Respaldo de material de tanatología

Muerte por Ferrarte Mora

MUERTE

MUERTE.Platón afirmó que la filosofía es una meditación de la muerte. Toda vida filosófica, escribió después Cicerón, es una commentatio mortis. Veinte siglos después Santayana dijo que «una buena manera de probar el calibre de una filosofía es preguntar lo que piensa acerca de la muerte». Según estas opiniones, una historia de las formas de la «meditación de la muerte» podría coincidir con una historia de la filosofía. Ahora bien, tales opiniones pueden entenderse en dos sentidos. En primer lugar, en el sentido de que la filosofía es o exclusiva o primariamente una reflexión acerca de la muerte. En segundo término, en el sentido de que la piedra de toque de numerosos sistemas filosóficos está constituida por el problema de la muerte. Sólo este segundo sentido parece plausible.

Por otro lado, la muerte puede ser entendida de dos maneras. Ante todo, de un modo ambiguo, luego, de una manera restringida. Ampliamente entendida, la muerte es la designación de todo fenómeno en el que se produce una cesación. En sentido restringido, en cambio, la muerte es considerada exclusivamente como la muerte humana. Lo habitual ha sido atenerse a este último significado, a veces por una razón puramente terminológica y a veces porque se ha considerado que sólo en la muerte humana adquiere plena significación el hecho de morir. Esto es especialmente evidente en las direcciones más «existencialistas» del pensamiento filosófico, no sólo las actuales, sino también las pasadas. En cierto modo, podría decirse que el significado de la muerte ha oscilado entre dos concepciones extremas: una que concibe el morir por analogía con la desintegración de lo inorgánico y aplica esta desintegración a la muerte del hombre, y otra, en cambio, que concibe inclusive toda cesación por analogía con la muerte humana.

Una historia de las ideas acerca de la muerte supone, en nuestra opinión, un detallado análisis de las diversas concepciones del mundo ?y no sólo de las filosofías? habidas en el curso del pensamiento humano. Además, supone un análisis de los problemas relativos al sentido de la vida y a la concepción de la inmortalidad, ya sea bajo la forma de su afirmación, o bien bajo el aspecto de su negación. En todos los casos, en efecto, resulta de ello una determinada idea de la muerte. Nos limitaremos aquí a señalar que una dilucidación suficientemente amplia del problema de la muerte supone un examen de todas las formas posibles de cesación aun en el caso de que, en último término, se considere como cesación en sentido auténtico solamente la muerte humana. Hemos realizado en otro lugar este examen (cfr. El sentido de la muerte, 1947, especialmente cap. I). De él resulta, por lo pronto, que hay una distinta idea del fenómeno de la cesación de acuerdo con ciertas últimas concepciones acerca de la naturaleza de la realidad. El atomismo materialista, el atomismo espiritualista, el estructuralismo materialista y el estructuralismo espiritualista defienden, en efecto, una diferente idea de la muerte. Ahora bien, ninguna de estas concepciones entiende la muerte en un sentido suficientemente amplio, justamente porque, a nuestro entender, la muerte se dice de muchas maneras (desde la cesación hasta la muerte humana), de tal modo que puede haber inclusive una forma de muerte específica para cada región de la realidad. La analogia mortis que con tal motivo se pone de relieve puede explicar por qué ?para citar casos extremos? la concepción atomista materialista es capaz de entender el fenómeno de la cesación en lo inorgánico, pero no el proceso de la muerte humana, mientras que la concepción estructuralista espiritualista entiende bien el proceso de la muerte humana, pero no el fenómeno de la cesación en lo inorgánico.

No se trata, pues, de adoptar una determinada idea del sentido de la cesación en una determinada esfera de la realidad y aplicarla por extensión a todas las demás esferas (por ejemplo, de concebir la muerte principalmente como cesación en la naturaleza inorgánica y luego de aplicar este concepto a la realidad humana; o, a la inversa, de partir de la muerte humana y luego concebir todas las demás formas de cesación como especies, por acaso «inferiores», de la muerte humana). Se trata más bien de ver de qué distintas maneras «cesan» varias formas de realidad y de intentar ver qué grados de «cesabilidad» hay en el continuo de la Naturaleza. En El ser y la muerte (1962), el autor de la presente obra ha formulado varias proposiciones relativas a la propiedad «ser mortal», donde la expresión `ser mortal’ resume cualquier modo de dejar de ser: «1) Ser real es ser mortal; 2) Hay diversos grados de mortalidad, desde la mortalidad mínima a la máxima; 3) La mortalidad mínima es la de la naturaleza inorgánica; 4) La mortalidad máxima es la del ser humano; 5) Cada uno de los tipos, de ser incluidos en `la realidad’, es comprensible y analizable en virtud de su situación ontológica dentro de un conjunto determinado por dos tendencias contrapuestas: una que va de lo menos mortal a lo más mortal y otra que recorre la dirección inversa» (op. cit., § 9). Lo que se llama «muerte» es entendido aquí como un fenómeno, o una «propiedad», que permite «situar» tipos de entidades en el citado «continuo de la Naturaleza».

Ha sido común estudiar filosóficamente el problema de la muerte como problema de la muerte humana. En la actualidad abundan los estudios biológicos, psicológicos, sociológicos, médicos, legales, etc., sobre la muerte, con atención a casos concretos, a los modos como en distintas comunidades y en diferentes clases sociales se hace frente al hecho de que los seres humanos mueren. Estos estudios son importantes, porque ponen de manifiesto que la muerte humana es un fenómeno social, a la vez que un fenómeno natural. Por eso se tienen en cuenta no solamente los «moribundos» y los «fallecidos», sino también los sobrevivientes. La investigación propia a que antes nos referimos no deja de lado los citados estudios, pero atiende a la noción de «muerte» (o de «cesación») como noción general filosófica y no solamente como un fenómeno humano. En lo que toca al último se han contrapuesto dos tesis extremas: según una de ellas, la muerte es simple cesación; según la otra, la muerte es «la propia muerte», irreductible e intransferible. Estimamos, por nuestro lado, que la llamada «mera cesación» y la muerte «propiamente humana» funcionan a modo de conceptos-límites. De la muerte humana se puede decir que es «más propia» que otras formas de cesación, pero, a menos de cortar por completo la persona humana de sus raíces naturales, debe admitirse que tal propiedad no es nunca completa.

Junto a una investigación filosófica de la muerte, puede procederse a una descripción y análisis de las diversas ideas que se han tenido acerca de la muerte en el curso de la historia, y en particular en el curso de la historia de la filosofía. Puede entonces examinarse la idea de la muerte en el naturalismo, en el estoicismo, en el platonismo, en el cristianismo, etc. También pueden estudiarse las diversas ideas de la muerte en diversos «círculos culturales» o en varios períodos históricos. En la mayor parte de los casos este estudio va ligado a un examen de las diversas ideas acerca de la supervivencia y la inmortalidad (VÉASE).

Sobre el problema general de la muerte: O. Bloch, Vom Tode. Eine allgemeinverständliche Darstellung, 2 vols., 1909. ?G. Simmel, «Zur Metaphysik des Todes», Logos, I (1910-1911), 57-70 [recogido en Lebensanschauung. Vier metaphysische Kapitel. Cap. III: «Tod und Unsterblichkeit», 1918; 2ª ed., 1922 (trad. esp.: Intuición de la vida. Cuatro capítulos de metafísica, 1950)]. ?M. Heidegger, Sein und Zeit, I, 1927, §§ 46-53 (trad. esp.: El ser y el tiempo, 1951; 2ª ed., 1961). ?A. F. Dina, La destinée, la mort et ses hypothèses, 1927. ?R. Ruyer, «La mort et l’existence absolue», Recherches philosophiques, 2 (1932-1933), 131-174. ?Max Scheler, «Tod und Fortleben», en Schriften aus dem Nachlass, I, 1933, reimp. en Gesammelte Werke, vol. 10, 1957 (trad. esp.: Muerte y supervivencia. Ordo amoris, 1934). ?P. L. Landsberg, Die Erfahrung des Todes, 1937 (trad. esp.: Experiencia de la muerte 1940). ?Leopold Ziegler, Vom Tod, 1937. ?I. Feier, Essais sur la mort, 1939. ?J.-P. Sartre, L’Être et le Néant, 1943, Parte IV (trad. esp.: El ser y la nada, 1950). ?Romano Guardini, Tod, Auferstehung, Ewigkeit, 1946. ?Paul Chauchard, La mort, 1947. ?José Ferrater Mora, op. cit. en el texto del artículo. ?R. Troisfontaines, M. d’Halluin et al., La Mort, 1948. ?Raoul Montandon, La mort, acte inconnu, 1948. ?J. Vuillemin, Essai sur la signification de la mort, 1949. ?Béla von Brandenstein, Leben und Tod. Grundlagen der Existenz, 1949. ?C. J. Ducasse, Nature, Mind and Death, 1951 [The Paul Carus Lectures, 1949]. ?Edgar Morin, L’homme et la mort, 1951; nueva ed., 1970 (trad. esp.: El hombre y la muerte, 1970). ?F. K. Feigel, Das Problem des Todes, 1952. ?José Echeverría, Réflexions métaphysiques sur la mort et le problème du sujet, 1952. ?A. Metzger, Freiheit und Tod, 1955. ?Ursula von Mangoldi, Der Tod als Antwort auf das Leben, 1957. ?Ewald Wasmuth, Vom Sinn des Todes, 1959. ?M. F. Sciacca, Morte ed immortalità, 1959 [Opere complete, vol. 9] (trad. esp.: Muerte e inmortalidad, 1962). ?Jacques Choron, Modern Man and Mortality, 1964. ?Ph. Merlan, H. Freeman et al., Reflections on Life and Death, 1965 [artículos en número especial de Pacific Philosophy Forum]. ?Vladimir Jankélévitch, La mort 1966. ?Eugen Fink, Metaphysik und Tod, 1969. ?D. Z. Phillips, Death and Immortality, 1970. ?Fridolin Wiplinger, Der personal verstandene Tod. Todeserfahrung als Selbsterfahrung, 1970. ?Warren Shibles, Death: An Interdisciplinary Analysis, 1974. ?Louis-Vincent Thomas, Anthropologie de la mort, 1975. ?Varios autores, artículos en el número especial de The Monist, 59, 2 (1975), titulado «Philosophical Problems of Death». ?Johannes Schwartländer, Hans Heimann et al., Der Mensch und sein Tod, 1976, ed. Johannes Schwartländer. ?Peter Koestenbaum, Is There an Answer to Death?, 1976. ? Robert M. Veatch, Death, Dying, and the Biological Evolution: Our Last Quest for Responsibility, 1976. ?R. M. Chisholm, P. Edwards, et al., Language, Metaphysics, and Death, 1978, ed. J. Donnelly. ?G. Scherer, Das Problem des Todes in der Philosophie, 1979; 2ª ed., 1988. ?H. Ebeling, Freiheit, Gleichheit, Sterblichkeit, 1982. ?J. F. Rosenberg, Thinking Clearly About Death, 1983. ?Ph. Ariès, El hombre ante la muerte, 1983 (trad. esp.). ?A. Hartle, Death and the Disinterested Spectator: An Inquiry into the Nature of Philosophy, 1986. ?R. F. Almeder, Death and Personal Survival: The Evidence for Life After Death, 1992. ?J. M. Fischer, ed., The Metaphysics of Death, 1993.

A esta bibliografía hay que agregar los trabajos de los autores que sin haber consagrado obras especiales al problema de la muerte lo han considerado como central; así Unamuno (especialmente en Del sentimiento trágico de la vida), Jaspers, etc. ?Véase también la bibliografía del artículo INMORTALIDAD.

Sobre el problema de la muerte especialmente en sentido biológico: A. Weismann, Die Dauer des Lebens, 1882. ?A. Dastre, La vie et la mort, 1909. ?Doflein, Das Unsterblichkeitsproblem im Tierreich, 1913. (Para resumen popular de las investigaciones sobre el llamado problema de la inmortalidad de la célula, véase Metalnikof, La lucha contra la muerte, trad. esp.; en él se hace referencia a las investigaciones de Metchnikoff, Maupas, Woodruff, Calkins, etc.). ?Lipschütz, Allgemeine Physiologie des Todes, 1915. ?P. Kammerer, Einzeltod, Völkertod, biologische Unsterblichkeit, 1918. ?G. Bohn, Les problèmes de la vie et de la mort, 1925. ?M. Vernet, La vie et la mort, 1952 (contra las tesis mecanicistas de A. Dastre). ?D. N. Walton, On Defining Death: An Analytic Study of the Concept of Death in Philosophy and Medical Ethics, 1979. ?D. Lamb, Death, Brain, and Ethics, 1985. ? R. M. Zaner, ed., Death: Beyond Whole-Brain Criteria, 1988. ?M. P. Battin, The Least Worst Death: Essays in Bioethics on the End of Life, 1993.

Sobre el problema de la muerte, con particular atención a la cuestión del envejecimiento: Ewald, Ueber Altern und Sterben, 1913. ?Eugen Korschelt, Lebensdauer, Altern und Tod, 1917; 3ª ed., aum., 1924. ?Rafael Virasoro, Envejecimiento y muerte, 1939. ?Hans Driesch, Zur Problematik des Alterns, 1942. ?Roger Mehl, Le vieillissement et la mort, 1955; nueva ed., 1962. ?M. Arniou, A. Berge, R. Biot et al., La vieillesse, problème d’aujourd’hui, 1961 [Groupe lyonnais d’études médicales philosophiques et biologiques]. ?R. F. Weir, ed., Ethical Issues in Death and Dying, 1977. ?B. R. Barber, Advance Directives and the Pursuit of Death with Dignity, 1993.

El problema de la muerte en diversas culturas, épocas y autores: F. Lexa, Das Verhältnis des Geistes, der Seele und Leibes bei den Aegyptern des alten Reiches, 1918. ?E. Stettner, Die Seelenwanderung bei Griechen und Römern, 1954. ?E. Benz, Das Todesproblem in der stoischen Philosophie, 1929. ?J. Fallot, Le plaisir et la mort dans la philosophie d’Épicure, 1952. ?J. Fischer, Studien zum Todesgedanken in der alten Kirche, I, 1954. ?Jaroslav Pelikan, The Shape of Death: Life, Death, and Immortality in the Early Fathers, 1961. ?Philippe Aries, Western Attitudes toward Death: From the Middle Ages to the Present, 1974 [Conferencias en John Hopkins University, 1973, pronunciadas en francés]. ?María Josefa González-Haba, La muerte en el pensamiento del Maestro Eckhart, 1959. ?Mario J. Valdés, Death in the Literature of Unamuno, 1964. ?J. Wach, Das Problem des Todes in der Philosophie unserer Zeit, 1934. ?A. Sternberger, Der verstandene Tod. Eine Untersuchung über M. Heideggers Existentialontologie, 1934. ?James M. Demske, Sein, Mensch und Tod. Das Todesproblem bei M. Heidegger, 1963 (hay también ed. inglesa). ?Ugo Maria Ugazio, Il problema della morte nella filosofia di Heidegger, 1976. ?K. Lehman, Der Tod bei Heidegger und Jaspers. Ein Beitrag zur Frage: Existentialphilosophie, Existenzphilosophie und protestantische Theologie, 1939. ?Régis Jolivet, Le problème de la mort chez M. Heidegger et J. P. Sartre, 1950. ?Ferdinand Reisinger, Der Tod im marxistischen Denken heute, 1977. ?U. M. Ugazio, Il problema della morte nella filosofia di Heidegger, 1976. ?P. Edwards, Heidegger and Death: A Critical Evaluation, 1980. ?P. Ariès, La muerte en Occidente, 1982 (trad. esp.). ?R. Boothby, Death and Desire: Psychoanalytic Theory in Lacan’s Return to Freud, 1991.

Bibliografía: S. Southard, Death and Dying: A Bibliographical Survey, 1991.


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  1. Las dos «direcciones»

    Si hay «elementos últimos» que no cambian, entonces no cesan. Pero si no cambian ni cesan, entonces no existen. He aquí la tesis capital de esta sección: la equiparación de realidad con cesabilidad, o posibilidad de cesación.

    Esto no quiere decir que todas las realidades naturales posean la misma forma de cesabilidad. Ciertas partículas se transforman en otras; de estados considerados «materiales» puede pasarse a otros descritos como «energéticos», y viceversa, etc. En el curso de estos cambios y transformaciones, que son a la vez cesaciones de una estructura o, si se quiere, de un estado para dar origen a otra estructura, 0 estado, ciertos elementos pueden ser más persistentes -más «perdurables»- que otros. Ciertos cambios de posición espacial de los elementos dentro de una estructura pueden ser muy importantes para las transformaciones a que ésta pueda ser sometida, mientras que otros cambios, asimismo de naturaleza espacial, afectan a la estructura solo mínimamente.

    ¿Cabe equiparar realidad, o existencia, con cesabilidad? La respuesta es afirmativa. He aquí la primera de cinco proposiciones al respecto:

    1. Ser real (o existir) es ser cesable

        ¿Quiere esto decir que todas las cosas en la Naturaleza exhiben el mismo grado de cesabilidad? (¿0 que dejan de ser del mismo modo y en la misma medida?) La respuesta es negativa, como se ve en la proposición:

    2. Hay varios grados de cesabilidad, desde la pura y simple terminación de la existencia hasta lo que se entiende por «muerte».

    A primera vista, las proposiciones 1 y 2 no encajan mutuamente. En todo caso, ofrecen una dificultad mayúscula: si, por un lado, ser real es ser cesable y, por el otro, se admiten grados de cesabilidad, habrá que concluir que «unas cosas» existen «más», o son más «reales» (por ser más cesables), que otras, y viceversa.

    Evidentemente, esto sería absurdo.

    Para hacer frente a esta dificultad, propongo lo siguiente: Primero, estimo que no hay lugar a admitir «grados de existencia» del Mismo modo que se admiten, o en el mismo sentido en que se admiten, grados de color o de temperatura. No tiene sentido, pues, decir que algo existe «más» o «menos». Ni siquiera cuando algo es realmente Posible y hasta altamente probable existe antes de actualizarse su Posibilidad. Segundo, nada cesa «más» o «menos» como si la cesación pudiera medirse y cuantificarse. En este sentido, la noción de cesación es tan unívoca como la de existencia. Por tanto, por ‘grados de cesabilidad’ hay que entender otra cosa.

    Propongo que sea lo menor o mayor indeterminación con respecto a la duración posible, o a la posible permanencia, de aquello de que se trate. Con el fin de- evitar problemas enojosos, que, por el momento, además, no han sido aún completamente dilucidados, haré caso omiso del hecho, de que el universo haya podido tener un origen (posiblemente con el tiempo) y de que las condiciones reinantes al comienzo, o durante los llamados «los tres primeros minutos», hayan sido tan distintas de las que conocemos, que no valgan para ellas los esquemas ontológicos aquí presentados -como pudieran muy bien no valer tampoco las mismas leyes físicas que rigen el universo en nuestro presente momento. Una vez admitida esta restricción, cabe hacer una serie de afirmaciones relativas a la «duración», «permanencia» o «cesabilidad» de las «cosas» o «entidades» que hay en el mundo. En las condiciones actuales conocidas, un electrón puede seguir siendo el mismo electrón durante cinco mil millones de años o durante un trillonésimo de segundo. El tiempo de duración de un sistema solar del tipo del nuestro es menos azaroso, en parte porque se trata de un objeto mucho más complejo -al fin y al cabo es una abrumadora estructura compuesta de muy diversos tipos de elementos en enormes cantidades- y en parte también porque tiene un «desenvolvimiento» -el que va, por ejemplo, de la nebulosa a la formación de planetas, satélites , etc. De todos modos, se trata de una duración relativamente poco definida y precisa. Una cordillera o un sistema fluvial en nuestro globo pueden durar más o menos, dependiendo de muy variados factores, que incluyen su posición en la geología del planeta y su relación con otros procesos geológicos. Pero la duración de una cordillera en nuestro globo está de una cordillera en nuestro globo está posiblemente más determinada y circunscrita que la de un sistema solar en virtud de su posición en la geología del planeta: algunas cordilleras pueden desaparecer bruscamente, en una gran convulsión geológica, y otras ir dejando de existir en cuanto cordilleras en virtud de, entre otras causas, las erosiones, pero no es absurdo hablar de «la vida (la duración) de una cordillera». Un organismo biológico -en todo caso, uno multicelular- está mucho más confinado temporalmente que cualquier otra realidad no orgánica. Su «ciclo vital» no puede extenderse indefinidamente o, en todo caso, arbitrariamente. Los organismos biológicos tienen, ya propiamente, una «vida» y están por ello sometidos a una «muerte». La cesación configura un organismo biológico de un modo mucho más determinado que las realidades inorgánicas. Esta configuración por la cesación alcanza su máximo en el ser humano ?y puede alcanzarla en cualquier especie capaz de objetivarse mediante productos culturales. Por eso se puede hablar aquí, ya más propiamente, de «una vida» -y de «una muerte»-. En suma, «cesar más o menos, es decir, exhibir un grado, todo lo flexible que se quiera, de cesabilidad» es aproximadamente lo mismo que «estar más o menos precisamente condicionado (en virtud de la propia estructura y de su posición y función en el mundo) para cesar». A la luz de lo dicho, siento otras dos proposiciones:

    3. La cesabilidad mínima es la de las realidades inorgánicas

    4. La cesabilidad máxima es la de los seres humanos.

    Buena parte de la presente obra está destinada a aclarar, y a ilustrar, estas dos proposiciones. Concluiré con ésta:

    5. Si, para simplificar, se llama «mortal» a «ser cesable», cabe concluir que cada uno de los niveles -en orden de posible emergencia- de «la realidad» es analizable en virtud de su situación ontológica dentro de un continuo -el «continuo de todo lo que hay» caracterizado por uno, o, más pares de tendencias opuestas (y complementarias). El par de tendencias dilucidado a lo largo de esta obra está constituido por los dos siguientes opuestos (y complementarios) polos: la tendencia que va de «lo menos mortal» a «lo más mortal» y la tendencia que recorre el camino inverso.

    Los pares de «tendencias ontológicas» aludidas pueden ser muy distintos entre sí, pero funcionan de modo semejante. Esto hace que, dados varios pares de esta índole, cada miembro de un par pueda compararse, y hasta relacionarse, con el correspondiente miembro de los pares restantes. Así, dados los pares llamados «ser y sentido» y «minimamente cesable y máximamente cesable», «ser y mínima?mente cesable», por un lado, y «sentido y máximamente cesable», por el otro, la serie de los primeros y la de los segundos es mutuamente comparable y relacionable. Algo similar ocurre con los pares «simple-complejo», «desorden-orden» y «menos individualizado-más individualizado». No puede decirse, por el momento, si hay o no un «par predominante», aunque parece probable que si uno hay sea el par «desorden-orden». Es posible, en todo caso, que la tendencia al desorden sea unívocamente correlacionable con la tendencia hacía la cesabilidad y hasta con los grados de ésta. Así, las realidades inorgánicas son, de acuerdo con el esquema propuesto, menos cesables, menos individualizables, menos complejas y menos tendientes al orden que las orgánicas, que serán, congruentemente, más cesables, más individualizables, más complejas y más tendientes al orden que aquéllas.

    Preguntémonos ahora si la «línea» que va de lo menos cesable a lo más cesable es «continua», lo que equivale a preguntar si es asimismo «continua» la «línea» a lo largo de la cual se manifiestan los distintos grados de orden, de individualidad y de complejidad.

    Se enfrentan al respecto dos grandes ontologías (o hasta «concepciones del mundo») que han batallado durante siglos sin que ninguna de ellas se haya impuesto definitivamente sobre la otra.

    Una de esas ontologías, o «concepciones del mundo» ha recibido el nombre de «monismo». Sus partidarios han negado que «la realidad» («el mundo», «todo, lo que hay», o hasta «todo lo que pueda haber») se escinda en compartimentos estancos, cada uno de ellos fundado en principios irreductibles. Por lo común, el monismo de referencia ha adoptado dos formas: la materialista y la espiritualista (o también la personalista).

    En la otra ontología se ha defendido la completa mutua irreductibilidad de cualesquiera «capas», «esferas», «sectores» o «niveles» de la realidad. Se han adoptado asimismo dos formas básicas: el dualismo (que puede ser de la materia y el espíritu, la extensión y el pensamiento, lo sobrenatural y lo natural, la Naturaleza y la cultura, el ser y el valor, etc.) y el pluralismo (que ha tratado de superar el dualismo aumentando, más bien que reduciendo, el número de posibles esferas o niveles de lo real).

    Como sucede a menudo con doctrinas de alcance muy vasto y, específicamente, con teorías o esquemas ontológicos, cada una de las indicadas puede apoyarse en sólidas razones, lo que quiere decir que se pueden armar convincentes argumentos contra las otras. Ahora bien, se adopta una teoría ontológica fundamental no porque sea irrefutable (si así fuese, sería ipso facto sospechosa), sino porque se espera que con ella sea más fácil orientarse en el conocimiento del mundo -una ontología tiene mucho de «idea regulativa» en el sentido kantiano- a la vez que lo que vamos sabiendo del mundo por las ciencias y por la experiencia nos vaya confirmando la ontología elegida.

    Ésta es lo que cabría llamar «monismo sui generis». Monismo, porque dudo que haya capas, esferas o niveles completamente independientes, sea ontológica o bien epistemológicamente. Desde este punto de vista, propongo la tesis de que la realidad forma un «continuo». Sui generis, porque se niegan a la vez tres cosas. Primero, que semejante «continuo» constituya una realidad, o forma de realidad, única. Segundo, que aunque esté constituido por varias capas o niveles todos ellos sean últimamente reductibles a una capa o nivel básico. Tercero, que la idea de continuidad implique necesariamente la ausencia de desniveles o, según los casos, de cambios bruscos. Refiriéndose a la evolución, geológica y biológica, de nuestro planeta, Stephen Jay Gould y Niles Eldredge han propuesto una teoría que llaman «equilibrios puntuados» . De modo similar cabría hablar de una «continuidad puntuada». El carácter «puntuado» se manifiesta no sólo en la multitud de capas y niveles, sino asimismo en el modo como unos están relacionados con otros, y en el modo como unos han «emergido» de otros. Ello permite explicar por qué se puede adoptar una ontología materialista y, al mismo tiempo, no reduccionista. Con ella se aspira a explicar cómo han podido producirse ciertos aspectos o formas de la realidad que no es menester describir estrictamente en términos de su constitución material . Según ha escrito N.R. Hanson, «Los hombres están compuestos de células. Aunque sea cierto decir que los hombres tienen sesos, personalidades y preocupaciones monetarias, sería no decir nada afirmar tales cosas de las células, especialmente si un lenguaje relativo a las células se hallara construido ab initio como lenguaje lógicamente diferente del usado acerca del hombre» . Dicho de otro modo: «Tiene esquizofrenia y un débito en la cuenta bancaria» no puede expresar nada en un lenguaje circunscrito a los comportamientos celulares. Y aunque cabría hablar de una conjunción compleja de células en términos análogos a los usados cuando se habla de un hombre, ello no permitiría reducir a uno los dos lenguajes, ni siquiera en el caso de que caracterizasen el mismo objeto, es decir, yo. Si alguien habla de mí como de un hombre, pero otro habla de mí como un conjunto de células, los dos hablantes difieren conceptualmente aun cuando el denotatum de ambos lenguajes sea idéntico» . En este caso, lo que proporciona la continuidad ontológica es la identidad del objeto y la variedad de sus aspectos a cada uno de los cuales compete un distinto «lenguaje». En otros casos, la continuidad está dada por la estrecha relación causal entre dos grupos de fenómenos, que, por lo demás, no exhiben necesariamente todas y las mismas propiedades. Así, la estructura y disposición de partículas, o micro-partículas, puede producir un objeto material caracterizado, entre otras, por la propíedad de la rugosidad sin que por ello haya que suponer que las indicadas micro-partículas sean rugosas. Esta peculiar combinación de la continuidad con la diversidad ontológica a que. di el nombre de «monismo sui generis» ha sido admitida por otros autores que han explicado de este modo el aparente misterio de la estrecha relación entre la actividad neural y la actividad mental, sosteniendo que no hay inconveniente en afirmar que la primera causa la segunda y que a la vez la segunda es una propiedad (o conjunto de propiedades) de la primera . Cuando Locke afirmaba «la materia piensa», tenía posiblemente en mente una idea parecida. No es que, propiamente hablando, «la» materia, es decir , todo lo que es material, piense; es más bien que el pensar no es una operación que pueda desgajarse por completo de una estructura material, y específicamente cerebral.

    Ahora bien, a diferencia de las ontologías materialistas y emergentistas más conocidas, la que aquí propugno encaja dentro de la concepción integracionista descrita en la «Introducción». Aun si todos los niveles de realidad son, a la postre, directa o indirectamente, dependientes para su constitución de un nivel físico básico; resulta que, una vez constituidos los niveles que conocemos, o cualesquiera que pudiera oportunamente descubrirse , es legítimo discurrir sobre cualquier nivel de realidad en términos de su «tendencia ontológica» hada los que cabría estimar como opuestos, pero que, según se ha visto, es lícito juzgar como complementarios. Esto hace que no sea indiferente para la descripción del nivel físico a considerar la posibilidad de la emergencia de otros niveles -como no es indiferente para la descripción de otro nivel, por ejemplo, el cultural, considerar su referencia a niveles precedentes, incluyendo últimamente el físico. En otras palabras, cabe hablar de las realidades, según oportunamente se indicó, en términos de «polos» -de «polos ontológicos»-, que son, asimismo, sí no predominantemente, tendencias, Por eso el estar situado más cerca de uno de tales polos que de otro es lo que puede caracterizar a tal o cual tipo de realidad, y ello incluye la mayor o menor cesabilidad.

    En suma: se postula aquí una serie, o sucesión, ontológica de realidades, o tipos de realidades. Pero se presume que esta serie, o sucesión, no es representable mediante una sola línea, ininterrumpida y unidireccional, al modo de una flecha que indicaría la «dirección» del «ser» hacía la «existencia real»; es representable más bien por una línea en cada uno de cuyos puntos convergen dos direcciones opuestas y complementarias. Cabe llamar a esta ontología «la de la doble dirección», o duodireccional, o la «ontología del integracionismo». Las añejas metafísicas que habían apelado a las nociones de «procesión» y «conversión» percibieron que había en el mundo algo explicable en términos de proceso, pero prestaron escasa, o nula, atención a la posibilidad de una «doble dirección» del mismo. Por eso midieron ontológicamente el cosmos de acuerdo con una sola dirección -la que suponían encaminarse hacia «el ser», «la perfección», «la plenitud», etc., al punto que llegaron a considerar las cosas tanto menos reales cuanto más alejadas (ontológicamente) se hallaban, o suponían que se hallaban, de un «polo». Situaron, pues, cada tipo de realidad de un modo que lo hacía depender absolutamente de «la realidad». Lo que se oponía a ésta era «la materia», a menudo identificada con «lo puramente indeterminado» o «la nada». Desembocaron así, en un monismo espiritualista, formalmente similar, aunque en contenido radicalmente opuesto, al tipo de monismo materialista y reduccionista que niega que se pueda hablar de nada salvo en términos de composición material.

    En suma: el monismo (o «monopluralismo») aquí propuesto coincide con cierto número de doctrinas monistas en que niega que haya compartimentos estancos y enteramente irreductibles en el mundo. Difiere de ellas, sin embargo, en dos puntos esenciales. Primero, en admitir que hay capas o niveles de realidad emergentes. Segundo, en juzgar que toda capa o nivel de realidad es situable ontológicamente en un continuo situado entre dos polos, que por no existir en cuanto tales, son nombrables sólo mediante conceptos-límites. Estos conceptos -o pares de conceptos- son varios.

    * * *

    En conclusión: la cesación es coexistensiva a lo real. Pero no ejerce igual impronta sobre todas las formas de realidad. Así como al afirmarse que «el ser (la realidad, las cosas) se dice de muchas maneras» se presupone que algunas de ellas son más destacadas en ciertos respectos que otras, cabe admitir asimismo que algunos modos de cesar son más prominentes que otros. Esto, y sólo esto, quiero decir cuando afirmo que ciertos modos, o niveles, de realidad son más cesables que otros, o que hay una «progresión» en el cesar -o en el grado de cesabilidad- que permite pasar del puro y simple terminar hasta el «morir». No hay nada que sea enteramente perecedero, y mortal, como si en ello consistiera su único modo de «ser». Pero no hay nada tampoco que sea totalmente inmortal e imperecedero. Cierto que los significados, los conceptos, los valores, etc., no son ni perecederos ni imperecederos, pues se hallan fuera de toda «mortalidad» o «inmortalidad». Pero los significados, los conceptos, los valores, etc., no tendrían sentido a menos de estar dentro de un contexto que, por lo que sabemos, es el de la vida humana, la cual es posible sólo dentro del contexto de las realidades biológicas. Así, «ser es ser cesable (y, en algunos casos, mortal)» no es la fórmula extravagante que prima facie podría parecer.

    (Último parágrafo perteneciente a la sección 7 del capítulo 1 de El ser y la muerte)

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