La mansión de las rosas
Thomas Burnett Swann
The manor of roses, © 1966 by Mercury Press Inc. Traducción de F. Corripio, J. Piñeiro, y C. Gaudes en Ciencia Ficción Selección-2, Libro Amigo 187, Editorial Bruguera S. A., 1971.
Se ha dicho de los relatos de SF que son los sucesores de los “cuentos de hadas”. Esta observación, bastante errónea en lo que se refiere a la SF propiamente dicha, es, sin embargo, válida con respecto a ciertas manifestaciones afines, como el Sword & Sorcery (literalmente: espada y brujería) o Heroic Fantasy, género que se inspira directamente en antiguas mitologías (sobre todo en las célticas), supersticiones y leyendas.
La mansión de las rosas es, en cierto modo, un cuento de hadas. Pero un cuento de hadas maduro, que no se limita a reproducir viejos esquemas, sino que supone un acercamiento lúcido a ciertos mitos y planteamientos que el hombre contemporáneo cree, un tanto fatuamente, haber dejado atrás. La xenofobia, el maniqueísmo, el clasismo, el machismo, el fanatismo, el puritanismo y unos cuantos “ismos” más, son denunciados, con eficaz y elegante sencillez, en este desmitificador relato lleno de ternura, poesía y fino humor.
Thomas Burnett Swann, viajero, investigador y escritor inglés, ha publicado, además de biografías y libros de poemas, varios relatos de fantasía y ciencia ficción, de los que The manor of roses es tal vez el más logrado.
Capitulo 1
Tengo treinta y cinco años; soy, por lo tanto, una mujer madura, y a pesar de estos tiempos de calamidades y de plagas, de muertes prematuras y de fenecimiento de la belleza antes que el cuerpo muera, se dice que aún sigo siendo tan hermosa como una virgen bizantina, flotando en el cielo de un mosaico dorado y soportando las penas como una túnica de pétalos blancos. Pero las penas no sirven de túnica, sino que son como la desnudez para los ojos de los curiosos, para la lengua de las urracas maldicientes que gozan con la pesadumbre de los demás:
«Siempre está muy triste… La mansión necesita un heredero… ¿Quién nos va a defender del bosque amenazador, de los ladrones y de las malignas mandrágoras?»
Once años hace, en el Año del Señor de 1202, llegó Edmundo el Lobo, el compañero de armas de mi esposo, y nada más desmontar del caballo me dio la noticia de que mi marido había muerto, dejándome como compensación las riquezas capturadas antes de que pereciese en la batalla. ¿Riquezas capturadas? No, un simple botín, diría yo, conseguido en el saqueo de Constantinopla. Miren, esta es una época en que los hombres son como chiquillos provocadores y crueles, dispuestos siempre a dar muerte a un judío, a un húngaro, o a un griego, por considerarle un infiel. Se sienten felices empuñando la espada, y aseguran que con ello sirven a Dios. Son días en que los muchachos no están lo bastante crecidos para el orgullo de sus padres, ya que los únicos hombres de verdad son los cruzados.
Y sin embargo, yo amaba a mi esposo, un normando pelirrojo, alegre como los hombres del Sur, y no como la mayor parte de nuestras adustas gentes de Norte. Le amaba por su jovialidad, por su pelo de color de los ladrillos romanos, y también porque me dio un hijo.
Pero las ansias del cruzado, como el maléfico espíritu de la plaga, también se apoderan de los niños. Tan sólo el año pasado, en Francia y Alemania, Esteban proclamó su alto mensaje de Cristo, Nicolás hizo sonar su irresistible flauta, y los niños se fueron tras él como las mareas hacia la Luna, y afluyeron hacia el Mediterráneo como ríos de inmaculadas vestiduras blancas.
Poco de aquella locura llegó hasta Inglaterra. Tal vez nuestros niños son poco inclinados a las visiones, quizá prefieren cazar, en vez de congregarse bajo las frías arcadas de los templos, para mantener conversaciones con Dios. Pero la demencia, que aquí no afectó a millares, fue a tocar justamente a mi hijo. Y un día se marchó hacia Londres montado en su palafrén roano, vestido con un jubón de piel de oveja teñido de amarillo, y ajustada una correa de cuero a la cintura, de la que pendía una bolsa tintineante, llena de peniques recién acuñados. ¡Iba dispuesto a tomar un barco hasta Marsella, para unirse a Esteban! Pero Esteban y la mayor parte de su cándido ejército fueron vendidos como esclavos al infiel; Nicolás murió de peste antes de alcanzar el mar, y mi hijo, que apenas tenía quince primaveras, llegó a Londres, recorrió las orillas del Támesis en busca de un navío de dos castillos que le llevara al otro lado del canal, y cayó al fin bajo el cuchillo de un bandido. El demonio, creo yo, había poseído a aquellos niños, una burla lanzada como un guantelete al rostro del Señor.
Pero Dios no es ciego, y en menos de un año, me envió a los otros chicos. Por desgracia, todos estaban contagiados de la misma locura. Ellos fueron Juan, un normando de pelo obscuro; Esteban, que aunque sajón se llamaba igual que el muchacho de Francia, y Ruth, a la que llamaban su ángel guardián, pero que nadie sabría decir si había venido del Cielo o de los Infiernos. Presentí que Dios me había convertido en instrumento suyo para protegerles de la ruina que había caído sobre mi propio hijo. ¿Acaso se equivocó Él al encomendarme una misión tan inestimable y difícil? Lo cierto es que lo intenté, Madre del Señor, ¡bien que lo intenté! Les protegí de las mandrágoras del bosque, les amé, les perjudiqué, y luego, al final… Pero ustedes mismos podrán juzgarme…
Corrió cegado por las lágrimas entre los zarzales, asustando a las aves, haciendo que remontaran el vuelo tantos faisanes y perdices como los necesarios para agasajar a un rey. Los sapos le miraron asombrados y en seguida se arrojaron a la laguna con un sordo y simultáneo chapoteo. ¿Ignoraban acaso que él, el tímido Juan, que había perdido su arco en la espesura y esparcido sus flechas durante la carrera, no era criatura de temer? Juan había vuelto de la partida de caza con su padre, el señor del castillo de Goshawk, y en compañía de los caballeros Roberto, Arturo, Eduardo y los demás. Los nombres de esos caballeros eran diferentes, pero su aspecto era casi el mismo. Tenían manos rudas, encallecidas de tanto empuñar la espada contra el infiel… y contra sus compatriotas ingleses; mejillas enrojecidas por el hidromiel, y no por el Sol de nuestros cielos; cuerpos que exhalaban fuerte olor porque se cubrían con jubones forrados de pieles, que llevaban con orgullo incluso en verano, no queriendo imitar a los villanos, que en la época del calor usaban sencillas camisas y calzas sin faldellín. El pelo lacio y humedecido por el sudor, lo llevaban largo por detrás, y cortado en un cerquillo sobre la frente.
A Juan, el hijo del barón, le habían permitido disparar la primera flecha contra un ciervo al que acosaba a los sabuesos. No era buen arquero, pero el ciervo se hallaba tan cerca que sólo podía errarse el tiro si se hacía adrede. Y erró el tiro adrede. Una vez, mientras recogía castañas con su amigo Esteban, el pastor, vio Juan al mismo animal, un magnífico ejemplar de ciervo cuya cornamenta se parecía a las ramas desnudas de los árboles que azota el viento a orillas del mar del Norte.
?No nos tiene miedo ?le había susurrado Esteban, en aquella ocasión.
?Ni hay motivo para que lo tenga ?respondió Juan?. Jamás podríamos hacerle daño. Es demasiado hermoso.
Ahora, en el momento de la caza, el animal volvió su cabeza y les miró como si los reconociera, y tal vez con un aire de resignación. Estaba acorralado por los sabuesos contra un denso matorral de helechos.
Juan lanzó su flecha por encima de la cornamenta, instante que aprovechó el animal para escapar, atravesando los tupidos helechos como si fueran briznas de hierbas y dejando a los perros inmovilizados por la sorpresa.
?¡Mujerzuela! ?gritó su padre con voz ronca a causa de la ira que le producía el haber perdido un festín y un par de astas para adornar el frío vestíbulo del castillo?. ¡Debí entregarte una rueca, en vez de un arco!
Al terminar la partida, Juan fue castigado. Una vez que los caballeros hubieron abatido un animal más pequeño, una joven gacela, tendieron al muchacho sobre el cuerpo cálido y ensangrentado, y cada uno de ellos le pegó de plano con la espada. La mayor parte de los caballeros le golpeó con suavidad, ya que, al fin y al cabo, se trataba del hijo del señor feudal. Pero el golpe de su padre le hizo sangrar y morderse la lengua para contener un llanto vergonzoso.
Después le dejaron marchar.
?¡Vete a las perreras y dile a tu amigo Esteban que te seque las lágrimas! ?le gritó aún su padre, con tono burlón.
Un coro de carcajadas subrayó la mofa. Se decía que Esteban se había acostado con todas las hijas de los villanos comprendidas entre los doce y los veinte años. Y los que no tenían hijas solían afirmar, con aire festivo: «Las muchachas lloran hasta que Esteban les seca las lágrimas».
Una vez solo en el bosque, Juan olvidó su afrenta. Estaba demasiado asustado, para acordarse. Apenas cumplidos los doce años, sabia que los bandidos sentenciados a la horca se refugiaban entre los sicómoros que recordaban a los romanos, y entre las encinas que estaban ahítas de sangre de los sacrificios druidas. En cuanto a los animales, había lobos, osos y jabalíes de largos colmillos, sin olvidar las anfisbenas, que eran serpientes de dos cabezas, ni los grifos de escamosas alas Pero lo peor de todo eran los seres de la mandrágora, que crecían como raíces y luego saltaban de la Tierra, uniéndose a sus congéneres para practicar estos actos de antropofagia.
¿Adónde podía ir?, pensó Juan. Al castillo no, ciertamente, pues allí estarían ahora los cazadores, remojándose en grandes tinas de madera, restregándose unos a otros las espaldas, para quitarse la suciedad de varias semanas, mientras las mozas de la cocina les arrojaban encima cubos de agua y miraban furtivamente sus desnudeces.
En un tiempo el castillo había albergado a su madre. Las sombras se atenuaron con la blancura de sus vestidos, y por los salones se difundió el aroma del clavo, de la canela y otras especias de la cocina. Los muros exteriores florecieron con las corolas del damasco, árbol cuyas semillas habían llegado de Tierra Santa. Y las delicadas ascalonias, o «cebollas de Ascalón», asomaron sus tallos verdes en torno al tronco de los árboles, como pequeños gnomos guardianes.
«Si tiene que haber frutos de guerra ?había dicho ella?, debemos procurar que sean cosas vivas, y no muertas; cosas dulces, en vez de amargas; cosas suaves, y no ásperas; que aumenten el verde de la Tierra, y no el oro de los cofres.»
Seis años antes ella había muerto víctima de la peste. Ahora, cuando Juan se arrodillaba en el suelo de piedra de la capilla, rezaba al Padre, al Hijo y a la Virgen, pero la Virgen era su madre.
No, no podía regresar al castillo. Podía, pero se vería obligado a visitar la cabaña del abad y tendría que recibir otra lección sobre lógica y astrología, sobre ensayos de Lucano y Aristóteles. En realidad Juan era un buen alumno, y hasta sobresaliente; pero había momentos para estudiar, y momentos para acudir junto a Esteban. A pesar de la burla de su padre, aquél era el momento de ir a buscar a Esteban. No es que su amigo fuese delicado y femenino como una hermana; todo lo contrario, era tan mal hablado y agresivo como cualquier muchacho capaz de tumbar a una chica en el heno. Pero dominaba su rudeza ante Juan, respetaba sus conocimientos, e ignoraba sus debilidades.
Esteban era un villano sajón que tenía tres años más que Juan. Sus antepasados, como él mismo aseguraba con razón, habían sido poderosos condes. Pero los conquistadores normandos les redujeron a la condición de siervos, obligándoles a trabajar las tierras que antaño habían poseído, en los que una vez se alzó una torre de madera rodeada por una empalizada, y ahora se veía el castillo levantado por el abuelo de Juan, una fortaleza de piedra circundada por bastiones en cuya entrada se hallaba el rastrillo de hierro de una poterna, custodiada por arqueros protegidos detrás de las troneras.
Los padres de Esteban habían muerto víctimas de los seres de la mandrágora, en una de las rápidas incursiones que éstos efectuaron fuera del bosque para robar ovejas y cerdos. Un día como aquél, dos años antes, Juan y Esteban se habían hecho amigos inseparables. Juan encontró a Esteban arrodillado junto al cuerpo de su madre; no conocía entonces ni siquiera el nombre del chico que permanecía al lado del cadáver, pero le colocó un brazo, con aire de consuelo, en torno a los hombros ?gesto audaz, para alguien tan tímido? y casi esperó un áspero gruñido o incluso un golpe, como respuesta. Sin embargo, Esteban escondió su cabeza entre los brazos del hijo de su amo y se puso a sollozar convulsivamente, sin lágrimas. No pasó mucho tiempo, cuando ambos resolvieron adoptarse mutuamente como hermanos; para ello se hicieron un corte en el antebrazo, con un cuchillo de caza y mezclaron sus sangres sellando así el pacto.
A partir de entonces, Esteban había vivido en un desván situado encima de las perreras, haciendo de cuidador de sabuesos, de pastor y de granjero, mientras adquiría gran destreza en el arte de luchar con los puños y con el garrote. No sabia leer inglés, y mucho menos francés o latín, pero los lobos temían su palo y los hombres crecidos, sus puños. ¿Cómo se le hubiera podido describir adecuadamente? Era irritable, pero su enfado era motivado por las cosas, y no contra ellas; por los siervos y la miseria en que vivían; por los perros a los que obligaban a acometer temerariamente en las cacerías, y que a menudo perecían entre los colmillos de los jabalíes; por los animales que eran muertos para distracción de los amos, y no para que sirvieran de comida. Algunas veces, también se mostraba jovial: hablaba de las cosas en voz alta, con aire radiante, manejaba el arco, daba de comer a sus perros o blandía la guadaña lleno de vitalidad.
Otras veces ni estaba alegre ni enfadado, sino que parecía encontrarse más allá de ambos estados de ánimo; caía como en un rapto de ensoñación, y anhelaba encontrar un ángel, o la espada Excalibur, o, mejor aún, soñaba en comprar su libertad, para luego convertirse en un Caballero Hospitalario, ayuda de peregrinos y terror de los infieles.
?Pero tendrás que hacer un voto de castidad ?le había dicho Juan, en una de esas ocasiones.
?Bueno, ya pensaré en eso cuando llegue el momento ?repuso Esteban.
Por otra parte, era uno de esos seres que tan poco abundan, un soñador que pone en práctica sus sueños, y últimamente había hablado del triste sino corrido por la Cruzada de los Niños, añadiendo que ya era hora de que otros Esteban y otros Nicolás siguieran a los primeros muchachos, pero armados con espadas, en vez de símbolos, para que pudieran triunfar donde los otros fracasaron.
Juan sentía un hondo temor de que Esteban se marchase a Jerusalén sin llevarle con él, a pesar de que no sabia si iba a tener valor suficiente para un viaje semejante, primero a través de las tinieblas del bosque hasta llegar a Londres, luego en barco hasta Marsella, y por último a la tierra de los sarracenos. Ahora Juan, empero, salió de su ensimismamiento y apresuró el paso; pero volvió a pensar en las razones que iba a esgrimir para hacer que su amigo renunciara a su propósito. Encontró entonces al viejo Eduardo segando en la Pradera Común; llevaba un taparrabo andrajoso sujeto a la cintura, y su rostro y sus hombros eran tan ásperos y obscuros como una silla de montar después de un viaje desde Londres a Edimburgo. El viejo no alzó la vista, ni perdió un solo golpe de guadaña.
«¿Para qué mirar al cielo? ?solía decir?. Pertenece a los ángeles, y no a los siervos.»
?¿Has visto a Esteban? ?le preguntó Juan.
Zas, zas, zas, hacía la guadaña, y las hierbas se abatían como las víctimas de la peste.
?¿Has visto a Esteban? ?inquirió el chico, en voz más alta.
?Bueno, que no soy sordo ?gruñó el anciano?. Vuestro padre me quitó la juventud, los cerdos y el maíz, pero no las orejas. Al menos por ahora. Vuestro amigo, en cambio, perderá las suyas, si no hace su trabajo. Debería estar ya aquí, en la pradera, en estos momentos.
?Entonces, ¿dónde está? ?exclamó Juan, desesperado.
?Habrá ido hacia la Cueva de los Romanos, a juzgar por la mirada que tenía. Allí va a esconderse, cuando sueña despierto. Ni siquiera me dirigió una sola palabra.
La Cueva de los Romanos eran las ruinas donde aquellos habían venerado a su dios del sol Mithra, en una bóveda subterránea. Más tarde, y como desagravio al Dios de los cristianos, los sajones alzaron una iglesia de troncos y transformaron la cueva en una cripta para enterrar a sus muertos. Durante la conquista normanda, las mujeres y los niños se ocultaron en la iglesia, y los normandos arrojaron teas encendidas al techo y quemaron el templo con sus ocupantes dentro. Los restos carbonizados y retorcidos fueron quedando ocultos por la floreciente aliaga, y los pocos maderos ennegrecidos que se alzaban como manos implorantes entre las flores amarillas, ya no atrajeron más fieles hacia los sepultados dioses.
Ningún forastero hubiera sospechado que había una cripta debajo de las matas florecientes, pero Juan apartó las ramas espinosas y se internó por una estrecha hendidura hasta alcanzar un tramo de escaleras. Aquel lugar estaba como imbuido de un espíritu sagrado; se percibía una sensación extraña, de tiempos idos, como la que se siente cuando se observa una gran piedra druida que los líquenes han erosionado y que se alza hacia las estrellas como participando de su cósmica lejanía. Allí los adoradores de Mithra se habían bañado con la sangre de los toros sacrificados, y ascendieron los siete peldaños de los iniciados para rendir homenaje al Sol. Era un vergonzoso rito pagano, según había dicho el abad, y Juan le preguntó entonces la razón de que Jehová hubiera ordenado a Abraham que sacrificase a Isaac.
?Era sólo como prueba ?contestó rápidamente el anciano.
?Pero, ¿y la hija de Jefté? Ella no era ninguna prueba.
El abad prefirió cambiar de tema.
Aunque sólo tenía doce años, Juan ya había empezado a hacer preguntas acerca de la Biblia, de Dios, de Cristo y del Espíritu Santo. Para Esteban, la religión era sentimiento, y no reflexión. Dios era como un patriarca de frondosa barba, y los ángeles tenían que ser tan reales como los árboles del bosque. Juan pensaba de modo diferente. Sólo la Virgen María quedaba al margen de toda duda, de toda discusión, y le parecía una hermosa mujer, sin edad precisa; envuelta en un manto de seda bordada, moraba en lo alto del cielo unas veces, y otras casi al alcance de la mano; brillando más que el Sol, y, sin embargo, tan sencilla como el pan, la hierba, los pájaros y el amor de Esteban. Era invisible, pero no inalcanzable.
Al llegar al pie de las escaleras, Juan se vio ante una cueva larga y estrecha, de paredes de tierra en las que estaban inhumados los cristianos envueltos en sus sudarios, y que terminaba en una bóveda semicircular. Ahora, en aquel lugar ya no se adoraba a Mithra, ni se sacrificaban toros sagrados; tampoco se veneraba a la Virgen María, que acunaba en sus brazos al niño Cristo. Esteban se hallaba arrodillado sobre las piedras y sostenía un cirio, que iluminaba el techo cubierto de pinturas que representaban a Jesús caminando sobre las aguas, multiplicando los panes y los peces, y ordenando a los ciegos que vieran y a los lisiados que caminasen.
?Juan ?dijo Esteban?, he encontrado…
?¡Una Virgen!
Estaba tendida sobre un lecho de hierbas. Su rostro parecía una máscara de marfil, bajo la luz de la vela. Juan pensó en la imagen de una Virgen procedente del altar de alguna catedral francesa, aunque parecía animada con el inconfundible soplo de la vida. Luego, al acercarse, comprobó decepcionado que no se trataba de la Virgen, pues era excesivamente joven. Tan sólo era una muchacha.
?Es un ángel ?dijo Esteban.
?Ah, un ángel ?murmuró Juan, y suspiró lamentando la juventud de la aparición.
¿Para qué necesitaba él otro ángel, y femenino, por añadidura? Dios, o la Virgen María, le había enviado a Esteban, angelical aunque no femenino, y menos aún afeminado, con su revuelto cabello en lugar de una aureola, su rostro más enrojecido que sonrosado una especie de arcángel Miguel o Gabriel dispuesto a hacer resonar su poderosa trompeta, en lugar de pulsar una suave lira.
El ángel se movió y abrió los ojos con un gracioso parpadeo; sin sorpresa ni temor, sino más bien, según le pareció a Juan, con meditado cálculo, como algunas de las rústicas muchachas que acudían al desván de Esteban. Sus dientes eran blancos como la tela de su túnica, que se ajustaba en el talle por medio de un cerúleo cordón de seda. Sus puntiagudas zapatillas, de piel festoneada de terciopelo, eran como las que deben usarse en las suaves praderas del cielo. Pero no tenía alas. ¿O acaso las escondía bajo su túnica? Juan se sintió tentado a hacerle alguna pregunta.
?Salúdala ?murmuró Esteban?. Dale la bienvenida.
?¿Cómo debo saludarla? No conozco el lenguaje de los ángeles ?respondió Juan, apesadumbrado.
?Puedes hablarle en latín, me parece. Tiene que conocerlo, con tantos sacerdotes pronunciando el benedicte en esa lengua.
Esteban tenía razón. En el rudo inglés ni había que pensar, y tampoco en el francés de los normandos, quienes, al fin y al cabo, eran descendientes de los bárbaros vikingos.
?¿Quo vadis? ?preguntó Juan, tal vez con muy poca delicadeza.
Su sonrisa, aunque deliciosa a juicio de Juan, no sirvió para contestar a la pregunta.
?¿Qué estás haciendo aquí? ?repitió el muchacho, en el francés de los normandos.
Esteban, que conocía algo de francés, le dio frenéticamente unos cuantos codazos.
?Nunca debes hacer preguntas a un ángel ?susurró?. Dale la bienvenida. Ríndele homenaje. Recita algunos salmos, o cuando menos, un proverbio.
?No estamos seguros de que sea un ángel, ¿no crees? En realidad, no nos lo ha dicho.
Por fin la aparición habló.