Respaldo de material de tanatología

la muerte como simbolo universal

La muerte como símbolo universal

La muerte es el fin absoluto de algo positivo y vivo: un ser humano, un animal, una planta una amistad, una alianza, la paz, una época. No se habla de la muerte de una tempestad y sí en cambio de la muerte de un hermoso día.

En cuanto símbolo, la muerte es el aspecto perecedero y destructor de la existencia. Indica lo que desaparece en la ineluctable evolución de las cosas. Pero también nos introduce en los mundos desconocidos de los infiernos o los paraísos; lo cual muestra su ambivalencia, análoga a la de la tierra, y la vincula a los ritos de pasaje. Es revelación e introducción. Todas las iniciaciones atraviesan una fase de muerte antes de abrir el acceso a una vida nueva. En este sentido la muerte nos libra de las fuerzas negativas y regresivas, a la vez que desmaterializa y libera las fuerzas ascensionales de la mente. Aunque es hija de la noche y hermana del sueño, posee el poder de regenerar.

Si el ser a quien alcanza no vive más que en el nivel material o bestial, cae a los infiernos; si, por el contrario, vive en el nivel espiritual, la muerte le desvela campos de luz. Los místicos, de acuerdo con los médicos y los psicólogos, han advertido que en todo ser humano, a todos sus niveles de existencia, coexisten la muerte y la vida, es decir, una tensión entre fuerzas contrarias. La muerte a un nivel es tal vez la condición de una vida superior a otro nivel.

En la iconografía antigua la muerte se representa con una tumba, un personaje armado con una guadaña, una divinidad que tiene a un ser humano entre sus quijadas, un esqueleto, una danza macabra, una serpiente o cualquier animal. El esqueleto dibujado sobre esta lámina es suficientemente elocuente como para no tener necesidad de ser comentado.

«Quizá sea para avisarnos de que la muerte en cuestión no es la primera muerte individual, sino la destrucción que amenaza nuestra existencia espiritual ».

La muerte tiene, en efecto, varias significaciones. Liberadora de las penas y las preocupaciones, no es un fin en sí misma; abre el acceso al reino del espíritu, a la vida verdadera: mors janua vitae (la muerte puerta de la vida). En sentido esotérico, simboliza el cambio profundo que sufre el hombre por efecto de la iniciación. El profano debe morir para renacer a la vida superior que confiere la iniciación. Si no muere en su estado de imperfección, se le veda todo progreso iniciático. Asimismo, en alquimia, el sujeto que ha de constituir la materia de la piedra filosofal, encerrado en un recipiente cerrado y privado de todo contacto exterior, debe morir y purificarse. Así, la decimotercera lámina del Tarot simboliza la muerte en su sentido iniciático de renovación y de renacimiento, que recupera fuerzas al contacto con la tierra.

Entierros prehispánicos

Como los mayas, los aztecas practicaban dos clases de ritos funerarios, la cremación y el entierro. Entre los aztecas se enterraba sólo a los que morían ahogados, fulminados por un rayo, los gotosos, los hidrópicos, y las mujeres muertas en parto.

Hacían a honra de los montes unas culebras de palo o de raíces de árboles, y labranles la cabeza como culebra; hacían también unos trozos de palo gruesos como la muñeca, largos, llamabalos ecatotontli; así a estos como a las culebras los investían con aquella masa que llamaban tzoal… también estas imágenes en memoria de aquellos que se habían ahogado en el agua, o habían muerto de tal muerte que no los quemaban sino que los enterraban (Sahagún, 1985:88-89).

Los grandes personajes también eran enterrados con toda solemnidad en cámaras subterráneas, en posición sédente, ricamente vestidos y acompañados de sus armas según afirma Muñoz Camargo. Los demás, eran incinerados. Los toltecas practicaban la cremación, en tanto los mixtecas y zapotecas hacían tumbas para enterrar a sus personajes destacados.

De los datos disponibles para el Centro de México, sabemos que sólo se enterraban en cuevas a los personajes importantes como Xolotl, o bien, ahí se colocaban los restos de los que habían sido sacrificados en las montañas a Tlaloc; y a Xipe y Tlalocatecuhtli en los templos. Esto significa que la mayoría de los habitantes que se suponían irían al Mictlan eran incinerados. Las cenizas eran colocadas en una vasija con una cuenta de jade, símbolo de la vida, y se enterraban dentro de casa.

De los entierros asociados a Tlaloc podemos marcar una tradición perceptible desde el Clásico en el Altiplano Central contemplando las pinturas de Tepantitla en Teotihuacan, ahí la entrada al paraíso o Tlalocan ?lugar donde descansan los muertos? es una caverna, que forma la parte inferior de una deidad. Posiblemente este concepto orilló a depositar los restos de los sacrificados mexicas en cuevas, sobre todo aquellos niños inmolados en las montañas.

En el área maya, Alberto Ruz (1968:151) recopiló gran cantidad de información en referencia a la práctica funeraria de los antiguos mayas en cuevas. Los datos apuntan a que los enterramientos humanos en cuevas con frecuencia estaban asociados a la cremación y a la colocación de los restos en ollas, presentándose en algunos casos verdaderos osarios. Con anterioridad Thompson y Mercer habían descrito algunas cuevas como sitios de enterramiento en el norte de Yucatán, que se suman a los actuales hallazgos en Chiapas entre los ríos Usumacinta y Grijalva, con los de Belice, y Guatemala, mostrando así una larga tradición de esa costumbre sobre todo para el Clásico, Posclásico, y aún con presencia para la Colonia.

Diferentes tipos de enterramiento entre los mayas.

1.    Sencillos, simples hoyos abiertos en la tierra o en el relleno de una construcción, sin ninguna obra intencional que los delimite.

2.    En cuevas o chultunes, utilización de oquedades naturales o de cisternas excavadas en el suelo.

3.    En cistas, sepulturas en el suelo o edificios, con muros toscos de mampostería o piedras secas, generalmente sin tapa y de menor tamaño que la longitud de un cuerpo extendido.

4.    En fosas, especie de ataúdes cuidadosamente hechos de losas o mampostería, cubierto con una tapa, por lo general con piso de estuco, en que cabe un cuerpo extendido, y que fueron cavados en el suelo o dentro de edificios.

5.    En cámaras, cuartos de tamaño variable, suficientemente altos para que pueda estar un hombre derecho, muros de mampostería y techos generalmente de bóveda, construidos en montículos o dentro o debajo de edificios.

6.    Sarcófagos, ataúdes tallados en piedra o hechos de losas que se encuentran en cámaras funerarias.

Otra tradición funeraria de Mesoamérica está en el Golfo. Entre los totonacas la cueva era la entrada a la residencia de los muertos. Pero no era necesario que fueran enterrados en una cueva, disponían del yugo, que como instrumento ritual se utilizó para los personajes más importantes como un modelo o símbolo ctónico que unía al hombre con la Tierra. El yugo esta adjunto a manera de ofrenda en algunos entierros, estos objetos de piedra en forma de herradura, en ocasiones cerrados, presentan excepcionalmente ornamentación en altorrelieve, con representaciones de batracios de grandes fauces abiertas. En otros casos aparece el Monstruo de la Tierra, provisto de garras a la manera de Tlaltecuhtli o con entrelaces que reproducen a la Serpiente de la Tierra (Marquina, 1981:475-477) elementos que como hemos visto durante este capítulo se articulan con las espeluncas.

También para los mixtecos las cavernas son la entrada al lugar de los muertos, la Cueva de Ejutla en la Cañada Mixteca de Oaxaca es un ejemplo, ahí se localizaron más de 50 entierros al interior de cámaras mortuorias con estructuras rectangulares y celdas circulares asociadas a ofrendas con restos de huesos animales como perros (Moser, 1975); al parecer se quería interpretar al perrito que acompaña al muerto durante su viaje al inframundo durante el segundo piso, en el tránsito del río descrito en el Códice Vaticano A (cfr. pág. 108). Según Heyden (1976:22) los entierros en cavernas entre los mixtecas correspondían a las momias de sus reyes y señores, puestas con muchas ofrendas que incluían hasta códices.

Pasemos ahora a Aridoamérica, el norte de México es posiblemente la región en donde el uso funerario de formaciones subterráneas naturales es mas frecuente. Los cuerpos por lo general están envueltos en tilmas, momificados por las condiciones de escasa humedad y temperatura. Los entierros descritos para Aridoamérica corresponden a formas de producción diferentes a la tributaria, y difícilmente pueden ser considerados como mesoamericanos, aunque compartan la misma periodificación con Mesoamérica.

Como se ha apuntado para los mexicas y los mayas, se acostumbraba el entierro al interior de las casas. Algunos etnohistoriadores y arqueólogos suponen el uso de ollas bajo los pisos de las casas o en las partes posteriores para depositar las cenizas, o bien, las osamentas de sus antepasados. Con esta conducta se quería verificar la idea del regresar a la Tierra como el regresus ad uterum. En esta secuencia recordemos el caso del Opeño en Michoacán, sitio olmeca del 100 al 50 a. C. donde según Noguera (1971: 84-85, cit. a Piña Chan) se encuentran entierros excavados y tallados en tepetate a una profundidad cercana a los 1.50 m, partiendo de la superficie del terreno. Más adelante nos describe que este tipo de tumbas es común para los actuales estados de Nayarit, Colima y Jalisco proponiendo una clasificación de estas tumbas bajo los siguientes conceptos: sepulcro en forma de botella; tumbas en forma de fosa simple; y tumbas de tiro y bóveda.

Si hablamos de tumbas excavadas, que mejor ejemplo en Mesoamérica que Monte Albán, en donde tal vez la escasez de espeluncas próximas los obligó a realizar estas obras arquitectónicas. Las tumbas excavadas suman un total de 153 sobre las laderas de la montaña, o en los patios de las construcciones. Las tumbas son de planta rectangular con muros verticales y techos de losas planas. En períodos posteriores se anexaron vestíbulos, nichos, banquetas, escalones, y techos con losas inclinadas (Marquina, 1981:335-341). Monte Albán muestra una intensa necrolatría, desde las sencillas tumbas del período I hasta la época IV, pasando por el significativo período II, donde parece ser que el culto al Dios Murciélago fue definitivo, pero por las urnas funerarias conocemos más de 18 dioses.

Vida de ultratumba, ceremonialismo y divinidades en Monte Albán.

Las tumbas de la época I no llegan a las grandes estructuras futuras. Son simples fosas rectangulares con muros de piedra y techos de grandes lajas planas. Los muertos aparecen casi siempre acostados boca arriba, y las ofrendas son frecuentemente muy numerosas. Sin embargo, en esta sencillez de los edificios mortuorios es evidente que ya se inicia esa intensa necrolatría, esa orientación hacia el otro mundo de toda la cultura que se ha de ver mucho más desarrollada en las épocas futuras.

La existencia, desde entonces, de templos y posiblemente de un alineamiento de ellos y de la organización de lo que será en la época 11 la gran plaza de Monte Albán, las tumbas excavadas, los danzantes y todo el complejo que representan, la escritura y el calendario, todo es ya parte del rasgo más característico de Mesoamérica: su intenso ceremonialismo. Es evidente que aunque se trate, como indudablemente así es, de la primera cultura representada en Monte Albán, de ninguna manera estamos frente a un mundo primitivo; y si bien todavía no es un mundo plenamente urbano y civilizado, ya está muy cerca de serlo. Es una situación, desde el punto de vista de la evolución cultural, muy similar a la que encontramos entre los olmecas de Veracruz.

Notable es la cerámica gris, tanto la de uso diario como la ceremonial, muy pulida y muy fina, frecuentemente decorada con incisión o con grabado. Representa formas sencillas de vasija o bien figuras humanas o animales, gatos, conejos y muchos otros. Es una cerámica muy libre, muy personal, que todavía está bastante lejos del rigorismo futuro y una de las más bellas jamás’ producidas en Mesoamérica. Las piezas son todas distintas, no simplemente porque estén hechas a mano, que es lo común entonces, sino porque hay una verdadera individualidad, un espíritu creador que preside la elaboración de cada pieza, por sencilla que sea. Junto al gris tenemos la cerámica crema, frecuentemente pintada de blanco o con un pulimento rojo muy brillante. Aparecen ya efigies de dioses ?los primeros dioses de Mesoamérica?, pero todavía no podemos hablar de urnas en el sentido futuro. Los pocos dioses representados entonces, probablemente diez, son todos masculinos. Las únicas figuras femeninas de esta época son más bien las figurillas habituales a Mesoamérica; aunque en un estilo un poco distinto, todas presentan esa característica de anonimidad, ya que no parecen todavía representar un dios concreto como sucederá después.

(Ignacio Bernal, 1978:375. )

Necrolatría: una teología para la muerte

Los rituales funerarios sugieren la existencia de una región cuya esencia se refiere a la vida, la muerte y la resurrección. Los dioses fueron el emblema de la transformación eterna del universo y del hombre (Münch, 1983:41).

La religión mesoamericana en general, particularmente del centro de México en los tiempos inmediatamente prehispánicos, se caracteriza por su preocupación por la muerta. Numerosos seres terribles se concebían como gobernantes del lado oscuro del universo y tenían influencia sobre la noche y las profundidades de la tierra.

El dios maya de la muerte desempeñaba un papel muy importante en aquella región y con frecuencia se le encuentra representado en los tres códices mayas que se conservan. El mundo inferior quiché, Xibalba y sus señores merecieron atención considerable en el Popol Vuh.

Los aztecas reverenciaban a numerosos dioses de la muerte y creían en monstruos; sin embargo, dos de estas deidades eran los dioses de la muerte por excelencia: Mictlantecuhtli y la parte femenina, su esposa Mictecacíhuatl. Gobernaban juntos sobre el nivel noveno y más profundo del mundo inferior, Chicnauhmictlan.

Los dioses de la muerte tenían íntimamente asociados con ellos, criaturas terribles, como arañas, escorpiones, ciempiés, murciélagos y tecolotes; los dos últimos servían como sus mensajeros. La serie importante de los patrones del Tonalpohualli, los “nueve señores de la noche”, o Yohualteuctin, no eran, sin embargo, dioses de la muerte, propiamente, con excepción del mismo Mictlantecuhtli, aunque estaban íntimamente asociados con la noche, la muerte y los nueve niveles de los mundos inferiores.

Una clase especial e interesante de diosas con asociaciones macabras eran las Cihuateteo, o Cihuapipiltin, las almas deificadas de las mujeres que habían muerto en el parto y que se creía espantaban y aterrorizaban a los vivientes en los cinco días inútiles del Tonalpohualli.