Respaldo de material de tanatología

Leibniz y Dios

    Leibniz, Gottfried Wilhelm

   

    Metafísica y monadología

    Formado en la tradición del aristotelismo escolástico, tras conocer la nueva ciencia mecanicista de la naturaleza y la filosofía contemporánea (Descartes, Hobbes, Spinoza), se aleja muy pronto de dicha tradición. Pero después de un breve periodo de simpatía hacia el atomismo, rechaza también el mecanicismo como perspectiva filosófica, por su incapacidad para explicar la esencia de la materia. No está de acuerdo con reducir la materia a la extensión (res extensa, como pretendía Descartes al restringir los entes corporales a determinaciones geométricas. Para Leibniz el atributo principal de la materia está en la fuerza (vis), y no en la extensión. Con lo cual el mecanicismo cartesiano es reemplazado por el dinamismo. La materia, afirma también contra Descartes, no puede ser infinitamente divisible. Ciertamente Leibniz acepta la existencia de los átomos, pero no los considera últimos constitutivos de la materia, porque, al ser materiales, serían también extensos y por lo tanto divisibles. De ahí concluye que los últimos elementos deben ser elementos entitativos no materiales, que él denomina mónadas (del griego monás, unidad) o átomos formales. Por otro lado, Leibniz se aleja también del monismo panteísta spinoziano al proponer un mundo conformado por la multiplicidad de los seres creados.

    Las mónadas son unidades simples o sustancias simples, indescomponibles e inextensas, de naturaleza inmaterial e infinitas en número. Cada mónada es cualitativamente distinta a las demás (no existen en la naturaleza dos seres absolutamente iguales entre sí). Son unidades de fuerza, pero ninguna puede actuar o influir sobre las demás; las mónadas únicamente se comunican “directamente” con Dios, su creador. Si aparentemente reina entre ellas alguna interinfluencia, esto se debe a esa dependencia causal de Dios -que es la mónada más perfecta y completamente activa- , el cual así lo ha dispuesto (principio de la armonía preestablecida). Se vislumbra aquí el intento de solucionar la difícil cuestión de la intercomunicación de las dos sustancias del hombre: la armonía entre la mónada del alma y las mónadas del cuerpo. Todas las mónadas que pueblan el Universo fueron sincronizadas por Dios desde el momento de su creación. Ocurre, además, que cada una de ellas refleja a todo el Universo desde su particular perspectiva, desde su propio punto de referencia. Entre las mónadas se da un orden jerárquico, dependiendo de la mayor o menor claridad con que cada una refleja el universo, y que se traduce en un mayor o menor grado de actividad interna. En los seres inorgánicos, la representación o percepción es inconsciente, no tienen conciencia de tal percepción. Las mónadas de los vegetales se encuentran en un grado más depurado de percepción, pero confusa, por carecer de memoria. En los animales se da ya una percepción consciente y clara (con memoria). El hombre se encuentra en el grado siguiente, donde la percepción, gracias a la mónada del alma, es autoconsciente, clara y distinta (o sea, racional), lo cual equivale a la apercepción (percepción de la percepción) con capacidad de reflexionar). En este estado se muestra también ya la apetición (apetito por las percepciones claras).

    Leibniz reconoce un grado superior en esta escala para los ángeles (espíritus puros), hasta llegar a la mónada por excelencia (Monas monadum), la percepción absolutamente clara y distinta.

   

   

    Dios y el mundo

    Como Descartes y Malebranche, también Leibniz acude a la existencia de Dios para fundamentar su metafísica. Es Dios quien hace posible nuestra comunicación con el mundo exterior, gracias a nuestra comunicación exclusiva con él por medio de la mónada de nuestra alma. La posibilidad de la existencia de Dios la fundará en las pruebas clásicas, aunque añadiéndolas algunas matizaciones.

    Leibniz se propone demostrar que este mundo, creado por Dios, es el mejor de los infinitos mundos posibles. No debe atribuírsele a Dios, como pretendía Descartes, una libre creación de las verdades eternas, porque también Dios debe seguir el principio de la no contradicción. Contra Spinoza, sostiene que no se da una relación necesaria entre Dios y lo creado, sino de libre elección. Ahora bien, Dios no escoge al azar, sino que prefiere infaliblemente el mejor orden. Leibniz llega a afirmar: “El mundo podría haber sido sin pecado y sin sufrimiento, pero yo niego que en ese caso hubiese sido mejor”. Este es el denominado “optimismo” de Leibniz (sobre el cual Voltaire ironizó en Cándido). No se trata de una actitud psicológica, de un modo de sentir, sino exclusivamente de una tesis metafísica. Sosteniendo la distinción en Dios entre intelecto y voluntad, y la prioridad de aquél respecto a éste, el principal atributo de Dios no será la omnipotencia, sino la sabiduría y la bondad. En cuanto a las objeciones de los hombres motivadas por los males que existen en el mundo, Leibniz se vale del argumento agustiniano, en el sentido de que los hombres, no conociendo más que partes limitadas del mundo creado (que para Leibniz se extiende al infinito), no pueden comprender que lo que aisladamente aparece como un defecto, contribuye en realidad a la armonía y perfección del todo, al igual que una disonancia en el conjunto de un fragmento musical.

Página: http://www.learnlink.emory.edu/SPANCAL/0001B0EC-80000001/0001CC69-80000001/0001D40E-80000001/02499945-00249F0F-02499968