que le relaciona con todos los Budas que le han precedido y que le sucederán. La Bodhicitta, la conciencia del despertar, es sobre todo ese espíritu suprapersonal que todo lo abarca y que se encuentra en estado potencial en todo ser vivo.
Mientras esa conciencia no pueda vivirse o realizarse en su totalidad (lo que sólo logra el Buda), deberemos contentarnos con los reflejos de la visión interior en donde los principios y las cualidades de la iluminación están separados como los rayos del sol
cuando pasan por un prisma.
Las formas de los símbolos de estas visiones no son creaciones arbitrarias, sino, por así decirlo, las huellas luminosas que deja la experiencia mil en aria de la espiritualidad en el alma humana; son los cuerpos luminosos de todos los espíritus del despertar que nos
han precedido en la tierra, los cuerpos creados por sus méritos, cuerpo de recompensa de todos los Budas, también llamado Sambhogakaya, cuerpo nuevo que elaboramos con nuestro estado de veneración.
De este modo, los finas y Boddhisattvas que aparecen en la visión profunda, son cada uno cierto aspecto de la iluminación (pensamiento del despertar) y, por tanto, también un aspecto latente de cada conciencia del despertar. Para preservar el espíritu de una dispersión arbitraria, los maestros de las diferentes escuelas proponen unos dibujos geométricos concéntricos, llamados mandalas. Son unas representaciones del espíritu en las que se fijan las posiciones y relaciones recíprocas de los diferentes símbolos e imágenes nacidas de la visión profunda. A esta descripción se le llama ?loto del quíntuple desarrollo de la visión profunda?.
Sin desarrollar aquí el estudio de los mandalas, nos limitaremos a indicar que los Jinas o Vencedores de la ignorancia, los Boddhisattvas y demás figuras que les acompañan (reunidos en tibetano bajo la expresión Lha) están repartidos en cinco desarrollos:
el desarrollo del Vajra,
el desarrollo del Ratna,
el desarrollo de Padma,
el desarrollo del Karma, cuyos símbolos representan la circunferencia del mandala,
mientras que el centro es el desarrollo del Buda, la reunificación de todos esos principios cuyo símbolo está representado por la rueda de la ley del Dharma-cakra.
El Vajra (El Centro de diamante, traducido siempre erróneamente por el dibujo del rayo, que sería sin embargo válido para el hinduismo) significa la indestructibilidad, la inquebrantabilidad de la conciencia del despertar, semejante a la gran vacuidad, Sunhyata, y personificado por el Dhyani-Buda-Aksobhya.
El Ratna es el don de los Tres Raros y Sublimes (6) a través de los cuales el Buda da su propia persona, su doctrina y su comunidad. En este caso está personificado en Ratnasambhava y se le representa con el gesto del don.
El Loto (Padma), o desarrollo de la meditación, se expresa por Amitabha, representado en la postura de la meditación (Dhyana-mudra).
El doble-vajra, o Karma, significa en este caso la realización del saber por la compasión y el constante amor al prójimo. Se le representa por medio de Amoghasiddhi en el gesto de la «impasividad» (Abhaya-mudra). Cuando la compasión (Karuma) surge de un amor espontáneo al prójimo, suprime los efectos consecutivos del karma (Karma-vipaka). Aquí se considera al karma como acción pura, no como una serie de acciones.
La rueda de la ley (Dharma-cakra) representa la presencia potencial de las cuatro cualidades anteriores, simbolizadas por Vairocana, que es el desarrollo del Buda, en el centro de la esfera del Dharma (Dharmadhatu).
Cada una de las cuatro cualidades anteriores puede desarrollarse a distintos niveles. En tanto que potencialidad, a nivel de las leyes universales; en tanto que idea creadora, a nivel de la experiencia espiritual; en tanto que materialización o encarnación de la idea, a nivel de la aparición corporal.
Cuando se considera a Padmasambhava como encarnación del desarrollo del loto, «nacido del loto» como su nombre indica, significa que se hace uno con la idea y las cualidades de Amitabha.
El ejercicio de esta meditación del mandala de Amitabha lleva a la realización interior.
Estas enseñanzas de origen propiamente suprahumano no eran una mera transmisión de teorías filosóficas. Reposaban sobre experiencias de orden meditativo, pues Padmasambhava quería dejarle al mundo no un nuevo sistema, sino la vía de la
experiencia individual, la realización de la meta, que son posibles en cada vida humana desde este momento y no sólo en un futuro lejano.
¡Efectivamente, sólo los que están dispuestos a recorrer el camino propuesto, poniendo en práctica los mandamientos, pueden entrever las observaciones, indicaciones, símbolos y visiones descritos en el Bardo-Thodol. Mientras que los que meten la
nariz en los secretos de esta obra por mera curiosidad, verán cómo aumentan sus dudas e incertidumbres, o no harán más que añadir un nuevo trofeo a su colección de curiosidades exóticas!
El Bardo-Thodol se ha hecho célebre bajo el título de Libro de los Muertos tibetano, título muy impresionante, sobre todo por su analogía con el Libro de los Muertos egipcio. Sin embargo, como vamos a demostrar, este título de Libro de los Muertos
tibetano no corresponde verdaderamente al contenido de la obra.
Nada puede inducir más a error que comparar estos dos libros. C. G. Jung, en su comentario a la traducción alemana, distingue perfectamente las dos obras cuando dice: «Sin comparación con el Libro de los Muertos egipcio, del que no se puede decir sino demasiado o demasiado poco, el Bardo-Thodol contiene una filosofía comprensiva y humana que se dirige a los hombres y no a los dioses o a hombres primitivos. Su filosofía es la quintaesencia de la psicología crítica búdica y, como tal, puede decirse
que es una reflexión extrema.»
En el título del Bardo-Thodol, la palabra muerte no aparece por ninguna parte. Este término desvía totalmente el sentido de la obra que reside en la idea de liberación, es decir, liberación de las ilusiones de nuestra conciencia ego céntrica que oscila perpetuamente entre nacimiento y muerte, ser y no ser, esperanza y duda, sin alcanzar el despertar, la paz del nirvana, ese estado estable, lejos de las ilusiones del samsaray de los estados intermedios.
Relacionar bardo y muertos sería un retorno a las representaciones del mundo más primitivas. La palabra bardo tiene un significado infinitamente más amplio y no concierne al concepto de la muerte más que un caso particular.
Para quien confía en la metafísica búdica, está claro que nacimiento y muerte no son los únicos fenómenos de la vida y de la muerte, sino que intervienen en nosotros de forma ininterrumpida. En cada instante, algo muere dentro de nosotros y algo nace.
Los diferentes Bardos no son sino los diferentes estados de conciencia de nuestra vida: el estado de conciencia despierta, de la conciencia de sueño, de la conciencia de agonía, de la conciencia de muerte y el estado de la conciencia de renacimiento.
Todo esto se describe claramente en los versos radicales de los Seis Bardos (Bar-do-rnam drug-rtsa-tsig), que constituyen el núcleo original de la obra. Esto demuestra que nos enfrentamos aquí con la verdad de la vida, y no sólo con una instrucción sobre la muerte, o con una misa de muertos, como podría hacernos creer la obra posteriormente degradada.
No es una guía de muertos, sino una guía de cuantos quieren traspasar la muerte, metamorfoseando su proceso en un acto de liberación. Efectivamente, al morir, pasamos por las mismas etapas que atravesamos en los estados progresivos de la meditación. Ya decía Plutarco: «En el instante de la muerte, el alma alcanza los mismos misterios que los grandes iniciados.»
Al cortar automáticamente con la envoltura corporal y con todas las voliciones e impedimentos de la conciencia superficial, la muerte nos da visiblemente una ocasión excepcional de liberarnos del dominio de nuestros instintos oscuros, y nos permite percibir la luz liberadora, aunque sólo sea un instante. El que logre permanecer atado a ese instante, y mantenerse a la altura de ese conocimiento, alcanzará esa liberación. Por el contrario, la caída de quien no pueda permanecer en ese nivel, acarreará un retorno
más o menos difícil al círculo de los nacimientos.
Sólo se enfrentan a la impetuosidad de ese instante quienes se hayan preparado durante su vida. Por eso la iniciación de los grandes misterios de la antigüedad consistía en una muerte simbólica del iniciado. Padmasambhava también la utilizó, como podemos comprobar en su advertencia del último verso, en el que vemos que, en la idea de la aproximación a la muerte, no se trata de querer rehusar los intereses insignificantes del deseo de vivir, sino de consagrarnos al Dharma mientras la vida nos lo permita.
A este fin, conviene incluir la muerte en la vida cotidiana, no como un rechazo de la vida, sino como parte inseparable y necesaria de la vida. Para penetrar en esta esfera de experiencias, no se trata de hacer consideraciones morbosas -que pertenecerían a un
mundo muy distinto y servirían a unos fines muy diferentes-, sino de descender al fondo del núcleo del ser en el que encontramos a la vida ya la muerte indisolublemente unidas.
PRESENTACIÓN
Por EVA K. DARGYAY
La experiencia de la muerte en las tradiciones míticas
En casi todas las culturas de la humanidad, la muerte, experiencia horrible y terrorífica, inspira la reflexión sobre el sentido de la vida, sobre las causas que llevan a tamaña prueba y la acción apremiante que la hace inevitable. Se intenta, desde el albor de la
humanidad, dar un sentido al horror y captar lo incomprensible con imágenes míticas.
No conocemos ninguna cultura que no haya tratado de resolver el enigma de la muerte. Todas las culturas nos transmiten esencialmente la misma imagen (1).
Al principio, cuando el hombre era aún totalmente uno, inseparable del ser divino, no conocía la muerte. No tuvo que padecerla hasta haber caído del orden divino celestial, hasta haberse separado de él. El estado primero del hombre era paradisíaco.
Vivía en el jardín del Edén, no conocía ningún deseo, ningún odio, formaba uno con los demás seres vivos y conocía la felicidad contemplando al ser verdadero. Las más antiguas culturas ven el estado original del hombre de una forma aún más concreta: los frutos están a su disposición en abundancia, le basta con cogerlos. Desconoce hostilidades y luchas. Pero, sin embargo, por paradisíaco que sea ese estado original del hombre, lleva en sí la marca de la inmovilidad y de la permanencia, sin ninguna creatividad, ninguna libertad. Así aparece la muerte en su sentido profundo, como una consecuencia necesaria a la ausencia de flexibilidad del estado original paradisíaco. Para poder desarrollarse, el hombre tiene que morir, como harán todos los santos, los místicos, los chamanistas y los maestros espirituales.
La muerte tiene la cabeza de Jano; mira al mismo tiempo al mundo y al más allá, pero es también el umbral en que se confunden sufrimiento y dicha, inmovilidad y movimiento.
Desde los tiempos más remotos, el tema de la muerte ha ocupado un lugar preponderante en el pensamiento humano. Nuestra época no puede evitar la cuestión de la muerte que nos asalta a diario. Cada tarde viene a golpear nuestras conciencias a través de las antenas de televisión. Nunca una época ha sentido la muerte de forma tan unidimensional como la nuestra. La muerte, en general, no es más que el final absurdo de una vida carente de sentido. La muerte no es más que el siniestro segador que nos lleva.
Cuando, en Occidente, empezamos a despojar a la muerte del significado que le daban la religión y los mitos, la profanación total de la vida humana no fue más que cuestión de décadas. No podemos ya darle un significado a la muerte, en la que no vemos más
que la detención de ciertas funciones orgánicas. La muerte se ha convertido en un estado fisiológico. Pero esta idea nos resulta tan poco satisfactoria que nos las componemos para no mirar a la muerte de frente. Encerramos a los enfermos ya los moribundos en habitaciones desnudas, llenas de aparatos, y sobre todo apartados de toda presencia humana. No queremos tener nada que ver con la muerte. No queremos meter a los muertos en ataúdes y enterrarlos. Queremos apartar a la muerte de nuestro camino y olvidarla sencillamente.
La interpretación fisiológica de la muerte, tal y como se admite hoy en Occidente, no nos permite entender esta obra que se ha hecho famosa bajo el título de Libro tibetano de los Muertos.
Sin embargo, empiezan a producirse algunas aperturas en Occidente que permiten alcanzar una mejor comprensión de la muerte. Querría citar aquí el libro del médico americano Moody, sobre ciertos testimonios acerca de la muerte. Raymond A. Moody,
en Vida después de la Vida (edit. en Madrid en 1977 por vez primera), interroga a diferentes pacientes, considerados como clínicamente muertos, al habérseles detenido el corazón durante varios minutos y no observarse corrientes cerebrales.
Este médico reúne más de 150 testimonios que sorprenden por la semejanza de las experiencias y de las percepciones: el muerto oye al médico declarar su defunción. Acompañado por ruidosos zumbidos, le parece atravesar un túnel sombrío y encontrarse entonces fuera de su cuerpo, si bien tiene la impresión de tener un cuerpo liviano, inmaterial, desde el cual puede observar cuanto ocurre en. torno a su cadáver. Seres inmateriales como él vienen a su encuentro, resplandecientes de amor y de armonía, en una deslumbrante luz sobrenatural. Vuelve a ver espontáneamente los actos de su vida; y pese a las advertencias del Amor y de la Paz que quieren retenerle, se siente impelido a reintegrarse a su cuerpo.
Cierra esta experiencia de la muerte el sentimiento de no estar aún «maduro» para el más allá.
Estos testimonios de personas muy diversas procedentes de todas las capas de la sociedad americana del siglo XX, concuerdan de forma pasmosa con el Libro tibetano de los Muertos. Encontramos en él cada uno de los fenómenos expuestos. Para ilustrar
el trasfondo religioso del Libro tibetano de los Muertos, me gustaría invitar al lector a volver la vista hacia el pensamiento de nuestros antepasados, para ver cómo entendían ellos la muerte.
La arqueología no puede ayudarnos a conocer lo que las culturas antiguas pensaban de la muerte. Los mitos, y cada relato que a ellos hace referencia, pueden aportarnos datos, como si transmitieran una historia sucedida en cierta época. Volveremos a encontrar estos mitos, en su verdad y en sus palabras, dentro de los eternos sueños de la humanidad. Estos sueños no son «pompas de jabón», como pretende hacernos creer un proverbio engañoso, sino que contienen la más profunda visión de nuestro ser. No en
vano el psicoanálisis se vale de los sueños para curar el alma del hombre.
Todos los mitos de la humanidad consideran a la muerte como un acontecimiento excepcional, que no forma parte de lo natural.
La muerte no es una necesidad inherente a la naturaleza. No puede comprenderse más que como una perversión, o inversión de la propia naturaleza del hombre. Así, algunos mitos comparan la llegada de la muerte a un acto de desobediencia: el hombre se niega a obedecer un mandamiento de Dios. Casi siempre es la curiosidad la que impulsa al hombre a infringir el mandamiento.
Otros mitos ven la muerte como la consecuencia de un acto particularmente odioso, cometido por un ser demoniaco. Volvemos a encontrar tales mitos en los antiguos habitantes de Australia, de Asia Central, de Siberia y de América del Norte. Otros mitos consideran a la muerte más como un error de la creación: se abre por descuido la caja de Pandora, el mensajero que ha de anunciar a los hombres la inmortalidad se retrasa tanto que el segundo mensajero que ha de anunciar la muerte llega antes a los hombres.
Estos mitos se encuentran preferentemente en Africa.
En el Libro tibetano de los Muertos; el Bardo- Thodol (2), la muerte interviene en primer lugar en razón de los actos de los que es responsable el moribundo. Se llama Karma a la suma de todos esos actos. Hablaremos más adelante de estos conceptos. Por el momento, recordemos que en el Bardo-Thodol aparece la muerte en función de nuestras propias acciones. La muerte sobreviene, pues, tan sólo como consecuencia de la perversión y del desorden de los dioses, pero procede del error del individuo