Respaldo de material de tanatología

LA INTENCIONALIDAD: TÚ-Y-YO

Se autoriza el uso de este material citando su procedencia:
Díaz, C. (2001). La intencionalidad: tú-y-yo. NOUS: Boletín de Logoterapia y Análisis Existencial.  (5), 77-99.

LA INTENCIONALIDAD: TÚ-Y-YO

Carlos DÍAZ

La intencionalidad, centro de la fenomenología husserliana

Heredada de la escolástica primero1, y después de Brentano2, la intencionalidad es liberada por Husserl de la oscura caverna de la subjetividad en que la tenía encerrada su maestro, cuyo sicologismo se caracteriza por establecer un hiato entre el mundo de las vivencias y el mundo de la realidad objetiva (no-yo). Por decirlo brevemente, el sicologismo brentaniano sería la antítesis del conductismo sin sujeto. Husserl simplifica la situación afirmando que la intencionalidad es Bewusstsein-von, conciencia-de, no conciencia más de, no conciencia sin de, no conciencia antecedente sino conciencia que es más que conciencia, conciencia-de, a la vez que autoconciencia3.

No existe por un lado una noesis (sujeto) cerrada y por otro un noema (objeto) igualmente cerrado. La esencia de la intencionalidad radica en que noesis y noema consisten en su mútua apertura, en su bipolaridad. Sujeto y objeto sólo tienen sentido en su mútua referencia. Es frecuentemente engañoso decir que los objetos entren en la conciencia, o que inversamente la conciencia o el yo entren en relación con ellos de tal o cual manera, y paralelamente es engañoso decir que las vivencias intencionales contienen en ellas los objetos. Lo auténtico es que sólo hay una realidad a la vez sujeto-objeto. Si por un imposible entráseis en la conciencia, seríais arrastrados por un torbellino, lanzados hacia fuera de ella misma. Pues la conciencia no tiene dentro, ella no es más que el hacia afuera de sí misma, y esta huida absoluta, esta renuncia a ser una sustancia, es lo que la constituye como esencia4.

Ser conciencia-de no es tan solo limitarse a decir: aquí está ya el mundo terminado y yo lo fotografío tal como es. No. Tal sería la visión ingenua de la realidad. Ser conciencia-de es construir, dotar de sentido a los datos fenoménicos caóticos que me envía lo noemático. Sólo cuando el noema es constituido por la noesis nos encontramos con una realidad dotada de sentido.

Entre personas, cuando una es noesis la otra es noema; si te trata de autorreflexión, la persona se desdobla en una que es cogitante y la otra que es «cogitada». Este es un privilegio, el de poder objetivarse, que sólo corresponde al ser humano. Pero no siempre es fácil la dialéctica yo/no-yo.

Heidegger: contra el subjetivismo del sujeto

Heidegger se pregunta por la intencionalidad como «sentido del ser» (pregunta ontológica), pues el fundamento último de lo real se ha pensado y dicho en la tradición filosófica con la palabra «ser»; mas la dilucidación de lo que significa «ser» en la relación «ser y pensar» es imposible sin una previa «analítica» de la realidad humana (Dasein, ser-ahí). Por eso mismo la analítica existencial de dicho Dasein es una «ontología fundamental» y no una ontología regional, ya que hace posible la pregunta por el ser en general. Sólo desde el ser podría entenderse al hombre, y no a la inversa, por eso Heidegger no hace antropología, sino ontología: el hombre es el ahí-del-ser. De este modo la comprensión y revelación del sentido del ser tiene lugar a través del hombre (Dasein), pero eso no significa en modo alguno que éste sea el fundamento del ser, y ello por dos motivos:

a. Porque eso significaría caer en el «subjetivismo» y en el «humanismo» de la modernidad que Heidegger rechaza.
b. Porque eso sería hacer del humano (ente privilegiado) el lugar de manifestación del ser, cuando es precisamente a la inversa: es el ser el que fundamenta la comprensión del ente, incluso de ese ente privilegiado que es el ente humano. Lo cual propiciaría una visión del mundo en el que el hombre se entiende: a’. Como sujeto, y el mundo como objeto manipulable con razón instrumental, tecnológica, objeto de explotación. b’. Como ser que se apropia la verdad en forma de certeza y como utilidad, es decir, como principio de determinación absoluta, como voluntad de poderío. c’. Como ser que piensa y habla con un mero conocer representativo y como un significar empírico-reproductivo o figurativo.  

Contra el mero objetivismo sin sujeto

De todos modos, tampoco podría pensarse al ser sin ponerle en relación con el pensar humano que le piensa: «Decimos demasiado poco del ‘ser mismo’ cuando diciendo ‘ser’ excluímos al hombre, ignorando con tal proceder que él mismo constituye ‘el ser’; asimismo decimos demasiado poco del hombre cuando diciendo ‘el ser’ (no el ser del hombre) afirmamos al hombre y sólo en un segundo momento le hacemos entrar en relación con ‘el ser’. Pero también decimos demasiado si entendemos al ser como lo omniabarcante y al hombre como un ente particular entre otros (plantas, animales, poniéndole luego en relación con el ser, pues ya en la esencia del hombre está contenida la relación».

La analítica existencial

Aunque Heidegger es discípulo aventajado de Edmund Husserl, su «analítica existencial» (es decir, su análisis de la realidad humana, o sea, del Dasein o ser-ahí, o mejor aún, del ahí-del-ser) no se deja adscribir a ninguna escuela. En efecto, Heidegger llama «ontológico-existencial» (existenzial) a lo que expresa o manifiesta el ser del Dasein -la existencia-, a diferencia de lo «óntico-existencial» (existenziell), que afecta a las particularidades de cada concreto existente humano, al modo en que cada uno conduce o interpreta su propia existencia. Por su parte, a la esencia del Dasein Heidegger la denomina Existenz (existencia) o forma de ser (Seinsart), por eso «la esencia del ser-ahí radica en su existencia», como dice en su obra «Ser y Tiempo». Esa esencia está compuesta por una multiplicidad de rasgos sin principio unificante, cuya unidad no necesita ser otra cosa que la de formar parte del hecho de la existencia, del hecho de ser así (y no al modo del «yo pienso» kantiano, o de una sustancia, o de cualquier otro principio supremo). Tal esencia no es mero «pensamiento», sino libertad: la existencia precede a la esencia, y por eso el humano no tiene una naturaleza o esencia, sino que es invención de su propia libertad; el resto de las cosas cobra sentido ante la existencia humana.

El Dasein, ser-en-el-mundo

Pero el ser humano es un ser-en-el-mundo. ‘Mundo’ «no significa en modo alguno el ente terrenal a diferencia del celestial, ni tampoco lo secular a diferencia de lo espiritual, sino un estar abierto a la comprensión del ser desde una situación, o un encontrarse determinado y proyectado a un número indefinido de posibilidades» («Carta sobre el Humanismo»). Antes de todo captarme a mí mismo como sujeto estoy ya en el mundo, horizonte a priori de todo conocer y de todo autoconocer: no hay ninguna captación de mí mismo que no sea a la vez e inevitablemente de mí en el mundo, de mí que soy un quién irrepetible (Jemeiningkeit), y no un qué. La idea de ser-en-el-mundo pone de manifiesto que la humana intencionalidad primera no está referida a objetos o series sucesivas de objetos, sino a una totalidad de significado abierta, a la existencia en cuanto que ella pone de manifiesto el ser al que ella está abierta.

El Dasein, ser-en-el-mundo-con-los-otros

Ahora bien, ser-en-el-mundo es también ser-con-los-otros. El mundo del ser-ahí es el mundo del «ser con» (Mitsein). Si la disponibilidad o manejabilidad (Zuhandenheit), y el «estar dado» de los útiles (Vorhandenhait) son los tipos o formas básicas de los entes intramundanos, el ser-con-los-otros es un existencial humano, un carácter estructural de la existencia y no un modo de ser de las cosas, por eso no es un mero «ocuparse de» (Be-sorgen), sino un «preocuparse por» (Fürsorge), un tener «cuidado» (Sorge) de los demás y de sí mismo para desarrollar su libertad anticipándose (mediante su «preserse»), proyectándose y autotrascendiéndose: en esta apertura al tiempo sin reducirse al presente inmediato es en la cual el ser y el tiempo (entendido como temporalidad, es decir, como unidad de pasado, presente y futuro) entran en relación de vecindad y de cercanía5.

El riesgo de la caída

Tal actitud será la que evite su reducción a la mera «facticidad», al mero vivir en la condición ingenua, y en consecuencia será la que evite la «caida» (Verfallen), a la que sin embargo se expone continuamente el mundo de la técnica actual6.

El momento deconstructivo o destructivo

Desde esos existenciales o componentes básicos de la identidad del Dasein, y no habiendo algo así como un «grado cero» de la comprensión del mundo y del ser, es decir, un encuentro directo con la realidad, para entender en profundidad la identidad del ser hemos de movernos en un determinado círculo de posibilidades; algunas de ellas nos han sido transmitidas erróneamente, de ahí que por fidelidad a la realidad misma hayamos de ejercer la crítica de la historia y de la tradición.

El ser, la nada y la angustia

Sólo a quien intenta hacer por sí mismo la experiencia de comprender el ser desde el propio Dasein le es dado entender algo de lo que está buscando. Ahora bien, la experiencia del ser es a la vez vecina a la experiencia de la nada, y ésta se capta por otra parte desde situaciones límites como la angustia, una angustia que no es sicológica sino existencial. «La ciencia admite la nada, es decir, la abandona con indiferencia desde su altura como aquello que no hay. El pensamiento, que siempre es por esencia pensamiento de algo, para pensar la nada tendría que actuar contra su propia esencia. Porque la nada es la negación de la omnitud del ente, es sencillamente el no ente. Con ello subsumimos la nada bajo la determinación superior del no y, por tanto, de lo negado.

¿Hay nada solamente porque hay no, esto es, porque hay negación? ¿O no ocurre, acaso, lo contrario, que hay no y negación solamente porque hay nada? Nosotros afirmamos: la nada es más originaria que el no y que la negación. Si esta tesis resulta justa, la posibilidad de la negación como acto del entendimiento y, con ello, el entendimiento mismo, dependen de alguna manera de la nada. Si vamos a interrogar a la nada, es preciso que previamente la nada se nos dé. Es menester que podamos encontrarla. ¿Dónde buscar la nada, cómo encontrarla? Para poder encontrar algo, ¿no es preciso saber que está ahí? Efectivamente. Casi siempre ocurre que el hombre no puede buscar algo si no sabe por anticipado que está ahí lo que busca. Pero en nuestro caso lo buscado es la nada.

La nada es la negación pura y simple de la omnitud del ente. Es preciso que, previamente, la omnitud del ente nos sea dada para que como tal sucumba sencillamente a la negación, en la cual la nada misma habrá de hacerse patente. Pero ¿cómo vamos a hacer nosotros -seres finitos- que el todo del ente sea accesible en sí mismo, en su omnitud, y especialmente que sea accesible para nosotros? Podemos, en todo caso, pensar en ‘idea’ el todo del ente, negar en el pensamiento este todo así formado y luego ‘pensarlo’ como negado. Pero por este camino obtendríamos el concepto formal de una nada figurada, mas no la nada misma»7.

La nada, la angustia y la trascendencia

Ahora bien, «¿hay en la existencia del hombre un temple de ánimo tal que le sitúe inmediatamente ante la nada misma? Se trata de un acontecimiento posible y, si bien raramente, real por algunos momentos, en ese temple de ánimo radical que es la angustia. Angustia es radicalmente distinto de miedo. El miedo de algo es siempre miedo a algo determinado. La angustia no permite que haya semejante confusión. Lejos de ello hállase penetrada por una especial tranquilidad. Es verdad que la angustia es siempre angustia de, pero no de tal o cual cosa. La angustia de es siempre angustia por, pero no por esto o lo otro. Sin embargo, esta indeterminación de aquello de que y por que nos angustiamos no es una mera ausencia de determinación, sino la imposibilidad esencial de ser determinado.

La angustia hace patente la nada. Estamos ‘suspensos’ en angustia. La angustia nos deja suspensos porque hace que se nos escape el ente en total. Si muchas veces en la desazón de la angustia tratamos de quebrar la oquedad del silencio con palabras incoherentes, ello prueba la presencia de la nada. Pero ¿qué quiere decir que esa angustia radical solo acontece en raros momentos? Que la nada, con su originariedad, permanece casi siempre disimulada para nosotros. ¿Y qué es lo que la disimula? La disimula el que nosotros, de uno u otro modo, nos perdemos completamente en el ente. Cuanto más nos volvemos hacia el ente en nuestros afanes, tanto menos le dejamos escaparse como tal ente, y tanto más nos desviamos de la nada, y con tanta mayor seguridad nos precipitamos en la pública superficie de la existencia. La nada misma anonada. El anonadar no es un suceso como otro cualquiera, sino que, por ser un rechazador remitirnos al ente en total que se nos escapa, nos hace patente este ente en su plena, hasta ahora oculta extrañeza, como lo absolutamente otro frente a la nada»8.

Después de todo, ¿qué hemos podido decir del ser? Bien poco. Pero ¿acaso no es ese «bien poco» lo suficiente para evitar decir demsiado? Según Heidegger, «existir (ex-sistir) significa estar sosteniéndose dentro de la nada. Sosteniéndose dentro de la nada, la existencia está siempre más allá del ente en su totalidad. A este estar allende el ente en su totalidad es a lo que nosotros llamamos trascendencia. Si la existencia no fuese en la última raíz de su esencia un trascender, es decir, si de antemano no estuviera sostenida dentro de la nada, jamás podría entrar en relación con el ente ni, por tanto, consigo misma.

Con esto hemos obtenido ya la respuesta a la pregunta acerca de la nada. La nada no es objeto ni ente alguno. La nada no se presenta por sí sola, ni junta con el ente, al cual, por así decirlo, adheriría. La nada es la posibilidad de la patencia del ente como tal ente para la existencia humana. La nada no nos proporciona el concepto contrario al ente, sino que pertenece originariamente a la esencia del ser mismo. En el ser del ente acontece el anonadar de la nada. La nada es el origen de la negación y no al revés. Al quebrantar así el poder del entendimiento  en esta cuestión acerca de la nada y el ser, hemos decidido al mismo tiempo la suerte de la soberanía de la ‘lógica’ dentro de la filosofía. La idea misma de la ‘lógica’ se disuelve en el torbellino de un interrogante más radical.

La metafísica es una transinterrogación allende el ente para reconquistarlo después conceptualmente en cuanto tal y en total. En la pregunta acerca de la nada se lleva a cabo esta marcha allende el ente en cuanto ente, en total. Se nos ha mostrado, pues, como una cuestión ‘metafísica’. El ser es, por esencia, finito, y solamente se patentiza en la trascendencia de la existencia que sobrenada en la nada. El ir más allá del ente es algo que acaece en la esencia misma de la existencia. Este trascender es, precisamente, la metafísica: lo que hace que la metafísica pertenezca a la ‘naturaleza del hombre’. No es una disciplina filosófica especial ni un campo de divagaciones: es el acontecimiento radical en la existencia misma y como tal existencia»9.

Pero la intencionalidad humana, que es intelectiva, es también afectiva, tanto que unas veces se hipertrofia y otras se atrofia. No Heidegger, sino otros discípulos de Husserl como von Hildebrand así lo estudiaron. Veamos.

Desviaciones hipertróficas de la intencionalidad en von Hildebrand

Sentimentalismo
En lugar de centrarse en el objeto intencional (noema) que origina nuestra respuesta afectiva, la persona se centra en su propio sentimiento noético; el contenido de la experiencia se desplaza de su objeto al sentimiento ocasionado por el objeto, y así la conmoción hasta las lágrimas sirve más que nada de instrumento para procurarse un gozo, una sensación placentera, degradando el sentimiento a un puro estado emocional, el sentimentalismo. Resultado: carente de refrendo objetivo y de criterio verificable de contrastación, este egotista queda embrollado en la dinámica de su propio corazón sin saber distinguir entre lo grande y lo pequeño, y de este modo termina enredado en disputas pequeñas y triviales, como es usual entre personas de pocas luces y de mente estrecha: un exceso de ego empequeñece la afectividad del yo, por paradoja.

Autocomplacencia
Se da esta situación cuando el sujeto toma su propio entusiasmo como señal de hallarse en posesión de la virtud, lo cual no debe tomarse por intensidad afectiva, sino por estado narcisista y desordenado del alma. Variante de lo mismo: quien, no sabiendo frenar su sentimiento de compasión ante el borracho que le suplica una copa más, se la sirve aunque ello resulte desastroso para el borracho mismo. Esta persona ignora que el verdadero amor obliga a pensar en el bien objetivo de nuestro prójimo (alguna vez en la vida «quien bien te quiera te hará llorar»), y que en ocasiones un «no» puede ser una manifestación mucho más verdadera de afecto que un «sí». Ciertos corazones «demasiado buenos», más que benevolentes o delicados, son débiles y desordenados.

Histeria
Esta perversión intencional puede darse incluso cuando uno se acerca a Dios simplemente para saborearse a sí mismo, degustar los propios sentimientos, instrumentalizando la oración como medio para satisfacerlos. Aquí se desconoce el pesar contrito, así como la voluntad de no volver a pecar, toda vez que se hace de la contricción un mero estado emocional. Verdad es que el amor no puede existir sin una constante agitación, pero bajo el signo de una orgía de contricciones, según se vive en determinadas sectas, el agente puede llegar a entregarse a un frenesí de remordimiento público revolcándose por el suelo y lanzando gritos salvajes, aunque volviendo después a la «normalidad» sin que se haya operado ningún cambio fundamental en su vida, pero sintiéndose mejor tras la liberación emocional de la mala conciencia. Se trata de una autoindulgencia emocional, de una «confesión barata».

Exhibicionismo
Ante una gran audiencia el sujeto se recrea hinchando retóricamente su indignación o/y su entusiasmo. Y, luego, nada de nada. Los espejos harían bien reflexionando un poco antes de devolver las imágenes.

Desviaciones atróficas de la intencionalidad

A veces ocurre lo contrario: no mostramos nuestro lado afectivo a quienes nos rodean: si son alumnos, los tratamos como a máquinas de archivar, decimos que valen para ciencias o para letras, sin preguntarnos si son buenos, etc. La estadística, el resultado sin la intención, todo eso nos hace vivir vidas burocráticas, que no dan de sí todo lo que llevan dentro, y que secan la riqueza de humanidad que podrían gozar.

Esteticismo
El esteticista, en lugar de interesarse por el herido grave en un accidente, se preocupa sobre todo de observar sus reacciones, su expresión, etc, pues sólo le interesa la clasificación estadística, la ocasión para aumentar el conocimiento, la curiosidad, etc. Difícilmente podría decirse de este afectivamente mutilado que su conocimiento llegará a profundo, pues le falta la empatía necesaria para entrar en lo vivo, en lo irrepetible, que forma parte inextirpable de lo real. Una variante de lo mismo puede darse en el esteta refinado, con un corazón, si no endurecido, sí helado. Nerón se deja conmover por la llama que incendia la ciudad, permaneciendo indiferente al achicharramiento de los ciudadanos. Mucho esteticismo desmayado se esconde en general en todas las manifestaciones del arte por el arte, o del arte-espectáculo. Sin embargo, esta falta de corazón dista de ser desapasionada como presume, pudiendo llegar a generar fanáticos del esteticismo, para quienes no importa el sufrimiento ajeno, ya que la compasión les parece una abominable debilidad.

Pragmatismo
Para el utilitarista, para el pragmático, toda experiencia afectiva resulta superflua y constituye una pérdida de tiempo, por eso -carente hasta de la menor educación sentimental, incapaz de entender los dolores fecundos- se mofa de cualquier gesto de compasión por el sufriente, de ahí que diga: «la compasión no ayuda, haz algo y no pierdas el tiempo con sentimentalismos». También para el burócrata metafísico sólo cuentan las cosas que tienen realidad jurídica, de ahí que su afectividad se reduzca a la satisfacción que siente al cumplir al pie de la letra las prescripciones legales10.

Amargura
El corazón del amargado ha sido cerrado y endurecido por algún trauma o por alguna herida inflingida por alguien a quien amaba ardientemente, o por el mal trato de la vida. Ese empequeñecimiento o supresión completa de la afectividad, que cierra su corazón -lo sella- por temor, malentiende los ideales religiosos, considera equivocadamente toda afectividad como una pasión, teme el riesgo que implica todo sentimiento o todo ‘querer cautivado’, y luchando por silenciar su corazón recela de cualquier respuesta afectiva como si perjudicara a la integridad de la moral o, por lo menos, como algo innecesario: la voluntad reduce a propósito toda la afectividad y silencia el corazón. Lo encontramos también en quien lucha por conseguir la apatía y coloca la meta del sabio en la indiferencia.

Endurecimiento
Hay afectivamente impotentes; ni saben lo que es una emoción, ni se interesan en aprenderlo, de tal modo que su corazón parece tan bruñido como el acero. Puede consumirles todo tipo de sentimientos negativos (odio, rabia, ira, envidia, avaricia, orgullo, codicia, pánico, etc), comportándose entonces como animales salvajes, pero son incapaces de dejar afectar su corazón, porque los afectos y dolores que verdaderamente llegan al alma han debido despejarse previamente de todos los sentimientos destructivos. Tales gentes no podrán dejar hablar a su corazón: sabido es que el toro manso cuando se ve acorralado se vuelve violento, mas no por ello bravo. No debe tomarse, sin embargo, por tales a quienes padecen una afectividad débil, oscura, salvaje. Un borracho víctima de su propio vicio puede poseer un corazón sensible; un irascible, a pesar de que su irascibilidad le lleve a violentas explosiones de iracundia, puede asimismo tener buen corazón.

Un mismo resentimiento como fondo
En el fondo de las anteexaminadas posiciones late el resentimiento que no acepta que otro lo haya hecho mejor y merezca por su excelencia un homenaje. El resentido destruye los valores por no poderlos sustanciar él mismo, se cierra al reconocimiento del superior cuya superioridad siente como una aminoración de la propia valía. Si el alma noble se alegra incluso por aquellos valores que ella misma no es capaz de realizar, felicitando cordialmente al vencedor por haber sido capaz de lo sublime, por el contrario el resentido envidia o incluso llega a odiar aquello que es mejor que él, de ahí su crítica a los mejores, negándoles, discutiéndoles o rebajando sus cualidades; en los casos más agudos se llega incluso a falsificar la tabla de valores mismos, es decir, al resentimiento contra el valor en cuanto tal11. Falta aquí lo que llama Martin Buber la Auslese: hacer posible la densidad selectiva del preguntar bien orientado desde la capacidad de seleccionar y de elegir que ha de poseer la persona, es decir, desde su inventividad, desde su intención creativa (Absicht)12. Quien no sea capaz de anticipar la pregunta del maestro no sabrá responderla.

La intencionalidad en el personalismo comunitario

La persona es relación

Considerada en su realidad intencional, la persona es un subsistente: un subsistente relacional. Junto a la tradición quietista que acentúa el carácter de autoposesión de la persona, una nueva tradición, la de Ricardo de San Víctor y otros en el siglo XII, sin negar esa dimensión personal, acentúa la dimensión relacional distinguiendo entre el sistere (estar quieto), y el existere (venir de u originarse de) personal: la persona subsistente es relacional, relación subsistente con Dios, y con las demás personas. Vivir es con-vivir, mirar es mirar y ser mirado:

«El ojo que ves no es
ojo porque tú le veas,
es ojo porque te ve»13

No somos la suma de un yo más un tú separados; entre tú y yo y entre yo y tú vamos caminando14, entre «nosotros existe o surge de tiempo en tiempo una relación esencial; es decir, que en el ‘nosotros’ rige la inmediatez óntica que constituye el supuesto decisivo de la relación yo-tú. El nosotros encierra el ‘tú’ potencial. Sólo hombres capaces de hablarse realmente de tú pueden decir verdaderamente de sí ‘nosotros’»15. Alteridad y yoidad conviven en el nosotros que somos16, en su recíproca inter-relación: «yo llego a ser yo en el tú; al llegar a ser yo, digo tú»17. Yo-y-tú podemos personificarnos, o cosificarnos y embrutecernos; cuando la personificación vence sobre la cosificación, se produce el roce con la eternidad18, la comunificación perfecta, el nosotros verdadero19. Autonomía abierta, cuyo sí mismo no se ensimisma, la persona ejercita la libre afirmación de su ser con las demás personas; socialidad dialogante, su diálogo es duálogo20, y su existencia (o ek-sistencia: su procedencia de otros) no es ego-céntrica, sino inter-comunicada, ex-céntrica, en la medida en que com-parte su centro con otros centros, está intercomunicada:

«Poned atención:
un corazón solitario
no es un corazón»
(Antonio Machado)

Siendo-en-el-mundo, la persona no es un «yo» cerrado o clausurado que en un segundo momento hubiera de abrirse al tú, ni un yo antecedente separado al que luego se le añadirían desde el exterior unos tús consecuentes, sino un yo-contigo-y-con-nosotros desde el inicio21. En la relación personal se da el perderse-encontrarse, el desposeerse-poseerse: únicamente posee quien da, pues (antítesis de las garras y de la mano prensil) las manos humanas se llenan tanto más cuanto más vacías se quedan por amor. No busque nadie la humanidad en el egocentrismo aislacionista, sino la identidad a través de la alteridad, en la alterificación, es decir, en el hacerse otro (alter) sin dejar de ser uno. En esta dialéctica, donde el ipse es idem a través del alter, el uni-verso se hace multi-verso. Persona es antítesis de solipsismo egocéntrico, o sea, encuentro, ad-venimiento, acontecimiento, y por tanto rechazo del absurdo, que consiste en permanecer sordo-de (ab-surdus) ante el otro. La relación humana capaz de generar encuentro siempre nos inter-esa con interés des-inter-esado, ya que en ella vivimos nuestro ser (nuestro es) como un des-vivirnos por el tú, cuya suerte me interesa. Desvivirse interrelacionándose es lo verdaderamente inter-esante: interés óntico, que es desinterés ético22.

La persona como «persona tú-y-yo»: la relación interpersonal

En la lengua aymara hay cuatro personas, y la primera es tú. La prioridad dada al tú está en relación con la diferenciación entre el humano y lo no-humano. Los pronombres juma (tú y los tuyos, pero no yo ni los míos), jiwasa (tú y yo con o sin los demás), naya (yo y los míos, pero no tú y los tuyos), jupa (ni tú ni yo, él o ella y los suyos) se utilizan exclusivamente para las personas, no para los animales ni para las cosas, para los cuales se reservan aka (esto), uka (eso), khaya (aquello), por lo que su empleo para personas sería un insulto; es importante para un aymara reconocer la humanidad del otro, para no tratarlo como a un perro23.

Por su parte los guaraníes, sociedad sin Estado, mantienen una economía de la reciprocidad24, y su sistema simbólico se encuentra vehiculado por una lengua donde el «nosotros» es esencial y el «yo» se ve sustituido por un nosotros con múltiples acepciones: nosotros masculino, femenino, exclusivo o incluyente. El guaraní responde a un tipo de cultura centrada en el «nosotros», y no en el «yo».

Frente al impersonalismo que plantea la vida como un quid pro quo (tratando a las cosas como si fuesen personas), el personalismo quiere descubrir el camino de vuelta, el rescate de los pronombres yendo del ello al él; del él al tú; del tú al yo; del yo al yo-y-tú; del yo-y-tú al nosotros personalista y comunitario. Para nosotros, «la experiencia primitiva de la persona es la experiencia de la segunda persona. El tú, y en él el nosotros, preceden al yo, o al menos lo acompañan»25. En resumen, el personalismo afirma que «el ser humano es por definición altruista, puesto que está vuelto hacia el otro»26, y que «el yo, para realizarse, llama oscuramente a un tú todavía no conocido. Pero, cuando la reciprocidad comienza a ser explícita, desplaza los campos de acción y de conocimiento aislados. El yo ya no vive en sí mismo, ni siquiera en el tú, sino en el nosotros»27.
                                                                     
Tú-y-yo, fragilidad relacional compartida

Según el Talmud, «nunca hay que hablar bien del prójimo, pues por ese camino se puede llegar a hablar mal de él. La prudencia aconseja, pues, callar el elogio a fin de no sucumbir enseguida a la tentación de denigrar a la persona alabada»; hablar de alguien sería darle tratamiento de tercera persona. Sin duda, «si seguimos al pie de la letra la prescripción talmúdica, nos veríamos condenados al silencio o al lenguaje de la pura invocación; en efecto, decir ‘él’ ya sería hablar mal de alguien. Pero esta moral no ha de aplicarse puntualmente. Nos recuerda solamente que las demás personas no pueden ser nunca un tema como cualquier otro y que ese ‘él’, pronombre de la persona, es ciertamente ‘la palabra más perversa de la lengua’. Se habla del prójimo por toda clase de buenas razones, pero también para no tener que responderle; uno cubre de predicados la desnudez de su rostro para no oír su llamada; uno le asigna cualidades para esquivar su emplazamiento: ésa es la esencia de la calumnia, y la mentira no es más que una agravación de esta fundamental escapatoria»28.

Tanto el yo como el tú son realidades delicadas, «esa realidad sobre la cual yo no tengo ningún dominio es una piel que no está protegida por nada, desnudez que rechaza todo atributo y que no viste ningún ropaje. Es la parte más inaccesible del cuerpo y la más vulnerable. Trascendencia y pobreza. Siendo muy débil, me inhibe cuando miro sus ojos desarmados. Sin defensa queda expuesto y me infunde vergüenza por mi frialdad o mi serenidad. Me resiste y me requiere, no soy en primer término su espectador sino alguien que le está obligado. La responsabilidad respecto del otro precede a la contemplación. El encuentro inicial es ético, el aspecto estético viene después.

A merced mía, ofreciéndoseme, infinitamente frágil, desagarrado como un llanto suspendido, el rostro me llama en su ayuda, y hay algo imperioso en esta imploración: su miseria no me da lástima, al ordenarme que acuda en su ayuda esa miseria me hace violencia. La humilde desnudez del rostro reclama como algo que le es debido mi solicitud. En efecto, mi compañía no le basta a la otra persona cuando se me revela por el rostro: ella exige que yo esté para ella y no solamente con ella. No soy yo quien en primer término es egoísta o desinteresado, sino que es el rostro en su desnudez lo que me hace desinteresarme de mí mismo. El bien me viene de afuera, lo ético me cae de arriba y, a pesar de mí mismo, mi ser se encamina hacia otro. El rostro del otro me insta al amor o por lo menos me prohibe la indiferencia respecto de él. Por supuesto, puedo volverle las espaldas, puedo desobedecer o rebelarme contra su conminación, pero nunca estará dentro de mi poder no oírlo. El rostro me acosa, me pone en sociedad con él, me subordina a su debilidad, en suma, me manda amarlo.


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  1. En virtud de su desgaste, de los surcos que lo atraviesan, el rostro se me escapa y al mismo tiempo me manda que no lo deje solo. Presencia precaria y como roída por una ausencia, el prójimo no está todo entero en lo que veo de él: las arrugas lo excluyen de la mirada que lo capta. Las arrugas lo retiran y apartan de mi vida. Y, precisamente porque se marcha, el rostro se impone. Piel con arrugas, me reclama y me abandona, me conmina y me hace a un lado. La vejez es devastación del rostro. Lévinas dice implícitamente que, cualquiera que sea su edad civil, el rostro es viejo. La vejez no es lo que lo desfigura, es lo que lo define. Un imperceptible desfallecimiento esfuma la plenitud o la gracia de las fisonomías más juveniles. Las arrugas que echan a perder la belleza del rostro lo constituyen al mismo tiempo como esa realidad evasiva e imperativa cuya responsabilidad me incumbe. Piel con arrugas, el otro no es el adversario de mi yo, sino la carga que me está confiada»29.

    «Entendido por Sartre como mirada, el otro me petrifica y me convierte en objeto, adhiere mi ágil libertad al ser, en tanto que descrito por Lévinas como rostro, el otro impugna la tranquila seguridad de mi derecho al ser. Lo que me detiene, lo que paraliza mi espontaneidad es, no la mirada cosificante del otro, sino su soledad y desamparo, su desnudez sin defensa. Lo que de pronto me hace enrojecer de vergüenza no es la alienación de mi libertad, sino mi libertad misma: no me siento agredido, siento que yo mismo soy el agresor. El rostro del prójimo me acusa de perseverar en el ser, egoístamente, sin consideración por todo lo que no sea yo mismo.

    De manera que el rostro del otro es doblemente saludable en la medida en que libera al yo de sí mismo y en la medida en que lo desembriaga de su complacencia y de su soberbia. Lévinas da a estas sencillas palabras ‘yo soy’, o bien el sentido trágico de una prisión, o bien el sentido de una fuerza arrolladora de conquista. Desazón e imperalismo. Fatalidad y vitalidad salvaje. Encadenamiento a mí mismo en el que el yo se ahoga en sí mismo y perseverancia en el ser en la cual el yo, escuchando la locura de su deseo o prefiriendo la sabiduría de su interés, sólo tiene la preocupación de sí mismo. El rostro, al dar vergüenza al sujeto por su dinamismo devastador y por sus cálculos interesados, prescribe, tiene la fuerza de un imperativo. Al apartar al yo de sí mismo, el rostro lo aligera y lo seduce, tiene el atractivo de una aventura, de un hermoso riesgo que puede uno correr… El acto más sublime es el de poner a otro antes que a uno mismo»30.

    ¿Se extrema con afirmaciones semejantes la fragilidad y la vulnerabilidad de la relación entre rostros personales? Probablemente, pero aunque así sea no hay que perder de vista esa fragilidad y esa vulnerabilidad31, teniendo a la vez en cuenta la felicidad que el rostro ajeno puede proporcionarme, la dicha de la vinculación interpersonal.

    Tú-y-yo, frágil vinculación confiada

    Las formas básicas de vinculación o intercambio de fragilidades son aceptación y rechazo: cuando se proyecta una enorme cantidad de emociones agradables o desagradables sobre una persona (también sobre sí mismo), se termina estimándola o desestimándola, confiando o desconfiando de ella. Decir «tú» puede ser un arma arrojadiza contra ti («¡oye, tú!»), o desde ti («¡oh, tú!»). Todos los afectos, favorables o contrarios, giran en torno al tú, ese terrible monosílabo. Toda mirada es un acto de fe; si tuviéramos confianza, contemplaríamos la flor antes de su brote. Lo que vemos es más de lo que vemos, pues a lo visto hay que añadir la confianza con que lo miramos. La confianza es la cuarta dimensión de la mirada: nada ensancha tanto el campo perceptivo como una mirada confiada. Sólo las personas capaces de liberarse de la tiranía perceptiva del campo de lo objetivo estimúlico, y de explorarlo desde la propia dinámica interior, cumplen los requisitos precisos para una labor creativa.

    Ahora bien, si descubro en la obra del otro su llamada, si su creatividad pone en movimiento algo mío, algo que me lleva a confiar en él, es porque en el fondo lo que él me ofrece está respondiendo a alguna de mis necesidades, ya sean materiales o espirituales.

    La búsqueda de confianza mediante la construcción anticipada del yo

    No sólo confiamos o desconfiamos de nosotros mismos, ya sea del yo consciente o del yo subconsciente, es que también pactamos con los demás, confiando o desconfiando de lo que ellos nos dicen que somos, es decir, construyendo nuestra propia identidad en acuerdo o en desacuerdo respecto de ellos. Como ha señalado Carlos Castilla del Pino, «la percepción futura, anticipada, predispuesta, de la realidad implica tanto percibir -encuentro lo que busco- cuanto no percibir, en función del proyecto de vinculación que el sujeto se traza»32. Existe una construcción anticipada (proléptica) del yo en relación con el tú. Las más de las veces, y puesto que el contexto, en mayor o menor grado, es imprevisible, modificamos el yo proyectando estrategias de éxito. El yo no se improvisa, sino que se adapta de manera extremadamente flexible al contexto, de acuerdo con el propósito de su actuación y las posibilidades de éxito al respecto. Estos proyectos de yo son anticipaciones (prolepsis) del yo que se ha de representar, ensayos de yo. ¿Qué hace el yo con sus yoes previamente utilizados, o simplemente imaginados? O no vuelve a usarlos, porque no hay ocasión para ello, o porque no deben ser de nuevo utilizados por desafortunados; o trata de olvidarlos; o los asume y almacena33. Unas veces son yoes meramente fantaseados, propios del sujeto irreal, otras son yoes según las circunstancias privadas, públicas, profesionales, parentales, etc.

    Nadie podría dudar que «el éxito o fracaso -con otras palabras, la eficacia o ineficacia propositiva- de los yoes construidos se prueba en la interacción. Es lo que llamamos la prueba de la realidad. Los demás certifican, con su comportamiento para con nosotros, el éxito o el fracaso de nuestro yo social. Si tenemos en consideración que la construcción del yo es un proceso que se inicia como prolepsis de la actuación; que sobre la marcha, como resultado de la interacción misma, el sujeto modifica el yo y su actuación y la reajusta con el propósito de que el final sea exitoso; que el yo construido de antemano -el proyecto o prolepsis de yo- es aquel que el sujeto conjetura como el adecuado para su ‘teoría’ de la situación por venir; que de la interacción yo/situación real surge el yo final, del que el sujeto dispondrá para eventuales situaciones ulteriores análogas, y al que el sujeto juzga como un objeto más (qué bien me salió el trato de ayer, qué estúpidamente me comporté anoche); y que ese yo de la actuación está en la mente de los demás, para los cuales se actúa, entonces es importante lo que pensemos y nos digamos de ese yo; pero más aún lo que piensen y digan los demás. La razón es obvia: las interacciones no cesan, y las que han de venir a continuación conferirán redundancia a tenor de las actuaciones pretéritas»34.

    Necesidad de la imagen que el otro nos devuelve como definición de nosotros mismos

    Así pues, el yo se hace de sí mismo una imagen para que el otro confíe en él y le acepte. Pero esta necesidad de confianza no se detiene ahí, va todavía más lejos: ese mismo yo espera que la imagen que el otro se ha hecho de mi propio yo le resulte confiable. En efecto, «toda relación interpersonal ha de establecerse sobre la base de un pacto implícito mediante el cual la imagen que se ofrece al otro se construye a tenor de la que se ha construido uno de él. Dicho en otras palabras: en toda relación se ha de tener en cuenta quién soy para el otro y quién es el otro para mí. Denomino a este inicial punto de partida en la interacción ‘pacto de supeditación ad hoc’, que, de incumplirse, conduce al fracaso de la relación porque es dificilmente reparable. Uno se supedita al otro, y le da lo que requiere de nosotros. Que sólo este pacto garantiza en gran medida el éxito de la relación sin coste alguno de orden sicológico lo revela el hecho de que ese otro, al que nos supeditamos de antemano, lo que requiere es que se le ofrezca su imagen previa de quién somos, sin que por ello, naturalmente, se prescinda de la imagen de él.

    Esto no se opone a que en el curso de la interacción no se deconstruyan o destruyan, quizás, las imágenes recíprocas previas y se construyan otras ajustadas al curso de la interacción misma, de aquí que, en ocasiones, se salga de una entrevista modificando la imagen previa forjada sobre el interlocutor: ‘mira, creía que era… y resulta que es’. La mayoría de las veces, y si la interacción no se prolonga, pueden conservarse las imágenes preexistentes. Pensemos en la interacción que tiene lugar entre dos personas de muy distinto rango social, pongamos el rey y un niño que va a ofrecerle un obsequio. Está claro que el niño requiere que el rey siga en su sitio, por decirlo así, pero no es menos claro que el rey se ha de supeditar sin dejar de representar su rol y demostrar su identidad a la imagen de él que el niño le ofrece. De no ser así, si el rey mantuviese determinada tiesura, exigible en otros contextos, la coartación sería inevitable y la relación se bloquearía.

    En cualquier caso la imagen que el otro nos devuelve es una definición de nosotros mismos. Tras cada unidad interaccional surge la autopregunta imprescindible (se formule o no, se formula en situaciones especialmente relevantes, y en ocasiones incluso ante otros, por la indecisión ansiosa que suscita): ‘¿qué le habré parecido a…’?, o ‘le he debido parecer que…’. Toda interacción, pues, confirma o desconfirma la identidad: en el primer caso, somos al parecer (ante el otro) como pretendíamos ser; en el segundo caso, somos menos o más para el otro de lo que imaginábamos ser. Esta segunda situación es la que nos interesa de modo especial para entrar luego en la relación de envidia. Si se nos define en más de lo que imaginábamos inicialmente ser, aparte la gratificación en forma de autoestima que de ello se deriva, aceptamos por lo general sin reticencia alguna esta imagen realzada (a veces no ocurre así, y nos vemos obligados a pensar, por la responsabilidad que se contrae, que el otro nos tiene en más de lo que somos). Por el contrario, si la definición nos rebaja, la relación suele ser de rechazo, por la necesidad de defendernos de la herida narcisista que ello nos depara.

    Así pues, toda definición efectuada por los demás sobre uno se compara de inmediato con la definición que uno trató de dar de sí mismo, es decir, con la definición que uno esperaba obtener a partir de su actuación. Pero la comparación también se establece entre la que hacen de uno y la que hacen de los demás: ¿somos preferidos o somos preteridos? ¿en qué lugar respecto a los demás se nos sitúa? Nuestra autoestima sufre porque se nos sitúe allí donde pensamos que no debemos estar, y más aún si se sitúa a otro en la posición que juzgamos que nos corresponde»35.

    Necesidad de confiar en lo valioso ajeno

    Ciertamente, la confianza que uno tiene en sí mismo engendra la confianza de los demás en uno: la confianza facilita la conversación más que el ingenio. Y si, como deseamos, ha quedado bien clara la necesidad que todos tenemos de resultar confiables no sólo para nosotros mismos (de lo contrario careceríamos de la ineludible autoestima), sino también para los demás (sin la cual hasta la propia autoestima correría riesgos), igualmente ha de quedar claro que también nosotros mismos necesitamos por nuestra parte confiar en los demás. La con-fianza es cosa de dos, fianza recíproca y, cuando esta bilateralidad falla, también la confianza se resiente. Somos yo-y-tú, tú-y-nosotros, y lo somos de forma tan ineludible, que ni siquiera vale afirmar, como lo hace Ortega, que «yo soy yo y mis circunstancias», sino que «yo-soy-yo-y-mis-circunstantes», únicamente personas: las cosas y los animales son circunstancias, las personas son circunstantes porque forman parte de mi propia vida36.

    Así las cosas, confiada es la persona que puede tener por ciertos los valores positivos de otras personas. Al contrario que el suspicaz, que ve más fácilmente lo malo que lo bueno, el confiado tiene seguridad y mira con fe los aspectos valiosos de los demás, y por tanto espera de ellos conductas favorables. La confianza puede ser fundamentada y constituir un rasgo positivo del carácter, o puede estar ligada a la ingenuidad y la ilusión; en este caso, al faltarle las bases para fundamentarse, se convierte en un punto vulnerable de la personalidad. Vivir sin confianza en nada hace la vida dolorosa e imposible; confiar en lo iluso es quedar constantemente expuesto al engaño. Sólo la capacidad de crítica y objetividad pueden dar a la confianza las bases de madurez que requiere37.

    Cuesta trabajo aprender a confiar en un mundo donde en no pocas ocasiones «falsedad sólo dice cada cual a su prójimo, labios de engaño, lenguaje de corazones dobles»38. Sin embargo, la confianza, da la espalda a ese lenguaje. Confiar es tener la certeza de que las promesas serán cumplidas; es adoptar una actitud positiva ante la vida, ante los demás; no es verles como un obstáculo en mi camino, sino como una ocasión para celebrar la fiesta de la vida; es descansar en ti, sin agobiarme en mí, propiciando un nosotros, «confiar es abandonarse al amor, dejarse amar y no preocuparse si uno no llega a amar tal como es amado; confiar es aceptar la fragilidad y limitación propia, aquello que no nos gusta sin detenernos en ello, pues detenerse en las propias sombras y limitaciones es aprisionar y abatir la propia confianza»39. La vida es buena. Esta convicción es necesaria para pensar que cabe una posible felicidad, sea cual fuere su intensidad. El creyente funda en última instancia esta confianza en la convicción de hallarse en las buenas manos de Dios, de ahí la credentidad, el dar crédito a la realidad, la felicidad como fiducia40.

    La confianza hace surgir el encuentro. Los hechos son oscuros, el encuentro luminoso. Todo encuentro es un acontecimiento. Según Martin Buber, cuando venimos de un camino y encontramos a un ser humano que llega hacia nosotros y que también venía de un camino, nosotros conocemos solamente nuestra parte del camino, no la suya; la suya únicamente la vivimos en el encuentro. En el mismo sentido J.L.Moreno, el sicólogo rumano creador del sicodrama, describe el encuentro interpersonal como «un encuentro de dos: sus ojos frente a frente, cara a cara. Y cuando estés cerca yo tomaré tus ojos y los pondré en lugar de los míos, y tú tomarás mis ojos y los pondrás en el lugar de los tuyos. Y entonces yo te miraré con tus ojos, y tú a mí con los míos». No hacen falta palabras necesariamente, «se habla con sentido desde la plenitud del silencio. Se calla con sentido desde la plenitud de la palabra»41.

    Carl Jung dijo en cierta ocasión que las personas recluidas en los manicomios nunca tuvieron a nadie dispuesto a escuchar lo que tenían que contar. El ser humano es complejo: aspectos biológicos, económicos, sociales, culturales, espirituales… pero ninguno es secundario. De aquí nace la imperiosa necesidad de tratar a las personas de manera relacional y totalizante. En el terreno de la salud mental importa mucho el sufrimiento, que equivale a tener un estado de ánimo de la carencia de algo fundamental. El sufrimiento es principio de curación y requiere un correcto acompañamiento en el que, además de la solidaridad y la justicia, se necesita piedad y caridad que generan compasión y posibilitan una auténtica empatía relacional. Ninguna experiencia de sufrimiento se suple con los tratamientos biológicos tan sólo. La atención a esas personas requiere de una asistencia que despierte esperanza. Sin esperanza el sufrimiento es insoportable. El amor da esperanza y la esperanza engendra amor. La esencia de la ayuda consiste ante todo, no en dar mi esperanza y razones de vivir, sino en despertar la esperanza básica de la persona que sufre. ¡Qué necesitados estamos de cultivar la propia esperanza para poder entrar en relación! Pero la esperanza, que es relación subsistente, se funda en la relación subsistente por antonomasia: el amor.

    Carlos DÍAZ  es profesor de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid  y fundador del Instituto Enmanuel Mounier.

    NOTAS

    1  Breton, S: Conscience et intentionnalité, Vitte, París, 1956
    2  Cfr. Satué, A: La doctrina de la intencionalidad en Franz Brentano. CSIC, Madrid, 1961
    3  Cfr. Moreno, C: La intención comunicativa. Ontología e intersubjetividad en la fenomenología de Husserl. Thémata, Sevilla, 1989
    4  Cfr. Díaz, C: Husserl. Intencionalidad y fenomenología. Ed. Zero, Madrid, 1970.
    5  Cfr. Rodríguez, R: Heidegger y la crisis de la época moderna. Ed. Cincel, Madrid. 1987.
    6  Heidegger: El principio de razón. Ed. Narcea, Madrid. 1980. pp. 83-85
    7 Heidegger: ¿Qué es metafísica? Cruz del Sur, Santiago de Chile, 1983, pp. 23 ss
    8 Heidegger: ¿Qué es metafísica? Cruz del Sur, Santiago de Chile, 1983, pp. 31-33
    9 Heidegger: ¿Qué es metafísica? Cruz del Sur, Santiago de Chile, 1983, pp. 41-48
    10  Hildebrand, D. V: El corazón. Ed. Palabra, Madrid, 1997, pp. 115.
    11  Es la Umsturtz der Werte de que habla Max Scheler en El resentimiento en la moral. Berna, 1955, pp. 63 ss.
    12  Buber, M: Über das Erzieherische. In «Reden über Erziehung». Verlag Lambert Schneider, Heidelberg, 1986, p. 24
    13  Machado, A: Proverbios y cantares. CLXI, núm 1. De mil modos dice Machado lo mismo:

    «Mis ojos en el espejo
    son ojos ciegos que miran
    los ojos con que los veo»
    (Juan de Mairena, CLXVII)

    14  Buber, M: Yo y tú. Ed. Caparrós, Madrid, 1993, pp. 40-41
    15  Buber, M: Qué es el hombre. FCE, México, 1949, pp. 105-106
    16  Cfr. Nédoncelle, M: Dell’essere como relazione primordiale. Rivista di Filosofia Neo-scolastica, Milano, LXV, 1, 1973, sobre el verbo ser como sincategorema relacional originario.
    17  Buber, M: Yo y tú cit. p. 17. «Los pronombres yo y tú no son en su uso concreto representantes de un sustantivo en la frase, ni de un nombre común o propio, sino que se hacen presentes inmediatamente a la persona misma en la esfera espiritual surgida y objetivada precisamente a través de la palabra» (Ebner, F: Fragmente. Aufsätze. Aphorismen zu einer Pneumatologie des Wortes. I. Kösel Verlag, München, 1963, p. 87). «La enfermedad del espíritu en el hombre está en la carencia de tú de su yo. El yo nunca puede encontrarse en sí mismo, y por ende debe buscarse en el tú» (Ibi, p. 34). «Dado que el yo y el tú existen única y exclusivamente en relación mutua, no hay un yo absoluto sin tú, como tampoco sería pensable un tú sin un yo. La palabra es aquello a cuyo través se constituye objetivamente -se pone- no sólo la existencia, sino ante todo la relación de ambos… El sentido de la frase primordial es ‘yo soy’, pero no ‘yo soy yo’, sino el yo-que-se-pone-en-relación-con-el-tú, no la absolutización del cerrar ante el tú su ‘autoposición’ en la afirmación de identidad» (Ibi, p. 88).
    18  Buber, M: Yo y Tú, cit. p. 61
    19  Ibi, p. 60
    20  Moreno, M: El hombre como persona. Ed. Caparrós, Madrid, 1995, p. 25. Desgraciadamente Mariano Moreno falleció cuando inciaba su madurez intelectual, y este libro mostraba ya el inicio de ella. 
    21  Una espléndida descripción del encuentro relacional se encuentra en el volumen I de los dos (el segundo dedicado al desencuentro) de la obra de Josep M. Coll: Filosofía de la relación interpersonal. PPU, Barcelona, 1990
    22  «Los otros me conciernen de golpe. Aquí la fraternidad precede a la comunidad del género. Mi relación con el otro, en tanto que prójimo, confiere sentido a mis relaciones con todos los otros. Todas las relaciones, en tanto que humanas, proceden del desinterés. El uno-para-el-otro de la proximidad no es una abstracción deformadora. En ella se muestra de golpe la justicia» (Lévinas, E: De otra manera que ser, o más allá de la esencia. Ed. Sígueme, Salamanca, 1987, p. 238)
    23  Cfr. Donnat, F: El mundo aymara y Jesucristo. Ed. Verbo Divino, Cochabamba, 1998, pp. 36 ss.
    24  «En la sociedad guaraní no había propiamente caciques. La autoridad residía en los Ñande Rú que son personas cuyo poder es no tener poder, porque su prestigio les viene de su palabra en y para la comunidad. Por esto, la forma política por excelencia de los guaraníes era y es el aty, la asamblea en sus diversos niveles y formas. Hay los aty informales que son apenas consultas entre vecinos y hay los aty guasú, que llegan a congregar a los jefes de familia de toda una zona o región. Es fácil reconocer en estos aty los ideales democráticos que el Estado suele colocar, en realidad con éxito muy limitado, en los Parlamentos» (Ibi, p. 56). «Ser pobre es un ideal comunitario que derriba, por lo menos idealmente, las barreras de la fragmentación y la separación de los grupos. El derecho de los pobres hace temblar con frecuencia a los que tienen más, porque dificilmente se les puede negar la razón y la lógica de la igualdad y de cooperación que viene exigida por una sociedad realmente democrática. No conozco ninguna sociedad que se construya sobre un ideal de comunidad de los ricos: en los ricos no hay comunidad posible, ya que por definición son excluyentes. Los hombres pobres son generalmente la expresión de la solidaridad. En el poriahu hay una especie de contracultura, que sin embargo ejerce una profunda fascinación. Representados como arcaicos y atrasados, los poriahu se proyectan como la figura de una acabada sociedad utópica y perfecta, en la que todos tienen todo. Una sociedad de pobres apunta a una solidaridad, que la sociedad de los ricos está empujando cada día más atras» (Meliá, B: El Paraguay inventado. Centro de Estudios Paraguayos, Asunción, 1997, p. 106).
    25  Mounier, E: Obras completas, III, Ed. Sígueme, Salamanca, 1990, p. 475. Cfr. también Vázquez, J.L: La persona como vocación, diálogo y comunión. Publicaciones Horeb, Barcelona, 2001
    26  Nédoncelle, M: La reciprocité des consciences. Essai sur la nature de la personne. Aubier, París, 1942, p. 70
    27  Nédoncelle, M: Intersubjectivité et ontologie. Le défi personnaliste. Nauwelaerts, Louvain, 1974, p. 95
    28  Finkielkraut, A: La sabiduría del amor. Gedisa, Barcelona, 1986, pp. 30-31
    29  Ibi, pp. 27-30
    30  Ibi, pp. 32-34. Cfr. también Balducci, E: El otro. Un horizonte profético. Acción Cultural Cristiana, Salamanca, 2001.
    31  Sobre la riquísima polisemia del rostro cfr. Jenni-Westermann: Diccionario teológico manual del Antiguo Testamento. II. Ed. Cristiandad, Madrid, 1985, pp. 548-581
    32  Castilla del Pino, C: Teoría de los sentimientos. Ed. Tusquets, Barcelona, 2000, p. 56.
    33  Ibi, pp. 262-263
    34  Ibi, pp. 268-269
    35  Ibi, pp. 310-311
    36  Cfr. Díaz, C: Soy amado, luego existo. Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1999-2000. Cfr. también el magnífico libro de Cabada Castro, M: La vigencia del amor. BAC, Madrid, 1998.
    37  Hinojosa, A: Definición y dinámica de los rasgos del carácter. UNAM, México, 1986, p. 42
    38  Salmo 12
    39  Bennassar, B: Virtudes cristianas ante la crisis de valores. Ed. Sígueme, Salamanca, 1995, p. 50
    40  Cfr. Ruiz de la Peña, J.L: El último sentido. Ed. Marova, Madrid, 1980
    41  López Quintás, A: El poder del diálogo y del encuentro. BAC, Madrid, 1997, 247 pp.

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