Respaldo de material de tanatología

Algunas formas de la muerte

Algunas formas de la muerte

Carlos Castillo López

El destino, entendido como un conjunto de acontecimientos de la existencia de una persona que se consideran determinados, me parece un concepto equívoco. Bajo el argumento de esta definición, la existencia de un destino asegura que en alguna parte está, digamos, preescrito cada día que sucede en la vida del individuo, cada situación y cada decisión, un manual que contiene todas las posibilidades de la existencia de cada cual. Más bien considero que ese destino se encuentra guiado por una infinitud de sucesos, anteriores hasta el principio del tiempo, en los que nosotros no tenemos relación alguna, y que sin embargo son fundamentales para que estemos aquí, ahora. Un ejemplo: el árbol genealógico que nos incluye es el resultado de una serie de azares que lograron hacer coincidir en tiempo y espacio a nuestros antepasados, la familia, y basta una omisión en esa cadena de historia propia para que todo el futuro se altere. A su vez, todo ese antes que precede al hoy es producto de un conjunto de azares, del azar, y es esa suerte la que rige también nuestra vida, la que nos presenta diversas alternativas; la voluntad, por su parte, nos hace dejar a un lado todas las demás posibilidades y elegir una, acto de negar tanto por una sola opción que empieza quizá al abrir los ojos por la mañana, y que hace que cada día sea como es: salir a comprar el diario por la mañana, decidir pasar al café de la esquina y no caminar por un rato en el parque, leer el periódico en vez de volver a entablar una charla que había quedado pendiente… El azar, que nos presenta cada una de las situaciones que acontecen en nuestra vida, es demasiado grande como para contenerse en un destino ya escrito, porque la vida puede modificarse en cualquier instante, caminar en sentido contrario al menor giro de cabeza.

Sin embargo, André Malraux afirma que la tragedia de la muerte es que transforma la vida en destino, pues es cierto, encierra la última posibilidad en un punto único e irrevocable. En la muerte se cortan todas las opciones que el azar presta a la existencia física para devenir cada una en el mismo final. La confirmación del destino solamente es posible a través de la muerte, que sin haber sucedido es la única posibilidad que siempre estará presente; ese estar continuo, esa rebeldía a aceptarla como el fin último del ser ha legado teogonías, filosofías y ciencia que buscan ya transformarla, justificarla o vencerla. Sobre la muerte, ese silencio que en la cultura helénica era la ruta hacia el olvido, los griegos inventaron la lectura colectiva, que más tarde devino en el teatro y las representaciones callejeras de obras y textos que se conservan a la fecha: en la literatura de Sófocles, Shakespeare, Lope de Vega o Bertolt Brecht. También con la muerte de fondo Edgar Allan Poe imaginó sus Narraciones Extraordinarias, Juan Rulfo cuentos como ¡Diles que no me maten!; Rimbaud y Baudelaire la hicieron navegar por mares de letras y símbolos, Miguel Hernández la rimó como herida desde su encierro en una cárcel, Octavio Paz la combatió e hizo trascender a la vida por el amor eterno, aquél que sobrepasa lo fugaz del cuerpo en el alma doble que se funde en una sola… El medio que los hombres hemos empleado para lograr ese viaje más allá de lo humano es el alma, vehículo del hombre que vence a la muerte y transporta su ser a otro plano, hasta otra forma que, de cierta forma, no deja de ser vida ni existencia: el dualismo vida-muerte.

Cuando el alma aparece también lo hacen las religiones. Ese dualismo -vida-muerte- y su medio de trascendencia ?el alma- trae consigo otra dualidad: el bien y el mal. Las principales religiones se fundan en preceptos morales que guían el comportamiento en vida para asegurar la trascendencia, el bienestar o el castigo del más allá. La muerte es vencida por el alma que supera el plano físico; la vida es el camino para preparar la continuidad del alma en mil y una formas: reencarnaciones anunciadas, edenes cultivados por la mano del Absoluto, la unión al Todo y su aura de plenitud. Para el Islam, el cuerpo guarda el alma una noche para que ángeles la interroguen acerca de su fe en Alá; ser piadoso honesto, caritativo y apegado al Torá representa para los judíos el medio de alcanzar la vida eterna; los budistas rezan El libro tibetano de los muertos para que el difunto tenga un mejor renacimiento y pueda liberarse de los límites de la existencia; los católicos, bajo el precepto “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, siguen el ejemplo de Jesucristo como camino hacia la salvación. La muerte en positivo, no como final, como principio de otra existencia cultivada en vida, preparada para vivir esa muerte que deja de ser destino para volverse un paso más, una certeza inevitable que no obstante nos transporta a otra vida que será fruto de los actos anteriores, las decisiones que hayamos descartado, o en positivo, opciones tomadas ante ese a veces tan complicado acto de decidir. Asimismo, en la decisión imperan la libertad y la voluntad, el acatar los cánones morales que inducen al bien no por encima de los demás sino en armonía con ellos; pero esa libertad también puede ser entendida al revés, bajo interpretaciones que más que beneficiar han dañado a sus seguidores, que aguardan la muerte antes que la vida, la idea de un más allá ?que es sólo una posibilidad, una creencia- cuyo precio es la negación del ser. Los extremismos islamistas actuales son clara muestra de ello, así como los fanatismos religiosos que en nombre de una creencia considerada como absoluta y universal atentan contra la libertad de elegir la forma de llevar el sentido de trascendencia del prójimo.

Otro ejemplo de esa libertad de la voluntad humana son los textos de autores que abrazan la muerte y navegan con ella para expresar su desaire por la vida: el pensador rumano E.M. Cioran, en un libro titulado Las cimas de la desesperación, resalta los atributos casi heroicos del suicidio, tacha la moral como una especie de cadena conformista del hombre que sólo se justifica por la necesidad que tenemos de darle a la existencia una continuidad, que la religión se encarga de mantener firme, atándonos a las “reglas que nos intentan asfixiar”. El suicidio es la negación de la vida, la opción que se toma cuando se piensa que no hay más, cuando nubes que podrían parecer eternas impregnan el cielo alrededor, pero sólo en apariencia: decidir por la muerte es negar al azar, que puede traer un cambio repentino, inesperado, una alteración de todos los cursos para bien o para mal. Es asimismo un acto de egoísmo, de libertad total y exclusiva que no sólo mata a quien lo comete sino a quienes lo rodean, pero es en fin de cuentas un acto de libertad. El escritor español Javier Marías argumenta que de lo único que dispone el ser humano para sí, que nadie es capaz de apresar o influir, es el cuerpo que encarna al presente, la vida de hoy. Ahí está incluido el querer vivir o no, un derecho que lleva a la voluntad a elegir, no obstante el extremo tan drástico y el límite tan pobre de voluntad que conlleva este acto. Este y todos los comportamientos, así como la forma de calificarlos en buenos o malos, derivan en la Ética, el medio para llegar al bien, hasta el arjé primero que después será la Metafísica, ambas estudiadas a la luz de la razón: la Filosofía, cuya historia a través del tiempo es reflejo de que desde épocas muy antiguas el hombre ha profundizado en ambos dualismos, que son la base del pensar moderno.

Antes de la Filosofía, el orden del mundo físico y los pasos hacia la vida que vence la muerte por la fe se rigieron por las más diversas teologías. Algunos de estos sistemas adaptaron en fantásticas mitologías -la griega, la romana, la egipcia o la inda- el origen, el fin y los ciclos de la naturaleza. Cabe destacar que el nacimiento de la Literatura en aquellas civilizaciones milenarias se realiza en los primeros escritos sacros, que guardan ritos misteriosos y obscuros, hazañas épicas o historias fantásticas, máximas y citas de grandes hombres que se han encargado de mostrar que el camino del bien es el adecuado para la continuación de la vida. Junto a la veneración de las fuerzas de la Tierra nacen también los dioses que las representan, así como las efigies, altares y monumentos que son tributo y memoria, reducto de esas cosmogonías históricas que sobreviven hasta nuestros días, libros de un saber lejano al nuestro y que, como la línea genealógica del hombre, requieren de cada uno de sus pasados para devenir en el presente que fue, que es. Las interpretaciones de los fenómenos y los hechos de la naturaleza varían en cada civilización, todas ricas en ritos y leyendas que van desde la voz creadora de un Dios absoluto y eterno hasta los cinco soles de los aztecas, de los cuales vivimos el quinto, el del movimiento… Toda esta teocracia presente en la Historia del hombre ha sido también un punto de partida para el Arte, que ya sea en forma de Buda en los valles de Afganistán o bajo las cúpulas de las iglesias europeas vio sus primeras luces en la representación de dioses, en su veneración, en la certeza de que erigir grandes paredes, columnas o templos es necesario para dar cimientos a la fe, lugares de meditación donde la vida combate a la muerte y levanta reductos de paz, de oración.

La muerte y la lucha en su contra es tema recurrente en el arte oriental y occidental, motivo de grandes obras pictóricas, escultóricas y arquitectónicas: no solamente los grandes centros de culto que se encuentran en Italia, Jerusalén, Arabia Saudita, Egipto, la Isla de Pascua o Stonehedge, también en los cuadros del Greco o Murillo, de Goya en los matices del Periodo Oscuro, en Miguel Ángel y la Capilla Sixtina o Bernini en la columnata de la Plaza de San Pedro, en el Vaticano; de las cimas frías de las ruinas de Machu Pichu a las escalinatas de las pirámides en Uxmal o Palenque. O los cementerios, que en no pocas ocasiones son más que monumentos a la muerte: reductos donde ésta se adorna y se toma como motivo para la belleza: el Pérre Lachaise o el Montparnasse de París, el de la Recoleta en Buenos Aires, el judío entre las calles silentes de Praga, las miles de lápidas blancas que se levantan tétricas sobre ciertos jardines de Washington que guardan a los muertos de guerra estadounidenses…

La muerte, el alma que perdura, la religión que guía la trascendencia y la mano del hombre van unidos en un estrecho círculo, en esa forma tan peculiar de rendir tributo a los difuntos que tenemos, por ejemplo, los mexicanos: una fiesta que acompaña a veces disimuladamente los velorios, esos días de noviembre cuando los camposantos de todo el país se visten de colores, olores y formas tan variadas cuan irreverentes -podría pensarse-, pero en fin de cuentas un ritual, una forma de hacer presentes a quienes el destino enunciado por Malraux se llevó antes, una muestra de memoria, el ruido necesario para vencer al olvido, el siguiente paso, el incierto, en el que se cree quizá por necesidad, por consuelo, pero que es la suerte que alguna vez mencionó Blaise Pascal: la apuesta por Dios siempre es buena; al ganar hay salvación a cambio, al perder no pasa nada. Aún en la muerte, el destino se rompe en un último azar, el de la libertad, el de la voluntad, el de haber optado por un credo que es la negación de las posibilidades de otros, la elección que sólo sabremos cierta después del final.

C.C.L. noviembre de 2001, Ciudad de México; xsharly@hotmail.com