Respaldo de material de tanatología

Historia de los Cuidados Paliativos

CUIDADOS PALIATIVOS
PASADO, PRESENTE Y FUTURO
Dr. J. Montoya Carrasquilla
http://www.artemorir.homestead.com/index.html
http://www.communities.latam.msn.com/ElArtedeMorir

“El médico debe curar a veces,  aliviar a menudo y confortar siempre”.
                      E.L. Trudeau

“No paramos en la muerte de súbito, sino que nos encaminamos a ella paso a paso. Cada día morimos, cada día perdemos una porción de nuestra vida, y hasta cuando crecemos, nuestra vida decrece. Perdimos la infancia, después la mocedad, después la juventud. Hasta el día de ayer, todo el tiempo pasado está muerto, y aun el propio día de hoy nos lo partimos con la muerte. Tal como no es la postrera gota la que interrumpe el chorro en la clepsidra, sino todas las que habían manado anteriormente, así aquella postrera hora en que dejamos de ser no es la única en producir la muerte, sino en consumarla; entonces, llegamos a la muerte, pero ya hace tiempo que hemos ido caminando hacia ella (…) La muerte no viene toda a la vez: la que se nos lleva es la última muerte@.

Séneca: Cartas Morales a Lucilio, XXIV.

El interés por el tema de los enfermo terminales se ha enfocado desde muy diversas perspectivas, y en los últimos 40 años ha dejado de ser un tema que se deba evitar u omitir, como consta en el florecimiento de la literatura que trata de las implicaciones filosóficas, organizacionales, profesionales y personales del trabajo con enfermos moribundos, la muerte misma y el duelo. Sin embargo, y a pesar de que la muerte constituye uno de los temas de mayor interés entre antropólogos, filósofos, médicos, artistas y escritores, se había prestado muy poca atención a la investigación empírica de las circunstancias que rodean al ir muriéndose en la sociedad occidental contemporánea.

El mejor pronóstico y la mayor duración de la vida ponen en evidencia situaciones y problemas que antes no tenían tiempo ni oportunidad de emerger; aun cuando la muerte en cuanto realidad no haya cambiado, si han acontecido cambios decisivos por lo que respecta al ir muriéndose: la manera en la cual la gente muere ha cambiado.

“Uno muere adolescente, otro viejo; éste, infante, sólo ha podido vislumbrar la vida: todos estos eran igualmente mortales, aunque la muerte permitiera pasar más adelante en la vida de unos, segase en flor la de otros, o interrumpiera en otros los mismos principios. Tal individuo se ha muerto mientras cenaba; en este otro la muerte ha continuado el sueño; aquel se extinguió en el concúbito. Por delante de éstos los atravesados por el hierro, o los muertos por mordedura de serpientes ponzoñosas, o los aplastados por derrumbamientos, o los torturados, punto por punto, por prolongadas torsiones de nervios. Puede llamarse mejor la muerte de unos, peor la de otros, pero la muerte es la misma para todos. Son diversos los caminos por los cuales viene; es uno solo el término donde acaba. No existe una muerte mayor o menor, pues en todo el mundo rige la misma regla: acabar con la vida (Séneca, carta LXVI).

En la antigüedad clásica el asma bronquial era considerada “el aprendizaje de la muerte” (Séneca: carta LIV), y ya en la era pre antibiótica la neumonía era llamada “la vieja amiga del hombre”, la cual le producía, por lo general, una muerte rápida y usualmente cómoda. Hace solo 100 años el proceso de ir muriéndose era corto y usualmente ocurría en casa después de una corta enfermedad, con el cuidado dado por la familia y los amigos.

Hoy día, en la era del protocolo y la tecnología no hay tal rapidez ni comodidad. La muerte ha sido arbitrariamente dividida en “deseable” y “no deseable” (o en “fácil” y “difícil”). Las muertes deseables  verdaderas mors repentina , generalmente ocurren fuera de las instituciones de salud (p.ej., infarto agudo de miocardio), las muertes no deseables  antigua “buena muerte” , usualmente significan vigorosos tratamientos, progresión de síntomas, sufrimiento físico y fallo orgánico y sistémico progresivo (p.ej., cáncer), condiciones todas ellas que deterioran la llamada “calidad de vida”.

La situación en que muchos seres humanos fallecen hoy día es bien distinta, y, además, por lo general, el proceso de ir muriéndose dura más que en épocas previas (hace solo 20 años las dos terceras partes de las muertes eran el resultado de procesos lentos: cáncer, insuficiencia renal, diabetes, arteriosclerosis); debido a algunos procedimientos, los límites entre la vida y la muerte parecen haberse desdibujado. De el mismo modo, los cambios en el vivir humano sucedidos en los últimos tiempos han modificado profundamente el morir. Los esquemas tradicionales ya no nos sirven; parece que nos encontramos ante un hecho nuevo a estudiar objetivamente como tal.

Por otro lado, y en el mismo contexto, hoy día la mayoría de las muertes (en la llamada Asociedad desarrollada@) ocurren en las personas mayores de 65 años después de una larga enfermedad, en alguna clase de institución sanitaria y con una asistencia proporcionada por “cuidadores sustitutos”, no por la familia y los amigos. Nuestra antigua herencia rural, con un sistema de salud cerrado, ha dado vía a una expresión más urbana, dispersión de la familia y pérdida de los tradicionales sistemas de ayuda familiar y comunitaria.

Si bien muchas circunstancias han influido en el concepto que la sociedad occidental actual tiene de la muerte y del ir-muriéndose, el lugar donde el hombre muere es, probablemente, una de las que más a influido. Desde tiempos remotos, la imagen de la “buena muerte” (versión hollywoodense de Sudnow) se asociaba a la escena del anciano longevo muriendo conscientemente en su casa rodeado de los suyos. Hoy las cosas han cambiado en la mayoría de los países desarrollados, y esa escena, trágica pero entrañable, ha cambiado por la de una muerte anónima, solitaria e impersonal en la habitación de un centro hospitalario.

El desarrollo tecnológico de la medicina actual no había evolucionado paralelamente en el campo de la asistencia a los que mueren hasta 1.967, con la fundación de la primera institución especializada en la asistencia de estos pacientes (St. Chistopher’s Hospice, Gran Bretaña, Dra. C. Saunders).

Se vive más, se muere más tarde y más lentamente. En 1973, en Gran Bretaña, la mitad de las defunciones se producían después de los 75 años, y cada año morían más de cuarenta mil personas que sobrepasaban los 85 años, y quinientas con más de 100 años; se preveía que el sustrato de población de más de 65 años se incrementaría en un 12%, y en un 18% el de más de 75 años (Hancock y Colb., 1973). En España, a principios de siglo (1.900), la esperanza de vida al nacer era de 34,76 años  los varones 33,85 y la mujeres 35,70 , y en los años ochenta aumenta a 75,62 años  los varones 75,52 y las mujeres 78,61 . La mortalidad también se ha reducido de manera importante: en el año 1901 la tasa de fallecimientos por mil habitantes era de 27,82 y en 1980 era de 7,77 por mil habitantes (Domínguez Alcón y Campos, 1989).

De esta forma es probable que la muerte ocurra cada vez más mayoritariamente en personas cada vez más ancianas  y quizá más desvalidas , que si son atendidas en sus hogares por sus familiares (cónyuges, hermanos y hasta hijos), estos serán a su vez más viejos y desvalidos.

Ya sea el proceso de ir muriéndose lento o rápido, transcurre no obstante cada vez más en un centro sanitario, de preferencia un hospital; mientras que en 1900 en Gran Bretaña el 70% de las personas morían en su domicilio y 30% en el hospital, hoy día estos porcentajes se han invertido. Cifras similares han sido encontradas en Norteamerica, Australia, Nueva Zelandia y en algunos países de Europa (Doyle, 1986). En España la situación es semejante; en 1984, la tercera parte del total de personas que murieron lo hicieron en el hospital, siendo mayor esta proporción en las grandes ciudades. Para González Barón y Colb., (1989), la cifra alcanza a más del 50%.

Así, como una característica sobresaliente de este siglo, la muerte ha cambiado de “escenario”; esto se debe, en gran parte, a que, como ha señalado Lamers (1990), hemos perdido nuestra herencia rural con el tradicional médico de familia a favor de una atención centralizada en “grandes hospitales”. Por otra parte, bien se sabe que estas instituciones no suelen estar organizadas ni poseen personal capacitado para ofrecer atención efectiva al paciente moribundo y a su familia.

También es cierto que el progreso de la tecnología puede estrechar el objetivo del médico de la totalidad de la persona al órgano enfermo o al hallazgo anormal de laboratorio  la llamada “relación objetal parcial” , pudiendo llegar el paciente a sentirse distanciado de su médico por capas de intermediarios. El cuidado discontinuo y fragmentado es hace tiempo conocido como un factor que afecta drásticamente al cuidado ofrecido.

El moribundo se ve también influido de diferente forma por la actitud de aquellos que le rodean y constituyen su entorno. Aquella versión hollywoodense y el antiguo poder del médico de familia que, a pesar de un mayor o menor paternalismo, permitía establecer una relación muy humana con su paciente  conocedor de la familia, de sus intereses y valores y consejero habitual de la misma en los problemas de enfermedad , fue siendo sustituida por un nuevo poder científico, que ve en el enfermo casi solamente un cuerpo enfermo y que contempla la muerte como un frío proceso biológico sobre el que tiene crecientes posibilidades de intervención, y cuyas influencias sobre el proceso de la muerte es cada vez más eficaz. No pocas veces la muerte parece considerarse como un acto mal intencionado y destinado a molestar a los demás:

El fallecimiento del ser humano, dice Sporken (1978), ha quedado desmadejado en una serie de procesos fisiológicos detrás de los cuales se pierde el acontecer personal del morir: esperamos que el moribundo moleste lo menos posible. Esta actitud del médico  que ya no es como antes, sobre todo un testigo de excepción  ha sido modificada al compás de los cambios tecnológicos y sociales, puesto que la actitud del médico no es sino un caso particular de la actitud general de nuestra sociedad ante la muerte.

No obstante, podría pensarse que  hoy se muere mejor que antes: tenemos poderosos analgésicos, ansiolíticos, antidepresivos, antieméticos, broncodilatadores, neurolépticos y un sin fin de técnicas para apaciguar la angustia del moribundo; tenemos guías para la autoliberación y para la eutanasia activa y pasiva; tenemos “de todo” para “bien morir”. Sin embargo, no tenemos el factor humano de la comunicación, de la compañía, de la sincera y simple verdad. Hemos perdido uno de los más antiguos y conocidos remedios: la amistad como instrumento terapéutico.

Equécrates y Fedón hablan sobre el día de la muerte de Sócrates (Fedón, o de la inmoralidad del alma):

Equécrates: (…) )Prohibieron los jueces que fueran a visitarle y murió sin que le asistieran sus amigos?
Fedón: Nada de eso; le acompañaron sus amigos, y por cierto muchos.

Y en Séneca (Cartas morales a Lucilio, LXXVIII):

“Nada recupera y conforta tanto a un enfermo, oh Lucilio, el mejor de los hombres, como el afecto de los amigos; nada le sustrae tanto a la espera y al temor de la muerte”.

Esta profunda metamorfosis del ir muriéndose, caracterizada por elementos de desacralización, racionalización y desocialización conllevan el que casi necesariamente se haya cambiado en la actitud ante la enfermedad y ante la muerte, contribuyendo a acrecentar el carácter de tabú que la muerte ha poseído siempre y a sospechar que la asistencia al morir es hoy una necesidad mucho más presente que lo que haya podido ser en el pasado.

No se puede de hecho negar que vivimos en una época cultural que niega la muerte y, como señaló Sporken, hay indicios suficientes para creer que los hombres no tienen ninguna relación con la muerte y que hacen todo lo posible por apartarla. La sociedad consumista y desinteriorizada ha rechazado la muerte por que la teme profundamente, intenta ignorarla como si se tratase de un hecho indecente:

“No quiero morir como si me escondieran de algo con vergüenza, llevadme a morir en casa, como un ser corriente, como un ser humano” (Nestares Guillén, 1982).

Hoy día, la muerte está sujeta a una gran especulación; jamás el ir muriéndose había creado tanta polémica interdisciplinar. Para poderla digerir, la banaliza y la presenta despersonalizada en las estadísticas y caricaturizada en las escenas de violencia. Resulta paradójico que una sociedad como la nuestra, donde se han superado muchos límites y barreras de antiguos tabúes, sociedad que a los más está dispuesta a aceptar la mors repentina e imprevista, haya acabado haciendo de la muerte el principal tabú y que tenga que afrontar en su mayoría un morir lento, invalidante y solitario.

Antes era un acontecimiento social y público (véase como ejemplo la muerte de Sócrates). Hoy, las dificultades del ir muriéndose son todavía potenciadas al permitir que aquellos que asisten a moribundos sigan siendo miembros de la misma sociedad temerosa de la muerte, sin especial preparación y, por lo tanto, en condiciones parecidas y tan bloqueados como el mismo muriente.

La sociedad ha cambiado de estructuras y actitudes, pero más que nada el proceso de ir muriéndose ha recibido el impacto de los progresos de la medicina. La despersonalización del enfermo hospitalizado, el haber recibido una formación profesional predominantemente somática y bioquímica, la tendencia a sobrevalorar parámetros analíticos y los mecanismos de defensa que el hecho mismo de la muerte nos evoca, han favorecido una actitud lejana, de distanciamiento, que hacen difícil percibir lo que la muerte tiene de asunto personal entre seres humanos.

Hace 30 años la medicina estaba preocupada con la inviolabilidad de la vida, y la calidad de vida era considerada como un elemento secundario: la vida tenía que ser preservada a toda costa. Hoy día, en medio de una tecnología no soñada hace una generación, las alternativas no están tan claramente definidas; la calidad de vida es una preocupación creciente. No obstante, en las facultades de medicina aún no se enseña que es lo que hay que hacer cuando ya no hay nada que hacer por la enfermedad de un paciente (“Kat`anánken”).

Como dijera Gol (1976), a los médicos no nos es lícito inhibirnos de los problemas que suscita este nuevo modo de morirse. De un lado, porque esta etapa de la vida que es el ir muriéndose nos compete a nivel asistencial quizá más que las otras, ya que lleva generalmente más sufrimiento; y, por otro lado, porque estos problemas que están emergiendo son en parte una consecuencia de haber solucionado problemas anteriores.

Así, no es válida ya la afirmación de que el científico o el clínico no deban ocuparse de presupuestos filosóficos y teológicos que rozan su ejercicio profesional (lo cual tampoco significa que deban erigirse en filósofos o teólogos de ocasión). Hay que reconocer que hablar de la muerte y trabajar con moribundos y con deudos plantea preguntas fundamentales sobre la vida, la muerte y el significado de ambas.

También es cierto que se aprecian cambios en las actitudes colectivas respecto al hospital, que cada día es percibido con mayor intensidad como centro de gran poder y eficacia terapéutica, definidor por excelencia de la medicina actual, en donde la asistencia a la muerte, como la asistencia a la salud en general, podría ser realizada y mediatizada por dicha institución. La necesidad de protección mágica encuentra en el estereotipo del hospital actual la imagen tranquilizante, protectora y desangustiante antes asumida a un nivel más humano por el médico de familia.

Si bien importa ciertamente mucho llevar a un profesional en salud mental a todo enfermo somático grave, mayor interés tiene el ampliar la formación psicológica de todo médico que atiende enfermos somáticos. Es necesario evitar que los hospitales docentes reproduzcan en las futuras promociones los actuales defectos; las prácticas forenses y de laboratorio han de coexistir con las de una clínica que, además del conocimiento de las enfermedades, esté abierta al conocimiento de los enfermos, a la observación humana, a las características de la relación médico paciente (transferencia, contratransferencia, comunicación infraverbal, etc.) y al diálogo de cabecera con el enfermo y con el moribundo. Sin embargo, la resistencia a la formación tanatológica del futuro médico es muy grande: la mayor resistencia parece darse en las escuelas de medicina. En efecto, como la muerte representa el fallo, y es natural el querer evitar los fallos, es lógico que haya una cierta resistencia; en el contexto institucional hospitalario existe también un rechazo implícito a la noción de ayudar al que está muriendo: asistir al muriente supone admitir la muerte, y esto es algo que una institución de salud se resiste a admitir, aun cuando en ella muera la mayor parte de la población.

Aunque las referencias a la muerte han sido numerosas en todas las civilizaciones y culturas, el cuidado del enfermo moribundo no está claramente definido y en la mayoría de las veces está sujeto a la especulación que parte de los ritos de la muerte. Aun así, contamos con algunos datos de interés.


5 thoughts on Historia de los Cuidados Paliativos

  1. 1. La Antigüedad

    1.1. Paleopatología y medicina prehistórica
    Desde los orígenes de la humanidad, uno de los primeros datos que ofrecen los registros arqueológicos señalan la existencia de prácticas de enterramiento. Esto, al menos en parte, permite suponer que la conciencia de la muerte es un rasgo que define la especificidad humana. Por otra parte, poco puede decirse sobre las causas de muerte en la prehistoria; se describen tumores, osteomielitis, y probablemente lesiones de guerra.

    1.2. Medicina de lo pueblos primitivos: 10.000 5.000 años a.c.
    El hechizo nocivo, la infracción de un tabú, la penetración mágica de un objeto en el cuerpo, la posesión por espíritus malignos y la pérdida del alma eran las formas de interpretar la enfermedad de los pueblos primitivos. El hombre homérico no era responsable de sus actos, por eso el poeta suele pregunta qué divinidad es la que ha causado determinada disputa, o a manos de quién ha muerto: “ante una muerte se pregunta no por la causa o motivo sino a manos de quién murió (José Vara Donado, 1991. En: Sófocles: Tragedias Completas. Ed. Cátedra, Madrid. 1991). El concepto de responsabilidad personal y la atribución de la conducta humana a causas totalmente internas no aparece hasta aproximadamente el año 500 a. c., en las obras de los dramaturgos griegos.

    Consecuentemente, ante la anomalía biológica y social que lleva consigo el hecho de la enfermedad, el hombre primitivo podía adoptar dos actitudes diferentes: en el caso de las enfermedades leves o inmediatamente comprensibles  como una herida de flecha , al enfermo se le trataba según la índole de su dolencia, sin ser objeto de consideración especial. Cuando la enfermedad era grave y de causa no comprensible  neumonía, viruela, fiebre tifoidea, etc. , entonces el enfermo (considerado impuro, castigado por los dioses, poseído por un espíritu maligno, etc.) es visto con el espanto que siempre produce lo sagrado; de ahí que en ocasiones se le abandone en cualquier lugar del bosque, se le mate o, lo que era más frecuente, se le someta a un rito mágico cuya estructura dependería del modo de entender su condición (Laín Entralgo, 1989).

    1.3. La medicina Asirio-babilónica: 4.000 539 a.c.
    Por entonces, el corazón de los dioses sólo se alegraba cuando los hombres cumplían fielmente los múltiples mandatos que ellos les habían impuesto; de no ser así, enviaban sobre los mortales su castigo, habitualmente bajo la forma de infortunios, dolor, angustia moral o enfermedad. En el enfermo se veía ante todo a un “excomulgado”. El diagnóstico solía partir de un interrogatorio con objeto de saber que pecado había cometido. El tratamiento era consecuente con ese concepto punitivo, religioso y moral de la enfermedad.

    1.4. Aportes de la mitología universal
    La muerte, el morir y los ritos funerarios, dioses protectores y malignos en el más allá, y toda una serie de entidades más o menos bien definidas se ven notablemente expresadas en la mitología de muy distintos y distantes pueblos, confirmando, con frecuencia, la unicidad de los sentimientos y actitudes ante la muerte y el morir de nuestros pueblos.

    Por su importancia para nuestro contexto, cabe destacar a IRIS, la mensajera de los dioses, la de pies como el viento (ligeros, ligerísimos, veloces), la de ligerísimas plantas, la mensajera de Zeus, la de alas de oro (doradas), la mensajera de los inmortales, la rauda (La Ilíada):

    Perteneciente a la mitología griega, Iris, personificación del arco iris, fue hija de Taumas y de Electra, hermana por tanto de las Harpías; hacía llegar los mensajes de los dioses a la tierra, hasta el fondo de las aguas y hasta los infiernos; desenganchaba los caballos de los carros del cielo y les alimentaba. Como Diosa del Aire, abría las nubes y las iluminaba formando el Arco Iris. Aplacó los vientos a petición de Aquiles; fue amante de Céfiro  viento de Occidente  del que tuvo a Amor. Ejercía, entre otros oficios, la labor de asistir a las mujeres agonizantes y cortar el hilo que mantenía unidas sus almas al cuerpo, cumpliendo de esta manera y en nombre de Hera (Juno) tan particular misión. Es frecuentemente representada con una amplia túnica flotando en el aire, alas en las espaldas y el caduceo en la mano.

    1.5. La antigüedad clásica
    Hay pocos conceptos modernos que no puedan remontarse a las raíces griegas. Las ideas de hombres como Sócrates, Platón, Aristóteles, Demócrito, Séneca, Hipócrates y Tales de Mileto forman parte integrante de la urdimbre de la vida intelectual moderna y de la tanatología actual.

    Sócrates y Platón pensaban que una enfermedad dolorosa era una buena razón para dejar de vivir. En la República, Platón condena al médico Herodito por fomentar las enfermedades e inventar la forma de prolongar la muerte, y agrega: “(…) por ser maestro y de constitución enfermiza, ha encontrado la manera de torturarse primero a sí mismo, y después al resto del mundo”. En Critón, Sócrates se pregunta: “)puede agradarnos la vida si está nuestro cuerpo enfermo y echado a perder?”. Además, la concepción aristotélica del hombre es de importancia crucial para nuestro contexto, particularmente porque posteriormente será retomada por el pensamiento cristiano occidental, sobre todo a partir de su representante medieval, Sto. Tomás de Aquino.

    En este marco de cosas, destacan los tres principios básicos del tratamiento hipocrático (el Juramento de Hipócrates se promulgó en Ceos en el siglo IV a.c.), la escuela dominante durante la antigüedad clásica:

    a) Favorecer o al menos no perjudicar: “primum non nocere”.
    b) Abstenerse de lo imposible; por tanto, no actuar cuando la enfermedad parece ser mortal “por necesidad” (Kat`anánken). Esto es, por un inexorable decreto de la divina y soberana Physis.
    c) Atacar la causa del daño: actuar contra la causa y contra el principio de la causa.

    Así, la concepción hipocrática de la physis y la enfermedad obligaba al médico a resolver dos problemas previos: determinar si el sujeto en cuestión estaba o no realmente enfermo, y discriminar si el trastorno contemplado era mortal o incurable “por necesidad”; si éste fuese el caso, su deber era abstenerse de intervenir.

    La meta productiva del conocimiento clínico, el pronóstico, constituyó, según Laín Entralgo, una de las más altas aspiraciones del médico hipocrático. Tres motivos fundamentales se unieron para que así fuese: uno de orden psicosocial, la sed de prestigio que el buen pronosticar concede a quién de éste es capaz; otro técnico, una buena predicción es también un buen preconocimiento; finalmente, uno ético religioso, en cuanto que la predicción de un éxito letal por necesidad exigía del médico la abstención de intervenir.

    En las artes de la colección hipocrática, se describe al médico como a un curandero al que se exigía ahuyentar el sufrimiento de los enfermos, aliviar las dolencias de sus enfermedades y rechazar toda clase de tratamiento para aquellos que padecían enfermedades incurables (Kat`anánken), dando a entender que en tales casos la medicina era impotente.

    En la antigüedad clásica, la situación social del médico se hallaba establecida en cuatro clases principales de ejercicio médico (Laín Entralgo, 1989):

    Periodeutas: médicos que viajaban de ciudad en ciudad ejerciendo su oficio, siendo Hipócrates, al parecer, uno  de ellos.
    Demioseúontes: “médicos públicos” contratados por la ciudad para el cumplimiento de funciones asistenciales (enfermos pobres, extranjeros) o forenses.
    Médicos contratados en Roma para cometidos especiales: médicos de gladiadores, del circo, de los teatros, médicos militares.
    Servi medici: “los esclavos médicos” que en Roma practicaban la medicina en las formas más rudas y atendían a las clases sociales más humildes.

    De hecho, con ello se establecían los deberes del médico: los que le obligaban con el enfermo, los que le vinculaban con la Polis y los concernientes a su relación profesional con sus compañeros; sin embargo, de mayor importancia para nuestro contexto es el concepto “Kat`anánken”: el imperativo de abstenerse de actuar cuando la muerte o la incurabilidad del enfermo parecían ser fatalidades invencibles. Así, en esta misma línea hay que colocar el talante moral de Areteo de Capadocia (siglos I II d.c.), máximo clínico nosográfico de su época; según éste, “la mayor desdicha del médico es no poder hacer nada en favor del enfermo”.

    No es extraño pues que durante la antigüedad clásica el suicidio del enfermo de “enfermedad incurable por necesidad” fuese una alternativa razonable; en Roma sólo se penaba el suicidio irracional. Prevalecía la idea de que quién no era capaz de cuidar de sí mismo, tampoco cuidaría de los demás, por lo que se despreciaba el suicidio sin causa aparente. Se consideraba que el enfermo “terminal” que se suicidaba tenía motivos suficientes. Se aceptaba pues el suicidio provocado por “la impaciencia del dolor o la enfermedad”, ya que según decían se debía al “cansancio de la vida (…), la locura o el miedo al deshonor”. La idea de “bien morir” (Eu thanatos) era un Summun bonum (Humphry y Wickett, 1989).

    “(…) porque es mejor morir de una vez que tener que padecer desdichas un día tras el otro” (Esquilo, Prometeo encadenado). Es más, “no es de buen médico entonar conjuros a una herida que reclama amputación (Sófocles, Áyax).

    El relato de la muerte de Tulio Marcelino (Séneca, carta LXXVII) nos ilustra adecuadamente este concepto:

    “Tulio Marcelino, bien conocido por ti, muchacho sosegado y viejo antes de hora, atacado de una dolencia, no incurable pero sí larga y molesta y llena de exigencias, comenzó a pensar en quitarse la vida. Convocó a muchos amigos suyos; uno, porque era cobarde, le aconsejaba lo que él mismo se habría aconsejado; otro, adulador y complaciente, le daba el consejo que presumía que iba a serle más agradable. Un amigo nuestro, estoico, hombre egregio y, para dedicarle el elogio merecido, hombre fuerte y animoso, le hizo, a mi juicio, la mejor exhortación. Comenzó así: “No te atormentes, oh Marcelino, como si deliberases sobre un asunto muy importante. No es gran cosa la vida; gran cosa es morir noblemente, como hombre de prudencia y valor. Piensa desde cuánto tiempo haces lo mismo: comer, dormir, gozar; he aquí todo el círculo que recorre tu vida. No sólo el hombre prudente, o el valeroso, o el desgraciado pueden desear la muerte, sino también el cansado de vivir”. No le fue menester persuadirle, antes ayudarle, ya que los esclavos no querían obedecerle. Primeramente trató el estoico de disipar en ellos todo temor haciéndoles ver que el grupo de esclavos sólo correría peligro cuando quedase incierto si la muerte del señor había sido voluntaria; por otra parte, tan escandaloso era matar al señor como impedir que se matara. Luego hizo presente a Marcelino que sería humanitario hacer algunos presentes a los que toda la vida le habían servido, en el momento en que ésta se acercaba, tal como después de cenar se reparten las sobras entre los presentes”.

    “Marcelino, que era complaciente y generoso, aun tratándose de sus bienes, distribuyó pequeñas cantidades entre los llorosos sirvientes y él mismo les consoló. No tuvo que recurrir al hierro o al derramamiento de sangre: se abstuvo de comer durante tres días, y mandó instalar en su propia estancia el pabellón de baño. Después mandó traer la bañera, en la cual se mantuvo yacente largo tiempo, y echándose después de tanto en tanto agua caliente, desfalleció con suavidad, no sin cierto placer, según él mismo decía, aquel placer que suele producir una dulce languidez, bien conocido de los que sufrieron desvanecimientos. (…) Porque ni siquiera se dio cuenta de que se moría; acabó de manera suavísima, casi resbalando fuera de la vida”.

    Las filosofías de los estoicos, pitagóricos, platónicos, aristotélicos y epicúreos tuvieron una gran influencia sobre el concepto romano del suicidio como liberación de un sufrimiento insoportable. Para los romanos y los griegos, morir decentemente, racionalmente y al mismo tiempo con dignidad, era muy importante. En cierto modo, la forma de morir era la medida del valor final de la vida, en especial para aquellas vidas consumidas por la enfermedad, el sufrimiento y el deshonor.

    “)Seguimos o no aceptando el principio de que lo importante no es vivir sino vivir bien? (…) )Y que vivir bien, vivir honradamente y de acuerdo con la justicia constituyen la misma cosa? (Platón: Critón)”.

    “La vida, lo mismo que la representación de un drama, no importa cuánto haya durado, sino la manera como haya sido representada. Poco importa en qué momento se termina. Termine donde termine, sólo precisa que tenga un buen remate (Séneca, carta LXXVII). Antes de llegar a viejo procuraba bien vivir; en la vejez procuro morir bien, y morir bien es morir de buen grado (Séneca, carta LXI). Es menester librarse del deseo de vivir, y aprender que no tiene importancia el tiempo en que hayas de padecer aquello que es preciso que padezcas alguna vez. Lo que importa no es que vivas mucho, sino que vivas bien; y a menudo vivir bien consiste en no vivir mucho (Séneca, carta CI)”.

    La “filosofía de la felicidad” más influyente en la antigüedad clásica fue el Neoplatonismo, cuyo portavoz principal fue Plotino (204 270 d.c.). La importancia de esta filosofía  una vez que el cristianismo se convierte en la religión estatal romana en el siglo IV d.c.  alcanza su culmen durante el pensamiento medieval cristiano, en donde fue la piedra angular filosófica. Para esta filosofía, el hombre no debía abandonar voluntariamente el lugar asignado por Dios. El suicidio, por lo tanto, afectaba al alma negativamente después de la muerte.

    En los Siglos II y III, el estoicismo se vio seriamente perjudicado a causa de la progresiva influencia del cristianismo. Era imposible recibir cualquier tipo de alivio compasivo, aunque el sufrimiento fuera muy intenso: era la voluntad de dios, y el hombre se lo debía todo a dios. San Agustín (354 430 d.c.), el último gran filósofo clásico y el primer gran filósofo cristiano, describió el suicidio como “detestable y abominable perversidad”. Agustín afirmaba que dios otorgaba la vida y los sufrimientos, y que por lo tanto se tenían que soportar.

    La importancia de este concepto es de enorme trascendencia desde el punto de vista de la tanatología clínica si tenemos en cuenta que las actitudes de San Agustín dominaron la filosofía medieval hasta aproximadamente el año 1300; la filosofía fue ejercitada en el marco de la fe cristiana: San Agustín solo quería conocer a dios y al alma, y se servía de la fe para justificar toda creencia.

    La tradición fecha el final de la antigüedad clásica en el año 476 d.c., tras la caída del imperio romano. Con ello, todas las formas de cultura, arte, filosofía y ciencia entraron en franca decadencia, ya iniciada alrededor del año 300 d.c.; no obstante, algo parecido al modo de vida medieval se inicia ya durante el imperio romano, en las postrimerías del siglo III y en el siglo IV.

    2. La Edad Media: 476 1453

    La Edad Media fue el crisol en el que se forjó nuestro mundo moderno: fue testigo de los primeros balbuceos de la democracia constitucional, la primacía de la ley sobre la autoridad personal, el capitalismo, el crecimiento de las ciudades, al amor romántico, el individualismo y la ciencia experimental. Aunque el pensamiento creativo decayó, hubo períodos de desarrollo intelectual, siendo el más destacado el Renacimiento Carolingio, bajo el reinado de Carlo Magno (768 814). Tradicionalmente se enmarca en medio de la caída de dos grandes imperios, el Romano y Constantinopla. Si bien este período presenció una decadencia económica y demográfica, una sociedad nueva y creativa comenzó a renacer de las cenizas del imperio romano.

    El neoplatonismo impregnó todos los aspectos del pensamiento medieval: todo era símbolo del mundo invisible de dios. Las visiones, las profecías, la astrología y la brujería formaban parte integrante de la vida cotidiana. El pensador medieval no deseaba comprender la inteligencia o el mundo en sus propios términos, sino únicamente en cuanto claves de la invisible realidad de dios en los cielos. Se apartó del mundo observable, lleno de dolor y agitación, para concentrarse en los cielos y el alma, susceptibles ambos de ser conocidos por medio de la introspección; es pues una visión del mundo, y del hombre, totalmente agustiniana. La Iglesia era la depositaria de la cultura. Para ser culto había que ser, casi sin excepción, clérigo, y el lenguaje de la educación era el latín. En virtud de ello, el conocimiento medieval fue un conocimiento clerical.

    A partir de la primera mitad del siglo VI, sobre el médico seglar va a prevalecer el sacerdote médico, perteneciente en ocasiones al clero secular, con más frecuencia al regular, circunstancia ésta que perduraría hasta pasado el siglo XI cuando va rápidamente extinguiéndose la práctica monástica y clerical de la medicina. Los nacientes monasterios benedictinos  en el año 529 se fundaba el de Monte Cassino por San Benito de Nursia  comienzan a recibir y a atender enfermos. Con ello, fueron los monasterios y luego las escuelas catedralicias los lugares donde se conservó y cultivó el saber médico durante la época medieval.

    Para el médico medieval, como para el griego, ciertas enfermedades eran la consecuencia inexorable de una necesidad absoluta de la naturaleza humana: la existencia de dolencias mortales o incurables “por necesidad” frente a las cuales nada podría el arte médico. Por otra parte, sólo la caridad cristiana permitía la asistencia al moribundo. Esta actitud ante la enfermedad incurable persiste aún hasta finales del siglo XIV; así lo expresa el humanista italiano Coluccio Salutati: “Hay que reconocer que sólo en las enfermedades curables es útil y necesaria la medicina. O, si queremos juzgar más rectamente, sólo hay necesidad de la medicina en aquellas enfermedades que difícilmente podría vencer por sí sola la naturaleza”.

    El sanador medieval, dice Laín Entralgo, veía en la enfermedad un evento esencialmente relacionado con lo que acerca de la realidad y el destino del hombre el cristianismo enseña: relación entre la enfermabilidad  propiedad esencial de la naturaleza humana  y las consecuencias del pecado original. La afección morbosa adquiere el carácter de prueba moral, de mérito o demérito, según sea el modo de padecerla.

    2.1. Primera Edad Media: Siglo V a Siglo XI

    Este dilatado período de transición, que va desde la época clásica hasta la medieval, desde antes del 475 hasta el año 1000, recibe a veces el nombre de “Edad Oscura”. Durante este período, la paulatina encarnación ulterior del cristianismo en el mundo moverá a la realización operativa del mandamiento de la asistencia al enfermo solo por amor.

    La asistencia al enfermo se caracteriza por una combinación de prácticas de carácter sacramental  unción de los enfermos  y un cuidado a la vez médico y moral. En opinión de Laín Entralgo, la invención de la institución hospitalaria fue consecuencia de esta nueva actitud ético operativa ante el aflictivo hecho de la enfermedad. Ya en el siglo VI se hacían acuerdos contractuales, a menudo por escrito, entre médicos y pacientes. Al menos seis formas de “caridad médica” y cristiana se describen en los primeros textos cristianos (Laín Entralgo, 1989), siendo tres de ellas de enorme trascendencia para el contexto en el cual tratamos:

    (1) La institución social, por obra de viudas y diaconisas, de la ayuda del paciente en su domicilio (asistencia domiciliaria, )Grupos de ayuda mutua?).
    (2) La incorporación metódica del consuelo a la operación del médico: asistencia médica más allá de las posibilidades del arte, cuidado de incurables y moribundos. En este sentido, Séneca (4 a.c.-65 d.c.), en sus “Cartas Morales a Lucilio, nos habla de Seneción y sus visitas a un enfermo moribundo: “Este hombre dotado de gran sobriedad (Seneción Cornelio), tan atento a su patrimonio como a su salud, aquella mañana me había visitado como de costumbre, había asistido todo el día y parte de la noche a un amigo enfermo y desahuciado, y después de haber cenado alegremente, sufrió el ataque de una dolencia fulminante, la angina, que, apretándole la garganta, lo tuvo agonizando hasta la madrugada (carta CI, Sobre la muerte de Seneción)”.
    (3) La valoración a un tiempo moral y terapéutico de la convivencia con el enfermo: la “compasión”, en el sentido paulino del término.
    (4) La ya mencionada creación de hospitales. El primero de que tenemos noticia es “la ciudad hospitalaria”, que en Cesárea de Capadocia fundó el obispo Basilio.
    (5) La condición igualitaria del tratamiento.
    (6) La asistencia gratuita, sólo por caridad, al enfermo menesteroso.

    Aun cuando entre los años 700 y 1.000 dominase en la Europa occidental la práctica médica sacerdotal, los médicos seglares no estuvieron ausentes; entre el siglo X y el siglo XI se tiene el primer indicio de cuidados sistemáticos al moribundo, a modo de “hospice”, con el trabajo de los “Caballeros hospitalarios” (Knights hospitaliers) de San Juan de Jerusalén. Según los registros escritos, los caballeros hospitalarios contrataban médicos para que diagnosticaran y prescribieran a los moribundos en un intento de mejorar su malestar (Hume, 1940).

    Distintas características describen la práctica médica durante esta primera parte de la edad media:

    (1) La mentalidad “ordálica” con que esta sociedad en ocasiones consideró la actuación sanatoria del médico.
    (2) Mayor preferencia, a todos los niveles de la sociedad, por las supersticiones seudoreligiosas y sus recursos terapéuticos más o menos eficaces.
    (3) Un nivel muy elemental del saber médico para brindar entonces al enfermo.
    (4) La visión del enfermo como un hombre en cuya menesterosidad “está cristo”; según la regla benedictina, “el cuidado del enfermo debe ser ante todo practicado como si, dispensándolo a ellos, al mismo cristo se le dispensase”.
    (5) Establecimiento de enfermerías en monasterios para la atención de la comunidad, de los pobres del contorno y de los peregrinos, y las primitivas visitas domiciliarias que en ocasiones hacían los monjes sanadores.

    Por otra parte, el juramento hipocrático  adaptado a la fe coránica  tuvo vigencia también entre los médicos árabes; así, el persa Abu Ali al Husayn ben abd Allah ibn Sina o Avicena (980 1037)  supremo clásico de la medicina árabe , señalaba: “El médico juzgará apoyado en su ciencia de los signos; sabrá si el enfermo debe morir y se abstendrá de tratarlo”, retomando de este modo el concepto de Kat`anánken griego.

    2.2. Segunda Edad Media: Siglo XI a 1453

    La economía y la población empezaron a recuperarse nuevamente alrededor del año mil, dando paso a la segunda edad media. Fue un período enormemente creativo en la sociedad occidental, con notables cambios en la forma de morir, la actitud ante la muerte y la asistencia al moribundo. Muchas obras griegas, en especial las de Aristóteles, fueron recuperadas, y se reanudó el pensamiento filosófico durante el renacimiento del siglo XII. Es el período donde se construyen las admirables iglesias románicas y góticas y donde comienzan a germinar formas políticas modernas, sobre todo en Inglaterra, así como el concepto de amor romántico y el interés por el individuo.

    En los siglos XII y XIII se produjo un crecimiento en la educación y abundaron los filósofos; dos pensadores destacan con especial importancia: San Buenaventura (1221 1274) y Sto. Tomás de Aquino (1225 1275), representantes de las dos grandes vías medievales para abordar el conocimiento, la humanidad y dios: la vía mística platónico-agustiniana (San Buenaventura) y la vía aristotélico tomista de la razón natural (Sto. Tomás de Aquino).

    Consecuente con el pensamiento del mundo en el cual vivió, el motivo supremo de una praxis médica bien ordenada lo constituía el tratamiento y la prevención de la enfermedad; curar al enfermo y conservar la salud del sano son los verdaderos fines de la ars médica para el médico medieval. A finales del siglo XIV, Coluccio Salutati se refiere a tres ordenes de enfermedades: las que la naturaleza sana fácilmente por sí sola, las que para su curación exigen el auxilio del arte y, ya más allá de las posibilidades de éste, las mortales e incurables “por necesidad” (Kat`anánken).

    Cuando la práctica monástica y clerical de la medicina va extinguiéndose a partir del siglo XI, la discriminación social en la asistencia al enfermo  que desde los griegos se venía contemplando y que la caridad médica cristiana había logrado, en algún modo, disfrazar  adopta la forma que durante siete siglos va a ser habitual en el mundo burgués (Laín Entralgo, 1989):

    (1) La de los poderosos: el paciente es atendido ordinariamente por un médico exclusiva o casi exclusivamente consagrado a tal menester, y por caros que fuesen, solía emplear todos los recursos que en su caso estimase necesarios.
    (2) La del Burgués: comerciantes prósperos, artesanos, empresario, etc. En tal caso la asistencia médica solía ser domiciliaria, y corría a cargo de personajes distinguidos.
    (3) La del “pobre estamental”: la ayuda al enfermo transcurre ahora en el hospital, instituciones que cumplían la función del Hospitale pauperum monástico  Hôtel Dieu de París, St. Bartholomeus de Londres , con camas para tres y cuatro personas y una atmósfera helada y mefítica.

    El médico medieval sentía y entendía cristianamente en su intimidad la práctica de su arte (Laín Entralgo, 1989): el imperativo cristiano y transhipocrático de atender incluso a “los que se encuentran dominados por la enfermedad” es vigorosamente recordado en el Metalogicus de Juan de Salisbury (1110 1180). Por otro lado, el médico medieval se hallaba cada vez más sometido a una densa red de deberes religiosos y civiles: “Para el poder civil, el más importante de los deberes morales del médico es advertir al paciente que confiese sus pecados al iniciarse su enfermedad: si el médico hiciere dos visitas a un paciente de enfermedad aguda sin haberle indicado su obligación de confesarse  dice una ordenanza de los reyes católicos  deberá pagar multa de 10.000 maravedís”, circunstancia ésta que persistiría hasta siglos más tarde.

    En 1566 el papa Pío V, en su constitución Supra Regem establece que “todos los médicos cuando fuesen llamados a los enfermos que yacen en cama, ante todas las cosas, los amonesten a que se confiesen, y que no los visiten más de tres días sino les consta por documento escrito por el confesor que dichos enfermos han confesado sus pecados (…) si alguno de los médicos no observare estas cosas, además de las penas que se contienen en la constitución de Inocencio III, sean perpetuamente considerados como infames y privados del grado de medicina y sean expulsados del colegio de médicos y además sean multados”.

    También durante este período medieval, la reiteración de autopsias de cadáveres humanos  cualquiera que fuese el fin a que con ellas se aspiraba  condujo no sólo al descubrimiento de anomalías o lesiones morbosas en el interior del cuerpo sino que, más importante, despertó en los médicos el afán intelectual de ponerlas en conexión con la dolencia de que había muerto el sujeto: “El médico observaba la enfermedad de su paciente, la diagnosticaba conforme a las pautas del galenismo y, supuesto un éxito letal del proceso, practica si puede la autopsia del cadáver y examina con mejor o peor técnica el interior de éste” (Laín Entralgo, 1989).

    Con ello, se da inicio a la primera “cosificación” de la enfermedad y del enfermo. Por otra parte, y en casos de enfermedad incurable o mortal “por necesidad”, el paciente  aún vivo  es ya un “muerto”, un “cadáver” pendiente de autopsia, de la misma forma que hoy día lo es para algunos sectores de la población en relación a los pacientes con ciertas enfermedades. En este sentido, dice Séneca en su carta LXXVIII: “Morirás no porque estés enfermo, sino porque estás vivo. Este paso te aguarda aun estando bueno y sano, pues cuando recobras la salud no te escapas de la muerte, sino de la dolencia”.

    Las Cofradías
    Durante la clericalización de la muerte  cuando el adiós de los vivos en torno a la tumba es ocultado, sino sustituido, por una masa de misas y de plegarias en el altar , aproximadamente a partir del siglo XIV, se forman asociaciones de laicos  cofradías  a fin de ayudar a los sacerdotes y a los monjes en el servicio de los muertos; heridos por el “abandono de los pobres muertos”, en una sociedad ya relativamente urbanizada, trataron de remediar lo que les parecía el efecto más cruel de ese desamparo, la ausencia de socorro de la iglesia (recuérdese el funesto efecto de la muerte solitaria o del abandonado).

    Las cofradías estaban consagradas a las obras de misericordia, de ahí el nombre de “caridades” que llevan en el norte y en el oeste de Francia (Ariès, 1987). Enterrar a los muertos se sitúa al mismo nivel de caridad que alimentar a los hambrientos, hospedar a los peregrinos, vestir a los desnudos, visitar a los enfermos en los hospicios y a los prisioneros. No obstante, entre todas las obras de misericordia, el servicio de los muertos se convirtió en la meta principal de las cofradías. Así, los cofrades se convierten en los primeros especialistas de la muerte.

    La Palabra “Hospice” se remonta al Hospitium medieval, es decir, albergue o refugio, generalmente para peregrinos, regentado por monjes. La denominación francesa medieval Hospice ha perdurado en Francia hasta los tiempos actuales.

     
    En 1368, por un privilegio otorgado por Don Pedro IV de Aragón, se da licencia a los oficiales zapateros de Valencia para adquirir por compra una casa situada en la parroquia de San Lorenzo, a fin de establecer allí un hospital para los cofrades enfermos. En Francia, la Compañía del Santo Sacramento se preocupó, en 1633, no solo del enterramiento de los pobres, sino de su asistencia en el momento de su muerte, labor seguida por otras tantas cofradías (Ariès, 1987). Durante el siglo XVIII son muy frecuentes las “hermandades de las ánimas” en Lorca y su comarca (Ruiz Martínez y Molina Martínez, 1989); estas asociaciones piadosas tenían como función principal la asistencia al enfermo en el momento de la muerte, el acompañamiento al difunto, tanto en el domicilio como en el sepelio, en el que entonaban oraciones por el eterno descanso del “hermano” desaparecido, y la aplicación de misas para el eterno descanso de su alma. En Jaén, durante este mismo siglo XVIII, los estatutos de algunas cofradías disponían que cuando alguno de sus miembros estuviese enfermo o en trance de muerte, sus hermanos cofrades irían a asistirlo y consolarlo (Del Arco Moya, 1989).

    La “Escuela de Cristo”, fundada en el Hospital de los Italianos de la Villa y corte de Madrid el 26 de febrero de 1653, desarrollaba también como labor social la asistencia al moribundo, tanto por el socorro humano como por el bien que hacían a su alma, pues se manifestaba el Santísimo y cada hermano pasaba dos horas de adoración repartidas en tres veces (Moreno Valero, 1989).

    De este modo, las cofradías se convirtieron muy pronto en las instituciones de la muerte, y durante mucho tiempo permanecieron como tales.

    Finales de la Edad media

    A partir del siglo XIV XV, el drama de la muerte en la iconografía macabra se ha aproximado al “más acá” y se representa ahora en la habitación misma del enfermo, alrededor del lecho. Así, siempre se moría en la cama, ya fuera de muerte “natural”  es decir, según se creía, sin enfermedad y sin sufrimiento  o de la muerte, más frecuente, de accidentes, “de puta, de fiebre o de apostema” o de otras enfermedades graves, dolorosas y largas (Ariès, 1987):

    “La habitación del moribundo se convertía en el teatro de un drama en que el destino del moribundo se jugaba por última vez, en donde toda su vida, sus pasiones y sus vínculos eran puestos en cuestión. El enfermo va a morir; la gran asamblea del final de los tiempos tiene lugar en la habitación del enfermo  el moribundo tiene el poder, en ese instante, de ganar o perder todo . Según la costumbre, la habitación está llena de gente por que siempre se muere en público”.

    Por otra parte, a finales de la edad media la muerte no es ya “defunción” o “paso” sino fin y descomposición. El hecho físico de la muerte ha sustituido a las imágenes del juicio. La conciencia de uno mismo y de su biografía se confunde con el amor a la vida. La muerte ya no es solamente una conclusión del ser, sino una separación del haber: hay que dejar casas, huertos y jardines. En plena juventud y salud, el goce de las cosas se ve alterado por la visión de la muerte; entonces la muerte ha dejado de ser la balanza, liquidación de cuentas, juicio o sueño, y se convierte en carroña y podredumbre, no ya fin de la vida y último soplo, sino muerte física, sufrimiento y descomposición; además, se pierde el peligro particular y las connotaciones de maldición de la mors improvisa.

    La peste negra: Año 1348
    En la historia de la segunda edad media, el siglo XIV se presenta como el de la gran crisis; varios hechos se conjuntaron para desestabilizar el curso de la historia durante este siglo, además de los señalados anteriormente:

    (1) La Guerra de los Cien años (1339 1453): uno de los más largos y devastadores conflictos de la edad media que enfrentó a Francia e Inglaterra. Además, raro era el país que por aquel entonces no se encontraba envuelto en alguna aventura bélica.
    (2) Una intensa ola de frío  conocida como “pequeña edad glaciar”  que azotó a la europa medieval desde finales del siglo XIII hasta bien entrado el siglo XVIII; sus efectos devastadores modificaron adversamente los ciclos agrarios y los hábitos alimenticios, creando una ola de hambre y miseria general.
    (3) La hambruna del 1316, seguida de una epidemia de disentería, diezmó a la población, si bien con menor envergadura que la peste negra.
    (4) La Peste Negra, que desbarató familias enteras, arruinó ciudades y campos, asoló regiones enteras y se llevó a la tumba a casi la tercera parte de la población; dos o tres años fueron suficientes para diezmar europa y dejarla en una situación crítica. El pánico y la angustia sembrados por la peste originaron un clima apocalíptico del cual nacieron actitudes de todo tipo: los que se lanzaban a una vida de desenfreno contrastaban con quiénes se refugiaban en la religión y el pietismo (Blanco, 1988). La irrupción de la peste inauguró, asimismo, un ciclo fatal en el que periódicamente hicieron aparición nuevos brotes entre la aterrorizada población: en 1630 atacó Milán, en 1665 causó estragos en Londres, y en 1702, Marsella y el sur de Francia; además, fiebres exantemáticas, “baile de San Vito” o corea menor, eugotismo o “fuego de San Antonio”, tuberculosis, malaria, etc., se hicieron también patentes, y el leproso  ya un proscrito  como uno de los enfermos más característicos de la época medieval.
    (5) Las deficientes condiciones de vida de la población medieval: la posibilidad de alcanzar edades avanzadas era un fenómeno rarísimo y normalmente los individuos no lograban sobrepasar los 30 años. La edad laboral se adelantó al máximo, obligando a incorporarse al trabajo a los niños desde edades muy tempranas; mayor mortalidad de las mujeres, particularmente en el parto y postparto, resultando en una desproporción entre el número de mujeres y de hombres. Uno de los rasgos más característicos del medioevo es, según Blanco, la sobreabundancia de varones, incluso en las edades más maduras. Por otra parte, la posición social de un hombre se medía por la cantidad de comida que podía consumir: “la comida se convirtió en una auténtica obsesión para el hombre medieval, y siempre que podía se entregaba a festines y banquetes”. Según las crónicas de Fernando IV de Castilla( 1301 ), “moríanse los hombres por las plazas y por las calles de hambre (…) y tan grande era el hambre que comían los hombres pan de grama”.

    (6) La Asistencia sanitaria a nivel hospitalario era muy reducida  la mayor parte de la asistencia se llevaba a cabo a nivel domiciliario , y los pocos hospitales que existían (casi todos dependientes de ordenes religiosas y otros tantos regentados por los propios municipios) no disponían de personal y de medios apropiados. Por otra parte, pocos tratados de medicina eran confiables, y casi todos recomendaban las mismas pautas de tratamiento desarrolladas por los antiguos griegos.

    Normalmente el enfermo no era consciente de su contagio hasta tres a cinco días después; los primeros síntomas eran engañosos  fiebre y escalofríos , ya que podían ser fácilmente confundidos con los de cualquier otra enfermedad de la época. Un malestar general daba paso a una profunda angustia y ansiedad, con fiebre en aumento, mareos, vértigos y vómito; un permanente estado de postración, asociado a pérdidas de conocimiento, sed intensa, diarreas, cefalea, sensación de asfixia, lengua pastosa y blanquesina, temblores, pérdida del equilibrio -que asemejaban al aspecto de una persona ebria- y sudación intensa y fétida -similar a la paja podrida- denunciaban al apestado de forma inmediata; a partir de ese instante, la evidencia de los síntomas ya no permitía albergar ninguna duda sobre la naturaleza del mal.

  2. (1) Bubónica: “(…) hinchazón en las ingles o bajo las axilas de las personas de ambos sexos; algunos crecían hasta alcanzar el tamaño de una manzana ordinaria y otras de un huevo, más unas y otras menos, y el vulgo los llamaba “bubones”. En breve tiempo el mencionado bubón mortífero empezó a crecer y a aparecer en otras partes del cuerpo distintas de las dos antes dichas, y después de eso la enfermedad comenzó a mudarse en manchas negras o “cárdenas” que brotaban en los brazos y por los muslos y en cualquier parte del cuerpo, unas grandes y espaciadas y otras diminutas y abundantes. Y de la misma manera que el bubón había sido primeramente y aún era indicio certísimo de muerte futura, así eran éstas a quiénes les sobrevenían” (Giovanni Boccacio: El Decamerón). Con el progresivo crecimiento de los bubones  ganglios linfáticos , fase por otra parte muy dolorosa, estos se rompían al exterior, supurando constantemente y aumentando el dolor. Bultos en las regiones articulares, manchas y úlceras negruzcas eran sus características más sobresalientes. Este tipo de afección solía ser más común durante los meses cálidos, y su mortalidad correspondía a un 40-70% de los afectados.
    (2) Pulmonar o neumónica: Muy semejante a la bubónica pero con predominio de tos, fiebres altas y esputos sanguinolentos, y más común durante los meses fríos; producía una mortalidad del 90% de los afectados. Representaba, por otra parte, un gran misterio, pues aparentemente se adquiría de forma espontánea, dando paso a múltiples interpretaciones muchas de las cuales coincidían en explicar su origen por la “alteración anormal del aire”.
    (3) Septicémica: Gran postración y estado de shock, que conducía a la muerte en pocos días en medio de grandes delirios; debido a las múltiples hemorragias subcutáneas, la piel del apestado se cubría de grandes placas oscuras, cuyo color negroazulado popularizó el nombre de “peste negra” o “muerte negra”.

    La aproximación terapéutica medieval era consecuentes con las interpretaciones que acerca de su origen abundaban:

    (1) Flebotomías: probablemente motivado por la observación directa de los apestados que en el último período de la enfermedad tenían hemorragias subcutáneas abundantes y extensas. Existía la creencia en una “superabundancia” de sangre, por lo que la extracción de esta “mala sangre” se convirtió en una de las primeras obsesiones del hombre medieval. Sus efectos eran inmediatos: se alcanzaba un estado de ingravidez, sopor y tranquilidad que se consideraba como beneficioso. Al eliminar esta “mala sangre” se extraía con ella una sustancia llamada “pituita”, que era la desencadenante de la fiebre. Para la extracción se aplicaban dos métodos: el primero y menos popular consistía en la disección directa de una vena con un bisturí, la cual podía ser practicada por un cirujano, un médico, un barbero o un curandero; el segundo, más popular y antiguo, estribaba en la aplicación de “sanguijuelas” en la zona afectada.
    (2) Drenaje directo del bubón con un bisturí.
    (3) Evitar el baño para disminuir la apertura de los poros, disminuyendo así las posibilidades de que el aire corrompido entre por estos.
    (4) Evitar vestiduras que hagan “inflamar la sangre” (la subida de la temperatura estaba considerada como uno de los problemas más graves de la infección).
    (5) Aumentar el consumo de frutas y verduras, vinagre y zumos de naranja y limón; evitar el consumo de aves de lago y pescados que huelan mal.
    (6) Beber “vino flojo, rebajado con agua” (al estilo griego), ya que el dulzón se pudre y se convierte en cólera.
    (7) Dormir con las ventanas abiertas para que entre el sol.
    (8) Hacer mucho ejercicio físico y reducir las prácticas sexuales.

    Con todo, la ciencia médica medieval se hallaba sorprendida ante una enfermedad que no se parecía en nada a cuanto conocían hasta entonces. De cualquier forma, la sensación de impotencia y la falta de conocimientos y tratamientos efectivos condujeron a un estado resignación general, magistralmente descritos en el Decamerón:

    “Parecía que ante esta enfermedad nada valían ni aprovechaban los consejos de los médicos ni las virtudes de las medicinas; más aún, ya fuere porque la naturaleza del mal no lo sufriese, ya por que la ignorancia de quiénes lo medicaban (…) nada sabía de sus causas y, por consiguiente, no podía ponerle remedio, el caso es que muy pocos sanaban y casi todos, al tercer día de aparecer los síntomas, quiénes antes, quiénes después, morían”.

    Varias fueron las consecuencias de la peste negra en la población general y en la religiosidad popular; algunos hechos en particular tuvieron un profundo efecto sobre la conciencia colectiva de la muerte y el morir, algunos de ellos hoy claramente vigentes:

    (1) La muerte se convierte en un fenómeno familiar y la retirada de cadáveres en un hecho cotidiano.
    (2) La rapidez del proceso infeccioso y de la muerte como consecuencia de este, establecen definitivamente el carácter de subitaneidad de la muerte, tal como Blanco recoge en las descripciones del cronista francés de la época J. Venette: “Ellos no estaban enfermos más de dos o tres días y morían rápidamente, con el cuerpo casi sano. El que hoy estaba sano, mañana estaba muerto y enterrado. Tenían de repente bubones en las axilas, y la aparición de estas bubas era signo infalible de muerte”, o tal como lo describiera Séneca muchos siglos antes: “Meditemos, pues, asiduamente tanto nuestra mortalidad como la de todos aquellos que queremos. Yo hubiese tenido que decir entonces (ante la muerte de su muy amigo Anneo Sereno): Mi Sereno es más joven que yo; y esto )qué importa? Tendría que morir después que yo, pero puede morir  antes”. Por no haberlo hecho me hallé impreparado ante el súbito golpe de la fortuna. Ahora pienso que todo es mortal y sin ley fija; puede acontecer hoy lo que puede acontecer cualquier día” (Séneca, carta LXIII).
    (3) Si bien otras enfermedades presentaban una sintomatología externa desagradable  viruela y lepra , la deformación rápida del cuerpo producida por la peste marcó profundamente la conciencia y destacó la importancia del efecto del ir muriéndose sobre la imagen corporal.
    (4) Ante la incomprensibilidad de su origen y los efectos devastadores de la misma, además de la impotencia de la ciencia para hallar una explicación y tratamiento satisfactorios, la sociedad se inclina por explicaciones de tipo religioso totalmente punitivas; se fortalece así el sentimiento de culpa ante la enfermedad. Por otra parte, aumenta el consumo  y se desarrolla aún más su industria  de tratamientos alternativos.
    (5) Huida de los lugares infectos y aislamiento del enfermo “portador de la muerte” [la muerte “está” en el enfermo”]; la muerte es vista o sentida como contagiosa. Así, “cito, longe, tarde” (huir pronto, lejos y volver tarde), son tres palabras mágicas que resumen la actitud de gran parte de la población frente a la peste (Blanco, 1988).
    (6) Se pone en evidencia el fenómeno conocido como “democratización de la muerte”, y que Blanco describe con estas palabras: “Cuando la muerte llega, nadie puede salvarse. Cuando aparece la peste, ninguno puede darle la espalda. Ni la posición social, ni la riqueza [ni la edad] son suficientes para evitar el contagio”. La peste provocó una auténtica socialización de la muerte. Por otra parte, la más bella expresión de la muerte como la “gran socializadora” provienen de las “Coplas a la muerte de mi padre”, de Jorge Manrique (1440 1479), aunque también la encontramos en el Poema de Gilgamesh (“El noble y el vasallo no son diferentes cuando han cumplido su destino”): “Esos reyes poderosos/ que vemos por escrituras/ ya pasadas,/ con casos tristes, llorosos,/ fueron sus buenasventuras/ trastornadas./ Así que no hay cosa fuerte,/ que a papas y emperadores/ y prelados,/ así los trata la muerte/ como a los pobre pastores/ de ganados”.
    (7) La idea de la “brevedad de la vida” se implanta en la conciencia colectiva, favoreciendo así una relajación de las costumbres y la búsqueda del placer egocéntrico.
    (8) El dolor de la agonía bubónica confiere connotaciones negativas a la muerte y al morir: la muerte es un castigo. Además, el tránsito hacia la otra vida es doloroso, recuperando así valor religioso el sufrimiento corporal y la pobreza.

    Uno de los aspectos que más impulso tuvo durante la peste fue el de la religiosidad popular; el hambre, la pobreza, el dolor, la agonía, el tránsito hacia la otra vida, el pecado y el purgatorio constituyeron el eje entorno al cual se estructuraron los nuevos valores religiosos que aparecieron en la europa del siglo XIV. Hasta entonces, el cristianismo no había concedido una importancia prioritaria a la idea de la muerte y al ir muriéndose; el asunto solo se tenía en cuenta en cuanto a fin de la vida terrenal y principio de la vida eterna: se entendía como un acontecimiento feliz, desprovisto de connotaciones negativas. Dado que el cuerpo era solo el vehículo del alma  concepción neoplatónica del ser , su valor resultaba menos trascendente, y la salvación del espíritu podía realizarse en los últimos momentos, disculpando así toda una vida de alejamiento de las normas religiosas.

    Si bien una parte de la población se había lanzado de lleno por la vía del desenfreno, la mayor parte encontró como único refugio la religión y el pesimismo: una ola de pietismo y de espiritualidad recorrió toda Europa; sus expresiones fueron variadas:

    (1) Tumultuosas y frecuentes celebraciones religiosas, misas y procesiones solemnes.
    (2) Proliferación y recuperación de Divinidades protectoras (Santos)  Job, Sebastián, Roque, etc.  y “patrones de la buena muerte” (ver tabla).
    (3) Proliferación de hechos milagrosos.
    (4) Donación de bienes a la iglesia y peregrinaciones hacia los lugares santos (Roma, Santiago de Compostela, Jerusalén, etc.).
    (5) Vida austera y recatada, rechazo de hábitos perniciosos y aumento de las vocaciones (vida monástica, ermitaños).
    (6) Se potencia al máximo la penitencia y el castigo corporal: procesiones de flagelantes.

    Se pedía a dios misericordia, perdón por los pecados, una muerte sin sufrimiento y un milagro que salvara a la especie humana de la plaga [la enfermedad era un castigo divino por los pecados del género humano].

    Patrones de la “Buena Muerte” (siglos XIV-XVIII)

    San José
    San Camilo de Lelis
    San Felipe Bonifacio
    Santa Rita
    Nuestra señora del Carmen
    Cristo de la Buena Muerte

    El escapulario daba a quién lo llevaba durante toda su  vida la certidumbre
    de una buena muerte y, cuando menos, una abreviación
    de su tiempo de purgatorio.

    La brevedad de la vida y la preparación para la muerte se convirtieron en dos verdaderas obsesiones; la muerte alcanzó un significado ejemplificador: el espejo de la vida donde se reflejaban todos los pecados, la balanza justiciera que decidía el destino del hombre.

    3. Renacimiento y Reforma: 1453-1600

    “Recuerde [despierte] el alma dormida,/ avive el seso y despierte/ contemplando/cómo se pasa la vida,/ cómo viene la muerte/ tan callando;/ cuán presto se va el placer,/cómo después de acordado [vuelto en si]/ da dolor,/ cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado/ fue mejor”.
    Jorge Manrique

    Entre los siglos XV y XVI comienza en Europa un nuevo modo de hacer y entender la vida que hoy solemos llamar moderno; la primera fase de esta modernidad, a la cual, desde Michelet damos el nombre de Renacimiento, suele fijarse tradicionalmente a partir de 1453, cuando cayó Constantinopla y sus eruditos huyeron a occidente. El renacimiento nos da pues entrada al mundo moderno. Sin embargo, comparte su concepción del mundo con la edad media, al menos hasta que ésta viene a ser erosionada por la reforma (1517), para deshacerse con la revolución científica (alrededor del año 1600).

    Uno de los aspectos más trascendentales del renacimiento es el abandono del aprendizaje y la erudición de los confines de la iglesia, para convertirse nuevamente en patrimonio de la sociedad laica, más interesada por la naturaleza y necesidades de la humanidad que por dios y su corte celestial. Por otra parte, fue también la época en que se reanudó la investigación médica y la disección de cadáveres.

    La iglesia estaba nuevamente sumida en la corrupción y el sistema feudal se desmoronaba a su vez; para el pensador renacentista, sin embargo, el mundo era un lugar relativamente misterioso, organizado según una gran jerarquía, que iba de dios al mundo material, pasando por el hombre, en donde cada acontecimiento poseía un significado especial: el mundo era profundamente espiritual. Solo fue hasta el siglo XVII cuando esta concepción se vio atacada y sustituida por otra: la científica, matemática y mecanicista.

    Con toda su creatividad, el renacimiento fue también una época de tremenda dislocación social, de angustia y de miseria. En opinión de L. White (1974; cita de Leahey, 1989), fue la época de mayor trastorno psíquico de la historia europea. La vida cotidiana reflejaba la angustia generada por la tensión existente: Europa estaba obsesionada por la muerte. Al tiempo que la humanidad era glorificada por los humanistas, la alta mortalidad y el sufrimiento humano alcanzaba nuevas cuotas de deterioro, y el lado sombrío de la naturaleza del hombre se ponía de manifiesto por doquier; fue una época de dudas y escepticismo, particularmente a finales del siglo XVI; la ambigüedad se revelaba dramáticamente con Shakespeare en Hamlet.

    A pesar de ello, la profunda modificación de valores dio origen a la más importante de las contribuciones del renacimiento, el Humanismo; el pensamiento  en todas las esferas  se centró cada vez más en el hombre y cada vez menos en dios, si bien la religión no fue abandonada.

    En principio, el humanismo significó la recuperación del pensamiento clásico y su aplicación a los problemas humanos contemporáneos  ya iniciada en el siglo XII , modificándose su perspectiva. El interés se centra en cada escritor clásico en sí mismo, se editan sus trabajos, separando el texto del comentario y se identifican las falsificaciones. Aunque los humanistas creían en la verdad y en dios, consideraban que la realidad era susceptible de ser percibida de un sinfín de maneras, desde muchas perspectivas individuales  postura no encontrada desde los Sofistas . Los seres humanos fueron situados en el centro de la creación, como señores de la naturaleza y semejantes en inteligencia a los ángeles e incluso al propio dios.

    A pesar de esta postura, Miguel de Montaigne (1533 1592)  “quien enseña a un hombre a morir, le enseña a vivir”  pone límites a la humanidad y destrona a los hombres del lugar especial donde los habían situado los pensadores medievales y renacentistas. Junto a éste, tres movimientos distintos, pero relacionados entre sí, anuncian la época post-renacentista: el Mecanicismo Fisiológico [la tendencia a considerar el cuerpo humano como una máquina], la Filosofía de la Naturaleza y los primeros pasos del Empirísmo inglés, ya apreciado en las obras de Francis Bacón.

    AAl nacer, nosotros comenzamos a morir, y el fin comienza en el origen”, tópico que se encuentra tanto en Séneca, San Bernardo y Berulio como en Montaigne, Manrique y en el Poema de Gilgamesh; siglos después lo encontraremos en Rilke, Sporken y Nestares Guillén; Jorge Manrique nos dice al respecto:

    “Este mundo es el camino/ para el otro, que es morada/ sin pesar;/ mas cumple tener buen tino/ para andar esta jornada/ sin errar./ Partimos cuando nacemos,/ andamos mientras vivimos/ y llegamos/ al tiempo que fenecemos;/ así que cuando morimos/ descansamos”.

    En este sentido, Séneca, en sus Cartas Morales a Lucilio, no dice:

    “)Quién podrías mencionarme que valorara el tiempo en alguna cosa, que supiese cuánto vale un día, que entendiera que cada día el hombre muere un poco? Puesto que al considerar que la muerte es algo del futuro, nos engañamos a causa de que gran parte de ella es ya cosa del pasado. Toda la porción de nuestra vida que queda tras nosotros pertenece al dominio de la muerte (Carta I). )Por qué te engañas a ti mismo y no te das cuenta hasta ahora del peligro que siempre has estado corriendo? Yo te digo que desde que naciste caminas hacia la muerte. Estos pensamientos y otros semejantes hemos de meditar en nuestro corazón si queremos aguardar con placidez aquella hora postrera, el temor a la cual presta angustia a todas las demás (Carta IV). (Cómo! )Hasta ahora no te has dado cuenta que te amenazan la muerte, el destierro, el dolor? Has nacido para estas cosas. (…) Muerte que tememos es la postrera, pero no la única (Carta XXIV). Andas errado si crees que sólo cuando navegamos estamos próximos a la muerte; en todas partes es muy escasa la distancia. No en todas partes se nos muestra la muerte igualmente vecina, pero en todas partes es igualmente vecina” (Carta XLIX).

    “Pues nos equivocamos, o yo me engaño, querido Lucilio, cuando pensamos que la muerte sigue a la vida, cuando en realidad la precedió y la sigue. Todo el tiempo que hubo antes de nosotros fue como una muerte, pues )qué tiene más no comenzar que acabar, siendo el no ser el mismo efecto de ambas cosas? (Carta LIV). (…) me maravilla tanto la locura de amar tanto y tanto esta cosa huidiza que es el cuerpo y de temer tanto que podemos morir, siendo así que en todo momento presenciamos la muerte de nuestra condición anterior” (Carta LVIII).

    “Nada es bastante para los mortales, mejor dicho, para los agonizantes, pues cada día estamos más cercanos al último y cada hora nos empuja hacia aquel lugar en el que habremos de caer. (…) Mira en qué gran ceguera vive nuestra alma: esto que llamo futuro está aconteciendo ahora mismo, y una gran parte de él ya está cumplido, es decir, tanto como días hemos vivido. Estamos en error los que tememos al último día, siendo así que todos ayudan igualmente a la muerte. No es aquel último paso en que caemos el que nos causa el desfallecimiento, sino que lo hace manifiesto. El último día es el que llega a la muerte, pero todos se acercan a ella: la muerte no nos abate, nos recoge” (Carta CXX).

    De igual forma, Platón nos recuerda, en palabras de Sócrates, tal circunstancia:

    “(…) Esto nos hace convenir en que los vivos nacen de los muertos lo mismo que los muertos de los vivos. (…) Por más que se diga de un individuo, desde que nace hasta que muere, que vive y que es siempre el mismo, en realidad no se encuentra nunca en el mismo estado ni en la misma envoltura, sino muere y renace sin cesar en sus cabellos, en su carne, en sus huesos, en su sangre, en una palabra, en todo su cuerpo, y no solamente en su cuerpo, sino también en su alma; sus hábitos, costumbres, opiniones, deseos, placeres, penas, temores y todas sus afecciones no permanecen nunca los mismos; nacen y mueren continuamente (Fedón, o de la inmortalidad del alma)”.

    Y lo propio hacen Homero (La Ilíada), Eurípides (Las Troyanas) y Sófocles (Áyax):

    “Aquel para quien se hallen dispuestos el hado y la muerte, muera, pues”. (La Ilíada, canto III). “Digo que el no haber nacido es semejante a la muerte” (Las Troyanas). “Pues )qué deleite tiene la suma de un día a otro día, y la consiguiente resta de la muerte? (Áyax).

    Durante el renacimiento la enfermedad es por esencia un mal físico para quien la sufre, y por tanto para la sociedad humana; pero la actualidad ante la enfermedad cambia con el carácter del enfermo y con la índole del grupo social a quien el sujeto pertenece. Durante los siglos que solemos llamar modernos, se da una creciente estimación de la existencia terrena, lo que da lugar a un considerable cambio en la estimación personal y social del enfermar, en tanto que posible preludio de muerte; el ansia de vivir y la consecuencia de que el arte de dirigir la propia vida puede ayudar eficazmente al logro de ese fin, se constituyen el la meta del hombre renacentista. Existe una creciente atención de la sociedad y el estado a las enfermedades y a la educación de los niños.

    Para los médicos de los siglos XVI a XVIII, el tiempo de la muerte era un estado del que participaban a la vez la vida y la muerte; la muerte no era real y absoluta hasta más tarde, hasta el momento de la descomposición. Entre los siglos XVI y XVIII es un ” estado mixto de vida muerte”; por el contrario, a partir el siglo XVIII es “muerte vida” [para el siglo XIX, la idea de la muerte aparente carece de valor científico y fundamento experimental, y no representa ningún peligro].

    La asistencia médica al enfermo sigue la pauta social que desde la antigüedad clásica preside tal asistencia: un nivel superior (reyes, nobles y magnates), nivel medio (burgués) y un nivel inferior (artesanos y pobres). Los hospitales de beneficencia  religiosos, municipales o reales  continúan ofreciendo su asistencia al enfermo menesteroso, persistiendo la alternativa de otros cuidados, muy solicitados para entonces (curanderos, prácticos, hechiceros, etc.); la mortalidad institucional seguía siendo alta (hacinamientos, alimentación deficiente, coexistencia de enfermos con heridas purulentas e intervenciones quirúrgicas en la misma sala, etc.).

    Surgen también establecimientos “especializados” sifilíticos, leproserías, manicomios  y se fundan ordenes religiosas para la asistencia hospitalaria a los enfermos (Juan Ciudad, después San Juan de Dios, abre el primer hospital de la orden hospitalaria en Granada, año 1539; hermanas de la caridad o de San Vicente de Paul, 1634). La Sífilis  importada de América por Colón  produjo una gran conmoción desde finales del siglo XV hasta los primeros años del siglo XVII; a comienzos del siglo XVI era un azote en toda Europa.

    El concepto griego de “Kat`anánken” se derrumba, particularmente gracias a los principios fundamentales del pensamiento terapéutico de Theophrastus Bombast von Hohenheim, más conocido como Paracelso (1493 1541); algunos de sus principios, que tienen relación con el tema que tratamos, son:

    (1) Toda enfermedad apetece, “como el hombre desea a la mujer”, el remedio que ha de curarla; en principio, no hay enfermedades incurables.
    (2) En consecuencia, el médico se desvivirá por encontrar en la naturaleza ese remedio específicamente adecuado a la enfermedad que trata.
    (3) En tanto no lo halle, sólo se propondrá como tarea las curaciones que para él sean posibles.
    (4) Habrá de ser tenida muy en cuenta la influencia que sobre la enfermedad y la acción terapéutica pueden tener la voluntad y la fe del médico y del enfermo.

    El médico renacentista pensaba que las lesiones del cráneo y del cerebro podían curarse mediante la administración de “nueces”, ya que la cáscara de la nuez se parece al cráneo y la nuez al cerebro. Tal concepción se basaba en la idea de que todas las cosas del universo estaban relacionas en un gran orden que nos es dado descifrar por medio de la semejanza.

    Por otro lado, la presencia de la muerte en la vida cotidiana sigue siendo un momento fuerte; no obstante, a los hombres de la doctrina les repugna admitirlo y tratan de disimular la intensidad de su impacto. Esta actitud de humanistas y reformadores va a pesar cada vez más sobre las costumbres. Consecuentemente, el sentimiento de su presencia suscitaba dos respuestas: por un lado, el ascetismo cristiano, por otro, un humanismo todavía cristiano pero ya adentrado en el camino de la laicización. Así, en algunos aparece una voluntad absoluta de imponer la vida como valor autónomo, voluntad que podía ir incluso hasta la negación de la supervivencia y del alma; en lugar de un lapso de tiempo transcurrido rápidamente, la vida parecía como un período suficiente para construir la propia salvación.

    El arte de “bien morir” era un sentido nuevo del tiempo, del valor del cuerpo como organismo viviente. El humanista del siglo XV reemplaza las artes macabras por una presencia interior de la muerte: se sentía siempre en trance de morir. No es por tanto en el momento de la muerte, ni en la cercanía de la misma, cuando hay que pensar en ella. Es durante toda la vida; así lo ilustran los versos de Duplessis Mornay citados por Ariès (y extensamente Séneca y Sócrates, como hemos visto):
       
    “Para morir bienaventurado, a vivir hay que aprender. Para vivir bienaventurado, a morir hay que aprender”.

    El arte de morir es sustituido por un arte de vivir; una vida dominada por el pensamiento de la muerte, y una muerte que no es el horror físico o moral de la agonía, sino la antivida, el vacío de la vida, incita a la razón a no apegarse a ella [la vida terrestre era el medio para preparar la vida eterna, verdadera vida del cristiano]. Consecuentemente, los hombres de los siglos XIV y XV gustaron de rodearse  en su casa, en su habitación y en sus estudios  de objetos y cuadros que sugerían la fuga del tiempo, imágenes de la muerte y las ilusiones del mundo: las vanidades. Así secularizados, entran a formar parte de la decoración doméstica.

    Al pasar del cementerio y de la iglesia a la casa, lo macabro cambia de forma y de sentido; ya no interesa desvelar la obra subterránea de la corrupción. El horrible transido, de huesos roídos y carne putrefacta, es reemplazado por el hermoso esqueleto, limpio y brillante, la morte secca (siglos XVI XVII). Ya no da tanto miedo ni es tan malo: cráneos, tibias, relojes de arena, guadañas, la azada del enterrador, etc., no se puede sugerir mejor la cercanía de la muerte y el desgaste de las cosas (en la Inglaterra del siglo XVI y principios del XVII habían costosas joyas decoradas con motivos macabros; además, llegaron incluso a celebrarse “meriendas” a la sombra de los cadáveres putrefactos de los ahorcados). Todos estos objetos y celebraciones invitaban a la conversión, pero también hablaban de la melancolía de la vida incierta (Ariès, 1987).

    Así, la muerte se convierte en un objeto de meditación cotidiana; el hombre dirige sus ojos a la muerte, puente que le permite su máximo deseo: el encuentro supremo con dios (“con los amigos y los hombres justos”, para Sócrates). Por otro lado, son frecuentes los hechos que le hacen recordar este suceso inevitable: las mortalidades catastróficas de la época, las misas y sermones reiterativos, la iconografía y el folklore. Esta “espera de la muerte” obliga al cristiano a estar preparado ante este hecho, y por ese motivo testar se constituye en un deber religioso tal como lo expresaron los estatutos de la Diócesis de Rennes en 1493 (Mateo Bretos, 1989).

    La muerte de esta “segunda era macabra”, como la llama Ariès, está lejos y a la vez presente: ya no es el hombre transido sino el fantástico esqueleto inteligente y animado o el símbolo abstracto. Los autores espirituales del siglo XVI en adelante se muestran ya unánimes en reconocer que la muerte no es esa caricatura horrible heredada de finales de la edad media; durante los siglos XVI y XVII, lo primordial ya no es preparar a los moribundos para la muerte sino enseñar a los vivos a meditar sobre la muerte, y los ejercicios espirituales, a través de la educación del pensamiento y la imaginación, son la técnica para ello. Ya no se trata de manuales de morir, sino de una nueva literatura de piedad para la devoción de todos los días, si bien conserva algunas etiquetas antiguas: la sección consagrada a la visita de los enfermos, a los cuidados que hay que dar a los moribundos, a los últimos ritos y sacramentos.

    Aun cuando la iluminación de los últimos instantes no vendrá para arrancar de la condenación a una vida entregada por entero al mal, las doctrinas dominantes no consiguen eliminar la preocupación del “último día” ni la arraigada creencia en todas las posibilidades extraordinarias de la agonía. Se estableció al parecer un compromiso entre el reformismo de los reformadores y las creencias francamente rechazadas como supersticiosas.

    Los sufrimientos agónicos llegaron a ser incluso sospechosos: existe una devaluación de la Hora Mortis (Ariès, 1987); para el puritano inglés Thomas Bacón (“The Mannes Salve”, 1561), la amargura de la agonía ha sido descrita con excesiva complacencia por la retórica medieval. En su lugar, se trata de una “pena breve y ligera” (recuérdese a Séneca enfermo de un ataque de asma) si se compara con los suplicios de los mártires y profetas: “la agonía es algo natural que no hay que dramatizar; morir es natural, )por qué entonces nos esforzamos por salir de la naturaleza y vivir al margen de ella?”. Previamente, en 1515, Sir Thomas More publicó su obra “Utopía”, donde describía una sociedad ideal en la que la eutanasia voluntaria se autorizaba oficialmente. El célebre católico escribió lo siguiente acerca de las enfermedades terminales:

    “Si sacerdotes y oficiales del gobierno visitan a enfermos incurables que padecen constantes y terribles dolores y les dicen (…) puesto que tu vida es miserable, )por qué dudas en morir? Eres prisionero de una cámara de tortura [recuérdese su influencia neoplatónica], )por qué no escapas a un mundo mejor? (…) Nosotros nos ocuparemos de tu liberación. Si el enfermo piensa que estos argumentos son convincentes, o ayuna hasta la muerte o bien se le administra un soporífero que le libere sin dolor de su mísera condición. Pero esto es estrictamente voluntario” (véase Séneca).

    Con la Reforma se enfrenta a San Agustín con St. Tomás de Aquino; esto es, a la tradición platónica con la aristotélica. Lutero anhelaba una religión personal e intensamente introspectiva, agustiniana, que restara importancia a lo ritual, a lo jerárquico y al sacerdocio; la respuesta católica consistió en hacer de la filosofía de Sto. Tomás de Aquino el dogma oficial  y con ello a Aristóteles , al que todos los católicos debían prestar su atención. Calvino, por su parte, afirmaba que sentimos horror por la muerte por que la aprendemos no tal como es en sí, sino triste, macilenta y repugnante, tal como gustaba a los pintores representarla en las paredes (recuérdese la “mala fama” que tiene la muerte): “huimos ante ella, pero es por que  ocupados por eses vanas imaginaciones  no nos tomamos la molestia de mirarla; detengámonos, permanezcamos firmes, mirémosla directamente a los ojos y la encontraremos completamente distinta a como nos la pintan y de un rostro distinto a nuestra miserable vida (…) en plena salud, tengamos siempre presente la muerte ante los ojos, aunque no nos hagamos la cuenta de permanecer siempre en este mundo, sino que tengamos un pie levantado como suele decirse”.

    Este “vivir pensando en la muerte” no es, sin embargo, algo nuevo, propio de esta época, como hemos visto: ya nos los recuerdan Sócrates (Fedón, o de la inmortalidad del alma) y Séneca (Cartas Morales a Lucilio):

    “(…) Nada te será tan útil para mostrar temperancia en todas las cosas como la frecuente consideración de la brevedad y de la incertidumbre de esta vida. En cualquier cosa que hagas, pon tus ojos en la muerte (carta CXIV). Viven malamente los que siempre comienzan a vivir. )Por qué?, me dirás. Por que la vida de estos hombres queda siempre inacabada. Y no puede andar preparado para la muerte quien sólo comienza a vivir. Es menester proceder como si siempre se hubiese vivido ya bastante” (carta XXIII).

    “(…) Es de la muerte de la que debo esperar que ponga de manifiesto los progresos que realmente he realizado. Me preparo sin ningún miedo para aquel día en el cual me tendré que enjuiciar sin ninguna trampa ni oropel, tendré que decidir si dije palabras valerosas, si realmente las sentí, si eran simulación y comedia todos los conceptos audaces que pronuncie contra la fortuna. No hagas caso de la opinión de los hombres, siempre dudosa y dividida entre dos bandos. No hagas caso de los estudios que has cultivado durante toda tu vida; será la muerte la que dará el juicio de ti. Harto puedo asegurarte que ni las discusiones filosóficas, ni las conversaciones literarias, ni las sentencias recogidas en las enseñanzas de los sabios, ni la conversación culta, nos muestran el verdadero vigor del espíritu, pues aun los más tímidos hablan con audacia. Lo que has hecho aparecerá cuando rindas el espíritu. (…) Es incierto el lugar en que te aguarda la muerte; tú, sin embargo, espérala en todo lugar” (carta XXVI). Me esfuerzo para que cada día sea para mí como toda una vida. Y, (por Hércules! no me aferro a él como si fuera el último, pero, en verdad, lo contemplo como si también pudiese ser el último” (carta LXI, Séneca se prepara para morir).

    “Los hombres ignoran que los verdaderos filósofos sólo laboran durante la vida para prepararse a la muerte. (…) Por lo tanto, siempre que veas que un hombre se enoja y retrocede cuando se ve frente a la muerte, será una prueba cierta de que es un hombre que ama, no la sabiduría, sino a su cuerpo (…)”(Sócrates habla con Simmias y Cebes).

    Con todo, la muerte ya no es un acontecimiento tranquilo ni de concentración moral y psicológica como la de las ars moriendi; ya no es separable de la violencia y el sufrimiento. A partir del siglo XVI, el momento mismo de la muerte  en la habitación y en la cama del moribundo  va a perder su importancia relativa; el papel capital de la advertencia se atenúa e incluso desaparece: el enfermo yace en el lecho. Va a morir pronto, y, sin embargo, entonces no pasa nada extraordinario, nada que se parezca a los grandes dramas que invaden la habitación del moribundo de las ars moriendi del Siglo XV (Ariès, 1987).

    El hombre de los tiempos modernos empieza a experimentar reticencia respecto al momento de su muerte; una reticencia que jamás había sido expresada ni concebida con tanta claridad; el amor a la vida y la meditación de los libros de piedad aleja a la muerte a una prudente distancia. Este alejamiento coincide con el alejamiento de los cementerios fuera de la ciudad; los actos privados, por otra parte, pasaron del cementerio a los despachos del notario, lo mismo que la instrucción de la justicia pasó a las salas del ayuntamiento. No obstante, el cementerio aún conservaba su papel de “forum” para la comunidad que se reunía allí después de la misa mayor: allí deliberaba, elegía a sus síndicos, su tesorero y sus oficiales. Tan sólo en el siglo XIX la mayor parte de sus atribuciones pasaron a la Alcaldía donde residía el consejo municipal.

    El dolor y la violencia de la muerte ya no se relaciona con los sufrimientos reales de la agonía, sino con la separación del alma y del cuerpo, sentida como la separación de dos esposos, de dos amigos; es ya la tristeza de una amistad rota, concepción, por lo demás, socrática y senecoide.

    Para Ariès, un laico del siglo X al XV huiría a un convento; un monje habría respondido que dejaría todas sus actividades mundanas, que se consagraría enteramente a la oración y a la penitencia, que se encerraría en una Ermita donde nada pudiera apartarle del pensamiento de su salvación (recuérdese a Sócrates poniendo en verso a Esopo durante su último mes de vida). Para un hombre de finales del siglo XX las respuestas son aún más imprecisas: desde no hacer nada hasta recorrer el mundo en un largo viaje, pasando por el suicidio y la continuación de la vida cotidiana entre su familia; la alternativa mística, ascética, ha desaparecido total o casi totalmente. Sería excepcional encontrar una respuesta semejante a la de un laico o monje de los siglos X a XV, y menos excepcional tal vez una respuesta renacentista o socrática [la tristeza de una “amistad rota” es un fenómeno hoy día de gran importancia].

    4. La Revolución Científica y la Ilustración: De 1600 a 1800

    El médico te indicará cuánto has de caminar (Lucilio sufre de un fuerte catarro), cuánto ejercicio tienes que hacer: te prescribirá que no te entregues a la pereza, tendencia de toda salud en declive, que leas en voz alta y que te ejercites en la respiración, las vías de la cual hacia el pecho están enfermas, que navegues a fin de mecer suavemente tus entrañas; te indicará qué alimentos tienes que tomar, cuándo tienes que emplear el vino para fortificarte, y cuándo lo tienes que abandonar del todo para que no te irrite y provoque la tos. Lo que yo te prescribo es un remedio no sólo contra este mal, sino contra todos los de la vida: el menosprecio de la muerte. Cuando le hemos perdido el miedo, no hay tristeza posible” (Séneca, carta LXXVIII).

    Los dos siglos posteriores a 1.600 fueron literalmente revolucionarios. El período se abre con la revolución científica del siglo XVII  fechada en sus inicios tan precozmente como en l.453, con la publicación de “la revolución de las órbitas celestes” de Copérnico  y se cierra con las revoluciones políticas en la américa colonial y en la Francia monárquica (el consenso de la Ilustración finaliza con la revolución francesa de 1.789). Hacia 1.700 el orden mundano medieval toca a su fin.

    Entre 1.600 y 1.700 se instaura la ciencia moderna y se reconstruye la filosofía sobre bases nuevas aunque ya familiares; el período que va desde 1.700 a 1.800 suele conocerse como la Ilustración, sobre todo sus dos tercios finales.

    Desde una perspectiva histórica amplia, estos dos siglos configuran y cristalizan definitivamente en occidente la sociedad tal como hoy día le conocemos. Por otra parte, abundan los manuales de asistencia al moribundo y de la “buena muerte”, y se consolida el testamento como recurso salvífico.

    Las nuevas teorías sobre la sociedad, la humanidad y la ética descartaban la naturaleza celestial del hombre, si bien mantenían la esperanza en la posibilidad de una felicidad terrenal. Con el siglo XVIII, se proclama al hombre como una máquina carente de alma y se cambian de arriba abajo las bases de la sociedad en nombre de una felicidad material. El tema básico de este período 1.600 1.800 lo constituye en definitiva el triunfo de la ciencia  y en concreto de la ciencia newtoniana  sobre la vieja cosmovisión teológica de raíz medieval; la nueva concepción científica sustituye la vieja idea del significado universal en la naturaleza por la idea de un orden matemático universal.

  3. Durante la ilustración sigue cultivándose con ahínco la exploración disectiva del cuerpo humano; la muerte y el cuerpo muerto constituyen en sí mismos objetos de estudio científico, independientemente de la causa de la muerte: se estudia la muerte antes de conocer sus causas, se mira al cuerpo muerto como antes se miró al enfermo en su cama. El cadáver es todavía el cuerpo y ya es el muerto. Además, éste no es privado por la muerte de una sensibilidad, conserva una “vis vegetans”, un “restigium vitae”, un residuo de vida (Ariès, 1987).

    La “Lección de Anatomía”, reproducida con tanta frecuencia en los grabados y pinturas del siglo XVII, era una gran ceremonia social donde toda la ciudad se congregaba en una fiesta, con máscaras, refrescos y diversiones (Ariès, 1987). La disección se convierte en un “arte de moda” y aparece el robo de cadáveres; la competencia es intensa: disecciones particulares, al margen de la enseñanza médica, y disecciones en los anfiteatros públicos de las Universidades.

    Por otra parte, la superstición popular está convencida de que el cuerpo después de la muerte “entiende y se acuerda”  se recomienda no hablar en su presencia más de lo necesario , dando paso al obsesivo temor a ser enterrado vivo; desde este momento  siglos XVII y XVII , y hasta el siglo XIX, estará siempre unido a las decisiones relativas a la disección del cuerpo.

    La comprobación jurídica de la muerte se hacía a través del llamado “conclamatio”, por la que el notario invocaba tres veces el nombre del difunto: “se le llamará varias veces para asegurarse de que está bien muerto”. El transido de los siglos XV y XVI  desaparecido en el siglo XVII  es reemplazado por el “deshollado” del siglo XVIII.

    Durante la ilustración aparecen también los primeros intentos para mejorar la ayuda médica a las clases menesterosas; las “Friendly Societies”  cuatro millones de afiliados en 1874 (Laín Entralgo, 1989)  o Sociedades de Ayuda Mutua, muy vigorosas ya en el siglo XVIII, son la principal respuesta a esa grave deficiencia social, particularmente en el Reino Unido. En otros países europeos  España, Francia, Austria, Prusia, Rusia  la tendencia que prevalece son las instituciones de carácter real estatal (en España, la Sociedad de Socorros Mutuos: “de médico, botica y entierro”).

    A finales del siglo XVIII, los médicos higienistas que participaron en las investigaciones de Vicq d`Azyr (1748 1794) y de la Academia de Medicina Francesa comenzaron a quejarse por el “gran número de personas que invadían la sala de los moribundos”; sus quejas, sin embargo, tuvieron poco éxito, y a principios del siglo XIX, distinto número de personas  aunque fueran desconocidos de la familia  podían entrar en la casa y en la habitación del moribundo: siempre se moría en público (recuérdese la muerte de Sócrates).

    También en Jorge Manrique se aprecia esta “publicidad” de la Muerte:

    “Así, con tal entender,/ todos sentidos humanos/ conservados,/ cercado de su mujer/ y de sus hijos y hermanos/ y criados./ Dio el alma a quien se la dio/ (la cual dio en el cielo,/ en su gloria),/ que aunque la vida perdió,/ dejónos harto consuelo  su memoria”.

    En 1647, J. Donne en su obra “Biathanatos”, hablando de la enfermedad incurable, decía: “cuando la enfermedad no logró someternos, [dios] envió otra desgracia aún peor: médicos ignorantes y torturadores. Lo mismo debo decir respecto al castigo a que estamos sometidos por el pecado de Adán; dios nos envió una muerte infecciosa tan horrible y espantosa que difícilmente es posible convertirla en algo bueno y agradable para nosotros”; es también a Donne a quién pertenece una expresión posteriormente popularizada:

    “La muerte de cualquier hombre me mutila a mí, porque estoy implicado en la humanidad; y por eso nunca quieras saber por quién doblan las campanas, doblan por ti”.

    En 1670, Thomas Sydenham (1624 1689) describe su “láudano”, y escribía diez años después: “De entre los remedios que a dios todopoderoso le ha complacido dar al hombre para aliviar sus sufrimientos, no hay ninguno que sea tan universal y eficaz como el Opio”. Para Sydenham, las enfermedades agudas tienen a dios como tutor, en tanto que las crónicas lo tienen en nosotros mismos.

    A partir del siglo XVIII se empieza ya a hablar de la responsabilidad de la profesión médica hacia el paciente y se hace hincapié en la importancia de morir de forma natural y humana; según Humphry y Wickett, con F. Bacón, Montaigne, More y Donne se encuentran los primeros en reconocer este dilema y solicitan de la “tecnología” de su época una liberación [para Leahey, el siglo XVIII está plagado de aspirantes al papel de “newtons” del espíritu]. Así, en 1794, Paradys recomendaba en su “Oratio de Euthanasia” una “muerte fácil” para los pacientes, en especial para aquellos incurables que sufrían. Como More y Donne, consideró que el progreso de la medicina era un arma de doble filo cuya víctima era, algunas veces, el paciente.

    Durante este período, la alternativa del suicidio en el paciente con enfermedad dolorosa e intensos sufrimientos recupera la concepción y atributos propios de la antigüedad clásica; así, en 1777, un año después de la muerte de D. Hume, se publicó su ensayo “sobre el suicidio”, en el cual decía: “Cuando la vida se ha transformado en una carga, el valor y la prudencia deben prevalecer para liberarnos inmediatamente de nuestra existencia”. También en Rosseau se encuentra este tópico, relacionado con el suicidio virtuoso a causa de sufrimientos prolongados e inutilidad: “être rien, ou ètre bien” (no ser nada o estar bien); se tenía el convencimiento de que cuando el hombre debía estar sometido a dolores insoportables  cuando llegaba éste a deshumanizarle a causa del sufrimiento y cuando el alma ya no era alma  la muerte era de hecho una piadosa liberación y el suicidio un acto loable.

    Ya lo decía Eurípides: “Pero mejor es estar muerto que vivir miserablemente, porque no sufre quien no tiene el sentimiento de sus males” (Andrómaca, en las Troyanas).

    Aunque la muerte ya no era esa realidad obsesiva y continúa que azotó a la europa de la segunda edad media y el renacimiento, seguía siendo algo familiar, próxima, temida e inevitable: “temiendome de la muerte que es cosa natural a toda viviente criatura y su hora tan incierta y dudosa” (Del Arco Moya, 1989); la practica de documentos judiciales a finales del siglo XVII permite descubrir en las mentalidades populares de la época la mezcla de insensibilidad, resignación, de familiaridad y de publicidad.

    A lo largo de estos dos siglos, sin embargo, un miedo loco a la muerte desbordó lo imaginario y penetró en la realidad cotidiana, en los sentimientos conscientes y expresados, bajo la forma de la “muerte aparente”, de los peligros que se corre cuando uno se ha convertido en un muerto vivo. Por otro lado, durante este período una pendiente arrastra a la sociedad hacia los abismos de la nada, y se da inicio a una voluntad de sencillez en las cosas de la muerte. Esta voluntad expresa, sobre todo, la creencia tradicional en la fragilidad de la vida y la corrupción del cuerpo, y pone de manifiesto un sentimiento crispado de la nada que la esperanza del más allá no consigue detener, desembocando finalmente en una especie de indiferencia ante la muerte y los muertos que pretende ocultar su temor. Se pasa de la vanidad a la nada, de la realidad cotidiana a la negación.

    Los Tratados sobre la Buena Muerte y el Bien Morir
    El panorama que ofrece el siglo XVII es radicalmente diferente al del siglo XVI; nos encontramos en un siglo caracterizado por un profundo espíritu religioso. La piedad barroca se afirma con fuerza  el temor a la muerte aumenta  y la tarea de la contrarreforma ha triunfado. Esta espiritualidad intensa y trágica se refleja en la literatura espiritual de aquella época, aprendida en la “Imitación de Cristo”, de Tomás Kempis, y “Guía de pecadores y tratado de la oración y meditación”, de Fray Luis de Granada (Moreno Valero,1989).

    La edición de 1900 de la “Imitación de Cristo y menosprecio del Mundo”, de Kempis (Cap. XXIII: de la meditación de la muerte), dice al respecto:

    “(…) (Oh, torpeza y dureza del corazón humano, que solamente piensa en lo presente, sin cuidado del porvenir!  así habías de conducirte en toda obra y pensamiento, como si hoy hubieses de morir  (…) sino estas dispuesto hoy, )cómo lo estarás mañana?  mañana es día incierto, y )qué sabes si amanecerás mañana? (…) Bienaventurado el que tiene siempre la hora de la muerte delante de sus ojos y se dispone cada día a morir  Si has visto alguna vez morir un hombre, piensa que por aquella carrera has de pasar”.

    Consecuentemente, la mayor parte de la literatura tanatológica de aquellos tiempos  tratados sobre el “bien morir” y la “buena muerte”  es de orden clerical; Alvares Santaló (1989) recoge en su análisis los siguientes temas relacionados con la muerte y el bien morir:

    * El Arte del Bien Morir, de R. Belarmino (Barcelona, 1624 y 1650; en 80, unas 230 pp. en latín y castellano).
    * El Tesoro Escondido o Arte de Ayudar a Bien Morir, tomo V del Directorio Espiritual del Padre Luis de la Puente (editado aparte en Valladolid, 1625).

    * El Ultimo Instante entre La Vida y La Muerte, del Padre Miguel Díaz (Madrid, 1763).
    * La Partida para la Eternidad y Preparación para La Muerte, de Eusebio Nieremberg (Zaragoza, 1643).
        De la diferencia entre lo temporal y eterno; crisol de desengaños, con la memoria de la eternidad, postrimerías humanas (…). Madrid, 1640.
    * Paso riguroso del Jordán de La Muerte y Aviso al Hombre Interior para Morir y Vivir Bien, de Fray Pedro de la Fuente (Sevilla, 1664).
    * La Muerte Prevenida, del Padre Juan Arana (Sevilla y Madrid, 1773).
    * Pintura de La Muerte, del Marquéz de Caracciolo (Madrid, 1783).
    * Visita de Enfermos y Ejercicio Santo de Ayudar a Bien Morir, de Fray Antonio de Arbiol (Zaragoza, 1722).
    * Dulce Muerte y Práctica de Ayudar a Morir (de difícil catalogación según Alvares Santaló).

    De Ariès, se recogen los siguientes:

    * Le Miroir du Pécheur et du juste pendant la vie et á l`heure de la mort, de R. Belarmino (reeditado en el Siglo XVIII).
    * Espejo del Alma del Pecador y del Justo durante la vida y en la hora de la muerte, de autor no identificado por Ariès, año 1736.
    * Méthode Chrétienne pour finir Saintement sa vie, de autor no identificado por Ariès, año 1736.

    Desde otra perspectiva, Alemán Illán (1989) recoge en su trabajo las vinculaciones de Sta. Rita y Nuestra Señora del Carmen con la “buena muerte” (ver Tabla); según este autor, las coplillas y las advocaciones marianas relacionadas a estas santas ya se encuentran en los trabajos de los folkloristas murcianos a caballo de los siglos XIX y XX.

    Los tratados de preparación para la muerte de esta época ya distinguen y separan claramente la “buena muerte” de la “mala muerte”; en el “Espejo del Alma del Pecador y del Justo durante la vida y en la hora de la muerte”, cada hombre posee dos libros  recuérdese su origen mitológico , uno para el Bien, guardado por su ángel guardián, y otro para el Mal, llevado por su demonio.

    Coplillas y advocaciones marianas a Santa Rita y a Nuestra Señora del Carmen

    “De San Juan quiero la palma, de San Francisco el cordón, de Santa Rita la espira, de mi amante el corazón. A los pies de Santa Rita me quisieron dar la muerte y la santa milagrosa le dijo al traidor detente”.

    “Virgen del Carmen, veladme San Antonio, que me muero, que tengo una puñalada en este ladito izquierdo. A la Virgen del Carmen quiero y adoro porque saca las almas del purgatorio”.

    La imagen de la “mala muerte” es comentada de la siguiente forma: “su ángel guardián, afligido, le abandona [al moribundo], dejando caer su libro en el que están borradas todas sus buenas obras que en él había escritas, porque todo lo que hizo de bueno carece de valor en el cielo. A la izquierda, se ve al demonio que le presenta un libro, que encierra toda la historia de su mala vida”.

    Respecto a la imagen de la “buena muerte”, sucede lo contrario: “su ángel guardián, con aire alegre, hace ver un libro en el que están escritas sus virtudes,sus buenas obras, ayunos, preces, mortificaciones, etc. El diablo confundido se retira y se arroja en el infierno con su libro en el que no hay nada escrito, porque sus pecados han sido borrados por una sincera penitencia”.

    El temor a la “certera y segura muerte”, el miedo al mundo desconocido y eterno, a la nada y al morir en pecado, movía a hombres y mujeres de toda clase y condición a prepararse y estar prevenidos para “lance tan terrible”. La jerarquía católica ponía a su alcance una serie de “artilugios salvíficos”: La Santísima Virgen María, el Santo Angel de la Guardia, el Purgatorio, la Confesión y el Arrepentimiento, la recepción del Santísimo Sacramento de la Extremaunción, el Santo Viático, las últimas Disposiciones Testamentarias y la celebración de Misas Postmortem por el alma del difunto.

    La agonía y el momento de la muerte eran algo terrible; el cristiano, aunque lleno de esperanzas porque esto suponía el encuentro supremo con dios, iba también lleno de temor y desesperanza. Por eso necesitaba todo el apoyo espiritual posible y, así, reconstruye, de otro modo, la imagen de la buena y la mala muerte:

    “Buena Muerte”: era considerada cuando el individuo ya había dispuesto todo lo referente a su alma [recursos salvíficos], entierro y sufragios [actas testamentarias].
    “Mala Muerte”: muerte ocurrida de forma rápida e inesperada que podía impedir que el alma se salvace [es pues un retorno del temor a la mors repentina e improvisa].

    Los Testamentos
    Aun cuando el momento de la muerte era incierto y dudoso, y había que estar preparados para él, un aviso del mismo era la enfermedad; en estos casos, el individuo llamaba entonces al sacerdote y al escribano: al primero, para que lo asistiese espiritualmente, y al segundo, para que diece fe pública de su última voluntad. En tales momentos primaba la curación del alma sobre la del cuerpo. Así lo reflejan las disposiciones sinodales de la época que obligaban a los médicos a avisar a los enfermos en los siguientes términos:

    “De mucha importancia es que los enfermos conozcan el peligro y estado en que se hallan para que dispongan mejor las cosas de su conciencia”. De esta forma los canones religiosos establecieron que los médicos, en su primera visita al paciente, amonestaran al enfermo para que recibiese los santos sacramentos de la iglesia antes de aplicarles ningún tratamiento corporal. Recuérdese, además, la constitución Supra Regem del papa Pío V, promulgada en 1566.

    En el mismo contexto, un autor piadoso de 1736  recogido por Ariès , en su arte de bien morir (Méthode Chrétienne pour finir saintement sa vie), escribe:

    “)Qué hace un enfermo que se ve en peligro de muerte? Envía a buscar a un confesor y a un notario (…) un confesor para poner en orden sus asuntos de conciencia, un notario para hacer su testamento. Con la ayuda de estos dos personajes, el enfermo debe hacer tres cosas: la primera es confesarse, la segunda comulgar. La tercer cosa que hace un moribundo para prepararse a comparecer en el Juicio de Dios, es poner el mejor orden posible en sus asuntos temporales, examinar si todo está en buen estado y disponer de todos sus bienes”.

    Así, el testamento es considerado como un instrumento valiosísimo para prepararse para una buena muerte y asegurarse un lugar entre los elegidos. Por otra parte, y como acto religiosísimo, expresa las actitudes y conductas de la población en el momento de la muerte, donde la principal preocupación radica en saldar las faltas cometidas; sus fórmulas estilísticas reflejan la sensibilidad religiosa a la vez que, y sobre todo, la conducta y sentimientos colectivos de una sociedad. El propio acto de testar reporta méritos al otorgante. Lo económico y las consideraciones materiales son fundamentales, si bien aparecen supeditadas al fin supraterrenal que preside y organiza el testamento: la “compra” y la consecución de la salvación. “Estar prevenido” se hace tan importante que, en muchos casos, “estando bueno y sano” se hacen planes de cómo se desea que se lleve a cabo el funeral y el velatorio; en otros casos, llega incluso el individuo a vestirse la mortaja tiempo antes de morir (Del Arco Moya y García Gascón, 1989).

    Un vez que el testador ha dispuesto como desea ser ataviado para “pasar a la otra vida”  solía existir cierta predilección por uno u otro hábito , en algunos casos determina también cómo ha de procederse desde el momento en que se inicie su agonía. Se insiste en la presencia del sacerdote junto a la cabecera de la cama del moribundo para que le asista y auxilie en el último trance de su muerte.

    La sencillez de sus fórmulas estilísticas se acrecienta a lo largo del siglo XVIII, y, a mediados de este, las limosnas y las fundaciones de misas dejan de ser el objeto piadoso esencial del testamento; aun cuando se mantienen, su lugar ya no es tan absoluto (Ariès, 1987).

    Hoy día, el testamento, en tanto que recurso salvífico, ha desaparecido, o, más bien, se ha “invertido” y se ha convertido en una “Voluntad de Vida” o “Testamento Vital”, exclusivamente dirigida a lo que “no se debe hacer si se está en una fase terminal de una enfermedad”.

    5. El mundo del Siglo XIX: Desde 1800 a 1918

    Tanto en lo que atañe a la existencia colectiva como a la situación del morir y la muerte, el paso de la humanidad occidental, desde el modo de vida característico del siglo XIX hasta el propio del siglo XX, no acontece hasta la contienda bélica de 1914 18.

    El siglo XIX fue un siglo conflictivo y sus conflictos han sido nuestros conflictos a lo largo de la mayor parte de este siglo. Como testigo de la revolución industrial, produjo un progreso material sin precedentes y una tremenda pobreza urbana; contempló un renacimiento religiosos generalizado al mismo tiempo que los fundamentos de la fe eran incesante e irremediablemente erosionados por la ciencia; inculcó en la población una moralidad sexual hipersensible y despiadada, al paso que permitió o provocó que la prostitución y el crimen se convirtieran en endémicos; la ciencia y las humanidades florecieron como nunca antes lo habían hecho.

    Durante este siglo, particularmente en su segunda mitad, la muerte y el moribundo son alejados definitivamente de la realidad cotidiana; la muerte se invierte y comienza la mentira.

    El Naturalismo, heredado de la Ilustración, engendró a la vez esperanza y desesperación; alimentó la esperanza en el progreso perpetuo de la humanidad y en la utilidad del conocimiento del universo y sus posibilidades de profundizar en él. Al mismo tiempo, planteó un desafío a todos los prejuicios: desde las ideas ingenuas de la física hasta la fe en dios y en el ser humano. Por otro lado, las implicaciones del espíritu geométrico se hicieron patentes y los pensadores del siglo XIX se vieron en la necesidad de enfrentarse en un cuerpo a cuerpo con el naturalismo; este conflicto se hizo aun más evidente cuando la Teoría de la Evolución de Darwin equiparó al hombre con el mono y desterró cualquier tipo de intencionalidad o progreso de la historia. Con todo, los hombres de negocios pragmáticos  “todas las creencias humanas son, en esencia, hábitos”  se burlaron de la torre de marfil del intelectual. El pesimismo y el optimismo se mezclaban en la misma mentalidad.

    Durante este siglo la ciencia se convierte en el gran recurso para librar a la humanidad de la enfermedad, el hambre y la privación. Ya no es la “gobernadora” de las energías naturales sino la “superadora” de la naturaleza: la ciencia se convirtió en una nueva religión. Su vigor, optimismo y aureola de éxitos dominó el mundo intelectual. Al mismo tiempo, amenazó con deshumanizar a los hombres, reduciéndoles a un conjunto de sustancias químicas que operan y se combinan en el interior de una inmensa y compleja planta industrial; la tecnificación de la vida y el futuro, y la explotación organizada  con sus anversos de comodidad y esperanza y un reverso de desazón y temor  evidencian la situación histórica iniciada en el siglo XIX.

    Aun cuando la ciencia ha triunfado en la mentalidad del hombre decimonónico, su fracaso se reveló de forma muy palpable en la pseudociencia popular: desde el Mesmerismo y la Frenología hasta las cuadrigas de los dioses; véanse, por ejemplo, el auge y costo económico de las terapias alternativas.

    El progreso de la ciencia médica es ciertamente notable durante este siglo; entre las “ciencias” directamente pertenecientes a esta, la Anatomía será la primera de las llamadas “básicas”; la Fisiología, por su parte, despegó como ciencia a mediados del siglo XIX, llegando incluso su prestigio a ser superior al de la filosofía; no obstante, sólo en los decenios inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial empieza a rivalizar con la anatomía.

    En todas las facultades de medicina la anatomía es concienzudamente enseñada; los “cadáveres disponibles” abundan: “el pobre da su cuerpo enfermo a la enseñanza clínica, y a la enseñanza anatomopatológica y anatómica su cuerpo muerto”; para C. Bernard, ya en 1865, el Hospital es el “vestíbulo” de la medicina, el primer campo de observación en que debe entrar el médico, pero el verdadero santuario de la ciencia médica es el laboratorio (Laín Entralgo, 1989). La cirugía, por su parte, progresa de forma impresionante.

    En 1809, E. McDowell realiza la primera cirugía abdominal electiva (excisión de tumor ovárico); en 1846, J. C. Warren usa el eter en anestesia; en 1867, J. Lister introduce la antisepsia; entre 1850 y 1880, A. T. Billroth realiza las primeras gastrectomías, laringectomías y esofagectomías; en 1878, R. von Volkmann la primera excisión de cáncer de recto; en 1880, T. Kocher desarrolla la cirugía del tiroides; en 1890, W. S. Halsted realiza la primera mastectomía radical y, en 1896, G.T. Beatson la primera ooforectomía para cáncer de mama.

    A principios del siglo XIX, el opio ya contiene más de veinte alcaloides diferentes; en 1803, Fr. W. A. Sertürner obtenía la Morfina. El descubrimiento de otros alcaloides siguió rápidamente al de la morfina: la codeína por Robiquet (1832), la papaverina por Nerck (1848). En 1850, A. Wood utiliza la morfina por vía parenteral; durante este mismo período, Kolbe y Lautemann (1860 1874) aíslan el ácido salicílico, y Ch. Gerhardt (1853) y Dreser (1899), el ácido acetilsalicílico, registrado oficialmente por los Laboratorios Bayer en 1899 bajo el nombre de “Aspirina”.

    La especial importancia social [y romántica] de la Tuberculosis pulmonar, particularmente por su mayor presencia y mortalidad en las grandes ciudades, y por los avances en su diagnóstico, además de su consideración romántica de “enfermedad que distingue y mata”, hacen de este siglo XIX el “siglo de la tuberculosis”; no obstante, también otras enfermedades epidémicas hicieron su presencia en el siglo XIX:

    * La Difteria en Europa: 1830 1837.
    Tifus Exantemático en Italia e Inglaterra: 1816 1819.
    * Meningitis Cerebroespinal: Europa, América, Asia y Africa, en variados lugares y ocasiones.
    * El Cólera, con sus cinco grandes pandemias durante este siglo, difundió el terror en todo el mundo; desde 1816 hasta 1891, la mortalidad causada por el cólera fue intensa en Europa, América y Asia, particularmente en los grupos de más bajo nivel socioeconómico.

    La actitud psicosocial ante la enfermedad y el riesgo de enfermar  en una sociedad ya fuertemente estimulada por un intenso amor a la existencia terrena , se halla entonces matizada por la creciente y expectante confianza general en las posibilidades diagnósticas y terapéuticas del médico; la sociedad espera de éste la curación de las enfermedades y su prevención, y cierto saber científico acerca de lo que es el hombre; el médico cura mucho más y con una seguridad mucho mayor. Por otro lado, amplía considerablemente sus posibilidades preventivas y añade a su condición de educador de la humanidad la de “redentor” de las calamidades, hambre, dolor e injusticia; se fomenta, pues, en la medicina, intrínseca y extrínsecamente, la omnipotencia del médico. Con todo, ya a principios del siglo XIX, la muerte del enfermo se vivencia como el fracaso de la “Ars Médica”:

    Según el “Dictionnaire des sciences mèdicales” (París, 1818), “raramente los médicos son llamados para constatar la muerte, este cuidado importante es abandonado a mercenarios o a individuos que son completamente extraños al conocimiento del hombre físico. Un médico que no puede salvar a un enfermo evita encontrarse a su lado una vez que ha exhalado el último suspiro y todos los prácticos facultativos parecen convencidos de este axioma de un gran filósofo: “no es de buena educación que un médico visite a un muerto” (Ariès, 1987).

    Por otro lado, C.F.H. Marx, a principios del siglo XIX, expuso su tesis oral “Eutanasia médica”, en la cual criticó a los médicos que trataban enfermedades en lugar de pacientes y que, como consecuencia, perdían interés y abandonaban al paciente cuando no hallaban la solución; Marx insistió en lo siguiente: “no se espera de los médicos que dispongan de remedios contra la muerte, sino que tengan el saber necesario para aliviar los sufrimientos, y que sepan aplicarlo cuando ya no hay esperanza” (Humphry y Wickett, 1989).

    La rebelión romántica o la reafirmación de los trascendental
    El Romanticismo constituyó una rebelión general contra la concepción del mundo de cuño cartesiano newtoniana. Cuando los escritores de la ilustración valoraban las “pasiones” moderadas y morales, los románticos idolatraban todas las emociones intensas, aunque fuesen violentas o destructivas. El espíritu romántico deseaba para el universo algo más que átomos y vacío, y pretendía reafirmar, a su modo, la creencia racionalista en algo que trasciende la apariencia material.

    Los románticos rechazaron la idea de que una persona o el universo mismo fuesen una máquina; fueron vitalistas y teleologistas: la naturaleza no era materia muerta  meros átomos en el vacío , sino algo orgánico, en constante desarrollo y que se perfecciona a sí misma con el tiempo. Para los románticos no era la física sino la biología la que debería de suministrar el modelo de reflexión sobre las cosas.

    Estamos en la época de las “Bellas Muertes”; se percibe una nostalgia de la muerte sencilla y familiar y un deseo de gustar la “dulzura narcótica” y la paz maravillosa de la muerte. Según Ariès, este último sentimiento va a provocar una especie de apoteosis barroca. Se abandonan la negación de las supersticiones y los ritos medievales y renacentistas de preparación para la muerte, y se pasa a las grandes liturgias de la muerte romántica, uno de cuyos ejemplos es el tomado por Ariès en “Recít d` une Soeur” (Relato de una Hermana), sobre la Familia de la Ferronays, publicado  años después de su ocurrencia  en 1867. Ya en este relato, y de un modo bastante claro, se anticipa la muerte de Iván Ilich, publicada en 1887.

    La Conspiración del Silencio  un elemento propio de la muerte invertida y distintivo característico del morir hoy día  se aprecia ya en este ejemplo citado por Ariès:

    “(…) Fernand, su cuñada, sabía, los médicos sabían, pero nadie le había dicho nada. Vuelve a entrar en la habitación del enfermo. Me sentía en una especie de estupor, pero interior, porque desde hacía varios días me había ejercitado en disimular mis temores (…) Ah, me ahogo por este secreto entre nosotros, y creo que a menudo preferiría hablarle abiertamente de su muerte y tratar de consolarnos mutuamente por la fe, el amor y la esperanza (…) “.

    Durante esta primera mitad del siglo XIX la muerte es casi clandestina, si bien no es solitaria: una gran amistad ha sustituido a la multitud de amigos, familiares, vecinos y sacerdotes; las últimas palabras  de gran importancia y atención  vienen del fondo del corazón, de ahí su trascendencia.

    La muerte romántica  la “siempre recordada”  es la reunión familiar y la felicidad; la primera significa la ruptura intolerable que hay que compensar a través de una reconstrucción  en el más allá  de lo que por un momento se ha roto: la reunión familiar, esto es, la certeza de volver a encontrar después de la muerte a los que ya se han ido. Las cosas ocurren como si todo el mundo estuviese convencido en la continuación tras la muerte de las amistades de la vida; de esta forma, la muerte no es el final del ser querido, y, aunque la pena sea dura, no es fea ni terrible: es hermosa y la muerte es bella. La felicidad es, por otro lado, la evasión, la liberación, la huida a la inmensidad del más allá (Ariès, 1987).

    La presencia de público en el lecho de muerte del enfermo es algo más que una participación ritual en una ceremonia social: la visita a la casa del muerto es algo comparable a la visita de un museo. Los románticos amaban y deseaban la muerte, y su relación con el nacimiento, la tierra natal y la sepultura son temas frecuentes de la época. El romántico retoma la postura renacentista y quiere reflexionar sobre la sepultura; gusta de visitar los cementerios en sus días de descanso, y se convierte en un consuelo para los momentos de angustia.

    No obstante, esta apoteosis no debe ocultar la contradicción que encierra: esta muerte no es ya “la muerte”  como tampoco lo era el esqueleto animado e inteligente del renacimiento , es una ilusión del arte. La muerte comienza a ocultarse de una forma más patente, a pesar de la aparente publicidad que la rodea en el duelo, en el cementerio, en la vida cotidiana, en el arte o en la literatura: se disfraza y oculta bajo la belleza.

    La certeza de volver a encontrar en el más allá a los que ya se han ido, conlleva a que aparezca una necesidad acuciante de comunicación con ese mundo: el espiritualismo. Por otra parte, durante este siglo florece el concepto de “Hospicio”; primero en Dublín, más tarde en Londres: asilos para moribundos (“sisters of Charity”) y el St. Luke`s (“a home for the dying poor”), donde ya se usaba morfina para mejorar el dolor crónico grave de los enfermos con cáncer avanzado (Lamers, 1990).

    La Nueva Ilustración
    Período caracterizado por el énfasis de las doctrinas del utilitarismo y el asociacionismo. En opinión de los utilitaristas (Bentham, 1748 1832), “la naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos, el dolor y el placer. Solo a ellos toca señalarnos lo que debemos hacer, así como determinar lo que haremos (…) Nos gobiernan en todo lo que hacemos, en todo lo que decimos, en todo lo que pensamos”. En consecuencia, el individuo debe orientar su vida eligiendo aquellas líneas de acción que maximicen su placer y minimicen su dolor: he aquí la única ética científica.

    La fe creciente en la capacidad de la ciencia para contestar todas las preguntas y resolver todos los problemas contribuyó a la génesis de este talante generalizado llamado cientismo que se extendió por toda Europa. De esta forma, la ciencia  basada desde newton y bacon en una epistemología positivista  fue elevada a la categoría de nueva religión. Su concepción del mundo pretendía suplantar la de un cristianismo erosionado y asediado ya desde el siglo XVII. Tal empresa fue bautizada por A. Comte (1798 1857) como “positivismo”, inspirando a un sinfín de personas a todo lo largo y ancho de Europa.

    En este marco de cosas, había que liberar a la muerte de los prejuicios que la desfiguraban. Sin embargo, grandes alarmas reinaban principalmente entre las personas educadas delicadamente en el seno de las grandes ciudades, entre los ricos e instruidos. A diferencia de la gente del campo y de los pobres y menesterosos  familiarizados con la muerte , la clase pudiente tendía a incrementar la significación y las virtualidades de la muerte. De esta forma, el hombre de las luces expresa un hecho realmente notable: la diferencia sorprendente que existe entre una tradición de familiaridad con la muerte, conservada en el campo y en las clases bajas, y una actitud diferente y nueva, propia de las clases altas, que huye de la muerte y la disfraza de una serie de virtualidades.

    La Revolución Darwinista
    El mundo mecanicista newtoniano cartesiano era inmutable y el cambio era algo insólito en la naturaleza; cada especie biológica, cada objeto, quedaba sometido por la eternidad en su obediencia a las leyes naturales establecidas. El romántico, por el contrario, fomentaba la libertad y la trascendencia.

    Con J. B. Lamarck (1744 1829), la alternativa romántica cobra mayor atractivo; en su opinión, la materia orgánica es fundamentalmente diferente de la inorgánica, y cada especie viviente posee un impulso innato de perfeccionarse a sí misma. Cada organismo se esforzaría por adaptarse a su entorno, modificándose a medida que lo hace, desarrollando diversos músculos y adquiriendo hábitos variados. Cada esfuerzo del individuo por perfeccionarse sería registrado y transmitido a su descendencia.

    La insigne contribución de C. Darwin (1809 1882) al concepto de evolución consistió precisamente en mecanizarlo, desromantizar la naturaleza y ganar la evolución para la concepción newtoniana del mundo. Aunque la doctrina materialista y la religión positivista avivaron el entusiasmo de partidarios del cientismo, algunos otros sintieron desazón y rechazo hacia ellas, y se volvieron hacia la ciencia misma en búsqueda de la seguridad de que en la vida humana había más que máquinas cerebrales y corporales.

    Es precisamente en este contexto, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando algo esencial comienza a cambiar en la relación entre el moribundo y su entorno: es lo que Ariès llama “el principio de la mentira”.

    Fin de Siglo
    Dos son las características más sobresalientes que aparecen durante este período  prolongado hasta 1914/18 , la rebelión contra el materialismo, a través del espiritualismo y la investigación psíquica, y la muerte invertida. Su origen coincide con el mundo de angustia surgido de la desesperación con respecto a la naturaleza, la humanidad y el futuro.

    En una época de reformadores fisiológicos, se configura lo que un autor anónimo de 1852 llama “puritanismo físico”: la vinculación del mesmerismo, la frenología y el espiritualismo con la homeopatía, el vegetarianismo y la hidropatía. Según Leahey, nada ilustra mejor el estado de postración de la religión ortodoxa y el influjo de la ciencia en el siglo XIX que estos movimientos ocultistas.

    Dos aportes de enorme trascendencia para el desarrollo de la ciencia y el pensamiento de finales del siglo XIX y principios del XX, y para el contexto dentro del cual tratamos, provienen de S. Freud (1856 1939) y de Sir Frances Galton (1822 1911).

    Los victorianos no aceptaban la dimensión animal de la naturaleza humana, ya fuera sexual o simplemente sensual; el hombre debía evitar todo lo que produjera sensaciones agradables: la seriedad era la virtud fundamental. La cultura y la religión victoriana fulminaba toda clase de anatemas contra el placer, particularmente contra el placer sexual: estaban agobiados por una sensación opresiva de pecado.

    Freud nunca tuvo un alto concepto de la raza humana, de la misma forma que también era pesimista respecto a las limitaciones de la terapia. De sus “Estudios sobre la Histeria” (1895), cabe destacar, para nuestro interés, una objeción formulada por sus pacientes: “)por qué he de soportar un proceso tan arduo de cura, si usted no puede alterar las circunstancias de la vida que me hacen desgraciado?”. A lo que Freud replica: “Usted podrá convencerse por sí mismo de que ganará mucho si conseguimos transformar su desdicha histérica en una infelicidad ordinaria. Con una vida mental que ha recuperado la salud, usted estará mejor armado contra dicha infelicidad” (episodio este que recuerda a Sófocles en Áyax: “Pues )qué se puede esperar cuando, pese a haberse liberado de la enfermedad, no está en absoluto de mejor humor que cuando estaba enfermo?”). Freud nunca creyó que la terapia proporcionaría la felicidad humana; lo más que podía hacer era preparar a una persona para soportar los inevitables sinsabores de la vida.

    En este sentido, el imperativo tanatológico  reducir las angustias no intrínsecamente propias al ir muriéndose  es francamente Freudiano: lo más que podemos hacer es preparar a una persona para que soporte los inevitables sinsabores de su ir muriéndose.

    En “Más allá del principio del Placer” (1920), Freud presentó sus puntos de vista definitivos sobre el conflicto instintivo; Freud suponía que los instintos eran básicamente conservadores: su objetivo es siempre la restauración de un estado de hechos anterior  la reducción de un estado de tensión a un estado libre de tensión . En el desarrollo de la vida, el punto de partida era la materia orgánica, en consecuencia, el último estado anterior de hechos posible para una criatura viviente es el estado no vivo: “el objeto de toda vida es la muerte” (recuérdese a Séneca y a Eurípides). Hay, pues, instintos en el interior de cada ser cuyo objeto es la muerte, el retorno a la materia no viviente y la disolución de la vida. Freud llamó a estos instintos “instintos de muerte”.

    Para Sir Francis Galton, el propósito fundamental era el perfeccionamiento de la especie humana. La “Eugenesia”, como un programa social, se escondía tras sus variadas investigaciones. Según Galton, las diferencias individuales más importantes, incluidas la de la moral y la inteligencia, no eran adquiridas: su gran meta era demostrar que dichas características eran innatas, de modo que su valoración nos informaría acerca de la conducta procreadora de la raza humana. Así, la Eugenesia consistiría en la crianza selectiva de los seres humanos, orientada a mejorar la especie (ver “Un mundo feliz”, de A. Husley); juicio éste del cual partió el malogrado concepto de la eutanasia eugenésica y que tan funestas consecuencias dejaría ver tras la Segunda Guerra Mundial.

    No es fácil entender como durante este período surge la muerte invertida y el principio de la mentira. Probablemente las circunstancias sociales, políticas y religiosas de mediados del siglo XIX formaron el caldo de cultivo apropiado para que un temor largamente oculto a la muerte y al morir  muy posiblemente expresado ya en el esqueleto animado e inteligente del renacimiento  se trasladacen directamente al enfermo moribundo. Tres textos aparecidos en la segunda mitad del siglo XIX apoyan la tesis de Ariès para situar este momento alrededor de 1850 1900: “Récit d`une Soeur” (ya citado previamente) y “Los Tres Muertos” (1859) y “La Muerte de Iván Ilich” de L. Tolstoi; en ellos ya se aprecia la conspiración del silencio y la infantilización del enfermo: a partir de aquí, el moribundo dependerá totalmente de su entorno.

    Ciertamente, el descubrimiento del individuo de que su fin estaba cerca ha sido siempre un momento desagradable. No obstante, hasta entonces se aprendía a superarlo (libro de las horas, la imitación de cristo, los ejercicios espirituales); la iglesia velaba obligando al médico a jugar el papel de “nuncius mortis”: la misión no era deseada y hacia falta el celo del “amigo espiritual” para triunfar allí donde el “amigo carnal” vacilaba. El aviso, cuando no era espontáneo, formaba parte de los procedimiento habituales.

    Durante esta segunda mitad de siglo la muerte dejó definitivamente de ser vista como un acontecimiento bello, y se subrayan incluso sus aspectos repugnantes, al más puro estilo de las ars macabras pero con una sutil diferencia, todo cuanto se había dicho en la edad media de la descomposición después de la muerte se remite ahora a la “ante muerte”, a la agonía: el moribundo ya es un cadáver viviente. La muerte no sólo da miedo por su negatividad absoluta, ahora se vuelve inconveniente, como los actos y las secreciones biológicas del hombre (Ariès, 1987); como tal, es indecente hacerla pública.

    Ya no se tolera dejar entrar a cualquiera en la habitación de un moribundo que huele a orina, a sudor, a secreciones purulentas; sólo tienen acceso los íntimos, capaces de superar la repugnancia, y los indispensables procuradores de cuidados. Con todo, una nueva imagen de la muerte se esta formando: la muerte fea y oculta, y ocultada por fea y sucia. Por otro lado, el peso de los cuidados y de las repugnancias había sido antes compartido por una pequeña comunidad de vecinos y amigos, comunidad que no dejó de contraerse para limitarse posteriormente a los familiares más próximos, en un pequeño piso de una ciudad del siglo XX.

    Finalmente cabe señalar que durante esta segunda mitad del siglo XIX un mayor número de médicos y escritores trataron sobre el tema de la muerte, particularmente de la relación entre el suicidio, la eutanasia y el enfermo moribundo. Según Humphry y Wickett, en 1873 L.A.Tollemache abogaba enérgicamente en favor de la legalización de la eutanasia voluntaria en su artículo “la nueva curación para los incurables”, y F.E. Hitchcock, en 1889, exhortaba a los médicos a no ignorar las necesidades de los enfermos moribundos, especialmente de los que sufrían.

    Entre 1900 y 1920, el médico asume un papel autoritario y paternalista; no revela el diagnóstico ni los tratamientos. Se da inicio a la filosofía del “confíen en mí y no se preocupen” (Holland, 1989).

  4. 6. El Siglo XX: Desde 1918 hasta hoy

    Un tipo absolutamente nuevo de morir ha aparecido en el curso del siglo XX en algunas de las zonas más industrializadas, más urbanizadas, más avanzadas técnicamente del mundo occidental, y sin duda no vemos otra cosa que su primera etapa (Ariès, 1987).

    En opinión de Laín Entralgo, nunca hubo en la historia del hombre cincuenta años durante los cuales cambiara tanto la realidad del enfermar como en el medio siglo subsiguiente a la Primera Guerra Mundial, y con ello, la realidad del morir cambia a su vez.

    El primer rasgo que salta a la vista es su novedad; la forma de morir se opone ahora a todo lo que le ha precedido, del que es la imagen invertida. Ya nada señala en la ciudad que ha pasado algo, ya no hay pausas (Ariès, 1987). La muerte de un individuo no afecta para nada la continuidad del ritmo social: en la ciudad todo continua como si nadie muriese en ella. Expulsada de la sociedad, la muerte entra por la ventana y vuelve tan rápidamente como había desaparecido; la gente muere en la televisión, en los medios de difusión pública, con toda su irrealidad y fantasía.

    El segundo rasgo más sobresaliente es su medicalización: la muerte oculta del hospital, tímidamente iniciada en los años 1930-40 y generalizada a partir de 1950 (Ariès, 1987; Holland, 1989). El momento mismo de la muerte, que en la época de Iván Ilich, y durante mucho tiempo todavía, había conservado sus características tradicionales  revisión de la vida, publicidad, escenas de despedida, etc. , todo ello desapareció a partir de 1945, con la medicalización completa de la muerte. El hospital no es ya sólo un lugar donde uno se cura o donde se muere a causa de un fracaso o error terapéutico, es el lugar de la muerte normal, prevista y aceptada por la sociedad y, en ocasiones, rechazada por el personal médico, agobiado por las demandas que ello le conlleva e impone en virtud de una sociedad que “deposita al muerto” en sus manos y en su conciencia.

    La muerte ya no pertenece ni al moribundo  quién en principio es un irresponsable, un menor de edad, y luego un ser inconsciente  ni a la familia, persuadida de su incapacidad y considerada en ocasiones como un estorbo al proceso terapéutico. Es regulada y organizada por una burocracia cuya humanidad y competencia le obligan a tratar a la muerte como a una cosa, una cosa que debe molestar lo menos posible [los “muertos” son rápidamente retirados de las habitaciones, y sus camas dispuestas para recibir a alguien que justifique los enormes costos de una medicina exitosa]. Por el interés general, la sociedad ha producido medios eficaces para protegerse de las tragedias cotidianas de la muerte, a fin de poder proseguir sus tareas sin emoción ni obstáculo.

    De esta forma, a la “muerte excluida” señalada por Ariès y a la “muerte negociada” recordada por Humphry y Wickett, se añaden dos nuevas formas de muerte: la “muerte objeto” o “utilitarista” (los trasplantes y bancos de órganos) y la “economización” de la muerte, por ahora discretamente perceptible en nuestro medio (demandas penales a los médicos e instituciones en casos de fallecimiento por error médico, etc.). A partir de 1930 existe una preocupación por la preparación de los cadáveres y retorna “la persona está dormida” como eufemismo de muerte (Holland, 1989).

    La expectativa de vida pasa de unos 30 años en 1800 a más de 75 en la década de los 80, cifra que sigue aumentando en los países desarrollados; los intereses primordiales se sitúan en una mayor longevidad y en la desaparición de la enfermedad. El moribundo se convierte en un extraño, en un invitado incómodo y no bienvenido.

    En 1925, Gullard y Robinson describen la estructura de la morfina y comprueban la actividad de los levo isómeros, así como su estereoespecificidad; en los años treinta comienza a diseñarse el mapa del opio en base a sus constituyentes mayores (Alcaloides Fenantrénicos y Benzilisoquinolínicos). Por su parte, la cirugía oncológica alcanza desarrollos notables:

    Entre 1910 y 1930, H. Cushing desarrolla la cirugía para tumores cerebrales; en 1913, F. Torek realiza una resección exitosa de carcinoma de esofago torácico, y G. Divis, en 1927, la de metástasis pulmonares. E. Graham realiza la primera neumonectomía en 1933; A.O. Whipple, en 1935, la pancreatoduodenectomía, y C.B. Huggins, en 1945, adrenalectomía para carcinoma prostático.

    En 1940 aparece el “mito del cáncer” (cáncer = muerte), se estimula la expresión emocional del duelo, se eleva la preocupación acerca del costo del funeral y aumenta la cremación como forma de disponer de los cadáveres. Entre 1940 y 1950 el pronóstico de la enfermedad sólo era revelado a la familia y no al paciente (Holland, 1989). Los años cincuenta pueden ser considerados como la época del despertar de la tanatología clínica, con destacados representantes, circunstancias y hechos que hacen de este período la base de todo el posterior desarrollo de ésta.

    En 1951, el novelista protestante J. Fletcher aboga por la calidad de vida, la calidad de muerte y el derecho a escoger la forma de morir; en su opinión se trata de saber que muerte escogemos (postura ciertamente senecoide), una muerte con agonía o apasible, una muerte digna o indigna, un final moral o desmoralizante para una vida mortal. Para este autor, la creencia de que sólo dios decide el momento de la muerte es rechazable, ya que si nos dejamos guiar estrictamente por este argumento, prolongar la vida por medio de los avances médicos también sería inmoral. Rechazó a su vez el dolor como parte de los “designios divinos” y recordó aquellos casos en los que por “falta de imaginación” no se encontraba el remedio para devolver la salud a una vida que se extinguía.

    Dos textos clásicos para el estudio y abordaje del enfermo moribundo aparecen durante esta década; el primero de ellos, publicado en 1954, es el de J. Fletcher  “la moral y la medicina” , y el segundo de ellos, notable por su actitud renovadora y original, es el de K.R. Eissler  “el psiquiatra y el moribundo” , publicado en 1955. No obstante, otros títulos aparecen durante este período enormemente convulsivo, particularmente gracias a las declaraciones del papa Pío XII en 1957.

    En 1952, W.C. Alvarez en su trabajo “Care of the Dying”, recalca la necesidad que tienen los enfermos terminales de amabilidad, sinceridad, comodidad y alivio de sus síntomas, particularmente del dolor. Por su parte, J. Farrell (1953), en su libro “el derecho del paciente a morir”, trata también de las necesidades del moribundo. Dos años después, la Asamblea Eclesiástica para la Responsabilidad Social de la iglesia de Inglaterra publica un artículo monográfico (“Detalles sobre la vida y la muerte: un problema de la medicina moderna”) donde plantea una serie de cuestiones que aun siguen siendo conflictivas: “)En qué momento, si es que ese momento existe, el médico y la enfermera deben abandonar la lucha? )En qué momento se puede dejar morir al paciente y declarar su muerte? En su opinión, la respuesta dependería de varios factores como la voluntad del paciente, su edad, su estado general, la naturaleza de la enfermedad y las posibilidades de mejorar o de curar (Humphry y Wickett, 1989).

    El final de los años cincuenta se caracteriza por las declaraciones del papa Pío XII (1957) a un grupo internacional de médicos reunidos en el vaticano en relación al uso de analgésicos y calmantes. Con sus declaraciones, algo se hizo para aclarar el tema del control del dolor en el enfermo moribundo, sin embargo focalizó los problemas de éste en uno sólo de sus síntomas físicos, sin referencia explícita a su problemática y/o asistencia emocional. Por otra parte, introdujo oficialmente el “Principio del Doble Efecto”.

    En 1956 comienza la revolución de los opiáceos endógenos al aislarse los receptores morfínicos, y Beckett establece el primer mapa molecular. Con ello, la existencia de receptores implicaba la existencia de opiáceos endógenos, y la presencia de estos, a su vez, implicaba también la existencia de un sistema endógeno modulador del dolor. En 1960 y 1974, Reynols y Mayer Liedeskind, respectivamente, comprueban la existencia de analgesia por estimulación cerebral (Combrado Ferreira y Colb., 1989).

    Hasta los años sesenta el proceso de ir muriéndose y la muerte eran temas a evitar. A excepción de algunos médicos, moralistas, abogados y miembros de asociaciones pro eutanasia que tenían razones para estudiar el tema, el público en general ignoraba relativamente la complejidad del problema de la moribundez; el tema de la muerte no solía aparecer en los medios informativos  excepto de forma caricaturizada y fantansiosa  y se alejaba a los adultos y en especial a los niños de la realidad de la muerte.

    En la década de los sesenta, por el contrario, la muerte fue un tema de discusión más abierto; había un particular interés por “muerte y dignidad”, y se hacían críticas a la conspiración del silencio.

    Corifeo ante Prometeo: “Di, infórmame, que incluso los enfermos prefieren conocer de antemano los dolores futuros” (Esquilo: Prometeo encadenado).

    A pesar de ello, la situación era nuevamente ambivalente, al más puro estilo de la ilustración: se desafiaba a la muerte o no se quería saber nada de ella; los hospitales y los laboratorios se convirtieron en los pilares del eterno optimismo: los éxitos de la tecnología prometían una solución para cada enfermo. Por su parte, la religión ponía de relieve la inmortalidad del hombre: “la muerte no es más que el tránsito de un estado del ser a otro”. Frases tales como “fallecido”, “fue a reunirse con el creador” y “descansa en paz” volvían a ser muy comunes. Los cadáveres serán ahora “los seres queridos”, con un estilo básicamente romántico, como lo recogido por Humphry y Wickett:

    (…) se maquillaba a los muertos y se les colocaba en los “dormitorios” o “habitaciones de reposo” de las funerarias; se vendían ataúdes con colchones de muelles y camas diseñadas especialmente para mantener la perfecta postura de los muertos. Los empresarios de pompas fúnebres vendían “moda para los muertos”. Los cementerios eran “lugares de reposo”.

    Las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) se convierten en la imagen de la “mala muerte”  el lugar donde mueren la mayoría de las personas y donde los médicos no permiten la entrada a familiares o amigos, mientras los primeros examinan en sus aparatos las últimas constantes vitales del paciente, a quien probablemente se le han ocultado los detalles de su estado , imagen que aún continua siendo una fuente de explotación por parte de las organizaciones pro eutanasia, distrayendo y disimulando la realidad del enfermo moribundo, joven o viejo, de una sala cualquiera del hospital, lugar donde mueren los menos “afortunados”. Por otra parte, se maximizan los recursos tecnológicos “contra la muerte” o “para mantener, sostener o devolver la vida”, convirtiendo a cualquier muerte en un “recurso accesible” a una de estas unidades.

    Es durante este período de enormes gastos cosméticos cuando se inicia lo que Hostler (1983) llamó la “Generación pepsi”: vidas llenas de energía, vigor y vitalidad. Dientes que brillan, cuerpos que resplandecen, aliento que invita. “Muerte” es una palabra sucia.

    Durante los años sesenta había pocas personas dispuestas a hacer frente a la definitiva realidad de la muerte. Así, se descubrió un nuevo método para “permanecer vivo indefinidamente”, o por lo menos así lo anunciaban aquellos que lo promocionaban: las asociaciones dedicadas a la criobiología aseguraban la congelación de los cuerpos por un número indefinido de años según fuesen los recursos de aquel que solicitaba tal servicio, hasta que se descubrieran nuevos métodos para curar toda clase de enfermedades y evitar la muerte natural.

    Los años sesenta son, comparativamente y en cuanto al temor y/o angustia de muerte se refiere, muy semejantes al renacimiento: un período obsesivo y angustiado.

    Como consecuencia de estos importantes avances de la ciencia médica, se imponía urgentemente una nueva escala de valores para aquellas circunstancias relacionadas con la muerte y el proceso de ir muriéndose. Los avances tecnológicos generaron inesperados dilemas. Junto a ello, la situación se complica aún más con el éxito del primer transplante de corazón y las sucesivas peticiones de otros órganos trasplantables: )Bajo qué condiciones y cómo debían distribuirse? Puesto que se logró la curación de enfermedades anteriormente mortales  coronariopatías, insuficiencia renal, etc. , como en su tiempo los antibióticos respecto a la tuberculosis, lúes, lepra y otras enfermedades infecciosas, el costo de la asistencia médica aumentó de forma alarmante; los “inútiles” gastos en tratamientos para prolongar la vida de pacientes moribundos  que cada vez eran más elevados  hicieron eco en los contribuyentes y en los familiares de pacientes “curables”: el límite económico más que el límite orgánico comenzaba a dar el verdadero “life-span” a la existencia del ser humano corriente.

    Aquellos paciente que se podían “salvar” y que vegetaban indefinidamente en estado de coma entraron en entredicho. Los colegios médicos, insatisfechos con el sistema proscrito que les permitía determinar, desde el punto de vista jurídico y médico, la muerte de una persona, comenzaron a protestar. Así, y en cierto modo gracias a un factor puramente económico, al moribundo se le permitió “salir” de las unidades de cuidados intensivos, situándole en una cama, ya de “cuidados mínimos”, junto a otros moribundos “menos” afortunados para entonces. Sin embargo, tal solución, aun cuando redujo los costos sanitarios, generó nuevos y complejos problemas que posteriormente reforzarían el concepto moderno de hospicio.

    Durante esta década se pusieron en tela de juicio muchas actitudes tradicionales y otras fueron rechazadas violentamente, si bien surgieron también otras cuestiones: )Cuál es la actitud ética a tomar ante los transplantes? )Prolongan los progresos médicos tanto la vida como la muerte? )Cuál es el sentido de mantener a una persona artificialmente viva cuando existe muerte cerebral? )Cuándo puede certificarse la muerte y bajo qué criterios? )Qué sienten los que se van muriendo? )Qué hacer con los moribundos? )Debe decirse toda la verdad a los enfermos terminales?

    Si la muerte era considerada como tabú, este era un tema que ya no podía eludirse por más tiempo. Desde el punto de vista médico, ético y no menos económico, los problemas de los enfermos moribundos eran demasiado acuciantes como para no ser seriamente abordados.

    Desde 1960 hasta 1969, médicos, abogados, teólogos, moralistas y periodistas publicaron diversos artículos y libros sobre los enfermos terminales, eutanasia y aspectos legales relativos al homicidio piadoso. Los psiquiatras y los médicos en general comienzan a dedicar un mayor interés por las necesidades físicas y emocionales de los pacientes moribundos. Distintos autores abordaron también durante esta década los derechos de los enfermos a vivir y morir en paz; entre ellos destaca F.J. Ayd (“The hopeless case”, 1962), quien denunció las manipulaciones típicas de que son objeto los moribundos y anticipó conceptos que se convirtieron en algo corriente unas décadas más tarde (“si el paciente no está en condiciones de aceptar el tratamiento, deben ser los familiares o tutores quiénes den su autorización; un adulto en plenitud de facultades tiene derecho a aceptar o rechazar el tratamiento que se le propone; el médico no tiene ningún derecho a imponer un tratamiento arriesgado o un nuevo procedimiento sin causa justa; el médico no está obligado a hacer esfuerzos constantes para prolongar la vida de un paciente”).

    En 1969 aparece un artículo de L. Kutner titulado “el proceso adecuado de la eutanasia: el testamento vital como propuesta”; basándose en el derecho legal del enfermo de aceptar o rechazar un tratamiento y en el reconocimiento por la ley de la inviolabilidad del cuerpo humano, Kutner justifica el derecho del enfermo a expresarse, mediante un documento, mientras esté en posesión de sus facultades físicas y mentales, hasta qué punto accede a un tratamiento en un futuro. Con la validez incuestionable del derecho del paciente a rechazar el tratamiento, la persona podría hacer constar su negativa al mismo, aun cuando el tratamiento fuese a prolongar su vida (Humphry y Wickett, 1989).

    Este documento  Testamento Vital o Voluntad de Vida  marca un nuevo hito en la atención de los pacientes moribundos que, si bien, no obstante, reconocía y devolvía los derechos a los pacientes, se corría el riesgo de relajar aun más su asistencia. Las declaraciones del papa Pío XII en 1957, en las que hacía una diferenciación entre medios “ordinarios” y “extraordinarios”, anunciaban y complicaban aún más la polémica entorno a cuál era el tratamiento adecuado, polémica que iría en aumento a lo largo de los 15 años siguientes.

    Como hemos visto, anterior a los años sesenta no se habían hecho muchos intentos por analizar que sentían los enfermos moribundos con respecto a la muerte. Sin embargo, entre 1961 y 1969 el interés por estos colectivos creció enormemente; aparece una mayor preocupación por las actitudes frente a la muerte, los temores generados, la angustia, el desasosiego y la tristeza que embargaba a los moribundos, y la forma en que su entorno debería afrontarlas y enfrentar al propio enfermo.

    En un trabajo publicado en 1961 por W. Swenson se consideraba a la religión como un aspecto muy importante en la actitud ante la muerte, señalando que aquellos muy religiosos mostraban una actitud más positiva frente a la muerte que los que no lo eran. Seis años después, Hinton (1969) exploró aun más ampliamente este concepto, encontrando que aquellos que habían tenido una fe firme, independientemente del culto, se mostraban ansiosos en un 20% de los casos, los ateos en un 27%, mientras que los moribundos que no tenían más que una fe tibia y ritual estaban ansiosos en un 56% de los casos.

    Las aportaciones de J.M. Hinton (“Dying”) marcan otro hito en la historia reciente de la tanatología clínica. En su profundo análisis de la situación del moribundo planteaba las siguientes cuestiones: )Proporcionamos los cuidados necesarios a los moribundos? )Qué hacer por aquellos que se sienten más angustiados de lo habitual? )Es más apropiado cuidarles en casa o en el hospital? )Qué es lo que más temen, la muerte o el sufrimiento físico? )Pueden los médicos aliviar su tristeza?

    Hinton destaca el temor que sienten los moribundos por la impotencia y la soledad, especialmente la de aquellos que permanecían aislados en las unidades de cuidados intensivos o en los “lugares” destinados a los enfermos terminales [resalta, de esta forma, la “ubicación física y psicológica” para aquel que se muere]; la importancia del trabajo de Hinton reside precisamente en que estos aspectos nunca se habían tratado antes, por lo que su trabajo abrió el camino a posteriores investigaciones encaminadas a aliviar la angustia de los enfermos.

    Por su parte, C.K. Aldrich, en su trabajo “la tristeza del moribundo” (1963), aprecia que tanto el enfermo moribundo como su familia sentían la misma pena al saber que la muerte estaba próxima. Aldrich señaló que la actitud de los pacientes a la enfermedad y la tristeza dependían de su disposición a aceptar la realidad de su muerte, dependiendo esta disposición a su vez de la calidad y el alcance de las relaciones afectivas del paciente, del uso que hiciese de la negación, y del grado de regresión y retracción de los límites de su ego, subordinado a la enfermedad [con Aldrich comienza a darse una mayor importancia al efecto del entorno sobre el enfermo moribundo y a las modificaciones intrínsecas del primero ante la realidad de la muerte del otro].

    Desde otra perspectiva, B.J. Glaser y A.L. Strauss, en un estudio realizado en 1965  “awareness of dying”  destacaron el comportamiento y el efecto del trabajo con pacientes moribundos en el personal sanitario, particularmente sobre los médicos; previamente, en 1963, D. Sudnow inicia su extraordinario trabajo en dos hospitales americanos y que daría como resultado su posterior libro “la organización social de la muerte”, publicado en 1967.

    Como reflejo de la conflictiva situación de esta década y la sensibilidad del público a esta problemática, en 1967 se desató una violenta reacción pública en contra de la política de reanimación cardiopulmonar de un hospital de Londres, el Neasden Hospital, ante un aviso que decía textualmente: “Pacientes que no deben ser reanimados: los ancianos por encima de los 65 años, enfermos de cáncer maligno, enfermos con afecciones pulmonares crónicas, enfermos renales crónicos. En la parte superior de la hoja amarilla de tratamiento debe indicarse que el paciente no debe ser reanimado” (Humphry y Wickett, 1989).

    La importancia del movimiento tanatológico, que durante esta década se desarrolló extensamente, llegó a su clímax en 1967 en Sydenham (Inglaterra), donde la Dra. Cicely Saunders funda el primer Hospicio  St. Christopher`s Hospice , pionero en el movimiento de asistencia a estos enfermos, y que posteriormente se extendería en toda Inglaterra, en Escocia, Irlanda, Estados Unidos y Canadá. En este mismo año, E. Kübler Ross publica su libro “Sobre la Muerte y los Moribundos”, el cual rápidamente se convirtió en un clásico de la materia.

    Los aporte de Kübler Ross al desarrollo de la tanatología clínica han sido de la más enorme importancia, sin olvidar que su trabajo aún hoy continua produciendo una mayor comprensión del proceso de ir muriéndose. De su primer trabajo podemos destacar lo siguiente:

    (1) Con sus entrevista, Kübler Ross estableció una red de comunicación que a personas socialmente muertas les devolvía de nuevo el sentimiento de ser miembros valiosos de la sociedad; esto es, pone de manifiesto dos de los más grandes problemas del moribundo: el de la comunicación y el de ser “todavía seres vivos motivo de un intercambio conversacional”.
    (2) Pone en evidencia la resistencia de los profesionales sanitarios a establecer una relación con el paciente moribundo.
    (3) Desvela algunas de las circunstancias que involucra la dimensión individual en el proceso de ir muriéndose.
    (4) Señala la necesidad de establecer un modelo de enseñanza aprendizaje para aquellos que trabajen con pacientes moribundos, particularmente estudiantes de medicina.
    (5) Ofrece la oportunidad de reconsiderar al paciente como un ser humano, hacerle participar en diálogos y aprender de él lo bueno y lo malo de la asistencia ofrecida en los hospitales.
    (6) Propone una aproximación psicoterapéutica.
    (7) Sienta las bases que definen la dinámica del proceso de ir muriéndose (etapas por las que el moribundo puede o no transcurrir en su totalidad, orden o complejidad).

    El trabajo de Kübler Ross, y sus posteriores publicaciones, elevaron el tema de la muerte y el ir muriéndose a otro nivel. Este tema, considerado durante tanto tiempo como un misterio, dejó de ser el gran tabú (en 1970 aparece OMEGA -International Journal of Dying and Death-, la primera publicación especializada en el tema).

    La década de los años setenta se caracterizó por la polémica ética y legal del derecho de los enfermos a morir. La preocupación por la muerte era alarmante, como si nadie hubiese afrontado o investigado el tema de forma adecuada y extensa. Así, persistía un extenso abismo  tal como hoy  entre lo que la gente consideraba como sufrimiento intolerable del moribundo y las condiciones reales del mismo.

    Durante este período (1974) se funda el primer hospicio oficial en Estados Unidos; aparece también la primera guía hospitalaria para el cuidado del moribundo (1976), se define la muerte legal y se reafirma el derecho a detener todo esfuerzo para continuar manteniendo la vida (se legaliza en Estados Unidos el Testamento Vital).

    El apetito público americano por el tema de la muerte estaba siendo alimentado por numerosos libros, revistas y artículos en los periódicos; cursos y simposium sobre la muerte y el moribundo se hacen muy populares en colegios y universidades. Un grupo de jóvenes alumnos que se autodenominaban “Tanatólogos” organizó más de 200 cursos a mediados de los años setenta en Estados Unidos; la opción de este tema pasó a ser importante en las facultades de medicina. La Fundación de Tanatología de New York organizaba regularmente conferencias sobre la muerte y el proceso de morir; en Filadelfia (USA) un grupo de profesionales constituye el “ARTS MORIENDI”, institución con el objeto de investigar sobre la muerte “como parte de la vida y la salud del individuo”, y, en la Universidad de Minesota (USA), se funda un centro para la investigación y educación sobre la muerte (Humphry y Wickett, 1989).

    En 1979, durante la ruptura entre la Asociación del Derecho a Morir y el Consejo para la Educación de la Eutanasia  brazos separados del movimiento norteamericano sobre la eutanasia , la Asociación pro-eutanasia Voluntaria de Londres  por aquél entonces llamada EXIT  planteó el proyecto de publicar una guía práctica sobre el suicidio racional para los moribundos [al más puro estilo de la antigüedad clásica]. En virtud de los conflictos por los cuales esta institución se encontraba, la asociación Escocesa EXIT se adelanta y publica su propia guía (“Cómo Morir con Dignidad”), basada en el modelo londinense, ya que allí no existían leyes específicas en contra del suicidio asistido (Humphry y Wickett, 1989).

    A mediados de esta época comienzan a aparecer distintas recomendaciones para decidir “cuándo y cómo” debía cesar el tratamiento para prolongar la vida de un enfermo desahuciado. Una de ellas decía lo siguiente:

    “Debe tenerse en cuenta, en primer lugar, los deseos expresos del paciente y su actitud frente a la muerte y el proceso de morir, ya sea ésta de tipo religiosa, cultural, familiar o personal; en segundo lugar, la edad y las responsabilidades y perspectivas de calidad de vida del paciente; en tercer lugar, el estado mental y/o físico previo a la enfermedad; en cuarto lugar, la seguridad de la aplicación de todos los tratamientos razonables disponibles al momento, y en quinto lugar, los recursos económicos del paciente y su familia”.

    A medida que transcurren los años setenta las posturas se hacen más radicales y la ambivalencia ante la muerte y el proceso de ir-muriéndose predice el clima que dominará el final de los años setenta y el principio de los ochenta. La muerte se aborda ahora como concepto y como acontecimiento, señalándose sus tres dimensiones clásicas: psicológica, social y física. También se puso énfasis en aspectos tales como el miedo a la propia muerte o a la influencia de los factores culturales en la experiencia de la muerte.

    Así mismo, se empieza a dar más énfasis a las transformaciones de la imagen de la muerte en las diferentes culturas, desde la muerte-acontecimiento natural hasta la obligación de buscar sofisticados sistemas capaces de mantener vivo al ser humano, rechazando la muerte a cualquier precio. Otros autores se centraron en la opinión de los profesionales sanitarios, especialmente los médicos, y en los cuidados de los enfermos terminales.

    En 1981, la Asociación Hemlock, fundada por el periodista inglés D. Humphry y su esposa A. Wickett, publica en Estados Unidos la primera guía sobre “autoliberación”, titulada “Deja que muera antes que despierte” (posteriormente se publicará en 1985 un “Manual para los enfermos terminales” y, recientemente, en 1993, “Final exit”, de D. Humphry, se convierte en un Best Seller); en Holanda se publica, a su vez, “Eutanasia justificada: un manual para la profesión médica”, y, en Gran Bretaña, “Guía para la autoliberación”.

    Durante esta década de los ochenta se presta también más atención a los estragos psicológicos que padecían los médicos y el personal asistencial que trabajaba con enfermos moribundos, considerando que el sufrimiento de los enfermos afectaba de muy distinta manera a los médicos y a las enfermeras y que no siempre era posible evaluar o cuantificar su efecto (se populariza el término “burnout”). Por otro lado, continuaba la polémica entorno a los derechos legales a la “muerte natural” y las condiciones en las cuales no se justificaba ninguna maniobra para la resucitación cardiopulmonar.

    La Asociación médica del Estado de New York (USA) publicó en 1982 las primeras directrices para que se dejara de practicar la reanimación de emergencia a los enfermos moribundos que hubieran sufrido un paro cardíaco o respiratorio. Aunque tales directrices carecían de autoridad legal, y tenían un carácter estrictamente consultivo, la asociación médica local aconsejó que se utilizaran como “defensa legal”:

    “Para que un médico sepa cuando debe poner en práctica la orden de no reanimar a un paciente, se estipula lo siguiente:

    (1) El médico deberá emitir un parte por escrito. La orden de que no se reanime al enfermo que sea verbal o se haya comunicado por teléfono, no puede justificarse desde el punto de vista médico y legal.
    (2) El médico es el responsable de asegurar que la orden se consulte con el personal del hospital.
    (3) Los hechos y consideraciones referentes a la orden deben constar en la historia médica del paciente.
    (4) La orden debe estar sujeta a revisión en cualquier momento y también puede rescindirse en cualquier momento”.

    En 1983, la Junta de Ancianos de Norteamérica elaboró una serie de reglas y recomendaciones para que más de 40.000 residentes de hospitales del Estado recibieran tan sólo asistencia médica cuando estuvieran a punto de morir: “Los candidatos a este tipo de asistencia son los pacientes que se encuentran en la fase terminal de una enfermedad irreversible; los disminuidos mentales graves incapaces de comunicarse e inconscientes de sí mismos y de su entorno, y/o los minusválidos en estado grave e irreversible que, a pesar de hallarse en plenitud de sus facultades, sean incapaces de comunicarse adecuadamente con su entorno por causa de dolor o deterioro físico. Este tipo de asistencia implica que el paciente se halle lo más cómodo posible, sin embargo, no se tratarán las infecciones que, sin tratamiento, amenazarían su vida”.

    Para Humphry y Wickett, un número reducido pero cada vez mayor de pacientes y familiares van más allá del acuerdo tácito y convienen en lo que se denomina una “muerte negociada”: el hospital planifica la muerte del paciente discretamente, con un mínimo de trámites legales y sin llamar la atención de la opinión pública, a instancias del propio paciente, del médico o de la familia. Este tipo de muerte fue considerada durante esta década como la única alternativa humana posible, puesto que ni la ley ni la ciencia médica parecían haber previsto una solución a la problemática del moribundo.

    No obstante, y con estos antecedentes, a partir de la segunda mitad de la década de los ochenta la situación del ir muriéndose y la asistencia al moribundo se orientará definitivamente hacia un modelo de asistencia más humano, noción que descansará en el polifacético desarrollo de la filosofía del cuidado tipo hospicio. En estos últimos 15 años, el concepto de hospicio pierde su connotación de lugar físico para convertirse en la definición de un modelo de asistencia.

    En el seminario internacional sobre el tratamiento paliativo del enfermo terminal, celebrado en Montreal en 1982 (De Conno, 1986), se puso en evidencia algunas de las dificultades inherentes a la sistematización de los tratamientos paliativos: medicalización e institucionalización de la muerte, excesiva preocupación por los detalles técnicos, conflicto entre los distintos roles, inflexibilidad de las prácticas hospitalarias, escasa prioridad de los programas formativos, pobreza de objetivos no orientados a la investigación, dificulta de reconocer el “sufrimiento del núcleo paciente/familia” y falta de una filosofía asistencial unitaria.

    Todas estas dificultades al parecer se derivan de la vigente orientación superespecialista y reduccionista de la medicina. Si bien la asistencia hospitalaria a mejorado considerablemente en lo que respecta a la atención de estos enfermos en los últimos 10 años  sin duda gracias a la influencia ejercida por el movimiento de las unidades de cuidados paliativos y la abultada literatura especializada , estas instituciones carecen de la estructura, filosofía, el personal especializado y el tiempo necesario que este tipo de pacientes precisan. Así, el concepto hospicio nace con la idea de que la atención prestada al enfermo con cáncer avanzado, terminal o moribundo se correspondiese a sus necesidades y no a las de la institución. La diversidad del modelo hospicio es pues un paso más hacia esta satisfacción.

    En 1975 el número de hospicios en Estados Unidos podía contarse en una mano; para 1989 su número era mayor de 1500 , y en Mayo de 1990, había más de 2000 de estos programas en funcionamiento. Una situación semejante ocurre en Europa, particularmente en Gran Bretaña: para 1985 había 100 hospicios, y en Mayo de 1990, 120. En 1987 se funda el primer hospicio Alemán (Latorre, 1989; Lamers, 1990).

    Según Lamers, existen al menos seis factores que juegan un papel importante en la rápida aceptación del concepto de hospicio: sociodemográfico, económico, terapéutico, tanatológico, analgésico y humanitario /holístico. Junto a estos, cabría añadir dos factores más: organizacional y familiar.

    En 1986 la Organización Nacional Americana de Clínicas Terminales describe su servicio y su filosofía de la siguiente manera:

    “La Clínica Terminal afirma la vida. Esta institución tiene por objeto asistir y apoyar a los enfermos en la fase terminal de una enfermedad incurable para que terminen sus días de la mejor forma posible. La Clínica Terminal contempla la muerte como un proceso normal, tanto si es el resultado de una enfermedad como si no lo es. La Clínica Terminal no acelera ni prolonga la muerte. Estas instituciones han sido creadas con la esperanza y el convencimiento de que, mediante los cuidados apropiados y la ayuda y la comprensión de la sociedad, los pacientes y los familiares puedan lograr la preparación mental y espiritual necesaria para aceptar la muerte de forma satisfactoria”.

    El epíteto popular de “casa de la muerte” no es correcto desde el punto de vista objetivo, no sólo porque allí muere un número reducido de los individuos sino también porque una de sus prioridades es mantener y permitir en lo posible la muerte del paciente en su domicilio. Por otro lado, y como señalara Ahmedzai (1990), en una reciente investigación realizada en los 120 modelos de hospicio ingleses, en donde se hicieron varias preguntas a sus directores, entre otras, que describieran la filosofía de sus propios servicios al escoger un número de opciones que variaban desde una “casa fuera de casa” a “un centro especializado en el alivio del dolor”, la amplitud de respuestas condujo a la conclusión de que no hay, al menos en Inglaterra, un solo modelo de hospicio acerca del cual sus directores puedan estar de acuerdo (dificultad ya señalada varios años antes en el congreso de Montreal referido por de Conno).

    La diversidad de los cuidados ofrecidos por el hospicio  en respuesta a las necesidades de los pacientes y sus familias  se expresa en el polifacético modelo de asistencia encontrado en distintos países; en Gran Bretaña, el modelo más común es el de unidades de pacientes ingresados, el cual es usualmente independiente del sistema de seguridad social, con facilidades adjuntas de hospital de día y asistencia a domicilio. En Norteamérica se basa fundamentalmente en la comunidad (asistencia a domicilio) y la prevalencia de pacientes en cuidados de ingresados es más baja que en Gran Bretaña; en Europa, sin embargo, predominan las unidades de cuidados paliativos y los programas de asistencia a domicilio; en Australia, el cuidado de hospicio esta en paralelo con las bases académicas en el control del dolor, y, en los países subdesarrollados, se basa en la aplicación de principios simples, como la guía analgésica de la OMS y guías de cuidado paliativo.

    Década de los Noventa: Fin de Siglo
    Con frecuencia se dice que en hospital general el enfermo moribundo está aislado y abandonado porque el personal presta poca atención a sus necesidades médicas, emotivas y espirituales, y solo concentran sus esfuerzos en lograr cuatro objetivos: explorar, diagnosticar, curar y prolongar la vida. Este ya clásico argumento a favor de la asistencia del enfermo moribundo en el modelo hospicio no es del todo real. La causa de este sufrimiento inaceptable e innecesario no radica en la cantidad o calidad de la motivación por parte del personal sino en el sentido de esta motivación y, muy especialmente, en la disponibilidad de tiempo y personal suficiente para atender las demandas de estos enfermos y sus familias.

    Aunque algunos médicos y enfermeras, sometidos a la gran presión ejercida por el continuo progreso médico, concentran sus esfuerzos sobre todo en lograr aquellos cuatro objetivos, estos son una minoría cuando se reconoce que tales objetivos carecen de prioridad en unos pacientes en los que cualquier tratamiento que tienda a modificar el curso natural de la enfermedad es inadecuado, mientras que el único objetivo real que debe conseguirse es el de mejorar la calidad de vida restante. Si no se logra desligar tales objetivos en un principio, el resultado son las maniobras de distanciamiento, el apasionamiento terapéutico, la frustración del equipo y el estrés del profesional.

    Para alcanzar este objetivo es necesario superar el modelo médico de asistencia tradicional; la experiencia de los últimos 20 años, sobre todo en los países anglosajones, ha demostrado que existe un gran potencial de ideas y recursos que podrían concretarse en lo que se define como “Unidades de Asistencia Continuada o Unidad de Cuidados Paliativos”:

    Se trata de una estructura abierta, en la que el enfermo permanece durante breves períodos de tiempo y que se fundamenta en un servicio de asistencia domiciliaria. Este modelo de asistencia encuentra su mayor expresión en Europa, y para Rodríguez López y Colb. (1990), entre otros, es el modelo más eficaz y adaptado a la realidad sanitaria española.

    La existencia de un centro separado de las demás estructuras sanitarias presenta algunos inconvenientes; por ejemplo: su alto costo impide su creación a gran escala; es difícil encontrar especialistas para consultas urgentes sobre un enfermo en particular; eventuales intervenciones, aún sencillas, o exploraciones obligan a un traslado en ambulancia; el centro puede adquirir el epíteto de “lugar para moribundos” al que los pacientes pueden ir a disgusto, y existen menores posibilidades de responsabilización y control del personal.

    A pesar de que el concepto “hospicio” y su instauración como una realidad pretendida parece ser la culminación del desarrollo de la tanatología clínica al cierre de este siglo, también es cierto que su realidad social esta lejos de ser la “solución” al problema del moribundo. El costo económico  una vez más como “determinante” de este siglo , más que el costo moral es el obstáculo primordial para su desarrollo como alternativa a la muerte hospitalaria, tan fría, aséptica, anónima e inauténtica como hoy se le considera.

    Algunos de los problemas mencionados se han podido resolver  manteniendo intacto el principio del programa hospicio  con la creación de las ya mencionadas Unidades de Cuidados Paliativos en el ámbito del hospital general; una experiencia de este tipo (anexa a una Unidad del Dolor) fue realizada por Balfour Mount en el Victoria Hospital de Montreal, en 1975, con tres subunidades articuladas: unidad de tratamiento paliativo, servicio de asistencia domiciliaria y un servicio de asesoría, investigación y enseñanza.

    Sustancialmente se trata de un programa de ayuda a los enfermos moribundos y a sus familias, directamente o mediante la colaboración con el médico de familia y con otras organizaciones asistenciales. La asistencia abarca a toda la familia, y la ayuda se prolonga hasta después de la muerte del enfermo. Existen una serie de ventajas frente al hospicio aislado, como la disponibilidad de especialistas para la interconsulta, sin tener que desplazar al paciente, reducción de los costos y facilidad para resolver los problemas organizativos. También la institución hospitalaria se ve beneficiada por esta solución al disponer de más camas libres para los enfermos agudos. Por otra parte, disminuye el número de ingresos de “casos terminales”, ya que estos reciben el tratamiento apropiado en su domicilio, a cargo del servicio de asistencia domiciliaria, con lo que la estancia media de estos enfermos en el hospital se reduce; en cuanto a los enfermos, se sienten más seguros al saber que en ámbito de la institución existe un centro especializado para el control de los síntomas.

  5. La filosofía del cuidado tipo hospicio puede describirse en términos de sus prioridades:

    (1) Prioridad en el Control de los Síntomas: La evaluación y cuidado se centra en las cambiantes necesidades del paciente y su familia, empezando con los síntomas físicos y el dolor; el manejo exitoso del dolor crónico es la piedra angular de este tipo de cuidados, sin embargo, la valoración repetida de los síntomas y las modificaciones necesarias del plan de cuidados son las que aseguran el énfasis puesto en mantener la calidad de vida. Se insiste en el desarrollo y mantenimiento de un medio ambiente humano de apoyo al paciente, ya sea en su domicilio o en régimen de ingreso.

    (2) Los Servicios son fácilmente disponibles: El hospicio reconoce que las necesidades del paciente y la familia pueden cambiar en cualquier momento; para ello, el programa de asistencia domiciliaria cuenta con un servicio de enfermería de guardia de 24 horas diarias, estando otros miembros del equipo disponibles cuando se precise. Existen, por otro lado, arreglos contractuales con la unidades de ingresados cuando la hospitalización es necesaria.
    (3) El Cuidado es proporcionado por un Equipo Interdisciplinario: El equipo asistencial cuenta además con la presencia de voluntarios cuidadosamente seleccionados, entrenados y supervisados por el hospicio, formando un grupo integrado cuya característica fundamental es la comunicación abierta y clara, trabajando juntos a todo lo largo del curso del cuidado del enfermo, buscando vías creativas para satisfacer las necesidades de los pacientes y sus familias, y haciendo uso de los recursos familiares y comunitarios existentes.
    (4) Se respeta el Estilo de Vida del paciente y su familia: Las características del cuidado son generalmente señaladas por el paciente y su familia, basados en una discusión abierta con los miembros del equipo de tratamiento. La persona y la familia son consideradas de forma total, en todas sus dimensiones (física, social, espiritual, psicológica y económica); cada persona es un individuo, y usualmente le toma tiempo al paciente confiar y compartir sus esperanzas y temores con los miembros un equipo asistencial que, conscientes de ello, acepta la variabilidad individual y el concepto del “interlocutor elegible”.
    (5) El Hospicio facilita la Comunicación: Bajo la tensión de una enfermedad grave, la comunicación de los individuos sufre. El hospicio se esfuerza en mejorar el nivel y la calidad de la comunicación dentro de la Unidad paciente/familia, así como entre estos y los proveedores del cuidado. Por otro lado, se está alerta a la tendencia de algunos pacientes y familiares a fomentar un paternalismo benevolente en sus cuidadores. Como prioridad, se reconoce la necesidad de ayudar a los pacientes en su participación en las decisiones que afectan su cuidado. Se estimula, además, el desarrollo de objetivos razonables para la mejoría del dolor y otros síntomas, ya que la no mejoría física y emocional del paciente erosionan su autonomía si sus objetivos particulares no son realistas.
    (6) El Grupo paciente/familia es la Unidad de Cuidado: El hospicio se esfuerza en preservar la unidad de la familia como cuidadores y asistentes primarios del paciente: ellos son a su vez recipientes y co proveedores del cuidado. A la familia se le enseña y estimula en asistir y proporcionar el cuidado rutinario en su domicilio, y se desestimula la conspiración del silencio, siempre y cuando las condiciones y circunstancias del enfermo exijan una comunicación clara de su situación real y/o las consecuencias de esta conspiración sean mayores que sus beneficios, particularmente cuando genera mayor angustia y dolor en el enfermo y en la propia familia. Se reconoce además la necesidad del familiar de descansar de una responsabilidad de 24 horas/día y se le ofrece un soporte de respiro. El retiro abrupto del apoyo a la familia en el tiempo de la muerte de su ser querido no coincide con los objetivos del cuidado tipo hospicio.
    (7) Se enfatiza el Cuidado en el Domicilio: Si bien algunos pacientes pueden requerir una corta hospitalización, la mayor parte del cuidado es dispuesto en el domicilio. No obstante, la hospitalización prolongada, a petición del paciente y/o de la familia  siempre y cuando las condiciones que la exigen sea razonables para el bienestar del enfermo y la salud de la familia , es también una de las posibilidades ofrecidas por este tipo de cuidado.
    (8) El Seguimiento del Duelo es esencial: Las reacciones de pérdida varían grandemente dependiendo de un número de circunstancias que incluyen la edad de los supervivientes, su participación en el cuidado del paciente, la duración de la enfermedad terminal, la aflicción anticipatoria, sus sistemas de soporte internos y externos, entre otros. Aun cuando la aflicción normal y el duelo usualmente no requieren intervención profesional, los sistemas de facilitación del duelo e identificación de los casos de alto riesgo de reacciones anormales han probado ser efectivos para muchos supervivientes. El cuidado tipo hospicio estimula el seguimiento del duelo, habitualmente durante todo el primer año después de la muerte del paciente.

    El Modelo hospicio, por otra parte, enfatiza la elaboración conjunta -equipo/familia- de objetivos realistas en la programación de los cuidados y el control de los síntomas:

    * Los objetivos razonables favorecen la Calidad de Vida, y la esperanza en el logro de estos es siempre una posibilidad escalonada, mayor que cero. Con todo, la esperanza del moribundo es también un suceso dinámico, que cambia según sus circunstancias. Es por lo tanto necesario replantearla según sea el proceso de ir muriéndose y los objetivos que el paciente se plantea: en principio, puede ser la curación; más adelante, la autonomía; posteriormente, el control del dolor, y, finalmente, el sueño y el reposo. La esperanza puede ser revisada, pero la confianza, una vez empañada o rota, no es fácil de restaurar.

    * Los objetivos no razonables terminan por erosionar la confianza del paciente y de la familia [no olvidemos que el enfermo es un “experto” en promesas no cumplidas]. El paciente con enfermedad avanzada puede aferrarse a una esperanza que los asistentes juzgan no razonable. Por otra parte, algunas veces tendemos a confundir la esperanza con la negación y sentimos la urgencia de forzar la confrontación con una realidad que anula cualquier esperanza. El hospicio es respetuoso de la esperanza y de la realidad y reconoce que no es necesariamente patológico mantener la esperanza aún frente a una catástrofe segura.

    Las unidades de cuidados paliativos en el contexto hospitalario  con una media de 2 3 camas por cada cien de enfermos agudos  admite distintos pacientes cuya característica común asiente en que cualquier tratamiento ulterior que tienda a modificar la historia natural de la enfermedad es inadecuado; tienen prioridad para su admisión los enfermos que reciben asistencia domiciliaria y los ingresados en otros servicios del hospital que presentan dificultades en el control de los síntomas o problemas psicosociales. Como se ha señalado en las prioridades del hospicio, algunas veces se considera como indicación para el ingreso el bienestar de la familia, que puede así recuperarse y obtener beneficios de un reposo temporal en sus 24 horas/día de cuidados continuos.

    El proceso de admisión tiende a crear una atmósfera familiar que permita al enfermo sentirse acogido como persona en un lugar que pretende ser “una casa fuera de casa”, lo cual, a nivel organizativo y físico, suele significar libertad de horario de visitas, animales de compañías y facilidades de cocina y alimentación preferida por el paciente.

    El Servicio de Asistencia Domiciliaria suele estar destinado tanto a los enfermos en lista de espera para el ingreso en la unidad como para los dados de alta y aquellos que aún siguen en tratamiento antitumoral. La asistencia prestada se extiende desde el control de los síntomas a cualquier otro problema de orden psicológico, espiritual, económico y práctico, con la ayuda de todos los componentes del equipo. La finalidad fundamental de este servicio consiste en mantener al paciente en su domicilio el mayor tiempo posible, e incluso morir en su propia cama si así lo desea, y proporcionar ayuda y apoyo a la familia.

    De Conno describe los principios generales de la asistencia domiciliaria de la siguiente forma:

    (1) Ayuda a la familia psicológica y materialmente durante el período que antecede a la muerte; (2) Obtiene la colaboración de la familia como parte integrante del equipo que se ocupa del enfermo; (3) Acepta y se adapta a los requerimientos del enfermo y familiares; (4) Humaniza la asistencia para hacer más dignos los últimos días de vida, llenándolos de plenitud y significado hasta el último instante; (5) Promueve encuentros entre los familiares y los demás miembros del equipo para elaborar conjuntamente las mejores estrategias dirigidas a resolver los problemas presentes y futuros, con objeto de mantener al máximo nivel posible las facultades del enfermo que van declinando progresivamente; (6) Evaluación continuada de los sín-tomas y posibilidad de ingreso en la unidad de cuidados paliativos para un control más satisfactorio de los mismos; (7) Participar como elementos claves en los inevitables momentos de desconsuelo y depresión de los familiares antes y después de la muerte del enfermo; (8) Seguimiento del duelo, y (9) Realizar una acción de formación permanente con todos los asistentes, las organizaciones sociales y las instituciones con las que se entra en contacto en el curso de la actividad asistencial.

    El Servicio de Consulta y Asesoría visita a los enfermos en el hospital o en su domicilio, a petición de los asistentes (médico y/o enfermera encargados del cuidado inmediato del enfermo), con la finalidad de ayudar y asesorar sobre el control de los síntomas y preparar a los pacientes para los tratamientos sucesivos y para un eventual ingreso en la unidad. También es de su competencia la enseñanza de los principios de la asistencia paliativa, tanto al médico hospitalario como al de ambulatorio, y organiza grupos de encuentro y discusión para mejorar la calidad de las relaciones con los familiares.

    Las tareas fundamentales del servicio de consulta y asesoría se dirigen a reconocer y resolver algunas situaciones de dificultad social y/o ambiental, adecuar la dosis de analgésicos a los requerimientos del paciente, remitir al médico responsable (de cabecera o de familia) todas las situaciones difíciles, ofrecer al paciente un cuidado continuo que desmitifique cualquier sensación o pensamiento de abandono, compartir todas las experiencias en el trabajo con los enfermos y sus familias en reuniones periódicas semanales, y coordinar las actividades de los voluntarios con su responsable.

    En este orden de cosas, es preciso identificar los principios que subyacen al cuidado y asistencia del hospicio, una vez que su opción ha sido considerada, y evaluar si ellos pueden ser aplicados en otras áreas de la salud. Como señala Ahmedzai, para el paciente y para sus cuidadores la pregunta importante es: )puede el hospicio ayudar a recuperar, o al menos preservar, una calidad de vida que rápidamente empeora? En tal caso, el cuidado tipo hospicio es la opción más apropiada a la muerte negociada ya mencionada, y la alternativa más humana en la asistencia de estos enfermos. En caso contrario, se hace preciso re-evaluar los objetivos y planteamientos iniciales y proceder a su correcta administración.

    El movimiento a favor de la eutanasia ha ido creciendo paralelamente a la implantación de los modelos tipo hospicio; ambos conceptos tienen raíces históricas profundas, pero solo a partir de 1960 ambos movimientos han tenido un gran apoyo por parte de opinión pública. Desde finales de la década de los sesenta, con la fundación oficial del primer hospicio, se ha polemizado mucho sobre la necesidad de la eutanasia, una vez implantado este tipo de cuidados.

    Los defensores de la eutanasia sostienen que ambas opciones son importantes para el enfermo moribundo; en realidad, los miembros de ambos movimientos coinciden en muchos aspectos, sin embargo, los promotores del movimiento hospicio consideran innecesaria la eutanasia gracias al perfeccionamiento de las técnicas para controlar el dolor y otros síntomas, mediante una compleja variedad de medicamentos y abordajes.

    No obstante, los defensores de la eutanasia mantienen que tal opción no es tan sencilla, ya que el dolor y otros síntomas que producen gran angustia, aunque, si bien, pueden controlarse o disminuirse en gran medida, no pueden eliminar las consecuencias psicológicas. A pesar de ello reconocen que la permanencia en el hospicio es una alternativa más aceptable que muchas otras.

    Ambas posturas reflejan más bien la presión que existe sobre el problema de “cómo morir y dónde morir”; no puede pretenderse que el problema del ir muriéndose tenga una sola solución.

    La asistencia tipo hospicio no es ciertamente la única alternativa para todos los enfermos moribundos. Simplemente es otra alternativa para el paciente y su familia. El factor más importante en la elección de este cuidado es la satisfacción de las necesidades del paciente y su familia; hay enfermos que a pesar de las complicaciones que el hospital puede interponer a su ir muriéndose se sienten más seguros y cómodos en dicha institución. De igual forma, hay familias que prefieren y se sienten más cómodas dejando la responsabilidad del cuidado de su ser querido al ambiente y personal hospitalario.

    7. Conclusión

    “Nadie muere de otra cosa que de su propia muerte. Piensa, además, que sólo morimos en el día que nos corresponde. Y no pierdas el tiempo muriéndote, porque lo que dejas te es extraño”
    (Séneca, carta LXIX).

    Como hemos visto, con anterioridad al siglo XX se escribió muy poco sobre el cuidado de los moribundos. Las enfermedades producían más muertes, sobre todo de forma más aguda que en la actualidad, especialmente debido a la ausencia de fármacos apropiados, de agentes quimioterápicos y de los sofisticados procedimientos médicos actuales. Es cierto que la muerte se producía antes. Sin embargo, los adelantos tecnológicos de este siglo han transformado drásticamente esta situación en sólo una cuantas décadas. Las enfermedades infecciosas, que antes amenazaban la existencia, ahora pueden curarse y las enfermedades crónicas y degenerativas se han convertido en las causas predominantes de la muerte, junto al mal de las sociedades industrializadas y civilizadas del siglo XX, la violencia, el hambre y los accidentes de tráfico.

    Estos adelantos tecnológicos, a su vez, han tenido una gran influencia en la asistencia de los enfermos y moribundos, y, por la disposición de estos, en el lugar físico de la muerte. En los casos en que su aplicación no ha evitado la muerte, ha contribuido a variar la forma de morir, para bien o para mal.

    En los años cincuenta, las técnicas que se habían desarrollado con el propósito de servir a los intereses humanos  y que a menudo obtenían resultados brillantes , empezaron, desde el punto vista moral, a prescindir de las prioridades humanas e incluso a desplazarlas, pudiendo el sujeto “consciente” llegar a estorbar la eficacia técnica a nivel mecánico (p.ej. respirador mecánico en las UVI), precisando entonces “anular” la conciencia del individuo para su correcto funcionamiento. De esta forma, los intentos de la medicina por prolongar la vida condujeron a un concepto cada vez más positivista y mecanicista del hombre, considerado ya como una máquina biológica, al igual que lo fue a finales del siglo XVIII.

    El significado de la vida y la muerte ha llegado a adquirir, gracias a la tecnología, un concepto puramente técnico. Así, en las propuestas más recientes para definir la muerte, la personalidad, la memoria y las emociones no se consideran factores relevantes a la hora de decidir si una persona está técnicamente muerta: el antiguo conclamatio ha sido sustituido por un estetoscopio.

    No hay duda que la tecnología a cambiado la forma de morir, y con ello, la actitud del médico; en las facultades de medicina se les enseña a los estudiantes a utilizar la tecnología  y a su vez la relación objetal parcial con el enfermo  a consecuencia de una sobrevaloración de los logros científicos, del temor a las denuncias judiciales, de los métodos de indemnización, de las prioridades nacionales (Salud para el Año 2000) y del temor a la muerte. Como se ha dicho, pocas veces se enseña lo que hay que hacer  puesto que desde el punto de vista tecnológico así es  cuando ya no hay nada que hacer por la enfermedad de un paciente.

    El médico está sujeto a presiones similares: para estar a la altura de lo que el enfermo espera de él, a menudo va más allá de lo necesario o deseable.

    Una vez finalizados sus estudios, la mayoría de los médicos optan por la especialización. Ello significa que, a diferencia de la antigua relación que existía entre el paciente y su médico, en la que el enfermo y su patología se abordaban en conjunto, hoy en día el médico tiende a explorar el área específica que le interesa, el órgano o el funcionamiento de la parte del cuerpo que le corresponde como especialista. Desde el punto de vista económico y, para algunos, dentro de la misma jerarquía médica, el médico general, habitualmente utilizado como referencia de una medicina humanizada, paradójicamente a perdido valor, tanto económico como científico: el ser humano en cuanto que persona ya no que enfermedad, es poco atractivo científicamente y poco rentable desde el punto de vista económico.

    Aun cuando el enfermo con patología terminal acabara muriendo, en muchos casos esta muerte sobreviene después de una agresiva intervención médica. Si bien muchos de los sistemas y técnicas disponibles para el tratamiento de las enfermedades son de gran utilidad, con demasiada frecuencia se emplean porque están ahí, y porque suelen apoyar la creencia de que es posible esquivar la muerte de forma indefinida.

    Mientras sigamos creyendo que tratar equivale a curar, no estaremos en condiciones de enfrentarnos con los problemas del enfermo moribundo. Por consiguiente, muchos moribundos no sólo estarán aislados sino también hipertratados mediante aparatos y técnicas diversas y no a través del contacto humano.

    Cuando el paciente sigue aferrándose a la vida, queda todavía una cuestión por resolver: )En qué momento puede éste rechazar el tratamiento y decir basta? En Estados Unidos, al parecer, muchos enfermos se han atenido a las declaraciones que hizo el papa Pío XII en 1957 acerca de la diferencia entre medios ordinarios y extraordinarios para decidir cuál es el tratamiento más apropiado. Para algunos, los “medios ordinarios” son aquellos tratamientos, medicamentos y operaciones que ofrecen una esperanza razonable de recuperación, y que pueden ser utilizados sin demasiados gastos, sufrimientos o cualquier otro inconveniente; los “medios extraordinarios” incluirían aquellos que ocasionan siempre demasiados gastos, sufrimientos o demás inconvenientes, o que no ofrecen una esperanza razonable de recuperación.

    Aunque los intentos por definir los distintos tipos de tratamiento son admirables, se prestan a muchas interpretaciones, ya que es evidente que lo que puede ser costoso, doloroso o inconveniente para un paciente puede no serlo para otro. De la misma forma, lo que un enfermo pude considerar como ordinario, otro puede considerarlo extraordinario. La ambigüedad de estos términos ha hecho que muchos autores recomienden su no utilización hasta no tener una definición clara de lo que los mismos pretenden especificar.

    Para Twycross y Lack (1983), el tratamiento médico es como una línea continua en uno de cuyos extremos está la asistencia para curar al enfermo, en el centro los cuidados paliativos, y en el otro extremos el control de los síntomas; esta línea continua de tratamiento, con los tres elementos descritos, no establece límites dentro del mismo que per-mitan la desafortunada costumbre de “etiquetar” al paciente con uno u otro tratamiento. Por el contrario, es la situación del enfermo la que dicta la pauta a seguir.

    Si frente a situaciones orgánicas límite pretendemos mantener una “vía venosa abierta y permeable” ante cualquier eventualidad posible, )por qué, en idéntica situación, nos resistimos a mantener una “vía emocional” abierta y permeable? Quizá esto proviene, entre otras cosas, del desconocimiento del paciente moribundo, y del concepto que actualmente tenemos del médico con espíritu científico, donde el enfermo es ya un “cuerpo muerto”, ya en cierto modo un “cadáver” portador de enfermedad. De esta forma, cerramos la vía de comunicación y asistimos, de una u otra forma, a un proceso de vivir en solitario, incomunicado, en lo más esencial para el enfermo: su propia muerte (Soria y Montoya, 1990).

    A pesar de nuestra conciencia de “morir desde el momento en que nacemos”, considerada por algunos como la más profunda conciencia de lo humano  la dolorosa verdad de la finitud de la propia existencia que es sentida por todos los hombres , la sociedad occidental emplea generalmente la palabra “moribundo” para designar una clase muy restringida de estados y personas, y gracias a ello, al menos en parte, no enfrentamos un gran conflicto cuando decimos de alguien que “se esta muriendo”, si bien no admitimos este hecho respecto de nosotros mismos. Es importante señalar que las afirmaciones “está muerto” y “se está muriendo”  así como las variantes lexicográficas del ambiente hospitalario  son el producto de procedimientos de determinación, es decir, constituyen el resultado de indagaciones más o menos detalladas, emprendidas por individuos implicados de hecho en las consecuencias que el descubrimiento de tales resultados permite prever (Sudnow, 1971).

    “Nos proponemos largas travesías y un lejano retorno a la Patria, después de haber recorrido playas extranjeras; nos prometemos campañas militares y las remotas recompensas de los méritos de guerra, gobiernos de provincia y ascensos de cargos, y, mientras, llevamos la muerte a nuestro lado, en la cual sólo pensamos en la persona de los demás (…)” (Séneca, carta CI).

    Desde el punto de vista sociológico, “estar muerto” o “muriéndose” significa ser así considerado por aquellos que rutinaria y legítimamente se hallan implicados en las determinaciones de estos estados y establecen cursos de acción, tanto para otros como para sí mismos, sobre la base de estas determinaciones. Sin embargo, no parece haber un acuerdo claro sobre lo que es un paciente terminal.

    Para Sudnow, el “morir” comienza a manifestarse en determinadas situaciones en el curso de una vida, a pesar de la proposición existencial de que estamos muriendo desde que nacemos, y cualquiera que sea la base médica de este reconocimiento, hay muchos aspectos en que la mayoría de los criterios del concepto de morir se relacionan con consideraciones explícitamente sociales.

    El concepto Enfermedad Terminal es difícil de definir; correctamente, como señalara De Conno, se trataría del estadio en el que “no se puede hacer nada más”. Esto es cierto en cuanto a la enfermedad causal se refiere, sin embargo, cuando englobamos al enfermo  sujeto moribundo  dentro de tal definición, parece más apropiada y menos vaga la definición de Lasagna (1970): “estado de enfermedad cuya presencia provoca en la mente del médico, del paciente y de la familia, una expectativa de muerte como consecuencia directa de la misma enfermedad”.

    De este modo se confirma un grupo de enfermos cuya supervivencia puede variar desde pocas semanas a algunos meses y en los que las terapias oncológicas (o farmacológicas) específicas o tratamiento activo dejan paso a un tratamiento paliativo; De Conno establece cinco criterios para limitar la continuación de los tratamientos causales (enfermo terminal):

    (1) Pronóstico inferior a dos meses;
    (2) Estado físico (perfomance status) menor de un 40%, valorado por la escala de Karnofsky;
    (3) Insuficiencia de órgano (pulmonar, renal o hepática);
    (4) Pérdida de la colaboración del paciente o la familia;

    (5) Resistencia del tumor a la terapia antiblástica.

    González Barón y Colb. (1989) hablan de la enfermedad terminal como el estado clínico que provoca expectativa de muerte en un breve plazo: dado que la situación del enfermo terminal viene producida o acompañada de una serie de síntomas que pueden producirse por distintas etiologías, pensamos que es más correcto referirnos al “Síndrome de Enfermedad Terminal”. Sus criterios diagnósticos incluye:

    (1) Enfermedad causal de evolución progresiva;
    (2) Estado general grave (inferior al 40% en la escala de Karnofsky);
    (3) Pronóstico de supervivencia inferior a un mes;
    (4) Insuficiencia de órgano;
    (5) Ineficacia comprobada de los tratamiento;
    (6) Ausencia de tratamientos alternativos útiles;
    (7) Complicación irreversible final.

    En la II Reunión de Trabajo sobre Cuidados y Tratamientos Paliativos al Enfermo Terminal (Valencia, 5 de Octubre de 1990), se consideraron cinco criterios para definir el Cuidado terminal:

    (1) Ausencia de tratamiento antineoplásico capaz de detener el proceso;
    (2) Expectativa de vida corta, menor de dos meses;
    (3) Signos y síntomas múltiples y cambiantes;
    (4) Progresión rápida de la enfermedad con repercusión emocional;
    (5) Presencia implícita o explícita de muerte en el propio paciente.

    Para otros, “terminal” hace referencia a no más de seis a doce meses en tal situación, aunque suele ser muy difícil establecer tal paso: de curable a incurable. Para Linn y Colb. (1982), la enfermedad terminal (“end stage”) es definida como una situación de incurabilidad debida a metástasis objetivadas a órganos distantes o tejidos y cuya supervivencia es menor de doce meses.

    Como puede verse, la situación no es tan fácil de definir, y, si bien, algunos se centran específicamente en cuestiones somáticas relacionadas a la enfermedad y/o tratamiento, otros añaden criterios relacionados al paciente en cuanto sujeto.

    Cabe señalar que al igual que la “muerte social” antecede a la “muerte real” en toda situación de moribundez, la “terminalidad” es siempre y primeramente una circunstancia social antes que individual. Partiendo de ello, se considera “enfermedad terminal” aquella situación que suscita una expectativa de muerte, a corto plazo, en el entorno más inmediato del individuo portador de tal circunstancia, de por sí incurable. El “enfermo terminal” sería, entonces, el sujeto adscrito a tal situación.

    El criterio “tiempo”  o expectativa de vida  parece ser muy complejo, y quizá insoluble, como se refleja en los distintos tiempos de supervivencia señalados por los autores antes citados. El problema parece más bien deberse a la imbricada relación que existe entre tiempo y muerte, considerados por algunos como eufemismos de un mismo concepto: el sello de la limitación que toda la especie humana lleva desde su llegada al mundo, utilizando las palabras de Nestares Guillén.

    “En esta carrera rapidísima del tiempo, primero perdemos de vista la infancia, después la adolescencia, después aquella edad, como quieras llamarla, que media entre la juventud y la ancianidad, puesta en los confines de estas dos; después los mejores años de nuestra senectud; sólo al final comienza a anunciar el acabamiento común a todo el linaje humano. Somos tan insensatos que lo tomamos por un escollo, cuando en realidad es un puerto al cual un día u otro tenemos que arrumbar, que nunca hemos de rechazar y al cual, si alguien llega en sus primeros años, no debe quejarse más que un pasajero de haber hecho una rápida travesía” (Séneca, carta LXX).

    De esta forma, la expectativa de vida, esto es, el tiempo de supervivencia, es un criterio básicamente subjetivo, propio del enfermo, y sólo en estos términos debería ser considerado. Es probable que, como nos lo recuerdan Vallejo Nájera y Olaizola (1990) en los cuatro estadios del ir muriéndose, cuando las expectativas del individuo cambian de su entorno social a su entorno familiar y domiciliario más inmediato, en virtud de las limitaciones propias de una enfermedad progresiva, el factor tiempo confiera ya el carácter de terminalidad a la enfermedad del paciente. Cualquier otra consideración de supervivencia raya en lo especulativo y limita y condiciona las posibilidades de acción y comunicación con el enfermo.

    Para Sudnow, las bases médicas, biológicas y fisicoquímicas para determinar que una persona está “moribunda” no son del todo claras: “notar la muerte” es un tipo de actividad conceptualmente muy diferente de la de notar una hemorragia o fibrilaciones, o bien emplear una categoría de enfermedades por un lado y de los estados y procesos biofísicoquímicos por el otro: “morir no es, al menos en el sistema de medicina norteamericano, una respuesta apropiada a preguntas del tipo de )qué tengo, doctor? Así, morir es esencialmente un término predictivo”.

    Como bien señala J. Motlis (1989), el adjetivo terminal significa término, final:

    “)Podemos predecir el final, el término de algo o alguien? )terminal es final? )es ella correcta, exacta? )cuándo un paciente es terminal? )cuando se haya en estado de coma prolongado, o en insuficiencia cardíaca grave, o con un cáncer y múltiples metástasis? O sea, nosotros, el equipo médico, lo calificamos terminal, )basados en qué? )en la gravedad de sus síntomas y signos? )en la prolongación de un estado que requiere cuidados de enfermería especiales? O, simplemente, )en un diagnóstico o estadísticas que a veces contribuyen a la verdad?”

    Sudnow dice textualmente al respecto:

    “Quizá no resulte del todo imposible imaginar una situación donde “morir” no sea un asunto del que se ocupen las personas, donde ésta simplemente muera por diversas razones, y donde, el momento de la muerte, no se pretendiese localizar retrospectivamente; donde sería extraño intentar establecer el momento en que se inició la muerte y, por ejemplo, establecer que “comenzó a morir en tal año”. El concepto filosófico de que se “comienza a morir cuando se comienza a vivir”, pareciera relacionarse con este proceso de localización arbitrario, sino sin sentido de la muerte”.

    Si tenemos en cuenta lo que morir, moribundo, muerte, terminal implican como procesos para los médicos dentro del mundo del hospital y la medicina, parece que tienen muy poco en común con las actividades, actitudes y comportamientos, ya sea anticipatoriamente organizados o no, por el paciente y su familia, para quiénes la cuestión “tiempo” tiene una vivencia totalmente diferente.

    Es pues improbable, y quizá incorrecto, establecer desde nuestro punto de vista un “tiempo de moribundez” que no englobe el tiempo del propio paciente. Si bien el acuerdo puede ser negociado o tácito, es primordial contar con el paciente  sus vivencias, su circunstancia, sus expectativas y esperanzas , así como con su familia, para encontrar un momento en el cual nuestra postura frente al sujeto enfermo se corresponda a la de los individuos involucrados en el proceso de moribundez.

    Aunque el objetivo de que el enfermo que va a morir acepte su situación de modo que lo que le quede de vida, y aún el mismo proceso de su muerte, no carezca de sentido humano, no sea una tarea exclusiva del médico, es preciso desconfiar de los objetivos que pretendemos que el paciente alcance, ya que estos nos podrían dar lugar para forzar al paciente a conseguirlos. Nadie tiene porqué forzosamente aceptar o “llevar bien” su propia moribundez; el propósito es asistir al proceso mismo de ir muriéndose, de tal manera que el paciente encuentre sus propios objetivos, tanto si acepta su muerte como si no: tratar de que el paciente nos permita acompañarle, en su tiempo y su vivencia, durante los últimos días de su existencia; esto debe ir acompañado, por supuesto, de nuestra propia aceptación y conformidad de acompañarle.

    Con todo, y como dice Ahmedzai, aún dentro del concepto Británico de Hospice, el uso de términos tales como “cuidado paliativo”, “continuo”, “terminal”, como sinónimos o eufemismos unos de otros, no revela la diversidad subyacente de aproximaciones. Si bien es aceptable que dentro de la filosofía del sistema hospicio el cuidado terminal tenga una significación conceptualmente muy diferente, corre el riesgo de estigmatizar y minimizar unos cuidados y tratamientos que siguen siendo tan médicos y de enfermería como cualquier otro, salvo que el sujeto de los mismos  como sucede con toda etapa del ciclo vital  es biológica, afectiva y humanamente diferente.

    La complejidad de nuevas e innovadoras técnicas demuestran el modo en que la tecnología a confundido los términos relativos al tratamiento adecuado, especialmente cuando se trata de enfermos comprometidos en el proceso de ir muriéndose. En muchos casos no existen directrices fijas para decidir que es lo más conveniente.

    Si bien en las últimas décadas se ha logrado determinar el problema de la muerte, ha primado ante todo el punto de vista estrictamente biológico, para horror de moralistas y de otros. Así, algunos hospitales Norteamericanos, a fin de evitar abusos en el tratamiento y en los métodos de reanimación cardiopulmonar, admiten “disposiciones de no-reanimación” para pacientes que, de otra forma, serían reanimados sin tener una esperanza de vida razonable; ciertamente no es un problema fácil de resolver, y para ello, para evitar esta confusión, tanto el paciente como el personal médico deberán discutir con anticipación el tratamiento a seguir y hasta donde se debe llegar, siempre que ello sea posible.

    La “muerte negociada” y el “código lento” (lo cual significa que no hay que precipitarse a la hora de adoptar medidas de resucitación para salvar a un paciente) son situaciones que pueden parecernos extrañas, pero que, sin embargo, son de vivencia diaria en la práctica médica hospitalaria y, tal vez, en la ambulatoria. Mientras no existan reglamentos precisos, mientras los hospitales no establezcan normas fijas que protejan las necesidades de los pacientes y sus familias y mientras no se nos eduque en cuestiones tanatológicas, viviremos de forma individual y soterrada nuestras propias angustias, temores e impotencias ante la muerte del otro.

    “Muchas veces tenemos que morir por deber y no lo queremos; tenemos que morir por fuerza y no lo queremos. No hay nadie tan ignorante que no sepa que un día u otro habrá de morir, pero cuando ve vecina la muerte le vuelve la espalda, tiembla y llora. )No te parecería el más necio de todos aquel que llorase por no haber vivido mil años atrás? (Séneca, carta LXXVII).Tengo por cierto que serías más valeroso si contigo murieran muchos miles de hombres; pero muchos miles de hombres y de animales rinden su espíritu en el momento en que tú lo rindes. )Y tu no pensabas que tenías que llegar algún día allí donde en todo momento te encaminabas?” (Séneca, carta LXXVII).

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