Respaldo de material de tanatología

La Aflicción Anticipatoria

LA AFLICCIÓN ANTICIPATORIA
Al discutir el duelo de aquellos cuya pérdida es el resultado del cáncer -y probablemente de otras enfermedades crónicas-, es fundamental darle una particular atención al período anticipatorio de la aflicción; esto es importante dado que el cuidado del enfermo con cáncer avanzado en el domicilio, hospital, hospicio o unidad de cuidados paliativos permite la oportunidad de intervenciones con los miembros de la familia antes de que el paciente muera, lo cual puede tener un impacto a largo plazo en la aflicción del superviviente si son elaborados y suministrados por miembros del equipo asistencial que conocen el proceso del duelo, el significado de la aflicción anticipatoria y sus respectivos manejos.

La “aflicción anticipatoria” o “duelo preliminar” se define como el período de tiempo durante el cual -y ante una muerte esperada o que parece altamente probable- el individuo experimenta una serie de sentimientos y emociones semejantes a una aflicción real pero de menor intensidad, como una forma de preparar intelectualmente el duelo real y disminuir así el impacto de la pérdida. Es una forma de retirar lentamente la libido del objeto amado. Como tal, es una respuesta adaptativa a la amenaza de una pérdida real. Es también un período durante el cual el individuo puede intentar la resolución de conflictos previos.

Mientras que para algunos autores la respuesta emocional al duelo real se inicia antes de que el individuo fallece (22,23), para otros la verdadera aflicción (duelo) por la pérdida no empieza hasta que la muerte ha ocurrido (3,24,25). Diferencias culturales pueden en parte explicar esta discrepancia; para aquellas culturas en las que el “mito del cáncer” persiste (cancer=muerte), no debe sorprender que la aflicción anticipatoria se inicio desde el mismo momento del diagnóstico. En otros casos, la incapacidad de la familia para anticipar la aflicción puede tener que ver con una negación de la posibilidad de muerte o a una interpretación errónea de las advertencias.

Algunas circunstancias pueden también alterar la extensión de la respuesta anticipatoria. Cuando el paciente permanece en su domicilio durante la fase terminal de su enfermedad, la familia puede experimentar la realidad de la muerte más íntimamente debido a que ellos participan directamente en su cuidado físico y aprecian los cambios progresivos en el cuerpo del paciente. El cuidado en casa o en una unidad de cuidados paliativos (u otro modelo tipo hospice) permite también el consejo precoz del duelo por parte del equipo asistencial.

En cualquiera de las circunstancias, el estado avanzado de la enfermedad suele ser el tiempo en que a la familia ya se les ha comunicado la gravedad del pronóstico; por otra parte, hoy día las discusiones acerca de “maniobras heroicas” suelen hacerse con la participación del paciente y su familia. Tales discusiones hacen de la muerte inminente un hecho más real. En algunos casos de enfermedad prolongada o dolor continuo, la muerte es vista racionalmente como un alivio de una angustia intolerable, tanto para el paciente como para la familia.

Cuando el enfermo permanece en el hospital hasta su muerte, gradualmente se da por hecho que ya “no está” físicamente en el contexto domiciliario, facilitándose de esta forma la anticipación de la pérdida.

La participación en el cuidado de un niño con enfermedad terminal parece que ayuda a los padres a afrontar las consecuencias de la enfermedad y muerte posterior, como también el hecho de que ellos tuvieran una estrecha comunicación con su hijo acerca de la realidad de la situación (3). Rando (26) señala que los padres que pierden un hijo tienen menos dificultades cuando la pérdida no es repentina y la muerte por cáncer fue seguida a los 6-18 meses de enfermedad.

Quienes son prevenidos con cierta anticipación de que una enfermedad incurable resultará mortal tienen la oportunidad de hacer todo cuanto sea posible en bien del enfermo, evitando así la culpabilidad que puede asociarse con la mala comunicación, relaciones tensas y conducta inadecuada antes de la pérdida; así mismo tendrán tiempo para anticipar cambios en su interacción social y en el desempeño de roles (29). Los efectos sobre el duelo de la conspiración del silencio durante la fase terminal de la enfermedad requieren sin embargo mayor investigación, si bien una buena comunicación paciente-familia parece asociarse con buenos resultados durante el duelo.

Gerber (27) propone que la familia de un enfermo moribundo puede aprovechar la última fase a fin de prepararse para la pérdida. Este autor afirma que “anticiparse a la pérdida puede considerarse como un período de adaptación al papel de afectado”.

La cohesión familiar y la flexibilidad en la adaptación de roles a lo largo del ir-muriéndose, así como su capacidad de adaptación a los inevitables cambios que una enfermedad crónica y avanzada obliga, son elementos importantes que favorecen la presencia de la aflicción anticipatoria. En este sentido también cabe destacar -como elemento fundamental de la cohesión familiar- la sincronía de la aflicción anticipatoria entre los distintos miembros del grupo familiar y su capacidad y confianza de expresar tales sentimientos en el grupo. La presencia de una asincronía en estos sentimientos puede asociarse a resentimiento y culpa durante la fase terminal de la enfermedad y el duelo.

La comunicación mutuamente gratificante entre los miembros de la familia, y entre estos y el enfermo, así como la continuación de las relaciones de apoyo durante la enfermedad avanzada, tienen más probabilidad de facilitar un buen desenlace después de la pérdida. Con base en los datos disponibles, parece razonable suponer que la ayuda y el apoyo ofrecido durante la enfermedad terminal puede no sólo mejorar la situación inmediata del moribundo y sus familiares más cercanos, sino que podrá dejar beneficios a largo plazo al amortiguar el impacto de la respuesta a la pérdida.

En opinión de Bellack y Siegel (28), la aflicción anticipatoria puede ser un fenómeno aún más relevante en casos de pérdidas de individuos ancianos; a medida que el individuo envejece y pierde su salud y capacidad se empiezan a suprimir lentamente los lazos emocionales y a sentir duelo por la pérdida parcial de la persona capaz e importante. Según estos autores, es importante no olvidar este hecho para no confundirlo con la negación o “falta” de trabajo en ello.

MUERTE SÚBITA-MUERTE ANTICIPADA

Si bien existen algunos datos contradictorios que podrían ser explicados por dificultades metodológicas, hay un acuerdo general de que la muerte repentina y no esperada produce un shock de mayor intensidad, a la vez que una mayor desorganización a largo plazo en los supervivientes, y un efecto debilitante que prolonga el duelo y produce excesivo trauma físico y emocional, que aquella que ocurre seguida de una avisada y larga enfermedad terminal (3,10).

Uno de los trabajos más sobresalientes y clásicos en este sentido fue el realizado por Parkes (29); este autor comparó un grupo de supervivientes (viudos y viudas menores de 45 años) con relación a la duración de la enfermedad fatal de sus cónyuges y a la advertencia sobre la muerte inminente. Se llamó grupo de “corta preparación” a los que tuvieron un aviso menor de 15 días de la gravedad de la condición de su cónyuge y un pronóstico menor de 3 días, en tanto que el grupo de “larga preparación” había estado sobre aviso durante más tiempo respecto a la gravedad de la enfermedad de sus cónyuges (2 o más semanas de aviso de la muerte inminente y un pronóstico mayor de 3 días).

En la primera entrevista realizada a las 3 semanas de la pérdida los miembros del grupo de “larga preparación” estaban menos confusos, eran más capaces de aceptar la realidad de su pérdida, no tan propensos a expresar sentimientos de culpa e ira, en contraste con el grupo de “corta preparación”, quienes además permanecieron socialmente más aislados y se reprochaban más durante el primer año del duelo. Durante el segundo año, los miembros del grupo de “larga preparación” tenían más probabilidades de haber logrado un buen desenlace a comparación del otro grupo; la diferencia se mantuvo en el seguimiento realizado a los 2 y 4 años. El grupo de “corta preparación” tenía una mayor incidencia de individuos “atrapados en un círculo vicioso de trastornos emocionales y aislamiento”; casi un 72% tuvo un nivel moderado-grave de ansiedad y dificultades de afrontamiento; únicamente un 28% tuvo una visión positiva del futuro. En oposición, aquellos que anticiparon la pérdida era más probable que viesen la muerte como un alivio de una dolorosa o prolongada enfermedad y encontraron menos causas de autoreproches durante el duelo. A los 4 años, el 90% estaban bien y algunos se habían casado.

Parkes sugiere que una reacción fuerte y prolongada tiene mayor probabilidad de ocurrir si una muerte es percibida como repentina y a la vez inoportuna.

Woolsey y Colb. (30) se refieren al proceso aflictivo en las muertes imprevistas como una súbita aparición de sentimientos intensos, casi intolerables, con intensa agresividad y sentimientos de culpa; la muerte es percibida como una catástrofe que produce gran incredulidad y conmoción durante semanas o meses. Para estos autores el proceso aflictivo en estos casos dura mucho más tiempo que en aquellas familias que han tenido la oportunidad de experimentar la aflicción anticipatoria. Sanders (31) encuentra que aquellos que experimentan una muerte repentina muestran más síntomas de shock y, consecuentemente, más problemas somáticos con el tiempo que aquellos en que el familiar murió de enfermedad crónica. Por otro lado, una larga enfermedad agota a los familiares dejándoles con poca energía para completar el necesario trabajo del duelo, datos que fueron corroborados por Rando (26). Según Sanders, para un mínimo efecto sobre el duelo, la duración óptima de la enfermedad crónica (del ir-muriéndose) para que no afecte el resultado del duelo parece ser de 6 meses. Parkes (29) encuentra también que la forma de morir es un predictor primario del resultado del duelo; las variables asociadas con un pobre resultado fueron una corta duración de la enfermedad terminal, muerte no cancerosa y falta de oportunidad de discutir la muerte inminente con el cónyuge. Además, describe el “Síndrome de la muerte inesperada”, caracterizada por aislamiento social junto a un continuado aturdimiento y protesta. Lundin (32) encuentra también mayores síntomas físicos y psíquicos en estos casos; Blanchard y Colb. (33), en un estudio de 30 viudas jóvenes, de 5 que habían considerado el suicidio ninguna había tenido la oportunidad de aflicción anticipatoria.

Otros autores no han encontrado ninguna correlación entre muerte anticipada y duelo (34,35); Clayton y Colb. (36) concluyen que la única diferencia que alcanza importancia significativa se refería a síntomas de anorexia y pérdida de peso que manifestaron individuos cuyos familiares sufrieron de enfermedades fatales relativamente breves. Schwab y Colb. (37) afirman que las enfermedades incurables prolongadas (mayores de 1 año) se correlacionan significativamente con porcentajes más altos de reacciones de aflicción intensa, comparadas con las enfermedades de menor duración o con decesos no precedidos de enfermedad; Bornstein y Colb. (38) no encuentran pruebas de una relación entre la pérdida repentina y las reacciones de duelo extremas y alargadas.

A pesar de la presencia de una aflicción anticipatoria, cuando la muerte sobreviene es preciso adelantar que se resentirá profundamente el impacto de la pérdida, y habrá caos y una intensa sensación de vacío y de no saber que hacer con “tanto tiempo disponible” no obstante haber pasado por este periodo anticipatorio (carácter de subitaneidad de la muerte).