Se autoriza el uso de este material citando su procedencia:
Díaz, C. (2001). La intencionalidad: tú-y-yo. NOUS: Boletín de Logoterapia y Análisis Existencial. (5), 77-99.
LA INTENCIONALIDAD: TÚ-Y-YO
Carlos DÍAZ
La intencionalidad, centro de la fenomenología husserliana
Heredada de la escolástica primero1, y después de Brentano2, la intencionalidad es liberada por Husserl de la oscura caverna de la subjetividad en que la tenía encerrada su maestro, cuyo sicologismo se caracteriza por establecer un hiato entre el mundo de las vivencias y el mundo de la realidad objetiva (no-yo). Por decirlo brevemente, el sicologismo brentaniano sería la antítesis del conductismo sin sujeto. Husserl simplifica la situación afirmando que la intencionalidad es Bewusstsein-von, conciencia-de, no conciencia más de, no conciencia sin de, no conciencia antecedente sino conciencia que es más que conciencia, conciencia-de, a la vez que autoconciencia3.
No existe por un lado una noesis (sujeto) cerrada y por otro un noema (objeto) igualmente cerrado. La esencia de la intencionalidad radica en que noesis y noema consisten en su mútua apertura, en su bipolaridad. Sujeto y objeto sólo tienen sentido en su mútua referencia. Es frecuentemente engañoso decir que los objetos entren en la conciencia, o que inversamente la conciencia o el yo entren en relación con ellos de tal o cual manera, y paralelamente es engañoso decir que las vivencias intencionales contienen en ellas los objetos. Lo auténtico es que sólo hay una realidad a la vez sujeto-objeto. Si por un imposible entráseis en la conciencia, seríais arrastrados por un torbellino, lanzados hacia fuera de ella misma. Pues la conciencia no tiene dentro, ella no es más que el hacia afuera de sí misma, y esta huida absoluta, esta renuncia a ser una sustancia, es lo que la constituye como esencia4.
Ser conciencia-de no es tan solo limitarse a decir: aquí está ya el mundo terminado y yo lo fotografío tal como es. No. Tal sería la visión ingenua de la realidad. Ser conciencia-de es construir, dotar de sentido a los datos fenoménicos caóticos que me envía lo noemático. Sólo cuando el noema es constituido por la noesis nos encontramos con una realidad dotada de sentido.
Entre personas, cuando una es noesis la otra es noema; si te trata de autorreflexión, la persona se desdobla en una que es cogitante y la otra que es «cogitada». Este es un privilegio, el de poder objetivarse, que sólo corresponde al ser humano. Pero no siempre es fácil la dialéctica yo/no-yo.
Heidegger: contra el subjetivismo del sujeto
Heidegger se pregunta por la intencionalidad como «sentido del ser» (pregunta ontológica), pues el fundamento último de lo real se ha pensado y dicho en la tradición filosófica con la palabra «ser»; mas la dilucidación de lo que significa «ser» en la relación «ser y pensar» es imposible sin una previa «analítica» de la realidad humana (Dasein, ser-ahí). Por eso mismo la analítica existencial de dicho Dasein es una «ontología fundamental» y no una ontología regional, ya que hace posible la pregunta por el ser en general. Sólo desde el ser podría entenderse al hombre, y no a la inversa, por eso Heidegger no hace antropología, sino ontología: el hombre es el ahí-del-ser. De este modo la comprensión y revelación del sentido del ser tiene lugar a través del hombre (Dasein), pero eso no significa en modo alguno que éste sea el fundamento del ser, y ello por dos motivos:
a. Porque eso significaría caer en el «subjetivismo» y en el «humanismo» de la modernidad que Heidegger rechaza.
b. Porque eso sería hacer del humano (ente privilegiado) el lugar de manifestación del ser, cuando es precisamente a la inversa: es el ser el que fundamenta la comprensión del ente, incluso de ese ente privilegiado que es el ente humano. Lo cual propiciaría una visión del mundo en el que el hombre se entiende: a’. Como sujeto, y el mundo como objeto manipulable con razón instrumental, tecnológica, objeto de explotación. b’. Como ser que se apropia la verdad en forma de certeza y como utilidad, es decir, como principio de determinación absoluta, como voluntad de poderío. c’. Como ser que piensa y habla con un mero conocer representativo y como un significar empírico-reproductivo o figurativo.
Contra el mero objetivismo sin sujeto
De todos modos, tampoco podría pensarse al ser sin ponerle en relación con el pensar humano que le piensa: «Decimos demasiado poco del ‘ser mismo’ cuando diciendo ‘ser’ excluímos al hombre, ignorando con tal proceder que él mismo constituye ‘el ser’; asimismo decimos demasiado poco del hombre cuando diciendo ‘el ser’ (no el ser del hombre) afirmamos al hombre y sólo en un segundo momento le hacemos entrar en relación con ‘el ser’. Pero también decimos demasiado si entendemos al ser como lo omniabarcante y al hombre como un ente particular entre otros (plantas, animales, poniéndole luego en relación con el ser, pues ya en la esencia del hombre está contenida la relación».
La analítica existencial
Aunque Heidegger es discípulo aventajado de Edmund Husserl, su «analítica existencial» (es decir, su análisis de la realidad humana, o sea, del Dasein o ser-ahí, o mejor aún, del ahí-del-ser) no se deja adscribir a ninguna escuela. En efecto, Heidegger llama «ontológico-existencial» (existenzial) a lo que expresa o manifiesta el ser del Dasein -la existencia-, a diferencia de lo «óntico-existencial» (existenziell), que afecta a las particularidades de cada concreto existente humano, al modo en que cada uno conduce o interpreta su propia existencia. Por su parte, a la esencia del Dasein Heidegger la denomina Existenz (existencia) o forma de ser (Seinsart), por eso «la esencia del ser-ahí radica en su existencia», como dice en su obra «Ser y Tiempo». Esa esencia está compuesta por una multiplicidad de rasgos sin principio unificante, cuya unidad no necesita ser otra cosa que la de formar parte del hecho de la existencia, del hecho de ser así (y no al modo del «yo pienso» kantiano, o de una sustancia, o de cualquier otro principio supremo). Tal esencia no es mero «pensamiento», sino libertad: la existencia precede a la esencia, y por eso el humano no tiene una naturaleza o esencia, sino que es invención de su propia libertad; el resto de las cosas cobra sentido ante la existencia humana.
El Dasein, ser-en-el-mundo
Pero el ser humano es un ser-en-el-mundo. ‘Mundo’ «no significa en modo alguno el ente terrenal a diferencia del celestial, ni tampoco lo secular a diferencia de lo espiritual, sino un estar abierto a la comprensión del ser desde una situación, o un encontrarse determinado y proyectado a un número indefinido de posibilidades» («Carta sobre el Humanismo»). Antes de todo captarme a mí mismo como sujeto estoy ya en el mundo, horizonte a priori de todo conocer y de todo autoconocer: no hay ninguna captación de mí mismo que no sea a la vez e inevitablemente de mí en el mundo, de mí que soy un quién irrepetible (Jemeiningkeit), y no un qué. La idea de ser-en-el-mundo pone de manifiesto que la humana intencionalidad primera no está referida a objetos o series sucesivas de objetos, sino a una totalidad de significado abierta, a la existencia en cuanto que ella pone de manifiesto el ser al que ella está abierta.
El Dasein, ser-en-el-mundo-con-los-otros
Ahora bien, ser-en-el-mundo es también ser-con-los-otros. El mundo del ser-ahí es el mundo del «ser con» (Mitsein). Si la disponibilidad o manejabilidad (Zuhandenheit), y el «estar dado» de los útiles (Vorhandenhait) son los tipos o formas básicas de los entes intramundanos, el ser-con-los-otros es un existencial humano, un carácter estructural de la existencia y no un modo de ser de las cosas, por eso no es un mero «ocuparse de» (Be-sorgen), sino un «preocuparse por» (Fürsorge), un tener «cuidado» (Sorge) de los demás y de sí mismo para desarrollar su libertad anticipándose (mediante su «preserse»), proyectándose y autotrascendiéndose: en esta apertura al tiempo sin reducirse al presente inmediato es en la cual el ser y el tiempo (entendido como temporalidad, es decir, como unidad de pasado, presente y futuro) entran en relación de vecindad y de cercanía5.
El riesgo de la caída
Tal actitud será la que evite su reducción a la mera «facticidad», al mero vivir en la condición ingenua, y en consecuencia será la que evite la «caida» (Verfallen), a la que sin embargo se expone continuamente el mundo de la técnica actual6.
El momento deconstructivo o destructivo
Desde esos existenciales o componentes básicos de la identidad del Dasein, y no habiendo algo así como un «grado cero» de la comprensión del mundo y del ser, es decir, un encuentro directo con la realidad, para entender en profundidad la identidad del ser hemos de movernos en un determinado círculo de posibilidades; algunas de ellas nos han sido transmitidas erróneamente, de ahí que por fidelidad a la realidad misma hayamos de ejercer la crítica de la historia y de la tradición.
El ser, la nada y la angustia
Sólo a quien intenta hacer por sí mismo la experiencia de comprender el ser desde el propio Dasein le es dado entender algo de lo que está buscando. Ahora bien, la experiencia del ser es a la vez vecina a la experiencia de la nada, y ésta se capta por otra parte desde situaciones límites como la angustia, una angustia que no es sicológica sino existencial. «La ciencia admite la nada, es decir, la abandona con indiferencia desde su altura como aquello que no hay. El pensamiento, que siempre es por esencia pensamiento de algo, para pensar la nada tendría que actuar contra su propia esencia. Porque la nada es la negación de la omnitud del ente, es sencillamente el no ente. Con ello subsumimos la nada bajo la determinación superior del no y, por tanto, de lo negado.
¿Hay nada solamente porque hay no, esto es, porque hay negación? ¿O no ocurre, acaso, lo contrario, que hay no y negación solamente porque hay nada? Nosotros afirmamos: la nada es más originaria que el no y que la negación. Si esta tesis resulta justa, la posibilidad de la negación como acto del entendimiento y, con ello, el entendimiento mismo, dependen de alguna manera de la nada. Si vamos a interrogar a la nada, es preciso que previamente la nada se nos dé. Es menester que podamos encontrarla. ¿Dónde buscar la nada, cómo encontrarla? Para poder encontrar algo, ¿no es preciso saber que está ahí? Efectivamente. Casi siempre ocurre que el hombre no puede buscar algo si no sabe por anticipado que está ahí lo que busca. Pero en nuestro caso lo buscado es la nada.
La nada es la negación pura y simple de la omnitud del ente. Es preciso que, previamente, la omnitud del ente nos sea dada para que como tal sucumba sencillamente a la negación, en la cual la nada misma habrá de hacerse patente. Pero ¿cómo vamos a hacer nosotros -seres finitos- que el todo del ente sea accesible en sí mismo, en su omnitud, y especialmente que sea accesible para nosotros? Podemos, en todo caso, pensar en ‘idea’ el todo del ente, negar en el pensamiento este todo así formado y luego ‘pensarlo’ como negado. Pero por este camino obtendríamos el concepto formal de una nada figurada, mas no la nada misma»7.
La nada, la angustia y la trascendencia
Ahora bien, «¿hay en la existencia del hombre un temple de ánimo tal que le sitúe inmediatamente ante la nada misma? Se trata de un acontecimiento posible y, si bien raramente, real por algunos momentos, en ese temple de ánimo radical que es la angustia. Angustia es radicalmente distinto de miedo. El miedo de algo es siempre miedo a algo determinado. La angustia no permite que haya semejante confusión. Lejos de ello hállase penetrada por una especial tranquilidad. Es verdad que la angustia es siempre angustia de, pero no de tal o cual cosa. La angustia de es siempre angustia por, pero no por esto o lo otro. Sin embargo, esta indeterminación de aquello de que y por que nos angustiamos no es una mera ausencia de determinación, sino la imposibilidad esencial de ser determinado.
La angustia hace patente la nada. Estamos ‘suspensos’ en angustia. La angustia nos deja suspensos porque hace que se nos escape el ente en total. Si muchas veces en la desazón de la angustia tratamos de quebrar la oquedad del silencio con palabras incoherentes, ello prueba la presencia de la nada. Pero ¿qué quiere decir que esa angustia radical solo acontece en raros momentos? Que la nada, con su originariedad, permanece casi siempre disimulada para nosotros. ¿Y qué es lo que la disimula? La disimula el que nosotros, de uno u otro modo, nos perdemos completamente en el ente. Cuanto más nos volvemos hacia el ente en nuestros afanes, tanto menos le dejamos escaparse como tal ente, y tanto más nos desviamos de la nada, y con tanta mayor seguridad nos precipitamos en la pública superficie de la existencia. La nada misma anonada. El anonadar no es un suceso como otro cualquiera, sino que, por ser un rechazador remitirnos al ente en total que se nos escapa, nos hace patente este ente en su plena, hasta ahora oculta extrañeza, como lo absolutamente otro frente a la nada»8.
Después de todo, ¿qué hemos podido decir del ser? Bien poco. Pero ¿acaso no es ese «bien poco» lo suficiente para evitar decir demsiado? Según Heidegger, «existir (ex-sistir) significa estar sosteniéndose dentro de la nada. Sosteniéndose dentro de la nada, la existencia está siempre más allá del ente en su totalidad. A este estar allende el ente en su totalidad es a lo que nosotros llamamos trascendencia. Si la existencia no fuese en la última raíz de su esencia un trascender, es decir, si de antemano no estuviera sostenida dentro de la nada, jamás podría entrar en relación con el ente ni, por tanto, consigo misma.
Con esto hemos obtenido ya la respuesta a la pregunta acerca de la nada. La nada no es objeto ni ente alguno. La nada no se presenta por sí sola, ni junta con el ente, al cual, por así decirlo, adheriría. La nada es la posibilidad de la patencia del ente como tal ente para la existencia humana. La nada no nos proporciona el concepto contrario al ente, sino que pertenece originariamente a la esencia del ser mismo. En el ser del ente acontece el anonadar de la nada. La nada es el origen de la negación y no al revés. Al quebrantar así el poder del entendimiento en esta cuestión acerca de la nada y el ser, hemos decidido al mismo tiempo la suerte de la soberanía de la ‘lógica’ dentro de la filosofía. La idea misma de la ‘lógica’ se disuelve en el torbellino de un interrogante más radical.
La metafísica es una transinterrogación allende el ente para reconquistarlo después conceptualmente en cuanto tal y en total. En la pregunta acerca de la nada se lleva a cabo esta marcha allende el ente en cuanto ente, en total. Se nos ha mostrado, pues, como una cuestión ‘metafísica’. El ser es, por esencia, finito, y solamente se patentiza en la trascendencia de la existencia que sobrenada en la nada. El ir más allá del ente es algo que acaece en la esencia misma de la existencia. Este trascender es, precisamente, la metafísica: lo que hace que la metafísica pertenezca a la ‘naturaleza del hombre’. No es una disciplina filosófica especial ni un campo de divagaciones: es el acontecimiento radical en la existencia misma y como tal existencia»9.
Pero la intencionalidad humana, que es intelectiva, es también afectiva, tanto que unas veces se hipertrofia y otras se atrofia. No Heidegger, sino otros discípulos de Husserl como von Hildebrand así lo estudiaron. Veamos.
Desviaciones hipertróficas de la intencionalidad en von Hildebrand
Sentimentalismo
En lugar de centrarse en el objeto intencional (noema) que origina nuestra respuesta afectiva, la persona se centra en su propio sentimiento noético; el contenido de la experiencia se desplaza de su objeto al sentimiento ocasionado por el objeto, y así la conmoción hasta las lágrimas sirve más que nada de instrumento para procurarse un gozo, una sensación placentera, degradando el sentimiento a un puro estado emocional, el sentimentalismo. Resultado: carente de refrendo objetivo y de criterio verificable de contrastación, este egotista queda embrollado en la dinámica de su propio corazón sin saber distinguir entre lo grande y lo pequeño, y de este modo termina enredado en disputas pequeñas y triviales, como es usual entre personas de pocas luces y de mente estrecha: un exceso de ego empequeñece la afectividad del yo, por paradoja.
Autocomplacencia
Se da esta situación cuando el sujeto toma su propio entusiasmo como señal de hallarse en posesión de la virtud, lo cual no debe tomarse por intensidad afectiva, sino por estado narcisista y desordenado del alma. Variante de lo mismo: quien, no sabiendo frenar su sentimiento de compasión ante el borracho que le suplica una copa más, se la sirve aunque ello resulte desastroso para el borracho mismo. Esta persona ignora que el verdadero amor obliga a pensar en el bien objetivo de nuestro prójimo (alguna vez en la vida «quien bien te quiera te hará llorar»), y que en ocasiones un «no» puede ser una manifestación mucho más verdadera de afecto que un «sí». Ciertos corazones «demasiado buenos», más que benevolentes o delicados, son débiles y desordenados.
Histeria
Esta perversión intencional puede darse incluso cuando uno se acerca a Dios simplemente para saborearse a sí mismo, degustar los propios sentimientos, instrumentalizando la oración como medio para satisfacerlos. Aquí se desconoce el pesar contrito, así como la voluntad de no volver a pecar, toda vez que se hace de la contricción un mero estado emocional. Verdad es que el amor no puede existir sin una constante agitación, pero bajo el signo de una orgía de contricciones, según se vive en determinadas sectas, el agente puede llegar a entregarse a un frenesí de remordimiento público revolcándose por el suelo y lanzando gritos salvajes, aunque volviendo después a la «normalidad» sin que se haya operado ningún cambio fundamental en su vida, pero sintiéndose mejor tras la liberación emocional de la mala conciencia. Se trata de una autoindulgencia emocional, de una «confesión barata».
Exhibicionismo
Ante una gran audiencia el sujeto se recrea hinchando retóricamente su indignación o/y su entusiasmo. Y, luego, nada de nada. Los espejos harían bien reflexionando un poco antes de devolver las imágenes.
Desviaciones atróficas de la intencionalidad
A veces ocurre lo contrario: no mostramos nuestro lado afectivo a quienes nos rodean: si son alumnos, los tratamos como a máquinas de archivar, decimos que valen para ciencias o para letras, sin preguntarnos si son buenos, etc. La estadística, el resultado sin la intención, todo eso nos hace vivir vidas burocráticas, que no dan de sí todo lo que llevan dentro, y que secan la riqueza de humanidad que podrían gozar.
Esteticismo
El esteticista, en lugar de interesarse por el herido grave en un accidente, se preocupa sobre todo de observar sus reacciones, su expresión, etc, pues sólo le interesa la clasificación estadística, la ocasión para aumentar el conocimiento, la curiosidad, etc. Difícilmente podría decirse de este afectivamente mutilado que su conocimiento llegará a profundo, pues le falta la empatía necesaria para entrar en lo vivo, en lo irrepetible, que forma parte inextirpable de lo real. Una variante de lo mismo puede darse en el esteta refinado, con un corazón, si no endurecido, sí helado. Nerón se deja conmover por la llama que incendia la ciudad, permaneciendo indiferente al achicharramiento de los ciudadanos. Mucho esteticismo desmayado se esconde en general en todas las manifestaciones del arte por el arte, o del arte-espectáculo. Sin embargo, esta falta de corazón dista de ser desapasionada como presume, pudiendo llegar a generar fanáticos del esteticismo, para quienes no importa el sufrimiento ajeno, ya que la compasión les parece una abominable debilidad.
Pragmatismo
Para el utilitarista, para el pragmático, toda experiencia afectiva resulta superflua y constituye una pérdida de tiempo, por eso -carente hasta de la menor educación sentimental, incapaz de entender los dolores fecundos- se mofa de cualquier gesto de compasión por el sufriente, de ahí que diga: «la compasión no ayuda, haz algo y no pierdas el tiempo con sentimentalismos». También para el burócrata metafísico sólo cuentan las cosas que tienen realidad jurídica, de ahí que su afectividad se reduzca a la satisfacción que siente al cumplir al pie de la letra las prescripciones legales10.
Amargura
El corazón del amargado ha sido cerrado y endurecido por algún trauma o por alguna herida inflingida por alguien a quien amaba ardientemente, o por el mal trato de la vida. Ese empequeñecimiento o supresión completa de la afectividad, que cierra su corazón -lo sella- por temor, malentiende los ideales religiosos, considera equivocadamente toda afectividad como una pasión, teme el riesgo que implica todo sentimiento o todo ‘querer cautivado’, y luchando por silenciar su corazón recela de cualquier respuesta afectiva como si perjudicara a la integridad de la moral o, por lo menos, como algo innecesario: la voluntad reduce a propósito toda la afectividad y silencia el corazón. Lo encontramos también en quien lucha por conseguir la apatía y coloca la meta del sabio en la indiferencia.
Endurecimiento
Hay afectivamente impotentes; ni saben lo que es una emoción, ni se interesan en aprenderlo, de tal modo que su corazón parece tan bruñido como el acero. Puede consumirles todo tipo de sentimientos negativos (odio, rabia, ira, envidia, avaricia, orgullo, codicia, pánico, etc), comportándose entonces como animales salvajes, pero son incapaces de dejar afectar su corazón, porque los afectos y dolores que verdaderamente llegan al alma han debido despejarse previamente de todos los sentimientos destructivos. Tales gentes no podrán dejar hablar a su corazón: sabido es que el toro manso cuando se ve acorralado se vuelve violento, mas no por ello bravo. No debe tomarse, sin embargo, por tales a quienes padecen una afectividad débil, oscura, salvaje. Un borracho víctima de su propio vicio puede poseer un corazón sensible; un irascible, a pesar de que su irascibilidad le lleve a violentas explosiones de iracundia, puede asimismo tener buen corazón.
Un mismo resentimiento como fondo
En el fondo de las anteexaminadas posiciones late el resentimiento que no acepta que otro lo haya hecho mejor y merezca por su excelencia un homenaje. El resentido destruye los valores por no poderlos sustanciar él mismo, se cierra al reconocimiento del superior cuya superioridad siente como una aminoración de la propia valía. Si el alma noble se alegra incluso por aquellos valores que ella misma no es capaz de realizar, felicitando cordialmente al vencedor por haber sido capaz de lo sublime, por el contrario el resentido envidia o incluso llega a odiar aquello que es mejor que él, de ahí su crítica a los mejores, negándoles, discutiéndoles o rebajando sus cualidades; en los casos más agudos se llega incluso a falsificar la tabla de valores mismos, es decir, al resentimiento contra el valor en cuanto tal11. Falta aquí lo que llama Martin Buber la Auslese: hacer posible la densidad selectiva del preguntar bien orientado desde la capacidad de seleccionar y de elegir que ha de poseer la persona, es decir, desde su inventividad, desde su intención creativa (Absicht)12. Quien no sea capaz de anticipar la pregunta del maestro no sabrá responderla.
La intencionalidad en el personalismo comunitario
La persona es relación
Considerada en su realidad intencional, la persona es un subsistente: un subsistente relacional. Junto a la tradición quietista que acentúa el carácter de autoposesión de la persona, una nueva tradición, la de Ricardo de San Víctor y otros en el siglo XII, sin negar esa dimensión personal, acentúa la dimensión relacional distinguiendo entre el sistere (estar quieto), y el existere (venir de u originarse de) personal: la persona subsistente es relacional, relación subsistente con Dios, y con las demás personas. Vivir es con-vivir, mirar es mirar y ser mirado:
«El ojo que ves no es
ojo porque tú le veas,
es ojo porque te ve»13
No somos la suma de un yo más un tú separados; entre tú y yo y entre yo y tú vamos caminando14, entre «nosotros existe o surge de tiempo en tiempo una relación esencial; es decir, que en el ‘nosotros’ rige la inmediatez óntica que constituye el supuesto decisivo de la relación yo-tú. El nosotros encierra el ‘tú’ potencial. Sólo hombres capaces de hablarse realmente de tú pueden decir verdaderamente de sí ‘nosotros’»15. Alteridad y yoidad conviven en el nosotros que somos16, en su recíproca inter-relación: «yo llego a ser yo en el tú; al llegar a ser yo, digo tú»17. Yo-y-tú podemos personificarnos, o cosificarnos y embrutecernos; cuando la personificación vence sobre la cosificación, se produce el roce con la eternidad18, la comunificación perfecta, el nosotros verdadero19. Autonomía abierta, cuyo sí mismo no se ensimisma, la persona ejercita la libre afirmación de su ser con las demás personas; socialidad dialogante, su diálogo es duálogo20, y su existencia (o ek-sistencia: su procedencia de otros) no es ego-céntrica, sino inter-comunicada, ex-céntrica, en la medida en que com-parte su centro con otros centros, está intercomunicada:
«Poned atención:
un corazón solitario
no es un corazón»
(Antonio Machado)
Siendo-en-el-mundo, la persona no es un «yo» cerrado o clausurado que en un segundo momento hubiera de abrirse al tú, ni un yo antecedente separado al que luego se le añadirían desde el exterior unos tús consecuentes, sino un yo-contigo-y-con-nosotros desde el inicio21. En la relación personal se da el perderse-encontrarse, el desposeerse-poseerse: únicamente posee quien da, pues (antítesis de las garras y de la mano prensil) las manos humanas se llenan tanto más cuanto más vacías se quedan por amor. No busque nadie la humanidad en el egocentrismo aislacionista, sino la identidad a través de la alteridad, en la alterificación, es decir, en el hacerse otro (alter) sin dejar de ser uno. En esta dialéctica, donde el ipse es idem a través del alter, el uni-verso se hace multi-verso. Persona es antítesis de solipsismo egocéntrico, o sea, encuentro, ad-venimiento, acontecimiento, y por tanto rechazo del absurdo, que consiste en permanecer sordo-de (ab-surdus) ante el otro. La relación humana capaz de generar encuentro siempre nos inter-esa con interés des-inter-esado, ya que en ella vivimos nuestro ser (nuestro es) como un des-vivirnos por el tú, cuya suerte me interesa. Desvivirse interrelacionándose es lo verdaderamente inter-esante: interés óntico, que es desinterés ético22.
La persona como «persona tú-y-yo»: la relación interpersonal
En la lengua aymara hay cuatro personas, y la primera es tú. La prioridad dada al tú está en relación con la diferenciación entre el humano y lo no-humano. Los pronombres juma (tú y los tuyos, pero no yo ni los míos), jiwasa (tú y yo con o sin los demás), naya (yo y los míos, pero no tú y los tuyos), jupa (ni tú ni yo, él o ella y los suyos) se utilizan exclusivamente para las personas, no para los animales ni para las cosas, para los cuales se reservan aka (esto), uka (eso), khaya (aquello), por lo que su empleo para personas sería un insulto; es importante para un aymara reconocer la humanidad del otro, para no tratarlo como a un perro23.
Por su parte los guaraníes, sociedad sin Estado, mantienen una economía de la reciprocidad24, y su sistema simbólico se encuentra vehiculado por una lengua donde el «nosotros» es esencial y el «yo» se ve sustituido por un nosotros con múltiples acepciones: nosotros masculino, femenino, exclusivo o incluyente. El guaraní responde a un tipo de cultura centrada en el «nosotros», y no en el «yo».
Frente al impersonalismo que plantea la vida como un quid pro quo (tratando a las cosas como si fuesen personas), el personalismo quiere descubrir el camino de vuelta, el rescate de los pronombres yendo del ello al él; del él al tú; del tú al yo; del yo al yo-y-tú; del yo-y-tú al nosotros personalista y comunitario. Para nosotros, «la experiencia primitiva de la persona es la experiencia de la segunda persona. El tú, y en él el nosotros, preceden al yo, o al menos lo acompañan»25. En resumen, el personalismo afirma que «el ser humano es por definición altruista, puesto que está vuelto hacia el otro»26, y que «el yo, para realizarse, llama oscuramente a un tú todavía no conocido. Pero, cuando la reciprocidad comienza a ser explícita, desplaza los campos de acción y de conocimiento aislados. El yo ya no vive en sí mismo, ni siquiera en el tú, sino en el nosotros»27.
Tú-y-yo, fragilidad relacional compartida
Según el Talmud, «nunca hay que hablar bien del prójimo, pues por ese camino se puede llegar a hablar mal de él. La prudencia aconseja, pues, callar el elogio a fin de no sucumbir enseguida a la tentación de denigrar a la persona alabada»; hablar de alguien sería darle tratamiento de tercera persona. Sin duda, «si seguimos al pie de la letra la prescripción talmúdica, nos veríamos condenados al silencio o al lenguaje de la pura invocación; en efecto, decir ‘él’ ya sería hablar mal de alguien. Pero esta moral no ha de aplicarse puntualmente. Nos recuerda solamente que las demás personas no pueden ser nunca un tema como cualquier otro y que ese ‘él’, pronombre de la persona, es ciertamente ‘la palabra más perversa de la lengua’. Se habla del prójimo por toda clase de buenas razones, pero también para no tener que responderle; uno cubre de predicados la desnudez de su rostro para no oír su llamada; uno le asigna cualidades para esquivar su emplazamiento: ésa es la esencia de la calumnia, y la mentira no es más que una agravación de esta fundamental escapatoria»28.
Tanto el yo como el tú son realidades delicadas, «esa realidad sobre la cual yo no tengo ningún dominio es una piel que no está protegida por nada, desnudez que rechaza todo atributo y que no viste ningún ropaje. Es la parte más inaccesible del cuerpo y la más vulnerable. Trascendencia y pobreza. Siendo muy débil, me inhibe cuando miro sus ojos desarmados. Sin defensa queda expuesto y me infunde vergüenza por mi frialdad o mi serenidad. Me resiste y me requiere, no soy en primer término su espectador sino alguien que le está obligado. La responsabilidad respecto del otro precede a la contemplación. El encuentro inicial es ético, el aspecto estético viene después.
A merced mía, ofreciéndoseme, infinitamente frágil, desagarrado como un llanto suspendido, el rostro me llama en su ayuda, y hay algo imperioso en esta imploración: su miseria no me da lástima, al ordenarme que acuda en su ayuda esa miseria me hace violencia. La humilde desnudez del rostro reclama como algo que le es debido mi solicitud. En efecto, mi compañía no le basta a la otra persona cuando se me revela por el rostro: ella exige que yo esté para ella y no solamente con ella. No soy yo quien en primer término es egoísta o desinteresado, sino que es el rostro en su desnudez lo que me hace desinteresarme de mí mismo. El bien me viene de afuera, lo ético me cae de arriba y, a pesar de mí mismo, mi ser se encamina hacia otro. El rostro del otro me insta al amor o por lo menos me prohibe la indiferencia respecto de él. Por supuesto, puedo volverle las espaldas, puedo desobedecer o rebelarme contra su conminación, pero nunca estará dentro de mi poder no oírlo. El rostro me acosa, me pone en sociedad con él, me subordina a su debilidad, en suma, me manda amarlo.