Respaldo de material de tanatología

El árbol de la colina

El árbol de la colina
H. P. Lovecraft y Duane W. Rimel
The tree on the hill, © 1934.

Al sureste de Hampden, cerca de la tortuosa garganta que excava el río Salmón, se extiende una cadena de colinas escarpadas y rocosas que han desafiado cualquier intento de colonización. Los cañones son demasiado profundos, los precipicios demasiado escarpados como para que nadie, excepto el ganado trashumante, visite el lugar. La última vez que me acerqué a Hampden la región ?conocida como el Infierno? formaba parte de la Reserva del Bosque de la Montaña Azul. Ninguna carretera comunica este lugar inaccesible con el mundo exterior, y los montañeses dicen que es un trozo del jardín de Su Majestad Satán transplantado a la Tierra. Una leyenda local asegura que la zona está hechizada, aunque nadie sabe exactamente el por qué. Los lugareños no se atreven a aventurarse en sus misteriosas profundidades, y dan crédito a las historias que cuentan los indios, antiguos moradores de la región desde hace incontables generaciones, acerca de unos demonios gigantes venidos del Exterior que habitaban en estos parajes. Estas sugerentes leyendas estimularon mi curiosidad. La primera y, ¡gracias a Dios!, última vez que visité aquellas colinas tuvo lugar en el verano de 1938, cuando vivía en Hampden con Constantine Theunis. El estaba escribiendo un tratado sobre la mitología egipcia, por lo que yo me encontraba solo la mayoría del tiempo, a pesar de que ambos compartíamos un pequeño apartamento en Beacon Street que miraba a la ingame Casa del Pirata, construida por Exer Jones hacía sesenta años. La mañana del 23 de junio me sorprendió caminando por aquellas siniestras y tenebrosas colinas que a aquellas horas, las siete de la mañana, parecían bastante ordinarias. Me alejé siete millas hacia el sur de Hampden y entonces ocurrió algo inesperado. Estaba escalando por una pendiente herbosa que se abría sobre un cañón particularmente profundo, cuando llegué a una zona que se hallaba totalmente desprovista de la hierba y vegetación propia de la zona. Se extendía hacia el sur; se había producido algún incendio, pero, después de un examen más minucioso, no encontré ningún resto del posible fuego. Los acantilados y precipicios cercanos parecían horriblemente chamuscados, como si alguna gigantesca antorcha los hubiese barrido, haciendo desaparecer toda su vegetación. Y aun así seguía sin encontrar ninguna evidencia de que se hubiese producido un incendio… Caminaba bajo un suelo rocoso y sólido sobre el que nada florecía. Mientras intentaba descubrir el núcleo central de esta zona desolada, me di cuenta de que en el lugar había un extraño silencio. No se veía ningún ave, ninguna liebre, incluso los insectos parecían rehuir la zona. Me encaramé a la cima de un pequeño montículo, intentando calibrar la extensión de aquel paraje inexplicable y triste. Entonces vi el árbol solitario. Se hallaba en una colina un poco más alta que las circundantes, de tal forma que enseguida lo descubrí, pues contrastaba con la soledad del lugar. No había visto ningún árbol en varias millas a la redonda: algún arbusto retorcido, cargado de bayas, que crecía encaramado a la roca, pero ningún árbol. Era muy extraño descubrir uno precisamente en la cima de la colina. Atravesé dos pequeños cañones antes de llegar al sitio; me esperaba una sorpresa. No era un pino, ni un abeto, ni un almez. Jamás había visto, en toda mi existencia, algo que se le pareciera; ¡y, gracias a Dios, jamás he vuelto a ver uno igual! Se parecía a un roble más que a cualquier otro tipo de árbol. Era enorme, con un tronco nudoso que media más de una yarda de diámetro y unas inmensas ramas que sobresalían del tronco a tan sólo unos pies del suelo. Las hojas tenían forma redondeada y todas tenían un curioso parecido entre sí. Podría parecer un lienzo, pero juro que era real. Siempre supe qué era, a pesar de lo que dijo Theunis después. Recuerdo que miré la posición del Sol y decidí que eran aproximadamente las diez de la mañana, a pesar de no mirar mi reloj. El día era cada vez más caluroso, por lo que me senté un rato bajo la sombra del inmenso árbol. Entonces me di cuenta de la hierba que crecía bajo las ramas. Otro fenómeno singular si tenemos en cuenta la desolada extensión de tierra que había atravesado. Una caótica formación de colinas, gargantas y barrancos me rodeaba por todos sitios, aunque la elevación donde me encontraba era la más alta en varias millas a la redonda. Miré el horizonte hacia el este, y, asombrado, atónito, no pude evitar dar un brinco. ¡Destacándose contra el horizonte azul sobresalían las Montañas Bitterroot! No existían ninguna otra cadena de picos nevados en trescientos kilómetros a la redonda de Hampden; pero yo sabía que, a esta altitud, no debería verlas. Durante varios minutos contemplé lo imposible; después comencé a sentir una especie de modorra. Me tumbé en la hierba que crecía bajo el árbol. Dejé mi cámara de fotos a un lado, me quité el sombrero y me relajé, mirando al cielo a través de las hojas verdes. Cerré los ojos. Entonces se produjo un fenómeno muy curioso, una especie de visión vaga y nebulosa, un sueño diurno, una ensoñación que no se asemejaba a nada familiar. Imaginé que contemplaba un gran templo sobre un mar de cieno, en el que brillaba el reflejo rojizo de tres pálidos soles. La enorme cripta, o templo, tenía un extraño color, medio violeta medio azul. Grandes bestias voladoras surcaban el nuboso cielo y yo creía sentir el aletear de sus membranosas alas. Me acerqué al templo de piedra, y un portalón enorme se dibujó delante de mí. En su interior, unas sombras escurridizas parecían precipitarse, espiarme, atraerme a las entrañas de aquella tenebrosa obscuridad. Creí ver tres ojos llameantes en las tinieblas de un corredor secundario, y grité lleno de pánico.
Sabía que en las profundidades de aquel lugar acechaba la destrucción; un Infierno viviente peor que la muerte. Grité de nuevo. La visión desapareció. Vi las hojas y el cielo terrestre sobre mí. Hice un esfuerzo para levantarme. Temblaba; un sudor gélido corría por mi frente. Tuve unas ganas locas de huir; correr ciegamente alejándome de aquel tétrico árbol sobre la colina; pero deseché estos temores absurdos y me senté, tratando de tranquilizar mis sentidos. Jamás había tenido un sueño tan vívido, tan horripilante. ¿Qué había producido esta visión? Últimamente había leído varios de los libros de Theunis sobre el antiguo Egipto… Meneé la cabeza, y decidí que era hora de comer algo. Sin embargo, no pude disfrutar de la comida. Entonces tuve una idea. Saqué varias instantáneas del árbol para mostrárselas a Theunis. Seguro que las fotos le sacarían de su habitual estado de indiferencia. A lo mejor le contaba el sueño que había tenido… Abrí el objetivo de mi cámara y tomé media docena de instantáneas del árbol. También hice otra de la cadena de picos nevados que se extendía en el horizonte. Pretendía volver y las fotos podrían servir de ayuda… Guardé la cámara y volví a sentarme sobre la suave hierba. ¿Era posible que aquel lugar bajo el árbol estuviera hechizado? Sentía pocas ganas de irme… Miré las curiosas hojas redondeadas. Cerré los ojos. Una suave brisa meció las ramas del árbol, produciendo musicales murmullos que me arrullaban. Y, de repente vi de nuevo el pálido cielo rojizo y los tres soles. ¡Las tierras de las tres sombras! Otra vez contemplaba el enorme templo. Era como si flotase en el aire, ¡un espíritu sin cuerpo explorando las maravillas de un mundo loco y multidemensional! Las cornisas inexplicables del templo me aterrorizaban, y supe que aquel lugar no había sido jamás contemplado ni en los más locos sueños de los hombres. De nuevo aquel inmenso portalón bostezó delante de mí; y yo era atraído hacia las tinieblas del interior. Era como si mirase el espacio ilimitado. Vi el abismo, algo que no puedo describir en palabras; un pozo negro, sin fondo, lleno de seres innominables y sin forma, cosas delirantes, salvajes, tan sutiles como la bruma de Shamballah. Mi alma se encogió. Tenía un pánico devastador. Grité salvajemente, creyendo que pronto me volvería loco. Corrí, dentro del sueño corrí preso de un miedo salvaje, aunque no sabía hacia dónde iba… Salí de aquel horrible templo y de aquel abismo infernal, aunque sabía, de alguna manera, que volvería…
Por fin pude abrir los ojos. Ya no estaba bajo el árbol. Yacía, con las ropas desordenadas y sucias, en una ladera rocosa. Me sangraban las manos. Me erguí, mirando a mi alrededor. Reconocí donde me hallaba; ¡era el mismo sitio desde donde había contemplado por primera vez toda aquella requemada región! ¡Había estado caminando varias millas inconsciente! No vi aquel árbol, lo cual me alegró… incluso las perneras del pantalón estaban vueltas, como si hubiese estado arrastrando parte del camino… Observé la posición del sol. ¡Atardecía! ¿Dónde había estado? Miré la hora en el reloj. Se había parado a las 10:34…

Edición digital de ?
Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

La parra

La parra
Kit Reed
The vine © 1967 by Mercury Press Inc. (The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Noviembre de 1967). Traducción de F. Corripio, J. Piñeiro, y C. Gaudes en Ciencia Ficción Selección-2, Libro Amigo 187, Editorial Bruguera S. A., 1971.

La total entrega exigida a sus cuidadores por la inmensa vid, la fatal sumisión de sus siervos, y los intereses creados a su alrededor constituyen una escalofriante alegoría de la servidumbre del hombre contemporáneo, esclavo de sus necesidades artificiales, y prisionero de ciegas y devoradoras estructuras. He aquí un alucinante relato del que todos somos, en mayor o menor grado, protagonistas.

Día tras día, verano tras verano, venciendo obstáculo tras obstáculo, contumazmente, a través de los siglos, la familia Baskin había cuidado aquella parra.
Nadie sabía con exactitud los años que tenía, quién la había plantado, ni quién había sido el primer Baskin que la cuidara. Cuando los primeros colonos llegaron al valle, la parra ya estaba allí. Nadie sabía, tampoco, quién había edificado el inmenso invernadero que la albergaba o quién enviaba los camiones que llegaban cada otoño para llevarse la fruta.
Los mismos Baskin tampoco lo sabían. Aun así, continuaban cuidando la parra, arrancando las malas hierbas a su alrededor, recogiendo su fruta, regándola en épocas en las que nadie disponía de agua y abonándola cuando no había abono. La familia vivía en una casa pequeña, situada al pie de su inmenso tronco, dedicando todos sus días a la planta. Todos los miembros de la familia Baskin tenían la espalda encorvada y su piel mostraba un color pálido y blando a causa de vivir toda una vida bajo el invernadero.
Cuando morían eran enterrados en el suelo familiar, situado en el exterior del gran invernadero, sin ataúdes ni sudarios, para que pudiesen continuar alimentando a la planta. El hijo mayor era el único que se casaba. Generalmente cortejaba a su novia fuera del valle, para que la muchacha no supiese, hasta ser llevada a casa, que tenía que parir hijos e hijas que cuidasen la parra. Aunque no había prueba alguna, circulaban rumores de que existía un ritual macabro en el que los Baskin entregaban parte de su sangre, cuatro veces al año, para enriquecer la tierra en su base.
Aun cuando la fantástica parra estaba alojada entre paredes de cristal, su sombra se extendía por gran parte del valle. En el buen tiempo los granjeros podían contemplar su magnífico fruto y darse cuenta de que no había uvas que se pudiesen comparar con las que colgaban dentro del invernadero.
Cuando llegaban las heladas tempranas o la sequía asolaba el terreno, los granjeros culpaban a la parra. Pero aun cuando la odiaban terriblemente, se sentían atraídos por ella.
Tanto en verano como en invierno había un constante desfile de gente que llegaba desde todos los rincones del valle, y con el tiempo aún de más lejos, gentes que ansiaban ver el invernadero y su contenido, y esperaban en silencio hasta que les tocaba el turno de entrar en él.
Fuera del conservatorio no crecía la hierba. En un radio de cientos de yardas a la redonda la tierra aparecía desnuda, como si fuese terreno de erosión. Los visitantes se aproximaban al invernadero mediante un pasaje elevado, conscientes de la poderosa red de ramas, hojas y raíces que se extendía a sus pies. Más adelante, el invernadero estaba casi obscurecido por la enorme abundancia de hojas y de fruta que colgaba de sus ramas.
En la pequeña puerta de este elevado pasaje, los visitantes entregaban una moneda a la hija más joven de los Baskin y atravesaban el torniquete, para atisbar desde la barandilla el enorme y sinuoso tronco de la parra. Sus ojos lo seguían hasta la base y hasta la tierra cuidadosamente trabajada que lo sostenía, y la mayor parte de aquellas personas no acertaban a comprender por qué aquel tronco medía veinte pies de diámetro.
La tierra se hallaba dividida por una serie de pasos pavimentados en madera a lo largo de los cuales los Baskin caminaban con sus tijeras de podar, azadas, y picos, dispuestos a ablandar un terrón, o atar alguna parte de la planta que hubiera podido liberarse del enorme árbol y comenzara a inclinarse peligrosamente.
En la parte alta se extendía la parra enlazándose en mil formas diferentes y casi obscureciendo el techo. Todo el invernadero estaba lleno de ramas y fruta de esta sola planta, de manera que el visitante podía permanecer en la barandilla del pasaje exterior, a la izquierda de la casa de los Baskin, y contemplar yardas y más yardas de espacio libre cruzado por caminos de madera y cubierto por ramaje verde. De este tejado de verdor colgaban enormes racimos de impecables uvas, fruta opulenta de la parra. Forzando un poco la vista, todos los visitantes podían también distinguir a los Baskin yendo de acá para allá a lo largo de los senderos de madera, con sus rostros pálidos y ataviados con sus camisas de algodón gris.
Había algunas personas que aseguraban que la parra succionaba la vida de los Baskin y había otras que decían que, por el contrario, eran los Baskin quienes adquirían vida a causa de su parra.
Fuera cual fuese la verdad, el visitante percibía en sus movimientos cierta prisa, una urgencia extraña, y al cabo de un momento quizá se veía obligado a llevarse una mano a la garganta como si la parra también le amenazase, aspirando el aire que respiraba, y así el visitante se volvía apresuradamente y huía de allí sin apenas darse cuenta de la presencia de los demás que se apretujaban sobre la barandilla para poder ocupar un mejor lugar de observación.
Aun atemorizado en tal manera, el visitante regresaba siempre. En su lejano hogar, y en otra estación del año, cerraría sus ojos y vería una vez más aquella gigantesca estructura viviente. Algo le impulsaría a volver y así lo haría, quizá con una esposa reciente a con un hijo recién nacido, diciendo: «Intenté decírtelo. No hay palabras para describir la parra».
Y así, las multitudes que llegaban al valle se hacían más y más grandes, y con el tiempo se construyeron nuevas carreteras y lugares donde poder comer, y como algunas personas llegaban desde muy lejos y precisaban de un lugar de descanso, la gente del valle construyó paradores.
Uno por uno, los granjeros disminuyeron su propia producción, abandonando viñedos para invertir su dinero en moteles y restaurantes. Las casas cinematográficas hicieron acto de presencia, y alguien construyó una terraza, que estaba orientada hacia el invernadero, dotándola con parasoles multicolores y con piscinas.
También hubo quien construyó pequeños puestos de venta donde se expendían uvas y botellas de vino que, según se aseguraba, procedían de la famosa parra.
La gente del valle prosperó rápidamente, y aun cuando todavía vivían a la sombra de la parra, ya no la maldecían. En lugar de mirarla con odio alzaban sus ojos al cielo y murmuraban: «Espero que llueva, la parra necesita agua.» O: «Si hay helada espero que no se quiebren los cristales del invernadero y se dañe la parra.»
Con el tiempo abandonaron definitivamente el cultivo de la tierra y desde entonces sus vidas dependieron del constante fluir de visitantes que llegaban a ver la parra.
Y así ocurrió que Charles Baskin nació en época de prosperidad, cuando la gente del valle ya no evitaba a la familia. En su lugar decían: «¿Está muy atareada tu familia?»; o golpeando afectuosamente sobre la espalda de Charles le preguntaban: «¿Cómo va la parra, Charles?»
«Maravillosamente bien», respondía él, un tanto distraídamente, porque ya estaba cerca de los veinte años, era el primogénito y debía buscar esposa.
En otros tiempos la cosa hubiera sido más difícil… Un Baskin que entonces quisiera hacer la corte a una muchacha tenía que tomar un carro o un carromato y atravesar las montañas, viajando sin descanso hasta llegar a una ciudad donde nunca hubiesen oído hablar de la parra.
La propia madre de Charles había llegado al valle procedente de una de tales ciudades. Había llegado allí con sus ojos nublados por el amor y los oídos cuajados de las mentiras de su padre, mentiras y promesas; y no entendió las cosas tal y como eran hasta que entró en el invernadero. Se dio cuenta entonces de que se pasaría el resto de su vida cuidando la parra.
Charles la había visto languidecer durante toda su infancia, llorando sentada sobre una de las enormes raíces de la planta, y había escuchado de sus labios, noche tras noche, historias y anécdotas de lo que ocurría fuera del valle.
Sin embargo, durante aquellos veinte años transcurridos, las cosas habían cambiado mucho allí. Los padres de su madre habían llegado de visita y en lugar de protestar se sintieron encantados. Les llevó hasta el lugar el alcalde, reventando de orgullo, y los dos abuelos admiraron el invernadero, y alabaron la casa, e incluso llegaron hasta el extremo de acariciar el tronco de la parra.
La madre aún estaba protestando y tratando de explicar cosas, cuando los dos viejos la interrumpieron para decirle totalmente convencidos:
?Querida, debes ser muy feliz aquí.
Y a continuación partieron.
Charles, presenciando la escena, había pensado: «¿Y por qué no lo iba a ser?» La parra en aquellos días exudaba prosperidad y aun cuando aquellos que llegaban a verla se sentían asombrados, también deseaban mostrarse solícitos y casi siempre aconsejaban: «Más alimento.» O: «No podemos permitir que le suceda nada a esta parra.»
Y así, cuando Charles llegó a su mayoría de edad, cualquier muchacha del valle se hubiese sentido orgullosa de entrar a formar parte de la familia que cuidaba la parra. Varias de las chicas que por allí vivían trataron de llamar su atención, pero él siempre había amado a Maida Freemont, cuyo padre dirigía un lugar de recreo en la colina.
Cierto día, bajo una maravillosa puesta de sol, los dos contemplaron las últimas luces que se reflejaban sobre el techado del invernadero, situado más abajo que ellos. Charles dijo entonces:
?Baja al valle y vive conmigo.
?No sé… ?replicó Maida mirando por encima del hombro de Charles hacia el techado del invernadero?. Ese lugar me pone muy nerviosa.
?Tonterías ?dijo su padre, que acababa de escuchar las últimas palabras de su hija?. Alguien tendrá que cuidar de la parra con el tiempo.
?Sí ?respondió Charles, a la vez que sentía un estremecimiento de premonición?. Yo te quiero Maida, cuidaré de ti.
Y acto seguido la abrazó estrechamente, pensando que si se casaba con ella todo marcharía bien.
?Maida…
?Dime…

La llevó en viaje de bodas a través del océano. Unos cuantos días de libertad antes de que se metiera a vivir en el invernadero. Regresaron del viaje tostados y con aspecto saludable; y Charles la condujo a través de los pasadizos que se extendían por las paredes de cristal, esperando ver la parra.
Charles cogió a su esposa en brazos y atravesó el portillo.
?Y bien ?dijo al mismo tiempo que la depositaba en el balcón interior?, ya estamos aquí…
La muchacha ocultó el rostro en el hombro de su esposo y murmuró:
?Sí…, ya estamos aquí.
Cuando nuevamente se abrazaron, Charles se sintió muy incómodo. Notó que se producía un sutil cambio en el color de la luz del invernadero y cierta extraña diferencia en el aire que les rodeaba. El aire en aquellos momentos era más pesado, como si acabara de recibir una pincelada de fermento. Molesto, tomó a Maida por una mano y se apresuró a penetrar en la casa.
El resto de la familia se hallaba sentada en la sala de estar: el padre, la madre, Sally y Sue. Se habían cambiado sus ropas de trabajo. La madre y las muchachas se habían puesto vestidos de color de alhucema, y el padre lucía su camisa de color vino. Rodearon inmediatamente a los nuevos esposos y pasó un minuto antes de que Charles se diera cuenta de que allí faltaba alguien.
?¿Dónde está el abuelo ?
Su madre respondió evasivamente:
?Se fue…
?¿Adónde?
El padre movió la cabeza y respondió:
?Algo… le sucedió y murió.
Sue dijo calmosamente:
?Ya era hora.
Intervino la madre para hacer las cosas más fáciles:
?Convertí su cuarto en una magnífica sala para vosotros y así tendréis un verdadero apartamento.
En el exterior hubo un ruido extraño, como si toda la parra se estremeciese. Maida se apretó contra Charles, y éste respondió:
?Está bien, madre. Eso es estupendo.
Maida murmuró:
?¡Oh, Charlie, Charlie, sácame de aquí!
El vaciló.
La familia les contemplaba con ojos violeta. Estaban esperando.
Asintiendo con un movimiento de cabeza, Charles abrazó más estrechamente a Maida y dijo:
?Vamos, querida.
Y en el rellano de la escalera añadió:
?Confía en mí. Confía en la parra.
Subieron los dos juntos. En el exterior se oyó otro extraño ruido, muy parecido a un gigantesco suspiro.
Charles se levantó temprano, pero la familia ya estaba trabajando. Sally se hallaba en el torniquete de entrada al pasadizo recogiendo dinero de los visitantes. Sue estaba agachada en uno de los pasillos de madera arrancando distraídamente una mala hierba. Su madre estaba subida en una escalera situada en el extremo más alejado del invernadero, atando una fina rama de la parra.
Charles se aproximó a ella.
?Madre, aquí hay algo diferente ?dijo.
Pero la madre solamente frunció el ceño, atando un nudo, y no dijo nada.
Cuando a mediodía regresaron a la casa, Maida parecía haberse recuperado y animado mucho. Estaba en la cocina. Llevaba los cabellos recogidos y sujetos en la nuca y silbaba alegremente. Dijo:
?Hice un pastel.
Terminaron la comida felizmente. Sally habló mucho sobre un muchacho que había visto. Había atravesado el torniquete de entrada al pasadizo dos veces sin haberse acercado a la barandilla para contemplar la parra. Sólo le interesaba charlar con ella. La madre sonreía al mismo tiempo que daba a Maida algunas instrucciones sobre el gobierno de la casa. El padre estaba un poco pálido y como abstraído.
?El pastel ?dijo Maida, cortándolo.
Todos abrieron la boca asombrados.
?¡Uvas!
Una vez que terminaron de hablar con ella, Charles la condujo hasta su habitación, tratando de tranquilizarla.
?Por favor, querida, no llores más. Lo que ocurrió es que no has comprendido…
?Todo lo que yo quería era…
?Lo sé, pero perjudicaste a la parra. Ninguno de nosotros jamás hace daño a la parra.
Baskin, aquella tarde, permaneció una hora más en el invernadero, quizá pensando cómo arreglar el estropicio que había realizado su mujer en la parra. Fue de un lado a otro por los pasadizos de madera, arrancando malas hierbas y podando, hasta que poco antes de la puesta de sol tropezó con su padre.
Se hallaba en tierra, cerca del muro exterior, terriblemente pegado al terreno, como si estuviese comulgando con él. Cuando Charles le llamó, el viejo no respondió, ni se movió.
Inclinándose y alzándole un poco, Charles logró sentarle contra el muro de cristal.
?Padre, ¿no crees que no es normal estar tirado ahí en la suciedad, de esa manera?
El viejo le miró y musitó:
?Tenía que hacerlo…
?¿Por qué, padre? ¿Por qué?
?No lo comprenderías.
?Padre, ¿te encuentras bien?
El viejo le apartó calmosamente y replicó:
?Vamos…, es la hora de regar la parra.
Los últimos visitantes se habían ido ya, y así abrieron las esclusas que daban paso al agua. Cenaron bajo el suave murmullo del agua que regaba la tierra. Aquella noche, Charles y Maida se abrazaron más estrechamente, como si estuviesen atemorizados por la constante lluvia artificial.
El padre ya no volvió a ser el mismo de antes. Al cabo de dos meses había fallecido, languideciendo misteriosamente ante los ojos de toda la familia, hasta morir. A la vez que el viejo se iba perdiendo poco a poco, la parra prosperaba, produciendo más fruto, extendiendo más y más sus ramas hasta que llegó un momento en que Charles temió que el invernadero no fuese lo suficientemente grande para albergarla. Trabajó largas horas podando y arreglándola, intentando mantenerla dentro de ciertos límites, y cuanto más trabajaba, menos resultados parecían alcanzar sus esfuerzos.
Su madre y las muchachas también parecían afectarse mucho, haciendo inútiles esfuerzos y languideciendo más y más ante sus ojos.
Solamente Maida estaba bien, atareada en un género de vida que nada tenía que ver con la parra o con el invernadero. Estaba embarazada y en sus sueños sobre el futuro, cuando conversaban sobre el porvenir, ni Charles ni Maida mencionaban la parra para nada.
Solamente Sally parecía resentirse del inminente bebé, riñendo con Maida porque no ayudaba como lo hacían los demás, aunque la propia Sally pasaba cada vez menos tiempo trabajando. En lugar de hacerlo se entretenía en el torniquete de entrada, charlando con el muchacho visitante.
?Mejor será que le digas que deje de venir por aquí ?dijo Charles una noche.
?¿Por qué? Tengo que vivir mi propia vida, ¿no?
Charles frunció el ceño mirando a Sally y respondió:
?Tu vida es la parra.
Al día siguiente la muchacha había desaparecido. Había metido sus ropas en una maleta de cartón, para huir con el muchacho. Desde una distante ciudad enviaron una tarjeta que decía:
«Salid de ahí antes de que sea demasiado tarde.»
No había dirección del remitente.
Sue movió la cabeza con gesto de pesadumbre y comentó:
?Tendremos que trabajar más duro para compensar su marcha.
?No servirá de nada ?respondió la madre, desde su rincón?. No servirá de nada.
?No digas eso ?replicó Charles secamente?. Entre todos tenemos que cuidar la parra.
Muy avanzada ya en su embarazo, Maida murmuró:
?¡Maldita sea la parra!
Como Charles no pudo encontrar a su madre para que le ayudara, cuando nació el niño entre él y Sue oficiaron de comadronas. Cuando todo acabó, Charles salió hacia los pasadizos de madera y llamó a la anciana para darle la buena noticia.
Finalmente la encontró boca abajo, pegada a la tierra, como lo había estado su padre, y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para alzarla. Imaginaba que algo la había golpeado cuando la apartó de la tierra. Atemorizado la llevó hasta la casa y la acostó. Aun cuando la mujer era fuerte, Charles no le permitió dejar la casa para nada. Entre él y Sue cargaron con el trabajo porque no tenían otro remedio que hacerlo así. De todas formas la madre murió pronto. La enterraron en el solar familiar, donde podría alimentar a la parra.
En aquellos momentos quedaban en la casa solamente cuatro personas: Charles, Maida, el bebé… y Sue, quien poco a poco también iba languideciendo y adelgazando ante sus ojos.
Charles estaba desesperado y probablemente habría huido de allí a no ser por el pequeño. El bebé era su futuro y todas sus esperanzas. Crecería fuerte y saludable, llevando en sí la tradición de los Baskin en cuanto se refería al cuidado de la parra.
?Pronto tendremos una niña ?dijo sonriendo a Maida.
Al otro lado del fuego, Sue se llevó ambas manos a los labios. Sus dedos acariciaron el rostro, nerviosamente, e inmediatamente se puso en pie y echó a correr.
Cuando Charles salió al porche escuchó sus pasos, rápidos y desesperados. Pero estaba todo muy obscuro y la gran parra crujió sobre él. Con un estremecimiento, entró en la casa.
No volvieron a ver a Sue, y así Maida tuvo que cuidar al bebé en la casa y salir a ayudar a su esposo en el trabajo de la parra.
Era una muchacha ágil y capaz, y ahora que había dado a luz un hijo, parecía sentirse extrañamente reconciliada con la vida en el interior del invernadero, como uno más de los que siempre habían trabajado allí.
Ella y Charles trabajaban bien, pero Charles comenzó a observar ciertos cambios en su esposa. A menudo la hallaba en el pasadizo de madera más lejano del invernadero con una mejilla apoyada en el muro de cristal, profundamente ensimismada. Fue por esta época cuando Charles descubrió el esqueleto de Sue suspendido entre la verde espesura de la parra. Lo liberó de su encierro y lo enterró rápidamente para que Maida no lo viese.
La tierra parecía vivir cuajada de fuertes raíces que en aquel momento se agitaron espasmódicamente. Charles dio un salto atrás, terriblemente alarmado.
«Nos iremos ?pensó mordiéndose el labio inferior?. Me llevaré a ella y al niño muy lejos de aquí.»
.Pero ya era demasiado tarde. Maida no respondió a sus angustiosos gritos, y finalmente la encontró pegada a la tierra junto a la puerta de la casa.
Cuando la alzó, la muchacha sonrió. Parecía estar ciega, pero, aun así, su aspecto era tan encantador como siempre. Allí donde había tocado la tierra? su piel estaba cruzada por diminutas venas rasgadas. La llevó en brazos, corriendo, tropezando, hasta la carretera. Cuando la policía la trasladó al hospital, Charles llamó al padre de Maida.
?Señor Freemont, Maida y yo nos iremos de aquí tan pronto se encuentre mejor para viajar.
?Y harás bien, muchacho ?respondió el señor Freemont?. Yo cuidaré aquí de Maida. Tú vuelve a tu trabajo en la parra.
?Me parece que no acaba usted de entenderlo, tenemos que irnos de aquí…
El viejo le aconsejó nuevamente que regresara al invernadero y añadió:
?Pronto estará bien, hijo. Vuelve a tu trabajo.
Como no había otra cosa que hacer, así lo hizo Charles, pero tenía la mente ocupada con sus proyectos. Cuando Maida mejorase se la llevaría de allí en compañía del bebé; si era preciso robaría un coche y partirían del valle hasta que estuvieran muy lejos de aquella tierra maldita, sanos y salvos.

?Ha muerto ?dijo el padre de Maida. llorando junto al torniquete de entrada a los pasadizos altos.
?La parra la mató ?respondió Baskin desesperadamente.
El viejo aplicó sobre su hombro una afectuosa palmada y luego añadió:
?Bien…, bien, está llegando la hora de la recolección. Ya sabes cómo les gusta eso a los visitantes…
?Pero tengo que…
?Tienes que seguir trabajando en nombre de Maida. Por el valle. Todos dependemos de ti.
Antes de que Charles pudiese protestar, el viejo colocó un rastrillo en su mano. Al cabo de un rato un grupo de hombres comenzó a instalar un torniquete automático.
?Te diré algo ?dijo el viejo?. Colocaremos un rótulo de «Prohibidas las visitas» y así dispondrás de cierto tiempo para cumplir con el luto.
?Pero no hay…
Baskin penetró en el invernadero añadiendo:
?…No hay tiempo para lutos. Solamente queda el tiempo justo para cuidar la viña.
Tal exigencia ocupó todas sus horas libres. Cuidaba también al niño, al que dejaba en el porche en un lugar donde él podía vigilarle, y si aquella noche dejó al bebé sin atender, casi no fue culpa suya.
Oyó un fuerte chasquido y un distante lamento. Charles corrió para ver lo que había ocurrido. La parra había roto un panel de cristal del invernadero. Charles estaba a punto de volverse hacia la casa y hacia el bebé cuando una rama llena de hojas cayó alrededor de uno de sus brazos sosteniéndole como si deseara decirle: «Escucha».
Impaciente, Charles se sacudió la presa. Con creciente pánico echó a correr.
No pudo llegar a tiempo. Nadie hubiese podido hacerlo. El bebé, o bien había trepado por su cuna, o le habían sacado de allí. Estaba jugando en la tierra frente a la casa. Baskin gritó, destrozándose casi la garganta, pero antes de que el bebé pudiese oír o responder, una fuerte raíz surgió del suelo, rodeó el cuello del niño y lo introdujo profundamente en la tierra.
Charles imaginó oír un eructo cósmico.
Lanzándose desesperadamente sobre la tierra la rasgó con furia, pero no encontró rastro del bebé, ni su gorra, ni siquiera un solo hueso. En su dolor e ira, Baskin cavó más profundamente con ambas manos, golpeando las raíces y maldiciendo la tierra. El suelo estaba vivo, luchaba en contra de él, y finalmente le costó gran trabajo desembarazarse de las raíces que trataban de hacer presa en su carne.
Se retiró hacia el porche jadeando penosamente. Entró en la casa, recogió papeles, astillas y trapos, y caminó sobre uno de los pasillos de madera hasta llegar al gran tronco, para formar una pira en su base. Empapó la carga con petróleo y le prendió fuego.
Así fue cómo Charles Baskin finalmente hizo la guerra a la parra.
Dando un salto hacia atrás, para evitar el calor, la maldijo mil veces, pensando que todo acabaría muy pronto, pero mientras contemplaba la quema el sistema de riego funcionó repentinamente, quizá movido por algún largo tentáculo de la parra. Cuando el humo desapareció, se dio cuenta de que la parra apenas había sufrido daño alguno con el fuego ya apagado, y estaba succionando desde su interior, de vez en cuando, bañándose el tronco con nueva savia.
Baskin, entonces lo atacó con una sierra automática, pero antes de que hubiese llegado muy lejos, la parra comenzó a dejar caer tijeretas desde todas sus ramas y cada una de ellas comenzó a enraizar. y todas, como por arte de magia se apoderaron de la sierra, intentando volverla hacia él. Charles se vio obligado a retroceder rápidamente hacia un lugar seguro, huyendo del invernadero, sumido en la más honda desesperación.
Pensó verter una cuba de lejía en el terreno, pero antes de que pudiese aproximarse lo suficiente, las raíces ya sobresalían de la tierra por el exterior del invernadero asiendo la cuba y tratando de alcanzar al propio Baskin.
Tenía que atacar de nuevo al tronco, pero el invernadero se había convertido en un lugar impenetrable. Aquella «cosa» se había rodeado de una espesa armadura de gruesas raíces y fibras y en ningún momento pudo Charles acercarse al tronco.
Desesperado, trazó otro plan: si no podía dañar la planta, destrozaría el invernadero, y la primera helada mataría la parra.
Solamente había roto tres paneles de cristal, cuando la encolerizada planta le aplicó unos fuertes latigazos con sus raíces a la vez que lanzaba un profundo y estremecedor bramido. Charles aún estaba luchando denodadamente cuando el primer camión apareció en el horizonte. Llegaba gente de la ciudad para investigar.
?Gracias a Dios ?dijo al primer hombre que le ayudó?. Gracias a Dios que han llegado.
El hombre le miró a través del verdor y le preguntó:
?¿Qué ha sucedido?
?Tenemos que matarla ?respondió Baskin.
Luego pensó: «Ahora verán».
Al cabo de dos segundos añadió:
?Tenemos que matarla antes de que nos mate a todos.
?Ese hombre trataba de hacerle daño a la planta ?dijo alguien a su espalda?. Parece que hemos llegado a tiempo.
Baskin abrió la boca sin acabar de comprender del todo.
?Sí, justamente a tiempo ?musitó.
Los hombres retrocedieron y dejaron que la parra terminara lo que estaba haciendo. Entonces echaron suertes para ver a quién le tocaba quedarse allí para cuidar la planta. El afortunado ganador envió un amigo a la ciudad para que comunicara la buena noticia a su esposa, y entonces avanzó abriendo las dobles puertas que daban paso al invernadero. Al aproximarse, la parra retiró sus tentáculos enrollándolos calmosamente en su primitivo lugar. En voz baja, casi acariciadora, el hombre preguntó en la obscuridad:
?¿Te encuentras bien?

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Las botas mágicas

Las botas mágicas
Viktor Saparin
Traducido por Carlos Robles en Lo mejor de la Ciencia Ficción rusa, relatos recopilados por Jacques Bergier, Libro Amigo 88, Editorial Bruguera S. A., 1968.

Todo empezó con una nadería. Al ponerse Petja una bota, su madre notó que la suela tenía un agujero del tamaño de una monedita, tapado sólo por la plantilla. Otra «monedita», un poco más grande, aparecía también en la suela del otro pie. Petja había observado que, quién sabe por qué, la bota derecha se desgastaba más de prisa que la izquierda, por lo que el descubrimiento no le sorprendió en absoluto.
Sin embargo, su madre endureció la mirada.
?Imagínese, Iván Ivanovic ?a falta de otros, la mujer se dirigía a un huésped de sus vecinos, una persona venida de lejos, que en aquel momento había entrado en la cocina?. Este chico se come las botas. Se las he comprado hace un mes y mire. ¿Ha visto alguna vez algo semejante?
Ivan Ivanovic dejó sobre la mesa la tetera que tema en la mano y miró a Petja.
?Es un chico como otro cualquiera ?dijo?. No tiene importancia.
?¡Un chico como otro cualquiera! ?la madre de Petja alargó los brazos?. ¿Dónde ha visto algo parecido? Es un desastre. ¡Se come los zapatos!
?Yo también era así ?repuso Iván Ivanovic, conciliador; volvió a coger la tetera y la puso bajo el grifo?. Mire, no ha pasado nada, he llegado a ser profesor… Sólo es un chico nervioso…
?Pero las botas las hacen para chicos normales ?continuó la madre de Petja?. No hay zapatos especiales para los que no se están nunca quietos.
?Es verdad ?contestó Iván Ivanovic, en tono serio?. Es verdad, los futbolistas, los deportistas, disponen de botas especiales, y nadie piensa en acusarles de correr demasiado. Sin embargo, para los chicos no hay nada. Y es natural que corran… Habría que proporcionarles también botas adecuadas…
?No sé dónde encontrar botas que le duren más de un mes ?exclamó la mujer, sacudiendo la cabeza?. ¡Sería un milagro!
Petja, ofendido, arrugó la nariz. ¡Qué culpa tenía él de ser un chico nervioso! ¿Debía, entonces, quedarse sentado siempre, con las piernas cruzadas? En vez de afrontar el problema específicamente, como hacía su profesor, su madre las tomaba siempre con él. Como si gastara las suelas adrede.
Iván Ivanovic dejó la tetera sobre la plancha del hornillo y se dirigió hacia la puerta. En el umbral se detuvo, mirando otra vez a Petja como para examinarlo.
?Le enviaré un par de botas mágicas ?prometió, con sencillez?. El muchacho me parece adecuado, siempre que sea verdad todo cuanto me ha dicho acerca de él. Se las mandaré, pero con una condición: que el chico se ponga las botas todos los días y le deje hacer todo lo que quiera. Y no se preocupe, Antonina Ignatevna, ya verá cómo mis botas no se gastan nunca.
A pesar de la cólera, Antonina Ignatevna no pudo por menos de sonreír. Era una buena persona ese Iván Ivanovic…
?Ojalá fueran mágicas…
Petja estaba convencido de que Iván Ivanovic había inventado todo aquello para calmar a su madre. No tenía, realmente, aspecto de mago…
¿Dónde estaba el cucurucho que Petja recordaba haber visto sobre la cabeza del malabarista del circo? ¿Y aquella mirada penetrante o aquel modo de mover las manos, propio de los magos? Iván Ivanovic era un hombrecillo de chaqueta gris, con gafas, de barbita puntiaguda. Se parecía mucho a Sereza, el zapatero del segundo piso. Nadie habría dicho al verlo que de joven fue un muchacho nervioso.
Sin embargo, dos semanas después de la partida de Iván Ivanovic llegó un paquete. Su remitente era el hombrecillo.
Petja pensó que contendría un par de botas claveteadas con refuerzos metálicos, tal vez un par de botas de montaña semejantes a las que en una ocasión vio en un escaparate. Pero en el paquete había un par de zapatos negros vulgares, de corte sencillísimo.
Petja se los probó. Le iban de perilla.
?En seguida se ve que es un hombre… ?murmuró la madre?. Con toda su inteligencia, Iván Ivanovic no sabe que a los chicos se les debe comprar todo un poco grande. Y aseguraba que le durarían mucho tiempo… Venga, póntelos. A caballo regalado…; pero las gastarás pronto. Recuérdalo…
Aquel día comenzó la extraordinaria historia de las botas.
Contra todas las leyes de la naturaleza, las botas siguieron intactas.
Al principio, Petja caminó despacio, con cautela. Llevaba botas mágicas y nunca se sabe… Luego, poco a poco, se acostumbró a la novedad hasta que no pensó más en ello. Volvió a correr como antes y a jugar al fútbol cuanto quiso.
Una tarde, cuando Petja ya se había metido en la cama, la madre cogió las botas y se puso a observarlas.
«Ya las has llevado bastante ?dijo para si?, y… ¡Pero si están nuevas! Y pensar que… La suela está como nueva. Entonces, si quiere, sabe cuidarlas…»
Aquella noche la mujer dio a Petja el beso de despedida con cariño especial, pero Petja tenía la vaga sensación de no haber merecido enteramente el agradecimiento de su madre.
«Bah ?se dijo, al dormirse?, dependerá mucho de las botas. También María Petrovna se lamentaba muchas veces de la calidad de sus botas. No se me puede echar la culpa a mi…»
Maria Petrovna habitaba en el apartamento de enfrente y era una mujer conocida por su escepticismo con respecto a todo y a todos. A los chicos, nerviosos o no, los había clasificado tiempo atrás en la categoría de los fenómenos absolutamente negativos.
Por eso, cuando Antonina Ignatevna le contó las alabanzas de Petja, explicando que se había vuelto formal y que ya no gastaba las botas, no vaciló en desilusionarla.
?Mire, María Petrovna, son realmente botas mágicas ?insistió la madre de Petja?, o mi Petja ha cambiado. Hace seis meses que las lleva, sin quitárselas nunca, y aún no se han gastado.
?No tiene nada de extraordinario ?le replicó María Petrovna, tras haber echado una mirada a las suelas?. ¿Ve estas bolitas? No se gastan nunca. Pero a mí no me gustan; producen reuma.
?¿Qué dice? ¡La suela de esparto deja pasar el aire! ?objetó Antonina Ignatevna.
?Bueno, son de goma ?admitió Maria Petrovna.
?No pueden ser de goma ?disentió Antonina Ignatevna?. ¡Son tan ligeras! ¡Pruebe!
A regañadientes, Maria Petrovna cogió las botas.
?No pesan casi nada ?dijo, con desprecio?. Se ve que están hinchadas.
?¿Por qué hinchadas?
?Sencillísimo. ¿Sabe cómo se hace? Se hinchan las burbujas de aire de la goma. Por eso es ligera.
Dejó las botas en el suelo, limpiándose los dedos.
Antonina Ignatevna sabía perfectamente que el procedimiento de obtener el crepé era muy distinto, pero, como siempre, Maria Petrovna había dicho la última palabra.
Pasaron los meses… Las botas no se gastaban, como si de verdad fuesen mágicas. Antonina Ignatevna empezó a mirarlas con cierto temor. Sabía que el profesor no era Mefistófeles, sino un hombre normal, pero en aquel regalo suyo había algo sobrenatural. Y no se trataba únicamente de la resistencia extraordinaria de las botas, había algo más.
En una ocasión, Antonina Ignatevna descubrió un arañazo en la punta de la bota izquierda. Sin duda, al jugar con otros chicos, Petja le había dado un golpe. Sin embargo, unos días después el arañazo había desaparecido sin dejar la menor huella. ¿Y cómo explicar el hecho de que las botas pareciesen siempre nuevas, aunque Petja no se preocupaba nunca de limpiarlas?
Por otra parte, seguían ajustándose exactamente a la medida del pie de Petja; pese al transcurso del tiempo, no se habían deformado.
Es cierto que, en general, el zapato de piel cede y se adapta al pie, pero al propio tiempo envejece. En cambio, aquellas botas parecían ser nuevas de trinca.
María Petrovna, incapaz de estarse callada, le echó un día un pequeño sermón a Antonina Ignatevna:
?Exagera usted con su pequeño. ¡Cada día, un par de zapatos nuevos! Debería gastar mejor el dinero. ¡Ya se arrepentirá!
?Por favor ?le contestó Antonina Ignatevna? ¡Si hace un año que lleva los mismos zapatos!
?¿Cree que soy tonta? ?María Petrovna parecía ofendida?. Estas madres… ¡Pierden la cabeza por los hijos! No saben qué hacer por ellos… Pero así sólo los malcrían…
Dicho esto, empezó a acusar a Antonina Ignatevna de mentirosa. De no saber educar a su hijo. De comprar cada día a «su Petenfza» un par de zapatos nuevos, mientras ella seguía usando los mismos, viejos y aun desfondados.
La pobre Antonina Ignatevna intentó explicarle la verdad, pero, ¿qué explicaciones podía dar?
Por culpa de las botas, la vida de Antonina Ignatevna se complicó de una forma increíble. ¿Decir la verdad? Nadie la creería. ¿Admitir que compraba a Petja un par de zapatos nuevos todos los días? Era absurdo.
Pasaron otros dos meses, pero los zapatos no envejecían. Antonina Ignatevna fue presa de la consternación.
?Ven ?dijo un buen día a Petja?. Deja que estas botas descansen un poco. Ponte las viejas.
Y le volvió a dar las botas que en su tiempo provocaron su conversación con el profesor. El zapatero Sereza les había puesto medias suelas.
?Hice muy bien al comprarlas un número mayor ?observó la mujer?. Las debes llevar, se te quedarán pequeñas. Estas las guardaré en el armario.
¿Quería convencerse de que su hijo había aprendido a cuidar las botas? ¿O bien aquellas botas eternas empezaban a asustarla? Es difícil decir lo que la madre de Petja tenía en la mente, pero cuando el chico se calzó las botas viejas, lanzó un suspiro de alivio.
Acostumbrado a las botas del profesor, tan ligeras que parecía que no las llevaba, Petja sentía ahora pesados sus pies. No pasó mucho tiempo sin que Antonina Ignatevna no tuviese que llevarlas de nuevo al zapatero. Por lo tanto, Petja seguía siendo el chico inquieto de antes, y el secreto de la larga duración de las botas regaladas por el profesor no dependía de sus cuidados. Pero Antonina Ignatevna continuó testarudamente haciendo arreglar las botas viejas hasta que, por fin, el bueno de Sereza le dijo:
?Ya es hora de echarlas a la basura. Cómprele al chico un par de botas nuevas.
¡Comprar unas botas nuevas cuando en el armario tenía un par más de nuevo!
A regañadientes, abrió el cajón donde las había puesto. Hacía va varios meses que no las veía.
?Tienen un poco de polvo ?suspiró, dándoselas a su hijo?. Pruébatelas, quizá te estarán estrechas.
Petja cogió las botas que, como en el pasado, alegraban la vista con su limpieza.
Y como en aquel lejano día en que Petja se las puso por primera vez, también ahora le sentaban como un guante.
Pero esto no fue lo que más sorprendió a Antonina Ignatevna. Ahora estaba en cierto modo acostumbrada a cosas semejantes. Pero no a aquello. Recordaba perfectamente que, al meter las botas en el armario, las suelas parecían ligeramente gastadas; entonces se había alegrado, porque las rozaduras y los arañazos venían a confirmar que se trataba de botas normales, de objetos de este mundo sometidos al desgaste de las fuerzas de la naturaleza. Hecho extraño, ahora se alegraba de algo que un tiempo atrás la enfurecía.
Pues bien, al echar una mirada a las suelas, Antonina Ignatevna vio, con asombro, que estaban absolutamente nuevas.
Y no sólo eso. Mirándolas de costado, examinando el espesor de las suelas, hizo un descubrimiento aun más increíble.
La pobre mujer se puso las gafas, se las quitó y, finalmente, las acercó de nuevo a sus ojos. ¿Sería posible? ¡Las suelas eran aún más gruesas que antes! Nunca había conseguido comprender cómo Petja no conseguía desgastar unas suelas tan delgadas, pero ahora… ¡habían crecido!
Antonina Ignatevna se quedó sin aliento. Era absurdo. ¿Pueden existir en el mundo zapatos que crecen?
Casi tuvo miedo de darle a Petja botas tan extraordinarias. ¿Pero qué podía hacer? ¿Tirarlas?
El dilema fue resuelto por la casualidad. Aquel día, Petja no pudo utilizar las botas del profesor, porque se puso enfermo. Por fortuna, sólo se trataba de un ligero catarro, que lo retuvo, sin embargo, en el lecho durante una semana. Durante aquel tiempo, las famosas botas no quedaron sin usar. Su fama se había extendido por todo el caserío y los amigos de Petja, cuyas respectivas madres tampoco les escatimaban los coscorrones a causa de los zapatos rotos, se las pidieron prestadas para jugar a la pelota. ¿Qué les importaba a ellos que la eterna duración de aquellas botas no tuviese una explicación científica? El caso más bien excitaba su fantasía, y muchos defendían las versiones mas increíbles, demostrando una fe ilimitada en las posibilidades en la técnica, mientras otros, los más pequeños, que aún no habían salido del mundo de la fantasía, creían que las «botas del profesor» eran verdaderamente mágicas.
Así, las botas de Petja empezaron a ser usadas por turno. Con ellas jugaban a la pelota muchachos enloquecidos que a veces se dislocaban una rodilla o un tobillo, pero no se rompían nunca. Aguantaban bastantes pruebas duras, pero realmente no parecía existir ninguna fuerza en el mundo capaz de estropearlas.
Llegó así un día en que Antonina Ignatevna ya no pudo más y, tras preguntar a la vecina su dirección, escribió una carta a Iván Ivanovic.
Esta fue la respuesta del profesor:
«…Sí, crecen. Y en esto, querida Antonina Ignatevna, no hay nada milagroso. Comprendo su asombro e intentaré explicarle el motivo.
»¿Por qué crecen? ¿Ha oído hablar alguna vez de las epifitas? Son plantas que no viven sobre la tierra, sino en el aire. No tienen raíces y pueden vivir sobre una empalizada, incluso sobre un hilo del telégrafo, sin tocar la tierra. ¿Cómo se nutren? No de telegramas, naturalmente, y perdóneme la broma. Toman todo lo preciso para su desarrollo del aire. En el aire siempre hay humedad, siempre hay polvo que contiene partículas minerales. Y nuestras plantas se adaptan a este tipo de alimentación, digamos «aérea».
»Desde hace varios años, nuestro instituto estudia estos minúsculos organismos vegetales, que viven en grandes colonias como los corales. Estas dan lugar a una masa compacta, ligera, flexible como la goma, pero que deja pasar el aire. Las botas que se obtienen con esa masa no son en nada inferiores a la piel, incluso tienen una propiedad de la que la piel carece: crecen. ¿Recuerda la piel de zapa de Balzac? Aquélla disminuía. Pero la nuestra crece continuamente, porque vive. Las células vegetales de que está formada se multiplican con rapidez, alimentándose, como todas las epífitas, a través del aire. Para las suelas hemos preparado una piel que crece de modo particularmente rápido, porque esta parte del zapato se gasta más. Le diré también que la suela puede alimentarse mejor que las demás partes de la bota, porque se halla en contacto con la tierra, donde la humedad y las substancias minerales son más numerosas. La alimentación más substanciosa contribuye a hacer que la suela se regenere más de prisa. Es un proceso imperceptible para el ojo del hombre; si no llega usted a tener las botas encerradas en el armario durante cuatro meses enteros, es probable que nunca hubiera descubierto que éstas crecen realmente. Como es natural, también las botas que crecen tienen sus inconvenientes. No se pueden conservar almacenadas largo tiempo porque su número variaría. Un adulto que se compra hoy un par, un tiempo después las encontraría demasiado grandes. En los zapatos de los adultos sólo puede aplicarse en la suela. Y no es poco; en efecto, hemos recibido muchas cartas de agradecimiento de carteros y de personas cuya profesión les obliga a caminar mucho, entre los cuales hemos distribuido un cierto número de pares, a título de prueba.
»Pero las botas de los chicos se pueden fabricar todas ellas con piel creciente. Creemos haber resuelto un problema que preocupa a todos: la confección de botas que puedan ser llevadas durante varios años seguidos. En nuestros experimentos hemos sometido ya a desgaste artificial varios pares, calculando un consumo normal de cinco años, pero una cosa es la experimentación y otra la prueba práctica. Por esta razón me interesa muchísimo saber el fin que tendrán las botas de Petja. Escríbame, por favor, si no le molesta demasiado, al menos una vez cada seis meses. Tenemos bajo nuestro «patrocinio» muchos escolares que usan nuestras botas, pero las de Petja forman parte de la primera partida y todas las noticias al respecto nos son particularmente precisas. Yo ya le he escrito dos veces, pero debo haber confundido la dirección, porque tampoco mis parientes me han contestado.
»Para nuestros experimentos no escogemos a los chicos especialmente inquietos, pero eso no significa que nuestras botas sean tratadas de la peor manera. Como en todas las demás cosas, también con ellas es necesario un cierto cuidado.
»Al probar una nueva marca de bicicleta, se la somete a las pruebas más difíciles, pero al usarlas normalmente, es bueno observar todas las normas prescriptas de mantenimiento. Nuestras botas están destinadas a los adultos obligados por su profesión a caminar mucho y a los chicos, pero no a las personas descuidadas. Dígaselo a Petja. Cuidar un objeto significa doblar su vida. Si Petja quiere convertirse en un ejemplo en materia de botas, no como destructor, sino por saberlas conservar y sacarles rendimiento, deberá observar estas sencillas normas, que adjunto a la carta. Esto también es un experimento y le ruego que colabore. Antes era un caso desesperado de descuido, pero hoy, sin embargo, se me cita como ejemplo de orden. Quisiera saber precisamente lo que duran nuestras botas cuando se las cuida bien. Escríbame.
»P.S.: Dentro de unos días entrara en servicio la primera fábrica experimental para la producción en serie de las ?botas mágicas?.»
Una semana más tarde, Petja y su madre asistieron en un cine a la proyección de un documental sobre la fábrica de «suelas autorregeneradoras», como las llamaba el locutor.
?Tenemos «sierras autoafiladas» ?decía el locutor?, existen relojes de cuerda automática, relojes para los distraídos que, una vez se les ha dado cuerda, ya no se paran nunca. Ahora nos llega la suela que no se gasta nunca. Ahí está, ante vuestros ojos.
En la pantalla aparecieron enormes tinas poco profundas que contenían un caldo nutritivo en el que se cultivaban pequeñísimos organismos vegetales que, vistos al microscopio, parecían minúsculas estrellas amarillas.
El documental mostraba cómo estos organismos, al crecer, formaban una delgada hoja, tan ligera que flotaba sobre el caldo. La hoja seguía creciendo, haciéndose poco a poco más espesa.
?Con el desarrollo de los microorganismos ?explicaba el locutor?, el material resulta cada vez más compacto. Ahora, la piel ya está lista. Puede ser enviada al corte.
En un departamento cerrado, numerosas máquinas automáticas recortaban, en la «piel» artificial que allí llegaba, miles de suelas de varias dimensiones.
?Y la suela sigue creciendo ?añadió el locutor.
Se vio una enorme suela que ocupaba toda la pantalla. La toma en acelerado proporcionaba una rápida visión del crecimiento. El espesor de la suela aumentaba a ojos vistas.
?El tiempo transcurrido es, en realidad, de dos meses ?explicó el locutor?. La suela ha crecido tanto, que ha compensado el desgaste producido por un uso prolongado y constante. Y seguirá creciendo indefinidamente, como los hongos que quizá alguno de ustedes cultiva. ¡Gastarán los zapatos, pero esta suela no se desgastará jamás!
?¡Menos mal! ?apenas salió del cine Antonina Ignatevna lanzó un suspiro de alivio?. Ahora todo está claro…
Al encontrarse a María Petrovna, se enfrentó con ella sin miedo:
?¡Vaya al cine! ?le aconsejó?. Vera cómo se hacen los zapatos de Petja. ¡Ya no podrá decir que le compro un par nuevo cada mes!
?Ya sé lo que hacen en el cine ?replicó la vecina?. Un montón de trucos. Tengo un sobrino que estudia en el Instituto de Cinematografía y precisamente estos días han dado una clase especial sobre ilusiones ópticas.
?Pues estas botas existen ?replicó la madre de Petja, acercando su hijo a Maria Petrovna?. Y Petja, también. No son ninguna ilusión óptica.
?Bueno. Supongamos que sea verdad ?concedió la vecina, con superioridad?. Pero todos los chicos son unos mentirosos. Y el suyo no es mejor que los demás. No comprendo por qué lo mima así. ¿Qué necesidad tenía de hacerle esas botas especiales?… ¿No le basta con las botas corrientes?

Edición digital de Tecum
Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

Los colmillos de los árboles

Los colmillos de los árboles
Robert Silverberg
The fangs of the trees, © 1968 (The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Octubre de 1968). Traducido por ? en La otra sombra de la Tierra, Super Ficción 62, Ediciones Martínez Roca S. A., 1981.

Desde la casa de la plantación, sobre la colina de Dolan, gris y esbelta como la aguja de una torre, Zen Holbrook alcanzaba a ver todo cuanto le interesaba: las alamedas de los árboles del jugo en el amplio valle, la corriente rápida donde su sobrina Naomi prefería bañarse, el lago tranquilo y sereno más allá. También veía la zona amenazada de infección en el Sector C, al lado norte del valle, donde ?¿o era sólo su imaginación?? las lustrosas hojas azules de los árboles parecían ya manchadas con el tono naranja de la enfermedad del moho.
Si su mundo iba a acabarse, aquello significaba el principio del fin.
Permaneció en pie ante el curvado ventanal del centro de información, sobre la casa. Era a primera hora de la mañana. Dos lunas pálidas pendían aún en el cielo del amanecer, pero el sol se levantaba ya sobre el país de las colinas. Naomi estaba levantada y fuera de la casa, jugueteando en el arroyo. Cada mañana, antes de dejar la casa, Holbrook pasaba revista a toda la plantación. El radar y los sensores ofrecían a su vista planos de todos los puntos clave. Adelantando el cuerpo, Holbrook pasó sus manos de dedos gruesos sobre los mandos y encendió las pantallas que flanqueaban el ventanal. Poseía mil setecientas hectáreas de árboles del jugo… Una fortuna, aunque, debido a la hipoteca, lo que ganaba era poco en comparación con lo mucho que daba a ganar. Su reino. Su imperio. Registró el Sector C, su favorito. Sí, en la pantalla se veían largas filas de árboles, de quince metros de altura, agitando sus miembros inquietos. Ésta era la zona de peligro, el sector amenazado. Holbrook examinó intensamente las hojas de los árboles. ¿Tenían ya manchas de moho? Los informes del laboratorio llegarían un poco más tarde. Estudió los árboles, vio el brillo de sus ojos, el destello de sus colmillos. Eran muy buenos los árboles de este sector. Cumplidores, unos productores magníficos.
Sus árboles favoritos. Le gustaba tratar de convencerse a sí mismo de que los árboles tenían personalidad, nombre, identidad. No hacía falta simular demasiado. Puso en marcha el audio.
?Buenos días, César ?dijo?. Buenos días, Alcibíades, Héctor. Buenos días, Platón.
Los árboles reconocían su nombre. En respuesta a su saludo, agitaron las ramas como si el viento barriera la alameda. Holbrook vio el fruto casi maduro, largo e hinchado, cargado de jugo alucinógeno. Los ojos de los árboles ?placas brillantes y escamosas incrustadas en varias filas sobre el tronco? brillaron y se volvieron buscándole.
?No estoy en la alameda, Platón ?advirtió Holbrook?. Todavía me encuentro en la casa de la plantación. Pronto iré ahí. Hace una mañana preciosa, ¿verdad?
Entre la penumbra, a nivel del suelo, surgió el hocico largo y sonrosado de un ladrón de jugo, saltando de un montón de hojas caídas. Disgustado, Holbrook observó cómo el roedor, pequeño y audaz, cruzaba la alameda en cuatro saltos rápidos y venía a caer sobre el enorme tronco de César, trepando con destreza entre los grandes ojos del árbol. Los miembros de César se agitaban furiosos, pero no conseguía localizar al monstruo. El ladrón de jugo se desvaneció entre las hojas y reapareció nueve metros más arriba, moviéndose ahora en el nivel donde crecía el fruto. Fruncía ansiosamente el hocico. Luego, se incorporó sobre las cuatro patas posteriores y se dispuso a chupar un fruto casi maduro, por un valor de ocho dólares en alucinógenos.
De la copa del Alcibíades surgió, como una serpentina estrecha y sinuosa, un zarcillo, un tentáculo poderoso. Cruzó el espacio que le separaba de César y cayó como el rayo en torno al ladrón de jugo. El animal apenas tuvo tiempo de gemir al comprender que había sido atrapado cuando ya el tentáculo acababa con él, estrangulándole. En un gracioso arco, el zarcillo regresó a la copa de Alcibíades, y la boca abierta del árbol quedó a la vista cuando las hojas se entreabrieron. Los dientes se separaron, el tentáculo se desprendió de su presa y el cuerpo del ladrón cayó en la boca del árbol. Alcibíades se estremeció de placer. Fue un ligero temblor de las hojas, una afectación de modestia, la satisfacción en realidad por sus rápidos reflejos que le habían proporcionado un bocado tan exquisito. Era un árbol muy listo y muy hermoso, y estaba muy satisfecho de sí mismo. «Una vanidad perdonable ?pensó Holbrook?. Eres un buen árbol, Alcibíades. Todos los del Sector C sois buenos árboles. ¿Pero si tienes la enfermedad del moho, Alcibíades? ¿Qué será de tus hojas brillantes, de tus ramas esbeltas, si tengo que quemarte y eliminarte de la alameda?»
?Muy bien hecho ?le dijo?. Me gusta verte siempre tan alerta.
Alcibíades siguió agitándose. Sócrates, a cuatro árboles en diagonal, en la misma fila, apretó las ramas contra el tronco en lo que Holbrook reconoció como un gesto de disgusto, un gruñido torvo. No a todos los árboles les gustaba la vanidad de Alcibíades, su orgullo y su rapidez.
De pronto, Holbrook no pudo soportar la vista del Sector C. Tocó los botones de mando y pasó al Sector K, el nuevo, al extremo sur del valle. Aquí los árboles no tenían nombres, ni los recibirían tampoco. Holbrook había decidido hacía tiempo que era una afectación tonta considerar a los árboles como si fueran amigos o animalitos domésticos. Eran, sencillamente, productores de ingresos. Y suponía un error encariñarse con ellos…, según comprendía con mayor claridad ahora que algunos de sus amigos se veían amenazados por el moho, que se contagiaba de un mundo a otro para arruinar las plantaciones de árboles del jugo.
Registró el Sector K con mayor frialdad.
Debería pensar en ellos como árboles, se dijo. No como animales, ni como personas. Árboles. Raíces muy largas que se hunden a dieciocho metros bajo el suelo para nutrirse. No pueden moverse de un lugar a otro. Se desarrollan por fotosíntesis. Florecen, son fecundados por el polen y producen grandes frutos como falos, cargados de alcaloides capaces de inducir sombras muy interesantes en la mente de los hombres. Árboles, árboles, árboles. Pero tienen ojos. Y dientes. Y boca. Poseen miembros prensiles. Piensan. Reaccionan. Tienen un alma. Cuando se les hiere, incluso gritan. Están adaptados para perseguir animales pequeños. Digieren carne. Algunos prefieren el cordero a la ternera. Unos son pensativos y solemnes; otros, alegres y saltarines; otros plácidos, casi bovinos. Aunque todos son bisexuales, algunos presentan una personalidad decididamente masculina; hay otros femeninos, otros ambivalentes. Almas. Personalidades.
Árboles.
Los árboles sin nombre del Sector K le tentaban a cometer el pecado de apegarse a ellos. Ese gordo podía llamarse Buda. Y aquél, Abe Lincoln. Y tú, tú eres Guillermo el Conquistador…
Árboles.
Había hecho el esfuerzo y había triunfado. Examinó fríamente la alameda, asegurándose de que no había sufrido daño durante la noche a causa de los animales de presa; comprobando los frutos maduros; leyendo los informes que proporcionaban los sensores, monitores que vigilaban el nivel del azúcar, la etapa de la fermentación, la toma de manganeso, todo el proceso complicado y equilibrado de la vida del que dependía el éxito de la plantación. Holbrook lo manejaba todo prácticamente solo. Tenía a sus órdenes tres vigilantes humanos y tres docenas de robots. El resto se hacía por telemetría y, por lo general, todo iba bien. Por lo general. Adecuadamente guardados, cuidados y alimentados, los árboles daban su fruto tres veces al año. Holbrook lo enviaba a la planta de transformación, junto al puerto espacial de la costa, donde se sometía el jugo al debido proceso y se embarcaba hacia la Tierra. Holbrook no participaba en eso; no era más que un productor del fruto. Llevaba aquí diez años y no tenía planes para cambiar de profesión. Llevaba una vida tranquila, una vida solitaria, la vida que él había elegido.
Hizo girar los registros del radar de un sector a otro, hasta haberse asegurado de que todo iba bien en la plantación. En el recorrido final, captó la corriente y a Naomi justo en el momento en que salía del baño. La muchacha subió a un acantilado rocoso, sobre las aguas agitadas; y agitó sus largos cabellos, lisos y dorados. Daba la espalda a la cámara. Holbrook observó con placer cómo goteaba el agua de su cuerpo esbelto. Las sombras delineaban su silueta; la luz del sol brillaba en la cintura estrecha, en la curva de las caderas, en las nalgas tensas. Tenía quince años, estaba pasando un mes de sus vacaciones de verano con el tío Zen y se divertía como nunca entre los árboles del jugo. Su padre era el hermano mayor de Holbrook. Éste sólo había visto antes a Naomi en dos ocasiones, una cuando era aún un bebé y otra cuando tenía unos seis años. Se había sentido algo inquieto cuando le hablaron de enviársela, ya que no entendía nada de niños y, además, no estaba muy ansioso de compañía. Pero no se negó a la petición de su hermano. Por otra parte, tampoco era ella una niña. Se volvió ahora, y la cámara mostró a Holbrook los senos como manzanas, el vientre liso, el ombligo hundido, los muslos esbeltos. Quince años. No, ya no era una niña. Era una mujer. No ocultaba en absoluto su desnudez y nadaba así cada mañana, aun no ignorando la existencia de las cámaras. Holbrook no se sentía cómodo observándola. ¿Debía hacerlo? La verdad, no resultaba adecuado. La vista de la muchacha le agitaba sospechosamente. «¡Qué diablos, soy su tío!» Un músculo se le crispó en la mejilla. Se dijo que la única emoción que le invadía al verla era el placer y el orgullo de que su hermano hubiera engendrado algo tan encantador. Sólo admiración, eso era todo lo que se permitía sentir. Ella estaba morena, de color miel, con tonos rosados y dorados. Parecía emitir una radiación más brillante que la del sol. Holbrook apretó el botón de mando. «He vivido demasiado tiempo solo. Mi sobrina. Mi sobrina… Sólo una niña. Quince años. Encantadora.» Cerró los ojos, los abrió apenas, se mordió el labio. «¡Vamos, Naomi, cúbrete!»
Cuando la chica se puso los shorts y el sujetador, fue como un eclipse de sol. Holbrook cerró el centro de información y bajó a la casa de la plantación, tomando al pasar un par de cápsulas como desayuno. Un cochecito reluciente salió del garaje, Holbrook saltó al interior y se puso en camino para dar los buenos días a la chiquilla.
Todavía estaba junto a la corriente, jugando con una cosita peluda, enroscada en un arbusto, semejante a un gatito con muchas patas.
?¡Mira esto, Zen! ?le gritó?. ¿Es un gato o un ciempiés?
?¡Apártate de eso! ?le gritó con tal vehemencia que ella dio un salto atrás, aterrada.
Él ya tenía el arma en la mano y el dedo en el gatillo. El pequeño animal, impasible, seguía enroscando las patas en torno a las ramas.
Muy cerca de él, Naomi se asió a su brazo y dijo roncamente:
?No lo mates, Zen. ¿Es peligroso?
?No lo sé.
?Por favor, no lo mates.
?Es la regla en este planeta ?dijo?. Cualquier cosa con columna vertebral y más de una docena de patas es probablemente mortal.
?¡Probablemente!
La voz sonó burlona.
?Aún no conocemos toda la fauna local. A éste no lo había visto antes, Naomi.
?Es demasiado lindo para ser peligroso. ¿No quieres guardar el arma?
La guardó y se acercó a la bestezuela. No había garras, tenía los dientes pequeños, el cuerpo débil. Mala señal. Una criatura así, sin medios visibles de defensa… Había muchas probabilidades de que ocultara un aguijón venenoso en la peluda cola. La mayoría de los animales con tantas patas lo tenían. Holbrook cogió una rama de un metro de largo y precavidamente, la arrojó contra la sección media del animal.
Rápida respuesta. Un siseo, la parte trasera se volvió como un relámpago… y ¡bum! un aguijón de muy mal aspecto se clavó en la corteza de la ramita. Cuando la cola se retiró, unas cuantas gotas de un fluido rojizo cayeron de la madera. Holbrook se alejó y el animal le miró furioso, como esperando que se acercara más a él.
?¡Qué rico! ?dijo Holbrook?. Una monada. Naomi, ¿es que no quieres vivir ni hasta cumplir los dieciséis años?
Ella seguía de pie muy pálida y agitada, casi atónita ante la ferocidad del ataque.
?Parecía tan cariñoso ?dijo?. Casi domesticado.
Zen sacó el arma y lanzó un rápido rayo a la cabeza del animal, que cayó del árbol, se enroscó y no se movió más. Naomi apartó la vista. Holbrook la sujetó por los hombros.
?Lo siento, cariño ?dijo?. No quería matar a tu amiguito. Pero un minuto más y él te habría matado a ti. Cuenta las patas cuando juegues con los bichos de aquí. No lo olvides. Cuenta siempre las patas.
Asintió ella. Le resultaría muy útil esta lección de no fiarse de las apariencias. No es oro todo lo que reluce. Holbrook miró la hierba de un tono cobrizo y pensó por un momento en lo que significaba tener quince años y despertar a la horrible verdad del universo. Propuso amablemente:
?Vamos a visitar a Platón, ¿quieres?
Naomi olvidó su tristeza. La otra cara de la moneda de tener quince años: uno se recupera pronto.
Aparcaron el cochecito al llegar al Sector C y entraron a pie. A los árboles no les gustaba que los vehículos motorizados circularan entre ellos. Estaban conectados, a pocos centímetros por debajo de la tierra arcillosa de la alameda, por una red de filamentos entremezclados que tenían cierta función neurológica y, aunque no registraban el peso de un humano, cualquier vehículo que cruzara el camino originaba un coro de gritos entre los árboles. Naomi iba descalza. Holbrook, junto a ella, llevaba botas hasta la rodilla. Se sentía grande y torpón a su lado. Era bastante corpulento, pero la ligereza de la muchacha intensificaba aún más el contraste.
Ella se entregó a su juego habitual con los árboles. Su tío se los había presentado a todos, y ahora pasaba de uno a otro, saludando a Alcibíades y Héctor, a Séneca, a Enrique VIII, a Tomas Jefferson y al rey Tut. Naomi conocía a todos los árboles tan bien como él, mejor quizás, y ellos la conocían a su vez. Cuando pasaba entre ellos, los árboles se agitaban y se acicalaban, enderezándose y disponiendo sus miembros y ramas del mejor modo posible. Incluso el viejo Sócrates, retorcido y rechoncho, parecía deseoso de gustar. Naomi se acercó a la caja gris colocada en medio del camino donde los robots dejaban trozos de carne cada noche y lanzó algunos a sus preferidos. Pedazos de carne cruda y roja. Cargados los brazos con aquellos trofeos sanguinolentos, bailaba alegremente por el camino, ofreciéndoselos a sus árboles favoritos. Una ninfa en medio de sus ritos, pensó Holbrook. Tiraba la carne a lo alto, vigorosamente. Cuando ésta iba por el aire, salían tentáculos de un árbol u otro para atraparla al vuelo y metérsela en la garganta. Los árboles no necesitaban carne, pero les gustaba, y era una tradición muy corriente entre los cultivadores que los árboles bien alimentados producían más jugo. Holbrook daba carne a sus árboles tres veces a la semana, excepto al Sector D, que tenía ración diaria.
?No te saltes a ninguno ?recomendó.
?Sabes que no lo haré.
Ningún trozo volvía a caer al suelo de la alameda. A veces, dos árboles trataban de coger el mismo a la vez, lo que daba por resultado una ligera pelea. No se mostraban precisamente amistosos entre ellos. Por ejemplo, había mucha inquina entre César y Enrique VIII y era indudable que Catón despreciaba tanto a Sócrates como a Alcibíades, aunque por razones diferentes. De vez en cuando, por la mañana, Holbrook y su personal hallaban miembros arrancados, yaciendo en el suelo. Sin embargo, y por lo general, incluso los árboles con personalidades conflictivas se las arreglaban para tolerarse mutuamente. Tenían que hacerlo, ya que estaban condenados a una proximidad constante. Holbrook había intentado en una ocasión separar dos árboles del Sector F enfrentados en una enemistad constante, pero era imposible arrancar del suelo un árbol ya crecido sin matarlo y estropear el sistema nervioso de los treinta vecinos más próximos, según aprendió a su costa.
Mientras Naomi daba de comer a los árboles, les hablaba y acariciaba sus troncos escamosos como podría hacerlo con un rinoceronte domesticado, Holbrook desenrolló en silencio una escalera telescópica e inspeccionó de nuevo las hojas buscando manchas de moho. En realidad, apenas servía de nada. El moho no se hacía visible en las hojas hasta que había penetrado ya en las raíces del árbol. Probablemente, las manchas de tono naranja que creía ver eran puro producto de su imaginación. Tendría el informe del laboratorio en una o dos horas, y él le diría cuanto necesitaba saber, bueno o malo. Sin embargo, no podía dejar de mirar. Cortó un puñado de hojas de una de las ramas bajas de Platón, disculpándose por ello, y las volvió entre sus manos, frotando la superficie brillante. ¿Qué eran estas pequeñas colonias de partículas rojizas? Su mente trató de rechazar la posibilidad de la peste. ¿Una plaga que saltara de un mundo a otro y que caía sobre él, arruinándole? Había creado su plantación a base de créditos. Un poco de dinero propio y mucho del banco. Pero el crédito es un arma de dos filos. Si la peste atacaba la plantación y mataba un número de árboles suficiente para que su parte quedara por debajo del nivel que el banco consideraba necesario como garantía, éste se apoderaría de todo. Aunque podrían contratarle para que trabajara como administrador suyo. Ya había oído hablar de cosas así.
Platón se agitó inquieto.
?¿Qué ocurre, viejo? ?murmuró Holbrook?. Lo has pillado, ¿verdad? Sientes algo por dentro… Lo sé, lo sé. También yo lo siento en mi interior. Tenemos que tomárnoslo con filosofía. Los dos. ?Dejó caer las hojas al suelo y pasó con la escalerilla a Alcibíades?. Vamos, hermoso, vamos. Déjame mirar. No te cortaré ninguna hoja. ?Le pareció que aquel árbol orgulloso gruñía irritado?. Estás un poco manchado aquí debajo, ¿sabes? También te has contagiado.
Las ramas exteriores del árbol se contrajeron, como si Alcibíades las ciñera contra sí angustiado. Holbrook siguió adelante por la fila. Las manchas de moho resaltaban mucho más que la víspera. No, no se dejaba llevar por la imaginación. El Sector C había sido alcanzado. Ya no necesitaba recibir el informe del laboratorio. Se sintió extrañamente tranquilo ahora, aunque aquello le anunciaba su ruina.
?¿Zen?
Bajó la vista. Naomi estaba al pie de la escalera, sosteniendo un fruto casi maduro en la mano. Había algo grotesco en ellos. Los frutos parecían una broma de la botánica. Presentaban una forma tan claramente fálica que un árbol maduro con cien o más frutos pendientes de sus ramas resultaba el arquetipo del macho por excelencia. Todos los visitantes lo encontraban muy gracioso. Pero la mano de una chica de quince años sosteniendo aquel objeto rozaba con la obscenidad. Naomi jamás había hecho comentarios sobre la forma de los frutos, ni mostraba ahora el menor sonrojo. Al principio, Holbrook lo había tomado por inocencia o timidez. Al conocerla mejor, empezó a sospechar que simulaba deliberadamente ignorar aquella coincidencia biológica tan absurdamente cómica sólo para no molestarle a él. Puesto que la juzgaba una niña, se comportaba decorosamente como tal, se dijo Holbrook. La fascinante complejidad de la interpretación que daba a la actitud de Naomi le había mantenido ocupado durante días.
?¿Dónde lo encontraste? ?preguntó.
?Aquí mismo. Alcibíades lo dejó caer.
«El asqueroso bromista», pensó Holbrook.
?¿Y qué? ?dijo.
?Está maduro. Llegó el momento de la cosecha, ¿no?
Apretó el fruto. Holbrook sintió que el rostro le ardía.
?Échale una mirada ?continuó ella. Y se lo tiró.
Tenía razón. Iba a empezar la época de la cosecha en el Sector C. Cinco días antes de lo debido. No se alegraba. Suponía otra prueba de la enfermedad, que, como bien sabía ahora, se había extendido a estos árboles.
?¿Qué hay de malo? ?preguntó ella.
Bajó y le mostró el montón de hojas que cortara de Platón.
?¿Ves estas manchas? Es moho. Una enfermedad que ataca a los árboles del jugo.
?¡No!
?Ha ido pasando de un sistema a otro durante los últimos cincuenta años. Y a pesar de las cuarentenas, ha llegado hasta aquí.
?¿Qué les pasa a los árboles?
?Se produce una aceleración metabólica ?explicó Holbrook?. Por eso empiezan a caer ya los frutos. Se aceleran sus ciclos hasta recorrer todo un año de vida en un par de semanas. Se vuelven estériles. Pierden las hojas. Seis meses después del contagio, están muertos ?hablaba abrumado, con los hombros hundidos?. Lo sospechaba desde hacía dos o tres días. Ahora lo sé.
?¿Y cuál es la causa, Zen?
Parecía interesada, pero no realmente preocupada.
?En último término, un virus. Las etapas son tan diversas que no puedo explicarte toda la secuencia. Se trata de un vector de intercambio: el virus inunda una planta y se introduce en sus semillas, los roedores se las comen y así entra en su sangre, que luego chupan los insectos que les pican y que transmiten a un mamífero y… ¡Oh, diablos! ¿Qué importan los detalles? Se necesitaron ochenta años para seguir la huella de una sola secuencia. No es posible poner en cuarentena un mundo entero contra todo, claro. El moho acaba por llegar a él viajando sobre cualquier criatura viviente. Y aquí lo tenemos.
?Supongo que fumigarás la plantación.
?No.
?¿No se acaba así con el moho? ¿Cuál es el tratamiento?
?No hay ninguno ?contestó Holbrook.
?Pero…
?Mira, he de volver a la casa. Puedes entretenerte sin mí, ¿verdad?
?Claro. ?Señaló la carne?. Ni siquiera he terminado de darles de comer. Y están muy hambrientos esta mañana.
Iba a decirle que ya era completamente inútil alimentarles, que todos los árboles de aquel sector estarían muertos a la caída de la noche. Pero el instinto le advirtió que sería demasiado complicado empezar a explicárselo ahora. Le envió una rápida sonrisa, carente de alegría, y se dirigió al vehículo. Cuando la miró de nuevo, Noemí lanzaba una gran trozo de carne hacia Enrique VIII, que la atrapó con destreza y se la metió en la boca.
El informe del laboratorio salió por la ranura de la pared un par de horas más tarde, confirmando lo que Holbrook sabía ya: moho. Por lo menos la mitad del planeta se había enterado de la noticia para entonces y Holbrook había recibido ya a una docena de visitantes. En un planeta con una población humana inferior a las cuatrocientas personas, constituía todo un récord. El gobernador del distrito, Fred Leitfried, fue el primero en aparecer, lo mismo que el comisionado agrícola local, puesto que Fred Leitfried ocupaba también ese cargo. A continuación, acudió una delegación formada por dos hombres del Gremio de Cultivadores de Árboles del Jugo. Luego vino Mortensen, el hombrecillo rechoncho que dirigía la planta de transformación, y Heemskerck, de la línea de exportación, y algunos empleados del banco, junto con un representante de la compañía de seguros. Una par de cultivadores vecinos se presentaron un poco más tarde. Le sonrieron compasivamente y, como buenos camaradas, le dieron unos golpecitos de ánimo en el hombro. Sin embargo, bajo esa conmiseración latía una hostilidad en potencia. No se lo dirían claramente, pero Holbrook no necesitaba de la telepatía para saber lo que pensaban: Líbrate de esos árboles enfermos antes de que infesten todo el maldito planeta.
En su caso, él habría opinado lo mismo. Aunque los vectores del moho hubiesen llegado a su mundo, en realidad la enfermedad no era tan contagiosa. Quedaría confinada, las plantaciones vecinas se salvarían, incluso se salvarían las alamedas aún no dañadas de su propia plantación…, siempre que actuase con la rapidez suficiente. Si fuera un vecino suyo el que tuviera el moho en los árboles, Holbrook tendría tantos deseos como ellos de que los cortara inmediatamente de raíz.
Fred Leitfried, un hombre alto, de rostro amable, ojos azules y sombríos incluso en una ocasión alegre, parecía ahora a punto de estallar en llanto.
?Zen ?dijo?, he ordenado la alerta en todo el planeta. Los biólogos estarán preparados en treinta minutos para interrumpir la cadena de transmisión. Empezaremos en tu propiedad y trabajaremos en un radio cada vez más amplio hasta haber aislado todo este sector. A partir de ese momento, confiaremos en la suerte.
?¿En qué vector de transmisión estás pensando? ?preguntó Mortensen, mordiéndose nerviosamente el labio inferior.
?En los saltadores ?respondió Leitfried?. Son los más grandes y más fáciles de cazar y sabemos que son portadores potenciales del moho. Si todavía no se les ha contagiado el virus, tal vez interrumpamos ahí la secuencia y nos libremos de ello.
Holbrook preguntó hoscamente:
?¿Sabes que hablas de exterminar quizás un millón de animales?
?Lo sé, Zen.
?¿Crees que podrás hacerlo?
?Hay que hacerlo. Además ?añadió Leitfried?, los planes de contingencia fueron redactados hace mucho tiempo y todo está dispuesto para llevarlos a cabo. Haremos que un producto letal para los salteadores cubra como una neblina la mitad del continente antes de la caída de la noche.
?Una vergüenza ?murmuró uno de los hombres del banco?. Unos animales tan pacíficos…
?Pero ahora suponen una amenaza ?adujo uno de los cultivadores?. Tienen que desaparecer.
Holbrook soltó un gruñido. A él le gustaban los saltadores. Mansos como conejitos, aunque casi del tamaño de un oso, mordisqueaban los arbustos y no hacían daño a los humanos. Desdichadamente, se les había identificado como susceptibles a la infección por el virus del moho y, en otros mundos, se había demostrado que, interrumpiendo una etapa básica en la secuencia de transmisión, se detenía el contagio del moho, ya que el virus moría si no encontraba terreno adecuado para la etapa siguiente de su ciclo vital. A Naomi le gustan los saltadores, pensó. Nos juzgará unos canallas por aniquilarlos. Pero hemos de salvar nuestros árboles. Si realmente fuéramos unos canallas, los habríamos exterminado antes incluso de que el moho apareciese, sólo para asegurarnos.
Leitfried se volvió a él:
?¿Sabes lo que tienes que hacer ahora, Zen?
?Sí.
?¿Necesitas ayuda?
?Prefiero actuar solo.
?Podemos conseguirte diez hombres.
?Se trata sólo de un sector ¿no? ?protestó?. Puedo hacerlo. Y debo hacerlo. Son mis árboles.
?¿Cuándo empezarás? ?preguntó Borden, el cultivador cuya plantación lindaba con la de Holbrook por el este. Había casi cien kilómetros de monte bajo entre las dos propiedades, pero no era difícil comprender que se mostrara impaciente y deseoso de que se adoptaran las medidas de protección necesarias.
?Dentro de una hora, supongo ?respondió Holbrook?. Primero he de efectuar algunos cálculos. Fred, ¿y si subieras conmigo y me ayudaras a comprobar el área infectada en la pantalla?
?De acuerdo.
?Antes de que se vaya, señor Holbrook… ?empezó el de la compañía de seguros, avanzando un paso.
?Dígame.
?Quiero que sepa que lo aprobamos por completo. Le apoyaremos en todo.
Muy amable de su parte, pensó Holbrook con amargura. ¿Para qué servían los seguros, si no para apoyar siempre? No obstante, consiguió devolverle una amable sonrisa, acompañada de un murmullo de gratitud.
El del banco no dijo nada, y Holbrook se sintió agradecido por su silencio. Habría tiempo más tarde para hablar de la garantía, la nueva negociación de las acciones y todo lo demás. Primero se precisaba saber qué parte de la plantación sobreviviría después de adoptar las necesarias medidas de protección.
En el centro de información, él y Leitfried pusieron en marcha todas las pantallas a la vez. Holbrook indicó el Sector C e introdujo un plano esquemático de la alameda en la computadora. Añadió los datos del informe del laboratorio.
?Ésos son los árboles infectados ?dijo, utilizando una pluma luminosa para trazar un círculo en la pantalla?. Tal vez unos cincuenta en total ?amplió un poco el círculo?. Y ésta es la zona de incubación posible. Entre ochenta y cien árboles más. ¿Qué te parece, Fred?
El gobernador del distrito cogió la pluma luminosa de manos de Holbrook y se acercó a la pantalla. Hizo un círculo todavía más amplio, que llegaba casi a la periferia del sector.
?Han de desaparecer todos ésos, Zen.
?Son cuatrocientos árboles…

Siembra de Marte

Siembra de Marte
Clark Ashton Smith & E. M. Johnson (argumento)
Seedling of Mars or The planet entity, © 1931.

Fue en el otoño de 1947, tres días antes del encuentro de balompié anual entre Stanford y la Universidad de California, cuando el extraño visitante procedente del espacio exterior aterrizó en mitad del enorme estadio en Berkeley donde debía celebrarse el encuentro.
Descendiendo con una curiosa intención, fue visto y señalado por multitudes en los pueblos que bordean la bahía de San Francisco, en Berkeley, en Oakland, en Alameda y en el propio San Francisco. Brillando con una luz rojiza, de un tono cobre dorado, flotó descendiendo desde un cielo azul celeste sin nubes, dejándose caer en una especie de lenta espiral sobre el estadio. Era completamente diferente de cualquier otro tipo de nave aérea y tenía casi cien pies de longitud.
La forma general era ovoide, y, más o menos, angular, con una superficie dividida en docenas de planos distintos, además de muchas escotillas, con forma de diamante, de un material de color purpúreo, diferente del que se había empleado para construir el cuerpo de la nave. Incluso a primera vista, sugería el genio inventivo y la artesanía de un mundo extraterrestre, de una gente cuyas ideas sobre la simetría mecánica habían sido condicionadas por necesidades evolutivas y por sentidos y facultades distintos de los nuestros.
Sin embargo, cuando la extraña nave hubo aterrizado en el anfiteatro, muchas teorías conflictivas en relación a su origen y a su propósito se propagaron por los pueblos de la bahía. Había quien temía la invasión de algún enemigo extranjero, y quien pensó que la extraña nave era la vanguardia de algún ataque, planeado durante mucho tiempo, desde los soviets de Rusia y China, o incluso desde Alemania, cuyas intenciones eran aún sospechosas, y muchos de entre los que postulaban un origen ultraplanetario estaban también preocupados, considerando que quizá el visitante fuese hostil, y podría señalar el comienzo de alguna incursión desde otros mundos.
Mientras tanto, completamente inmóvil y en silencio, y sin signos de vida o de ocupación, la nave reposaba sobre el estadio, donde las multitudes empezaron a amontonarse para mirarla. Estas multitudes, sin embargo, fueron pronto dispersadas por orden de las autoridades civiles, ya que la naturaleza e intenciones del extraño eran tan indeclaradas como sospechosas. El estadio fue cerrado al público; y, para el caso de manifestaciones de hostilidad, se montaron nidos de ametralladoras en las gradas superiores con la presencia de una compañía de infantes de marina, y con bombarderos revoloteando preparados para soltar su letal carga sobre la brillante masa cobriza.
El interés más intenso fue sentido por la hermandad científica, y un gran grupo de profesores, de químicos, de metalúrgicos, de astrónomos y de biólogos fue organizado para visitar y estudiar el objeto desconocido. Cuando, a la tarde siguiente a su aterrizaje, los observatorios locales emitieron un boletín indicando que la nave había sido vista acercándose a la Tierra desde el espacio traslunar la noche anterior a su aterrizaje, quedó establecido, más allá de cualquier discusión, el hecho de su génesis no terrestre a los ojos de la mayoría; y la discusión se centró en sobre si había venido de Marte, Venus, Mercurio o uno de los planetas superiores; o si, quizá, se trataba de un vagabundo que procedía de un sistema solar distinto del nuestro.
Pero, por supuesto, los planetas más cercanos eran preferidos en esta discusión por la mayoría, especialmente Marte; porque, según podían determinar los que habían observado con mayor exactitud, la línea de acercamiento de la nave habría formado una trayectoria al planeta rojo.
Durante todo aquel día, mientras hervían las discusiones, mientras números extras con titulares vívidamente especulativos y fantásticos eran editados tanto por la prensa local como por la prensa de todo el mundo civilizado, cuando el sentimiento del público estaba dividido entre el miedo y la curiosidad, y los infantes y pilotos de guardia continuaban expectantes ante signos de posible hostilidad, la nave sin identificar mantenía su silencio e inmovilidad iniciales.
Los telescopios y catalejos estaban fijos sobre ella desde las colinas próximas sobre el estadio; pero incluso éstas mostraban poco en relación a su carácter. Aquellos que la estudiaban vieron que sus ventanas numerosas estaban hechas con algún tipo de material vítreo, más o menos transparente; pero nada se movía detrás de aquél, y las imágenes de rara maquinaria que permitían ver en el interior de la nave carecían de sentido para los observadores. Una de las ventanas, más grande que las demás, se creía que era una especie de puerta o escotilla; pero nadie se acercó para abrirla; y, detrás de ella, había una extraña fila de bastones inmóviles, muelles y pistones, que impedían ver más lejos.
Fue considerado que sin duda los ocupantes de la nave eran tan cautelosos ante el entorno extraterrestre como las gentes de la bahía ante la nave. Quizá tenían miedo de mostrarse ante los ojos humanos; quizá tenían dudas respecto a la atmósfera terrestre y del efecto que podría tener en ellos; o quizá estaban sencillamente al acecho y planeando algún ataque demoníaco con armas inconcebibles o ingenios de destrucción.
Aparte de los miedos de algunos, y el asombro y las especulaciones de otros, una tercera división de los sentimientos del público comenzó a cristalizarse. En círculos estudiantiles y entre los amantes del deporte, el sentimiento era que la extraña nave se había tomado una libertad inadmisible al ocupar el estadio, especialmente en un momento tan próximo a un acontecimiento deportivo. Circuló una petición para que se retirase, y fue presentada a las autoridades de la ciudad. El gran casco metálico, se sentía, sin importar de dónde procediese o por qué, no debía ser permitido que se interfiriese con algo tan sacrosanto, o de tanta importancia, como un partido de balompié.
Sin embargo, a pesar de la intranquilidad que había creado, la nave se negó a moverse ni siquiera una fracción de pulgada. Muchos empezaron a creer que los ocupantes habían sido aplastados por las circunstancias de su tránsito a través del espacio; o quizá habían muerto, incapaces de soportar la atmósfera y la presión gravitatoria de la Tierra.
Se decidió no acercarse a la nave hasta la mañana del día siguiente, cuando el comité de investigación la visitara. Durante la tarde y la noche, científicos de muchos Estados se dirigieron a California por aeroplano o cohete para llegar a tiempo al acontecimiento.
Se consideró aconsejable limitar el número de miembros de este comité. Entre los sabios afortunados que habían sido seleccionados estaba John Gaillard, astrónomo asistente en el observatorio de Monte Wilson. Gaillard representaba la corriente más radical y libremente especulativa del pensamiento científico y se había hecho famoso por sus teorías concernientes a la habitabilidad de los planetas inferiores, especialmente Marte y Venus. Desde hacía largo tiempo, había defendido la idea de vida inteligente, y altamente desarrollada, en aquellos mundos, y había incluso publicado más de un tratado relativo a estos temas. Su emoción ante la noticia de la extraña nave fue intensa. Era uno de los que habían visto la mota, brillante e inclasificable, en el espacio más allá de la órbita de la Luna, a última hora de la noche anterior; y había sentido, incluso entonces, una premonición de su verdadera naturaleza. Otros miembros del grupo también eran de mente libre y abierta, pero ninguno tenía un interés tan vital y profundo como Gaillard.
Godfrey Stilton, profesor de astronomía de la universidad de California, que también estaba en el comité, podía haber sido como la verdadera antítesis de Gaillard en sus ideas y tendencias. Estrecho, dogmático, escéptico de todo aquello que no pudiese demostrarse matemáticamente, despreciativo de todo aquello que quedase fuera de los límites del más estrecho empirismo, era contrario a admitir el origen extraterrestre de la nave, e incluso la posibilidad de vida orgánica en otro mundo que no fuese la Tierra. Varios de sus cofrades pertenecían al mismo tipo intelectual.
Aparte de estos dos hombres y sus compañeros científicos, el grupo incluía tres periodistas, además del jefe de policía local, William Polson, y el alcalde de Berkeley, James Gresham, ya que se consideraba que las fuerzas del gobierno deberían estar presentes. El comité al completo constaba de cuarenta hombres, y cierto número de mecánicos expertos, equipados con sopletes de acetileno e instrumentos de cortar, fueron mantenidos en reserva fuera del estadio para el caso de que fuese necesario abrir la nave a la fuerza.
A las nueve de la mañana, los investigadores entraron en el estadio y se acercaron al objeto brillante multiangular. Muchos sintieron la emoción que acompaña al acercarse a un imprevisible peligro; pero estaban animados por la más viva curiosidad y por sentimientos del más vivo asombro. Gaillard, especialmente, se sentía en presencia de un misterio de más allá de este mundo y se maravilló al acercarse a la masa cobriza dorada, su sentimiento aumentó hasta ser un auténtico vértigo, como sentiría quien contempla las simas insondables de los secretos arcanos y las pasmosas maravillas de un mundo extraterrestre. Le parecía estar en el mismo borde entre lo concreto y lo inconmensurable, entre lo finito y lo infinito.
Otros del grupo, en un grado menor, estaban poseídos por idéntica emoción. E incluso el duro y poco imaginativo Stilton se sintió algo afectado por un raro nerviosismo, que, con la mentalidad que tenía, atribuyó al tiempo que hacía… o a un toque de su úlcera.
La extraña nave reposaba en una completa tranquilidad, como antes. Los miedos de quienes esperaban a medias una mortífera emboscada se calmaron mientras se acercaban; y las esperanzas de los que contaban con una manifestación amistosa de ocupantes vivos quedaron insatisfechas. El grupo se reunió ante la puerta principal, que, como todas las demás, tenía la forma de un gran diamante. Se levantaba varios pies por encima de sus cabezas en un ángulo del casco; y se quedaron mirando, a través de su transparencia malva, los intrincados mecanismos, coloreados como los ricos paneles de una catedral medieval.
Todos dudaban sobre lo que debía hacerse, porque parecía evidente que los ocupantes de la nave, si estaban vivos y conscientes, no tenían prisa en mostrarse al escrutinio humano. La delegación decidió esperar unos pocos minutos antes de requerir los servicios de los mecánicos que se habían reunido y de sus antorchas de acetileno; y, mientras esperaban, dieron un paseo e inspeccionaron las paredes de metal, que parecían estar hechas con una aleación de cobre y oro rojo, templado a una dureza sobrenatural mediante un proceso desconocido para la metalurgia terrestre. No había signos de unión en la miríada de planos y facetas, y todo el enorme casco, aparte de sus ventanas transparentes, podría haber estado hecho con una sola lámina de la rica aleación.
Gaillard se quedó mirando hacia arriba a la puerta principal, mientras sus compañeros daban vueltas en torno a la nave hablando y discutiendo entre ellos. De alguna manera, tuvo una intuición de que algo extraño y milagroso estaba a punto de suceder, y, cuando la gran puerta comenzó a abrirse lentamente, sin ninguna agencia visible, dividiéndose en dos válvulas que se apartaron a los lados, la emoción que sintió no fue por completo de sorpresa. Tampoco se quedó sorprendido cuando una especie de escalera metálica, consistente en estrechos escalones que eran poco más que barrotes, descendió paso a paso desde la escotilla hasta el suelo a sus propios pies.
La ventana se había abierto y la escalera se había estirado en silencio, sin el menor crujido o sonido metálico; pero otros, además de Gaillard, se habían fijado en el acontecimiento, y todos se dieron prisa muy excitados y se agruparon ante los escalones.
Contrariamente a sus lógicas expectativas, nadie salió de la nave; y podían ver poco más del interior de lo que había sido visible por las válvulas cerradas. Esperaban a algún exótico embajador de Marte, a algún precioso y raro plenipotenciario de Venus que descendiese por la curiosa escalera; pero el silencio y la soledad de la habilidad mecánica de todo ello resultaban pasmosos. Parecía que la gran nave fuese una entidad viviente, y poseyese cerebro y nervios propios, ocultos en su interior forrado de metal.
La puerta abierta y los escalones representaban una clara invitación, y, después de algunas vacilaciones, los científicos se decidieron a entrar. Algunos todavía estaban temerosos de una trampa; y cinco de los cuarenta hombres decidieron, desconfiados, permanecer fuera; pero todos los demás se sentían atraídos poderosamente por una ardiente curiosidad y por el entusiasmo investigador, y, uno por uno, ascendieron por las escaleras y entraron en la nave.
Encontraron el interior todavía más causante de asombro de lo que lo habían sido las paredes exteriores. Era bastante amplio y se hallaba dividido en varios espaciosos compartimentos, dos de los cuales estaban en el centro de la nave, amueblados con sofás bajos cubiertos con tejidos suaves y lustrosos de color gris perla amontonados. Los otros, además de la antecámara detrás de la entrada, estaban llenos de maquinaria, cuya fuerza motriz y modo de funcionamiento resultaban igualmente obscuros para los más expertos de entre los investigadores.
Raros metales y extrañas aleaciones, algunos de ellos difíciles de clasificar, habían sido empleados en la construcción de esta maquinaria. Cerca de la entrada, se encontraba una especie de mesa tripodal, o tablero de instrumentos, cuyas extrañas filas de palancas y botones no eran menos misteriosas que los caracteres de algún criptograma. Toda la nave parecía estar completamente abandonada, sin ningún rastro de vida humana o extraterrestre.
Vagabundeando por los apartamentos y asombrándose ante las maravillas mecánicas sin resolver que se encontraban ante ellos, los miembros de la delegación no se dieron cuenta de que las anchas válvulas se habían cerrado detrás de ellos con el mismo sigilo con el que se habían abierto.
Ni tampoco escucharon los gritos de advertencia de los que se habían quedado fuera.
La primera sugerencia de algo fuera de lo normal vino de una repentina inclinación y levantamiento de la nave. Sorprendidos, miraron por las escotillas como ventanas, y vieron por los paneles, violetas y vítreos, el alejarse y el girar de las innumerables filas de asientos que rodeaban el enorme estadio. La nave extraterrestre, sin ningún piloto visible para guiarla, estaba elevándose en el aire rápidamente en una especie de movimiento espiral. Se estaba llevando hacia algún mundo desconocido a toda la delegación de atrevidos científicos que la habían abordado, junto al alcalde de Berkeley y el jefe de policía, además de los tres privilegiados reporteros, que habían pensado que obtendrían una ultrasensacional exclusiva para sus respectivos periódicos.
La situación era por completo sin precedente, y más que sorprendente; y las reacciones de los distintos hombres, todas estuvieron señaladas por la sorpresa y la consternación. Muchos estaban demasiado pasmados y confundidos para darse cuenta de todas las implicaciones y las consecuencias; otros estaban francamente aterrorizados; y todavía otros estaban indignados.
?¡Esto es un abuso! ?exclamó Stilton, tan pronto como se hubo recobrado un poco de su sorpresa inicial.
Hubo exclamaciones similares procedentes de otros de temperamento parecido al suyo; todos consideraban de una manera enfática que algo debía hacerse respecto a la situación, y que alguien (a quien desafortunadamente no eran capaces de identificar) debería sufrir las consecuencias de esta audacia sin paralelo.
Gaillard, aunque compartía el asombro generalizado, estaba emocionado en el fondo de su corazón por una sensación de prodigiosa aventura ultraterrena, por una premonición de una empresa ultraplanetaria. Sentía una certeza mística de que él y los demás se habían embarcado en un viaje a un mundo que nunca antes había sido pisado por el hombre; y que la extraña nave había descendido a la Tierra y abierto sus puertas para cumplir con este propósito; que un poder esotérico y remoto estaba guiando cada uno de sus movimientos y los estaba extrayendo a su destino preestablecido. Vastas imágenes, incoadas, de un espacio sin límites y de un esplendor de rareza interestelar llenaban su mente, e imágenes que no podrían dibujarse se alzaron para asombrar su vista desde unos límites ultratelúricos.
De alguna manera incomprensible, sabía que el deseo de toda su vida de penetrar en los misterios de las distantes esferas pronto sería gratificado; y él (si no sus compañeros) estuvo resignado desde el primer momento de su extraño secuestro y cautividad en la nave espacial voladora.
Discutiendo su situación de una manera muy voluble y vociferante, los sabios reunidos se apresuraron a las distintas ventanas y miraron abajo, al mundo que estaban abandonando. En una simple fracción de tiempo, se habían elevado a la altitud de las nubes. Toda la región en torno a la bahía de San Francisco, así como los bordes del océano Pacífico, se extendía a sus pies como un inmenso mapa en relieve; y podían ver la curvatura del horizonte, que parecía torcerse y hundirse conforme se elevaban.
Era una perspectiva terrible y magnífica; pero la aceleración creciente de la nave, que había ganado ahora una velocidad igual, y mayor, que la de los cohetes que eran utilizados en aquellos tiempos para circunvalar el globo en su estratosfera, les obligó enseguida a abandonar su postura vertical y a buscar el refugio de los cómodos sofás. También se abandonó la conversación, porque casi todo el mundo empezó a sentir una constricción y presión intolerable, que sujeto sus cuerpos como por argollas de un inflexible metal.
Sin embargo, cuando todos se hubieron tumbado en los sofás, sintieron un misterioso alivio cuyo origen no pudieron determinar. Parecía como si una fuerza emanase de los sofás, aliviando de alguna manera el peso plomizo de la gravedad aumentada a causa de la aceleración y haciendo posible a los hombres soportar la terrible velocidad con que la nave se alejaba de la Tierra y de su campo gravitacional.
De repente, se encontraron capaces de levantarse y andar una vez más. Sus sensaciones, en conjunto, eran prácticamente normales; aunque, contrastando con el aplastante peso inicial, había ahora una extraña ligereza que les impulsaba a acortar sus pasos para evitar chocarse con la maquinaria y las paredes. Su peso era menor de lo que habría sido en la Tierra, pero la pérdida no era suficiente como para producirles incomodidad o mareo, y era acompañada por una especie de alborozo.
Se dieron cuenta de que estaban respirando un aire fino, rarificado y estimulante que no era diferente del que se respira en la cima de las montañas de la Tierra, aunque impregnado por uno o dos elementos desconocidos que le daban un toque de acidez cítrica. Este aire tendía a aumentar el regocijo y a acelerar su pulso y sus respiraciones un poco.
?¡Esto es lamentable! ?farfulló el indignado Stilton, tan pronto como descubrió que sus facultades de moverse y respirar se encontraban razonablemente controladas?. Esto resulta contrario a toda ley, decencia y orden. El gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica debería hacer algo inmediatamente al respecto.
?Me temo ?comentó Gaillard? que nos encontramos fuera de la jurisdicción de los U.S.A., además de la de todos los demás gobiernos mundanos. Ningún avión ni ningún cohete podría atravesar las capas del aire por las que nos estamos moviendo; y, en breves momentos, penetraremos en el éter interestelar. Presumiblemente, esta nave está regresando al mundo desde el que partió; y nosotros vamos con ella.
?¡Absurdo! ¡Descabellado! ¡Indignante! ?la voz de Stilton era un rugido, apenas atenuado por la finura de la atmósfera?. Siempre he defendido que el viaje por el espacio era completamente quimérico. Ni siquiera los científicos de la Tierra han sido capaces de inventar una nave semejante; y es ridículo suponer que exista vida muy inteligente, capaz de desarrollar inventos semejantes, en otros planetas.
?Entonces, ¿cómo explica nuestra situación? ?preguntó Gaillard.
?La nave es, por supuesto, de fabricación humana. Debe ser un nuevo, y ultrapoderoso, tipo de cohete, diseñado por los soviéticos, y bajo control automático o por radio, que probablemente aterrizará en Siberia, después de viajar por las capas más elevadas de la estratosfera.
Gaillard, sonriendo con amable ironía, consideró que podía abandonar con seguridad la discusión. Dejando a Stilton mirando indignado, por una de las ventanas traseras, la masa que se alejaba del mundo, de la cual el conjunto de Norteamérica, junto con Alaska y Hawai, había empezado a mostrar las siluetas de la costa, se reunió con el resto del grupo en una renovada investigación de la nave.
Algunos aún defendían que tenía que haber seres vivientes ocultos en el interior de la nave; pero una búsqueda cuidadosa en cada uno de los apartamentos, esquinas y rincones obtuvo el mismo resultado que antes. Abandonando ese objetivo, los hombres comenzaron a examinar de nuevo la maquinaria, cuya fuerza motriz y método de funcionamiento aún eran incapaces de comprender. Completamente perplejos y confundidos, miraron el tablero de instrumentos, sobre el cual ciertas llaves se movían ocasionalmente, como manejadas por una mano invisible. Estos cambios de situación siempre iban acompañados de algún cambio en la velocidad de la nave, o por una ligera alteración de su rumbo, posiblemente para evitar la colisión con un fragmento meteórico.
Aunque nada concreto podía descubrirse respecto al mecanismo por el que la nave era empujada, ciertos factores negativos quedaron enseguida establecidos. El método de propulsión era claramente no explosivo, ya que no había un rugido ni una estela llameante dejada por los cohetes. Era un deslizamiento silencioso y sin vibraciones, sin nada que indicase actividad mecánica, que no fuese el movimiento de ciertas palancas y el brillo de ciertos intrincados mecanismos y pistones con una extraña luz azul. Esta luz, tan fría y temblorosa como la del Ártico, no era de naturaleza eléctrica, sino que sugería más bien una fuente desconocida de radiactividad.
Después de un rato, Stilton se reunió con los que estaban agrupados en torno al tablero de instrumentos. Murmurando aún a causa de la ilegal y poco científica indignidad a la que se habían visto sometidos, contempló las palancas alrededor de un minuto, y entonces, agarrando una entre sus dedos, experimentó con la idea de ganar el control de los movimientos de la nave.
Para su pasmo y el de todos sus colegas, la palanca resultó ser imposible de mover. Stilton se esforzó hasta que se le marcaron venas azules en su mano, y le corría el sudor a chorros por su cabeza medio calva. Entonces, una por una, intentó mover las otras palancas tirando de ellas, pero siempre con el mismo resultado. Evidentemente, las palancas estaban bloqueadas a otro control que no fuese el del piloto desconocido.
Persistiendo aún en su intento, Stilton se aproximó a otra palanca de un tamaño más grande y de una forma diferente al resto. Al tocarla, gritó con agonía, y retiró sus dedos del extraño objeto con alguna dificultad. La palanca estaba fría como si estuviese sumergida en el frío absoluto del espacio exterior. De hecho, parecía quemar sus dedos con su extremada congelación. Después de esto, desistió, y no hizo ningún nuevo intento de interferir en el funcionamiento de la nave.
Gaillard, después de contemplar estos acontecimientos, había vagabundeado a uno de los apartamentos principales. Mirando una vez más desde su asiento en el sofá de una blandura y elasticidad sobrenaturales, contempló un espectáculo que le dejó sin aliento. El mundo entero, un gran globo brillante, de muchos colores, estaba flotando detrás de la nave en la negra sima salpicada de estrellas. Lo terrible de las profundidades sin dirección, el impensable aislamiento del infinito, cayeron sobre él, y se sintió mareado y con la cabeza dándole vueltas, y fue arrastrado por un pánico que le dominaba, sin límites ni nombre.
Entonces, extrañamente, el terror desapareció, en un regocijo que surgía ante la perspectiva de un viaje por cielos vírgenes hasta costas que nadie había pisado. Ignorando el peligro, olvidando el terrible distanciamiento del entorno acostumbrado al hombre, se entregó por completo a la mágica convicción de una maravillosa aventura y de un destino único que estaba por llegar.
Otros, sin embargo, eran menos capaces de orientarse en esas circunstancias raras y terribles. Pálidos y horrorizados, con una sensación de pérdida irreparable, de un peligro omnipresente y de una confusión mareante, miraban cómo se alejaba la Tierra, de cuyos confortables entornos habían sido arrancados de una manera tan inexplicable y tan terriblemente repentina.
Muchos estaban mudos a causa del miedo, al darse cuenta más claramente de su impotencia en manos de una fuerza todopoderosa y desconocida.
Algunos hablaban en voz alta y sin sentido sobre cosas banales, en un esfuerzo para ocultar su alteración. Los tres periodistas lamentaron ser incapaces de comunicarse con los periódicos a los que representaban. James Gresham, el alcalde, y William Polson, el jefe de policía, estaban estupefactos y eran completamente incapaces de decir qué hacer bajo circunstancias que anulaban su acostumbrada importancia en los asuntos cívicos. Y los científicos, como podría haberse esperado, estaban divididos en dos grandes grupos. Los más radicales, y aventureros, estaban más o menos inclinados a recibir favorablemente lo que quiera que estuviese por venir, a causa de los nuevos conocimientos; mientras que los otros aceptaban su destino con distintos grados de desgana, de protesta o de miedo.
Pasaron varias horas; y la Luna, una esfera de cegadora desolación en el gris abismo, había sido dejada atrás junto a la menguante Tierra. La nave aceleraba sola a través de la extensión cósmica, en un Universo cuya grandeza era una revelación hasta para los astrónomos, familiarizados como estaban con las magnitudes y las multitudes de los soles, las nebulosas y las galaxias. Los treinta y cinco hombres estaban siendo apartados de su planeta natal, por una inmensidad impensable, a una velocidad mayor que la de cualquier cuerpo del sistema solar o satélite.
Era difícil medir la velocidad exacta; pero podían formarse una idea de ésta basándose en la velocidad con la que los planetas más próximos, Marte, Mercurio y Venus, iban modificando sus posiciones relativas. Parecían casi estar saliendo disparados como las pelotas de un malabarista.
Resultaba claro que alguna especie de gravedad artificial estaba funcionando en la nave; porque la falta de peso, que de otra manera habría sido inevitable en el espacio exterior, no era sentida en ningún momento. Además, los científicos descubrieron que estaban siendo aprovisionados con aire de ciertos tanques de forma rara. Evidentemente, además, había algún sistema de calefacción oculto alguna especie de aislamiento ante la frialdad del espacio; porque la temperatura del interior de la nave se mantenía constante en torno a unos 65 a 70 grados Fahrenheit.
Mirando sus relojes, algunos del grupo descubrieron que ya había pasado la hora del mediodía en la Tierra; aunque hasta los menos imaginativos se dieron cuenta de lo absurda que resultaba la división del tiempo en veinticuatro horas del día y de la noche, en medio de la eterna luz de Sol del vacío.
Muchos comenzaron a sentir sed y hambre, y a mencionar sus apetitos en voz alta. No mucho más tarde, como respondiendo, igual que el servicio que se proporciona a una buena mesa, en un hotel o en un restaurante, ciertos paneles de la pared metálica del interior, hasta entonces inadvertidos por los sabios, se abrieron sin ruido ante sus ojos y dejaron al descubierto mesas sobre las cuales había curiosos aguamaniles de boca ancha y platos profundos, parecidos a soperas, llenos hasta el borde con comidas desconocidas.
Demasiado sorprendidos para comentar durante mucho tiempo este nuevo milagro, los miembros de la delegación procedieron a probar las viandas y las bebidas que así se les ofrecían. Stilton, todavía sumido en su indignado silencio, se negó a probarlas, pero se quedó solo en su negativa.
El agua era, por supuesto, potable, aunque con un sabor ligeramente alcalino, como si procediese de pozos del desierto; y la comida, una especie de pasta rojiza, respecto a cuya naturaleza y composición los químicos dudaban, sirvió para apagar las punzadas del hambre, aunque no resultase especialmente seductora para el paladar.
Después de que los hombres de la Tierra hubiesen tomado esta comida, los paneles se cerraron de una manera tan silenciosa y discreta como se habían abierto. La nave avanzó por el espacio, hora tras hora, hasta que resultó evidente para Gaillard y sus compañeros astrónomos que o bien se dirigía directamente al planeta Marte, o bien pasaría muy cerca del mismo, en su camino a otro planeta.
El planeta rojo, con sus señales familiares, que habían contemplado tan a menudo por los telescopios del observatorio, y sobre cuya naturaleza y origen se habían hecho muchas preguntas, empezó a alzarse ante ellos y a crecer con una velocidad taumatúrgica. Entonces, notaron una señalada disminución en la velocidad de la nave, que continuó directa hacia el planeta cobrizo, como si su objetivo estuviese oculto entre el laberinto de manchas obscuras y singulares; y resultó imposible dudar por más tiempo que Marte era su punto de destino.
Gaillard y aquellos que le eran más o menos afines en sus intereses e inclinaciones se emocionaron con expectativas, pavorosas y sublimes, cuando la nave se aproximó al planeta extraño. Entonces, empezó a flotar delicadamente sobre un exótico paisaje en el que los famosos ?mares? y ?canales?, enormes a causa de su proximidad, podían ser claramente reconocidos.
Pronto se acercaron a la superficie del planeta rojizo, describiendo espirales por su atmósfera sin nieblas ni nubes, mientras la deceleración aumentaba hasta alcanzar la velocidad de un paracaídas. Marte les rodeaba con horizontes rígidos y monótonos, más próximos que los de la Tierra, sin mostrar ninguna otra elevación saliente, como colinas o lomas; y pronto colgaban sobre él a una altura de media milla o menos. Aquí la nave pareció frenar y pararse, sin descender más.
Debajo de ellos, podían ver un desierto de bajas elevaciones y arena amarilla rojiza, interseccionado por uno de los llamados ?canales?, que se extendía sinuosamente a cada lado hasta desaparecer en el horizonte.
Los científicos estudiaron este terreno con una sorpresa que iba en continuo aumento, al imponerse en sus percepciones la verdadera naturaleza del venoso canal. No era agua, como muchos antes de entonces habían supuesto, sino una masa de pálida vegetación verde, de vastas hojas o frondes dentados, todos los cuales parecían emanar de un único tallo rastrero de color carne, de varios cientos de pies de diámetro y con hinchadas articulaciones nodulares a intervalos de media milla. Aparte de esta parra anómala y supergigantesca, no había signos de vida, animal ni vegetal, en todo el horizonte; y la longitud del tallo rastrero, que cubría todo el horizonte visible pero que, por su forma y características, parecía ser un simple zarcillo de algún crecimiento aún más grande, era algo que hacía temblar las ideas previas de la botánica terrestre.
Muchos de entre los científicos estaban casi estupefactos a causa del asombro mientras miraban abajo, desde las ventanas violetas, a esta titánica enredadera. Más que nunca, los periodistas elevaron un lamento por los avasalladores titulares que, bajo las circunstancias que prevalecían, serían incapaces de proporcionar a sus periódicos respectivos. Gresham y Polson creían que había algo vagamente ilegal en la existencia de un ser tan monstruoso bajo la forma de una planta; y la desaprobación científica sentida por Stilton y sus cofrades de mentalidad académica era la más pronunciada.
?¡Escandaloso! ¡Inaudito! ¡Ridículo! ?murmuro Stilton?. Esta cosa desafía las leyes más elementales de la botánica. No existe un precedente concebible para ella.
Gaillard, que se hallaba de pie a su lado, estaba tan arrebatado por su concentración en la contemplación de la nueva planta, que apenas escuchó el comentario. El convencimiento de una aventura vasta y sublime, que había estado creciendo en su interior desde el inicio de aquel viaje, raro y estupendo, se veía ahora confirmado con diáfana claridad. No podía dar forma definitiva o coherencia al sentimiento que le poseía; pero le inundaba el presentimiento de una maravilla presente y de un milagro futuro, y la intuición de revelaciones, extrañas y tremendas, que estaban por venir.
Pocos del grupo querían hablar, o habrían sido capaces de hacerlo. Todo lo que les había sucedido durante las horas recientes, y todo lo que ahora veían, estaba tan alejado del alcance de los actos y de la inteligencia humanos, que el ejercicio normal de sus facultades estaba más o menos inhibido por el esfuerzo para ajustarse a estas condiciones únicas.
Después de que hubiesen contemplado la parra de proporciones gigantescas durante un par de minutos, los sabios se dieron cuenta de que la nave se movía de nuevo, esta vez en una dirección lateral. Volando muy lentamente y con intención, seguía lo que parecía ser el rumbo del zarcillo en dirección al oeste de Marte, sobre el que estaba descendiendo un Sol pequeño y pálido por un cielo quemado y empañado, vertiendo una luz débil y gélida sobre el desolado paisaje.
Los hombres fueron abrumadoramente conscientes de una voluntad inteligente detrás de todo lo que estaba ocurriendo; y la sensación de esta supervisión, remota y desconocida, era más fuerte en Gaillard que en los demás. Nadie podía dudar que cada movimiento de la nave estaba medido y predestinado; y Gaillard sentía que la lentitud con que seguían el curso de la gran planta estaba calculada para proporcionar a la delegación tiempo suficiente como para estudiar su nuevo entorno; y, en particular, para estudiar la misma planta.
En vano, sin embargo, observaron su cambiante entorno para descubrir algo que pudiese indicar la presencia de formas orgánicas de tipo humano, no humano o sobrehumano, como se podría imaginar que existían en Marte. Por supuesto, Sólo entidades semejantes, se creía, podrían haber construido, enviado y guiado la nave en que ahora se encontraban cautivos.
La nave continuó avanzando durante por lo menos una hora, recorriendo un territorio inmenso, en el cual, después de muchas millas, la desolación inicial cedía su lugar a una especie de pantano. Aquí, donde las aguas lodosas se entretejían con la tierra gredosa, el retorcido tallo se hinchaba hasta proporciones increíbles con hojas lustrosas que emparraban el suelo pantanoso casi a una milla por cada lado del elevado tallo.
Aquí también, el follaje asumía una verdosidad más viva y más rica, cargada con una sublime exuberancia vital; y el propio tallo mostraba una increíble suculencia, junto con un barniz y un brillo lustrosos, un florecimiento que, de manera rara e incongruente, sugería carne bien alimentada. La cosa parecía palpitar a intervalos regulares y rítmicos, bajo los ojos de los observadores, como una entidad viva; y. en algunos lugares, había nódulos de forma rara, o uniones al tallo, cuyo propósito nadie conseguía imaginar.
Gaillard llamó la atención de Stilton al extraño latido que podía notarse en la planta; un latido que parecía comunicarse a las hojas de cien pies que temblaban como si fuesen plumas.
?¡Humpf! ?exclamó Stilton agitando la cabeza con un aire en que se mezclaba la incredulidad y el asco?. Esta palpitación es del todo imposible. Tiene que haber algo que esté más en nuestra vista…, quizá alguna alteración en el foco a causa de la velocidad de nuestro viaje. Es eso, o que hay una cualidad reflectiva en la atmósfera que da una ilusión de movimiento a los objetos estables.
Gaillard se abstuvo de llamarle la atención sobre el hecho de que este supuesto fenómeno de enfermedad visual o refracción atmosférica se limitaba en su aplicación enteramente a la planta y no extendía sus límites al paisaje que les rodeaba.
Poco después de esto, la nave llegó a una enorme ramificación de la planta; y aquí los terrestres descubrieron que el tallo que habían estado siguiendo no era más que uno de tres que se separaban para interseccionar el suelo pantanoso desde ángulos muy distintos entre sí y luego desaparecían por horizontes opuestos. La intersección estaba señalada por un doble nódulo, del tamaño de una montaña, que tenía una extraña similitud con unas caderas humanas. Aquí, el latido era más fuerte y se notaba más fácilmente que nunca; y extrañas manchas variadas y venosidades de color rojizo resultaban visibles en la pálida superficie del tallo.
Los sabios se sintieron cada vez más emocionados ante la magnitud, sin precedentes, y las singulares características de la notable planta. Pero les aguardaban revelaciones de una naturaleza aún más extraordinaria. Después de posarse durante un momento sobre la monstruosa juntura, la nave voló elevándose más a una velocidad acelerada, a lo largo del tallo principal, de una longitud incalculable, que se extendía por el horizonte de Marte occidental. Revelaba nuevas ramificaciones e intervalos variables, volviéndose incluso más grande y lujuriante al penetrar regiones pantanosas que eran, sin duda, el barro residual de un mar hundido.
?¡Dios mío! La cosa debe rodear todo el planeta ?dijo uno de los periodistas con voz impresionada.
?Eso parece ?Gaillard asintió gravemente?. Tenemos que estar viajando casi en línea paralela con el ecuador; y ya hemos seguido a la planta a lo largo de cientos de millas. Basándonos en lo que hemos visto, parece que los ?canales? marcianos son sencillamente sus ramificaciones, y quizá las masas señaladas por los astrónomos como ?mares? son masas de su follaje.
?No puedo comprenderlo ?gruñó Stilton?; la maldita cosa es completamente contraria a la ciencia y a la naturaleza…, no debería existir en ningún Universo racional o concebible.
?Bueno ?dijo Gaillard un poco frívolamente?. Existe; y no veo cómo te puedes librar de eso. Además, aparentemente se trata de la única forma de vida vegetal en el planeta; por lo menos, hasta el momento hemos fracasado en encontrar algo remotamente parecido. No hay ninguna razón en absoluto para suponer que los reinos animal y vegetal tengan que exhibir en otros reinos la misma naturaleza y multiplicidad que muestran en la Tierra.
Stilton, mientras escuchaba el poco ortodoxo argumento, miraba a Gaillard fijamente como un mahometano miraría a algún infiel descarriado, pero estaba demasiado furioso o demasiado asqueado como para decir nada más.
La atención de los científicos fue ahora atraída a un área verdosa en la línea de su vuelo, cubriendo muchas millas cuadradas. Aquí, vieron que el tallo principal había echado una multitud de raíces, cuyo follaje ocultaba el suelo de debajo igual que un denso bosque.

El jardín de Adompha

El jardín de Adompha
Clark Ashton Smith
The garden of Adompha, © 1938. Traducido por Inmaculada de Dios en Zothique (el último continente), Ciencia Ficción 16, EDAF, 1977.

«Señor de los bochornosos y rojos parterres y de los huertos soleados por las inquietas llamas, en tu jardín florece el Árbol que sostiene el Infierno, frutos de innumerables cabezas de demonios y corre la raíz llamada Baaras, parecida a una escurridiza serpiente. Y allí las bifurcadas y pálidas mandrágoras, desgajadas del suelo por sí solas, van de un lado a otro pronunciando tu nombre hasta que los últimos entre los condenados piensan que los demonios están pasando gritando con airado frenesí y extraño espanto.»
Letanía a Thasaidón de Ludar

Era bien sabido que Adompha, rey de la extensa isla oriental de Sotar, poseía en los amplios dominios de su palacio un jardín secreto para todos los hombres, excepto para él mismo y para el mago de la corte, Dwerulas. Las cuadradas murallas de granito del jardín, altas y formidables como las de una prisión, eran claramente visibles, elevándose sobre los majestuosos bosques y árboles del alcanfor y las anchas parcelas de flores multicolores. Pero nada había podido saberse nunca respecto a su interior, porque todo el cuidado que era necesario era prestado únicamente por el mago bajo la dirección de Adompha y los dos se referían a él en obscuras adivinanzas que nadie podía interpretar. Las gruesas puertas de bronce respondían a un mecanismo cuyo secreto no compartían con nadie más, y el rey y Dwerulas, bien por separado o juntos, visitaban el jardín únicamente durante aquellas horas en las que nadie estaba fuera. Y en verdad, no había quien pudiera alardear de haber visto ni siquiera la apertura de la puerta.
Se decía que el jardín había sido protegido contra el Sol por grandes láminas de plomo y cobre, que no dejaban ni la menor grieta por donde la estrella más diminuta pudiese mirar al interior. Algunos juraban que la intimidad de sus dueños durante sus visitas era asegurada por un sueño letal que Dwerulas, por miedo de sus mágicas artes, acostumbraba a provocar sobre toda la vecindad, durante aquel tiempo.
Un misterio tan sobresaliente difícilmente podría dejar de provocar curiosidad y surgieron varias versiones distintas, con relación a la naturaleza del jardín. Algunos aseguraban que estaba lleno de plantas siniestras de hábitos nocturnos que proporcionaban rápidos y poderosos venenos para uso de Adompha, junto con esencias más insidiosas y siniestras empleadas por el mago en la fabricación de sus conjuros. Probablemente estas historias no dejaban de tener algo de razón, porque, después de la construcción del vallado jardín, habían sobrevenido en la corte real numerosas muertes atribuibles a envenenamientos y desastres que eran claramente obra de un brujo, junto con la desaparición física de gente cuya presencia en el mundo no agradaba ya a Adompha o a Dwerulas.
Los crédulos susurraban otras historias más extravagantes. Aquella leyenda de infamia fuera de lo normal que había rodeado al rey desde la infancia adquirió un tinte más odioso y la fama de Dwerulas, que con certeza había sido vendido antes de nacer al Archidemonio por su madre bruja, adquirió una nueva negrura, pues excedía a todos los demás hechiceros en la profundidad y maldad de su abandono.
Despertando del sopor y los sueños producidos por el jugo de la amapola negra, el rey Adompha se levantó en las horas muertas y estancadas que van de la salida de la Luna a la aurora. El palacio a su alrededor estaba silencioso como un cementerio, pues sus ocupantes habían cedido al sopor nocturno inducido por el vino, las drogas y el aguardiente. Alrededor del palacio dormían los jardines y la ciudad de Loithé, bajo las lentas estrellas de los tranquilos cielos meridionales. Adompha y Dwerulas acostumbraban visitar el recinto de altas murallas a aquellas horas, con poco temor de ser seguidos u observados.
Adompha salió, deteniéndose brevemente para iluminar con el cubierto ojo de su linterna de negro bronce la cámara en penumbra que estaba contigua a la suya. La habitación había estado ocupada por Thuloneah, su odalisca favorita, durante el pocas veces igualado período de ocho noches, pero sin sorpresa ni desconcierto vio que el lecho de desordenadas sedas estaba ahora vacío. Esto le confirmó que Dwerulas le había precedido al jardín. Y supo, además, que no había ido ociosamente ni de vacío.
El recinto del palacio, rodeado por todas partes por sombras continuas, parecía mantener aquel secreto que el rey prefería. Llegó junto a las cerradas puertas de bronce de la enorme pared de granito y emitió, cuando se acercaba, un fuerte silbido parecido al de una cobra. En respuesta a la subida y bajada de este silbido, la puerta se abrió silenciosamente hacia dentro y se cerró a su espalda, también en silencio.
El jardín, plantado y cultivado en privado, y separado por el techo metálico de las esferas del cielo, estaba iluminado únicamente por un extraño globo ardiente que colgaba en su centro en medio del aire. Adompha contempló este globo con horror, porque su naturaleza y origen le eran desconocidos. Dwerulas pretendía que había salido del Infierno en una medianoche sin Luna y por su voluntad, que levitaba debido al poder infernal y que se alimentaba de las incesantes llamas de aquel clima en que los frutos de Thasaidón adquieren un tamaño fuera de lo normal y un sabor encantado. Despedía una luz sanguínea en la que el jardín temblaba y se agitaba, como visto a través de una luminosa neblina de sangre. Incluso en las lúgubres noches de invierno, el globo despedía un fuerte calor y nunca se apartaba de su extraña suspensión, aunque no tenía ningún soporte visible; bajo él, el jardín florecía malignamente, lozano y exuberante como cualquier parterre del círculo profundo.
Indudablemente, ningún Sol terrestre podría haber producido los frutos de aquel jardín, y Dwerulas decía que sus semillas eran del mismo origen que el globo. Había troncos pálidos y bifurcados que se lanzaban hacia arriba como queriendo desgajarse del suelo, desplegando hojas inmensas como las obscuras y nervudas alas de los dragones. Había flores del color del amaranto, tan anchas como bandejas y sostenidas por tallos del grueso de un brazo que temblaban continuamente.
Y había muchas otras plantas diversas, extrañas como los siete infiernos y sin otra característica común que los injertos que Dwerulas había implantado aquí y allá con sus innaturales y hechiceras artes.
Aquellos injertos eran diversos miembros y partes de seres humanos. Habilidosamente, y con un éxito constante, el mago los había unido a las brotes, mitad vegetales, mitad animales, sobre los que después vivieron y crecieron, sorbiendo una savia parecida al íchor de los demonios. Así eran preservados los recuerdos, cuidadosamente escogidos, de una multitud de personas que habían provocado el disgusto o el aburrimiento del rey o de Dwerulas. Sobre los troncos de palmeras, bajo el follaje plumoso, colgaban en racimos las cabezas de los eunucos, como enormes dátiles obscuros. Una desnuda enredadera sin hojas tenía por flores las orejas de soldados castigados. Cactos deformes tenían como fruta pechos de mujeres, o sus cabellos como hojas. Extremidades o torsos completos habían sido unidos con monstruosos árboles. Algunas de las gigantescas hojas del tamaño de una bandeja portaban corazones palpitantes y ciertas flores más pequeñas tenían en el centro ojos que todavía se abrían y cerraban entre las pestañas. Otros injertos eran demasiado obscenos o repelentes para ser relatados.
Adompha avanzó entre las híbridas plantas que se agitaban y susurraban ante su proximidad. Las cabezas parecieron tenderse ligeramente hacia él, las orejas se agitaron, los pechos se estremecieron un poco, los ojos se dilataban o se entornaban como si vigilasen su avance. Sabía que aquellos restos humanos vivían únicamente con la perezosa vida de las plantas, compartiendo únicamente su actividad subanimal. Las había considerado como un placer estético curioso y mórbido, había encontrado en ellas la infalible atracción de cosas enormes y sobrenaturales. Ahora, por primera vez, pasó entre ellas con un lánguido interés. Comenzó a vislumbrar el momento fatal en que el jardín, con todos sus nuevos prodigios, no ofrecía ya un refugio para su inexorable aburrimiento.
En el centro del extraño vergel, donde un espacio circular todavía estaba vacío entre las apiñadas plantas, Adompha se acercó a un montón de tierra arcillosa recién excavada. A su lado, completamente desnuda, pálida y con aspecto de estar muerta, yacía la odalisca Thuloneah. Cerca de ella habían sido depositados varios cuchillos y otros utensilios, junto con redomas de bálsamos líquidos y de viscosas gomas que Dwerulas utilizaba para sus injertos y que había sacado de una bolsa de cuero. Una planta conocida como el dedaim, de tronco bulboso, pulposo y de color blanco y tirando a verde, de cuyo centro irradiaban varias ramas sin hojas que recordaban reptiles, dejaba caer de cuando en cuando sobre el pecho de Thuloneah una gota de un líquido amarillo?rojizo procedente de unas incisiones practicadas en su suave corteza.
Dwerulas apareció por detrás del túmulo arcilloso con la brusquedad de un demonio emergiendo de su caverna subterránea. En sus manos sostenía el pico con el que acababa de terminar de cavar un agujero profundo y semejante a una tumba. Comparado con el porte y estatura reales de Adompha; no parecía más que un enano envejecido. Su aspecto mostraba todas las señales de una edad inmensurable, como si los polvorientos siglos hubiesen deseado su carne y sorbido la sangre de sus venas. Sus ojos resplandecían en el fondo de órbitas semejantes a fosas, sus rasgos eran negros y resecos como los de un cadáver muerto hacía largo tiempo, su cuerpo engarfiado como un milenario cedro del desierto. Siempre estaba inclinado, de forma que sus brazos largos y huesudos llegaban casi hasta el suelo. Como siempre, Adompha se sintió maravillado por la demoníaca fuerza de aquellos brazos, maravillado de que Dwerulas manejase tan rápidamente aquel pesado pico y de que hubiese podido llevar sin ayuda humana hasta el jardín las cargas de aquellas víctimas cuyos miembros utilizara en sus experimentos. El rey nunca se había dignado asistir a tales trabajos, sino que, después de indicar de tiempo en tiempo las personas cuya desaparición no le desagradaría en absoluto, no había hecho más que observar y supervisar el barroco jardín.
?¿Está muerta? ?preguntó Adompha, observando sin emoción alguna los voluptuosos miembros y cuerpo de Thuloneah.
?No ?dijo Dwerulas, con voz tan dura como el herrumbroso gozne de un ataúd?, pero le he administrado el todopoderoso y adormecedor jugo del dedaim. Su corazón late impalpablemente y su sangre fluye con la lentitud de ese mezclado líquido. No se despertará…, excepto como una parte de la vida del jardín, compartiendo su obscura cadencia. Ahora, espero vuestras instrucciones. ¿Qué parte… o partes?
?Sus manos eran muy hábiles ?dijo Adompha como murmurando en voz alta en respuesta a la pregunta apenas formulada?. Conocían las sutiles formas del amor y eran diestras en todas las artes amorosas. Me gustaría que conservases sus manos… pero nada más.
La singular y mágica operación había sido completada. Las bellas, finas y alargadas manos de Thuloneah, limpiamente cortadas por las muñecas, fueron unidas, sin apenas señal de la sutura, a los pálidos y podados extremos de las dos ramas más altas del dedaim. En este proceso, el brujo empleó la goma de plantas infernales y había invocado repetidamente los curiosos poderes de ciertos genios subterráneos, según acostumbraba a hacer en tales ocasiones. Los brazos semivegetales se tendieron ahora hacia Adompha con sus manos humanas, como en ademán de súplica. El rey sintió que su viejo interés en la horticultura de Dwerulas se reavivaba, una extraña excitación se despertó en él ante la mezcla de lo bello y lo grotesco en la planta injertada. Al mismo tiempo su carne volvió a vivir los sutiles ardores de noches pasadas…, porque las manos estaban cargadas de recuerdos.
Se había olvidado por completo del cuerpo de Thuloneah, que yacía cerca de él con los brazos mutilados. Despertado de su ensoñación por el brusco movimiento de Dwerulas, se volvió y vio al mago inclinarse sobre la muchacha inconsciente, que no se había movido durante el proceso de la operación. La sangre todavía manaba de los muñones de sus muñecas, formando charcos sobre la obscura Tierra. Dwerulas, con ese vigor innatural que envolvía todos sus movimientos, cogió a la odalisca en sus nervudos brazos y la subió con facilidad. Tenía el aire de un trabajador que continúa una tarea interrumpida, pero pareció vacilar antes de arrojarla al agujero que le serviría de tumba. Allí, durante las estaciones calentadas e iluminadas por el globo traído del infierno, su cuerpo oculto, al pudrirse, alimentaría las raíces de aquella planta anómala que tenía sus propias manos como injerto. Parecía como si fuese remiso a desprenderse de su voluptuosa carga. Adompha, que le observaba con curiosidad, fue consciente, como nunca lo había sido antes, de la siniestra maldad, de la lujuria que fluía del jorobado cuerpo de Dwerulas y de sus torcidas extremidades, como un hedor todopoderoso.
Aunque él mismo había caído profundamente en todo tipo de iniquidades, el rey sintió una vaga repulsión. Dwerulas le recordaba un insecto horroroso que había sorprendido una vez dedicado a sus vampíricas actividades. Recordó cómo había aplastado al insecto con una piedra…, y al hacerlo concibió una de esas inspiraciones atrevidas y repentinas que siempre le habían impulsado a una acción igualmente brusca. Se dijo a sí mismo que no había venido al jardín con aquella idea, pero la oportunidad era demasiado urgente y perfecta para dejarla pasar. En aquel momento, el mago le daba la espalda y sus brazos estaban ocupados por su pesada y hermosa carga. Agarrando el pico de hierro, Adompha lo dejó caer sobre el pequeño y seco cráneo de Dwerulas con una fuerza bastante considerable, heredada de antepasados heroicos y piratas. El enano, sujetando a Thuloneah, se derrumbó en la profunda fosa.
Preparando el pico por si fuese necesario un segundo golpe, el rey esperó, pero no hubo ningún sonido ni movimiento provenientes de la tumba. Sintió cierta sorpresa de haber vencido con tanta facilidad al formidable mago, de cuyos poderes sobrehumanos estaba casi convencido, y una cierta sorpresa también ante su propia temeridad. Después, tranquilizado por su triunfo, el rey pensó que podría intentar un experimento propio, puesto que creía haber adquirido gran parte de la habilidad y conocimientos de Dwerulas por medio de la observación. La cabeza de Dwerulas formaría una adición apropiada y única en una de las plantas del jardín. Sin embargo, después de echar un vistazo al interior de la fosa, sé vio obligado a abandonar la idea, porque vio que había golpeado demasiado bien y reducido la cabeza del hechicero a un estado en el que sería inútil para su experimento, puesto que tales injertos requerían una cierta integridad de la cabeza o miembro humano.
Reflexionando, no sin disgusto, en la inesperada fragilidad de los cráneos de los hechiceros, que se dejaban aplastar con tanta facilidad como las cáscaras de los huevos, Adompha comenzó a rellenar la fosa con arcilla. El cuerpo de Dwerulas y la acurrucada forma de Thuloneah bajo él fueron pronto cubiertos por los blandos y frágiles terrones, mientras compartían una misma inmovilidad. El rey, que había llegado a temer a Dwerulas en el fondo de su corazón, fue consciente de un profundo alivio cuando pisoteó la tumba fuertemente y la igualó con el suelo que la rodeaba. Se dijo a sí mismo que había hecho bien, porque los conocimientos del mago habían llegado a incluir últimamente demasiados secretos regios, y un poder como el suyo, fuese natural o proveniente de regiones ocultas, nunca era completamente compatible con el seguro dominio y el prolongado imperio de los reyes.

En la corte del rey Adompha y en la marítima ciudad de Loithé, la desaparición de Dwerulas se convirtió en motivo de mucha especulación, pero poca investigación. Las opiniones sobre si era al rey Adompha o al demonio Thasaidón a quien había que estar agradecido por una desaparición tan saludable estaban divididas y, en consecuencia, tanto el rey de Sotar como el señor de los siete infiernos fueron más temidos y respetados que antes. Sólo los más indomables entre los hombres y los demonios podían soportar a Dwerulas, del que se decía que había vivido durante todo un milenio sin dormir ni una sola noche, llenando todas sus horas con iniquidades y hechicerías de una negrura subtartárea.
Después de la inhumación de Dwerulas, un vago sentimiento de miedo y terror, que no podía explicarse por completo, había impedido al rey visitar el cerrado jardín. Sonriendo impasiblemente ante los salvajes rumores de la corte, continuó su búsqueda de nuevos placeres y sensaciones extrañas y violentas. Sin embargo, en esto tuvo poco éxito, pues parecía como si todos los senderos, incluso los más extravagantes y tortuosos, condujesen únicamente a los ocultos precipicios del aburrimiento. Apartándose de extraños amores y crueldades, de extravagantes pompas y enloquecedoras músicas, de los afrodisíacos aromas de flores traídas de muy lejos, de los pechos, extrañamente formados, de muchachas exóticas, recordó con un nuevo deseo aquellas formas florales semianimadas que Dwerulas había dotado con los más provocativos encantos de las mujeres.
Así pues, una noche, en la hora media entre la llegada de la Luna y la del Sol, cuando todo el palacio y la ciudad de Loithé estaban sumergidos en un ebrio sopor, el rey abandonó a su concubina y se dirigió al jardín que era ahora secreto para todos los hombres, excepto para él mismo.
En contestación al silbido de cobra, que era lo único que podía activar su astuto mecanismo, la puerta se abrió ante Adompha y se cerró detrás de él. Cuando aún se estaba cerrando, se dio cuenta de que un cambio singular había sobrevenido en el jardín durante su ausencia. El misterioso globo colgado en medio del aire ardía con una luz más sangrienta, con la radiación más tórrida, como si estuviese avivado por airados demonios; las plantas, que habían crecido excesivamente en altura y estaban recubiertas y camufladas por un follaje más espeso que el que habían ostentado anteriormente, permanecían inmóviles en una atmósfera que era como el caliente aliento de algún rojo infierno.
Adompha vaciló, dudoso del significado de aquellos cambios. Se acordó de Dwerulas por un momento, recordando ciertos prodigios inexplicables y hazañas nigrománticas conseguidas por el mago…, y se estremeció ligeramente. Pero había matado a Dwerulas, enterrándolo con sus propias y reales manos. El creciente calor y brillantez del globo, el excesivo crecimiento del jardín, se debían sin duda a algún proceso natural incontrolado.
Presa de una fuerte curiosidad, el rey inhaló el sofocante perfume que llegó asaltando su olfato. La luz deslumbraba sus ojos. llenándole con extraños y nunca vistos colores; el color le golpeaba como saliendo del solsticio de un verano infernal. Creyó oír voces, al principio casi inaudibles, pero subiendo hasta convertirse en un murmullo semiarticulado que le sedujo con una dulzura extraterrestre. Al mismo tiempo, pareció contemplar, entre la vegetación inmóvil y en rápidas ojeadas, los miembros medio velados de unas bailarinas, miembros que no pudo identificar como ninguno de los injertos hechos por Dwerulas.
Atraído por el encanto del misterio y presa de una vaga intoxicación, el rey se adentró en el laberinto proveniente del Infierno. Cuando se acercó, las plantas retrocedieron suavemente y se apartaron a ambos lados para permitirle el paso. Como en una mascarada arbórea, parecían ocultar sus injertos humanos tras el manto de su reciente follaje. Después, cerrándose tras Adompha, arrojaron su disfraz, revelando fusiones más extrañas y anómalas que las que él recordaba. Cambiaban a su alrededor de instante en instante como formas de delirio, de forma que nunca estaba completamente seguro de qué parte de su apariencia era árbol y flor y cual mujer y hombre. El balanceo de un follaje convulso y las contorsiones de cuerpos y extremidades rebeldes se turnaban. Después, por alguna transición imposible de distinguir, pareció como si ya no estuviesen afianzados en el suelo, sino que se movían a su alrededor sobre pies fantásticos y vagos, formando círculos cada vez más grandes, como los bailarines de algún amenazador festival.
Una vez y otra Adompha recorrió las formas que eran a la vez florales y humanas, hasta que la vertiginosa locura de su movimiento provocó un vértigo semejante en su cerebro. Oyó el rumor de un bosque azotado por la tormenta, junto con el clamor de unas voces familiares que le llamaban por su nombre, que maldecían y suplicaban, se burlaban y pedían, miles de voces de guerreros, consejeros, esclavos, cortesanos, castrados o amantes. Por encima de todas, el sanguíneo globo resplandecía con una refulgencia cada vez más maligna y siniestra, con un ardor casi más insoportable. Era como si toda la vida del jardín girase, se elevase y llamease estáticamente hasta llegar a alguna culminación infernal. El rey Adompha había perdido todo recuerdo de Dwerulas y su obscura magia. En sus sentidos ardía el mismo ardor de la esfera salida del Infierno y parecía compartir el movimiento y éxtasis delirante de aquellas obscuras formas que le rodeaban. Por su sangre subió un líquido enloquecedor, ante él revolotearon las vagas imágenes de placeres que nunca había conocido ni sospechado, placeres en los que traspasaría con mucho los límites impuestos a las sensaciones de los mortales.
Entonces, entre aquella fantasmagoría que se arremolinaba, oyó el chirrido de una voz tan dura como los goznes herrumbrosos de la cubierta de un sarcófago. No pudo comprender las palabras, pero, como si hubiese sido pronunciado algún conjuro ordenando la inmovilidad, todo el jardín adquirió instantáneamente un aspecto tranquilo y silencioso. El rey se quedó completamente estupefacto, ¡porque la voz había sido la de Dwerulas! Miró a su alrededor salvajemente, asombrado y confuso, viendo únicamente las inmóviles plantas con su manto de profuso follaje. Ante él sobresalía una que consiguió reconocer como el dedaim, aunque su tronco en forma de bulbo y sus ramas alargadas habían emitido una enmarañada masa de filamentos obscuros, parecidos a cabellos.
Muy lenta y suavemente, las dos ramas superiores del dedaim descendieron hasta que sus puntas estuvieron al mismo nivel del rostro de Adompha. Las esbeltas y alargadas manos de Thuloneah emergieron de su follaje y comenzaron a acariciar las mejillas del rey, con aquella habilidad amatoria que todavía recordaba. En el mismo momento, vio que la espesa maraña de cabellos sobre el ancho y llano extremo del tronco del dedaim se separaba y, como saliendo de unos hombros jorobados, la pequeña y reseca cabeza de Dwerulas se elevó hasta encontrarse a su altura… Mientras contemplaba con un vacío horror el cráneo aplastado y cubierto por coágulos de sangre, los rasgos resecos y ennegrecidos como por siglos, los ojos que resplandecían en obscuras fosas como brasas sobre las que soplasen los demonios, Adompha tuvo la confusa impresión de que una muchedumbre se lanzaba sobre él desde todas partes. En aquel jardín de enloquecidas fusiones y transmutaciones mágicas no había ya ningún árbol. A su alrededor, en el ardiente aire, nadaban rostros que recordaba demasiado bien, rostros contorsionados ahora por una maligna rabia y un mortal deseo de venganza. Por una ironía que sólo Dwerulas hubiese podido concebir, los suaves dedos de Thuloneah continuaron acariciándole, mientras sentía los tirones de innumerables manos que convertían sus vestiduras en harapos y desgarraban su carne con las uñas.

Edición digital de J. Ruiz
Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

Las mandrágoras

Las mandrágoras
Clark Ashton Smith
The mandrakes, © 1933. Traducido por Enric Navarro.
En: http://www.eldritchdark.com/wri/translations/spanish/mandragoras.html

Gilles Grenier el hechicero y Sabine, su esposa, procedentes del Bajo Averoigne, de lugares desconocidos o que incluso no constan en ningún mapa, habían elegido con sumo cuidado el emplazamiento de su cabaña, cerca de las marismas cuyas aguas estancadas el río Isoile, una vez superado el gran bosque, estría en canales de aguas inmutables, infestadas de juncos, estanques abotagados de juncias, cubiertos de espuma como los potingues de las brujas. La casa se alzaba entre mimbreras y alisos sobre un pequeño montículo. Y enfrente, orientado a las marismas, había un pequeño prado hundido en tierra rojiza donde crecían los cortos y gruesos tallos con pobladas hojas de mandrágoras cuyo tamaño y abundancia superaban el de cualquier otra marca de la provincia donde latiese la brujería.
Gilles y Sabine empleaban las raíces carnosas y bifurcadas de aquella planta, que en opinión de muchos eran semejantes a las extremidades del cuerpo humano, para confeccionar filtros amorosos. Sus pociones, preparadas con muchísimo esmero y astucia, enseguida adquirieron reputada fama entre la gente común de las villas; incluso recibían pedidos de las clases más elevadas, que acudían de incógnito a la cabaña. Se afirmaba que las pociones producían sorprendentes efectos aun en los corazones más fríos y distantes, que hendían las corazas de las almas más virtuosas y castas.
Así pues, la demanda de aquellas pócimas magistrales devino enorme. Además, la pareja de hechiceros elaboraba preparados más sencillos para pequeños hechizos y diversas artes adivinatorias. Y según la creencia popular, Gilles leía perfectamente los dictados de las estrellas. Teniendo en cuenta la mentalidad del siglo XV, cuando ciencia y brujería aún iban indiscerniblemente unidas, no es de extrañar que tanto él como su mujer gozasen de excelente reputación. Nadie los acusaba de echar maleficios. Y como los bebedizos habían promovido la celebración de un buen número de matrimonios, la Iglesia local estaba contenta porque se arreglaban bien los asuntos ilícitos surgidos a partir de tales prácticas.
Aun así, al principio hubo quien desconfió de Gilles; con cierto temor murmuraban que lo habían expulsado de Blois, pues en aquella zona había la creencia popular de que todos los llamados Grenier eran hombres lobo. Pusieron de relieve su abundante cabellera, el espeso vello negro de las manos y una barba que prácticamente le nacía a la altura de los ojos. Pero en líneas generales, se juzgó que aquellas aseveraciones carecían de fundamento, y que en Gilles no se apreciaban signos ni actitudes propios de la licantropía. Y al poco, a causa de los motivos expuestos antes, los escasos detractores se vieron completamente superados por la tácita aceptación popular que consiguieron sus prácticas.
En realidad apenas nada se sabía de ellos, ni siquiera los visitantes asiduos. Mantenían la discreción propia de los que se mueven entre misterios y hechizos. Sabine, atractiva mujer con ojos grisazulados y cabello color del trigo, aspecto del todo opuesto al de una bruja tradicional, era ostensiblemente más joven que Gilles, con el pelo y la barba ya maculados por la edad. Algunos clientes rumoreaban que, a menudo, se los oía enzarzados en violentas discusiones. Por supuesto, la gente enseguida se burló, diciendo que la causa de tales disputas domésticas era la confección de los filtros. Pero aparte de estas trivialidades, de poco más se podía hablar. Las contrariedades conyugales de Gilles y Sabine, graves o insubstanciales, para nada interferían en los magníficos resultados de sus bebedizos.
Tan poco se notaba la presencia de Sabine que incluso cinco años después de instalarse en Averoigne, los clientes y los vecinos tardaron mucho en percatarse de que Gilles estaba solo. El hechicero respondió que su esposa había emprendido un largo viaje para visitar a los parientes de una lejana provincia. Nadie puso en duda aquellas explicaciones ni se cayó en la cuenta de que nadie la había visto marcharse.
A mediados de otoño, de un modo impreciso y parco Gilles dijo a los que le preguntaron que al menos no regresaría hasta poco antes de la primavera. Aquel año el invierno no solo llegó antes de lo previsto, sino también se demoró más de lo normal: fuertes nevadas y ventiscas azotaron el bosque y las tierras altas, y sojuzgaron las ciénagas con una espesa capa de hielo. Fue una estación dura, dominada por las privaciones. Cuando advino la ansiada primavera, las flores cubrieron los prados y brotaron las hojas en los alisos, muy pocos pensaban en la ausencia de Sabine. Y más adelante, cuando las manzanas sucedieron a las campanillas púrpura de las mandrágoras, su prolongada ausencia dejó de alimentar los temas de conversación.
También parecía que la ausencia no incumbiese para nada a Gilles, plácidamente dedicado a sus libros y marmitas, a la recolección de hierbas y raíces para las fórmulas mágicas. Obraba como si supiera a ciencia cierta que su esposa ya no regresaría jamás. Y es que en realidad la había matado un atardecer de otoño, en el curso de una ácida disputa. En defensa propia, le había arrebatado el cuchillo con el que lo amenazaba y le había abierto el pálido y delicado cuello. Acto seguido, la enterró a la luz de los últimos rayos de la Luna, en el prado de las mandrágoras, procurando tapar bien la tierra removida como si, en realidad, hubiese estado plantando nuevas raíces.
Cuando el deshielo también llegó al prado, ya no estaba seguro del lugar exacto en el que había sepultado el cadáver. Ahora bien, a medida que avanzaba la primavera, se apercibió de que en una de las zonas las mandrágoras crecían con mayor profusión que en el resto. Fue allí donde llegó a pensar que yacía el cuerpo de Sabine. Lo visitaba con frecuencia, y no podía evitar sonreírse con complacida y clandestina ironía, en vez de preocuparse porque gracias a aquel osario las mandrágoras brotasen y crecían como en ninguna otra parte. A decir verdad, también era paradójico que el destino lo hubiese llevado a hacer del prado un cementerio familiar.
El asesinato de su esposa no le suscitaba ningún sentimiento de culpabilidad. Desde el principio habían vivido como el perro y el gato. Sabine tenía un carácter endiabladamente fuerte y ladino. Nunca había amado a aquella taimada bruja; cuando lo dejaba solo se sentía infinitamente mejor, sin soportar sus continuos sarcasmos, su mirada ceñuda, sin temer que sus largos dedos y afiladas uñas le desenredasen la barba.
Como había previsto, con la primavera la demanda de sus filtros amorosos subió como la espuma. Los hombres y mujeres de la vecindad acudían constantemente, tanto los galanes que pretendían asaltar los muros de la virtud como las esposas que ansiaban recobrar la ilusión de sus primeros días de matrimonio, o las mujeres crepusculares que deseaban rejuvenecer con el ardor de hombres jóvenes. Por eso, de nuevo tuvo que dedicarse a abastecer bien sus existencias en pócimas amorosas. Para tal efecto, se dirigió al prado de noche, bajo la Luna llena de mayo, en busca de raíces recién salidas con que elaborar sus bebedizos.
Con una sonrisa algo perversa, comenzó a seleccionar las plantas, bañadas por la luz argéntea de la Luna, que crecían justo donde estaba enterrada Sabine. Con una peculiar paleta hecha a partir del fémur de una bruja, comenzó a desenterrar con mucho cuidado las raíces en forma de hombres diminutos. Aunque completamente familiarizado con las formas extrañas y en cierta manera humanas de la mandrágora, el aspecto de la primera raíz que extrajo lo sorprendió. Inusualmente grande y pálida, cuando se la acercó a los ojos para examinarla mejor vio que sus formas y extremidades ¡eran las propias de una mujer, proporcionada por el justo medio y con los diez dedos de los pies claramente distinguibles! Carecía de brazos y, sin embargo, el pecho estaba formado por una gran mata de hojas ovales.
Gilles se sorprendió sobre todo por el modo en que la raíz semejó girarse y contorsionarse de dolor cuando la arrancó de la tierra. La dejó caer súbitamente y el minúsculo ser se quedó temblando sobre la hierba. Tras reflexionar un poco, juzgó que aquel prodigio era de naturaleza demoníaca y siguió escarbando. Para su sorpresa, la siguiente raíz se parecía extraordinariamente a la anterior. Y la media docena más que extrajo eran la exacta y burda reproducción en miniatura de una mujer de la cabeza a los pies. Y sumido en el desconcierto más absoluto, se dio cuenta del singular parecido que guardaban con la difunta Sabine.
Este hallazgo perturbó profundamente al hechicero, pues superaba aun su enorme capacidad para comprender lo inexplicable. Aquel milagro, divino o diabólico, empezó a cobrar un cariz siniestro e inquietante. Era como si la esposa asesinada hubiera regresado, o que las mandrágoras hubiesen forjado una impía imitación de ella. Le temblaba el pulso cuando se dispuso a desenterrar otra raíz; por eso trabajó con un cuidado menor del acostumbrado y, sin querer, con la paleta de hueso la partió torpemente.
Reparó en que había hendido uno de los minúsculos tobillos. Al mismo tiempo, un grito agudo y lleno de reprobación, parecido al de la voz de Sabine mezclado con furia y dolor, semejó perforarle los oídos pese a percibirlo de forma muy atenuada, como si lo hubiese emitido desde muy lejos. El grito cesó y no lo volvió a oír. Hórridamente aterrorizado, Gilles se dio cuenta de que se había quedado contemplando fijamente la paleta: en ella brillaba una mancha obscura del color de la sangre. Temblando de pies a cabeza, tiró de la raíz mutilada para descubrir que de ella emanaba un líquido parecido a la sangre. Al principio, desarmado por el miedo y algunos escrúpulos, tuvo la intención de enterrar los despojos mutilados y cuyo obsceno parecido con Sabine lo atormentaba. Los escondería en lo más recóndito, fuera de su vista y la de otros; de no ser así, acaso alguien llegaría a sospechar de él o incluso lo acusaría de asesinato.
Sin embargo, comenzó a calmarse. Se le ocurrió pensar que, aunque las viesen otros, aquellas raíces se podrían contemplar como un mero capricho natural, no tenían por qué revelar su delito, puesto que muy pocos identificarían un auténtico parecido con Sabine. Asimismo, pensó que aquellas raíces quizá manifestarían propiedades extraordinarias con las que fabricar pociones de efectos increíbles en cuanto a poder y eficacia. Venciendo por completo sus temores iniciales y la repulsa que le inspiraba la situación, llenó un cesto de mimbre con las figurillas temblorosas y de cabeza vegetal. Retornó a la cabaña, sopesando las posibilidades que le podría reportar semejante fenómeno, menoscabando los normales prejuicios que cualquier otro sentiría en idéntica situación.
Gracias a su manifiesta audacia, cuando se dispuso a aderezarlas para el caldero no le perturbó en absoluto el hecho de descubrir que las mandrágoras estaban bañadas en una substancia sanguinolenta. Consideró que los borboteos frenéticos del caldo, hirviente y espumoso como la saliva de un demonio, se debían a las excepcionales propiedades de tamaños ingredientes. Incluso osó elegir la raíz con las formas más parecidas a una mujer para colgarla en medio de la cabaña, junto a otras hierbas y componentes, con la intención de consultarla cual oráculo del futuro, como se usaba entre hechiceros.
Los nuevos filtros fueron adquiridos por ávidos clientes. Gilles se arriesgó a recomendarlos para vencer las más arduas virtudes, ya que según él sus propiedades inundaban de pasión los pechos más inasequibles y marmóreos; incluso eran capaces de inflamar la pasión de un muerto.
Ahora, al recordar esta antigua leyenda de Averoigne, creo que se dijo que el impío brujo, sin temer a Dios ni al diablo, osó cavar nuevamente en la zona donde yacía Sabine para extraer muchos más ejemplares de raíces blancuzcas y con formas femeninas, las cuales gritaban desesperadas bajo la luz de la Luna o movían sus miembros compulsivamente. Y todos los ejemplares que sacó se parecían sobremanera a la difunta Sabine en miniatura, de la cabeza a los pies. Y a partir de ella compuso nuevos filtros para venderlos cuando se presentase la ocasión.
Sin embargo, nunca llegó a vender estas últimas creaciones, y de las primeras sólo vendió unas pocas debido a las tremendas y calamitosas consecuencias que conllevaron su prescripción. Quienes las tomaron, hombres o mujeres, no se sintieron invadidos por la más inflamada de las pasiones, como era deseable, sino que les atacó una obscura ira, una locura satánica que les impelía de modo irresistible a agredir y aun matar a quienes mediante el bebedizo habían buscado prender en ellas la llama de amor. Así, los maridos se volvieron contra las mujeres, las muchachas contra quienes las cortejaban, con palabras insufladas de odio y acciones deplorables. Un joven galán que había acudido a la cita prometida fue acometido por una mujer vengativa que le clavó en el rostro sus afiladas uñas y le abrió sangrantes canales. Una dama que había creído salir vencedora del torneo amoroso fue maltratada hasta morir por su caballero, hasta entonces dechado de cortesía y respeto.
Tal revuelo armaron aquellos sucesos que se pensó que había una invasión de demonios. Al principio se creyó que todos aquellos hombres y mujeres enajenados estaban poseídos por el diablo. Pero cuando salió a colación el uso de las pociones y se vio claramente de quién procedían, la carga de toda la culpa recayó sobre los hombros de Gilles Grenier, que fue acusado de brujería tanto por las leyes eclesiásticas como las civiles.
Los oficiales encargados de arrestar a Gilles lo encontraron al atardecer en su cabaña, inclinado y murmurando sobre un caldero lleno de espuma y que borboteaba con un fluido que hervía cual detritus del Flegeto. Penetraron y lo prendieron por sorpresa. No ofreció resistencia, pero sí mostró una gran sorpresa cuando le explicaron los devastadores efectos que habían causado sus filtros. No alegó nada en favor ni en contra de las acusaciones de brujería.
A punto de llevárselo prisionero, los oficiales percibieron una voz muy débil y trémula que salía de las sombras de la cabaña, donde colgaban manojos de hierbas y plantas, así como aperos propios de la brujería. Lo parecía emitir una extraña raíz, dividida justo por el lugar que podría equivaler a la cintura de una mujer y ennegrecida por el fuego del caldero. Uno de los oficiales creyó reconocer en ella la voz de Sabine, la esposa del brujo. Todos juraron que la habían oído perfectamente pronunciar estas palabras: “En lo más profundo del prado, donde más crecen las mandrágoras”.
Petrificados de espanto por las misteriosas palabras y por la repulsiva apariencia humana de la planta, aquel fenómeno lo atribuyeron al influjo de Satanás. Asimismo, no sabían qué pensar de aquellas palabras. Preguntaron a Gilles con mucha insistencia, pero el brujo se negó a cooperar. Fue su nerviosismo ante tales cuestiones lo que finalmente les decidió ir a examinar el sitio señalado por la voz.
Comenzaron a cavar alumbrados por linternas. Hallaron gran cantidad de raíces y, por debajo, apareció el cadáver de una mujer en el que aún se distinguían los rasgos de Sabine. A consecuencia del descubrimiento, Gilles Grenier fue acusado de brujería y de uxoricidio. Lo declararon culpable de ambos delitos, aunque él negó firmemente cualquier imputación de intencionalidad en los efectos de los filtros. En cuanto al asesinato, alegó que la había matado en defensa propia.
Lo colgaron en la horca, junto a otros asesinos, y su cadáver fue quemado en la hoguera.

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Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

La mansión de las rosas

La mansión de las rosas
Thomas Burnett Swann
The manor of roses, © 1966 by Mercury Press Inc. Traducción de F. Corripio, J. Piñeiro, y C. Gaudes en Ciencia Ficción Selección-2, Libro Amigo 187, Editorial Bruguera S. A., 1971.

Se ha dicho de los relatos de SF que son los sucesores de los “cuentos de hadas”. Esta observación, bastante errónea en lo que se refiere a la SF propiamente dicha, es, sin embargo, válida con respecto a ciertas manifestaciones afines, como el Sword & Sorcery (literalmente: espada y brujería) o Heroic Fantasy, género que se inspira directamente en antiguas mitologías (sobre todo en las célticas), supersticiones y leyendas.
La mansión de las rosas es, en cierto modo, un cuento de hadas. Pero un cuento de hadas maduro, que no se limita a reproducir viejos esquemas, sino que supone un acercamiento lúcido a ciertos mitos y planteamientos que el hombre contemporáneo cree, un tanto fatuamente, haber dejado atrás. La xenofobia, el maniqueísmo, el clasismo, el machismo, el fanatismo, el puritanismo y unos cuantos “ismos” más, son denunciados, con eficaz y elegante sencillez, en este desmitificador relato lleno de ternura, poesía y fino humor.
Thomas Burnett Swann, viajero, investigador y escritor inglés, ha publicado, además de biografías y libros de poemas, varios relatos de fantasía y ciencia ficción, de los que The manor of roses es tal vez el más logrado.

Capitulo 1
Tengo treinta y cinco años; soy, por lo tanto, una mujer madura, y a pesar de estos tiempos de calamidades y de plagas, de muertes prematuras y de fenecimiento de la belleza antes que el cuerpo muera, se dice que aún sigo siendo tan hermosa como una virgen bizantina, flotando en el cielo de un mosaico dorado y soportando las penas como una túnica de pétalos blancos. Pero las penas no sirven de túnica, sino que son como la desnudez para los ojos de los curiosos, para la lengua de las urracas maldicientes que gozan con la pesadumbre de los demás:
«Siempre está muy triste… La mansión necesita un heredero… ¿Quién nos va a defender del bosque amenazador, de los ladrones y de las malignas mandrágoras?»
Once años hace, en el Año del Señor de 1202, llegó Edmundo el Lobo, el compañero de armas de mi esposo, y nada más desmontar del caballo me dio la noticia de que mi marido había muerto, dejándome como compensación las riquezas capturadas antes de que pereciese en la batalla. ¿Riquezas capturadas? No, un simple botín, diría yo, conseguido en el saqueo de Constantinopla. Miren, esta es una época en que los hombres son como chiquillos provocadores y crueles, dispuestos siempre a dar muerte a un judío, a un húngaro, o a un griego, por considerarle un infiel. Se sienten felices empuñando la espada, y aseguran que con ello sirven a Dios. Son días en que los muchachos no están lo bastante crecidos para el orgullo de sus padres, ya que los únicos hombres de verdad son los cruzados.
Y sin embargo, yo amaba a mi esposo, un normando pelirrojo, alegre como los hombres del Sur, y no como la mayor parte de nuestras adustas gentes de Norte. Le amaba por su jovialidad, por su pelo de color de los ladrillos romanos, y también porque me dio un hijo.
Pero las ansias del cruzado, como el maléfico espíritu de la plaga, también se apoderan de los niños. Tan sólo el año pasado, en Francia y Alemania, Esteban proclamó su alto mensaje de Cristo, Nicolás hizo sonar su irresistible flauta, y los niños se fueron tras él como las mareas hacia la Luna, y afluyeron hacia el Mediterráneo como ríos de inmaculadas vestiduras blancas.
Poco de aquella locura llegó hasta Inglaterra. Tal vez nuestros niños son poco inclinados a las visiones, quizá prefieren cazar, en vez de congregarse bajo las frías arcadas de los templos, para mantener conversaciones con Dios. Pero la demencia, que aquí no afectó a millares, fue a tocar justamente a mi hijo. Y un día se marchó hacia Londres montado en su palafrén roano, vestido con un jubón de piel de oveja teñido de amarillo, y ajustada una correa de cuero a la cintura, de la que pendía una bolsa tintineante, llena de peniques recién acuñados. ¡Iba dispuesto a tomar un barco hasta Marsella, para unirse a Esteban! Pero Esteban y la mayor parte de su cándido ejército fueron vendidos como esclavos al infiel; Nicolás murió de peste antes de alcanzar el mar, y mi hijo, que apenas tenía quince primaveras, llegó a Londres, recorrió las orillas del Támesis en busca de un navío de dos castillos que le llevara al otro lado del canal, y cayó al fin bajo el cuchillo de un bandido. El demonio, creo yo, había poseído a aquellos niños, una burla lanzada como un guantelete al rostro del Señor.
Pero Dios no es ciego, y en menos de un año, me envió a los otros chicos. Por desgracia, todos estaban contagiados de la misma locura. Ellos fueron Juan, un normando de pelo obscuro; Esteban, que aunque sajón se llamaba igual que el muchacho de Francia, y Ruth, a la que llamaban su ángel guardián, pero que nadie sabría decir si había venido del Cielo o de los Infiernos. Presentí que Dios me había convertido en instrumento suyo para protegerles de la ruina que había caído sobre mi propio hijo. ¿Acaso se equivocó Él al encomendarme una misión tan inestimable y difícil? Lo cierto es que lo intenté, Madre del Señor, ¡bien que lo intenté! Les protegí de las mandrágoras del bosque, les amé, les perjudiqué, y luego, al final… Pero ustedes mismos podrán juzgarme…

Corrió cegado por las lágrimas entre los zarzales, asustando a las aves, haciendo que remontaran el vuelo tantos faisanes y perdices como los necesarios para agasajar a un rey. Los sapos le miraron asombrados y en seguida se arrojaron a la laguna con un sordo y simultáneo chapoteo. ¿Ignoraban acaso que él, el tímido Juan, que había perdido su arco en la espesura y esparcido sus flechas durante la carrera, no era criatura de temer? Juan había vuelto de la partida de caza con su padre, el señor del castillo de Goshawk, y en compañía de los caballeros Roberto, Arturo, Eduardo y los demás. Los nombres de esos caballeros eran diferentes, pero su aspecto era casi el mismo. Tenían manos rudas, encallecidas de tanto empuñar la espada contra el infiel… y contra sus compatriotas ingleses; mejillas enrojecidas por el hidromiel, y no por el Sol de nuestros cielos; cuerpos que exhalaban fuerte olor porque se cubrían con jubones forrados de pieles, que llevaban con orgullo incluso en verano, no queriendo imitar a los villanos, que en la época del calor usaban sencillas camisas y calzas sin faldellín. El pelo lacio y humedecido por el sudor, lo llevaban largo por detrás, y cortado en un cerquillo sobre la frente.
A Juan, el hijo del barón, le habían permitido disparar la primera flecha contra un ciervo al que acosaba a los sabuesos. No era buen arquero, pero el ciervo se hallaba tan cerca que sólo podía errarse el tiro si se hacía adrede. Y erró el tiro adrede. Una vez, mientras recogía castañas con su amigo Esteban, el pastor, vio Juan al mismo animal, un magnífico ejemplar de ciervo cuya cornamenta se parecía a las ramas desnudas de los árboles que azota el viento a orillas del mar del Norte.
?No nos tiene miedo ?le había susurrado Esteban, en aquella ocasión.
?Ni hay motivo para que lo tenga ?respondió Juan?. Jamás podríamos hacerle daño. Es demasiado hermoso.
Ahora, en el momento de la caza, el animal volvió su cabeza y les miró como si los reconociera, y tal vez con un aire de resignación. Estaba acorralado por los sabuesos contra un denso matorral de helechos.
Juan lanzó su flecha por encima de la cornamenta, instante que aprovechó el animal para escapar, atravesando los tupidos helechos como si fueran briznas de hierbas y dejando a los perros inmovilizados por la sorpresa.
?¡Mujerzuela! ?gritó su padre con voz ronca a causa de la ira que le producía el haber perdido un festín y un par de astas para adornar el frío vestíbulo del castillo?. ¡Debí entregarte una rueca, en vez de un arco!
Al terminar la partida, Juan fue castigado. Una vez que los caballeros hubieron abatido un animal más pequeño, una joven gacela, tendieron al muchacho sobre el cuerpo cálido y ensangrentado, y cada uno de ellos le pegó de plano con la espada. La mayor parte de los caballeros le golpeó con suavidad, ya que, al fin y al cabo, se trataba del hijo del señor feudal. Pero el golpe de su padre le hizo sangrar y morderse la lengua para contener un llanto vergonzoso.
Después le dejaron marchar.
?¡Vete a las perreras y dile a tu amigo Esteban que te seque las lágrimas! ?le gritó aún su padre, con tono burlón.
Un coro de carcajadas subrayó la mofa. Se decía que Esteban se había acostado con todas las hijas de los villanos comprendidas entre los doce y los veinte años. Y los que no tenían hijas solían afirmar, con aire festivo: «Las muchachas lloran hasta que Esteban les seca las lágrimas».
Una vez solo en el bosque, Juan olvidó su afrenta. Estaba demasiado asustado, para acordarse. Apenas cumplidos los doce años, sabia que los bandidos sentenciados a la horca se refugiaban entre los sicómoros que recordaban a los romanos, y entre las encinas que estaban ahítas de sangre de los sacrificios druidas. En cuanto a los animales, había lobos, osos y jabalíes de largos colmillos, sin olvidar las anfisbenas, que eran serpientes de dos cabezas, ni los grifos de escamosas alas Pero lo peor de todo eran los seres de la mandrágora, que crecían como raíces y luego saltaban de la Tierra, uniéndose a sus congéneres para practicar estos actos de antropofagia.
¿Adónde podía ir?, pensó Juan. Al castillo no, ciertamente, pues allí estarían ahora los cazadores, remojándose en grandes tinas de madera, restregándose unos a otros las espaldas, para quitarse la suciedad de varias semanas, mientras las mozas de la cocina les arrojaban encima cubos de agua y miraban furtivamente sus desnudeces.
En un tiempo el castillo había albergado a su madre. Las sombras se atenuaron con la blancura de sus vestidos, y por los salones se difundió el aroma del clavo, de la canela y otras especias de la cocina. Los muros exteriores florecieron con las corolas del damasco, árbol cuyas semillas habían llegado de Tierra Santa. Y las delicadas ascalonias, o «cebollas de Ascalón», asomaron sus tallos verdes en torno al tronco de los árboles, como pequeños gnomos guardianes.
«Si tiene que haber frutos de guerra ?había dicho ella?, debemos procurar que sean cosas vivas, y no muertas; cosas dulces, en vez de amargas; cosas suaves, y no ásperas; que aumenten el verde de la Tierra, y no el oro de los cofres.»
Seis años antes ella había muerto víctima de la peste. Ahora, cuando Juan se arrodillaba en el suelo de piedra de la capilla, rezaba al Padre, al Hijo y a la Virgen, pero la Virgen era su madre.
No, no podía regresar al castillo. Podía, pero se vería obligado a visitar la cabaña del abad y tendría que recibir otra lección sobre lógica y astrología, sobre ensayos de Lucano y Aristóteles. En realidad Juan era un buen alumno, y hasta sobresaliente; pero había momentos para estudiar, y momentos para acudir junto a Esteban. A pesar de la burla de su padre, aquél era el momento de ir a buscar a Esteban. No es que su amigo fuese delicado y femenino como una hermana; todo lo contrario, era tan mal hablado y agresivo como cualquier muchacho capaz de tumbar a una chica en el heno. Pero dominaba su rudeza ante Juan, respetaba sus conocimientos, e ignoraba sus debilidades.
Esteban era un villano sajón que tenía tres años más que Juan. Sus antepasados, como él mismo aseguraba con razón, habían sido poderosos condes. Pero los conquistadores normandos les redujeron a la condición de siervos, obligándoles a trabajar las tierras que antaño habían poseído, en los que una vez se alzó una torre de madera rodeada por una empalizada, y ahora se veía el castillo levantado por el abuelo de Juan, una fortaleza de piedra circundada por bastiones en cuya entrada se hallaba el rastrillo de hierro de una poterna, custodiada por arqueros protegidos detrás de las troneras.
Los padres de Esteban habían muerto víctimas de los seres de la mandrágora, en una de las rápidas incursiones que éstos efectuaron fuera del bosque para robar ovejas y cerdos. Un día como aquél, dos años antes, Juan y Esteban se habían hecho amigos inseparables. Juan encontró a Esteban arrodillado junto al cuerpo de su madre; no conocía entonces ni siquiera el nombre del chico que permanecía al lado del cadáver, pero le colocó un brazo, con aire de consuelo, en torno a los hombros ?gesto audaz, para alguien tan tímido? y casi esperó un áspero gruñido o incluso un golpe, como respuesta. Sin embargo, Esteban escondió su cabeza entre los brazos del hijo de su amo y se puso a sollozar convulsivamente, sin lágrimas. No pasó mucho tiempo, cuando ambos resolvieron adoptarse mutuamente como hermanos; para ello se hicieron un corte en el antebrazo, con un cuchillo de caza y mezclaron sus sangres sellando así el pacto.
A partir de entonces, Esteban había vivido en un desván situado encima de las perreras, haciendo de cuidador de sabuesos, de pastor y de granjero, mientras adquiría gran destreza en el arte de luchar con los puños y con el garrote. No sabia leer inglés, y mucho menos francés o latín, pero los lobos temían su palo y los hombres crecidos, sus puños. ¿Cómo se le hubiera podido describir adecuadamente? Era irritable, pero su enfado era motivado por las cosas, y no contra ellas; por los siervos y la miseria en que vivían; por los perros a los que obligaban a acometer temerariamente en las cacerías, y que a menudo perecían entre los colmillos de los jabalíes; por los animales que eran muertos para distracción de los amos, y no para que sirvieran de comida. Algunas veces, también se mostraba jovial: hablaba de las cosas en voz alta, con aire radiante, manejaba el arco, daba de comer a sus perros o blandía la guadaña lleno de vitalidad.
Otras veces ni estaba alegre ni enfadado, sino que parecía encontrarse más allá de ambos estados de ánimo; caía como en un rapto de ensoñación, y anhelaba encontrar un ángel, o la espada Excalibur, o, mejor aún, soñaba en comprar su libertad, para luego convertirse en un Caballero Hospitalario, ayuda de peregrinos y terror de los infieles.
?Pero tendrás que hacer un voto de castidad ?le había dicho Juan, en una de esas ocasiones.
?Bueno, ya pensaré en eso cuando llegue el momento ?repuso Esteban.
Por otra parte, era uno de esos seres que tan poco abundan, un soñador que pone en práctica sus sueños, y últimamente había hablado del triste sino corrido por la Cruzada de los Niños, añadiendo que ya era hora de que otros Esteban y otros Nicolás siguieran a los primeros muchachos, pero armados con espadas, en vez de símbolos, para que pudieran triunfar donde los otros fracasaron.
Juan sentía un hondo temor de que Esteban se marchase a Jerusalén sin llevarle con él, a pesar de que no sabia si iba a tener valor suficiente para un viaje semejante, primero a través de las tinieblas del bosque hasta llegar a Londres, luego en barco hasta Marsella, y por último a la tierra de los sarracenos. Ahora Juan, empero, salió de su ensimismamiento y apresuró el paso; pero volvió a pensar en las razones que iba a esgrimir para hacer que su amigo renunciara a su propósito. Encontró entonces al viejo Eduardo segando en la Pradera Común; llevaba un taparrabo andrajoso sujeto a la cintura, y su rostro y sus hombros eran tan ásperos y obscuros como una silla de montar después de un viaje desde Londres a Edimburgo. El viejo no alzó la vista, ni perdió un solo golpe de guadaña.
«¿Para qué mirar al cielo? ?solía decir?. Pertenece a los ángeles, y no a los siervos.»
?¿Has visto a Esteban? ?le preguntó Juan.
Zas, zas, zas, hacía la guadaña, y las hierbas se abatían como las víctimas de la peste.
?¿Has visto a Esteban? ?inquirió el chico, en voz más alta.
?Bueno, que no soy sordo ?gruñó el anciano?. Vuestro padre me quitó la juventud, los cerdos y el maíz, pero no las orejas. Al menos por ahora. Vuestro amigo, en cambio, perderá las suyas, si no hace su trabajo. Debería estar ya aquí, en la pradera, en estos momentos.
?Entonces, ¿dónde está? ?exclamó Juan, desesperado.
?Habrá ido hacia la Cueva de los Romanos, a juzgar por la mirada que tenía. Allí va a esconderse, cuando sueña despierto. Ni siquiera me dirigió una sola palabra.
La Cueva de los Romanos eran las ruinas donde aquellos habían venerado a su dios del sol Mithra, en una bóveda subterránea. Más tarde, y como desagravio al Dios de los cristianos, los sajones alzaron una iglesia de troncos y transformaron la cueva en una cripta para enterrar a sus muertos. Durante la conquista normanda, las mujeres y los niños se ocultaron en la iglesia, y los normandos arrojaron teas encendidas al techo y quemaron el templo con sus ocupantes dentro. Los restos carbonizados y retorcidos fueron quedando ocultos por la floreciente aliaga, y los pocos maderos ennegrecidos que se alzaban como manos implorantes entre las flores amarillas, ya no atrajeron más fieles hacia los sepultados dioses.
Ningún forastero hubiera sospechado que había una cripta debajo de las matas florecientes, pero Juan apartó las ramas espinosas y se internó por una estrecha hendidura hasta alcanzar un tramo de escaleras. Aquel lugar estaba como imbuido de un espíritu sagrado; se percibía una sensación extraña, de tiempos idos, como la que se siente cuando se observa una gran piedra druida que los líquenes han erosionado y que se alza hacia las estrellas como participando de su cósmica lejanía. Allí los adoradores de Mithra se habían bañado con la sangre de los toros sacrificados, y ascendieron los siete peldaños de los iniciados para rendir homenaje al Sol. Era un vergonzoso rito pagano, según había dicho el abad, y Juan le preguntó entonces la razón de que Jehová hubiera ordenado a Abraham que sacrificase a Isaac.
?Era sólo como prueba ?contestó rápidamente el anciano.
?Pero, ¿y la hija de Jefté? Ella no era ninguna prueba.
El abad prefirió cambiar de tema.
Aunque sólo tenía doce años, Juan ya había empezado a hacer preguntas acerca de la Biblia, de Dios, de Cristo y del Espíritu Santo. Para Esteban, la religión era sentimiento, y no reflexión. Dios era como un patriarca de frondosa barba, y los ángeles tenían que ser tan reales como los árboles del bosque. Juan pensaba de modo diferente. Sólo la Virgen María quedaba al margen de toda duda, de toda discusión, y le parecía una hermosa mujer, sin edad precisa; envuelta en un manto de seda bordada, moraba en lo alto del cielo unas veces, y otras casi al alcance de la mano; brillando más que el Sol, y, sin embargo, tan sencilla como el pan, la hierba, los pájaros y el amor de Esteban. Era invisible, pero no inalcanzable.
Al llegar al pie de las escaleras, Juan se vio ante una cueva larga y estrecha, de paredes de tierra en las que estaban inhumados los cristianos envueltos en sus sudarios, y que terminaba en una bóveda semicircular. Ahora, en aquel lugar ya no se adoraba a Mithra, ni se sacrificaban toros sagrados; tampoco se veneraba a la Virgen María, que acunaba en sus brazos al niño Cristo. Esteban se hallaba arrodillado sobre las piedras y sostenía un cirio, que iluminaba el techo cubierto de pinturas que representaban a Jesús caminando sobre las aguas, multiplicando los panes y los peces, y ordenando a los ciegos que vieran y a los lisiados que caminasen.
?Juan ?dijo Esteban?, he encontrado…
?¡Una Virgen!
Estaba tendida sobre un lecho de hierbas. Su rostro parecía una máscara de marfil, bajo la luz de la vela. Juan pensó en la imagen de una Virgen procedente del altar de alguna catedral francesa, aunque parecía animada con el inconfundible soplo de la vida. Luego, al acercarse, comprobó decepcionado que no se trataba de la Virgen, pues era excesivamente joven. Tan sólo era una muchacha.
?Es un ángel ?dijo Esteban.
?Ah, un ángel ?murmuró Juan, y suspiró lamentando la juventud de la aparición.
¿Para qué necesitaba él otro ángel, y femenino, por añadidura? Dios, o la Virgen María, le había enviado a Esteban, angelical aunque no femenino, y menos aún afeminado, con su revuelto cabello en lugar de una aureola, su rostro más enrojecido que sonrosado una especie de arcángel Miguel o Gabriel dispuesto a hacer resonar su poderosa trompeta, en lugar de pulsar una suave lira.
El ángel se movió y abrió los ojos con un gracioso parpadeo; sin sorpresa ni temor, sino más bien, según le pareció a Juan, con meditado cálculo, como algunas de las rústicas muchachas que acudían al desván de Esteban. Sus dientes eran blancos como la tela de su túnica, que se ajustaba en el talle por medio de un cerúleo cordón de seda. Sus puntiagudas zapatillas, de piel festoneada de terciopelo, eran como las que deben usarse en las suaves praderas del cielo. Pero no tenía alas. ¿O acaso las escondía bajo su túnica? Juan se sintió tentado a hacerle alguna pregunta.
?Salúdala ?murmuró Esteban?. Dale la bienvenida.
?¿Cómo debo saludarla? No conozco el lenguaje de los ángeles ?respondió Juan, apesadumbrado.
?Puedes hablarle en latín, me parece. Tiene que conocerlo, con tantos sacerdotes pronunciando el benedicte en esa lengua.
Esteban tenía razón. En el rudo inglés ni había que pensar, y tampoco en el francés de los normandos, quienes, al fin y al cabo, eran descendientes de los bárbaros vikingos.
?¿Quo vadis? ?preguntó Juan, tal vez con muy poca delicadeza.
Su sonrisa, aunque deliciosa a juicio de Juan, no sirvió para contestar a la pregunta.
?¿Qué estás haciendo aquí? ?repitió el muchacho, en el francés de los normandos.
Esteban, que conocía algo de francés, le dio frenéticamente unos cuantos codazos.
?Nunca debes hacer preguntas a un ángel ?susurró?. Dale la bienvenida. Ríndele homenaje. Recita algunos salmos, o cuando menos, un proverbio.
?No estamos seguros de que sea un ángel, ¿no crees? En realidad, no nos lo ha dicho.
Por fin la aparición habló.

Mujer de pie

Mujer de pie
Yasutaka Tsutsui
Traducido por Elvio E. Gandolfo en: Cuentos de ciencia ficción contemporáneos, tomo 2, Biblioteca Básica Universal 166, Centro Editor de América Latina, 1981

El gusto del pueblo japonés por las antiguas leyendas fantásticas y los cuentos macabros preparó el terreno para la aceptación masiva de la ciencia ficción, que hizo su verdadera entrada en el país luego de la Segunda Guerra Mundial. .Entre los antecedentes se cuentan las numerosas traducciones de obras de Veme, Mary Shelley y otros autores en la segunda mitad del siglo XIX, cuando Japón abre sus fronteras a Occidente luego de más de dos siglos de aislamiento.
Entre los primeros autores, por lo general imitadores de Jules Veme, se encuentra Shunro Oshikawa (1877-1914), autor de la novela Acorazado submarino (1900).
En la década del 50 varios factores se combinaron para imponer triunfalmente el género: !a vasta cantidad de libros de bolsillo de ciencia ficción dejados atrás por las tropas estadounidenses al retirarse; el impacto, brutal por lo brusco, de la tecnología; el gusto del pueblo japonés por lo novedoso. Pronto aparecieron antologías de traducciones de las principales revistas norteamericanas, hasta alcanzar el nivel de difusión actual: cinco revistas mensuales cuyo tiraje combinado alcanza varios centenares de miles de ejemplares, y una colección editada por la firma Hayakawa SF Series que ha traducido 318 volúmenes entre 1957 y 1974. Estas cifras, unidas a la producción de innumerables series televisivas, filmes y productos de juguetería relacionados por lo general con la robótica y los monstruos de cartón piedra, convierten a Japón en el segundo mercado mundial para la ciencia ficción, superado sólo por Estados Unidos.
Entre los autores más populares se encuentra Sakio Komatsu, autor de El hundimiento del Japón, novela que explota el temor básico a los terremotos (así como gran parte de los films, historietas o relatos abundan en monstruos provocados por experimentos atómicos). Una corriente menos popular pero de mayor calidad literaria tiene como principal representante a Kobo Abe, autor de sutiles cuentos fantásticos y de ciencia ficción, que en más de una ocasión recuerdan la parsimonia de Kafka. Dentro de esta corriente se inscribe Yasutaka Tsutsui, el autor del presente relato Mujer de pie.

Me quedé levantado toda la noche y al fin terminé un cuento de cuarenta páginas. Era una obra trivial, de entretenimiento, incapaz de hacer bien o mal.
“En esta época uno no puede escribir cuentos que hagan bien o mal; es inevitable”, me dije mientras aseguraba el manuscrito con un clip y lo metía en un sobre.
En cuanto a si hay en mí materia prima para escribir cuentos que puedan hacer bien o mal, hago todo lo posible por no pensar en eso. Si me pusiera a pensar en eso, tal vez quisiera intentarlo.
El sol de la mañana me hirió los ojos cuando me puse los zuecos de madera y abandoné la casa con el sobre. Como aún faltaba un tiempo para que llegara el primer camión postal, dirigí mis pasos hacia el parque. Por la mañana no vienen niños a este parque, un simple cuadrado de ochenta metros en medio de un barrio residencial apiñado. Aquí se está tranquilo. Así que siempre incluyo el parque en mi caminata matutina. Hoy día hasta el escaso verde suministrado por diez o doce árboles es invalorable en la megalópolis.
Tendría que haber traído un poco de pan, pensé. Mi perrogajo favorito se alza cerca del banco del parque. Es un perrogajo afectuoso de piel color ante, bastante grande por tratarse de un perro mestizo.
El camión de fertilizante líquido acababa de pasar cuando llegué al parque; el suelo estaba húmedo y había un tenue olor a cloro. El caballero mayor a quien veía a menudo estaba sentado en el banco cercano al perrogajo, alimentando el poste color ante con lo que parecía carne picada. Por lo común los perrogajos tienen un apetito excelente. Tal vez el fertilizante líquido, absorbido por las raíces bien hundidas en el suelo y que sube a través de las patas, deja algo que desear.
Comen cualquier cosa que uno les dé.
?¿Le trajo algo? Hoy salí apurado. Olvidé traer mi pan ?le dije al hombre mayor.
Se volvió hacia mí con ojos amables y una suave sonrisa.
?Ah, ¿a usted también le gusta este muchacho?
?Sí contesté, sentándome junto a él?. Se parece como una gota de agua a un perro que yo tenía.
El perrogajo alzó hacia mí una mirada de ojos grandes, negros, y meneó la cola.
?En realidad, yo también tenía un perro parecido a este muchacho ?dijo el hombre, rascando el pelo del cuello del perrogajo?. Lo convirtieron en perrogajo a los tres años. ¿No lo ha visto? Entre la lencería y la tienda de artículos de cine, sobre la costanera. ¿No vio allí un perrogajo que se parece a este muchacho?
Asentí con un movimiento de cabeza, agregando:
?¿Así que ése era suyo?
?Sí, era nuestro favorito. Se llamaba Hachi. Ahora está vegetalizado por completo. Un hermoso perrárbol.
?Ahora que lo dice, se parece mucho a este muchacho. Tal vez provenían de la misma raza.
?¿Y su perro? ?preguntó el hombre mayor?. ¿Dónde está plantado?
?Nuestro perro se llamaba Buff ?contesté, sacudiendo la cabeza?. Lo plantaron junto a la entrada del cementerio que está a las afueras de la ciudad. Pobrecito, murió apenas lo plantaron. Los camiones de fertilizante no van por allí con mucha frecuencia, y quedaba tan lejos que yo no podía llevarle de comer todos los días. Tal vez lo plantaron mal. Murió antes de convertirse en árbol.
?¿Lo arrancaron entonces?
?No. Por suerte en esa zona no importa demasiado que huela o no, así que lo dejaron allí y se secó. Ahora es un esquelegajo. Me enteré de que es un material espléndido para las clases de ciencias de la escuela primaria cercana.
?Qué maravilla.
El hombre mayor acarició la cabeza del perrogajo.
?Me pregunto cómo llamaban a este muchacho antes de que se convirtiera en perrogajo.
?Prohibido llamar aun perrogajo por su nombre original ?dije?. ¿No es una ley extraña?
El hombre me miró con ojos penetrantes, después contestó con tono casual:
?¿Acaso no se limitaron a extender a los perros las leyes que tenían que ver con las personas? Por eso pierden el nombre cuando se transforman en perrogajos ?asintió mientras rascaba la mandíbula del perrogajo?. No sólo los nombres antiguos: uno tampoco puede darles un nombre nuevo. Porque no hay nombres propios para las plantas.
Caramba, por supuesto, pensé .
Miró mi sobre, que tenía las palabras MANUSCRITO ADJUNTO.
?Disculpe ?dijo?. ¿Usted es escritor?
Me sentí un poco embarazado.
?Bueno, sí. Hago algunas cositas triviales.
Después de mirarme con atención, el hombre siguió acariciando la cabeza del perrogajo.
?Yo también acostumbraba escribir algo.
Logré reprimir una sonrisa.
?¿Cuántos años hace que dejé de escribir? Parecen muchos.
Miré el perfil del hombre. Ahora que él lo decía, era un rostro que me parecía haber visto antes en alguna parte.
Empecé a preguntarle el nombre, vacilé, y me quedé en silencio.
El hombre mayor dijo bruscamente:
?El mundo se ha vuelto difícil para escribir.
Bajé los ojos, avergonzado de mí mismo, que aún seguía escribiendo en semejante mundo.
El hombre se disculpó confundido ante mi repentina depresión.
?Fue grosero de mi parte. No lo estoy criticando a usted. Soy yo quien tendría que sentirse avergonzado.
?No ?le dije, después de mirar con rapidez a nuestro alrededor?. No puedo dejar de escribir, porque no tengo el valor necesario. ¡Dejar de escribir! Caramba, después de todo, ese sería un gesto contra la sociedad.
El hombre mayor siguió acariciando al perrogajo. Después de una larga pausa habló:
?Es doloroso, dejar de escribir de pronto. Ahora que hemos llegado a esto, creo que me sentiría mejor si hubiese seguido escribiendo temerariamente crítica social, y me hubiesen arrestado. Incluso hay momentos en que creo eso. Pero sólo era un diletante, nunca conocí la pobreza, perseguía sueños de tranquilidad. Deseaba llevar una vida cómoda. Como persona de gran dignidad, no podía soportar verme expuesto a los ojos del mundo, ridiculizado. Así que dejé de escribir. Una historia lamentable.
Sonrió y sacudió la cabeza.
.?No, no, no hablemos de eso. Nunca se sabe quién puede estar oyendo, incluso aquí, en la calle.
Cambié de tema.
?¿Vive cerca?
?¿Conoce el salón de belleza de la calle principal ? Pase por allí. Me llamo Hiyama ?hizo un movimiento de cabeza hacia mí?. Venga a visitarme alguna vez. Estoy casado, pero…
?Muchísimas gracias.
Le de mi nombre.
No recordaba a ningún escritor llamado Hiyama. Sin duda escribía con seudónimo. No tenía intenciones de visitar su casa. Estamos en un mundo en que incluso dos o tres escritores que se reúnen son considerados asamblea ilegal.
?Es hora de que pase el camión postal.
Miré mi reloj pulsera mientras me paraba.
?Temo que es mejor que me vaya ?dije.
Volvió hacia mí una triste cara sonriente y se inclinó.
Después de acariciar un poco la cabeza del perrogajo, abandoné el parque.
Desemboqué en la calle principal, pero sólo había una cantidad ridícula de coches que pasaban; los peatones eran pocos. Junto a la acera estaba plantado un gatárbol, de treinta o cuarenta centímetros de altura.
A veces doy con un gatogajo que acaba de ser plantado y aún no se ha convertido en gatárbol. Los gatogajos nuevos me miran la cara y maúllan o gimen, pero aquellos cuyas cuatro patas plantadas en el suelo se han vegetalizado, con los rostros verdosos rígidamente inmóviles y los ojos bien cerrados, sólo mueven las orejas de vez en cuando. Después están los gatogajos a quienes les brotan ramas del cuerpo y puñados de hojas. La mente de estos parece estar vegetalizada por completo: ni siquiera mueven las orejas. Aun cuando pueda distinguirse un rostro de gato, sería mejor llamarlos gatárboles.
Tal vez sea mejor convertir a los perros en perrogajos, pensé. Cuando se les termina la comida, se vuelven malos y hasta atacan a la gente. ¿Pero por qué tienen que convertir a los gatos en gatogajos? ¿Hay demasiados gatos perdidos? Para mejorar la condición alimenticia, aunque sea un poco? O tal vez para reverdecer la ciudad…
Cerca del hospital enorme que se encuentra en la esquina donde se intersectan las autopistas hay dos hombrárboles, y junto a estos árboles un hombregajo. Este hombregajo viste uniforme de cartero, y no se puede distinguir hasta qué punto se le han vegetalizado las piernas, por los pantalones. Tiene treinta y cinco o treinta y seis años, es alto, un poco encorvado de hombros.
Me acerqué a él y le tendí mi sobre, como siempre.
?Por certificado, entrega especial, por favor.
El hombregajo, asintiendo en silencio, aceptó el sobre y sacó estampillas y un formulario de correo certificado de su bolsillo.
Me di vuelta con rapidez después de pagar el franqueo.
No había nadie más a la vista. Decidí tratar de hablarle.
Siempre le llevo el correo cada tres días, y aún no había tenido oportunidad de hablar con él con cierta calma.
?¿Qué hizo? ?le pregunté en voz baja.
El hombregajo me miró sorprendido. Después, una vez que recorrió la zona con los ojos, contestó con expresión amarga:
?Decir cosas innecesarias no me hará ningún bien. Se supone que ni siquiera tengo que contestar.
?Lo sé ?dije, mirándolo a los ojos.
Cuando vio que no me iba, suspiró hondo.
?Sólo dije que la paga es baja. Lo que es más, me oyó : el patrón. Porque la paga de un cartero es realmente baja ?con expresión sombría, sacudió la mandíbula hacia los dos hombrárboles que estaban juntos a él?. A estos tipos les pasó lo mismo. Sólo por dejar escapar algunas quejas acerca de la paga baja. ¿Los conoce? ?me preguntó.
Señalé a uno de los hombrárboles.
?Recuerdo a éste, porque le entregué una gran cantidad de correspondencia. Al otro no lo conozco. Ya era un hombrárbol cuando me mudé aquí. ?Ese era mi amigo ?dijo.
?¿El otro no era encargado, o jefe de sección?
Asintió.
?Correcto. Era encargado.
?¿No tiene usted hambre, o frío?
?No se siente demasiado ?contestó, aún inexpresivo. Cualquiera que es convertido en hombregajo pronto se vuelve inexpresivo?. Incluso creo que ya me parezco bastante a una planta. No sólo en cómo siento las cosas, sino también en el modo en que pienso. Al principio era triste, pero ahora no importa. Solía tener mucho hambre, pero dicen que la vegetalización se desarrolla más rápido cuando uno no come.
Me miró con ojos opacos. Era probable que esperase convertirse pronto en hombrárbol.
?Dicen que a la gente con ideas radicales les hacen una lobotomía antes de convertirlos en hombregajos, pero tampoco me hicieron eso. No había pasado un mes desde que me plantaron aquí y ya no me sentía furioso.
Le dio un vistazo a mi reloj pulsera.
?Bueno. ahora será mejor que se vaya. Casi es la hora de llegada del camión postal.
?Si ?pero aun no podía irme, y vacilé, inquieto.
?Oiga ?dijo el hombregajo?. ¿Por casualidad algún conocido suyo fue convertido hace poco en hombregajo?
Herido en lo más hondo, lo miré a la cara por un momento, después asentí lentamente.
?Mi esposa, para ser precisos.
?Ajá, su esposa, ¿eh? ?por unos instantes me miró con el mayor interés?. Me preguntaba si no se trataba de algo así. De otro modo nadie se molesta en hablarme. ¿Qué hizo entonces, su esposa?
?Se quejó de que los precios eran altos en una reunión de amas de casa. Si eso hubiera sido todo, perfecto, pero además criticó al gobierno. Estoy empezando a tener éxito como escritor, y creo que la ansiedad de ella por ser la esposa de ese escritor hizo que lo dijera. Una de las mujeres la delató. La plantaron sobre el costado izquierdo del camino mirando desde la estación hacia el ayuntamiento, cerca de la ferretería.
?Ah, en ese lugar ?cerró los ojos un poco, como recordando el aspecto de los edificios y los negocios de la zona?. Es una calle bastante tranquila. Mejor así, ¿verdad? ?abrió los ojos y me miró, inquisitivo?. No va a ir a verla, ¿no? Es mejor no verla con mucha frecuencia. Tanto para ella como para usted. Así los dos pueden olvidar más pronto.
?Sí, lo sé.
Dejé caer la cabeza.
?¿Su esposa? ?preguntó, con un matiz comprensivo en la voz?. ¿Alguien le ha hecho algo?
?No. Hasta ahora nada. Sólo está allí, de pie, pero aún así…
?Eh ?el hombregajo que hacía las veces de buzón alzó la mandíbula para llamarme la atención?. Llegó. El camión postal. Mejor que se vaya.
?Tiene razón.
Dí unos pasos tropezantes, como empujado por su voz.
Luego me detuve y me di vuelta.
?¿Quiere que haga algo por usted?
Logró arrancar una sonrisa a sus mejillas y sacudió la cabeza.
El camión rojo del correo se detuvo junto a él.
Seguí mi camino, más allá del hospital.

Pensé en ir a mi librería favorita y entré en una calle de negocios atestados. Se suponía que mi libro saldría en cualquier momento, pero ese tipo de cosas ya no me hace feliz en lo más mínimo.
Un poco antes de la librería, sobre la misma acera, hay una pequeña heladería barata, y a la orilla de la calle, frente a ella, se encuentra un hombregajo a punto de convertirse en hombrárbol. Es un varón joven, al que plantaron hace ya un año. El rostro ha adquirido un tinte marrón matizado de verde, y tiene los ojos cerrados con fuerza. Con la larga espalda un poco doblada, está levemente inclinado hacia adelante. Las piernas, el torso y los brazos, visibles a través de las ropas reducidas a harapos por la exposición al viento y la lluvia, ya están vegetalizados, y aquí y allá brotan ramas. Se ven hojas tiernas en los extremos de los brazos, alzados por encima de los hombros como alas batientes. El cuerpo, que se ha convertido en árbol, e incluso el rostro, ya no se mueve en absoluto. El corazón se ha hundido en el tranquilo mundo de las plantas.
Imaginé el día en que mi esposa llegaría a ese estado, y una vez más se me retorció el corazón de dolor, tratando de olvidar. Era la angustia de tratar de olvidar .
Si en la esquina de esta heladería doblo y sigo derecho, pensé, puedo ir hasta donde está mi esposa, de pie, puedo encontrarme con mi esposa. Puedo ver a mi esposa. Pero no es conveniente ir, me dije. No hay modo de saber quién podría verte; si la mujer que la delató te interrogara, te verías realmente en problemas. Me detuve ante la heladería y me asomé calle abajo. El movimiento de peatones era el de siempre. Perfecto. Cualquiera lo pasará por alto si sólo te detienes y hablas un poco. Si sólo intercambias una o dos palabras. Desafiando a mi propia voz que gritaba “¡No vayas!? avance vivamente por la calle.
Con el rostro pálido, mi esposa estaba de pie al borde de la acera, frente a la ferretería. Sus piernas no habían cambiado, y sólo daba la impresión de que los pies se hubieran enterrado en el suelo hasta los tobillos. Inexpresiva, como esforzándose por no ver nada, por no sentir nada, miraba, fijamente hacia adelante. Comparadas con cómo se las veía dos días antes, sus mejillas parecían un poco huecas. Dos obreros que pasaban la señalaron, hicieron una broma vulgar, y siguieron su camino, con risotadas estruendosas. Me acerqué a ella y alcé la voz.
?¡Michiko! ?le grité al oído.
Mi esposa me miró, y la sangre le invadió las mejillas. Se pasó una mano por el cabello enredado.
?¿Viniste otra vez? No tendrías que hacerlo, en serio.
La empleada de la ferretería, que vigilaba el negocio, me vio. Con aire de fingida indiferencia, apartó los ojos y se retiró al fondo del local. Lleno de gratitud por su consideración, me acerqué unos pasos más a Michiko y la enfrenté.
?¿Te vas acostumbrando?
Reunió todas sus fuerzas para lograr una sonrisa en el rostro endurecido.
?Mmmm. Estoy acostumbrada.
?Anoche llovió un poco.
Mirándome aún con ojos amplios, obscuros, asintió levemente.
?Por favor no te preocupes. Apenas si siento algo.
?Cuando pienso en ti, no puedo dormir ?dejé caer la cabeza?. Siempre estás de pie, afuera. Cuando pienso en eso, me resulta imposible dormir .Anoche hasta pensé en traerte un paraguas.
?Por favor, no hagas nada de eso ?mi esposa frunció apenas el entrecejo?. Sería terrible que hicieras algo así.
Un camión grande pasó detrás de mí. El polvo blanco cubrió el cabello y los hombros de mi esposa con un tenue velo, pero a ella no pareció molestarle.
?En realidad estar de pie no es tan desagradable ?habló con deliberada despreocupación, esforzándose por impedir que yo me preocupara.
Percibí un cambio sutil en las expresiones y el modo de hablar de mi esposa respecto a dos días antes. Parecía como si sus palabras hubiesen perdido algo de delicadeza, y como si el alcance de sus emociones se hubiese empobrecido hasta cierto punto. Observarla así, desde afuera, ver como se vuelve poco a poco inexpresiva, es aún más desolador por haberla conocido como era antes: las respuestas agudas, su alegre vivacidad, las expresiones ricas, plenas.
?Esa gente ?le pregunté, señalando con los ojos hacia la ferretería?, ¿se portan bien contigo?
?Bueno, sí. Tienen buen corazón. Sólo una vez me dijeron que les pidiera cualquier cosa que necesitara. Pero aún no han hecho nada por mí.
?¿No tienes hambre?
Sacudió la cabeza.
?Es mejor no comer.
Eso es. Incapaz de soportar ser una mujergajo, esperaba convertirse en mujerárbol aunque fuera un solo día antes.
?Así que por favor no me traigas nada de comer ?clavó los ojos en mí?. Por favor olvídame. Estoy segura de que incluso sin hacer ningún esfuerzo en especial, voy a olvidarte. Me alegra que hayas venido a verme, pero después la tristeza dura mucho más. Para los dos.
?Tienes razón, desde luego, pero… ?despreciando a ese ser que no podía hacer nada por su propia esposa, dejé caer otra vez la cabeza?. Pero no te olvidare ?hice un movimiento afirmativo con la cabeza. Llegaron las lágrimas?. No olvidare. Nunca.
Cuando alcé la cabeza y la miré otra vez, ella tenía clavados en mí ojos que habían perdido algo de su brillo, con todo. el rostro resplandeciendo en una sonrisa tenue como una imagen tallada de Buda. Era la primera vez que la veía sonreír así.
Sentí que estaba teniendo una pesadilla. No, me dije, ésta ya no es tu esposa.
El traje que nevaba puesto cuando la arrestaron se había ensuciado y arrugado terriblemente. Pero como es lógico no me permitirían llevarle ropa para cambiarse. Mis ojos captaron una mancha obscura que tenía en la falda.
?¿Eso es sangre? ¿Qué pasó?
?Oh, esto ?habló temblorosa, bajando los ojos hacia la falda, confundida?. Anoche dos borrachos me hicieron una broma.
?¡Bastardos! ?sentí una rabia feroz ante la inhumanidad de los borrachos. Si la hubiera expresado ante ellos, habrían dicho que dado que mi esposa ya no era humana, no importaba la que ellos hicieran.
?¡No pueden hacer ese tipo de cosa! ¡Es contra la ley!
?Es cierto. Pero no puedo reclamar.
Y como es lógico yo tampoco podía ir a la policía y reclamar. Me considerarían aún más una persona problemática.
?Te verán ?dijo mi esposa con ansiedad?. Te la ruego, no te entregues.
?No te preocupes ?le sonreí, autodespreciándome?. Me falta valor para eso.
?¡Bastardos! Qué es lo que… ?me mordí el labio. El corazón me dolía casi hasta romperse?. ¿Sangró mucho?
?Mmmm, un poco.
?¿Duele?
?Ya no duele.
Michiko, que había sido antes tan orgullosa, ahora sólo dejaba ver un poco de tristeza en la cara. La forma en que había cambiado me sacudió. Un grupo de muchachos y muchachas, que nos compararon penetrantemente a mí y a mi esposa, pasaron detrás de mí.
?Ahora debes irte.
?Cuando seas una mujer árbol ?dije al separamos?, pediré que te transplanten a nuestro jardín.
?¿Puedes conseguirlo?
?Tendría que ser capaz de conseguirlo ?asentí con energía?. Tendría que ser capaz.
?Me gustaría mucho que la lograras ?dijo mi esposa, inexpresivamente.
?Bueno, hasta la próxima.
?Me sentiría mejor si no regresaras ?dijo ella en un murmullo, con los ojos bajos.
?Lo sé. Esa es mi intención. Pero es probable que venga, de todos modos.
Nos quedamos unos minutos en silencio.
Después mi esposa habló bruscamente.
?Adiós.
?Ummm.
Empecé a caminar.
Cuando miré hacia atrás al llegar a la esquina, Michiko me seguía con la mirada, aun sonriendo como un Buda tallado.
Con un corazón que parecía a punto de partirse en dos, camine. De pronto advertí que habla llegado frente a la estación. Sin querer, había regresado a mi trayecto de costumbre.
Frente a la estación hay una pequeña cafetería a la que siempre voy, llamada Punch. Entré y me senté en un reservado de un rincón. Pedí café, lo tomé amargo. Hasta entonces siempre lo había bebido con azúcar. El sabor áspero del café sin azúcar, sin crema, me atravesó el cuerpo, y lo saboreé con masoquismo. De ahora en adelante lo beberé siempre amargo. Eso fue lo que resolví.
En el apartado vecino tres estudiantes hablaban sobre un crítico que acababan de arrestar y a quien habían convertido en un hombregajo.
?Oí que lo plantaron en plena avenida Ginza.
?Le gustaba el campo. Siempre vivió en el campo. Por eso lo ubicaron en un lugar como ése.
?Parece que le hicieron una lobotomía.
?Y los estudiantes que trataron de recurrir a la fuerza en la Asamblea, protestando por el arresto… los arrestaron a todos y también los convertirán en hombregajos.
?¿No eran casi treinta? ¿Dónde los plantarán a todos?
?Dicen que los plantarán frente a su propia universidad, a ambos lados de una calle llamada Camino de los Estudiantes.
?Ahora tendrán que cambiarle el nombre. Ponerle Avenida de la Violencia, o algo así.
Los tres dejaron escapar risitas.
?Eh, no hablemos más de eso. Puede oímos alguien.
Se callaron los tres.
Cuando abandoné la cafetería y enfilé hacia casa, me di cuenta de que ya empezaba a sentirme yo mismo como un hombregajo. Canturreando para mis adentros las palabras de una canción popular, seguí mi camino.
Soy un hombregajo al costado del camino. Tú también eres una mujergajo. Qué diablos importa, nosotros dos, en , este mundo. Hierbas secas que nunca florecen.

Edición digital de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

El armonizador

El armonizador
Alfred Elton van Vogt
Ilustración de Ramón de la Fuente
The harmonizer, © 1944, by Street & Smith Publishers.

Parece natural que en 1944, en pleno conflicto mundial, en medio de la más espantosa contienda que la humanidad haya conocido, las hombres (y no debemos olvidar que los autores de SF lo son, a pesar de las dudas que puedan existir al respecto en algunos momentos) sientan un anhelo de paz. Paz definitiva y sin cortapisas. Este anhelo es el que originó el relato que pueden leer a continuación.

Después de que hubo sacado dos bro¬tes del suelo, la planta ibis comenzó a mostrar la irritabilidad propia de la ma¬teria viva inteligente. Se dio cuenta de que estaba creciendo.
Este darse cuenta fue un proceso lento, muy influenciado por la reacción química del aire y la luz sobre las innumerables membranas que formaban su estructura vital. Gotitas de ácido se precipitaron so¬bre las delicadas películas coloidales. El ritmo de dolor y placer que siguió bajó hasta sus raíces.
Era un estadio muy primitivo del desa¬rrollo de una planta ibis. Como un cachorrillo recién nacido, reaccionaba ante los estímulos. Pero aún no tenía objetivo al¬guno, ni pensaba. Y ni siquiera recorda¬ba que había estado viva anteriormente.
¡Slach! ¡Snip! La azada del hombre al¬canzó los dos brotes plateados y los cerce¬nó a unos cinco centímetros por debajo de la superficie.
?Creí que había acabado con todas las hierbas de este lado ?dijo el hombre.
Su nombre era Wagnowski, y era un soldado que debía partir para el frente al día siguiente. En realidad, no usó exac¬tamente  las  palabras aquí citadas, pero su imprecación venía a decir lo mismo.
La planta ibis no se dio cuenta inme¬diatamente de lo que había sucedido. La serie de mensajes que había comenzado cuando el primer brote se había abierto paso a través del terreno aún seguía ba¬jando hacia las raíces, dejando el impac¬to de su significado en cada una de las múltiples membranas coloidales. Dicho impacto tomó la forma de una pequeña reacción química que, a su manera, causó una sensación.
Instante a instante, a medida que sus mensajes eran transmitidos por la tenue electricidad inducida en las películas membranosas, la planta ibis iba viviendo más. Y a pesar de lo pequeño que era cada ac¬to de consciencia químico en sí mismo, ningún acontecimiento subsiguiente lo po¬día cancelar en lo más mínimo.
La planta estaba viva, y lo sabía. El corte de sus brotes y de la parte superior de su raíz provocó simplemente que des¬cendiese una segunda oleada de reaccio¬nes. El efecto químico de esta segunda oleada fue aparentemente el mismo que el de la reacción primitiva: gotas de ácido compuestas de no más de media docena partículas coloidales. La reacción parecía la misma, pero no lo era. Antes, la planta había estado excitada y casi ansiosa; aho¬ra, se irritó.
Tal como ocurre en las plantas, los re¬sultados de esta reacción no fueron aparentes en seguida. La ibis no hizo ningún intento inmediato de producir nuevos bro¬tes. Pero al tercer día comenzó a suceder una cosa muy curiosa. A la raíz cercana a la superficie comenzaron a salirle raici¬llas horizontales. Estas se abrieron cami¬no en la obscuridad subterránea, mante¬niéndose horizontales por el simple siste¬ma de percibir, como todas las plantas, la gravitación.
AI octavo día, una de tas nuevas raici¬llas entró en contacto con la raíz de un arbusto, y comenzó a enrollarse a su alrededor… Entonces, de alguna manera, se estableció una relación, y al quinceavo día una nueva serie de brotes salió a la su¬perficie en la base del arbusto, emergien¬do a la luz. Lo asombroso, lo diferente de esta segunda serie de brotes, era que no tenían una tonalidad plateada. Eran de un color verde obscuro. En color, forma y textura, las hojas, a medida que se de¬sarrollaban, se fueron pareciendo cada vez más a duplicados exactos de las hojas del arbusto.
Rápidamente, aparecieron nuevos bro¬tes. A medida que pasaban las semanas, el «miedo» que había producido su mimetis¬mo desapareció, y las hojas volvieron a adquirir su tonalidad plateada. Lentamen¬te, la planta se fue haciendo consciente de los pensamientos humanos y animales, pero no fue sino hasta doscientos días más tarde cuando la ibis comenzó a mos¬trar sus sensibilidad básica. La reacción que siguió fue tan potente y de unos efec¬tos tan amplios como los resultados de la misma sensibilidad en su anterior existencia.
Eso había sido ochenta millones de años antes.

La nave, con las plantas ibis a bordo, estaba pasando a través del sistema solar cuando ocurrió la catástrofe.
Cayó en una Tierra de pantanos, nebli¬nas y fantásticos monstruos reptiloides. Cayó rápidamente y sin control. Su velo¬cidad, cuando golpeó la densa atmósfera, era colosal. Y no había absolutamente na¬da que pudieran hacer al respecta los superseres que iban a bordo.
Lo que había sucedido era una precipi¬tación de la materia mantenida en suspensión en las cámaras de motores. Corno resultado de la condensación, los crista¬loides de la zona de penumbra submicroscópica situada por encima del estado mo¬lecular perdieron área superficial. La ten¬sión superficial se debilitó hasta la déci¬ma, la centésima, la milésima parte de lo necesario. Y, en aquel momento, por el más improbable de los accidentes, la na¬ve pasó cerca de la Tierra y se enfrentó con la masa muerta del campo magnético del gigantesco planeta.
¡Pobre nave! ¡Pobres seres! Estrellados, muertos desde hacia ochenta millones de años.
Durante todo aquel día y la noche si¬guiente, los restos de la nave ardieron y se fundieron, y llamearon con una incan¬descencia blanca y destructora. Cuando terminó la primera noche, iluminada por el fuego, no quedaba mucho de lo que ha¬bía sido una nave de más de un kilóme¬tro y medio de largo. Aquí y allá, sobre el terreno cretáceo, el agua y el bosque pri¬migenio, yacían secciones no quemadas, trozos retorcidos de metal que se alzaban hacia los cielos perpetuamente cubier¬tos, con sus partes inferiores fundidas pa¬ra siempre en un denso y fétido suelo que actuaría incesantemente contra su du¬reza hasta que al fin, derrotado el metal, sus elementos se disolvieran en e! suelo y se convirtieran ellos mismos en suelo.
Mucho antes de que esto sucediera, la ibis, que aún estaba viva, había reaccionado a la humedad, y enviado zarcillos so¬bre el desgarrado metal de lo que había sido su sala de cultivo, hacia los abier¬tos agujeros de! suelo. Antes había tres¬cientas plantas, pero en el último terrible período previo al choque se habían he¬cho algunos esfuerzos por destruirlas.
En total, ochenta y tres ibis sobrevivie¬ron al deliberado intento de destruirlas, y entre ellas se produjo una mortífera ca¬rrera por plantar raíces. Las que tarda¬ron más en recuperar consciencia supie¬ron instintivamente que sería mejor ale¬jarse un poco. Entre las últimas, y de¬bilitada por el daño sufrido en el cho¬que, se hallaba la ibis. Fue la última en llegar al terreno dador de vida. Luego, si¬guió un período doloroso e interminable durante el cual sus zarzillos y raíces se abrieron paso entre la amasada maraña de sus compañeras en lucha, hacia el re¬moto borde del creciente bosque de mato¬rrales plateados.
Pero llegó hasta allí. Vivió. Y, habiendo sobrevivido, habiendo tomado posesión de un área adecuada en la que desarrollar¬se sin interferencias, perdió su febrilidad, y se expandió hasta ser un hermoso árbol de tonos plateadas.
Creció hasta treinta, cuarenta y cinco, sesenta metros. Y entonces, madura y sa¬tisfecha, se dispuso a pasar una existen¬cia eterna en un terreno grotesco pero inmensamente fértil. No pensaba. Vivía y disfrutaba y experimentaba la existencia. Durante un millar de años no se for¬maron otras gotas de ácido en sus mem¬branas coloidales que las debidas a la reacción a la luz, el calor, el agua, el aire y otros estímulos del estar simplemente viva.
Esta existencia idílica fue interrumpida una grisácea y encapotada mañana por un apagado pero tremendo trueno y un tem¬blor del suelo. No era un terremoto peque¬ño. Los continentes se estremecieron en los espasmos del renacimiento. Los océa¬nos corrieron hacia donde antes había ha¬bido Tierra, y la Tierra surgió húmeda de los cálidos mares. Una ancha extensión de profunda agua cenagosa separaba antes del cataclismo el bosque de árboles ibis del continente. Cuando el temblor del tor¬turado planeta dejó paso a la estabilidad parcial de aquella inquieta era, el panta¬no estaba unido al lejano y más alto terreno por una larga y pelada cordillera de colinas,
Al principio era simplemente barro, pe¬ro se secó y endureció. Brotó hierba, y los arbustos aparecieron en algunos lados. Crecieron árboles a partir de semillas lle¬vadas por el viento. La joven vegetación corrió hacia el cielo y, simultáneamente, llevó a cabo una implacable lucha para obtener espacio; pero todo esto no tenía importancia en comparación con el hecho de que existía la cordillera. Por encima del abismo que había aislado a las ibis había sido tendido un puente. No tardó mucho en manifestarse el nuevo estado de cosas. Un día cualquiera, un ser llegó altanero sobre las alturas, un ser con una cola acorazada que mantenía rígida¬mente enhiesta, con colmillos como cuchi¬llos y ojos que brillaban como el fuego con la furia de una inacabable hambre bestial.
Así llegó el Tyrannosaurus rex al pacífico hábitat de las ibis, y despertó de su estado latente a una planta que había sido cultivada y desarrollada por sus creado¬res con un solo objetivo.
Los animales no eran nada nuevo para los árboles ibis. Las ciénagas que los ro¬deaban estaban repletas de grandes y plá¬cidos vegetarianos. Gigantescas serpientes se arrastraban por entre los helechos al borde del pantano, y serpenteaban por las turbias aguas. Y había un incesante corretear de bestias jóvenes, casi descerebradas, por entre los árboles plateados.
Era un mundo de vida hambrienta, pero su hambre era de vegetación, o de seres vivos que apenas si eran más que plantas: las largas y cuculantes hierbas del pan¬tano, los matorrales cargados de hojas, las empapadas raíces de las plantas acuá¬ticas y las mismas plantas, los peces pri¬mitivos, los seres culebreantes que no te¬nían sensación de dolor o ni siquiera de su fin. En el tranquilo torpor de su exis¬tencia, los reptiles o anfibios comedores de plantas no eran casi más que plantas gigantescas que podían moverse.
Los más enormes de todos eran aque¬llas criaturas bonachonas, los brontosaurios de largos cuellos y cola, uno de los cuales estaba comiéndose las generosas hojas de un alto helecho la mañana en que el dinosaurio comedor de carne entró en escena con la delicadeza de un ariete.
La lucha que siguió no fue del todo desigual. El brontosaurio tenía, por enci¬ma de todo, peso y deseos de escapar, algo que resultó ser especialmente difícil dado que el Tyrannosaurus rex tenía sus asombrosos colmillos clavados en la grue¬sa parte inferior del cuello del enorme ser, a la vez que había clavado sus garras en la maciza carne del gran costado al que se aferraba. El movimiento del brontosaurio estaba limitado por la necesidad de arrastrar consigo las muchas tonela¬das de su agresor.
Como un gigante borracho, la gran bes¬tia se tambaleó ciegamente hacía el agua cenagosa. Si vio el árbol ibis, fue una ima¬gen que no le dijo nada. El golpe derri¬bó al brontosaurio, lo cual constituía prácticamente sentencia de muerte para un ser que, aún en las circunstancias más favorables, necesitaba diez minutos para ponerse en pie. En pocos minutos, el di¬nosaurio le dio el golpe de gracia y, con una babosa y sangrienta ferocidad, co¬menzó a engullir.
Estaba aún absorto en su sangriento banquete, media hora más tarde, cuando la ibis comenzó a reaccionar en forma concreta.
Las reacciones iniciales habían comen¬zado casi en el mismo momento en que el dinosaurio había llegado a la vecindad. Cada coloide sensitivo del árbol captó las oleadas de ansia casi palpables irradia¬das por el carnívoro. Las ondas mentales de la bestia eran emitidas como resulta¬do de las tensiones superficiales de las membranas de su cerebro embrionario; y éstas eran de naturaleza eléctrica, por lo que su efecto en las delicadamente equi¬libradas películas de las membranas del ibis fue el de iniciar una febril secreción de ácidos. Se formaron cuadrillones de gotitas; y aunque, una vez más, no parecían diferentes de los ácidos similares agregados a consecuencia de otros estí¬mulos, la diferencia comenzó a manifes¬tarse media hora después de que el brontosaurio exhalara su estertor final.
El árbol ibis y sus compañeros exuda¬ron billones y billones de diminutas mo¬tas de polvo. Algunas de esas motas flo¬taron hacia el dinosaurio, y fueron absorbidas por sus pulmones, desde los cuales pasaron a su riego sanguíneo.
La reacción no fue visible instantánea¬mente. Tras varias horas, el gigantesco es¬tómago del dinosaurio quedó saciado. Se apartó para revolcarse y dormir en un barrizal, que rápidamente llenó con el olor de sus enormes defecaciones y orines, un proceso que realizaba con la misma facili¬dad dormido que despierto.
Al despertarse, no tuvo dificultad para oler la carne no refrigerada de su reciente presa. Corrió ansioso a continuar alimen¬tándose, durmió, y comió de nuevo, y lue¬go una vez más. Le llevó varios días de incesante digestión el absorber al brontosaurio, pero luego estuvo, de nuevo, fe¬rozmente hambriento.
Pero no fue a cazar. En lugar de esto, vagó por los alrededores sin objetivo y sin descanso, buscando despojos. A su alre¬dedor, se movían anfibios y reptiles, pre¬sas ideales. El dinosaurio no mostró in¬terés alguno. Excepto por una inadecua¬da dieta constituida por los despojos de los pequeños reptiles, pasó la siguiente semana muriéndose de hambre en medio de la abundancia.
Al quinceavo día, un trío de pequeños y vulgares dinosaurios se encontraron con su debilitado cuerpo, y se lo comieron sin darse siquiera cuenta de que aún es¬taba vivo.
En alas de un miliar de brisas, las fra¬gantes esporas flotaron. Eran inacabables. Ochenta y tres árboles ibis habían comen¬zado a producir aquello para lo que ha¬bían sido creados. Y, una vez iniciado, el proceso no se detenía.
Las esporas no echaban raíces. No era ése su objetivo. Flotaban. Colgaban en las corrientes de aire sobre los tranquilos ár¬boles, caían hacia la húmeda Tierra, pero siempre dispuestas a aceptar el abrazo de un nuevo viento, tan ligeras, tan etéreas, que no estaban fuera de su capacidad los viajes al otro extremo del mundo. Tras de sí dejaban una pista de cadáveres entre los reptiles carniceros. Una vez afectados por las motas de dulce aroma, los más gi¬gantescos asesinos de la historia del pla¬neta perdían su brutalidad, y morían co¬mo moscas envenenadas.
Naturalmente, llevó mucho tiempo com¬pletar el proceso; pero no era el tiempo lo que faltaba. Cada carnívoro muerto su¬ministraba despojos para las hambrientas hordas que recorrían la Tierra; y así, du¬rante décadas, miles de millares de seres vivieron gracias a la abundancia de car¬nívoros muertos. Adicionalmente, puesto que había un índice de mortalidad normal entre los no carnívoros cada año, el sumi¬nistro de carne per capita aumentó, al principio de una forma gradual, y luego con una celeridad devastadora.
La muerte de tantos asesinos había creado un desequilibrio entre los carnívoros y sus presas. Los vegetarianos, que ya existían en gran número, comenzaron a reproducirse casi sin peligro. Los retoños crecían en un mundo que hubiera sido idílico de no ser por una cosa: no había bastante comida. Cada bocado de verde alcanzable, cada raíz, vegeta! y brote, era arrancado por mandíbulas ansiosas antes de que consiguiera madurar.
Durante un tiempo, los carniceros su¬pervivientes se dieron grandes banquetes, y luego, una vez más, se alcanzó un equi¬librio temporal. Pero, una y otra vez, los prolíficos vegetarianos pusieron a sus re¬toños en un mundo convertido en paci¬fico por la exudación de unas plantas que no podían soportar la brutalidad, pero que no sentían nada cuando la muerte lle¬gaba por hambre.
Los siglos dejaron caer su niebla de ol¬vido sobre cada sangrienta indentación de aquella sierra que iba y venía. Y, mientras tanto, a medida que pasaban los mi¬lenios, los ibis mantenían su pacífica exis¬tencia. Durante mucho tiempo fue pacífi¬ca, sin incidentes de ninguna clase. Du¬rante cien mil años, los señoriales árboles se alzaron en su aislamiento casi total, y estuvieron contentos. Durante aquella gran extensión de tiempo, la Tierra, aún inestable, se había agitado muchas veces ante la estremecedora furia transforma¬dora de los colosales terremotos; pero no fue sino cuando los árboles ya estaban cerca de cumplir su segundo centenar de millares de años que fueron de nuevo afec¬tados.
Un continente fue arrancado y desga¬rrado. El abismo era de millar y medio de kilómetros de ancho, y en algunos luga¬res de casi cuarenta kilómetros de profundidad. Cortó el borde de la isla, y lan¬zó a la ibis a un abismo de cinco kilóme¬tros de profundidad. El agua entró ru¬giente en el agujero, y la Tierra llegó es¬trepitosa en torrentes casi líquidos. Estre¬mecido y enterrado, el árbol ibis sucum¬bió a su nuevo ambiente. Se redujo rápi¬damente al estado de una raíz que lucha¬ba por permanecer viva contra fuerzas hostiles.
Fue tres mil años después cuando tuvo lugar el segundo acto de los árboles ibis en la superficie del planeta.
Una nave ataviada con una miríada de colores descendió por entre la neblina y obscuridad de la hirviente jungla planeta¬ria que era la Tierra en el cretáceo. Mien¬tras se aproximaba al bosquecillo platea¬do, frenó su enorme velocidad y se detu¬vo en seco directamente sobre la isla en el pantano.
Era un aparato mucho más pequeño que el enorme navío que se había desplomado en una terrible destrucción tantos, tantos años antes. Pero era lo bastante grande como para lanzar, tras un corto intervalo, seis gráciles botes patrulleros.
Rápidamente, los botes corrieron hacia el suelo.
Los seres que salieron de ellos tenían dos brazos y dos piernas, pero allí terminaba su parecido con la forma humana. Caminaban sobre el gomoso suelo con la facilidad y confianza de los dueños y se¬ñores absolutos. El agua no era barrera para ellos; caminaban sobre ella como si fuera una materia gelatinosa. Ignoraban a los reptiles; y, por alguna razón, cuando estaban amenazados por un encuentro, eran las bestias las que se apartabas, si¬seando de miedo.
Los seres parecían tener una profunda comprensión natural de su objetivo, pues no intercambiaron palabra entre ellos. Sin emitir sonido o malgastar un gesto, hicie¬ron flotar una plataforma colocándola so¬bre una pequeña colina. La plataforma no emitía fuerza alguna visible o audible, pero, bajo ella, el terreno espumeó y se despedazó. Una sección de la cámara de motores de la vieja y gran nave fue cata¬pultada al aire, y mantenida en suspensión por haces invisibles.
No era un objeto inerte. Chisporrotea¬ba y brillaba con energía radiante. Expuesta al aire, siseaba y rugía como la mortífera máquina que era. Torrentes de fuego brotaron de ella hasta que algo, algo verde, fue disparado contra ella desde un largo tubo, parecido al de un cañón. Lo verde debía de haber sido energía atómi¬ca, con una potencia desproporcionada a su tamaño. Instantáneamente, el rugido, el siseo, el chisporroteo de energía de la cámara de motores fue ahogado. Igual que si hubiera sido un ser vivo golpeado de muerte, el metal quedó inerte.
Los superseres volvieron su atención concentrada hacia el bosquecillo de árboles ibis. Primero los contaron. Luego, hi¬cieron incisiones en varias raíces, y extra¬jeron una cierta cantidad de meollo blan¬co de cada una. Los extractos fueron llevados a la nave madre, y sometidos a exa¬men químico. De esta forma se descubrió que había habido ochenta y tres árboles. Se inició una detenida búsqueda del que faltaba.
Pero la enorme herida en las entrañas del planeta había sido llenada por las co¬rrientes con barro y agua. No quedaba ni rastro de la planta.
«Hay que llegar a la conclusión ?ano¬tó finalmente el comandante en el libro de a bordo? de que el ibis perdido fue destruido por una de las calamidades tan comunes en los planetas en formación. Desgraciadamente, ya se han producido grandes daños en la evolución natural de la vida de la jungla. Debido a este desa¬rrollo acelerado, la inteligencia, cuando finalmente surja, será peligrosamente sal¬vaje en su manifestación. El lapso tempo¬ral transcurrido impide toda recomenda¬ción anticipada de rectificación.»
Pasaron ochenta millones de años.

Wagnowski se apresuró a ir a lo largo de la tranquila carretera suburbana, atravesando la verja. Era un grueso y robus¬to soldado con fríos ojos azules, que vol¬vía a casa con permiso y al principio, mientras besaba a su mujer, no se dio cuenta de los daños que las bombas ha¬bían producido en su casa.
Finalmente, vio el árbol plateado. Lo miró. Estaba a punto de exclamar algo, cuando se dio cuenta de que toda un ala de la casa era un caparazón vacío, del que sólo quedaba una única pared que se al¬zaba en precario equilibrio.
?¡Los  malditos  fascistas  americanos! ?aulló con ansias asesinas?. ¡Son todos unos hijos de…I
Menos de media hora más tarde, el sen¬sible árbol ibis comentó a emitir un delicioso perfume. Primero Rusia, y luego el resto del mundo, respiró la «paz» que se iba extendiendo.
Se acabó la Tercera Guerra Mundial.

Edición digital de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)