Respaldo de material de tanatología

la buena muerte

Cuestiones con la muerte.

De tanto en tanto, la opinión pública mundial es conmovida por una noticia que nos informa de un enfermo terminal o crónico que decide poner fin a su vida. Un acto tan privado y, a la vez, tan público, la muerte voluntaria suscita casi siempre compasión, empatía, respeto. Casi nunca, censura. Recuérdese la historia de Ramón Sampedro, el marino mercante de Galicia retratado en el film Mar adentro , quien vivió paralizado durante casi treinta años, dotado sólo con un movimiento mínimo en su boca. Sampedro fue ayudado a suicidarse, disponiendo a su alcance los medios para hacerlo: un vaso con cianuro.

Recientemente, se difundió la historia de Piergiorgio Welby, un enfermo terminal de 60 años paralizado debido a una distrofia muscular progresiva, a quien un médico italiano desconectó del pulmotor. La razón que alegó el profesional es significativa: pese a que se entiende por eutanasia toda práctica en que se provoca la muerte, piadosamente y sin dolor, de personas que sufren lesiones físicas severas o enfermedades irreversibles, el médico italiano negó que su acto fuese una forma de eutanasia pues, señalaba en su controvertida defensa, simplemente se trataba de acatar la garantía constitucional de negarse a recibir tratamiento médico. Un par de casos acontecidos en la Argentina pueden servir para ilustrar esta distinción. En 1994 debieron amputarle una de sus piernas a Ángel Parodi, un marplatense de 64 años que sufría de una diabetes avanzada. Transcurrido un par de meses, la otra pierna, ya gangrenada, debía ser igualmente amputada. Ángel Parodi se negó a que se realizara la intervención quirúrgica, a pesar de comprender que, debido a lo avanzado de su gangrena, de no ser tratado prontamente, moriría. El paciente falleció tres días después de que se dictara la sentencia que lo autorizaba a rechazar el tratamiento.

Estas historias poseen un resorte común: en todas ellas, quien muere desea morir. Este señalamiento no es para nada trivial. Si se reconoce el derecho de un paciente a rechazar los tratamientos médicos que pueden salvar su vida, entonces ese derecho debería ser reconocido en las otras modalidades el suicidio asistido o la eutanasia para poner un fin a la vida de un individuo que sufre. En contrapartida, si estamos decididos a rechazar estas prácticas, entonces deberíamos hacer a un lado la afirmación de que el paciente posee el derecho de rechazar los tratamientos médicos. No habría, entonces, una tercera vía. Si la hubiere, pecaríamos de inconsistencia lógica.

Estas distinciones son necesarias en tanto el ministro de Salud de la Nación, Ginés González García, ha declarado en reiteradas oportunidades la necesidad de legislar la eutanasia. Creo que dada nuestra idiosincrasia, esa legislación debería cumplir dos condiciones, Por un lado, debería prever e impedir todo riesgo de abuso de la familia, el hospital o sanatorio y hasta de la prepaga u obra social, cada una de cuyas partes podría tener interés en que el “derecho a morir” se convierta en una “obligación de morir”.

Por otro lado, una ley sobre el final de la vida debería contemplar no sólo el rechazo de tratamiento, la eutanasia y, tal vez en un futuro, el suicidio asistido. Además, debería promover una opción igualmente legítima: los cuidados paliativos, una modalidad de asistencia centrada en el control de los síntomas, el alivio del dolor y el acompañamiento integral del paciente y de su familia. Pese a que constituyen distintas modalidades, todas ellas giran en torno del “buen morir”.

Pues bien ¿qué implica, hoy, una buena muerte? En un estudio realizado por médicos de la Universidad de Washington, en Seattle, se concluyó que la ausencia de dolor y de sufrimiento, la rapidez del proceso terminal, morir mientras se duerme y estar en paz con Dios son las circunstancias que la mayoría de los pacientes consideran ideales para tener una buena muerte.

En nuestro país, se han presentado en el Congreso algunos proyectos de ley relacionados con “el derecho de muerte digna”, pero ninguno prosperó por ser muy restrictivos y no avanzar demasiado más allá de la ley de ejercicio de la medicina, la que obliga a los médicos, salvo contadas excepciones, a respetar la voluntad del paciente cuando se niega a tratarse o internarse.

Una encuesta entre los médicos del Cemic sobre eutanasia y suicidio asistido, publicada en 2002, dio como resultado que el 26% de los encuestados aplicó una o más veces estos procedimientos (de ellos, un 45% dijo que a pedido del paciente y en el resto la iniciativa surgió de la familia o del médico) y el 63% sostuvo que estaría de acuerdo con la eutanasia si fuera legalizada. En abril de 2001, un sondeo de Graciela Römer en Buenos Aires y Gran Buenos Aires dio que el 55% de los consultados aprobaba la eutanasia y el 56% que la aceptaría aún para un familiar cercano. En los Estados Unidos, desde 1997, la ley del estado de Oregon posee un régimen especial. No autoriza la eutanasia, en la que un médico u otra persona es quien administra al enfermo una medicación letal. En su lugar, autoriza a los pacientes adultos sobre los que se estima que les restan menos de 6 meses de vida, a recibir medicación para poner fin a sus vidas. Esta medicación, si bien es provista por un médico, es ingerida por los pacientes sin intervención directa del profesional.

Quizá lo más destacable de la ley de Oregon es que fue el recurso de poca gente: en un período de 7 años, de 64.706 personas que fallecieron a causa de enfermedades, sólo 208 de ellas murieron por medio de 7 prescripciones realizadas según la norma vigente. Estos guarismos mostrarían que, para muchos pacientes, la reserva de drogas letales les confiere cierta tranquilidad: saben que tienen acceso al fármaco si el dolor es muy intenso o el deterioro muy avanzado; pero saben, también, que pueden no tomarlo si no están seguros de que es el momento de partir. La mera existencia de la ley, sin embargo, orientó a los médicos hacia los tratamientos en el fin de la vida, alentándolos a capacitarse en el manejo del dolor de los pacientes. En lo que concierne a las controversias sobre el suicidio asistido y la eutanasia, uno de los más lúcidos juristas contemporáneos, Ronald Dworkin, sostiene que el desacuerdo que divide a la gente gira en torno de cómo respetar mejor una idea fundamental que casi todos, en cierta forma, compartimos: la vida humana individual es sagrada, independientemente de que fundemos su sacralidad en un Dios personal o en el valor que le atribuimos a la vida per se. Dworkin sugiere que éste es el punto crucial en el que se centra la prohibición de esas prácticas.

Sin embargo, observa que, si bien numerosos opositores a su legalización fundan sus argumentos en la afirmación moral de que destruir la vida humana es incorrecto, dicha razón es inaceptable en una sociedad secular y pluralista, porque equivale a que el Estado obligue a obedecer a determinada doctrina, violando el principio de libertad de conciencia. Pues al fin, para muchos, tal como se lee en el testamento de Sampedro, “vivir es un derecho y no una obligación”. Sin lugar a dudas, la decisión es infinitamente más compleja cuando ya no se trata de una eutanasia voluntaria y son otros quienes deben decidir en lugar del paciente.

Es la historia de Brian Andrade, el niño de 5 años que padece lesiones irreversibles y cuyos padres se negaron a que fuera desconectado del respirador, tal como lo solicitó el comité de ética de la institución donde se encuentra internado desde abril de 2005. Su historia nos enseña más de una verdad: son los padres quienes tienen el derecho a decidir en lugar de su hijo. Pero esa decisión debe ser esclarecida por el asesoramiento profesional y acompañada por la contención afectiva del equipo de salud, que les permita a los padres decidir con la información veraz del diagnóstico y del pronóstico de su hijo. Y, por último, quizá lo más importante, si “la verdad es hija del tiempo”, conceder a quienes están sufriendo todo el tiempo necesario para que, poco a poco, vayan aceptando la pérdida más cruel que se pueda aprender a aceptar.

© LA NACION – Los últimos libros de la autora son Inteligencia ética para la vida cotidiana (Sudamericana) y Por Mano propia: estudio sobre el suicidio (F C Económica) de próxima aparición.

Por Diana Cohen Agrest http://www.intramed.net/actualidad/not_1.asp?idNoticia=44698