Más que la luz de las estrellas
Juan Jacobo Bajarlía.
Primero fallaron los retrocohetes. El combustible había perdido su detonador. Después estalló la cosmonave. Fue el final de la primera guerra interplanetaria. Sólo quedaron cuatro sobrevivientes. (Nunca se supo qué había sucedido con los otros cosmonautas). De estos cuatro, dos perecieron en el mar Cimmerium, de Marte. Los otros dos quedaron en órbita sobre Saturno. Llevaban el traje espacial y el cinturón de propulsión, imposible de manejar en ese momento por la fuerza orbital que los absorbía en una elipse vertiginosa. Estaban tomados de la mano, exactamente como al estallar la cosmonave, y llevaban, además, comprimidos de oxígeno que tragaban cuando el espacio se hacía asfixiante. El niño permanecía impasible, indiferente a la catástrofe. El único movimiento que realizaba con cierta avidez tenía relación con la mano libre que le quedaba, en cuya muñeca podía verse un pequeñísimo receptor de microcircuitos.
– ¿Oyes algo? – preguntó la madre.
Cuando Dédalus quiso contestar, un meteorito, al chocar contra la madre, le cercenó la cabeza que quedó, sin embargo, en órbita sobre la elipse a pocos metros de él. Quiso gritar. La voz se le coaguló en la garganta, mientras su mano derecha seguía aferrada a la otra mano de la madre decapitada. Minutos después, un segundo meteorito se llevó todo el cuerpo. Despapareció totalmente como si se hubiera fusionado con una masa incandescente diluida, a su vez, en el espacio. Dédalus quedó confuso, lleno de signos vacíos. Ahora estaba solo mientas la cabeza de su madre le seguía como un satélite en la elipse. En la escuela le habían enseñado a enfrentar situaciones y a no llorar. Pero sintió una angustia que no pudo reprimir. Y ya era tarde para lamentarse. Los meteoritos que cruzaban el espacio, también podrían mutilarlo o cercenarle la cabeza como a su madre.
De pronto observó a lo lejos cierta estrella pálida, cruzada por una recta. Pero a medida que avanzaba vio que la recta se convertía en un anillo luminoso en cuyo interior giraba la supuesta estrella. Depués pudo ver con más claridad y creyó contar hasta diez lunas. Recordó algunos de sus nombres: Themis, Tetis, Titán, Hiperión. Ahora todo estaba claro. No era una estrella. ¡Era Saturno hacia donde lo llevaba la elipse! Sus conocimientos del planeta no eran profundos. Recordaba, sin embargo, que el día en Saturno (incluida la noche) era de diez horas, y que el planeta estaba cerca de 85 minutos-luz del Sol, razón por la cual se necesitaban doce años para cincunvolarlo.
En ese momento se llevó el receptor al oído. Oyó por extrañas voces de tono apagado que pugnaban por expresarse. Eran los saturnianos. Pero su receptor era completo. Oprimió la llave de control que conectaba el microcircuito de la versión idiomática y pudo entender que los saturnianos estaban espantados. Que su proximidad en el cielo de Saturno era interpretada como signo de mal agüero. Uno de esos habitantes decía que se trataba de un daimón, un espíritu del mal. Otro aseguraba que era una señal que presagiaba el fin del mundo. (No nos olvidemos que ellos hablaban de su planeta.) De todas esas voces aplastadas, sólo una dijo que era necesario esperar el saturnizaje. “Si es como ustedes dicen -agregó-, lo mataremos. Si no, lo dejaremos en libertad”. Dédalus siguió impasible. Le interesaba saber de qué manera saturnizaría. La cabeza de su madre permanecía en órbita junto a él.
Mientras pensaba así, se ajustó el cinturón de propulsión. Ya estaba a veinte mil metros de Saturno, y caía vertiginosamente. Si le fallaba el cinturón se haría añicos sobre la escarcha del planeta. Pero el cinturón funcionó cuando ya se hallaban a dos mil metros. Dédalus comenzó a descender lentamente, precedido por la cabeza de su madre.
Abajo, ciertos seres esferoides, erguidos sobre dos pequeñas extremidades, también circulares, esperaban su presencia. Ya en la superficie, un tanto asfixiante, pudo observarlos mejor. Sus extremidades eran cortas. Sus ojos, diminutos, pero no alargados como los suyos, sino redondos, con dos anillos en derredor de los mismos, que crecían a modo de cejas circulares. Sus vientres eran amplísimos, sobremarcados por dos anillos cartilaginosos (esto es lo que creyó). Los dedos eran esferoides y rugosos. Calzaban zapatos esféricos. Todos estaban desnudos a pesar de la baja temperatura, cubiertos con pieles que sólo les cubrían los hombros. Las mujeres llevaban aros en forma de media luna, que se repetían en los dijes de sus pulseras.
Cuando Dédalus pisó la superficie de Saturno, creyó hallarse ante una “civilización india”, pero no primitiva, con edificios circulares que se extendían también en los pisos circulares. Uno de esos seres que esperaban su descenso, se le acercó entonces tratando no pisar la cabeza de la madre que le había precedido. Le habló lentamente, con voz aplastada. Para entenderlo mejor, Dédalus extrajo de su bolsillo una pequeña antena que conectó al receptor-pulsera que llevaba, y puso en funcionamiento el microcircuito de la versión idiomática.
El saturniano fue breve. Le dijo con voz pausada que se lo consideraba un espíritu del mal. Dédalus respondió, pero como el saturniano no lo entendiera, le acercó el receptor. Entonces, lleno de asombro, éste pudo entender su extraño lenguaje. Los que contemplaban la escena quedaron paralizados. Comprendieron que ese aparato diminuto era capaz de traducir cualquier especie de sonido, y que el recién llegado era realmente un daimón.
Dédalus repitió su explicación. Dijo que era el único sobreviviente de la cosmonave que se había salvado en la guerra interplanetaria. Que su padre y un hermano habían perecido, posiblemente, en el mar Cimmerium, y que su madre era esa cabeza ensangrentada que yacía a su lado y lo había acompañado en la órbita espacial. El saturniano transmitió a los demás el discurso de Dédalus. Hubo un murmullo. Movieron las cabezas circularmente en señal dubitativa, y se reunieron en círculo para deliberar. El que había hablado con Dédalus, que era el jefe, quedó en el centro. Diez minutos después rompió el círculo, devolvió el receptor y se expresó en estos términos:
– Eres de una raza monstruosa. En tu cuerpo gemina la semilla de la destrucción. Si te dejamos con vida, Saturno podría ser otro de los planetas donde crecería la discordia, como ya sucedió cuando el hombre, según lo llamas tú, pisó los otros mundos. Por eso, después de deliberar, se ha resuelto que debes morir. Vamos a extraerte el cerebro, para pulverizarlo y evitar de esta manera que ni aún tus cenizas, más terribles que los rayos cósmicos, puedan dañarnos algún día.
Dédalus explicó que era un niño y que llevaba el germen de la juventud. Les dijo que podía trasmitirles la sabiduría del hombre y la felicidad. Pero los saturnianos, inconmovibles, interpretaron que estas palabras ya habían comenzado a corromperlos. Entonces, para evitar la tentación, hicieron sonar una trompeta y todos se arrodillaron. Era la señal de la muerte. El verdugo se adelantó con una máquina circular, a modo de yelmo, que puso en la cabeza de Dédalus, y antes de cubrirle el rostro, murmuró:
– No sentirás nada. Dentro de un instante tu cerebro será arrastrado por el polvillo cósmico, hecho polvo también como lo fue en el origen cuando el fuego retrajo sus llamas.
El verdugo accionó una palanca, y Dédalus se convirtió en polvo. Pero antes de que esto sucediera, alcanzó a ver la cabeza sangrante, pero aún con vida, de su madre en cuyos ojos advirtió, por primera vez, dos lágrimas que brillaban con más intensidad que la luz de las estrellas.
de “Fórmula al Antimundo”. © 1970 Juan Jacobo Bajarlía.