Respaldo de material de tanatología

Vida larga, muerte lenta:

Vida larga, muerte lenta: Un hombre sensible e inteligente frente al final de la vida.

“El tiempo pasa. Escucha. El tiempo pasa”. Dylan Thomas

A medida que me voy acercando a la estación terminal de la vida contemplo con creciente tristeza, desde la plataforma del último vagón, cómo huyen los brillantes raíles hacia un pasado irrecuperable, cómo se van perdiendo en la lejanía alegres prados de niños sonrientes, borrosas colinas de adolescentes inseguros, atardeceres de amigos y familiares prematuramente desaparecidos, viejos cerezos a los que ya no esperan nuevas primaveras, sonrisas perdidas en la niebla que sólo a mí me es posible recordar.

Se trata de mi biografía, única, irrepetible, que se escapa fugaz a través de los raíles, a la vez que me anuncia, sin que apenas me aperciba de ello, la proximidad del fin del viaje. “La muerte tiene mil puertas”, nos recuerda Nuland en su conocido best seller Cómo morimos.

Así, en Estados Unidos, 450.000 infartos de miocardio conducen todos los años a sus ciudadanos a una “muerte súbita e inesperada”. De forma similar, una investigación realizada en seis países europeos muestra que una de cada tres personas muere -lejos de los tsunamis, la malaria, el hambre, las guerras y los huracanes- de “muerte súbita e inesperada”.

Y no deja de ser curioso que en ambos datos, procedentes de dos revistas médicas de reconocido prestigio (N Engl J Med y Lancet), se utilice el mismo adjetivo, inesperado, para un acontecimiento aparentemente sorprendente al que, debido a su elevada frecuencia, deberíamos estar acostumbrados.

También sabemos que en los próximos ocho años se producirán en el mundo 45 millones de nuevas infecciones por VIH y que, lejos de nuestras eficaces terapéuticas antirretrovirales, a una gran parte de las personas infectadas les espera una muerte terrible en plena juventud. Debemos, sin duda, luchar contra éstas y todas las muertes prematuras (de infarto, accidente de tráfico, leucemia, homicidio, etcétera), pero también debemos aprender a aceptar la muerte cuando nos llegue el tiempo de morir, que en las sociedades occidentales podría establecerse alrededor de los 80 años. Lo más probable es que, para la mayoría, la muerte tenga tendencia a demorar su aparición, pues nuestro entorno medicalizado -señala Callahan- “ha cambiado una vida corta y una muerte rápida por una vida larga y una muerta lenta”.

Lo mismo opina Norberto Bobbio, señera figura contemporánea de la filosofía del derecho, quien, a los 84 años, escribe: “La verdad es que, aunque sea difícil de entender para los más jóvenes, el descenso hacia ninguna parte es largo, más largo de lo que había imaginado, y lento, hasta el punto de parecer casi imperceptible (mas no para mí). El descenso es continuo y, lo que es peor, irreversible: bajas un pequeño peldaño cada vez, pero una vez puesto el pie en el peldaño más bajo, sabes que no volverás al peldaño más alto. No sé cuántos quedan aún, pero no me cabe duda de una cosa: son cada vez menos”.

Hace muchos siglos, Cicerón se preguntaba en De Senectute, con el mismo título que el libro de Bobbio: “¿Acaso sería menos gravosa una vejez a los 800 años que a los 80?”. Como contrapunto al pensamiento anterior, el jesuita Díaz Alegría, en una entrevista reciente (EL PAÍS, 29 de mayo de 2005), matiza, en la línea de Borges: “A la muerte hay que aceptarla como un bien. Si esta vida no se acabara nunca, sería algo horroroso; si no hubiera noches no se podría vivir. Atisbo en mí una muerte plácida, con una tranquilidad enorme porque me entrego en manos de Dios”. Aceptar la muerte. Abandonarse en las manos bondadosas de un Dios; o cumplir, serenamente, sin la certeza de Dios alguno, con el destino de todo ser humano. Asignatura difícil en una sociedad en la que permanentemente se nos repite que nuestro objetivo en la vida es adquirir, poseer, acaparar cada vez más cosas, sin tener en cuenta que la muerte llegará un día y que la misma implica desprendimiento, pérdida, de todas ellas, de las que hemos conseguido con nuestro trabajo o arrebatado a otros, e incluso de aquellas, como el amor, la amistad o la belleza, que nos han sido regaladas.

Disponemos de datos de enfermos de cáncer avanzado que, encontrándose en la fase final de su existencia, manifestaban, como Díaz Alegría, sentirse bien por cosas tales como la visita de un hijo, la carta de un amigo, la sonrisa de una enfermera o la autorización del médico para salir al jardín a tomar el sol. Curiosamente, nada que pueda comprarse con dinero.

Aceptar el sufrimiento y la muerte, y ayudar a los demás a morir en paz, este es el difícil y atractivo programa que nos presenta el informe Hastings sobre los fines de la medicina del siglo XXI (www.fundaciongrifols.org).

La propuesta de un cambio de paradigma, de una esperanza solidaria para una humanidad en crisis: dar prioridad a la prevención de muertes prematuras, universalizar los cuidados paliativos, atender el sufrimiento o investigar qué facilita el proceso del bien morir, colocados al mismo nivel que la genética molecular, la personalización de las terapias oncológicas o las tecnologías médicas avanzadas.

Tal vez la respuesta al problema se reduzca a las extrañas palabras de Simone de Beauvoir ante la muerte de su madre -“he comprendido por mí misma, hasta el tuétano de mis huesos, que en los últimos momentos de un moribundo se puede encerrar el absoluto”-, a las no menos misteriosas de Saint-Exupéry -“contemplad el cielo y preguntaos: la oveja, ¿se ha comido, o no, la flor? Y veréis como todo cambia…”-, o a las últimas frases de uno de los relatos de James Joyce difundidas por John Huston, ya enfermo, en una película póstuma perfecta que consigue transmitirnos con sobrecogedora sencillez la tristeza de la vida y de la muerte.

Es posible que todo lo que podamos hacer ante la muerte sea dejarnos disolver sin resistencia, manteniendo algún tipo de esperanza y soslayando la desesperación trágica de Unamuno, escindido entre el escéptico y el místico. “La muerte tiene mil puertas”. Siento que el tren en el que viajo disminuye la velocidad. Estamos llegando a una pequeña estación de montaña llena de geranios. Quizá nos detengamos en ella unos minutos. Me gustaría aprovechar la parada para bajar al andén, pasear un poco y reflexionar. La locomotora, con su vieja caldera de vapor, necesita un descanso. Es posible que no haya llegado al fin del viaje y que, tras el próximo túnel, me esperen hermosos bosques de abetos y prados en flor. Quizá pueda todavía aprender a mirar los brillantes raíles sin que se humedezcan mis ojos. Tal vez aún pueda compartir el último tramo del viaje con seres humanos maravillosos; o encuentre consuelo en algún pensamiento, alguna mirada, algún gesto, una palabra. O tal vez no.

* Ramón Bayés es profesor emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona (ramon.bayes@uab.es)

EL PAÍS – 06-09-2005