Respaldo de material de tanatología

El jardín del tiempo

El jardín del tiempo
J. G. Ballard
The garden of time, © 1961.

Al atardecer, cuando la gran sombra de la villa alcanzaba la terraza, el conde Axel abandonó su biblioteca y bajó los anchos escalones de estilo rococó que conducían hacia las flores del tiempo. Una figura alta e imperiosa con una chaqueta de terciopelo negro; un alfiler de corbata de oro brillaba bajo su barba a lo Jorge V. En una de sus enguantadas manos mecía ligeramente un bastón. Comenzó a inspeccionar las exquisitas flores de cristal, sin emoción, mientras escuchaba los sonidos del clavicordio de su esposa, que estaba tocando un rondó de Mozart en la sala de música. Los ecos de la melodía vibraban a través de los translúcidos pétalos.
El jardín de la villa se extendía unos doscientos metros bajo la terraza, llegando hasta un lago en miniatura cruzado por un puente blanco que conducía a un menudo pabellón en la orilla opuesta. Axel nunca se aventuraba más allá del lago. La mayor parte de las flores del tiempo crecían en un pequeño arriate justamente bajo la terraza, amparadas por el alto muro que circundaba la finca. Desde la terraza, el conde podía ver por encima del muro la llanura que había más allá; una gran extensión de terreno abierto que avanzaba en ondulaciones hasta el horizonte, donde ascendía suavemente antes de perderse de vista. La llanura rodeaba la casa por todas partes, y su monótono vacío acentuaba la soledad y la suave magnificencia de la villa. Aquí, en el jardín, el aire parecía más brillante y el Sol más cálido, mientras que en la llanura estaba siempre pálido y remoto.
Como de costumbre, antes de empezar su usual paseo vespertino, el conde Axel miró a lo largo de la llanura hasta la última elevación, donde el horizonte estaba iluminado como un escenario por los rayos del Sol vespertino.
Cuando las delicadas y armoniosas notas de Mozart llegaban a él procedentes de las graciosas manos de su esposa, vio que las primeras filas de un enorme ejército se movían lentamente en el horizonte. A primera vista le pareció que avanzaban ordenadamente, pero en una inspección más detallada pudo comprobar que el ejército estaba formado por un vasto y confuso tropel de gente hombres y mujeres entremezclados con unos cuantos soldados de raídos uniformes, y todos ellos avanzando como una marea humana. Algunos lo hacían dificultosamente, bajo pasadas cargas suspendidas de toscos yugos que rodeaban sus cuellos; otros luchaban con toscas carretas de madera, ayudando con sus manos el girar de las ruedas. Solo unos cuantos caminaban libres, pero todos avanzaban al mismo paso, recortándose sus figuras a la luz del huidizo Sol.
La multitud estaba casi demasiado lejos para ser visible; sin embargo, Axel siguió observando, con expresión fría y vigilante, hasta que se hizo claramente perceptible la vanguardia de un inmenso populacho. Por último, cuando la luz del día comenzó a desvanecerse, la multitud alcanzo la cresta de la primera ondulación bajo el horizonte; entonces, Axel abandonó la terraza y descendió a pasear entre las flores del tiempo.
Las flores crecían a una altura de dos metros; sus delgados tallos, como varillas de cristal, sostenían una docena de hojas. Al extremo de cada tallo estaba la flor del tiempo, del tamaño de una copa. Los opacos pétalos exteriores guardaban su corazón de cristal. Su brillantez diamantina presentaba mil facetas. Al ser movidas ligeramente por la brisa vespertina, refulgían como lanzas de fuego.
Muchos de los tallos habían perdido su flor, y Axel los examinaba cuidadosamente, con un destello de esperanza en los ojos en su búsqueda de algún nuevo brote.
Por último, seleccionó una gran flor de un tallo cercano al muro, se quitó los guantes y la arrancó con sus fuertes dedos.
Cuando llevaban la flor a la terraza esta comenzó a centellear y a deshacerse, y la luz procedente del corazón fue desvaneciéndose. Lentamente, el cristal también empezó a disolverse, y sólo los pétalos de alrededor permanecían intactos. El aire que rodeaba a Axel se tomó brillante y vívido. En un instante, la tarde pareció transformarse, alternando sutilmente sus dimensiones de tiempo y espacio. El obscurecido pórtico de la casa quedó despojado de su pátina, y relumbraba con una espectral blancura, como surgido repentinamente de un sueño.
Alzando la cabeza, Axel miró fijamente otra vez por encima del muro. Sólo el lejano borde del horizonte estaba iluminado por el Sol, y la gran multitud que antes había avanzado casi una cuarta parte del camino de la llanura, había retrocedido ahora basta el horizonte. Todos habían vuelto atrás abruptamente, en una reversión del tiempo, y ahora parecían inmóviles.
La flor, en la mano de Axel, se había contraído hasta adquirir el tamaño de un dedal de cristal. Los pétalos estaban crispados alrededor del desvanecido corazón. Un desmayado centelleo tembló por un instante desde el centro y se extinguió rápidamente; entonces, Axel sintió derretirse la flor como una gota de rocío en su mano.
El crepúsculo se cerraba alrededor de la casa, extendiendo sus grandes sombras sobre la llanura, fusionando el horizonte con el cielo. El clavicordio estaba silencioso y las flores del tiempo no reflejaban su música, ahora inmóviles, formando parte del bosque embalsamado.
Durante unos minutos Axel las miró, contando las flores que aún quedaban; después saludó a su esposa, que cruzaba la terraza arrastrando el borde de su vestido de noche, de brocado, por las baldosas.
?Qué hermoso atardecer, Axel ?habló la mujer, conmovida como si fuesen obra de su marido las ornamentales sombras y el nítido aire.
Su rostro era sereno e inteligente; llevaba el pelo recogido por detrás con un broche de piedras montadas en plata. El vestido, escotado, revelaba un largo y delgado cuello y una barbilla altanera. Axel la examinaba con profundo orgullo. Le ofreció su brazo y juntos bajaron las escaleras hasta el jardín.
?Uno de los más largos atardeceres de este verano ?confirmó Axel, añadiendo?: He arrancado una flor perfecta, querida. Una joya. Con suerte nos servirá para varios días ?frunció el entrecejo y miró involuntariamente al muro?. Cada vez parecen estar más cerca.
Su mujer le sonrió alentadoramente y apretó su brazo con efusión. Ambos sabían que el jardín del tiempo estaba muriendo.

Tres tardes después, como había previsto (aunque más pronto de lo que esperaba), el conde Axel arrancó otra flor del jardín del tiempo.
Cuando aquel día miró por encima del muro, la chusma había alcanzado la mitad de la llanura, extendiéndose como una masa ininterrumpida. Creyó oír murmullos de voces traídos por el aire, un hosco ronroneo pleno de lamentos y gritos. Afortunadamente, su mujer estaba ante el clavicordio y los maravillosos contrapuntos de una Fuga de Bach se esparcían a través de la terraza, ocultando otros ruidos.
Entre la casa y el horizonte la llanura estaba dividida en cuatro grandes declives, y la cresta de cada uno de ellos era visible en la declinante luz. Axel se había prometido a sí mismo que nunca los contaría, pero el número era demasiado pequeño para pasar inadvertido, particularmente porque servían de referencia en el avance del ejército.
Ahora la avanzadilla había traspasado la primera cresta e iba camino de la segunda, y el grueso de la multitud presionaba detrás de los primeros. Mirando a izquierda y derecha de aquel compacto grupo, Axel pudo apreciar la ilimitada extensión del mismo. Lo que al principio pudo creer que formaba el cuerpo total de la masa no eran sino las avanzadillas. El verdadero centro no era visible todavía y Axel estimaba que cuando este, por fin, alcanzara la llanura no quedaría un palmo de terreno sin hollar.
Intentaba ver algunos vehículos o máquinas pero todo aquello era una maraña amorfa y sin coordinación. No había estandartes, banderas, mascotas ni cortapicas; con la cabeza inclinada, la multitud avanzaba sin tregua.
Repentinamente, las avanzadillas de la chusma aparecieron en lo alto de la segunda cresta y avanzaron hormigueando por la llanura. Lo que más asombró a Axel fue la increíble distancia que habían cubierto en tan poco tiempo. Las figuras se veían mucho más grandes que la vez anterior.
Rápidamente, Axel salió de la terraza, seleccionó una flor del tiempo del jardín y la arrancó del tallo. Esta despidió su compacta luz y Axel volvió a la terraza. Cuando la flor se redujo a una perla helada en su mano miró hacia la llanura y vio con alivio que el ejército había retrocedido hasta el horizonte. Entonces advirtió que el horizonte estaba mucho más cerca que cuando arrancó la flor; lo había confundido con la primera cresta.

Cuando se unió a la condesa en el paseo vespertino no le dijo nada de lo sucedido, pero ella se dio cuenta de su desconcierto e hizo todo lo posible para disipar su preocupación.
Mientras bajaban los escalones, la condesa señaló al jardín del tiempo.
?¡Qué maravilloso panorama, Axel! ¡Hay tantas flores todavía!
Axel asintió, sonriendo interiormente ante la tentativa de su mujer para tranquilizarle. La entonación con que ella había pronunciado la palabra «todavía» revelaba su propio conocimiento del próximo fin. De hecho, restaba una escasa docena de flores de los cientos que habían crecido en el jardín, y en su mayor parte eran tan solo capullos. Solamente tres o cuatro habían alcanzado la plenitud. Cuando caminaban hacia el lago, Axel trataba de decidir si debía arrancar primero las flores desarrolladas o dejarlas para el final. Estrictamente, sería mejor dar tiempo suficiente para que los capullos creciesen y madurasen, y este beneficio se perdería si retenía las flores formadas hasta el final, como deseaba hacer para la última acción defensiva. Se dio cuenta, empero, que en cualquier caso era lo mismo; el jardín moriría pronto y las pequeñas flores requerían más tiempo para crecer que el que él podía otorgarles.
Cruzando el lago, él y su esposa miraron sus cuerpos reflejados en las obscuras aguas. Amparado por el «pavillon» por un lado y el muro por el otro, Axel se sentía tranquilo y seguro, y la llanura, con su alborotada multitud, parecía una pesadilla de la cual había despertado felizmente. Puso un brazo alrededor del suave talle de su esposa y la atrajo hacia sí cariñosamente, dándose cuenta de que no la había abrazado desde hacía años, aunque sus vidas habían sido eternas, y podía recordar, como si fuera ayer, cuando la trajo a vivir en la villa.
?Axel ?le preguntó su mujer, con repentina seriedad?. Antes que el jardín muera…, ¿puedo arrancar yo la última flor?
Entendiendo su petición, él asintió lentamente con la cabeza.

Una por una, durante los dos atardeceres siguientes, Axel arrancó las flores que quedaban, dejando tan solo un pequeño capullo que crecía justamente bajo la terraza, destinado a su esposa.
Había cogido las flores al azar, rehusando contarlas o racionarlas y arrancando dos o tres capullos a la vez cuando era necesario. La horda había alcanzado la segunda y tercera cresta; nublaba el horizonte. Desde la terraza, Axel podía ver con claridad la revuelta turba bajando por la depresión hacia la cresta final, y de cuando en cuando los sonidos de sus voces llegaban hasta él mezclados con gritos de cólera y chasquidos de látigos. Las carretas de madera daban tumbos por todos los lados sobre sus ruedas y los conductores luchaban por controlarlas. Por lo que podía distinguir Axel, ni un solo miembro de la multitud estaba enterado de la dirección que llevaban. Más bien cada uno avanzaba ciegamente sobre el terreno, pisando los talones a la persona que iba delante. Sin motivo que aducir, Axel tenía la vaga esperanza de que el verdadero núcleo, bajo el lejano horizonte, pudiera cambiar de dirección y la multitud alterase su curso gradualmente, desviándose de la villa, y retrocediera en la llanura como una resaca en el mar.
En el penúltimo atardecer, cuando arrancó la flor del tiempo, la avanzadilla de la chusma había alcanzado la tercera cresta y pasaba hormigueante ante ella. Mientras esperaba a la condesa, Axel miró las dos florecitas que quedaban; solo conseguirían hacerles retroceder un corto trecho en el próximo atardecer. Los tallos de cristal a los que arrancó las flores se alzaban en el aire, pero todo el jardín había perdido su lozanía.

Axel pasó la mañana siguiente tranquilamente en su biblioteca, encerrando sus manuscritos más raros en las cámaras de cristal situadas en las galerías. Caminó lentamente ante los retratos, puliendo cada uno de los cuadros cuidadosamente; después, puso las cosas en orden en su escritorio y cerró la puerta tras él. Durante la tarde halló trabajo en la sala, ayudando a su esposa que limpiaba sus ornamentos y ponía en orden los jarrones y bustos.
Al atardecer, cuando el Sol declinaba por detrás de la casa, ambos estaban cansados y polvorientos y no habían cruzado la palabra en todo el día. Cuando su mujer se dirigía a la sala de música, la llamó.
?Esta noche cogeremos las flores juntos, querida ?anunció lentamente?. Una para cada uno.
Lanzó una ojeada por encima del muro. Pudo oír a unos seiscientos metros el rugir de la chusma avanzando hacia la casa.
Rápidamente, Axel arrancó su flor, un capullo no mayor que un zafiro. A medida que este iba perdiendo su luz, el tumulto de afuera pareció ceder momentáneamente; después, comenzó de nuevo.
Cerrando sus oídos al clamor, Axel dirigió la vista hacia la villa, contando las seis columnas del pórtico; después, se fijó en la plateada superficie del lago que reflejaba la última luz del atardecer, y en las sombras que se cruzaban entre los árboles y se extendían por el crespo césped. Axel se detuvo sobre el puente donde él y su mujer habían visto sucederse, cogidos del brazo, tantos y tantos veranos.
?¡Axel!
Afuera, el tumulto se hacía ensordecedor; mil voces bramaban a veinte metros escasos de allí. Una piedra cruzó por encima de la valla y cayó en el jardín del tiempo, rompiendo algunos de los vítreos tallos. La condesa corrió hacia él cuando una nueva oleada retumbó a lo largo del muro. Después, una pesada baldosa cruzó por encima de sus cabezas y se estrelló en una de las ventanas del invernadero.
?¡Axel!
La rodeó con sus brazos, ajustándose la corbata que ella había ladeado con su hombro.
?¡Rápido, querida, la última flor!
La condujo al jardín. La condesa tomó el tallo, arrancó la flor limpiamente y la protegió entre las palmas de sus manos.
Por un momento el tumulto desmayó y Axel recobró su sangre fría. Al vívido centelleo de la flor vio el blanquecino rostro y los asustados ojos de su mujer.
?Retenla todo lo que puedas, querida, hasta que muera la última de sus fibras.
Permanecieron juntos en la terraza. De pronto, el griterío de afuera aumentó. La multitud estaba golpeando la verja de hierro y toda la villa temblaba ante este impacto.
Cuando el último rayo de luz desapareció, la condesa elevó sus manos como si liberase un invisible pájaro; después, en un acceso final de valor, tomó las manos de su esposo con una sonrisa radiante que se desvaneció rápidamente.
?¡Oh Axel! ?lloró.
Como una espada, la obscuridad descendió súbitamente sobre ellos.

Pesadamente, la multitud que había afuera pasó por encima de los residuos del muro que cercaba la finca; acarreaban sus carretas por encima de él y a lo largo de los baches que una vez habían sido primoroso camino. Las ruinas de lo que antes fuera una espaciosa villa eran holladas por una incesante marea humana. El lago estaba seco. En su fondo quedaban troncos de árboles quebrados y el viejo puente deshecho. Brotaban las malas hierbas entre el largo césped de la pradera, cubriendo los senderos.
La mayor parte de la terraza se había derrumbado y casi toda la multitud cruzaba rectamente por el césped, desviándose de la destruida villa; pero uno o dos de los más curiosos treparon y buscaron entre su armazón. Las puertas habían sido sacadas de sus goznes y los suelos estaban agrietados. En la sala de música se veía un viejo clavicordio hecho astillas y algunas de sus teclas aún reposaban entre el polvo. Todos los libros estaban esparcidos por el suelo, fuera de sus estantes, y los lienzos habían sido acuchillados, cubriendo con sus tiras el suelo.
Cuando el cuerpo mayor de la multitud alcanzó la casa cubrió el muro en toda su extensión. Toda la gente junta caminaba a tropezones por el seco lago, por la terraza, y atravesando la casa cruzaban hacia la parte norte. Solo una zona soportaba esta ola sin fin. Justamente bajo la terraza, entre el derruido balcón y el muro, había unos matorrales espinosos de unos dos metros de altura. El punzante follaje formaba una masa impenetrable y la gente pasaba a su alrededor cuidadosamente. Muchos de ellos estaban demasiado ocupados buscando su camino entre las destrozadas losas para mirar el centro de los matorrales espinosos, donde dos estatuas de piedra, una junto a la otra, miraban alrededor desde su zona protegida. La mayor de las dos figuras representaba a un hombre con barba que llevaba una chaqueta de cuello alto y un bastón en una mano. Junto a él había una mujer con un traje de seda. Su rostro era suave y sereno. En su mano derecha sostenía ligeramente una rosa de pétalos tan suaves que casi eran transparentes.
Cuando el Sol se puso tras la casa, un rayo de luz pasó a través de una cornisa rota e hirió la rosa y, reflejándose sobre las estatuas, iluminó la piedra gris de tal manera que, por un fugaz momento, esta fue indistinguible de la ya hacía tiempo desvanecida carne de los originales de las estatuas.

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La Mandrágora

La Mandrágora
Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero
En El libro de los seres imaginarios, compilado por Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero, Club Bruguera 33, Editorial Bruguera S. A., 1980.

Como el Borametz, la planta llamada Mandrágora confina con el reino animal, porque grita cuando la arrancan; ese grito puede enloquecer a quienes lo escuchan (Romeo y Julieta, IV, 3). Pitágoras la llamó “antropomorfa”; el agrónomo latino Lucio Columela, “semi-homo”, y Alberto Magno pudo escribir que las Mandrágoras figuran la humanidad con la distinción de los sexos. Antes, Plinio había dicho que la Mandrágora blanca es el macho y la negra es la hembra. También, que quienes la recogen trazan alrededor tres círculos con la espada y miran al poniente; el olor de las hojas es tan fuerte que suele dejar mudas a las personas. Arrancarla era correr el albur de espantosas calamidades; el último libro de la Guerra judía de Flavio Josefo nos aconseja recurrir a un perro adiestrado. Arrancada la planta, el animal muere, pero las hojas sirven para fines narcóticos, mágicos y laxantes.
La supuesta forma humana de las Mandrágoras ha sugerido a la superstición que éstas crecen al pie de los patíbulos. Browne (Pseudodoxia Epidémica, 1646) habla de la grasa de los ahorcados; el novelista popular Hanns Heinz Ewers (Alraune, 1913), de la simiente. Mandrágora, en alemán, es Alraune; antes se dijo Alruna; la palabra trae su origen de runa, que significó “misterio”, “cosa escondida”, y se aplicó después a los caracteres del primer alfabeto germánico.
El Génesis (XXX, 14) incluye una curiosa referencia a las virtudes generativas de la Mandrágora. En el siglo XII, un comentador judeo-alemán del Talmud escribe este párrafo:
“Una especie de cuerda sale de una raíz en el suelo y a la cuerda está atado por el ombligo, como una calabaza, o melón, el animal llamado Yadu’a, pero el Yadu’a es en todo igual a los hombres: cara, cuerpo, manos y pies. Desarraiga y destruye todas las cosas, hasta donde alcanza la cuerda. Hay que romper la cuerda con una flecha, y entonces muere el animal”.
El médico Discórides identificó la Mandrágora con la circea, o “hierba de Circe”, de la que se lee en la Odisea, en el libro décimo:
“La raíz es negra, pero la flor es como la leche. Es difícil empresa para los hombres arrancarla del suelo, pero los dioses son todopoderosos”.

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El Borametz

El Borametz
Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero
En El libro de los seres imaginarios, compilado por Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero, Club Bruguera 33, Editorial Bruguera S. A., 1980.

El cordero vegetal de Tartaria, también llamado Borametz y Polypodium Borametz, y “polipodio chino”, es una planta cuya forma es la de un cordero, cubierta de pelusa dorada. Se eleva sobre cuatro o cinco raíces; las plantas mueren a su alrededor y ella se mantiene lozana; cuando la cortan sale un jugo sangriento.
Los lobos se deleitan en devorarla. Sir Thomas Browne la describe en el tercer libro de la obra Pseudodoxia Epidemica (Londres, 1646). En otros monstruos se combinan especies o géneros animales; en el Borametz, el reino vegetal y el reino animal.
Recordemos a este propósito la mandrágora, que grita como un hombre cuando la arrancan, y la triste selva de los suicidas, en uno de los círculos del Infierno, de cuyos troncos lastimados brotan a un tiempo sangre y palabras, y aquel árbol soñado por Chesterton, que devoró los pájaros que habían anidado en sus ramas y que, en la primavera, dio plumas en lugar de hojas.

La mañana verde

La mañana verde
Ray Bradbury
The green morning © 1950. Traducción de ? en ?.

Cuando el Sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída desde los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una obscuridad a otra.
Su nombre era Benjamin Driscoll, tenía treinta y un años. Y lo que él deseaba era que Marte creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría con cada temporada; árboles que refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, árboles que pararían los vientos del invierno. Hay muchas cosas que un árbol podía hacer: dar color, proporcionar sombra, soltar frutas, o convertirse en parque de juegos para los niños; un amplio universo aéreo de escalas y columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.
Él permanecía escuchando a la obscura tierra recogiéndose en sí misma, en espera del Sol y las lluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y podía escuchar las pisadas de los años moviéndose en la distancia e imaginaba los verdes brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscando apoyo en el cielo, echando rama tras rama, hasta que Marte era un bosque vespertino, Marte era un huerto resplandeciente.
En las primeras horas de la mañana, cuando el pequeño Sol se elevase débilmente entre las apretadas colinas, él se levantaría y acabaría en unos pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera y empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando el claro cielo cada vez más brillante a medida que pasaba la mañana.
?Necesitas el aire ?le dijo a su fuego nocturno.
El fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.
?Todos necesitamos el aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Uno se cansa tan pronto… Es como vivir en los Andes, en América del Sur, en la cima. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.
Se palpó la caja toráxica. En treinta días, cómo había crecido. Para tomar más aire, todos ellos necesitaban desarrollar sus pulmones. O plantar más árboles.
?Para eso estoy aquí ?dijo; el fuego le respondió con un chasquido?. En la escuela nos contaban la historia de Johnny Appleseed caminando a través de Norteamérica plantando semillas de manzano. Bueno, yo estoy haciendo más. Estoy plantando robles, olmos, arces, toda clase de árboles, álamos y cedros y castaños. En vez de pensar sólo en fabricar fruta para el estómago, fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan en algunos años, ¡piensa cuánto oxígeno darán!
Recordó su llegada a Marte. Como miles de otros, paseó los ojos por la apacible mañana y pensó: ¿Cómo encajaré aquí? ¿Qué haré? ¿Habrá trabajo para mí?
Luego se había desmayado. Alguien colocó un frasco de amoníaco contra su nariz y, tosiendo, él volvió en sí.
?Usted estará bien ?dijo el médico.
?¿Qué sucedió?
?El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que usted tendrá regresar a la Tierra.
?¡No! Se sentó y casi inmediatamente se le obscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Sus fosas nasales se dilataron y obligó a sus pulmones a que bebieran en el profundo vacío.
?Estaré bien. ¡Tengo que permanecer aquí!
Le dejaron tendido, boqueando horriblemente, como un pez. Y él pensó: Aire, aire, aire. Ellos me envían de regreso a causa del aire. Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos. Cuando se le aclaró la vista, lo primero que notó fue que ahí no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos cuando uno miraba en cualquier dirección. La tierra estaba desnuda, negra, desolada, sin ni siquiera hierbas. Aire, pensó, mientras una substancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y sobre la cima de las colinas, en sus sombras, o aun a orillas de los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Por supuesto! Sintió que la respuesta no le venía de su cerebro, sino de sus pulmones y su garganta. Y el pensamiento fue como una repentina ráfaga de oxígeno puro, poniéndole de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en Marte. Libraría una privada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y las plantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin habían desaparecido. Pero, ¿y si introdujera nuevas especies? Árboles terrestres, grandes mimosas y sauces llorones y magnolias y majestuosos eucaliptos. ¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral ocultaba el suelo, sin explotar porque los viejos helechos, las flores, los arbustos, y los árboles se habían muerto de cansancio.
?¡Permítanme levantarme! ?gritó?. ¡Quiero ver al coordinador!
Él y el coordinador hablaron de cosas que crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, sino años, antes que se organizasen las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en cámaras frigoríficas volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.
?Entretanto ?dijo el coordinador?, ésta será su tarea. Le entregaremos todas nuestras semillas; una pequeña cantidad. El espacio en los cohetes es sumamente costoso por ahora. Estoy temeroso, puesto que los primeros poblados son colectividades mineras, que sus plantaciones de árboles no cuenten con mucha simpatía…
?¿Pero ustedes me dejarán hacerlo?
Ellos le dejaron hacerlo. Provisto con una simple motocicleta, con una caja llena de semillas y retoños, él había estacionado su vehículo en el desierto valle y echó pie a tierra.
Eso había ocurrido hacía treinta días, y él nunca había mirado hacia atrás. Mirar hacia atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen brotado. Quizá toda su campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la Tierra, estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose del Primer Pueblo, aguardando la llegada de las lluvias.
Las nubes se acumulaban sobre las secas montañas ahora cuando él se cubría los hombros con la manta. Todo en Marte era tan imprevisible como el clima. Sintió alrededor las calcinadas colinas, que la escarcha de la noche iba empapando, y pensó en el suelo del valle, negro como la tinta, tan negro y lustroso que parecía arrastrarse y vivir en el puño, un suelo fecundo en donde podrían brotar unas habas de largos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que les sacudirían los huesos.
El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de las ruedas de un carro estremeció el aire. Un trueno. Un repentino olor a agua. Esta noche, pensó, y extendió la mano para sentir la lluvia. Esta noche.
Despertó al sentir un golpe muy leve sobre la frente. El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota golpeó su ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.
La lluvia. Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo, como un elixir mágico que sabía a encantamientos y estrellas y aire, arrastrando un polvo de especias, y moviéndose como raro jerez liviano sobre su lengua.
Lluvia. Se incorporó. Dejó caer la manta y su manchada camisa azul, mientras la lluvia arreciaba en gotas más sólidas. El fuego parecía un animal invisible danzando sobre él, pisoteándolo, hasta convertirlo en un furioso humo. La lluvia caía. La gran tapa negra del cielo se dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un maravilloso esmalte fracturado, y se precipitó a Tierra. Él observó diez mil millones de cristales de lluvia, titubeando lo bastante como para ser fotografiados por la descarga eléctrica. Luego obscuridad y agua.
Estaba empapado hasta la piel, pero mantenía su rostro hacia arriba y dejó al agua golpear sus párpados, riendo. Aplaudió y se incorporó y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la mañana.
Llovió sin cesar durante dos horas. Aparecieron las estrellas, frescamente lavadas y más claras que nunca.
Cambiando sus ropas por una muda seca que sacó desde una bolsa de celofán, el señor Benjamin Driscoll se tendió y felizmente se durmió.
El Sol se elevó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la Tierra y despertó al señor Driscoll donde él descansaba.
Esperó por un momento antes de levantarse. Había trabajado y esperado ese momento durante un mes largo y caluroso, y ahora, incorporándose, se volvió y encaró la dirección de donde él había venido.
Era una mañana verde. Tan lejos como él pudo ver, los árboles se erguían contra el cielo. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino los miles que él había plantado en semillas y retoños. Y no pequeños árboles, no, ni arbolillos, ni pequeños brotes tiernos, sino grandes árboles, árboles tan altos como diez hombres, verdes y verdes e inmensos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, secoyas y mimosas y robles y olmos, cerezos, arces, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por una tumultuosa lluvia, sustentados por el extraño y mágico suelo, e invariablemente hacia donde él miraba, echando nuevas ramas, nuevos y abiertos brotes.
?¡Imposible! ?exclamó el señor Benjamin Driscoll.
Pero el valle y la mañana eran verdes. ¡Y el aire! De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el nuevo aire, el oxígeno soplando de los verdes árboles. Se lo podía ver brillando en las alturas en oleadas de cristal. Oxígeno, fresco, puro y verde, el frío oxígeno que transformaba el valle en un delta fluvial. En un momento las puertas en el pueblo se abrirían de par en par, la gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con las mejillas rosadas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en pasos de baile.
El señor Benjamin Driscoll aspiró una profunda bocanada de húmedo aire verde y se desmayó. Antes que despertara nuevamente, otros cinco mil nuevos árboles habían subido hacia el amarillo Sol.

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Margaritas

Margaritas
Fredric Brown
Daisies, © 1954 (Angels and spaceships, SF Book Club, E. P. Dutton). Traducción de Kyo.

El doctor Michaelson estaba enseñando a su mujer, cuyo nombre era señora Michaelson, su combinación de laboratorio e invernadero. Era la primera vez que ella iba allí en muchos meses y se había añadido un poco más de equipamiento.
?¿Entonces hablabas en serio, John ?le preguntó ella finalmente?, cuando me dijiste que estabas experimentando en la comunicación con flores? Creí que estabas bromeando.
?No del todo ?dijo el doctor Michaelson?. Al contrario de lo que cree la gente, las flores tienen un cierto grado de inteligencia.
?¡Pero seguramente no pueden hablar!
?No como hablamos nosotros. Pero contrariamente a lo que la gente piensa, se comunican. Telepáticamente, eso sí, y en imágenes pensadas más que las palabras.
?Entre ellas quizás, pero seguramente…
?Contrariamente a lo que la gente piensa, querida, incluso la comunicación humano-floral es posible, aunque hasta ahora sólo he podido establecer comunicación en una dirección. Es decir, puedo captar sus pensamientos, pero no enviarles mensajes desde mi mente a la suya.
?Pero… ¿cómo funciona, John?
?Contrariamente a lo que la gente piensa ?dijo su marido?, los pensamientos, tanto humanos como florales, son ondas electromagnéticas que pueden ser… Espera, será más fácil si te lo muestro, cariño.
Llamó a su ayudante que estaba trabajando al otro lado de la habitación:
?Señorita Wilson, ¿podría traer el comunicador?
La señorita Wilson trajo el comunicador. Era una cinta para la cabeza de la que salía un cable que llegaba a una barra delgada con un asa aislada. El doctor Michaelson puso la cinta alrededor de la cabeza de su esposa y la barra en su mano.
?Es muy simple de usar ?le dijo?. Sujeta la barra cerca de la flor y actuará como una antena que recogerá sus pensamientos. Y así veras, que contrariamente a lo que la gente piensa…
Pero la señora Michaelson no estaba escuchando a su marido. Estaba sujetando la barra cerca de un macizo de margaritas en el alféizar. Después de un momento soltó la barra y cogió un pequeño revolver de su bolso. Disparó primero a su marido y después a su ayudante, la señorita Willson.
Contrariamente a lo que la gente piensa, las margaritas hablan.

Traducción y edición digital de Kyo
Revisión de  urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

Introduccion al "herbario" de cuentos verdes de ciencia ficcion

Presentación

Así como compilé un bestiario de ciencia ficción, siquiera por una cuestión de completitud tenía que compilar un ?herbario?. Como ?herbario? no me suena bien va lo de ?cuentos verdes?, que a su vez es algo ambiguo…

Algunos comentarios:
En ?Los colmillos de los árboles? Silverberg describe las plantas alienígenas más memorables del compilado, pero lamentablemente el cuento se malogra por lo innecesariamente macabro. Los vegetales más originales, en cambio, son sin duda los Oscar de ?Lotófagos? de Stanley Weinbaum. Y entre lo mejor de la selección: ?Híbrido? de Keith Laumer y ?Regresa cazador?, bello relato de Richard McKenna.
Mención aparte para las bellas plantas venusinas que nos describe Leigh Brackett en ?Terror en el espacio? y ?Los venusianos evanescentes?. Y siguiendo con los grandes maestros de la scifi, debe leerse ?Simbiótica? de Eric Frank Russell con las aventuras de los muchachos del Marathon en un planeta predominantemente vegetal y hostil. En ?El armonizador?, A. E. van Vogt nos cuenta la historia del árbol de la paz. Ian Williamson por su parte nos describe el planeta de las ?Plantas químicas?.
Fredric Brown nos dice que, contrariamente a lo que la gente piensa, ?Las margaritas? hablan. Y ?La máquina del sonido? de Roald Dahl nos permite escuchar los gritos de flores y de árboles. Respecto a lo que puede decirnos una planta de interior hay que leer ?El judío errante? de Thomas M. Dish.
?Wood?stown? de Alphonse Daudet introduce el concepto del ser bosque, que se desarrolla en ?Proceso? de van Vogt, y que retoma luego, con más vuelo y sutileza, Ursula K. Le Guin en ?Más vasto que los imperios y más lento?. En clave de fantasía es muy grata la lectura de ?La mujer del bosque? de Abraham Merritt. Para una introducción al pensamiento vegetal debe leerse ?Flautistas en el bosque? de Dick.
El gran maestro Clark Ashton Smith en ?Siembra de Marte?, un cuento memorable y maravilloso, nos describe la entidad planetaria de Marte, la utopía que funda con sus ?fieles? en Venus, y la siembra que realiza en la Tierra. De imperdible lectura.
En ?Época de siembra? Adams y Nightingale hacen un buen uso, no obstante lo previsible, del procedimiento utilizado por algunas especies de orquídeas para alcanzar la fecundación cruzada. Y hablando de fecundación, Robert F. Young en ?Las arenas azules de la Tierra?, con un toque de humor y rizando el rizo por todos lados, nos explica como fecundar los árboles de cerveza. También en clave humorística tenemos a ?Luana? de Gilbert Thomas.
Y hablando de orquídeas, tenemos, de la mano de los clásicos: ?La floración de la extraña orquídea? de H. G. Wells, y ?La orquídea indecisa? de Arthur C. Clarke.
Asimov en ?Carne de su carne, sangre de su sangre? nos recuerda que a las plantas hay que fertilizarlas adecuadamente… ?La mañana verde? de Ray Bradbury nos da cuenta de la fertilidad del extraño y mágico suelo marciano. Y ya que estamos con árboles marcianos hay que leer de H. G. Oesterheld ?El árbol de la buena muerte?.
Howard Fast en ?Semilla pragmática? nos da una visión apocalíptica de nuestro planeta, en la línea de ?Pomada azul? de Sturgeon (en el Bestiario).
?Mujer de pie? del japonés Yasutaka Tsutsui es un notable relato de características kafkianas que presenta un futuro totalitario absolutamente terrorífico; y aportando verdor a las megaurbes del futuro, los patéticos hombrárboles.
Y ya que estamos en autores no norteamericanos, el cuento de Efremov ?La bahía de las corrientes irisadas? tiene un “sabor” muy particular; parece haber sido escrito en plena segunda guerra mundial, por las referencias a los fascitas alemanes y a los aviones “Messerchmitt”. La traducción es también extraña como de alguien que aprendió castellano por correo. De cualquier modo la antigua ciencia ficción soviética siempre ha sido para mí una especie de bálsamo mental con su idealismo, su visión positiva, su buscar lo bueno dentro de lo malo, y su confianza en que la humanidad en su conjunto alcanzará grandes logros espirituales y materiales. Al contrario la ciencia ficción ?normal?, mayoritariamente norteamericana generalmente presenta grandes logros materiales, de acceso restringido a grupos de poder, y paralelamente una gran involución ética y espiritual. Otro autor soviético, Victor Saparin, nos describe en ?Las botas mágicas? una posible aplicación de los microorganismos vegetales.
Hans Christian Andersen nos trae un cuento navideño: ?El último sueño del viejo roble?. Miriam Allen DeFord nos cuenta casi en tono de leyenda la historia de ?La hija del árbol?. ?Cad godeau?, anónimo, nos describe ?La batalla de los árboles?. Borges & Guerrero nos traen desde ?El libro de los seres imaginarios?, información sobre el borametz, la planta-cordero que devoran los lobos, y sobre la inefable mandrágora. Juan-Jacobo Bajarlía nos presenta ?Los árboles parlantes?. J. G. Ballard nos ofrece la fantasía surrealista de ?El jardín del tiempo?.
En la vertiente fantástica, y va con particular recomendación, ?La mansión de las rosas?, una hermosa novelette de Thomas Burnett Swann con abundantes referencias a las mandrágoras. Hay que mencionar que se publicó una versión ampliada de la novelette que aun no ha sido digitalizada, pero con el tiempo llegará… Clark Ashton Smith en su ciclo de Averoigne también escribió un relato sobre ?Las mandrágoras?
En ?Retoños?, y en una visión de notable fantasía Luisa Axpe nos presenta la casa que brota y crece a medida que se riega… De Ana María Matute otra bella fantasía: ?El árbol de oro?.
En lo que hace a visiones emparentadas más con el terror que con la scifi, tenemos que mencionar los magníficos relatos: ?La parra? de Kit Reed, ?Tierra extraña? de Edmond Hamilton, ?El pecado de Hyacinth Peuch? de Eric Frank Russell, ?Los comedores de lotos? de Fritz Leiber, ?El roble de Bill? de Brian Lumley, ?Próxima Centauri? de Murray Leinster. De H. P. Lovecraft van dos relatos: ?El árbol? y ?El árbol de la colina?. De Clark Ashton Smith ?El jardín de Adompha?, una fantasía del ciclo de Zothique.
En esta versión agrego (se me había pasado por alto en versiones anteriores) el ya legendario relato de Macedonio Fernández ?El zapallo que se hizo Cosmos?, texto notable si los hay.

El listado completo de los cuentos incluidos, junto con autores y digitalizadores es el siguiente:
Adams&Nightingale-Época de siembra [Umbriel]
Andersen-El último sueño del viejo roble [?]
Anónimo-Cad godeau [Bizien]
Asimov-Carne de su carne, sangre de su sangre [urijenny]
Axpe-Retoños [Sadrac]
Bajarlía-Los árboles parlantes [urijenny]
Ballard-El jardín del tiempo [diaspar?]
Borges & Guerrero-El Borametz-La Mandrágora [?]
Brackett-Los venusianos evanescentes [Umbriel]
Brackett-Terror en el espacio [Questor]
Bradbury-La mañana verde [Arácnido]
Brown-Margaritas [Kyo]
Clarke-La orquídea indecisa [Dabarro]
Dahl-La máquina del sonido [urijenny]
Daudet-Wood?stown [liBROdot.com]
DeFord-La hija del árbol [diaspar?]
Dick-Flautistas en el bosque [Daniel sierras de Córdoba]
Dish-El judío errante [Questor]
Efrémov-La bahía de las corrientes irisadas [urijenny]
Fast-La semilla pragmática [Sadrac]
FernándezM-El zapallo que se hizo Cosmos [urijenny]
Hamilton-Tierra extraña [urijenny]
Laumer-Híbrido [Tecum]
LeGuin-Más vasto que los imperios y más lento [Bizien]
Leiber-Los comedores de lotos [Umbriel]
Leinster-Próxima Centauri [diaspar]
Lovecraft-El árbol [?]
Lovecraft-El árbol de la colina [?]
Lumley-El roble de Bill [J.M.C.]
Matute-El árbol de oro [Bizien]
McKenna-Regresa cazador [Abogada Soltera & Jota]
Merritt-La mujer del bosque [clv]
Oesterheld-El árbol de la buena muerte [Sadrac]
Reed-La parra [urijenny]
Russell-El pecado de Hyacinth Peuch [diaspar]
Russell-Simbiótica [Umbriel]
Saparin-Las botas mágicas [Tecum]
Silverberg-Los colmillos de los árboles [Palazón-Kitiara333]
Smith C. A.-El jardín de Adompha [J. Ruiz]
Smith C. A.-Las mandrágoras [Enric Navarro & eldritchdark.com]
Smith C. A. & Johnson E. M.-Siembra de Marte [Conan]
Swann-La mansión de las rosas [diaspar?]
Thomas-Luana [Arácnido]
Tsutsui-Mujer de pie [urijenny]
vanVogt-El armonizador [urijenny]
vanVogt-Proceso [Sadrac]
Weinbaum-Lotófagos [pinypon2k1]
Wells-La floración de la extraña orquídea [liBROdot.com]
WilliamsonI-Plantas químicas [diaspar]
Young-Las arenas azules de la Tierra [urijenny]

Dado que los relatos de Wells y Clarke están muy relacionados y es conveniente leerlos secuencialmente los he incluido en un solo archivo. Todos los demás relatos van como archivos .rtf independientes, salvo los que contienen ilustraciones que van como .doc.

Entre las novelas relativas a las tremendas plantas alienígenas y a la devastación que provocan sobre la Tierra, cabe citar a: ?Los genocidas? de Thomas M. Dish, simple, entretenida, sin mayores pretensiones literarias, y, tal vez por ello, un texto excepcionalmente agradable y memorable (y que recomiendo con particular énfasis); y ?El día de los trífidos? de John Wyndham, que figura entre las cien mejores de David Pringle, y que cito de oídas puesto que no la he leído. Hay que citar también ?El crisol del tiempo? de John Bunner, y ?Más verde de lo que creéis? de Ward Moore.
Bueno para terminar va el deseo de que tengan una grata lectura de estos relatos.

urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

La hija del árbol

La hija del árbol
Miriam Allen DeFord
The daughter of the tree, © 1951. Traducción de Mireia Bofill en Extraños compañeros de cama, selección de Thomas N. Scortia, Super Ficción 44, Ediciones Martínez Roca S. A., 1979.

Si tuviera que jugarme algo en una apuesta sobre cuál de los dos acabará hundiéndose antes, si el Peñón de Gibraltar o Miriam Allen DeFord, escogería el primero y comenzaría a buscar acomodo para los monos de Gibraltar en el zoológico de San Francisco. Con sus ochenta años bien cumplidos, Miriam puede más que cualquier pareja de nosotros en las reuniones mensuales que celebra Mystery Writers of America en Rocca’s de San Francisco. Se me abre la boca sólo de pensar lo que debió ser cuando estaba en la flor de la vida…, très formidable, como dirían los franceses. Si después de estas palabras se la imaginan como una grande dame de imponente figura que abruma a la gente con su aire de tener un contacto directo con el arcángel Gabriel por lo menos, descarten esa idea. Es una mujer menuda, casi recatada, de voz suave y con un excitante sentido del humor.
En una carta me dice que a este relato, el primero que publicó en «The Magazine of Fantasy and Science Fiction», le siguió luego otro cuento sobre un árbol Gathi, a raíz del cual Tony Boucher la acusó de dendrofilia. Ella reconoce francamente esta peculiar afición. «Hasta el punto en que el muchacho se encuentra con el indio ?escribe?, todo esto le sucedió a mi marido, exactamente tal y como está escrito, cuando se trasladó de Baltimore a Seattle en su primera juventud.»

Lo que más le oprimía a Lee era el silencio. En su casa, en Boston, había aprendido de memoria a Longfellow: «El murmullo de los pinos y los abetos». Allí había pinos y abetos del Canadá, aunque la mayor parte del bosque estaba formado por abetos corrientes y, sobre todo, abetos rojos; pero ninguno de ellos murmuraba. No había pájaros cantores y sólo de tarde en tarde escuchaba la llamada de una tórtola. Incluso echaba de menos el rumor del río Snoqualmie que tanto le había importunado la primera noche. El muchacho depositó en el suelo el hornillo de latón y las sartenes y latas, para dar un descanso a sus hombros, y bebió un largo trago de su botella de agua. Pensó que, tal vez, a fin de cuentas, había sido una insensatez no intentar cruzar ese puente a medio terminar.
Pero jamás hubiera podido cruzarlo. Todas las bromas y burlas de Watt sobre los cobardes jovenzuelos de dieciocho años incapaces de mantener el equilibrio sólo sirvieron para encenderle la cara; no pudieron obligarle a poner un pie sobre ese artilugio tambaleante con los enormes boquetes que se abrían en medio. Nunca había soportado la altura. Cierta vez, cuando era un renacuajo y su padre le llevó a Vermont en verano, descubrió que se mareaba y sentía náuseas cuando no tenía un terreno sólido bajo los pies. Se las arreglaría muy bien solo. Tenía un hacha para cortar la maleza si los matorrales y los rododendros se hacían demasiado espesos. Si se topaba con un puma, o incluso con un oso, lo más probable era que éste retrocediera apresuradamente al verle. No tenía miedo. Sólo que todo estaba tan terriblemente callado.
Para darse ánimos, empezó a silbar McGinty bajó al fondo del mar, una cancioncilla en boga en Boston dos años atrás, en 1890, antes de que falleciera su padre y él se encontrara a la deriva. Entonces le había parecido un sueño romántico y aventurero dejar la escuela y dedicar todo lo que le restaba del dinero del seguro para viajar a Seattle con Watt Gibson. Sólo hacía un año que Washington se había convertido en un estado; Watt, con los cinco años que le aventajaba en edad, y un tío que llevaba una década en el Oeste y lo había mandado a buscar, estaba lleno de optimistas historias de futuras perspectivas en las que se mezclaban inextricablemente el dinero y la excitación. Pero los muchachos llegaron a la zaga de un gran incendio que dejó a la pequeña ciudad postrada, con sólo dos edificios comerciales en pie; la gente vivía en tiendas de campaña y había poco trabajo, excepto para carpinteros y albañiles con experiencia. Entonces el tío de Watt se unió a una partida que iba a colonizar el territorio al este del Snoqualmie; y Lee, que había salido raras veces de la ciudad, agradeció abrumado la oportunidad de acompañarles como cocinero.
No había contado con que tendría que recorrer varios kilómetros a lo largo de una quebrada, completamente solo, hasta que ésta se hiciera lo suficientemente estrecha para poder cruzarla, y luego recorrer el camino de regreso hasta el campamento.
Bueno, si los otros eran capaces de sobrevivir todo ese tiempo sin tocino ni tortas, él lograría sobrevivir hasta volver a encontrarlos. Se agachó v volvió a cargarse al hombro la pesada mochila con los utensilios de cocina. No se oyó el menor crujido de ramitas ni un susurro de aire; pero cuando dio un rodeo en torno al enorme tronco de un abeto se encontró cara a cara con un hombre que le aguardaba calladamente.
Lee dio un salto y las latas tintinearon, pero el hombre continuó quieto, esperando. Era un indio, probablemente uno de los indios Flathead de la plantación de lúpulo, pues a veces salían al bosque en busca de bayas, perdices y antílopes durante la temporada baja.
?Klahowya sikhs ?dijo tímidamente Lee.
Todas esas tribus indias de orígenes y lenguas diversas hablaban chinook, la jerga comercial; y también lo hablaban todos los hombres blancos que tenían tratos con ellos; y Lee se había entretenido casi dos años en aprender a hablar con fluidez la curiosa mezcla de inglés, francés, castellano y diversos dialectos indios.
?Klahowya ?respondió tajantemente el desconocido.
Lee no hablaba con tanta facilidad como había imaginado. El impasible rostro moreno que tenía delante casi se sonrió mientras él le explicaba trabajosamente hacia dónde se dirigía, eludiendo los motivos del viaje. Esos tipos eran capaces de cruzar el Gran Cañón sobre un tablón; su delicado sentido del equilibrio los emparentaba con los gatos.
Se enteró de que estaba casi a ocho kilómetros del final de la quebrada. Ya había recorrido al menos cinco, de modo que le quedarían trece kilómetros de regreso por el otro lado. Todavía estaba poco avanzado el día; con suerte, podría reunirse con su grupo al atardecer. Si tenían hambre, podían encender una hoguera, calentar café y comer algunas galletas que habían sobrado del desayuno, pero él, a pesar de llevar el hornillo y todos los utensilios de cocina, no llevaba consigo nada comestible, aparte de la sal y la levadura y una pequeña y solitaria lata de harina. Se sintió bastante aliviado cuando el indio inquirió:
?¿Mesika olo?
Sí, tenía mucha hambre, como sólo puede tenerla un muchacho de dieciocho años en perfecto estado de salud. El indio tenía una bolsa llena de bayas y dos tórtolas. Celebrarían un festín.
Gravemente, sin hablar demasiado, montaron el hornillo y recogieron astillas. Lee preparó unas tortas mientras el indio desplumaba y limpiaba las tórtolas. Se pusieron a comer con buen apetito.
Inesperadamente, las matas de rododendro a su derecha se abrieron sin apenas un sonido y apareció una muchacha. El indio la saludó cortésmente con la cabeza y la muchacha esbozó una tímida sonrisa, pero no pronunció ni una palabra. Lee permaneció sentado con la boca entreabierta, la mirada fija en ella, con un palillo olvidado entre los dedos. La muchacha se dejó caer en el suelo a su lado, con un gracioso gesto, y se dispuso a compartir la comida, sin haber pronunciado aún una palabra.
En medio de su sorpresa, el muchacho se olvidó de la comida. Miró inquisitivamente a su compañero, pero el indio se limitó a menear muy levemente la cabeza y continuó impasible su comida. La muchacha no emitió ni un sonido y no pareció advertir las miradas subrepticias de Lee.
Iba vestida como una india, pero resultaba evidente que era de pura sangre blanca. Su cabello, que llevaba peinado en dos largas trenzas, era de un suave color castaño, y cuando alargó el brazo para coger una torta, Lee pudo distinguir la blancura de su piel, más allá de la parte bronceada. Una vez le miró de lleno, con una curiosidad equivalente a la suya, y Lee vio que tenía los ojos azul obscuro.
Luego se levantó tan sigilosamente como había aparecido, alzó un momento las manos por encima de la cabeza, en señal de saludo y aparentemente también de agradecimiento, y se alejó en silencio. Sus pasos, con los mocasines de ante, no produjeron ni un sonido, y aunque Lee se levantó de un salto y corrió algunos pasos tras ella, no pudo descubrirla por ningún lado.
Cuando volvió, el indio estaba recogiendo las cosas y enterrando los restos de su comida. Parecía divertido, pero esperó que fuera Lee quien hablara.
?¿Quién es? ?preguntó el muchacho en chinook.
El indio estaba atareado encendiendo su pipa. Cuando consiguió que tirara bien, respondió pausadamente, en la misma lengua, aunque sin ir al grano.
?Ella no puede oír ?dijo?, pero si hablamos de ella cuando ella está aquí, ella lo sabe y se pone triste.
?¿Pero quién es?
?Okustie stick?dijo el indio y siguió chupando su pipa en silencio.
?La hija del árbol.
Lee se ruborizó: ¿se estaría burlando de él ese hombre? Pero el indio le miró con amodorrada amabilidad.
Un poco ofendido, el muchacho terminó de empacar sus cosas y se dispuso a continuar su viaje. Sentía los ojos del hombre fijos en él, pero no miró hacia donde se encontraba el indio. Cuando hubo terminado su tarea, dijo secamente:
?Gracias por la comida. Adiós, amigo.
Y le volvió la espalda para marcharse.
El indio soltó una risita.
?Espera. Te lo contaré ?se ofreció secamente.
Eso era justo lo que deseaba Lee. De inmediato dejó caer la mochila y se instaló en cuclillas al lado del hombre, con la espalda apoyada en el gran abeto.
Se produjo un cómodo silencio. Luego el indio, fumando tranquilamente al tiempo que emitía las palabras guturales de la extraña lengua, dijo:
?Hace mucho tiempo yo vine aquí, yo era un niño. Hace mucho tiempo mi padre venía a veces aquí a cazar. A veces hacía un puchero, quería mucha comida para dar a sus amigos. Entonces vivíamos a la orilla del lago, pescábamos. A veces buscábamos carne de oso, carne de antílope, mi padre recorría muchos kilómetros, cazando aquí en los bosques. Yo era un niño, él me trajo, me enseñó a cazar. Y mucho antes de que ella naciera, yo conocí a la madre de esa chica.
?Es una chica blanca, ¿verdad? ?se le escapó a Lee.
El indio arrugó el ceño; había interrumpido el orden de su relato.
?Su madre mujer blanca.
?Pero parece toda blanca. ¿Su padre es un indio?
?Su padre no indio, no hombre blanco. Escucha, no hables. Yo te lo contaré.
Lee se acomodó. Los hombres podían esperar; estarían bastante cómodos y contentos de gozar de un merecido descanso tras varios días de marcar senderos y talar matorrales. El indio levantó una mano admonitoria para atajar nuevas interrupciones y continuó:
?Esa chica más joven que tú. Esto que te diré sucedió cuando yo ya hombre. Pero empezó hace mucho tiempo, cuando mi padre me trajo aquí de niño, me enseñó a cazar. Cuando yo mayor, vine solo. Entonces un hombre blanco y una mujer blanca vinieron de muy lejos, a vivir aquí en los bosques.
»Pronto tal vez muchos hombres blancos vivirán aquí, talarán árboles, construirán casas. Tú vienes hoy, mañana muchos más. Algún día no habrá bosques, todo casas, todo hombres blancos. Pero entonces él primer hombre blanco que vino aquí, y trajo una mujer con él.
»Por qué vino, no lo sé, mi padre no lo sabía. Tal vez hizo algo malo, escapó. Tal vez estaba enfermo, quería curarse en el bosque. Tú vienes aquí enfermo, los árboles te curan. Pero no, era un hombre fuerte, trabajaba mucho, no estaba enfermo. Tal vez estaba loco, no sé. Pero vino, y trajo una mujer.
»Primero acampó, luego taló árboles y construyó una casa. Ahora la casa no está, los árboles crecieron sobre ella. Pero él la construyó y cazó para comer, y la mujer recogía bayas. Ella limpió el terreno e intentó plantar maíz, no pudo. No era mujer para trabajar duro. Cuando la vi noté en sus manos que no era mujer para trabajar.
»El hombre trabajaba mucho, todo el día, talaba árboles construyó una cerca, cazaba. Al final del día, estaba muy cansado; comía, se acostaba, dormía. En la mañana se levantaba salía a trabajar. Nunca hablaba mucho; siempre mucho silencio para la mujer.
Lee pensó en el silencio del bosque, que tanto le había oprimido. Imaginó a una mujer blanca de buena familia condenada a vivir para siempre en ese bosque y se estremeció.
?Cada año, el hombre blanco se marchaba, volvía a su tierra. Tal vez no había hecho cosas malas, tal vez sólo vino porque estaba loco. Pero no estaba tan loco, cuidaba muy bien de todo. Estuvo fuera tal vez dos lunas.
»Esos días, nuestra gente tenía esclavos. Él acudía a nosotros, pedía un esclavo para ayudarle a llevar una carga. Volvía, devolvía el esclavo, nos dejaba regalos. A veces nosotros queríamos cosas, se lo decíamos, las compraba, nos las traía. Siempre volvía muy cargado, todo lo que necesitaba hasta el próximo año. Cuando estaba fuera, dejaba la mujer sola en la casa.
»Un día vino así a nuestro lugar, habló con mi padre. Dijo:
?Mi mujer ha escapado.
»Mi padre dijo:
?¿La has encontrado?
»El dijo:
?Oh, sí, la he encontrado. Ha escapado dos veces, tres veces, tal vez está loca, creo.
»Mi padre dijo:
?¿Qué hizo para que creas que está loca?
»El hombre blanco dijo:
?Cuando la encontré, hacía el amor con un abeto. Abrazaba al abeto, le decía como a un hombre: “Tú me entiendes, tú me quieres”.
»El hombre blanco rió, pero mi padre meneó la cabeza. Sabía que los árboles son buena medicina para los enfermos, mala medicina para los locos. ¿Ves este árbol grande?
Lee asintió con un movimiento de cabeza. El indio rozó levemente el enorme abeto contra el cual estaban apoyados.
?Los árboles quieren a la gente, algunos árboles antes fueron gente, hace mucho tiempo. Este árbol, oye todo lo que decimos. No puede responder, pero oye.
Parecía absurdo, pero a pesar suyo Lee sintió un leve estremecimiento en la espina dorsal. El indio continuó gravemente:
?Tú tratas mal a la mujer, la dejas sola, a lo mejor le pegas, a lo mejor le dices malas palabras, algún árbol lo oye. Ese árbol, llama a esa mujer, se la quita al hombre, tal vez se hace su marido.
Eso era excesivo. El muchacho se rió. El indio arrugó el ceño.
?Tú no rías. El hombre blanco se rió cuando mi padre se lo dijo. Él dijo: «Tú también estás loco, como mi mujer». Él se fue.
»Entre tanto, yo me hice hombre mayor, iba a cazar solo al bosque. Mi padre era hombre viejo, no iba conmigo. Nos hicimos pobres, dejamos nuestra casa, no más esclavos, salimos a trabajar para los hombres blancos en la plantación de lúpulo. A veces, como ahora, recordaba cuando era niño. Volvía a los bosques, vivía aquí dos, tres días. Recordaba los buenos tiempos que viví, olvidaba los malos tiempos. Cada vez que venía, cuando era un hombre joven, veía a la mujer blanca aquí. A veces su marido estaba trabajando en el bosque, a veces estaba lejos, en su tierra. Pero siempre lo mismo: ella paseaba por el bosque, sin miedo a nada. Los jaguares, los osos, los antílopes: ella hablaba con esos animales, nunca le hacían daño. A veces cantaba. Una vez la vi, hace mucho tiempo. Alguien mató una hembra de antílope, tal vez su hombre, tal vez un indio. La pequeña cría estaba sola, tal vez tenía un mes. Ella cogió la cría en los brazos como un niño, le cantó. Yo lo vi.
»Siempre hablaba también con los árboles, como si fueran gente. Eso es malo, hablar con los árboles. Los árboles escuchan, no pueden hablar, pero oyen. Un gran abeto ?grande como éste? la vi abrazarlo, besar la corteza, hablarle al árbol. Lo vi y corrí. No quería que el árbol me castigara porque lo vi con la mujer. Tú no me crees, pero yo te lo digo.
»Luego vino un largo invierno, muy malo. Mucha nieve, muy profunda. No podía trabajar; le dije al patrón; me voy a los bosques, tal vez cace algo para comer, tal vez no. Hace diecisiete años, tal vez.
Diecisiete años. Juzgando su edad lo mejor que pudo, Lee pensó que la muchacha debía tener unos dieciséis.
?Traté de cazar todo el día; ni una perdiz, ni una tórtola, ni un antílope, nada. La nieve caía fuerte, hacía mucho frío. Me acerqué a la casa del hombre blanco. Ahora la casa ya no está, los árboles han crecido sobre ella. Pero entonces la casa estaba allí. Oí voces dentro. Yo no quería entrar, tal vez se peleaban, no querían que un extraño oyese. Esperé fuera, escuché. La mujer blanca estaba muy enfadada, lloraba, decía: «¡Deja esa hacha!» Yo miré por la ventana: sólo había un papel en la ventana y el viento había rasgado una esquina, de modo que pude ver. El hombre blanco tenía un hacha, ella le sujetaba el brazo, muy fuerte.
»Él dijo: «¡Voy a acabar con esta tontería! ¡Acabaré con esto!» Pensé que tal vez iba a hacerle daño, tenía que impedirlo, pero ella le soltó el brazo, corrió a la puerta y él no la tocó. Él dijo: “¿Qué haces? ¿Adónde vas?” Entonces la oí hablar con la voz de otra mujer, no su voz; si no lo veo, pienso que hay otra mujer en la habitación. Aguarda. Recuerdo lo que dijo ella, las palabras. No chinook, las diré en King Chautch le lang.
El indio hizo una pausa, como si intentara recordar exactamente; luego muy despacio, en su voz gutural, dijo en inglés: «He terminado contigo. Me voy a un lugar donde me quieran».
El sonido de esas lentas palabras mal pronunciadas, en la monótona voz del indio, recorrió con un estremecimiento de horror las venas de Lee. Era un muchacho con imaginación ?otro sin imaginación, como Watt Gibson, habría cruzado ese puente colgante sin pensárselo dos veces?, y de pronto oyó a esa criatura perdida, desolada, agotada hasta la locura, pronunciando su terrible desafío. En el silencio que siguió, imaginó por un momento que podía oír los ligeros pasos de la muchacha. Pero cuando se volvió bruscamente, no había nadie a la vista.
?Entonces ?siguió diciendo el indio con deliberación?, porque habló con la voz de otra mujer, supe que estaba loca de verdad. Prefería quedarme afuera en la nieve que estar con una mujer loca. No escuché más, me fui.
?¿Y no averiguaste qué pasó? ?preguntó Lee?. Él debía tener intención de cortar ese gran árbol que tanto le gustaba a ella, ¿no crees? Y ella intentaba impedírselo. ¿Lo cortó?
Con gran turbación, de pronto advirtió que había hablado en inglés, lengua de la cual el indio probablemente no conocía más que un par de palabras. Pero el hombre no hizo caso de su interrupción y siguió hablando plácidamente.
?Me alejé, pero no encontré nada que cazar. Llegó la noche, seguía nevando. Yo tenía mucho frío, no podía hacer fuego en la nieve. No tenía más remedio que pasar la noche con la mujer loca. Volví a la casa del hombre blanco. No había luz. Me acerqué a la puerta para llamar, ni un ruido en la casa. Tropecé junto a la puerta, me agaché. Cogí una rama de árbol, estaba tirada en el umbral. Sacudí la nieve de la rama, la palpé. Era una rama de abeto. Entonces supe.
?¿Supiste qué?
?Supe que el abeto había venido a buscar a la mujer. Supe que la había oído, había venido a buscarla. Supe otra cosa. Abrí la puerta. El hombre blanco estaba tendido en el suelo. Encendí la luz, pero ya lo sabía antes de mirar. Estaba muerto.
?¿Muerto?
?Llevaba cuatro, cinco horas muerto. Miré para ver alguna señal de cómo había muerto, pero lo sabía antes de mirar. La nuca estaba rota.
?¿Con el hacha?
?El hacha estaba en un rincón, estaba limpia. El árbol había oído; había venido a buscar a su mujer, lo había matado.
?¡Pero, por Dios! ?explotó Lee. Se contuvo y continuó pausadamente en chinook?: Un árbol no puede entrar en una casa y matar a un hombre.
?El espíritu del árbol puede entrar en cualquier parte, matar a cualquiera. Escúchame.
»Regresé al rancho, pero volví aquí. Antes del verano vi a la mujer blanca, tal vez dos, tres veces. No lo dije a nadie, ni a mi padre, ni a nadie. No quería que el árbol viniera, me castigara. La primera vez que volví, la luna siguiente, la casa estaba limpia, el cuerpo muerto enterrado. Una mujer puede hacer eso, trabaja lentamente sobre la tierra helada. Hizo mucho frío todo el tiempo, el cuerpo se conservó hasta que ella hubo terminado. Una vez volví, justo antes del verano. Vi a la mujer, ella dijo: «Vuelve cuando caiga la primera nieve». Yo dije: «Vendré».
»Cayó la primera nieve, le dije al patrón: no puedo trabajar, vine aquí, fui a la casa de la mujer blanca. Ahora era su casa, el hombre estaba muerto. Pero ella vivía casi todo el tiempo afuera, en el bosque, con el árbol. Entré en la casa, estaba muy enferma. Iba a morir. Tenía un bebé. Esa niña que has visto.
»Ella dijo: “Yo voy a morir, tú coge la niña, dásela a tu mujer”. Yo dije: “Me quedaré. Esperaré”. Me quedé, tal vez dos, tres días, le di comida. Luego, ella murió. Cavé una fosa, la enterré. Luego, le llevé la niña a mi mujer.
»Era la hija del árbol. El árbol oye demasiado, por eso ella no puede oír, no puede hablar. Pero era una niña muy buena, muy tranquila. Vivió con nosotros, como nuestra hija. Muy bonita, muy buena, pero no podía hablar. Cuando fue una niña mayor, se escapó. Yo sabía dónde estaba. Vine aquí, la encontré, me la llevé. Ella se escapó una y otra vez.
»Ahora está todo el invierno en nuestro campamento. Ayuda a mi mujer, trabaja en el rancho, es muy buena chica. Pero cuando llega la primavera, se escapa, se queda aquí hasta la primera nieve. Ahora no la sigo, sé dónde está. Vengo aquí, a veces la veo, a veces no. Ella vive aquí, coge bayas, se lava en el río, duerme en el suelo. Está con su padre.
Instintivamente, Lee se apartó del abeto gigante contra el cual se había apoyado. El indio casi se sonrió.
?No este árbol. Yo no me apoyo en ese árbol. Ese árbol está muy escondido en el bosque. Si un hombre blanco corta algún día ese árbol, tal vez lo lamente. Tal vez el árbol le mate al caer.
?¡Todo lo que dices es imposible! ?exclamo Lee, en voz excesivamente alta. Luego cambió otra vez al chinook?: Ella es una muchacha mayor. ¿Estará segura en el bosque?
?Está segura ?dijo tristemente el indio?. Mi mujer vigila que esté segura en el campamento, su padre vigila que esté segura en el bosque. Yo pienso que tal vez nunca amará a un hombre. Sólo es medio como tú y como yo.
Lee le miró dubitativo. La muchacha era muy bonita.
El indio se levantó. Sin duda debía estar de regreso en la plantación, en Snoqualmie, al amanecer.
?Tú vuelve con tus amigos, tal vez esta noche. Esta noche hay luna llena, será fácil ?levantó una mano en señal de despedida?: Klahowya sikhs.
?Klahowya ?respondió Lee. Luego, cuando ya se había alejado algunos pasos y empezaba a preguntarse con el pulso acelerado si la muchacha no volvería a aparecer entre los matorrales cuando el hombre se perdiera de vista, le gritó?: No te creo. La mujer blanca mató al hombre. La niña era su hija.
«O la tuya», pensó para sus adentros.
El indio también se volvió y le sonrió con condescendencia. Había vivido con hombres blancos: sabía cómo funcionaba su mente.
?La niña no era su hija ?dijo sin pasión?. La niña no era mi hija, tampoco. Yo no toco una mujer que pertenece a un árbol. Tú eres un hombre, no un niño, no hables como un niño. Esa chica no es la hija de ningún hombre. Nació diez meses después de morir el hombre, cuando empezó a caer la nieve. Es hija del árbol.
Lee también sonrió y meneó obstinadamente la cabeza. El indio se encogió de hombros y dio media vuelta para marcharse. El muchacho le vio desaparecer entre los árboles; luego se ajustó la pesada mochila y empezó a avanzar por el sendero. Era cierto lo que le había dicho Watt; esos indios tenían mentalidad de niños. ¡Todas esas historias fantásticas!
Oyó un leve rumor a su izquierda, entre los matorrales. Lee levantó bruscamente la vista y alcanzó a divisar una larga cabellera castaña.
¡Ajá, se dijo, conque se ha fijado en mí! Tenía mucho tiempo; el día todavía era joven. Deliberadamente depositó la mochila en el suelo ató su pañuelo a una rama para señalar el lugar y se apartó del sendero.
Ella era más ligera que él y el bosque era terreno familiar para ella. Pero se mantuvo lo bastante próxima a su vista y a su oído para seguir atrayéndole. De pronto se detuvo, a menos de veinte metros de él; y sus ojos le miraban invitadores.
?¡Espera! ?le llamó Lee, olvidando que no podía oírle. No se oía ningún otro sonido; los árboles le rodeaban como solemnes guardianes. Echó a correr.
Se encontró ridículamente tendido sobre el duro suelo, con las rodillas lastimadas, la mano izquierda ensangrentada.
Se levantó dolorido. Vio tirada en el suelo la rama caída que le había hecho tropezar.
Se agachó y la recogió. Se la quedó mirando durante un largo minuto. De un vistazo comprobó que los árboles que le rodeaban eran abetos rojos, con algunos pinos.
La rama que tenía en la mano era de un abeto corriente.
La muchacha había desaparecido. Sólo había silencio a su alrededor.
Temblando bajo los cálidos rayos del Sol, Lee regresó cojeando al sendero. Se cargó la mochila a la espalda, tan rápidamente como pudo, y echó a andar rumbo al campamento. Sólo deseaba estar junto a Watt y los otros tan pronto como se lo permitieran sus presurosas piernas.

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Revisión de  urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

Wood’stown

Wood’stown
Alphonse Daudet

Alphonse Daudet nació en 1840 y murió en 1897. En vida fue muy respetado por sus novelas y obras dramáticas; más tarde se impusieron sobre todo sus relatos. Fue fundamental para él su encuentro con Frédéric Mistral, líder de un movimiento de revaloración de la literatura y el lenguaje provenzal. A partir de entonces se despertó su entusiasmo por la vida en el sur de Francia, a la que consideraba artística, apasionada, y sensual, en contraste con el intelectualismo del norte, y sobre todo de París. Durante un tiempo se vio obligado a vivir en Argelia, por dolencias relacionadas con una enfermedad venérea. En Cartas desde mi molino (1869) expresó sus vivencias en la isla de Córcega. Su estado de salud empeoró progresivamente, afectándole la médula espinal. Ello no le impidió seguir con su obra, y patrocinar a jóvenes escritores, entre los que se encontraba Marcel Proust.
Su estilo y obra son encuadrados por lo general dentro del naturalismo. Lo aparta de esta escuela, sin embargo, una menor concentración en los aspectos desagradables o sensacionalistas de la existencia. Su virtuoso manejo de la descripción impresionista estaba sólidamente asentado en la observación: solía tomar notas en las que luego abrevaba para sus narraciones. Se concentraba en personajes supuestamente menores, pero destacables. Según él, una novela debía ser ?la historia de la gente que nunca tendrá una historia?. Las prodigiosas aventuras de Tartarín de Tarascón (1872) fue mal recibido por el público y la crítica en el momento de ser publicado, pero luego el personaje se convirtió en modelo ejemplar y caricaturesco de la ingenuidad y la fanfarronería.
Wood´stown es uno de los pocos, si no el único, relato de su obra que se relaciona con la literatura fantástica o la ciencia ficción. Es una impecable estampa ecologista que pone de manifiesto la fecundidad de lo vegetal, el poder de las plantas, tema repetido en infinidad de novelas y cuentos posteriores, entre ellos clásicos como: El día de los trífidos de John Wyndham y Más verde de lo que creéis de Ward Moore.

El emplazamiento era soberbio para construir una ciudad. Bastaba nivelar la ribera del río, cortando una parte del bosque, del inmenso bosque virgen enraizado allí desde el nacimiento del mundo. Entonces, rodeada por colinas, la ciudad descendería hasta los muelles de un puerto magnífico, establecido en la desembocadura del Río Rojo, sólo a cuatro millas del mar.
En cuanto el gobierno de Washington acordó la concesión, carpinteros y leñadores se pusieron a la obra; pero nunca habían visto un bosque parecido. Aferrado al suelo con todas sus lianas, con todas sus raíces, cuanto talaban por un lado renacía por el otro, rejuveneciendo de sus heridas, en las que cada golpe de hacha hacía brotar botones verdes. Las calles, las plazas de la ciudad, apenas trazadas, comenzaron a ser invadidas por la vegetación. Las murallas crecían con menos rapidez que los árboles, y en cuanto se erguían, se desmoronaban bajo el esfuerzo de las raíces siempre vivas.
Para terminar con esas resistencias donde se enmohecía el hierro de las sierras y de las hachas, se vieron obligados a recurrir al fuego. Día y noche una humareda sofocante llenaba el espesor de los matorrales, en tanto que los grandes árboles de arriba ardían como cirios. El bosque intentaba luchar aún demorando el incendio con oleadas de savia y con la frescura sin aire de su follaje apretado. Finalmente llegó el invierno. La nieve se abatió como una segunda muerte sobre los inmensos terrenos cubiertos de troncos ennegrecidos, de raíces consumidas. Ya se podía construir.
Muy pronto una ciudad inmensa, toda de madera como Chicago, se extendió en las riberas del Río Rojo, con sus largas calles alineadas, numeradas, abriéndose alrededor de las plazas, la Bolsa, los mercados, las iglesias, las escuelas y todo un despliegue marítimo de galpones de aduanas, de muelles, de entrepuertos, de astilleros para la construcción de los barcos. La ciudad de madera, Wood´stown ?como se la llamó? fue rápidamente poblada por los estrenadores de casas de las ciudades nuevas. Una actividad febril circulaba en todos los barrios; pero sobre las colinas de los alrededores, que dominaban las calles repletas de gente y el puerto lleno de barcos, una masa sombría y amenazadora se instaló en semicírculo. Era el bosque que miraba.
Miraba aquella ciudad insolente que había ocupado su lugar en las riberas del río, y de tres mil árboles gigantescos. Toda Wood’stown estaba hecha con su vida misma. Los altos mástiles que se balanceaban en el puerto, aquellos innumerables desniveles uno tras otro, hasta la última cabaña del barrio más alejado, todo se lo debían, tanto los instrumentos de trabajo como los muebles, tomando sólo en cuenta el largo de sus ramas. Por esto, ¡qué rencor terrible guardaba contra esta ciudad de ladrones!
Mientras duró el invierno, no se notó nada. Los habitantes de Wood’stown oían a veces un crujido sordo en sus techumbres y en sus muebles. De vez en cuando una muralla se rajaba, un mostrador de tienda estallaba en dos estruendosamente. Pero la madera nueva padece estos accidentes y nadie les daba importancia. Sin embargo, al acercarse la primavera ?una primavera súbita, violenta, tan rica de savia que se sentía bajo la tierra como el rumor de las fuentes? el suelo comenzó a agitarse, levantado por fuerzas invisibles y activas. En cada casa, los muebles, las paredes de los muros se hinchaban y se veía en los tablones del piso largas elevaciones, como ante el paso de un topo. Ni puertas, ni ventanas, ni nada funcionaba. “Es la humedad ?decían los habitantes? con el calor pasará”.
De pronto, al día siguiente de una gran tempestad que provenía del mar, y que trajo el verano con sus claridades ardientes y su lluvia tibia, la ciudad, al despertar, lanzó un grito de estupor. Los techos rojos de los monumentos públicos, las campanas de las iglesias, los tablones de las casas y hasta la madera de las camas, todo estaba empapado en una tinta verde, delgada como una capa de moho, leve como un encaje. De cerca parecía una cantidad de brotes microscópicos, donde ya se veía el enroscamiento de las hojas. Esta nueva rareza divirtió sin inquietar más; pero, antes de la noche, ramitas verdes se abrieron en todas partes sobre los muebles, sobre las murallas. Las ramas crecían a ojos vistas; si uno las sostenía un momento en la mano, se las sentía crecer y agitarse como alas.
Al día siguiente todas las viviendas parecían invernaderos. Las lianas invadían las rampas de las escaleras. En las calles estrechas, las ramas se enlazaban de un techo al otro, poniendo por encima de la ruidosa ciudad la sombra de avenidas arboladas. Esto se volvió inquietante. Mientras los sabios reunidos discutían sobre este caso de vegetación extraordinaria, la muchedumbre salía fuera para ver los diferentes aspectos del milagro. Los gritos de sorpresa, el rumor sorprendido de todo aquel pueblo inactivo daba solemnidad al extraño acontecimiento. De pronto alguien gritó: “¡Miren el bosque!”, y percibieron, con terror, que desde hacía dos días el semicírculo verde se había acercado mucho. El bosque parecía descender hacia la ciudad. Toda una vanguardia de espinos y de lianas se extendían hasta las primeras casas de los suburbios.
Entonces Wood’stown empezó a comprender y a sentir miedo. Evidentemente el bosque venía a reconquistar su lugar junto al río; sus árboles, abatidos, dispersos, transformados, se liberaban para adelantárselo. ¿Cómo resistir la invasión? Con el fuego se corría el riesgo de incendiar la ciudad entera. ¿Y qué podían las hachas contra esta savia sin cesar renaciente, esas raíces monstruosas que atacaban por debajo del suelo, esos millares de semillas volantes que germinaban al quebrarse y hacían brotar un árbol donde quiera que cayeran?
Sin embargo todos se pusieron bravamente a luchar con las hoces, las sierras, los rastrillos: se hizo una inmensa matanza de hojas. Pero fue en vano. De hora en hora la confusión de los bosques vírgenes, donde el entrelazamiento de las lianas creaban formas gigantescas, invadía las calles de Wood´stown. Ya irrumpían los insectos y los reptiles. Había nidos en todos los rincones, golpes de alas y masas de pequeños picos agresivos. En una noche los graneros de la ciudad fueron totalmente vaciados por las nidadas nuevas. Después, como una ironía en medio del desastre, mariposas de todos los tamaños y colores volaron sobre las viñas florecidas, y las abejas previsoras, buscando abrigo seguro en los huecos de los árboles tan rápidamente crecidos, instalaron sus colmenas como una demostración de permanencia y conquista.
Vagamente, en el gemido rumoroso del follaje se oían golpes sordos de sierras y de hachas; pero el cuarto día se reconoció que todo trabajo era imposible. La hierba crecía demasiado alta, demasiado espesa. Lianas trepadoras se enroscaban en los brazos de los leñadores y agarrotaban sus movimientos. Por otra parte, las casas se volvieron inhabitables; los muebles, cargados de hojas, habían perdido la forma. Los techos se hundieron perforados por las lanzas de las yucas, los largos espinos de la caoba; y en lugar de techumbres se instaló la cúpula inmensa de las catalpas. Era el fin. Había que huir.
A través del apretujamiento de plantas y de ramas que avanzaba cada vez más, los habitantes de Wood’stown, espantados, se precipitaron hacia el río, arrastrando en su huida lo que podían de sus riquezas y objetos preciosos. ¡Pero cuántas dificultades para llegar al borde del agua! Ya no quedaban muelles. Nada más que musgos gigantescos. Los astilleros marítimos, donde se guardaban las maderas para la construcción, habían dejado lugar a bosques de pinos; y en el puerto, lleno de flores, los barcos nuevos parecían islas de verdor. Por suerte se encontraban allí algunas fragatas blindadas en las que se refugió la muchedumbre desde donde pudieron ver al viejo bosque unirse victorioso con el bosque joven.
Poco a poco los árboles confundieron sus copas y bajo el cielo azul resplandeciente de sol, la enorme masa del follaje se extendió desde el borde del río hasta el lejano horizonte. Ni rastro quedó de la ciudad, ni de techos, ni de muros. A veces un ruido sordo de algo que se desmoronaba, último eco de las ruinas, donde se oía el golpe de hacha de un leñador enfurecido, retumbaba en las profundidades del follaje. Solamente el silencio vibrante, rumoroso, zumbante de nubes de mariposas blancas giraban sobre la ribera desierta, y lejos, hacia alta mar, un barco que huía, con tres grandes árboles verdes erguidos en medio de sus velas, llevaba los últimos emigrantes de lo que fue Wood’stown…

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Flautistas en el bosque

Flautistas en el bosque
Philip K. Dick
Piper in the woods, © 1953 (Imagination, Febrero de 1953). Traducción de Eduardo G. Murillo en Cuentos completos 1 – Aquí yace el wub, relatos de Philip K. Dick, Gran Super Ficción, Ediciones Martínez Roca S. A., 1989.

?Bien, cabo Westerburg ?preguntó suavemente el doctor Henry Harris?, ¿por qué piensa que es usted una planta?
Mientras hablaba, Harris miró la nota que tenía sobre el escritorio, redactada de puño y letra por el propio comandante de la base con su tosca caligrafía: «Doctor, éste es el tipo que le mencioné. Hable con él e intente averiguar cuál es el motivo de su alucinación. Forma parte de la nueva guarnición en la estación de control del Asteroide Y-3, y no queremos que nada vaya mal allí, especialmente por una chorrada como ésta».
Harris hizo a un lado la tarjeta y observó al joven que tenía enfrente.
Parecía incómodo y ávido de evadir el interrogatorio. Harris frunció el ceño. Westerburg era un chico bien parecido, atractivo con su uniforme de la patrulla y con el mechón de pelo rubio que le caía sobre un ojo. Era alto, casi un metro ochenta, de aspecto saludable, y había terminado el entrenamiento dos años antes, según la ficha. Había nacido en Detroit. Tuvo el sarampión a los nueve años. Interesado en los motores de reacción, el tenis y las chicas. Veintiséis años.
?Bien, cabo Westerburg ?repitió el doctor Harris?. ¿Por qué piensa que es usted una planta?
El cabo le miró con timidez. Se aclaró la garganta.
?No es que lo piense, señor, es que soy una planta. Hace días que soy una planta.
?Comprendo ?el doctor movió la cabeza?. ¿Quiere decir que no fue siempre una planta?
?No, señor. Me convertí en una planta hace poco.
?¿Y qué era antes de convertirse en una planta?
?Bien, señor, igual que los demás.
Hubo un silencio. El doctor Harris cogió su pluma y garabateó algunas líneas, pero no surgió nada importante. ¿Una planta? Un joven de aspecto tan sano… Harris se quitó las gafas con montura de acero y las limpió con su pañuelo. Se las colocó de nuevo y se reclinó en la silla.
?¿Le apetece un cigarrillo, cabo?
?No, señor.
El doctor encendió uno para él y posó el brazo sobre el borde de la silla.
?Cabo, debe comprender que muy pocos hombres se convierten en plantas, especialmente en un lapso de tiempo tan breve. He de admitir que es usted la primera persona que me comunica algo semejante.
?Sí, señor, es algo muy raro.
?Comprenderá los motivos de mi interés. Cuando dice que es una, planta, ¿significa que carece de movilidad? ¿O que es un vegetal, y no un animal? ¿O qué?
El cabo desvió la mirada.
?No puedo decirle nada más ?murmuró?. Lo lamento.
?Bien, ¿le importaría decirme cómo se convirtió en una planta?
El cabo Westerburg vaciló. Bajó la vista al suelo, luego miró por la ventana al espaciopuerto y después siguió las evoluciones de una mosca sobre el escritorio. Por fin, se puso lentamente en pie.
?Ni siquiera puedo decirle eso, señor.
?¿Que no puede? ¿Porqué?
?Porque…, porque prometí no hacerlo.
La habitación quedó en silencio. El doctor Harris se levantó a su vez y ambos quedaron frente a frente. Harris frunció el entrecejo y se acarició el mentón.
?Cabo, dígame únicamente quién se lo hizo prometer.
?No puedo decírselo, señor. Lo siento.
El doctor reflexionó unos momentos. Luego fue hacia la puerta y abrió.
?Muy bien, cabo. Puede marcharse. Y gracias por concederme tiempo.
?Siento no poder ayudarle.
El cabo salió con paso cansino y Harris cerró la puerta a sus espaldas. Luego se dirigió al videófono. Tecleó la clave del comandante Cox. Al cabo de unos instantes apareció la faz bovina del comandante de la base.
?Cox, soy Harris. Hablé con él. Sólo obtuve la información de que era una planta. ¿Qué hago ahora? ¿Tiene más datos?
?Bueno, lo primero que observaron es que no hacía ningún trabajo. El jefe de la guarnición informó que Westerburg salía del recinto y se pasaba todo el día sentado Nada más.
?¿Al sol?
?Sí, nada más sentado al sol. Regresaba al anochecer. Cuando le preguntaron por qué no había estado trabajando en el edificio de reparación de motores, contestó que le era imprescindible tomar el sol. Después dijo… ?Cox vaciló.
?¿Sí? ¿Qué dijo?
?Dijo que el trabajo era absurdo, que era una pérdida de tiempo que lo único útil era sentarse y contemplar…
?¿Y qué más?
?Entonces le preguntaron cómo se le ocurrió la idea, y les reveló que se había convertido en una planta.
?Ya veo que tendré que hablar con el de nuevo ?dijo Harris?. ¿Le han dado la baja permanente de la patrulla? ¿Qué motivos alegó?
?El mismo, que ahora es una planta y ya no le interesa ser un patrullero. Sólo quiere quedarse sentado al sol. Es la cosa más extraña que he oído en mi vida.
?De acuerdo. Creo que le visitaré en su barracón ?Harris consultó su reloj?. Iré después a cenar.
?Buena suerte ?dijo Cox lúgubremente?. ¿Alguna vez oyó hablar de un hombre que se convertía en planta? Le dijimos que era imposible. pero se limitó a sonreír.
?Le informaré de lo que averigüe ?prometió Harris.

Harris cruzó lentamente el vestíbulo. Eran más de las seis; la cena había terminado. Un concepto borroso comenzaba a formarse en su mente, pero era demasiado pronto para estar seguro. Aceleró el paso y dobló a la derecha al final del vestíbulo. Dos enfermeras pasaron corriendo. Westerburg se alojaba con un compañero, un hombre que había sufrido graves heridas con un motor y que ya estaba casi recuperado. Harris se acercó al ala de los dormitorios y se detuvo para examinar los números de las puertas.
?¿Puedo ayudarle, señor? ?preguntó el robot que hacía las veces de conserje.
?Busco la habitación del cabo Westerburg.
?La tercera puerta a la derecha.
Harris siguió caminando. El Asteroide Y-3 tenía una guarnición desde hacía poco tiempo. Había llegado a ser el principal puesto de control para detener y examinar las naves que entraban en el sistema provenientes del espacio exterior. La guarnición cuidaba de que no se infiltraran bacterias, hongos u otros elementos perniciosos. Era un asteroide agradable, cálido, bien provisto de agua, árboles, lagos y mucho sol. Y la guarnición era la más moderna de los nueve planetas. Al llegar frente a la tercera puerta, meneó la cabeza. Levantó la mano y golpeó.
?¿Quién es?
?Busco al cabo Westerburg.
La puerta se abrió. Un joven de aspecto paciente, con gafas de concha y un libro en las manos se asomó.
?¿Quién es usted?
?El doctor Harris.
?Lo siento, señor. El cabo Westerburg está durmiendo.
?¿Podría despertarle? Me interesa mucho hablar con él.
Harris echó un vistazo al interior. Vio una habitación limpia, con un escritorio, una alfombra, una lámpara y dos literas. Westerburg yacía en una de ellas, boca arriba, los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos firmemente cerrados.
?Señor ?dijo el joven?, no creo que pueda despertarle por más que me esfuerce.
?¿Por qué?
?Señor, el cabo Westerburg no se despierta hasta la salida del sol. Es imposible despertarle.
?¿Catalepsia?
?Sin embargo, en cuanto sale el sol, salta de la cama y sale al exterior, donde permanece todo el día.
?Vaya ?dijo el doctor?. Bueno, muchas gracias, de todos modos.
Regresó al vestíbulo y la puerta se cerró detrás de él.
?Es más complicado de lo que pensaba ?murmuró.
Volvió por donde había venido.

Era un día cálido y soleado. El cielo se veía casi por completo despejado de nubes, y un viento suave se deslizaba entre los cedros que bordeaban la orilla del río, al que se llegaba por un sendero que se iniciaba al pie del hospital. Un puentecillo conducía al otro lado del río. Algunos pacientes, cubiertos por albornoces, se apoyaban en la barandilla y miraban distraídamente el agua.
A Harris le costó varios minutos localizar a Westerburg. El joven no estaba con los demás pacientes, sino más allá de los cedros, en una franja brillante de pradera, rebosante de hierba y amapolas. Estaba sentado sobre una piedra plana y grisácea, inclinado hacia atrás y con la boca entreabierta. No advirtió la presencia del doctor Harris hasta que estuvo casi a su lado.
?Hola ?dijo Harris con afabilidad.
Westerburg abrió los ojos. Sonrió y se puso en pie con parsimonia, efectuando un movimiento grácil y ondulante, sorprendente para un hombre de su envergadura.
?Hola, doctor. ¿Qué le trae por aquí?
?Nada en especial. Quería tomar el sol.
?Venga, comparta mi roca.
Westerburg se apartó y Harris se sentó con cuidado de no desgarrarse los pantalones con los afilados bordes de la roca. Encendió un cigarrillo y contempló en silencio el agua. Westerburg recobró su pintoresca posición, inclinado hacia atrás, apoyado sobre las manos y con los ojos fuertemente cerrados.
?Bonito día ?dijo el doctor.
?Sí.
?¿Viene cada día?
?Se está mejor aquí que adentro. No puedo estar adentro.
?¿Que no puede? ¿Qué quiere decir?
?Usted se moriría sin aire, ¿verdad?
?¿Y usted se moriría sin la luz del sol?
Westerburg movió la cabeza en señal de asentimiento.
?Cabo, ¿puedo hacerle una pregunta? ¿Se propone hacer esto el resto de sus días? ¿Pretende seguir sentado al sol sobre una roca?
Westerburg asintió.
?¿Y su trabajo? Fue a la escuela durante años para ser un patrullero. Deseaba con verdaderas ganas ingresar en la Patrulla. Obtuvo excelentes calificaciones, una posición de primera clase. ¿No le apena abandonar todo esto? Le resultaría muy difícil volver. ¿No se da cuenta?
?Sí.
?¿De veras va a tirarlo todo por la borda?
?Exacto.
Harris permaneció en silencio un rato. Por fin, arrojó el cigarrillo y se giró hacia el joven.
?De acuerdo, supongamos que deja su trabajo y se sienta al sol. ¿Qué pasará después? Alguien ocupará su lugar, ¿no es cierto? Alguien tiene que hacer su trabajo. Si usted no lo hace, lo hará otro.
?Supongo que sí.
?Westerburg, imagínese que todo el mundo se comportara como usted. Imagine que todo el mundo quisiera estar sentado al sol todos los días. ¿Qué ocurriría? Nadie se ocuparía de controlar las naves que llegan desde el espacio exterior. Bacterias y cristales tóxicos penetrarían en el sistema, provocando la muerte en masa y tremendos sufrimientos. ¿Le parece bien?
?Si todo el mundo se comportara como yo, nadie iría al espacio.
?Pero es necesario. Hay que comerciar, hay que conseguir minerales, productos y plantas nuevas.
?¿Por qué?
?Para que la sociedad prosiga su curso.
?¿Por qué?
?Bien… ?Harris hizo un ademán vago?. La gente no podría vivir sin una sociedad.
Westerburg no respondió. Harris le miró fijamente, pero el joven no dijo nada.
?¿No es así? ?preguntó Harris.
?Quizá. Es un asunto complicado, doctor. Como ya sabe, me esforcé durante muchos años para pasar el entrenamiento. Tenía que trabajar para estudiar: fregaba platos, hacia de pinche en las cocinas y por las noches estudiaba, aprendía, me quemaba las cejas, un día tras otro. ¿Sabe lo que pienso ahora?
?No.
?Ojalá me hubiera convertido antes en una planta.
El doctor Harris se incorporó como impulsado por un resorte.
?Westerburg, cuando vuelva adentro, ¿tendría algún inconveniente en pasar por mi despacho? Me gustaría pasarle algunos tests, si no le importa.
?¿La caja de sorpresas? ?Westerburg sonrió?. Ya imaginaba que acabaríamos así. Claro, no me importa.
Irritado, Harris saltó de la roca y se alejó unos pasos.
?¿A eso de las tres, cabo?
Westerburg asintió.
Harris regresó por la colina al sendero que llevaba hacia el hospital. Cada vez lo tenía más claro. Un chico que había luchado toda su vida.
Inseguridad económica. El ideal de su vida consistía en ingresar en la Patrulla. Y, al alcanzarlo, encontraba la carga demasiado pesada. En el Asteroide Y-3 había demasiada vegetación, la suficiente para pasarse todo el día en plan contemplativo. Identificación primaria y proyección en la flora del asteroide. La inmovilidad y la permanencia implican el concepto de seguridad. Un bosque inmutable.
Entró en el edificio. Un robot le detuvo de inmediato.
?Señor, el comandante Cox desea hablar con usted urgentemente por el videófono.
?Gracias.
Harris se precipitó en su despacho. Marcó el código de Cox y el rostro del comandante se materializó en la pantalla.
?¿Cox? Soy Harris. He estado charlando con el chico. Empiezo a comprender lo que ocurre. El peso de la responsabilidad le agobia. Cuando al fin alcanza lo que tanto deseaba, la idealización se derrumba bajo el…
?¡Harris! ?ladró Cox?. Cállese y escuche. Acabo de recibir un informe de Y-3. Un cohete expreso está en camino.
?¿Un cohete expreso?
?Cinco casos más como el de Westerburg. ¡Todos se creen plantas! El jefe de la guarnición está hasta los huevos. Dice que o averiguamos lo que sucede o la guarnición se irá al carajo. ¿Me entiende, Harris? ¡Descubra lo que pasa!
?Sí, señor ?musitó Harris?. Sí, señor.

Al final de la semana se contabilizaban veinte casos, todos provenientes, por supuesto, del Asteroide Y-3.
El comandante Cox y Harris se hallaban de pie en la cumbre de la colina, mirando sombríamente el río que discurría bajo sus pies. Dieciséis hombres y cuatro mujeres estaban sentados en la orilla, tomando el sol. Ninguno se movía, ninguno hablaba. No habían efectuado el menor movimiento en la hora que Harris y Cox llevaban observando.
?No lo entiendo ?Cox sacudió la cabeza?. No lo entiendo de ninguna de las maneras. Harris, ¿es el principio del fin? ¿Es que todo se va a derrumbar en torno nuestro? Me jode cantidad ver a toda esa gente tocándose las pelotas al sol.
?¿Quién es aquel pelirrojo?
?Ulrich Deutsch. El segundo comandante de la guarnición. ¡Mírele ahora! Espatarrado con la boca abierta y los ojos cerrados. Hace una semana, ese hombre iba camino de la cumbre. Tomaría el mando de la guarnición cuando el comandante en jefe se jubilara. Le quedaba un año, como máximo. Toda su vida luchando para llegar a eso.
?Y ahora se dedica a tomar el sol.
?Esa muchacha, la morena de pelo corto. Una chica de carrera. Responsable del equipo administrativo de la guarnición. El hombre que está junto a ella: conserje. Esa chavala de ahí, la de las tetas grandes: secretaria, recién salida de la escuela. De todas clases. Y esta mañana me comunicaron que vienen tres más en camino.
Harris asintió.
?Lo más raro es… que realmente les gusta sentarse allí. Son completamente racionales: podrían hacer cualquier otra cosa, pero no quieren.
?¿Y bien? ?preguntó Cox?. ¿Qué piensa hacer? ¿Ha descubierto algo? Contamos con usted. Dígame lo que sabe.
?No obtuve nada de ellos con las entrevistas, pero la caja de sorpresas ha proporcionado algunos resultados interesantes. Entremos y se lo enseñaré.
?Bien ?Cox se encaminó al hospital?. Enséñeme lo que tenga. El asunto es muy grave. Ahora entiendo lo que sentía Tiberio cuando los cristianos salieron a la luz.

Harris apagó las luces. El cuarto quedó completamente a obscuras ?le pasaré el primer rollo. El sujeto es uno de los mejores biólogos de la guarnición, Robert Bradshaw. Llegó ayer. Obtuve un buen material de la caja de sorpresas porque la mente de Bradshaw es muy peculiar. Contiene una cantidad de material reprimido de naturaleza no racional superior al de la media.
Oprimió un interruptor. El proyector zumbó, y en la pared opuesta apareció una imagen tridimensional en color, tan real como si contemplaran al hombre en persona. Robert Bradshaw frisaba en la cincuentena, era corpulento, de pelo gris acero y mandíbula cuadrada. Estaba sentado tranquilamente en una silla, con las manos apoyadas en el respaldo, indiferente a los electrodos sujetos a su cuello y muñecas.
?Ahora empieza ?indicó Harris?. Observe.
Apareció su propia imagen filmada, acercándose a Bradshaw.
?Bien, señor Bradshaw ?dijo la imagen?, esto no le causará ningún daño y, sin embargo, nos ayudará mucho a nosotros.
La imagen movió los controles de la caja de sorpresas. Bradshaw se puso rígido y apretó las mandíbulas, pero ya no se volvió a mover. La imagen de Harris le examinó por un tiempo y después se apartó de los controles.
?¿Me oye, señor Bradshaw? ?preguntó la imagen.
?Sí.
?¿Cómo se llama?
?Robert Bradshaw.
?¿Qué cargo ocupa?
?Jefe de biología en la estación de control de Y-3.
?¿Se encuentra allí ahora?
?No. He vuelto a la Tierra. Estoy en un hospital.
?¿Porqué?
?Porque admití ante el jefe de la guarnición que me había convertido en una planta.
?¿Es eso verdad? ¿Es usted una planta?
?Sí, en un sentido no biológico. Conservo la fisiología de un ser humano, por supuesto.
?¿Qué entiende usted por ser una planta?
?Se trata de una actitud. En psicología se denomina Weltans Chauung.
?Continúe.
?A un animal de sangre caliente, a un primate superior, le es posible adoptar hasta cierto punto la psicología de una planta.
?¿Sí?
?Me refiero a esto.
?¿Les pasa lo mismo a los otros?
?Sí.
?¿Cómo llegaron a adoptar esta actitud?
La imagen de Bradshaw titubeó. Hizo una mueca.
?¿Lo ve? ?le indicó Harris a Cox?. Un poderoso conflicto. De haber estado consciente no habría seguido.
?Yo…
?¿Sí?
?Me enseñaron a convertirme en una planta.
La imagen de Harris mostró sorpresa e interés.
?¿Qué significa que le enseñaron a convertirse en una planta?
?Comprendieron mis problemas y me enseñaron a ser una planta. Ahora me he desembarazado de los problemas.
?¿Quién? ¿Quién le enseñó?
?Los Flautistas.
?¿Quién? ¿Los Flautistas? ¿Quiénes son los Flautistas?
No hubo respuesta.
?Señor Bradshaw, ¿quiénes son los Flautistas?
Después de una larga y agónica pausa, los labios se movieron.
?Viven en los bosques…
Harris detuvo el proyector y las luces se encendieron. Cox y él parpadearon.
?Esto es cuanto pude obtener ?explicó Harris?. Y puedo considerarme afortunado. No esperaba que me dijera nada. Todos prometieron no revelar quién les había enseñado a ser plantas: los Flautistas que viven en los bosques de Y-3.
?¿Contaron los veinte la misma historia?
?No ?Harris hizo una mueca de disgusto?. La mayoría opusieron mucha resistencia. Ni siquiera les extraje esta información.
?Los Flautistas ?reflexionó Cox?. ¿Y bien? ¿Qué se propone hacer? ¿Esperar cruzado de brazos a completar la historia? ¿Es ése su plan?
?No ?dijo Harris?. De ninguna manera. Iré a Y-3 y averiguaré por mí mismo quiénes son los Flautistas.

La pequeña nave patrullera aterrizó con cuidado y precisión; los motores tosieron hasta el silencio final. La escotilla se abrió y el doctor Henry Harris contempló el campo de aterrizaje, inundado de sol. En el extremo del campo se alzaba la torre de control. Largos edificios grises estaban diseminados por todo el terreno: la estación de control Garrison. Un enorme crucero venusino se hallaba estacionado en las cercanías: un inmenso casco verde semejante a una gran babosa. Los técnicos de la estación pululaban a su alrededor, examinando y analizando cada centímetro en busca de formas de vida letales o tóxicas que pudieran haberse adherido al casco.
?Todo está listo, señor ?dijo el piloto.
Harris asintió. Cogió sus dos maletas y bajó con cuidado. El suelo estaba caliente, y la luz del sol le hizo parpadear. En el cielo se veía Júpiter; el vasto planeta reflejaba una considerable cantidad de luz solar.
Harris atravesó el campo, cargado con las maletas. Un empleado se ocupaba en abrir el depósito de la patrullera para sacar su baúl. Lo puso en una carretilla y siguió al doctor con aire de aburrimiento.
Cuando Harris llegó a la entrada de la torre de control, la puerta se abrió y un hombre de edad madura, ancho y robusto, de pelo gris y paso seguro, salió a recibirle.
?¿Cómo está, doctor? ?dijo alargándole la mano?. Soy Lawrence Watts, el jefe de la guarnición.
Intercambiaron un apretón de manos. Watts le dirigió una sonrisa. Era un anciano de gran estatura, todavía apuesto con su uniforme azul obscuro y las charreteras doradas sobre los hombros.
?¿Tuvo un buen viaje? ?preguntó Watts?. Pase, tomaremos un trago. Hace calor con el Gran Espejo ahí arriba.
?¿Júpiter? ?Harris le siguió al interior del edificio, la torre de control estaba fresca y sombreada, un auténtico alivio?. ¿Cómo es que la gravedad es tan parecida a la de la Tierra? Esperaba que me pondría a dar saltos como un canguro. ¿Es artificial?
?No. El asteroide tiene un núcleo denso, una especie de depósito metálico; por eso lo elegimos. Simplificó el problema de la construcción, y además posee aire y agua. ¿Ve las colinas?
?¿Las colinas?
?Desde la torre obtendrá una buena visión. Esto es como un parque natural, con bosques en los que hay de todo. Venga, Harris. Éste es mi despacho ?el anciano le guió hasta un apartamento amplio y bien amueblado?. ¿A que es agradable? Mi intención es pasar el último año de servicio lo más confortablemente posible ?frunció el ceño?. Claro que, ahora que Deutsch se ha ido, igual me quedo para siempre. Bueno… Siéntese. Harris.
?Gracias ?Harris se sentó y estiró las piernas, observó como Watts cerraba la puerta que comunicaba al pasillo?. Por cierto, ¿ha habido más casos?
?Otros dos, hoy ?el rostro de Watts se ensombreció?. Son casi treinta en total. Hay trescientos hombres en esta estación. Al paso que vamos…
?Comandante, mencionó que había bosques en el asteroide. ¿Concede permiso a los hombres para que vayan allí cuando quieran? ¿O sólo les deja circular por los edificios y el campo?
Watts se frotó el mentón.
?Bien, es una situación compleja, Harris. He de permitirles que salgan de vez en cuando. Ven el bosque desde los edificios, y basta contemplar un lugar hermoso para que te entren ganas de ir. Cada diez días se les concede un período de descanso. Entonces salen a pasear.
?¿Y luego vuelven trastornados?
?Sí, creo que sí, pero es lógico que si ven el bosque tengan ganas de ir. No puedo impedirlo.
?Lo sé, no le censuro. Bien, ¿cuál es su teoría? ¿Qué les sucede allí? ¿Qué hacen?
?¿Qué sucede? Que en cuanto salen y se relajan un rato ya no quieren volver a trabajar. Es inútil. Se estaquean. No quieren trabajar, así que se largan.
?¿Qué opina de sus fantasías?
Watts rió de buen grado.
?Escuche, Harris, usted sabe tan bien como yo que todo eso son cuentos. Son tan plantas como usted o yo. Lo único que pasa es que no quieren trabajar, y punto. Cuando era cadete usábamos varios métodos para obligar a la gente a trabajar. Me gustaría propinarles unos azotes en el culo, como solíamos hacer.
?¿Así que piensa que todo es un truco?
?¿Usted no?
?No ?dijo Harris?. Creen realmente que son plantas. Les sometí a tratamiento de choque, la caja de sorpresas. Todo el sistema nervioso se paraliza, las inhibiciones desaparecen. Confiesan la verdad. Y todos dijeron lo mismo… y más.
Watts paseó de un lado a otro, con las manos unidas a la espalda.
?Harris, usted es médico, y supongo que sabe de lo que habla, pero examine la situación. Tenemos una guarnición, una excelente y moderna guarnición, probablemente la mejor del sistema. Contamos con los más complejos adelantos de la ciencia. Harris, esta guarnición es una gran máquina. Los hombres son partes de ella con un trabajo a realizar, el equipo de mantenimiento, los biólogos, la guardia y la administración.
»¿Qué pasa cuando una persona deserta de su labor? Todo se tambalea. No podemos arreglar los desperfectos si nadie hace funcionar las máquinas. No podemos solicitar provisiones y vituallas si nadie se ocupa de los inventarios y los informes. No podemos organizar la actividad si el segundo jefe decide marcharse a tomar el sol.
»Treinta personas, la décima parte de la guarnición. Son imprescindibles. La guarnición funciona así. Si quitamos los cimientos, los edificios se derrumban. Nadie puede marcharse. Formamos un todo, y esa gente lo sabe. Saben que no tienen derecho a hacer lo que les dé la gana. Nadie lo tiene. Estamos demasiado entrelazados. Es injusto para con los demás, la mayoría.
Harris aprobó con un gesto.
?Comandante, ¿puedo hacerle una pregunta?
?¿Cuál?
?¿Hay habitantes nativos en el asteroide?
?¿Nativos? ?Watts reflexionó unos instantes?. Sí, existen algunos aborígenes.
Hizo un gesto vago en dirección a la ventana.
?¿Cómo son? ¿Los ha visto?
?Sí, les he visto. Al menos, les vi la primera vez que se acercaron por aquí. Merodearon un rato, nos observaron y se largaron.
?¿Han muerto? ¿Alguna enfermedad?
?No. Simplemente… se esfumaron en el bosque. Imagino que deben de continuar allí.
?¿Qué clase de gente es?
?Bueno, la leyenda dice que provienen de Marte, aunque no se parecen mucho a los marcianos. Son de piel obscura, cobriza. Delgados. Muy ágiles a su manera. Cazan y pescan. Carecen de lenguaje escrito. No les prestamos mucha atención.
?Entiendo ?Harris hizo una pausa?. Comandante, ¿ha oído hablar de… los Flautistas?
?¿Los Flautistas? ?Watts frunció el ceño?. No. ¿Por qué?
?Los pacientes mencionaron unos seres a los que llamaban los Flautistas. Según la declaración de Bradshaw, los Flautistas les enseñaron a ser plantas.
?Los Flautistas. ¿Qué son?
?No lo sé ?admitió Harris?. Pensé que usted lo sabría. Mi primera deducción, por supuesto, fue que se trataba de nativos, pero ahora ya no estoy tan seguro después de oír su descripción.
?Los nativos son salvajes primitivos. Es imposible que puedan enseñar algo a nadie, especialmente a un biólogo de altos vuelos.
Harris titubeó.
?Comandante, me gustaría explorar los bosques. ¿Es posible?
?Desde luego. No habrá problemas. Ordenaré que un hombre le acompañe.
?Prefiero ir solo. ¿Existe algún peligro?
?No, ninguno que yo sepa. Excepto…
?Excepto los Flautistas ?concluyó Harris?. Lo sé. Bueno, sólo hay una forma de encontrarles, y es ésa. Tomaré todo tipo de precauciones.
?Si camina en línea recta, estará de vuelta en la guarnición en menos de seis horas. Este jodido asteroide no es muy grande. Hay un par de ríos y lagos, de modo que procure no ahogarse.
?¿Serpientes o insectos venenosos?
?No tenemos noticia. Al principio hicimos bastantes exploraciones, pero la hierba ha vuelto a crecer. Nunca encontramos nada peligroso.
?Gracias, comandante ?Harris se levantó y le estrechó la mano?. Nos veremos antes del anochecer.
?Buena suerte.
El comandante y dos guardias armados salieron y se dirigieron hacia la guarnición. Harris les vio desaparecer en el interior del edificio. Después se adentró en el macizo de árboles.
El bosque estaba silencioso. Árboles enormes de color verde obscuro le rodeaban por todas partes. Parecían eucaliptos. El suelo era suave, cubierto de miles de hojas caídas de los árboles. Al cabo de un rato atravesó un claro de hierba quemada por el sol. Miríadas de insectos surgían de los tallos secos. Algo corrió a esconderse entre la vegetación. Divisó una bola gris con muchas piernas y antenas temblorosas.
El claro terminaba al pie de una colina. El camino se empinaba más y más. Ante él se extendía una infinita pradera verde y salvaje. Descansó unos minutos para recobrar el aliento.
Siguió adelante. Descendió hacia una quebrada profunda en la que crecían helechos del tamaño de árboles. Pisaba un auténtico bosque del Jurásico. Los helechos unían sus copas sobre su cabeza. Se abrió paso con sumo cuidado. Notó el aire más frío. El suelo de la quebrada era húmedo y silencioso.
Llegó a un terreno llano. Densas matas de helechos crecían por todas partes, silenciosos e inmóviles, obscureciendo el suelo. Halló un sendero natural, el antiguo lecho de un río, áspero y rocoso, pero fácil de seguir. La atmósfera era pesada y opresiva. Más allá de los helechos pudo ver la ladera de la próxima colina, una pradera verde que ascendía por ella.
Tenía enfrente algo grisáceo. Grandes rocas amontonadas. El lecho seco del río conducía directamente hacia ellas. Imaginó que se trataba de un antiguo lago del que nacía el río. Trepó con dificultades a la primera roca y descansó al llegar arriba.
Hasta entonces no había tenido suerte. Ni rastro de los nativos, los únicos que tal vez podrían ayudarle a encontrar a los misteriosos Flautistas que engatusaban a los hombres, caso de que existieran. Si pudiera hablar con los nativos, tal vez descubriría algo, pero el éxito no le sonreía. Paseó la mirada en derredor. El bosque estaba en silencio. Una ligera brisa movía las hojas. ¿Dónde estaban los nativos? Probablemente tenían un poblado, cabañas, un claro. El asteroide era pequeño; daría con ellos antes del anochecer.

Descendió por las rocas y volvió a trepar por las siguientes. De repente, se detuvo a escuchar. Oyó un sonido lejano, el sonido del agua. ¿Se estaba acercando a un lago? Reemprendió el camino con la esperanza de localizar el origen del sonido. Continuó subiendo y bajando rocas. El silencio era total, excepto por el ruido distante del agua. Quizá una catarata o un torrente. Si lo encontraba, hallaría a los nativos.
Las rocas se acabaron y apareció de nuevo el lecho del río, bastante húmedo, fangoso y cubierto de musgo. Seguía una buena pista; el cauce había llevado agua recientemente, quizá durante la estación de las lluvias. Subió por una de las márgenes a través de los helechos y las enredaderas. Una serpiente dorada se cruzó en su camino. Algo brillaba entre los helechos: agua. Un lago. Corrió en aquella dirección, apartando las enredaderas que le impedían el paso.
Llegó al borde de un lago, un profundo lago enclavado entre las rocas grises, rodeado de plantas. El agua era clara y brillante, y nacía de una catarata que caía por el extremo opuesto. Era hermoso, y permaneció admirando la serenidad del lugar. Un rincón virginal, inalterado desde que se formó el asteroide. Quizá, incluso, era el primero en verlo, tan oculto y disimulado entre la vegetación. Le deparó una sensación extraña, casi de propiedad. Dio unos pasos en dirección al agua.
Y entonces la vio.
La muchacha estaba sentada en la otra orilla. Miraba el agua con la cabeza apoyada en una rodilla doblada. En seguida reparó en que había estado bañándose. Su cuerpo cobrizo todavía estaba húmedo y brillante al sol. No le había visto. Harris contuvo el aliento, incapaz de apartar la vista de ella.
Era muy hermosa. Su largo pelo obscuro le cubría los hombros y los brazos. Tenía el cuerpo delgado y esbelto. La perfección de sus formas le impresionó, a pesar de que estaba acostumbrado a contemplar toda clase de anatomías. El tiempo, inmóvil, extraño, pasó mientras la admiraba. Tal vez el tiempo se había detenido en la imagen de la muchacha sentada sobre una roca y los helechos tan quietos como si estuvieran pintados a sus espaldas.
De repente, la chica levantó los, ojos. Harris se revolvió inquieto, consciente de entremeterse en su intimidad. Retrocedió un paso.
?Lo siento ?murmuró?. Vengo de la guarnición. No pretendía espiarla.
Ella asintió sin hablar.
?¿No le importa? ?preguntó Harris al instante.
?No.
¡Hablaba la lengua de la Tierra! Se acercó un poco, bordeando el lago.
?Espero que no la esté molestando. Pronto me iré del asteroide. Acabo de llegar de la Tierra.
Ella esbozó una sonrisa tímida.
?Soy médico. Me llamo Henry Harris ?miró el cuerpo cobrizo que brillaba al sol, la fina capa de humedad que cubría sus brazos y sus muslos?. Tal vez le interese saber por qué estoy aquí. Es posible que pueda ayudarme.
?¿Sí?
?¿Le gustaría ayudarme?
?Sí ?sonrió ella?. Claro que sí.
?Estupendo. ¿Puedo sentarme? ?se acomodó sobre una roca plana, de cara a ella?. ¿Un cigarrillo?
?No.
?Bueno, me fumaré uno ?lo encendió y aspiró una profunda bocanada?. Tenemos un problema en la guarnición. Algo les está sucediendo a los hombres, y se extiende como una epidemia. Hay que averiguar las causas antes de que la guarnición se venga abajo.
Aguardó unos segundos. Ella asintió levemente. Se mantenía inmóvil y silenciosa como los helechos.
?Bien, he conseguido extraerles cierta información, de la que destaca un hecho en concreto. Se empeñan en afirmar que los…, los Flautistas son los responsables de su estado. Dicen que los Flautistas les enseñaron… ?se interrumpió, una extraña expresión cruzó por el rostro obscuro y delicado de la muchacha?. ¿Conoce a los Flautistas?
Ella asintió con la cabeza.
Harris se sintió invadido por una oleada de satisfacción.
?¿De veras? Estaba seguro de que los nativos los conocerían ?se puso en pie?. Por lo tanto, existen, ¿verdad?
?Existen.
Harris frunció el ceño.
?¿Y viven aquí, en el bosque?
?Sí.
?Bien ?aplastó el cigarrillo con impaciencia?. ¿Podría llevarme hasta ellos?
?¿Llevarle?
?Sí. Me urge resolver este problema. El comandante en jefe de la base de la Tierra me asignó la misión de investigar sobre los Flautistas. Hay que llegar al fondo del enigma, y yo soy el encargado de resolverlo. Es vital encontrarlos, ¿me comprende?
Ella asintió.
?Bien, ¿me va a acompañar?
La chica permaneció en silencio. Estuvo largo rato contemplando el agua con la cabeza descansando sobre la rodilla. Harris se impacientó. Apoyó su peso en un pie, y luego en el otro.
?¿Lo hará? ?insistió?. Es muy importante para la guarnición. ¿Qué me responde? ?inspeccionó sus bolsillos?. Quizá pueda ofrecerle algo. Aquí tengo… ?sacó su encendedor?. Le daré mi mechero.
La chica se levantó lenta y armoniosamente, sin aparentar el menor esfuerzo. Harris se quedó boquiabierto. ¡Con qué agilidad se había erguido de un solo movimiento! Parpadeó. Apenas había percibido el cambio. De pronto estaba en pie, mirándole tranquilamente con su rostro inexpresivo.
?¿Lo hará? ?repitió.
?Sí. Vámonos.
La muchacha se dirigió hacia los helechos. Harris la siguió, moviéndose con torpeza sobre las rocas.
?Estupendo. Muchas gracias. Me interesa mucho encontrar a esos Flautistas. ¿Adónde me lleva, a su poblado? ¿Cuánto queda para que anochezca?
La muchacha no respondió. Se había adentrado en los helechos, y Harris apresuró el paso para no perderla de vista. ¡Con qué silencio se deslizaba!
?Espere ?gritó?, espéreme.
La joven se detuvo a esperarle, grácil y hermosa, observándole sin decir una palabra.
Harris penetró en la masa de helechos, pisándole los talones.

?¡Que me aspen! ?exclamó el comandante Cox?. No ha tardado mucho ?bajó de dos en dos los escalones?. Deje que le eche una mano.
Harris sonrió mientras acarreaba sus pesadas maletas. Las dejó en el suelo con un suspiro de alivio.
?No se preocupe. En lo sucesivo, procuraré no ir tan cargado.
?Entre. Soldado, ayúdele.
Un patrullero se acercó y cogió una maleta. Los tres tomaron por el pasillo que conducía a las habitaciones de Harris. Éste abrió la puerta y el patrullero depositó la maleta en el suelo.
?Gracias ?dijo Harris, colocó la otra junto a la primera?. Estoy contento de volver, aunque sea por poco tiempo.
?¿Por poco tiempo?
?Regresé para poner en orden mis asuntos. Volveré a Y-3 mañana por la mañana.
?¿No solucionó el problema?
?Lo hice, pero no lo he erradicado. Debo volver de inmediato. Queda mucho por hacer.
?Pero ¿averiguó lo que pasa?
?Sí. Exactamente lo que los hombres decían: los Flautistas.
?¿Los Flautistas existen?
?Sí. Existen.
Se quitó la chaqueta y la colocó sobre el respaldo de la silla. Después abrió la ventana. Un aire cálido y primaveral invadió la habitación. Se sentó en la cama.
?Los Flautistas existen, es cierto… ¡en la mente de los hombres de la guarnición! Para ellos, los Flautistas son reales, ellos los crearon. Se trata de una hipnosis colectiva, una proyección de grupo, y ninguno se libra de padecerla hasta cierto punto.
?¿Cómo empezó?
?Los hombres elegidos para la estación Y-3 fueron seleccionados por sus especiales habilidades, su capacidad y el alto grado de entrenamiento. A lo largo de sus vidas han sido modelados por la compleja sociedad moderna, el ritmo acelerado y una fuerte integración con el resto de la gente. Han sido sometidos a una intensa presión para alcanzar ciertos objetivos y realizar ciertos trabajos.
»De repente, se les traslada a un asteroide habitado por nativos que viven la más primitiva de las existencias, completamente vegetal. Desconocen el concepto de objetivo, de propósito y de planificación. Los nativos viven como animales, al día, durmiendo y obteniendo su comida de los árboles, como en el Jardín del Edén, sin luchas ni conflictos.
?¿Sí? Pero…
?Los miembros de la guarnición ven a los nativos y piensan inconscientemente en su vida anterior, cuando eran niños, cuando no tenían problemas, ni responsabilidades, ni se habían integrado en la sociedad desarrollada. Niños echados al sol.
»¡Pero son incapaces de admitirlo! No pueden admitir que les gustaría vivir como los nativos, descansando y durmiendo todo el día. De modo que inventan a los Flautistas, un misterioso grupo que vive en los bosques y les enseña una nueva forma de vivir. Descargan su culpa sobre ellos. Les enseñan a convertirse en parte de los bosques.
?¿Qué piensa hacer? ¿Quemar los bosques?
?No ?Harris meneó la cabeza?. Ésa no es la respuesta adecuada; los bosques son inofensivos. La solución reside en la psicoterapia. Volveré para empezar a trabajar cuanto antes. Hay que convencerles de que los Flautistas viven en su interior, de que les llaman inconscientemente para que les descarguen de sus responsabilidades. Los bosques son inofensivos y los nativos no les pueden enseñar nada nuevo. Son salvajes primitivos que carecen incluso de lenguaje escrito. Nos enfrentamos a una proyección psicológica de todos los hombres de la guarnición que desean abandonar su trabajo y descansar una temporada.
Se hizo el silencio en la habitación.
?Comprendo ?dijo Cox al cabo de un rato?. Bueno, tiene cierto sentido ?se puso en pie?. Ojalá haga reaccionar a los hombres cuando vuelva.
?Eso espero ?aprobó Harris?. Y creo que lo conseguiré. Después de todo, sólo se trata de reforzar su propio conocimiento de sí mismos. Cuando lo logren, los Flautistas se desvanecerán.
?Bien, deshaga las maletas, doctor. Le veré a la hora de cenar. O quizá mañana, antes de que se marche.
?Espléndido.
Harris abrió la puerta y el comandante salió al pasillo. Harris cerró con llave y cruzó la habitación. Miró un momento por la ventana, con las manos en los bolsillos.
Era casi de noche y estaba refrescando. El sol. acababa de desaparecer detrás de los edificios de la ciudad que rodeaba el hospital. Contempló el ocaso.
Después se acercó a sus maletas. Se sentía cansado, muy cansado a causa del viaje. Una gran pereza atenazaba sus miembros. Le quedaban muchas cosas por hacer, muchísimas. ¿Cómo esperaba llevarlas a cabo? Volviendo al asteroide. ¿Y luego?
Bostezó, se le cerraban los ojos. ¡Cuánto sueño tenía! Dio un vistazo a la cama, se sentó en el borde y se quitó los zapatos. ¡Tenía tanto que hacer al día siguiente!
Dejó los zapatos en un rincón de la habitación. Se inclinó y soltó el cierre de una maleta. La abrió. Extrajo un enorme saco de tela. Vació con cuidado su contenido sobre el suelo. Tierra, tierra rica y suave. Tierra que había recogido en las últimas horas pasadas en el asteroide.
La extendió sobre el suelo y se sentó en el centro. Se estiró de espaldas sobre ella. Cuando se sintió cómodo cruzó los brazos sobre el pecho y cerró los ojos. Quedaba tanto por hacer…, pero más tarde, por supuesto. Mañana. La tierra era tan cálida…
Se durmió al cabo de un momento.

Edición digital de Daniel sierras de Córdoba
Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

El judío errante

El judío errante
Thomas M. Disch
The wandering jew, © 1983 by OMNI Publications Int. Ltd.. Traducción de Cecilia Polisena en Parsec 1 ? Junio 1984.

Thomas M. Disch (1940), autor de Los genocidas, Campo de concentración, 334 y “La costa asiática”, es uno de los abanderados de la corriente especulativa. Fuera de ciertos desplazamientos ocasionales su ámbito es el espacio infinito contenido en esa unidad conjetural llamada “hombre”. Pero últimamente Disch ha experimentado con el universo interior de los animales (“Las aves”), de los artefactos eléctricos (“El valiente tostadorcito”) y las plantas, como en esta historia de un judío que ningún lector podrá encontrar en una sinagoga.

Y luego vino la época ?fue alrededor del solsticio de verano? en que Ella se enamoró y se largó con el objeto de Su amor a los Poconos porque, según Ella, la ciudad ya le estaba resultando ominosa. Entonces allí estábamos todos nosotros, los ocho, embutidos en la bañera y muriéndonos de sed lentamente, una vez recobrados del semi-ahogo inicial. Teníamos dos horas de sol cada mañana ¡en junio, imagínense! y la mayor parte del tiempo la luz no podía pasar a través de la cortina de la ducha, lo que estaba bien para mí, que soy una suculenta enredadera y prospero en lugares obscuros, pero compadezcan al pobre polipodio de espárragos. Nunca se recuperó. Sus tallos fueron del verde al amarillo y al marrón desteñido. Mientras, el cóleo se debilitaba hasta morir, aunque revivió con mucha rapidez cuando Ella volvió y lo podó, lo que de cualquier forma venía haciendo falta, pues estaba creciendo demasiado. Nunca más se enamoraría, nos dijo, mientras Sus tijeras cortaban y expurgaban. Los hombres eran bestias. Bueno, nosotros le podríamos haber dicho eso a Ella. ¿El fin del problema, están pensando? Oh no, aún faltaba lo peor. Porque de alguna forma se le metió en Su cabeza criar albahaca en el macetero que había traído de vuelta de los Poconos. Entonces, todo el alféizar de la ventana le fue entregado a ese recipiente de plástico claveteado lleno hasta los bordes de esquisto, polvo de agujas de pino y pastosos huevos de insecto. ¡Quiero decir, estábamos desapareciendo bajo una lluvia de ácido! Si esto hace que yo suene como un ser limitado por los potes, una planta completamente hogareña y urbana, que así sea. La naturaleza está muy bien en su lugar, pero su lugar es el campo y mi lugar es un pote, y nunca ambos se van a unir si yo puedo evitarlo. Bueno, allí estábamos, de vuelta en nuestros puestos ?excepto el pobre polipodio de espárragos, claro? lo que significa que yo colgaba justo encima de esa calamidad importada, con mis hojas prácticamente dentro de los huevos de insecto del macetero. Les diré que casi me muero. Si Ella no hubiera fregado cada una de mis axilas y ramificaciones con Q-Tips mojados en malathion, no hubiera contado el cuento. Me hago cargo de que hay algunos, como mi vieja amiga Dizygotheca elegantissima, que sienten malestares ante la sola mención de insectos chupadores, pero yo, siendo una enredadera común y corriente, crecida de un gajo, dentro de un frasco de jalea, sin la más mínima experiencia en criaderos, llamo a las cosas por su nombre. Estaba apestada, sin vuelta de hoja. De todas formas no hay mal que por bien no venga, porque si no hubiera sido por los huevos de insecto y por el malathion, yo nunca le podría haber comunicado a Ella mi filosofía de la vida, teniendo en cuenta que era el tipo de persona que no se relaciona fácilmente con las plantas. Ahora hay algunas plantas, sobre todo de exterior, que les dirán que la sangre y la clorofila no se mezclan, pero en mi fuero interno sé que las plantas y las personas se necesitan mutuamente. Es sólo que las personas viven a una velocidad espantosa, como si fueran eléctricas, tal como esos sórdidos artefactos que usan. Pero denles una oportunidad de ajustar su biorritmo al nuestro, y pronto no habrá una sola persona que no pueda tener la calma de un cactus.
?No pienses en ese estúpido enredo con aquel pastel de carne que tuviste en los Poconos ?susurraban mis hojas mientras ella las frotaba con malathion?. El nunca te amó como te amamos nosotros. El no te necesita como nosotros. ¿Cómo podrías volver con alguien que te ha mandado de vuelta a casa con un macetero lleno de huevos de insecto? Olvídate de él. Echa raíces. Crece.
Porque eso era con lo que Ella estaba amenazando: volver con él y dejarnos el resto del verano en la bañera. Bueno, pero eso no fue lo que pasó. Ella no volvió con él. ¡El vino a vivir con Ella… con dos gatos y un terrier alemán! Una vez que los gatos hubieron destruido el cóleo, tuvimos suficiente. La libramos a Ella de nuestro sortilegio y fuimos adoptados por Su prima Flora. Y Bendita Sea, aquí viene nuestra Flora con el señor. ¿Pero, ya es la hora? Cómo se pasa el tiempo cuando uno charla con amigos.

Edición digital de Questor
Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)