Respaldo de material de tanatología

EL IDEALISMO

EL IDEALISMO

La innegable complejidad conceptual e histórica que presenta el problema del idealismo puede inducir a pensar que la forma mejor de exponer esta cuestión se cifre en una especie de clasificación de los «tipos» de idealismo (a partir de ahora “i.”) que se han dado. Evitaremos aquí esa mera clasificación y trataremos de expresar o explicar la «transición» de unos aspectos a otros en el concepto de i.

Génesis de los idealismos. Ante todo resulta esclarecedor de la esencia del i. el examen de sus orígenes. Cabe afirmar, en primer lugar, que el i. es por completo extraño a la actitud natural del entendimiento y del conocimiento, la cual se caracteriza precisamente por su orientación ineludible a lo real, al mundo exterior. En su «ingenuidad», palabra que no comporta aquí desde luego ningún matiz peyorativo, la actitud natural está animada por lo que llama Hartmann la intentio recta, esto es, por un movimiento justamente «natural» de extroversión, de trascendencia; quizá sea discutible que esta actitud natural pueda llamarse en rigor «realismo», porque más que una concepción, siquiera sea una concepción prefilosófica, se trata de una efectiva entrega al mundo, de una vivencia más que de un pensamiento. Pero de lo que no cabe duda es de que para que surja un i., de cualquier tipo que sea, la actitud natural del conocimiento, o ingenuidad «realista», ha de ser rota, o mejor suspendida, por un acto de reflexión forzado. En esta vuelta de la subjetividad a sí misma, en esta intentio obliqua, por emplear de nuevo el término de Hartmann, se configura el i., por la forma de atribuir al sujeto una anterioridad metódica, basada en el supuesto de que sólo los hechos de conciencia pueden recabar para sí un criterio de legitimación, una evidencia, totalmente indubitable.

Y por este camino llegó Descartes, considerado usualmente como padre del i. moderno, a la idea de fundar la filosofía como mathesis universalis en el cogito. Lo que hay de i. en el planteamiento cartesiano es el asociar el «método filosófico seguro» con el tomar como punto de partida no mi experiencia de las cosas, sino mi experiencia de mí mismo, considerando que sólo de ésta es imposible una duda, siquiera sea una duda «imaginaria», metódica. En efecto, según Descartes, puedo dudar de que corresponda alguna realidad exterior a mi percepción, pero de esta percepción en cuanto tal no puedo dudar. Pero esto no quiere decir que Descartes atribuya a la res cogitans (sustancia o sujeto pensante) un carácter absoluto; como dice Millán Puelles: «La evidencia de los hechos de conciencia es en efecto absoluta. Quien no es absoluta es la conciencia misma» (o. c. en bibl., 22). De manera que el paso que lleva a Descartes desde el i. «metódico» al realismo ontológico no comporta contradicción alguna. Descartes pretende salir del cogito, llegar a una afirmación del ser transobjetivo, trascendente, no ya al cogito sino a los cogitata, así, pues, a un ser «en sí», que se presenta en el objeto pero que justamente no se agota en ser objeto, es decir, algo «puesto a» un sujeto.

Si se dice que en Descartes esta afirmación de la trascendencia de las cosas está mediada por la forma un tanto artificial de que hay un Dios que «garantiza» el valor objetivo de la experiencia, hay que aclarar que al fin y al cabo el modo como llega a Dios es a través de la finitud que ha aprehendido en el cogito.

Idealismo metafísico y especulativo. Y se muestra esta relación de la finitud y el realismo, indirectamente, y como «en negativo», en la clásica definición hegeliana de i.: Idealismo es pensar lo finito como ideal, esto es, como no-independiente.

Llegamos así al i. metafísico y especulativo, que alcanza su máxima expresión en el i. alemán de Fichte, Schelling y Hegel. Sobre todo en este último se consumará la tendencia a «disolver» la subjetividad finita en una totalidad en la que no quepa distinguir la razón de la realidad, el logos del ser, pues, según él, todo lo real es racional y todo lo racional es real. Y no es extraño que Hegel aprecie a Spinoza ?«ser spinozista es el comienzo del filosofar»?, llega a decir, pues ya el pensador holandés se había opuesto a la «diferencia» entre el cogito y las cosas exteriores (la res extensa) establecida por Descartes: «El orden y conexión de las ideas es el orden y conexión de las cosas». en el i. hegeliano lo finito «se niega y se supera» en la dialéctica, y en virtud de su transparencia (la de lo finito), deja ver tras sí lo infinito, la totalidad que le da sentido. La filosofía, según Hegel, debe borrar de la realidad toda sombra de irracionalidad, de contingencia. El principio de la trascendencia que lleva consigo la idea de una cierta opacidad en las cosas, de algo irreductible al logos en la realidad, debe ser anulado por el principio de la inmanencia. Ya no se plantea la cuestión de cómo es posible que el pensamiento tenga un valor objetivo, puesto que el logos, la razón, es el principio intrínseco de la realidad. Todo ello equivale a una especie de panteísmo.

No es por ello extraño que en el i. se encuentren elementos incompatibles con el cristianismo (aunque para Hegel, Jesucristo era como el «gozne» de la historia universal), y con cualquier válida filosofía. Según Fabro, los principios del i. moderno ?se refiere no sólo al i. hegeliano, sino a toda la filosofía que surge desde Descartes?, que son los principios de lo trascendental y de lo inmanente, se oponen a las exigencias del cristianismo, y de una recta filosofía, fundadas en el principio de la trascendencia. Efectivamente, según Hegel, la subjetividad, toda subjetividad, no está «medida» por el ser, sino que es más bien «mensurante», lo que mide las cosas, en virtud de la intrínseca logicidad de las mismas, o, dicho dialécticamente, en virtud de la superación de la oposición entre lo lógico y lo ontológico. Con ello se traspone a toda subjetividad lo que en una válida filosofía realista y en el cristianismo sólo puede atribuirse propiamente a Dios; así, dice, por ejemplo, Tomás de Aquino, aunque la realidad es medida por el entendimiento divino, ella es a su vez la que mide al entendimiento humano. Puede resultar esclarecedora esta contraposición: en el realismo lo esencial de la subjetividad es su receptividad (derivada de su finitud); en el i. lo esencial de la subjetividad es su creatividad y espontaneidad.

Desde aquí cabría hacer una consideración sobre el i. platónico, pues en efecto constituye un elemento esencial en la filosofía de Platón la idea de una correspondencia perfecta entre lo más real y lo más cognoscible, o, con otras palabras, la idea de la logicidad interna del ser. Nótese que con ello aludimos menos a la hipóstasis de las ideas, tal como se expresa en los Diálogos llamados de madurez, que a la dialéctica que desarrolla en los últimos Diálogos, especialmente en el Parménides y en El Sofista, en los cuales se intenta, por así decirlo, una «logificación» de la realidad, de forma que no quede en ésta ningún residuo irracional. Desde este punto de vista puede recibir alguna luz el realismo de Aristóteles mediante la consideración siguiente: lo que para éste es la «primera sustancia», lo más real, es decir, el ser individual, no tiene propiamente definición, es irreductible en cierto modo al logos.

Idealismo empírico y psicológico. Si la equivocada anulación de la oposición o diferencia entre ser y pensar cobra en el i. metafísico hegeliano la forma de una mutua relación entre sujeto y objeto, en el i. empírico, también llamado psicológico, tal anulación se cifra en una simple disolución de la cosa exterior en los datos inmanentes al sujeto. Según Berkeley, que es el representante típico de este i., la idea de algo exterior, de un ser en-sí de las cosas es, no ya dudosa o problemática, sino simplemente absurda; el ser de las cosas no es distinto del ser de las ideas: esse est percipi (ser es ser percibido). El inmanentismo berkeleyano no es la unión de la realidad y el pensamiento, sino la reducción de las cosas a las sensaciones. Es curioso que esta teoría fuera presentada por el filósofo irlandés como la única forma de exterminar el escepticismo; pero en realidad su obra sería un elemento importante en la formación del funesto escepticismo fenomenista de Hume. Según Hume, la afirmación de la realidad exterior sólo podemos basarla en una simple creencia o belief, que concedemos a ciertas sensaciones por su fuerza y vivacidad; error que lleva consigo el de considerar que la diferencia entre la imaginación y la percepción sería sólo de grado y no de esencia.

Kant mantuvo con insistencia la diferencia entre su i. formal y el i. que llama «material» de Berkeley. El autor de la Crítica de la Razón Pura no ponía en duda el sentido trascendente de la experiencia, su referencia a algo extrasubjetivo. Pero para que esta experiencia sea posible es necesario que la subjetividad aporte unas formas a priori; formas a priori que no encuentran, sin embargo, su sentido más que en su aplicación a la experiencia. Se falsearía, por consiguiente, el significado del «giro copernicano» que trae consigo el criticismo kantiano si se dijera que consiste en un «subjetivismo», o en negar la trascendencia del conocimiento. Cuando Kant insiste en que sólo podemos conocer los fenómenos, y no la cosa en-sí, no afirma ni mucho menos que aquellos sean inmanentes a la conciencia, sino tan sólo que la razón, en su uso teórico, si ha de tener un valor objetivo, debe limitarse a la experiencia. El fenómeno no se distingue de la cosa en-sí porque el uno sea intrasubjetivo y la segunda trascendente, sino porque el fenómeno es accesible a la intuición empírica, receptiva, que es la única posible para el hombre, mientras que la cosa en-sí, lo nouménico, sólo se aprehendería en una intuición intelectual (intuitus originarius), que, según Kant, es imposible para el hombre.

Resulta paradójico ver acusado de «subjetivista» y de negador de la trascendencia del conocimiento al autor de una de las más profundas refutaciones del idealismo. Kant se refiere en ella explícitamente al i. que llama «problemático» de Descartes, según el cual sólo es absolutamente indudable la intuición interna, quedando siempre la posibilidad de dudar de la intuición externa, esto es, considerando a ésta problemática. La idea esencial de esta «refutación» es que la experiencia interna no es posible más que bajo la suposición de la externa, o, con otras palabras, que la experiencia externa no es «segunda», mediata, sino inmediata. Ello está en conexión esencial con el hecho de que aprehendemos nuestra existencia necesariamente como determinada en el tiempo. Ahora bien, para que pueda percibir mi determinabilidad en el tiempo, la serie de representaciones que constituyen el curso de mi experiencia interna ha de referirse a un sustrato permanente diferente de ella; por consiguiente, la conciencia de mi existencia en el tiempo está unida a la conciencia de una realidad fuera de mí,

Derivaciones y repercusiones. Esta conexión esencial entre la temporalidad y la experiencia recibe una nueva profundización en Husserl: «La conciencia primitiva del tiempo funciona de suyo como una conciencia perceptiva» (Ideas, 266). Es cierto que parece innegable la presencia de tendencias idealistas en la filosofía husserliana: al menos en el sentido de que es una filosofía trascendental y «reflexiva», pues trata de remontarse, a los orígenes, para clarificar así el modo en que la realidad se constituye para la conciencia; la fenomenología  es ante todo una filosofía de la subjetividad. Pero esto no quiere decir que la fenomenología quede encerrada en el cogito, o que reduzca el mundo a una mera apariencia subjetiva. Precisamente un tema capital de la fenomenología es la intencionalidad: ese carácter peculiar de la conciencia que hace que toda conciencia sea conciencia de algo. Y así, justamente mediante la «reducción trascendental», método fenomenológico por el que se pone entre paréntesis toda afirmación de trascendencia se esclarece el sentido de aquella señalada esfera de actos noéticos, a los que «por una necesidad esencial inmanente, es inherente este maravilloso ser conscientes de algo determinado o determinable, y dado de tal o cual manera, que es relativamente a la conciencia misma algo frontero, en principio extraño, no ingrediente, trascendente» (Ideas, 238-239). Lo esencial del i. husserliano reside en su idea de la correlatividad fundamental de la conciencia y el mundo. Para Husserl la idea de un mundo absoluto y en-sí es absurda: «una realidad en sentido estricto y absoluta es exactamente lo mismo que un cuadrado redondo» (Ideas, 130). Puede decirse, por tanto, que el mundo es «relativo», pues presupone la conciencia absoluta; en lugar de que la conciencia encuentre su sentido en su contacto con el mundo, resulta más bien que el mundo recibe su sentido desde la subjetividad.

Y, sin embargo, serán pensadores fenomenólogos, o al menos muy próximos a la escuela fenomenológica, como Heidegger, Merleau-Ponty o Sartre, quienes verán lo esencial de la subjetividad humana justamente en su ser-en-el-mundo. Y es de nuevo revelador de las consecuencias interpretativas de aquella conexión, mencionada más arriba, entre el i. y la afirmación de lo infinito y necesario en el logos, el hecho de que uno de los temas más característicos de estos pensadores «existencialistas» sea la finitud y contingencia humanas, en general interpretadas en forma materialista, o tendiendo al materialismo.

Aunque se den materialismos de distintos signos, así el de algunos existencialistas y el de Marx, y con pretensiones de un realismo radical, es interesante notar cómo el materialismo viene a ser con frecuencia en el fondo una forma de panteísmo, es decir viene a caer en una forma de idealismo. Ello se aprecia al considerar el error fundamental del i. típico, que está en su misma base u origen, en su punto de partida gnoseológico, y que es poner en duda, o negar, bien como método, bien como principio, la realidad exterior al pensamiento humano; lo cual viene a ser equivalente a la pretendida superación del i. consistente, según el materialismo, en la afirmación exclusiva de la realidad exterior, negando la subjetividad humana, o reduciendo aquélla a ésta. En realidad les es común algo que caracteriza al i.: la no suficiente distinción entre el yo humano y la realidad material, en definitiva la no distinción entitativa entre Creador, criatura espiritual y criatura material, o, dicho de otro modo, la errónea afirmación de la univocidad del ser frente a la real analogía del ser.

Las consecuencias y derivaciones, y coincidencias, de estos dos tipos de i. en diversos campos pueden ser a veces nefastas. Señalemos únicamente que en el terreno de la filosofía social o sociológica pueden girar alrededor de totalitarismos colectivistas, como el socialismo y el comunismo (disolución o negación del sujeto individual en la «realidad total» o «totalidad social»), o alrededor de la negación de la misma realidad social o sociedad con los individualismos y subjetivismos consiguientes (disolución o limitación de la realidad a cada individualidad subjetiva). Aplicado al campo de la Estética, de la Lingüística y filosofía del lenguaje, el i. dio origen a interesantes estudios, parciales en algunos aspectos, pero que se enfrentaron con las no menos parciales tesis del positivismo en este campo.