Respaldo de material de tanatología

Decrepitud: Notas sin destino

Me asusta la decrepitud. Sobre todo la que recuerda el olor de lo rancio. La que vaticina la ausencia de esperanza. La que se mofa de las manos que acompañan. La que elude las voces de quien pretende mitigar el acre sabor de lo que nunca regresará. Me inquieta la decrepitud porque entiendo que en muchas ocasiones dar un paso es imposible.

Me angustia la decadencia porque los enfermos decrépitos no logran expresar una palabra o gesticular un guiño alegre: el desasosiego supera el deseo. Me trastoca la decrepitud porque sé que es irreversible. Más irreversible y más dolorosa incluso que la muerte. ¿Por qué? La muerte calla y no duele. Es total.

La muerte nunca es problema para el muerto. Los muertos no se enteran que han muerto. Dejan de sufrir, dejan de estar, dejan de saber. Heredan sus recuerdos y su propia muerte a los vivos. Sé que me repito y me repito -muerto, muerte, muerto-, pero así es: con la muerte muere todo y todo se repite. En cambio, con la decrepitud todo vive. Todo vive, pero vive peor. Todo sigue, pero continúa sin destino. Decrepitud y falta de destino son casi sinónimos. Duelen diferente y achican distinto. Laceran y enturbian igual. La decrepitud hiere a quien la ve.

La ausencia de destino asfixia a quien lo padece. Lo vetusto se vuelve cada día más vetusto. La decrepitud hermana. Decadencia y ausencia de destino habitan el mismo cuerpo. Observo el rostro de la decrepitud en la cara de los enfermos. Huelo el sabor de lo viejo en sus zapatos deformes. El rostro decrépito es plano, insípido, sin guiños. Sin tiempo. Nada lo modifica. Es seco. Tan seco que nada lo mueve. Tan lejano que es ausente. El rostro decrépito casi no se inmuta, casi no es rostro. Unos cabellos sin tono caen en la frente. Los párpados no pestañean. Unos suspiros ladean la cabeza. Los labios apenas se mueven. La frente no se arruga. La facies del decrépito es la misma ayer y hoy. Y la de mañana será igual. El tiempo en esos rostros no transcurre. El reloj del buró es testigo de la inacción del tiempo: marca la misma hora desde hace semanas. El rostro es siempre el mismo. Siempre está teñido por la misma ausencia. Casi no contiene muecas. Las muecas son vida, son presencia. Las manos paradas, apenas vivas, son extensión de la falta de expresión propia del decrépito.

La mirada del decrépito es fija e imperturbable. Mira el vacío. El vacío donde nada se mueve y nada pasa. El vacío que observan quienes entienden lo que significa desesperanza. Me inquieta y atemoriza la mirada perdida. La que no regresa porque no tiene que otear. La mirada que al evadir la vida pregunta poco, pregunta quedo, pregunta sin preguntar, pregunta para no saber. La mirada del decrépito anticipa la muerte. Mirar la nada no es un ejercicio voluntario; es una condición inequívoca de la decrepitud. Esa mirada sólo escapa temporalmente de su ingravidez por el murmullo de la voz, no por las imágenes. Mirar personas es demasiado. Mirar la voz es obligado. Es como el último aliento o el aliento indispensable. Mirar el vacío sin percibir siquiera que se observa es sinónimo de decadencia. Los zapatos del decrépito reflejan también los rasgos del deterioro. Son inamovibles, sin brillo. Los pies recargados perennemente en ellos imponen una serie de dobleces en la piel característicos de los pies decrépitos. Siempre están ahí y siempre son iguales. Calzarlos adecuadamente es imposible. Se requiere demasiada fuerza para levantar los pies y calzar bien los zapatos. Las labores diarias, antaño practicadas incontables veces, recuerdan el significado de la decrepitud. Los zapatos permanecen siempre en el mismo sitio. Siempre es también una vivencia que se repite inexorablemente en los telares de la decrepitud. Nada cambia. La decrepitud suele ser siempre la misma. Me asusta la decrepitud. La del rostro, la de la mirada, la de los zapatos. Me amedrenta porque es inmodificable hasta que llega la muerte.

¿Por qué es inmodificable? Porque es una forma de estar en la vida sin recursos, desarmado, exangüe, sin peso, sin tiempo. Sin siquiera entender que la vida ha sido suplida por otra vida. Me acobarda porque no encuentro cómo modificarla, a pesar de que deseo hacerlo. La decrepitud duele diferente. Quien la mira se rinde ante su impotencia. Quien la padece la acepta como parte de un destino inamovible. Son, ciertamente, llagas distintas. Ver lo no visto. / Decir lo no dicho, escribió Cardoza y Aragón. Ver y hablar. Recogerse y escribir. Callar. Vivir la decrepitud de los otros, atado ante lo imposible, impide escribir lo que se siente.

1/3/2006 Arnoldo Graus Decrepitud: notas sin destino La Jornada, Mx