Respaldo de material de tanatología

Antropología de la Muerte

Zarina Enviando en: jueves, 13 de abril, 2006 – 03:53 pm           

Antropología de la Muerte

A.F. Luz Elena Ramirez Gochicoa.
ESCUELA NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA.

RESUMEN

De carácter ecléctico, este documento pretende articular diversos abordajes acerca del estudio de la muerte. Se propone a la antropología –integradora del quehacer del hombre–, como la ciencia a partir de la cual se efectúe un análisis profundo de los fenómenos de la muerte y el morir. Siendo una más de un cúmulo de propuestas, la finalidad primordial de este trabajo pretende promover una reflexión seria sobre el tema, asumiendo que el estudio formal de los fenómenos en torno de la muerte compete a todas las ciencias, filosofías e idiologías.

PALABRAS CLAVE: Antropología, Tanatología, Cultura, Trascendencia

El antropólogo del nuevo milenio debe estudiar todo lo que el hombre es y todo lo que el hombre hace. En éste enorme ser y hacer del ser humano entra los fenómenos de la muerte y el morir, y el antropólogo debería estudiar tan escrupulosamente como le sea posible, sin dejar de lado los aspectos que giran entorno a tales sucesos.

La muerte es un evento cotidiano, y sin embargo el hombre tiende a olvidarse de ella con esa falsa sensación de inmortalidad en la que vive, negándola constantemente, con la absoluta certeza de que la muerte es un evento probable para todos excepto para si mismo. La muerte del otro, que cuanto más cercana tendrá un mayor impacto en quien la presencia , suele desencadenar un proceso reflexivo en torno a la posibilidad de la propia. Hasta que llegue el día en que, de una u otra forma, se haga evidente el hecho de que uno mismo también está muriendo lentamente.

Vivir el propio proceso de muerte es un acontecimiento tan brutal, que se tendrá que atravesar todo un proceso de duelo, en el que se pondrán de manifiesto todos los mecanismos de defensa, antes de conseguir –si es que se consigue–, llegar a la aceptación.

La muerte y sus “porques”

La sociedad tiende a pensar que nadie muere por causas naturales. De esta forma, se concibe que cuando alguien muere es debido a un error o a un accidente, que sin duda era evitable. Tal concepción reafirma la idea de que la muerte no es un acontecimiento natural, y que para que ésta ocurra debe intervenir un agente externo que deteriore al organismo hasta finalmente eliminarlo. Así, se piensa de forma un tanto ingenua, que si fuese posible evitar dichas fallas o eliminar tales agentes externos, entonces se vencería a la muerte y la inmortalidad sería un hecho alcanzable.

Empero la inmortalidad no sólo resulta ser, en términos biológicos –al menos hasta el momento–, más que ciencia ficción, sino que además sería altamente desfavorable en términos evolutivos. La muerte –mediante la selección natural– y la mutación son los principales mecanismos evolutivos. Por tanto, es preciso considerar que sólo las especies que mueren evolucionan. Tal como afirmó August Weismann: “…la duración de la vida está gobernada por necesidades de la especie… la existencia ilimitada de los individuos sería un lujo sin una correspondiente ventaja evolutiva”(3).

Haciendo un memoria sobre los procesos ontogénicos, es dable afirmar que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren, así, en ese orden. Por injusto que parezca, el hecho se puede confirmar observando a las especies del reino animal. Un individuo que murió antes de lograr reproducirse no aportó nada nuevo a la especie. Por el contrario, aquel que transmitió su información genética a la siguiente generación puede, en términos evolutivos, morir en paz, que ya ha cumplido con su parte.

El tiempo que tardan los progenitores en morir depende de muchos factores, tanto internos como externos. Hasta hace relativamente poco tiempo, la esperanza de vida de los primates humanos estaba alrededor de los 30 años. Con el desarrollo de la ciencia y los avances tecnológicos, hoy en día es posible duplicar la esperanza media de vida humana. Sin embargo, tal avance trae consigo a otro problema precursor de la muerte en nuestros días y que debe ser enfrentado: la vejez.

Vejez y muerte

El orden general del Universo es ir de lo complejo a lo sencillo, del caos al cosmos. Sin embargo, en su incesante lucha por alcanzar la mayor complejidad posible, los seres vivos van en el sentido opuesto del principio que termodinámicamente les rige, es decir, que tienden a trasladarse de lo sencillo a lo complejo, de las bacterias a los mamíferos. El metabolismo, o bien, la suma de las reacciones químicas de los organismos, le otorgan al animal humano la complejidad necesaria para colocar a uno de su especie en la Luna, pero el aumento de la entropía –desorden del universo– es el precio que debe pagarse por tales acciones. De esta manera, el lapso de vida medio de los organismos está dado en función inversa a la velocidad del metabolismo.

Al observar una curva poblacional humana, es evidente que esta se dirige cuesta abajo después de que han transcurrido 30 años, justo cuando la media humana ya ha logrado reproducirse.

Pero paradójicamente, nuestra cultura generadora de ancianos, rechaza la vejez y sobrevalora la belleza y la juventud a tal grado que el deseo por prolongar la juventud del cuerpo, nos lleva a una serie de prácticas, cada vez más comunes: cosméticas, quirúrgicas y médicas, que a mi modo de ver con frecuencia rayan en lo patético. La identidad del individuo se ve proyectada sobre la fría y plana superficie de un espejo.

Frente a la modernidad, en donde sí no se produce o no se consume se está de alguna manera muerto socialmente, el anciano no es más que una víctima de un cuerpo arruinado, y va cargando con el peso de ese cuerpo deshecho (que se ha convertido en su estigma) del que ha perdido el control, del que nunca supo como llegó a ser lo que es ahora (pues el proceso de envejecer es tan lento, que hace falta toda una vida para llegar a él), del que es ahora su referencia y su significante, hasta el umbral mismo de la muerte, pero sin morir. Aún vive, y es negado, de hecho, por los demás, a quienes les resulta insoportable ver la futilidad de sus valores y lo inútil de sus esfuerzos para frenar el andar del tiempo, pues no importa lo que hagamos, de todas formas, más tarde que temprano, nuestros cuerpos se desgastarán y tendremos que vivir la pérdida de nuestra autonomía y de nuestra independencia. Pero a pesar de todo, algo de nosotros sigue intacto. Esa parte intangible del animal humano no es corruptible por el tiempo, sólo modificable.

Tal vez el mayor dolor al que se enfrenta el anciano no proviene de si mismo, sino del “otro”, que lo mira únicamente como a un cuerpo improductivo y con un pensamiento pasado de moda. El anciano conserva una enorme colección de ayeres, pero muy pocos mañanas; es lo que fue y ya no es ni será. En él, en quien el tiempo presente se detiene y el pasado se prolonga, no se encuentra muchas veces sino soledad, devaluación, indiferencia, e incluso el abandono. Y sí la muerte no apura el paso, tal vez llegue primero la demencia, como forma simbólica de una muerte (ausencia) frente a la realidad.

Si para el anciano la muerte algunas veces puede llegar a ser más un consuelo que una tragedia, para alguien que muere joven, o por lo menos en su edad madura, suele considerarse una desgracia. La muerte es siempre inoportuna.

Acercarse a la muerte

La manera en que el hombre se enfrenta a este suceso está estrechamente ligado con la forma en que le ha condicionado su cultura, formado su psicología y desarrollado su biología.

Como regla general, podemos afirmar que el primate humano niega a la muerte. Desde los griegos (Eros vence a Thanatos), hasta el hombre moderno y el desarrollo de sus técnicas de distanasia, la lucha en contra de la muerte y a favor de la conservación y prolongación de la vida, nos plantea una serie de cuestionamientos en todos los ámbitos del pensamiento humano.

Incluso, es gracias a la muerte que existen las religiones, cuya finalidad primordial es darle un sentido a la vida y asegurar una existencia ulterior a la muerte. Vida y muerte se presentan como entidades ajenas al ser, a quien la vida no ha sido otorgada más que para ser posteriormente arrebatada por una fuerza superior a la nuestra. De esta forma, a través de la concepción de la dualidad cuerpo-alma en que se divide a la naturaleza del hombre, éste tiene por seguro que, al dejar atrás la parte material de su identidad -la susceptible de corrupción–, el alma perdurará en el plano metafísico.

La cultura, por otro lado, se asegura de qué el ser mortal se perpetùe a través de la memoria de los otros. Los grandes hombres y mujeres se inmortalizan a través de sus obras. Héroes y próceres se inmortalizan mediante la “taxidermización” que de ellos hace nuestra sociedad, de manera que su vida es irrelevante, mientras que su obra a la luz de la sociedad que los utiliza como estandartes, trasciende más allá de la vida misma.

Los no tan grandes, aspiran a su pequeña parte de inmortalidad gracias a sus monumentos mortuorios, la continuidad de su linaje y el recuerdo que en ellos dejan (fotografías descoloridas que marcan nuestro paso por la vida, eternas perpetuadoras de la memoria de nuestros deudos).

A nivel cognitivo, resulta imposible comprender el suceso de la disociación del yo en la nada al que llamamos muerte. La no-existencia como individuos sólo es experimentable a través de la introyecciónn de la muerte de los otros. Es decir, que aun cuando se tiene la posibilidad de vivir un proceso de muerte propio, se está excento de presenciar nuestra muerte, pues al momento de nuestro deceso habremos perdido toda capacidad de conceptualización. Puede aproximarse, pero, paradójicamente, nunca es posible llegar. De ahí que resulte tan angustiante ver mal morir a nuestros semejantes, con los que nos sentimos identificados, y las cuestiones bioéticas van pasando del exclusivo círculo de los filósofos a ser temas del dominio público.

Como ser biológico que es, dotado de conciencia, el hombre se percata de forma dolorosa de que muere un poco día tras día; percibe, aun sin saberlo, que cada célula de su cuerpo lleva la simiente de la autodestrucción en forma de ADN (apoptosis) y que este proceso es apreciable desde niveles moleculares, hasta el cese irreversible de todas las funciones vitales corporales. Entre un extremo y otro existe todo un contínuo de nociones de muerte que sería imposible detallar.

La muerte es un fenómeno que solo le ocurre a todo aquello que tiene vida (el referente de muerte en otros casos es más una metáfora que una realidad), y que aunque ocurre a un nivel biológico, rompe con todas las estructuras psíquicas y sociales del individuo y de su entorno.

Asì mismo, no es correcto considerar a la muerte como un fenómeno que ocurre en un instante dado, ya que a ésta la reviste un proceso en el que suceden no una, sino muchas nociones de muerte, que concluyen con la transformación de un individuo en cadáver. Por lo tanto, no hay una definición única para la muerte, sino una para cada una de las muertes que vamos experimentando.

Empero, si la muerte es un suceso tan cotidiano, ¿por qué hablar de ella se considera de tan mal gusto? Dentro de la lengua castellana, palabras como fúnebre, lúgubre y tétrico están indisolublemente asociadas a la muerte. Son arquetipos que se encuentran en nuestro inconsciente social.

La importancia del cadáver

El tema del cadáver, el cuerpo muerto, y su relación con la imagen corporal, es objeto de estudio dentro de la antropología física. Aquí descubrimos un doble discurso. Por un lado está la identificación y proyección que se llega a sentir hacia éste, lo cual lo convierte en objeto de respeto y tabú en casi todas las culturas. El tabú al cadáver y a los procesos de tanatomorfosis –universales para todas las culturas–, se expresan mediante formas muy diversas. Dice L. V. Thomas: “El cadáver… es peor que nada, pues el hecho de estar ahí, subraya que lo que lo animaba ya no está precisamente ahí…”(6) Por otro lado, no importa con que brutalidad se nos presente el cadáver de a quien alguna vez conocimos, la imagen corporal que de él evocamos rara vez se ve alterada y su presencia e individualidad se hace patente no sólo en el cadáver mismo (como sí algo de él aun quedara ahí), sino incluso en sus objetos personales. Puntualizaría en casos específicos como el de Lenin o Eva Perón, cuyos cadáveres son estandartes de la permanencia de las ideologías que los llevaron a la inmortalidad.

Al evocar un símbolo para la muerte generalmente tendemos a elegir su representación mediante una calavera, a pesar de que el cadáver es una forma más tangible e inmediata, pero por lo mismo, más perturbadora. Una calavera es más distante, no nos hace sentir identificados de manera inmediata con ella, mientras que el cadáver impacta por su semejanza con nosotros. Es a lo que nos reducimos todos, como afirma Hamlet. Además, los huesos blancos y limpios, simbolizan en nuestro imaginario el fin de la corrupción de la carne.

Tal corrupción ha provocado que en la mayoría de las culturas, no solo sea tabuado el cadáver, sino también la familia del que ha muerto (la muerte se contagia), aquél que lo manipula e incluso hasta aquél que lo ve. En algunos casos este tabú se extiende a los cadáveres de los animales. Así, el que provoca la muerte (aun la necesaria) no sólo es tabuado, sino que deberá pasar por una serie de rituales de purificación antes de poder regresar a su grupo, muchas de ellas orientadas a satisfacer al espíritu de la víctima quien, de otra manera, podría ser el acarreador de enormes desgracias.

El estudio del cuerpo muerto

En occidente, el respeto a la integridad del cadáver se mantuvo hasta el Renacimiento, época en que trató de conseguirse un mayor conocimiento del cuerpo a través de la anatomía y la fisiología.

En occidente, el respeto a la integridad del cadáver se mantuvo hasta el Renacimiento, época en que se buscó un mayor conocimiento del cuerpo a través de la anatomía y fisiología. Fue durante el Quattrocento Veneciano que se comenzaron las primeras disecciones oficiales. En el año de 1540, Enrique VIII de Inglaterra otorgó el permiso al Dr. John Caius para disectar cuatro cadáveres de criminales al año. Tres años después, Andreas Vesalius, padre de la anatomía moderna, publicó su libro Corporis Humani Factora, donde reflejaba la idea que imperaba en su tiempo de que el cuerpo era meramente un complejo mecanismo diseñado por Dios para que habitara el alma.

La Iglesia Católica se opuso radicalmente a este hecho. Es preciso recordar que debido al concepto tomista –de Sto. Tomás de Aquino– de resurrección, el cuerpo debía permanecer intacto para poder reunirse de nuevo con su alma al final de los tiempos. No obstante la ciencia, ávida por conocer las estructuras que hacían funcionar a la que Descartes consideraba la máquina perfecta, fue ganando terreno poco a poco, concediendo que el cuerpo, desprovisto del alma, no era más que un objeto factible de ser profanado sin ninguna consecuencia.

Aun así, el estudio de la anatomía humana no era bien vista. Se consideraba una labor propia de barberos (Hasta la fecha existe el Royal Charter to the Barber-Surgeon’s Guild, en Cambridge.) y no de médicos, quienes se dedicaban a labores más propias a su profesión.

Hace 183 años, James Mac Cartney, médico de Dublín, comenzó una campaña en contra del estigma que recaía sobre aquel que realizaba disecciones humanas. El solicitaba permiso en vida y por escrito a los pacientes para utilizar sus cuerpos después del fallecimiento para ser estudiado. El Dr. James O’Connor, quien fuera estudiante del profesor Mac Cartney, fue el primero en otorgar dicho permiso. Sobre un pedestal descansa su cráneo y las cenizas de su corazón con una inscripción que dice:

“To the memory of the man who, free from supertition and vulgar

Feelings, bequeathed his body for the honourable purpose of giving

To others that knowledge wich he had employed for the benefit of

his fellow cratures”

Y aunque en otros países la mentalidad al respecto ha ido cambiando, en México la mayor parte de los cuerpos que se utilizan en el estudio provienen de personas que fallecieron sin que nadie reclamara nunca sus cadáveres. Al respecto, la Ley General de Salud legisla la forma de disposición de órganos, tejidos y cadáveres humanos.

¿Qué se hace con los cadáveres?

La muerte y los ritos fúnebres se convierten en el último rito de paso. El funeral tiene la función de institucionalizar la muerte de un individuo y separarlo simbólicamente de los vivos, así como restaurar el orden cósmico de una forma socialmente aceptada entre los deudos. Un maravilloso ejemplo es el ritual dentro de la religión judía.

Otra parte importante de los ritos funerarios es la disposición del cuerpo que comprende la inhumación, cremación, abandono a los agentes naturales, canibalismo, momificación, etcétera, que abarcan un contínuo de formas tan variadas, como usos culturales se estudien.

La conseptualizaciòn de la muerte

La muerte, tema recurrente dentro de la filosofía, musa en el arte, justificación de la religión, motivo de estudio en la ciencia, en general se encuentra presente en casi todas las expresiones humanas. Sin embargo, surge la duda, ¿cómo nace el concepto de muerte en el animal humano?

En el libro del Génesis se ofrece una explicación sobre el origen del mito de la muerte en nuestra especie, que curiosamente, como puntualiza Carl Sagan, está ligado a la adquisición de algunas de nuestras características humanas.

“Parirás con dolor(11)”, sentenció Dios a Eva como castigo por haber incitado al hombre a comer del fruto prohibido que crecía en el árbol del bien y del mal. Más adelante, Dios dice: “He aquí al hombre hecho como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal; que no vaya ahora a tender su mano al árbol de la vida, y comiendo de él viva para siempre”(11).

Una de las preguntas más importantes dentro del estudio de la paleoantropología es ¿qué fue lo que transformó el proceso de hominización en un proceso de humanización? Algunos autores opinan que fue el proceso de cerebralización, sobre todo en el área de la corteza cerebral prefrontal, área en donde se localizan los procesos de juicio y abstracción, en síntesis: sede de la capacidad de diferenciar entre el bien y el mal.

No deja de llamar la atención que el aumento de la masa encefálica en la especie humana traiga como consecuencia un parto doloroso para las hembras de esta especie, padecimiento no compartido con el resto de las especies.

Son rescatables dos ideas importantes dentro del mito del Génesis. La primera, es la capacidad de reflexión de nuestra especie. La segunda, que la inmortalidad nunca fue destinada para nosotros. El hombre fue creado mortal desde un principio. De manera simbólica, se formula la hipótesis de que, al adquirir conciencia (capacidad de abstracción) fuimos expulsados del paraíso de la irreflexión sobre el futuro. Antes, éste era semejante al resto de los animales, vivía sin preocupación alguna por el mañana en un auténtico paraíso intelectual, en el que la angustia, la ansiedad, la depresión y el temor a lo desconocido (muerte) aun no existían. Al poder reflexionar sobre su papel en la naturaleza, el hombre se descubre dolorosamente mortal.

La sepultura, evidencia de humanización

Para E. Morin, “la muerte se sitúa en el umbral… Es el rasgo más humano, más cultural del ántropos… en sus actitudes y creencias se distingue claramente del resto de los seres vivientes…”(12).

Es fascinante descubrir que el Neanderthal enterraba a sus muertos y les rendía culto. El arquetipo del retorno del cuerpo a la tierra, al vientre de la madre, se observa en varios sitios donde vivió el Neanderthal. La sepultura pues, se transformó en la evidencia del homínido convertido en hombre. Los materiales asociados a los entierros, que en general son los mismos que el difunto usó en vida, nos hacen pensar que para el Neanderthal la muerte era en alguna forma igual que la vida, pero en otro espacio simbólico. Lo importante aquí es observar cómo la existencia del cadáver marcó un cambio en la cultura. La muerte afirma la existencia del individuo y lo prolonga más allá en otro lugar y tiempo, el cual es diferente al de los vivos.

México y su cultura en torno de la muerte.

Todas las culturas tienen actitudes rituales ante la muerte que le dan un sentido al dolor canalizándolo de una forma catártica y socialmente aceptada. Particularmente, México cuenta con una riqueza cultural alrededor de la muerte, difícilmente alcanzada por otras sociedades.

Como resultado del sincretismo entre la cosmovisión prehispánica y cristiana, el culto a los ancestros claramente ejemplificado en la celebración del Día de Muertos, pone de manifiesto no sólo la importancia del fin último del hombre en la muerte, sino también su origen.

El origen del hombre se da en el Mictlan (Inframundo), a partir del sacrificio de Quetzalcoatl, quien después de robarle a Mictlantecuhtli (el Señor del Mictlan) los huesos de los ancestros, se arroja al fuego de donde surge el hombre que ha de habitar en la era del Quinto Sol, el Sol de Movimiento.

Otra deidad importante dentro del panteón prehispánico es la diosa Coatlicue, madre de la tierra y la diosa de la muerte, la gran destructora. P. Westheim nos narra sobre la Exposición de Arte Mexicano en París: “Se paraban ante la estatua de Coatlicue, diosa de la tierra y de la vida, que lleva la máscara de la muerte… se vislumbra, además del asombro, un dejo de espanto. El europeo… se ve de prontofrente a un mundo… que juega con la muerte y hasta se burla de ella…”(15).

Para el europeo del siglo XVI, quien representaba a la muerte como una figura descarnada, con una guadaña (con la que sesga las vidas) y un reloj de arena (en recuerdo de la finitud de la vida) en un sin número de Danzas Macabras, con la preocupación constante de la salvación de su alma en tránsito por este mundo, le resultaba inconcebible que el indígena representara aquello que era lo que él más temía, como una alegoría de la vida y de la muerte.

Más aun, tanto en la literatura como en las artes plásticas, las Danzas Macabras llevaban el mensaje explícito de que el hombre debe reflexionar sobre la vanalidad de toda ambición, de todo poder y de todo deseo terreno. Toda esta reflexión a la que se exhorta al individuo es efectuada por seres descarnados quienes alguna vez fueron ilustres personajes. En contraste, los esqueletos y en especial las calaveras, son en México motivos festivos. La fiesta del retorno de los ancestros del Mictlan que se celebraba en los meses de julio y agosto, se recorrió al 2 de noviembre para hacerla coincidir con la fiesta católica de los Fieles Difuntos.

En el México antiguo el destino de cada individuo estaba en función de su forma de muerte. Aquellos que debían ir al Mictlan, viajaban durante 4 años antes de llegar ante el Señor del Inframundo, Mictlantecuhtli. Los antiguos mexicanos creían que durante la celebración del Micailhuitl (fiesta de los muertos), se les daba permiso a los muertos para regresar temporalmente a la tierra. Y aunque los conquistadores trataron de inculcar las costumbres católicas y el miedo al infierno, los indígenas adaptaron en un rico sincretismo, vigente hasta nuestros días, las doctrinas de los frailes a sus costumbres ancestrales.

Como resultado se tiene que de aquellas terroríficas Danzas Macabras, para el siglo XVIII y XIX la muerte dejó dejo de ser una representación fúnebre y de carácter moral para convertirse en una burlesca representación de la sociedad y hasta de la política. Don José Guadalupe Posada ha sido el máximo representante del arte de la muerte en México. Sus grabados de calaveras han dado la vuelta al mundo demostrando que el más allá no es más que un refinado reflejo del más acá. Es en esta misma época que surgen las llamadas Calaveras, versos en que se ridiculizaban a personajes públicos del porfiriato.
Actualmente, a pesar de la globalización y el neoliberalismo, el mexicano sigue rindiendo culto a sus muertos. En las ciudades y pueblos de la república mexicana, aunque cada vez más contaminados por el Halloween, vemos un despliegue de color y forma en todos los mercados, La clásica calaverita de azúcar que se regala a los niños y a los amigos, así como los altares con su flor de cempoalxóchitl y el aroma del copal recuerdan que en algún lugar perdido en el tiempo aun suena el caracol anunciando a los difuntos que pueden regresar a celebrar con sus seres queridos.
En las comunidades rurales la fiesta comienza desde el 31 de octubre, cuando en la casa se levanta el altar familiar. En este nunca deben faltar, además de los platillos favoritos del difunto y sus objetos personales, la luz de las velas que los guíen en su camino, un vaso de agua para calmar su sed después de tan largo viaje, la sal purificadora y el copal.
Primero llegan los muertos pequeños, después los muertos adultos y al final aquellos que fallecieron en accidentes. En la mañana del día 1 de noviembre el hombre de la casa abre las puertas y les da la bienvenida para que pasen y se sienten a la mesa. Por la noche se hace una procesión que dura toda la noche al cementerio, donde se come y se bebe sobre las tumbas a la salud del difunto.
Los muertos deben regresar al Mictlan el día 30 de noviembre, día en que se celebra la Tlamacahualitli (despedida de manos).
Nacer para morir, morir para nacer. Los muertos nunca dejan de ser, solo de estar. Ellos son los que, según la tradición, empujan al maíz para que nazca de la tierra y cumplen así una función vital para nosotros.

Consideraciones finales.

Hasta aquí, he dado un panorama muy general de la importancia de la muerte en la especie humana, y por tanto para el estudio antropológico, en todas sus disciplinas.
Tanatología no es solo atender al moribundo y a los procesos del duelo. Es también comprender a la vida para poder comprender a la muerte. Es dar un lugar en el espacio y en el tiempo para que ocurra. Darle un contexto y un contenido. Ritualizarla, apropiarse de ella, pues ella surge de nosotros.

Puedo justificarme, y así lo haré, diciendo que la muerte es el fin del ciclo ontogénico. De ahí la importancia de su estudio para la Antropología. Pero eso no es, ni debe ser, todo lo que se deba de estudiar e investigar sobre la muerte dentro de la Antropología.
El hombre es, por encima de lo puramente biológico, cultura. Por ello la muerte para nosotros, rebasa al evento estrictamente biológico del cese irreversible de las funciones vitales para convertirse en la piedra angular que mueve nuestra existencia.
El “Ser o no ser” de Shakespeare, el “Muero, porque no muero” de Santa Teresa, el “Pienso, luego existo” de Descartes… Todos llevan implícito el conflicto del hombre frente a la muerte; la gran pregunta sin respuesta, la paradoja.
El poema babilónico de Gilgamesh es la primera reflexión histórica documentada ante la única igualdad posible entre los seres humanos: la muerte.
Para E. Morin, “la muerte se sitúa en el umbral… Es el rasgo más humano, más cultural del ántropos… en sus actitudes y creencias se distingue claramente del resto de los seres vivientes…”. Hay, pues, quienes piensan que esta conciencia de la propia muerte es lo que hace hombre al hombre, a diferencia de otros seres vivos de nuestro planeta.
El aquí y el ahora (espacio y tiempo), el contenido de este continente que soy yo, que sí se parece a muchos: a mis padres, a mis abuelos, a mis tíos… que soy la suma de todos mis ayeres, el resultado de muchos accidentes de la naturaleza y que me hacen ser única e irrepetible, que me permitirán ser, aunque ya no pueda estar, y que resultan ser el único motivo que justifica la existencia de mis antecesores, hasta el momento en que yo transmita mis genes a la siguiente generación, ese yo se detiene y afirma, igual que lo hiciera Gilgamesh hace tantos y tantos siglos, “lo que le sucedió a mi amigo me sucederá a mi”.
Así pues, resulta que el conflicto que yo, como tantos otros, experimento ante la muerte, no me viene de la biología, sino de la cultura. ¿Para que tantos ayeres? Sumas interminables de generaciones desde el Cámbrico hasta el momento presente, de las cuales sólo tengo conocimiento gracias a la memoria colectiva llamada historia. Otra vez cultura. ¿De qué sirven todas mis experiencias, todas mis razones y sin razones si al final he de llegar al mismo fin? Resulta, pues, que el conflicto del hombre no es el hecho de ser y estar dentro del continuo de la vida, sino él porque y él para qué.
Con esta idea tan arraigada en nuestra especie de ir siempre adelante, ¿en dónde quedaran mis logros cuando termine mi vida? La cultura se asegura de qué el ser mortal se perpetúe a través de la memoria de los otros, que trascienda. Por otro lado, algún otro ser comenzará a andar por el mismo camino, tendrá las mismas preguntas, los mismos temores. Tal vez leerá los mismos libros, llegará a mis mismas conclusiones.
Ir siempre adelante, repito. Nacer, crecer, desarrollarse… morir. ¿A dónde ir cuando cualquier camino que tome me llevará al mismo destino? Lo fácil es, como hacemos todos, olvidarse del destino final y disfrutar del viaje. Nos es imposible comprender ese evento de la disociación del yo en la nada a la que llamamos muerte. De nueva cuenta la cultura nos auxilia. Nuestra sociedad nos ha enseñado a pensar que nadie muere por causas naturales. Tendemos a pensar que cuando alguien muere es debido a un castigo o un error o a un accidente, y que de alguna forma podemos evitarlo. Esto reafirma la idea de que la muerte no es un evento natural, sino que para que ésta ocurriera debió intervenir un agente externo que nos deterioró hasta matarnos. Pensamos, ingenuamente, que si pudiésemos evitar nuestras fallas o eliminar a estos agentes externos, entonces venceríamos a la muerte y viviríamos por siempre.
Como regla general, podemos afirmar que el ser humano niega a la muerte. Desde los griegos (Eros vence a Thanatos), hasta el hombre moderno y el desarrollo de sus técnicas de distanasia, la lucha en contra de la muerte y a favor de la conservación y prolongación de la vida, nos plantea una serie de cuestionamientos en todos los ámbitos del pensamiento humano. Es él deber ser de todo médico. El Dr. Rebolledo Mota nos explica: “En el caso de la medicina resalta un hecho particular, el que, durante los años de estudio universitario e incluso dentro del ejercicio profesional, nadie nos enseño a los médicos que los pacientes se morían. Esta situación representa hoy en día uno de los grandes conflictos del proceder ético y profesional del médico. Desde que se ingresa a las facultades y escuelas de medicina, el discurso de la profesión ha sido el de luchar contra la muerte, sin llegar a comprender que el morir es, además de un evento fisiológico, una condición supraordinal, que está por encima y fuera del alcance de las capacidades humanas… La única condición para morir es estar vivos”.
Se lucha, lo he visto. Se lucha siempre, hasta que ya es imposible luchar más. Pero las preguntas son ¿por qué? ¿hasta dónde y a costa de qué? Más allá de la pregunta de la existencia y de la ansiedad que nos provoca, hay una realidad latente, palpable, que a todos nos compete y es la de él morir en nuestros días, en esta ciudad y de la causa más probable: el cancér.
Dice el Dr. Genovés: “Mientras se muere un hombre podemos medir su presión, su temperatura, podemos tomarle su encefalograma, su electrocardiograma, etc., pero, ¿cómo saber lo que siente, lo que piensa, lo que imagina, su miedo o su pena, si no estamos en su lugar?”. Voy perfilando mis principales ejes temáticos. Esta antropóloga quiere intentar estar ahí, lo más cerca posible, lo más intimamente ligada al que muere y al que lo asiste.
No pretendo entender a la muerte. ¡No podría! Es más grande que yo, más grande que todo cuanto conozco, que el Universo mismo. Es inefable simplemente porque no es. Y eso, con toda mi materia extensa, con toda mi razón y toda mi locura, no lo puedo comprender, solo observar hasta su último roce con la vida, mi vida. Y ese pararme de puntitas frente al abismo que se nos abre a todos, me parece pertinente dentro del estudio de la antropología física, porque es un fenómeno que solo experimenta el ser humano. De hecho es una de las condiciones que nos hace humanos…

http://members.fortunecity.com/geism2002/id20.htm