MATERIAL BIBLIOGRÃFICO
Acerca de la Dependencia Psicológica – Primera Parte
Una tarde apacible de verano, ver llover sobre las plantas, en la galería de la casa. Caminar descalzo sobre el césped recién cortado. Sentarse a comer ese plato favorito en la compañía deseada. Deslizarse con el auto por la carretera escuchando la música de mi juventud. La dulce e intensa intimidad de una noche amorosa que se demora hasta el amanecer. El sobresalto al leer, ensimismado, viajando en el metro, el remate rotundo de ese poema de Borges. El aroma del café, que está siendo preparado para mí, percibido apenas, mientras no acabo de remolonear en la cama.
Experiencias de placer. Momentos ajenos al dolor y al deber, guardados por la memoria como representantes de la felicidad. Hay quien asegura que la felicidad es eso, un registro de la memoria: nos damos cuenta que hemos sido felices.
Detenerse en el placer, demorarlo, anticiparlo, provocarlo, intentar repetirlo, ¿qué tiene eso de malo? O es acaso que debiéramos procurarnos el dolor, eso que la vida trae sola y sin ayuda. O sólo atender al deber y la obligación, acreditando activos en una cuenta, que vaya a saber cuándo y en qué condiciones pasaremos a cobrar.
Es fácil evocar en casi cualquier persona la experiencia del placer a partir de los ejemplos que imaginamos más arriba, todos ellos tienen algo de universales. No obstante el placer nos llega muchas veces por vericuetos enrevesados. Si lo observamos detenidamente veremos que muchísimas cosas y situaciones nos pueden provocar placer, y, con el debido adiestramiento, casi todo puede llegar a ser placentero, hasta el sufrimiento mismo, hasta lo destructivo. ¿Cómo es esto posible? Se trata de uno de los problemas más complejos que ha enfrentado la Psicología desde sus inicios, y resolverlo, aún parcialmente, ha desvelado a muchos estudiosos, hasta el día de hoy. Hay cosas que nos gustan, y que además nos gusta que nos gusten. Los atardeceres sobre el mar por ejemplo. Nos gusta reconocernos y ser reconocidos como personas sensibles, capaces de conmoverse por los matices del naranja y el rojo del sol hundiéndose en el mar. Hay cosas que no nos gustan, pero nos gustaría que nos gustasen, la música contemporánea podría ser el caso. Eso nos mostraría como personas cultas, de intereses estéticos diversos, capaces de encontrar la belleza donde todos hallan ruidos incomprensibles. Hay cosas que nos gustan, a veces muchísimo, pero no nos gusta que nos gusten, como ese programa chabacano de la TV, o hurgarnos con la lengua la oquedad de una muela. Demuestra que tenemos aspectos que juzgamos tontos u ordinarios y no nos gusta mostrarlos. Mantenemos así, una colección privada de placeres secretos, casi nunca compartidos. Vemos entonces, que la relación con nuestro placer es a veces armónica y a veces conflictiva. Muchas veces no acuerdo con ese placer intenso que siento surgir desde una profundidad en mí que no quiero reconocer como propia.
Hay también en el placer un elemento que debemos considerar, y es lo que llamábamos antes el adiestramiento o la educación para el placer. A todos nos gusta espontáneamente, desde niños, lo dulce, pero los sabores amargos o ácidos de algunas bebidas o alimentos, debemos aprender a gustarlos, probándolos de a poco, hasta que logramos apreciarlos intensamente. Puede suceder que algo llegue a gustarnos sólo después de un largo aprendizaje que incluye un gran esfuerzo, emprendido tan sólo porque estamos convencidos que aquello es algo bueno, bello o muy nutritivo. Por ejemplo, disfrutar de poder correr diez kilómetros, o de tocar la serie completa del Clave Bien Temperado de Bach. Curiosamente, también puedo entrenarme, con gran ahínco, para encontrar placer en producirme pequeños cortes con una navaja en el antebrazo, si tengo éxito los cortes serán cada vez mayores. ¿En qué momento de mi historia y bajo cuáles circunstancias logré anudar el goce con esa actitud autodestructiva? Difícil saberlo, pero es harto frecuente hallar situaciones humanas en las cuales el placer, el dolor y la autodestrucción se hallan entretejidas en una trama de apariencia indisoluble. El placer es â??hacia la vidaâ? en algunos de nuestros ejemplos, y â??hacia la muerteâ? en otros. Parece ser, entonces, que sólo el placer, él y por sí mismo, si bien necesario, no es suficiente para informarnos acerca de aquello, que a falta de una expresión mejor, llamaremos â??lo bueno de la vidaâ?.
La psicología nos ha enseñado, desde hace mucho tiempo, que existe una tendencia espontánea y universal en nuestro psiquismo que alimenta la esperanza ilusoria de mantener estables e indefinidamente prolongados en el tiempo, estados carentes de conflictos y por lo tanto de sufrimiento. Estados en los cuales todos nuestros deseos pueden cumplirse sin generar desacuerdos ni confrontaciones de ningún tipo. Esta fantasía infantil, anidada en lo profundo de nuestra mente inconsciente, se resiste a incluir la alternancia entre placer y dolor como una regla básica del estatuto de la existencia humana. Llevar esta convicción al extremo, suele conducir a las personas a atrincherarse en las mil variantes de los paraísos artificiales, algunas más peligrosas que otras. Al cabo, el dolor que se intentó evitar, irrumpe multiplicado e inmanejable. Esta creencia, a todas vistas un poco loca, forma parte de la raÃz y naturaleza de nuestro ego. Han sido las psicologías derivadas del pensamiento de algunas de las culturas de Oriente quienes mejor nos han señalado la vía de salida de esta trampa ilusoria, al enseñarnos que tanto el placer como el dolor son experiencias alternantes e impermanentes, que deben ser transitadas (no descartadas sino trascendidas) para alcanzar la verdadera naturaleza de nuestro ser.
Los seres humanos somos muy complejos. Si nos comparamos con nuestros hermanos los animales, esa complejidad de nuestro funcionamiento mental y de nuestro comportamiento la vemos proviniendo de una mayor complejidad en el desarrollo cerebral. A medida que esa complejidad fue desplegándose en el comportamiento y en la cultura, la satisfacción de las necesidades y la obtención de placer fue haciéndose cada vez más sofisticada y comenzó a alejarse de los primitivos objetos y situaciones capaces de proporcionar satisfacción. Así es como el puro hambre biológico dio lugar a los diversos y refinados apetitos satisfechos por el arte culinario, o como el ritmo de la actividad sexual dejó de estar marcado por el celo y la necesidad reproductiva, para devenir en un fin en sí mismo, en el cual la necesidad a satisfacer es la obtención de placer misma. Accedemos así entonces, a lo que Foucault llama el uso de los placeres . La palabra uso , alude a la posibilidad de acceder al placer en la misma forma en que uno lo hace a cualquier instrumento que esta allí para ser utilizado, según mi necesidad y conveniencia: un destornillador, un CD, un automóvil o un software. Semejante posibilidad de manejo del placer implica una verdadera revolución en la historia de los seres vivos, y es exclusivamente humana. Se originan así entonces una nueva serie de problemas y preocupaciones acerca de cuáles son las mejores maneras de administrar y regular ese poder sobre el placer, ya que, tempranamente se advierte que, librado a su antojo puede resultar nocivo. Todas las religiones, sistemas morales e ideologías, cada una en su momento, han tenido algo para decir sobre este espinoso asunto.
Es importante que aclaremos que cuando hablamos de uso en cuestiones referidas a la conducta humana, surge la posibilidad de considerar el pasaje al abuso y a la dependencia . Es así que uso, abuso y dependencia representan un trÃptico de progresivos pasos posibles en la relación de los seres humanos con la búsqueda y administración del placer, y (¡a no olvidarlo!) con la evitación del dolor. Las situaciones de dependencia quedan establecidas cuando la persona comienza a vivir por y para el objeto de su placer. El hombre, a lo largo de la evolución histórica, ha tenido acceso a operar en forma, a veces directa y a veces mediatizada, sobre lo que conocemos hoy en día, desde la neurobiología, como circuitos de recompensa. Los circuitos de recompensa son conexiones estables de nuestro cerebro, cuya activación produce vivencia de placer. Su funcionamiento, aunque no las consecuencias del mismo, permanece por debajo del nivel de la conciencia. Las sustancias desde antiguo conocidas como adictivas (cocaína, heroína, marihuana, etc.) producen (con algunas diferencias) la puesta en marcha de estos circuitos. El uso sostenido de las mismas desarrolla (con variaciones entre las diferentes sustancias) tolerancia (necesidad de aumentar la dosis para obtener igual efecto) y dependencia. La dependencia es algunas veces psicológica (necesidad impostergable de volver a vivir la sensación placentera) y otras veces, además de psicológica, física, ya que las sustancias en cuestión pasan a formar parte del propio metabolismo cerebral, no pudiendo ser interrumpida bruscamente su administración, sino a costo de provocar intensísimos síntomas desagradables, que a veces pueden poner en riesgo la vida (síndrome de abstinencia). Cuando se llega a ese punto el tejido nervioso ya no puede trabajar en ausencia de la sustancia extraña, iniciándose un proceso de deterioro progresivo. Es conocido el experimento hecho en ratas de laboratorio que ilustra la situación. Se implantan electrodos en el cerebro del roedor que al ser activados producen el efecto placentero. Se le enseña al animal a activarlos mediante una palanca que puede accionar con la pata. Llegados a este punto los animales se autoestimulan interminablemente. Dejan de comer y beber y mueren exhaustos. La activación antojadiza de estos circuitos de recompensa es un ejemplo inmejorable de aquella situación humana inmortalizada en la historia del aprendiz de brujo. Un joven estudiante aprende, espiando al viejo brujo, cómo hacer para que los cubos de agua se llenen y vacíen solos, y la escoba barra por sí misma, sin que él deba ocuparse de manejarla. Cuando le toca asear el gabinete echa mano de las palabras mágicas y pone en funcionamiento el hechizo. Todo funciona bien hasta que se da cuenta que no conoce el conjuro para detenerlos. El viejo brujo llega, para frenar el caos, evitando justo a tiempo que el infeliz aprendiz muera ahogado. En la historia de las adicciones, muchas veces el viejo brujo no llega a tiempo.
No obstante los ribetes trágicos que pueden adquirir las situaciones humanas de adicción a sustancias, la historia de las adicciones y la dependencia está menos ligada, en su génesis, al uso de químicos que a la actitud psicológica que hemos caracterizado en este artículo. La utilización de sustancias químicas o alcohol le añade un elemento dramático al complicar la salud corporal en el descalabro, y empeorar el pronóstico, pero el puntapié inicial está dado por una tendencia a resolver los conflictos a través de una actitud infantil regresiva y negadora, a evitar enfrentar el dolor, a conducirse omnipotente y mágicamente con los deseos, a refugiarse en la fantasía de resoluciones ilusorias y evasivas de los problemas que la vida trae. Es así que podemos tornarnos dependientes en una cantidad interminable de situaciones. Podemos establecer vínculos de uso abuso y dependencia, entregando nuestra vida a un vivir por y para el juego, una relación de pareja simbiótica, las compras compulsivas, el trabajo, el sexo, internet, y cuanta cosa se cruce en nuestro camino.
Dr. Alejandro Napolitano
Enero 2006
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