Respaldo de material de tanatología

Fragmento Merleau-Ponty

De: Alias de MSNoleMEW  (Mensaje original) Enviado: 21/05/2004 12:14

MAURICE MERLEAU-PONTY
Fenomenología de la percepción

Prólogo

¿Qué es la fenomenología? Parecerá extraño que todavía haya de plantearse esta cuestión medio siglo después de los primeros trabajos de Husserl. Sin embargo, está lejos de haberse resuelto.
La fenomenología es el estudio de las esencias, y todos los problemas, según ella, se reducen a definir esencias: esencia de la percepción, esencia de la conciencia, por ejemplo. Pero la fenomenología es también una filosofía que vuelve a colocar las esencias en la existencia y considera que no se puede comprender al hombre y al mundo sino a partir de su ?facticidad?. Es una filosofía trascendental que pone en suspenso, para comprenderlas, las afirmaciones de la actitud natural, pero es también una filosofía para la cual el mundo está siempre ?ya ahí?, antes de la reflexión, como una presencia inalienable, y todo cuyo esfuerzo se encamina a recobrar este contacto ingenuo con el mundo para darle de una buena vez estatuto filosófico. Es el ambicionar una filosofía que sea una ?ciencia rigurosa?, pero también un dar cuenta del espacio, del tiempo y del mundo ?vividos?. Es el intento de hacer una descripción directa de nuestra experiencia tal cual es, y sin ninguna consideración de su génesis psicológica y de las explicaciones causales que el especialista, el historiador o el sociólogo puedan dar; y, sin embargo Husserl, en sus últimos trabajos, habla de una ?fenomenología genética?, e incluso de una ?fenomenología constructiva?. ¿Se pretenderá cancelar estas contradicciones distinguiendo entre la fenomenología de Husserl y la de Heidegger? Pero todo Ser y Tiempo ha surgido de una observación de Husserl y no es en suma sino una explicitación del concepto natural del mundo o del mundo de la vida que Husserl, hacia el fin de su vida, daba por tema primero de la fenomenología, de tal manera que la contradicción reaparece en la filosofía del mismo Husserl. Un lector impaciente renunciará a abarcar una doctrina que lo ha dicho todo y se preguntará si una filosofía que no acaba de definirse merece todo el ruido que se hace en torno suyo y si no se trata más bien de un mito y de una moda.
Incluso si fuera así, quedaría todavía por explicar el prestigio de este mito y el origen de esta moda, y la seriedad filosófica traduciría esta situación diciendo que la fenomenología se practica y reconoce como una manera o estilo, que existe como movimiento, antes de haber llegado a una total conciencia filosófica. Está en camino desde hace mucho tiempo, sus discípulos la encuentran por todas partes, en Hegel y en Kierkegaard desde luego, pero también en Marx, en Nietzsche, en Freud. Un comentario filológico de los textos no daría ningún resultado: no encontramos en los textos sino lo que ahí hemos puesto, y si alguna historia ha requerido nuestra interpretación, ha sido sin duda la historia de la filosofía. En nosotros mismos encontraremos la unidad de la fenomenología y su verdadero sentido. No se trata tanto de acumular citas cuanto de fijar y objetivar esta fenomenología nuestra que permite, leyendo a Husserl o a Heidegger, que a muchos de nuestros contemporáneos les parezca no tanto encontrarse con una nueva filosofía, sino reconocer la que esperaban. La fenomenología sólo es accesible por medio de un método fenomenológico. Intentemos, pues, anudar deliberadamente los famosos temas fenomenológicos tal como se han anudado espontáneamente en la vida. Tal vez comprenderemos entonces por qué la fenomenología ha permanecido durante tanto tiempo en un estado de incipiencia, de problema y de anhelo.
Se trata de describir y no de explicar o analizar. Esta primera consigna que Husserl dio a la incipiente fenomenología de ser una ?psicología descriptiva? o de volver ?a las cosas mismas?, es ante todo la desaprobación de la ciencia. Yo no soy el resultado o entrecruzamiento de las múltiples causalidades que determinan mi cuerpo o mi ?psiquismo?, no puedo pensarme como una parte del mundo, como un simple objeto de la psicología y de la sociología, ni cerrar sobre mí el universo de la ciencia. Todo lo que sé del mundo, aun científicamente, lo sé a partir de una perspectiva mía o de una experiencia del mundo sin la cual los símbolos de la ciencia no querrían decir nada. Todo el universo de la ciencia está construido sobre el mundo vivido y si queremos pensar en la ciencia misma con rigor y apreciar exactamente su sentido y su alcance, nos es menester despertar ante todo esta experiencia del mundo de la que la ciencia es la expresión segunda. La ciencia no tiene y no tendrá jamás el mismo sentido de ser que el mundo percibido, por la simple razón de que es una explicación o determinación del mismo. No soy un ?ser vivo? o siquiera un ?hombre? o incluso ?una conciencia?, con todos los caracteres que la zoología, la anatomía social o la psicología inductiva reconocen a estos productos de la naturaleza o de la historia, soy la fuente absoluta, mi existencia no proviene de mis antecedentes, de mi ambiente físico y social, sino que va hacia ellos y los sostiene, pues soy yo quien hago ser para mí (y, por ende, ser en el único sentido que la palabra puede tener para mí) esta tradición que elijo reasumir o este horizonte cuya distancia en relación conmigo mismo se evaporaría, puesto que no le pertenece en propiedad si no estuviera yo allí para recorrerla con la mirada. Las perspectivas científicas, según las cuales soy un momento del mundo, son siempre ingenuas e hipócritas, puesto que sobrentienden, sin mencionarla, esta otra perspectiva, la de la conciencia, por la que de inmediato se dispone de un mundo en torno mío y comienza a existir para mí. Volver a las cosas mismas, es volver a este mundo anterior al conocimiento y del que el conocimiento habla siempre, y frente al cual toda determinación científica es abstracta, significativa y dependiente, como la geografía con relación al paisaje en que hemos aprendido por vez primera qué es una selva, una pradera o un río.

Este movimiento es absolutamente distinto del retorno idealista a la conciencia, y la exigencia de una descripción pura excluye tanto el procedimiento del análisis reflexivo cuanto el de la explicación científica. Descartes, y sobre todo Kant, han desligado el sujeto o la conciencia al hacer ver que yo no podría aprehender ninguna cosa como existente si ante todo no me experimento como existente en el acto de aprehenderla; han hecho aparecer la conciencia, la absoluta certidumbre de mí mismo para mí mismo, como la condición sin la cual no habría nada y el acto de enlace como el fundamento de lo enlazado. Sin duda, el acto de enlace no es nada sin el espectáculo del mundo que enlaza; la unidad de la conciencia, en Kant, es exactamente contemporánea de la unidad del mundo, y en Descartes la duda metódica no nos hace perder nada, puesto que el mundo entero, por lo menos a título de experiencia nuestra, es reintegrado en el cogito, cierto con él, y afectado solamente por el signo: ?pensamiento de??. Pero las relaciones del sujeto y del mundo no son rigurosamente bilaterales; si lo fueran, la certidumbre del mundo sería, en Descartes, dada a la vez que la del cogito y Kant no hablaría de ?inversión copernicana?. El análisis reflexivo, partiendo de nuestra experiencia del mundo, remonta hacia el sujeto como hacia una condición de posibilidad que es distinta de ella y hace ver la síntesis universal como aquello sin lo cual no habría mundo. En esta medida, cesa de adherir a nuestra experiencia, y sustituye el dar cuenta por una reconstrucción. Por ello se comprende que Husserl haya podido reprochar a Kant un ?psicologismo de las facultades del alma? y oponer a un análisis noético que hace reposar al mundo en la actividad sintética del sujeto, su reflexión noemática que permanece en el objeto y explicita su unidad primordial en vez de engendrarla.

El mundo está ahí antes de cualquier análisis que yo pueda hacer de él y sería artificial hacerlo derivar de una serie de síntesis que enlazarían las sensaciones y las perspectivas del objeto, mientras que unas y otras son justamente productos del análisis y no deben ser realizadas antes que él. El análisis reflexivo cree recorrer en sentido inverso el camino de una constitución previa y alcanzar en el ?hombre interior?, como dice San Agustín, un poder constituyente que siempre ha sido suyo. De este modo la reflexión se desborda a sí misma y se emplaza en una subjetividad invulnerable, más acá del ser y del tiempo. Pero ello es una ingenuidad o, si se prefiere, una reflexión incompleta que pierde conciencia de su propio comienzo. He comenzado a reflexionar, mi reflexión es reflexión sobre algo irreflexivo, no puede ignorarse a sí misma como acontecimiento, y por ello aparece como una verdadera creación, como un cambio de estructura de la conciencia y le compete reconocer más acá de sus propias operaciones el mundo que es dado al sujeto porque el sujeto es dado a sí mismo. Lo real hay que describirlo, y no construirlo o constituirlo. Esto quiere decir que no puedo asimilar la percepción a síntesis que son del orden del juicio, de los actos o de la predicación. En todo momento mi campo perceptivo está lleno de reflejos, de crujidos, de impresiones táctiles fugaces que no soy capaz de enlazar precisamente al contexto percibido y que, sin embargo, coloco desde luego, en el mundo, sin confundirlos jamás con mis ensueños. En todo instante también sueño en torno a las cosas, imagino objetos o personas cuya presencia aquí no es incompatible con el contexto, y que, sin embargo, no se mezclan con el mundo, están ante el mundo, en el teatro de lo imaginario. Si la realidad de mi percepción no estuviera fundada sino en la coherencia intrínseca de las ?representaciones?, tendría que ser siempre vacilante, y, entregada a mis conjeturas probables, tendría en todo momento que deshacer síntesis ilusorias y reintegrar en lo real fenómenos aberrantes que primeramente habría excluido. Pero no hay nada de esto. Lo real es un tejido sólido, no espera nuestros juicios para anexarse los fenómenos más sorprendentes, ni para rechazar nuestras imaginaciones más verosímiles. La percepción no es una ciencia del mundo, no es ni siquiera un acto, una toma de posición deliberada, sino que es el fondo sobre el que todos los actos se destacan y está presupuesta por ellos. El mundo no es un objeto del cual posea la ley de su constitución por intermedio de mi yo, es el medio natural y el campo de todos mis pensamientos y de todas mis percepciones explícitas. La verdad no ?habita? solamente en el ?hombre interior?, o mejor dicho, no hay hombre interior, el hombre es en el mundo, y es en el mundo donde se conoce. Cuando vuelvo en mí a partir del dogmatismo del sentido común o del dogmatismo de la ciencia, encuentro no un foco de verdad intrínseca, sino un sujeto destinado al mundo.

Con ello se hace visible el verdadero sentido de la célebre reducción fenomenológica. Sin duda no hay cuestión a la cual Husserl haya dedicado más tiempo en comprenderse a sí mismo, cuestión alguna sobre la cual haya vuelto más a menudo, puesto que la ?problemática de la reducción? ocupa en los inéditos un lugar importante. Durante mucho tiempo, y hasta en los textos recientes, la reducción es presentada como el retorno a una conciencia trascendental ante la cual el mundo se despliega en una transparencia absoluta, animado de punta a cabo por una serie de apercepciones que el filósofo se encargaría de reconstituir a partir de su resultado. Así, mi sensación de rojo es apercibida como manifestación de cierto rojo sentido, éste como manifestación de una superficie roja, ésta como manifestación de un cartón rojo, y éste, finalmente, como manifestación o escorzo de una cosa roja, de este libro. Sería, pues, la aprehensión de cierta hyle (materia) como significando un fenómeno de grado superior, la donación de sentido, la operación activa de significación, la que definiría la conciencia, y el mundo no sería otra cosa sino la ?significación mundo?. La reducción fenomenológica sería idealista, en el sentido de un idealismo trascendental que trata al mundo como una unidad de valor indiviso entre Pablo y Pedro, en la cual sus perspectivas se recubren, y que comunica la ?conciencia de Pedro? con la ?conciencia de Pablo?, puesto que la percepción del mundo ?por Pedro? no es asunto de Pedro, ni la percepción del mundo ?por Pablo? asunto de Pablo, sino que es en cada uno de ellos asunto de conciencias prepersonales cuya comunicación no es problema, puesto que es exigida por la definición misma de la conciencia, del sentido o de la verdad. En tanto que yo soy conciencia, es decir, en tanto que algo tiene sentido para mí, yo no estoy ni aquí, ni allá, ni soy Pedro, ni Pablo, no me distingo en nada de ?otra? conciencia, puesto que somos todos presencias inmediatas al mundo y este mundo es, por definición, único, siendo el sistema de las verdades. Un idealismo trascendental consecuente despoja al mundo de su opacidad y su trascendencia. El mundo es aquello idéntico que nos representamos, no como hombres o como sujetos empíricos, sino en tanto somos todos una única luz y participamos en lo uno sin dividirlo. El análisis reflexivo ignora el problema del otro, así como el problema del mundo, porque hace aparecer en mí, con el primer fulgor de la conciencia, el poder de ir a una verdad universal de derecho, y el otro, carente también de ecceidad, sin lugar y sin cuerpo, hace que el otro y el ego sean uno y el mismo en el mundo verdadero, lazo de los espíritus. No hay dificultad en comprender cómo yo puedo pensar al otro, puesto que yo y, en consecuencia, el otro no están apresados en el tejido de los fenómenos y valen más bien que existen. Nada hay oculto detrás de esos rostros o de esos gestos, ningún paisaje es inaccesible para mí, sino sólo un poco de sombra que no está ahí, sino por la luz. Para Husserl, por el contrario, es bien sabido que hay un problema del otro y el alter ego es una paradoja. Si el otro es realmente para sí, más allá de su ser para mí, y si somos uno para el otro, y no uno y el otro para Dios, es menester que aparezcamos uno para el otro, es menester que haya un exterior y que yo lo tenga, y que haya a más de la perspectiva del para-sí ?mi perspectiva sobre mí mismo y la perspectiva del otro sobre sí mismo? una perspectiva del para-el-otro ?mi perspectiva sobre el otro y la perspectiva del otro sobre mí?. Desde luego, estas dos perspectivas, en cada uno de nosotros, no pueden simplemente yuxtaponerse, porque entonces no sería a mí a quien el otro vería y no sería él a quien yo vería. Es preciso que yo sea mi exterior, y que el cuerpo del otro sea él mismo. Esta paradoja y esta dialéctica del ego y del alter no son posibles más que si el ego y el alter ego están definidos por su situación y no están liberados de toda inherencia, es decir, si la filosofía no se termina con el retorno al yo, y si descubro por la reflexión no sólo mi presencia ante mí mismo, sino también la posibilidad de un ?espectador ajeno?, es decir, si, en el momento mismo en que tengo la vivencia de mi existencia, y aun en este punto extremo de la reflexión, me falta esa densidad absoluta que me haría salir del tiempo y descubro en mí una especie de debilidad interna que me impide ser absolutamente individuo y me expone a la mirada de los otros como hombre entre los hombres o por lo menos como una conciencia entre las conciencias. Hasta hoy el cogito devaluaba la percepción del otro, me enseñaba que el yo no es accesible sino a sí mismo, puesto que me definía por el pensamiento que tengo de mí mismo y puesto que evidentemente sólo yo puedo tenerlo, por lo menos en este sentido último. Para que el otro no sea una palabra hueca, es menester que mi existencia no se reduzca nunca a la conciencia que tengo de existir, sino que envuelva también la conciencia que se puede tener de ella y, en consecuencia también mi encarnación en una naturaleza y la posibilidad por lo menos de una situación histórica. El cogito tiene que descubrirme en situación, y sólo bajo esta condición la subjetividad trascendental podrá, como dice Husserl, ser una intersubjetividad. Como ego meditante, puedo muy bien distinguir de mí mismo el mundo y las cosas, puesto que desde luego no existo a la manera de las cosas. Debo incluso separar de mí mismo mi cuerpo comprendido como cosas entre las cosas, como una suma de procesos físico-químicos. Pero la cogitatio que así descubro, si bien no tiene lugar en el tiempo y en el espacio objetivos, no carece de localización en el mundo fenomenológico. El mundo que distinguía de sí mismo como suma de cosas o de procesos enlazados por relaciones de causalidad, lo redescubro ?en mí? como el horizonte permanente de todas mis cogitationes y como una dimensión en relación con la cual no dejo nunca de situarme. El verdadero cogito no define la existencia del sujeto por el pensamiento que tiene de existir, no convierte la certidumbre del mundo en certidumbre del pensamiento del mundo y no sustituye, finalmente, el mundo mismo por la significación mundo. Reconoce, por el contrario, mi pensamiento mismo con un hecho inalienable y elimina toda especie de idealismo al descubrirme como ?ser en el mundo?.
Porque somos de punta a cabo referencia al mundo, la única manera de concebirla para nosotros es suspender este movimiento, rehusarle nuestra complicidad (contemplarlo sin tomar parte, dice frecuentemente Husserl), o aun ponerlo fuera de juego. No quiere decir esto que se renuncie a las certidumbres del sentido común y de la actitud natural ?que son, por el contrario, el tema constante de la filosofía?, sino que, justamente como presupuestos de todo pensamiento, ?van de suyo?, pasan inadvertidos y para despertarlos, para hacerlos aparecer, tenemos que abstenernos de ellos por un momento. La mejor fórmula de la reducción es, sin duda, la que ha dado Eugen Fink, asistente de Husserl, cuando habla de una ?perplejidad? ante el mundo. La reflexión no se retira del mundo hacia la unidad de la conciencia como fundamento del mundo, sino que toma su distancia para ver brotar las trascendencias, distiende los hilos intencionales que nos ligan al mundo para hacerlos aparecer, y sólo es conciencia del mundo porque lo revela como extraño y paradójico. Lo trascendental de Husserl no es lo trascendental de Kant, y Husserl reprocha a la filosofía kantiana ser una filosofía ?mundana?, puesto que utiliza nuestra referencia al mundo, que es motor de la deducción trascendental, y hace al mundo inmanente al sujeto, en vez de quedarse perpleja ante él y de concebir al sujeto como trascendencia hacia el mundo. Todas las confusiones entre Husserl y sus intérpretes, con los ?disidentes? existenciales y finalmente consigo mismo, vienen de que, justo para ver el mundo y aprehenderlo como paradoja, es preciso romper nuestra familiaridad con él, y que esta ruptura no puede enseñarnos sino el surgimiento inmotivado del mundo. La mayor enseñanza de la reducción es la imposibilidad de una reducción completa. De ahí que Husserl se interrogue siempre de nuevo sobre la posibilidad de la reducción. Si fuéramos el espíritu absoluto, la reducción no sería problemática. Pero puesto que, por lo contrario, somos en el mundo, puesto que aun nuestras reflexiones tienen su lugar en el flujo temporal que intentan apresar (puesto que ellas mismas fluyen, como dice Husserl), no hay pensamiento que abarque todo nuestro pensamiento. El filósofo, dicen también los inéditos, es un principiante permanente. Ello quiere decir que nada da por adquirido de lo que los hombres o los científicos creen saber. Ello quiere decir también que la filosofía misma no debe tenerse por adquirida en lo que haya podido decir de verdadero, sino que es una experiencia siempre en renovación de su propio comienzo, y que consiste por entero en descubrir este comienzo, y finalmente que la reflexión radical es consciente de su propia dependencia con relación a una vida irreflexiva que forma su situación inicial, constante y final. Lejos de ser, como se ha creído, la fórmula de una filosofía idealista, la reducción fenomenológica lo es de una filosofía existencial: el ser-en-el-mundo de Heidegger no aparece sino sobre el fondo de la reducción fenomenológica.

Una confusión del mismo género enturbia la noción de ?esencias? en Husserl. Toda reducción, dice Husserl, a la vez que trascendental, es necesariamente eidética. Ello quiere decir que no podemos someter a la mirada filosófica nuestra percepción del mundo sin dejar de formar unidad con esta tesis del mundo, con este interés por el mundo que nos define, sin retroceder más acá de nuestro compromiso para hacerlo aparecer como espectáculo, sin pasar del hecho de nuestra existencia a la naturaleza de nuestra existencia, del Ser-ahí a la esencia. Pero es claro que la esencia no es aquí el fin, es un medio, y que nuestro compromiso efectivo en el mundo es justo lo que importa comprender y traer a concepto y lo que polariza todas nuestras fijaciones conceptuales. La necesidad de pasar por las esencias no significa que la filosofía las tome por objeto, sino, por el contrario, que nuestra experiencia está demasiado estrechamente apresada en el mundo para conocerse como tal en el momento en que a él se lanza, y que tiene necesidad del campo de idealidad para conocer y conquistar su facticidad. La Escuela de Viena, como es bien sabido, admite de una vez por todas que no podemos tener relación sino con significaciones. La ?conciencia?, por ejemplo, no es para la Escuela de Viena aquello que somos, sino que es una significación tardía y complicada que debemos usar con prudencia y después de haber explicitado las numerosas significaciones que han contribuido a determinarla en el curso de la evolución semántica de la palabra. Este positivismo lógico está en las antípodas del pensamiento de Husserl. Cualesquiera que hayan sido los deslizamientos de sentido que al fin y al cabo hayan terminado por darnos la palabra y el concepto de conciencia como adquisición del lenguaje, disponemos de un medio de acceso directo hacia aquello que designa, tenemos la experiencia de nosotros mismos, de esta conciencia que somos; con esta experiencia se miden todas las significaciones del lenguaje y es esta experiencia la que permite que el lenguaje quiera decir algo para nosotros. ?Esta experiencia (?) muda todavía es la que se intenta traer a la expresión pura de su propio sentido?. Las esencias de Husserl deben arrastrar consigo todas las relaciones vivientes de la experiencia, como la red trae del fondo del mar los palpitantes peces y las algas. No hay, pues, que decir con J. Wahl que ?Husserl separa las esencias de la existencia?. Las esencias separadas son las del lenguaje. Es función del lenguaje hacer existir las esencias en una separación que, a decir verdad, no es más que aparente, puesto que por ella reposan todavía sobre la vida antepredicativa de la conciencia. En el silencio de la conciencia originaria, vemos aparecer no sólo lo que quieren decir las palabras, sino más aún, lo que quieren decir las cosas, el núcleo de significación primaria en torno del cual se organizan los actos de denominación y de expresión.
Buscar la esencia de la conciencia no será, pues, desplegar la significación de la palabra conciencia y huir de la existencia hacia el universo de las cosas dichas, sino encontrar esta presencia efectiva de mí ante mí, el hecho de mi conciencia, que es justamente lo que quieren decir al fin y al cabo la palabra y el concepto de conciencia. Buscar la esencia del mundo, no es buscar lo que es en idea, una vez que lo hemos reducido a tema de discurso, sino buscar lo que es de hecho para nosotros antes de toda tematización. El sensualismo ?reduce? el mundo al observar que, después de todo, no tenemos sino estados de nosotros mismos. El idealismo trascendental ?reduce? también el mundo, puesto que, si lo hace evidente, es a título de pensamiento o conciencia de mundo y como simple correlato de nuestro conocimiento, de tal suerte que tórnase inmanente a la conciencia, y la aseidad de las cosas es suprimida por ello. La reducción eidética es, por el contrario, la resolución de hacer aparecer el mundo tal cual es, antes de todo retorno a nosotros mismos, es el deseo de igualar la reflexión con la vida irreflexiva de la conciencia. Apunto a un mundo y lo percibo. Si dijera con el sensualismo que no hay ahí sino ?estados de conciencia? y si procurara distinguir mis percepciones de mis sueños por ?criterios?, frustraría el fenómeno mundo. Porque si puedo hablar de ?sueños? y de ?realidad?, interrogarme sobre la distinción de lo imaginario y de lo real, y poner en duda ?lo real?, es debido a que esta distinción está ya hecha por mí antes del análisis, a que tengo una experiencia de lo real tanto como de lo imaginario, y el problema consiste entonces, no tanto en investigar cómo el pensamiento crítico puede darse equivalentes secundarios de esta distinción, sino explicitar nuestro saber primordial de lo ?real?, y describir la percepción del mundo como lo que funda para siempre nuestra idea de la verdad. No hay pues que preguntarse si percibimos verdaderamente un mundo, sino decir por el contrario: el mundo es aquello que percibimos. Mas en general, no hay que preguntarse si nuestras evidencias son verdades, o si, por un vicio de nuestro espíritu, lo que es evidente para nosotros no sería ilusorio con relación a una verdad en sí: porque si hablamos de ilusión, es porque hemos reconocido ilusiones, y no hemos podido hacerlo sino a nombre de alguna percepción que, en el mismo instante, se afirmaba como verdadera, de tal manera que la duda o el temor de engañarse afirma a la vez nuestro poder de desvelar el error y no sería, pues, capaz de desarraigarnos de la verdad. Somos en la verdad y la evidencia es ?la experiencia de la verdad?. Buscar la esencia de la percepción es declarar que la percepción no es presumiblemente verdadera, sino que está determinada para nosotros como el acceso a la verdad. Si ahora quisiera, con el idealismo, fundar esta evidencia de hecho, esta creencia irresistible, sobre una evidencia absoluta, es decir, sobre una absoluta claridad de mis pensamientos para mí, si quisiera reencontrar en mí un pensamiento naturante que constituyese el armazón del mundo o la aclarara de punta a cabo, sería una vez más infiel a mi experiencia del mundo y buscaría lo que la hace posible en vez de buscar lo que es. La evidencia de la percepción no es el pensamiento adecuado o la evidencia apodíctica. El mundo no es lo que pienso, sino lo que vivo, estoy abierto al mundo, comunico indisputablemente con él, pero no lo poseo, es inagotable. ?Hay un mundo? o más bien ?hay el mundo?, de esta tesis constante de mi vida no puedo dar enteramente razón. Esta facticidad del mundo es lo que constituye lo mundano, como la facticidad del cogito no es en él una imperfección, sino, por el contrario, lo que me da la certidumbre de mi existencia. El método eidético es un método de positivismo fenomenológico que funda lo posible sobre lo real.
Ahora podemos tratar de la idea de intencionalidad, tan frecuentemente invocada como descubrimiento principal de la fenomenología, mientras que no es comprensible más que por la reducción. ?Toda conciencia es conciencia de algo?, esto no es nuevo. Kant ha mostrado, en la Refutación del idealismo, que la percepción interior es imposible sin la percepción exterior, que el mundo, como conexión de fenómenos, está anticipado en la conciencia de mi unidad, es para mí el medio de realizarme como conciencia. Lo que distingue a la intencionalidad de la referencia kantiana a un objeto posible, es que la unidad del mundo, antes de ser puesta por el conocimiento y en un acto de identificación expresa, es vivida como ya hecha o ya ahí. Kant mismo ha mostrado en la Crítica del juicio que hay una unidad de la imaginación y del entendimiento y una unidad de los sujetos antes del objeto y que en la vivencia de lo bello, por ejemplo, experimento una concordancia de lo sensible y del concepto, de mí y del otro, que es sin concepto. Aquí el sujeto no es ya el pensador universal de un sistema de objetos rigurosamente ligados, la potencia ponente que somete lo múltiple a la ley del entendimiento, si es que debe formar un mundo ?él se descubre y se gusta como una naturaleza espontáneamente conforme a la ley del entendimiento. Pero si hay una naturaleza del sujeto, entonces el arte escondido de la imaginación debe condicionar la actividad categorial, y no es sólo el juicio estético, sino también el conocimiento el que reposa en él, es él quien funda la unidad de la conciencia y de las conciencias. Husserl resume la Crítica del juicio cuando habla de una teleología de la conciencia. No se trata de doblar la conciencia humana con un pensamiento absoluto que, desde afuera, le asignaría sus fines. Se trata de reconocer la conciencia misma como proyecto del mundo, abocada a un mundo que ni abarca ni posee, pero hacia el cual no deja nunca de dirigirse? y el mundo como este individuo preobjetivo cuya unidad imperiosa prescribe su fin al conocimiento. Por ello Husserl distingue la intencionalidad del acto, que es la de nuestros juicios y de nuestras tomas voluntarias de posición, única de que ha hablado la Crítica de la razón pura, y la intencionalidad operante (fungierende Intentionalität), que constituye la unidad natural y antepredicativa del mundo y de nuestra vida, que aparece en nuestros deseos, nuestras estimaciones, nuestro paisaje, más claramente que en el conocimiento objetivo, y que ofrece el texto del que nuestros conocimientos intentan ser la traducción en lenguaje exacto. La referencia al mundo, tal cual se pronuncia infatigablemente en nosotros, no es nada que pueda ser hecho más claro por un análisis: la filosofía no puede sino colocarla bajo nuestra mirada, ofrecerla a nuestras comprobaciones.
Con esta noción ampliada de intencionalidad, la ?comprensión? fenomenológica se distingue de la ?intelección? clásica, que está restringida a las ?verdaderas e inmutables naturalezas?, y la fenomenología puede llegar a ser una fenomenología de la génesis. Se trate de una cosa percibida, de un acontecimiento histórico o de una doctrina, ?comprender? es reasumir la intención total ?no sólo lo que son para la representación las ?propiedades? de la cosa percibida, el polvo de los ?hechos históricos?, las ?ideas? introducidas por la doctrina?, sino la manera única de existir que se expresa en las propiedades del guijarro, del vaso o del pedazo de cera, en todos los hechos de una revolución, en todos los pensamientos de un filósofo. En toda civilización se trata de dar con la idea en sentido hegeliano, es decir, no con una ley de tipo físico-matemático, accesible al pensamiento objetivo, sino con la fórmula de un comportamiento único frente al otro, a la naturaleza, al tiempo y a la muerte, una determinada manera de dar forma al mundo que el historiador debe ser capaz de recuperar y de asumir. Éstas son las dimensiones de la historia. En relación con ellas, no hay palabra o gestos humanos, inclusive los habituales o distraídos, que no tengan una significación. Creía haberme callado por fatiga, tal ministro creía no haber dicho sino una frase de circunstancias, y he aquí que mi silencio o su palabra adquieren un sentido, porque mi fatiga o el recurso a una fórmula hecha no son fortuitos, sino que expresan determinado desinterés y, por ende, una cierta toma de posición relativamente a la situación. En un acontecimiento visto de cerca, en el instante en que es vivido, todo parece ir al azar: la ambición de aquél, tal encuentro favorable, tal circunstancia local parecen ser decisivos. Pero los azares se compensan y he aquí que esta polvareda de hechos se aglomera, esboza una cierta manera de tomar posición relativamente a la situación humana, un acontecimiento del que se puede hablar y cuyos contornos son definidos. ¿Hay que comprender la historia a partir de la ideología o bien a partir de la política, de la religión o de la economía? ¿Hay que comprender una doctrina por su contenido manifiesto o bien por la psicología del autor y por los acontecimientos de su vida? Hay que comprender de todas las maneras a la vez, todo tiene sentido, y encontramos por debajo de todas las referencias la misma estructura de ser. Todas estas maneras de ver son ciertas a condición de que no se las aísle, de que se vaya hasta el fondo de la historia y se toque el núcleo único de significación existencial que se explicita en cada una de las perspectivas. Es verdad, como dice Marx, que la historia no camina con la cabeza, pero también es verdad que no piensa con los pies. O más bien, que no tenemos que ocuparnos ni de su ?cabeza? ni de sus ?pies?, sino de su cuerpo. Todas las explicaciones económicas y psicológicas de una doctrina son verdaderas, puesto que el pensador no piensa jamás sino a partir de lo que es. La reflexión sobre una doctrina no será total si no consigue unirse con la historia de la doctrina y con las explicaciones externas, y si no consigue recolocar las causas y el sentido de la doctrina en una estructura de existencia. Hay, como dice Husserl, una ?génesis del sentido? única que nos enseña, en último análisis, lo que la doctrina ?quiere decir?. Como la comprensión, la crítica deberá perseguirse en todos los planos y, desde luego, no podrá satisfacerse, para refutar una doctrina, con ligarla a tal accidente de la vida del autor: significa un más allá, y no hay accidente puro en la existencia ni en la coexistencia, puesto que una y otra asimilan los azares para hacer de ellos razón. Finalmente, así como es indivisible en el presente, la historia lo es en la sucesión. En relación con sus dimensiones fundamentales, todos los períodos históricos aparecen como manifestaciones de una existencia única o episodios de un único drama del que no sabemos si tendrá desenlace. Puesto que somos en el mundo estamos condenados al sentido, y no podemos hacer o decir nada que no asuma un nombre en la historia.
La más importante de las adquisiciones de la fenomenología consiste, sin duda, en haber unido el extremo subjetivismo y el extremo objetivismo en su noción de mundo o de racionalidad. La racionalidad es exactamente medida a las experiencias en las cuales se revela. Hay racionalidad, es decir, las perspectivas se recubren, las percepciones se confirman, aparece un sentido. Pero no debe ser puesta aparte, transformada en Espíritu absoluto o en mundo en sentido realista. El mundo fenomenológico no es el ser puro, sino el sentido que transparece en la intersección de mis experiencias y las del otro, por el engranaje de las unas en las otras, es pues inseparable de la subjetividad y de la intersubjetividad que integran su unidad por la reasunción de mis experiencias pasadas en mis experiencias presentes, de la experiencia del otro en la mía. Por vez primera la meditación del filósofo es asaz consciente para no realizar en el mundo y antes de ella sus propios resultados. El filósofo intenta pensar el mundo, al otro y a sí mismo, y concebir sus relaciones. Pero el ego meditante, el ?espectador imparcial? (uninteressierter Zuschauer) no se unen a una racionalidad ya dada, sino que se ?instauran? y la instauran por una iniciativa que no tiene su garantía en el ser y cuyo derecho reposa enteramente sobre el poder efectivo que nos da de asumir nuestra historia. El mundo fenomenológico no es la explicitación de un ser previo, sino la fundación del ser, la filosofía no es el reflejo de una verdad previa, sino, como el arte, la realización de una verdad. Se preguntará cómo esta realización es posible y si no encuentra en las cosas una razón preexistente. Pero el único logos que preexiste es el mundo mismo y la filosofía que le hace pasar a la existencia manifiesta no comienza por ser posible: es actual o real como el mundo de que forma parte, y ninguna hipótesis explicativa es más clara que el acto mismo por el cual reasumimos este mundo inacabado para intentar totalizarlo y pensarlo. La racionalidad no es un problema, no hay detrás de ella algo desconocido que tengamos que determinar deductivamente o probar inductivamente a partir de ella: asistimos en todo momento a este prodigio de la conexión de las experiencias y nadie mejor que nosotros sabe cómo se hace, puesto que somos este nudo de relaciones. El mundo y la razón no son problemáticos; digamos, si se quiere, que son misteriosos, pero este misterio los define, no podría intentarse disiparlo por alguna ?solución?, está más acá de las soluciones. La verdadera filosofía consiste en aprender de nuevo a ver el mundo, y en este sentido contar un cuento puede significar el mundo con tanta ?profundidad? como un tratado de filosofía. Nos hacemos cargo de nuestra suerte, nos hacemos responsables de nuestra historia por la reflexión, pero también por una decisión en que comprometemos nuestra vida, y en los dos casos se trata de un acto violento que se verifica al ejercitarse.
La fenomenología, como revelación del mundo, reposa sobre ella misma, o más aún, se funda a sí misma. Todos los conocimientos se apoyan sobre un ?suelo? de postulados y finalmente sobre nuestra comunicación con el mundo como primera instauración de la racionalidad. La filosofía como reflexión radical se priva en principio de este recurso. Como también ella es en la historia, utiliza ella también el mundo y la razón constituida. Será pues menester que se dirija a sí misma la interrogación que dirige a todos los conocimientos; se desdoblará, pues, indefinidamente; será, como dice Husserl, un diálogo o una meditación infinita, y en la medida misma en que permanece fiel a su intención, no sabrá nunca adónde va. El inacabamiento de la fenomenología y su cariz incoativo no son el signo de un fracaso, eran inevitables porque la fenomenología se prescribe como tarea revelar el misterio del mundo y el misterio de la razón. Si la fenomenología ha sido un movimiento antes de ser una doctrina o un sistema, ello no es un azar ni una impostura. Es laboriosa, como la obra de Balzac, de Proust, de Valéry o de Cézanne, por el mismo tipo de atención y de admiración, por la misma exigencia de conciencia, por la misma voluntad de aprehender el sentido del mundo o de la historia en su estado naciente. Se confunde desde este punto de vista con el esfuerzo del pensamiento moderno.

Merleau-Ponty: Fenomenología de la percepción

Goethe. Aforismos.

De: irichc  (Mensaje original) Enviado: 21/04/2004 18:31

La primera y última cosa que el genio necesita es amor a la verdad.

Compadezco a los hombres que se preocupan sólo por lo transitorio de las cosas y que se extravían en el estudio de lo perecedero, puesto que estamos aquí por un pequeño instante deberíamos hacer lo perecedero imperecedero en la medida de nuestras fuerzas.

El filósofo comete un gran error cuando pregunta por la causa y el efecto. Ambos constituyen el fenómeno indivisible.

Nadie mira al arco iris durante más de quince minutos.

Todo hombre cree en su juventud que el mundo empezó con él y que todo existe por mor de sí mismo.

No nos engañan: nos engañamos.

Estar satisfecho con los propios límites es un estado lamentable.

El amor y el deseo son las alas del espíritu para las grandes hazañas.

La hazaña lo es todo, la gloria no es nada.

Nadie está más definitivamente esclavizado que aquellos que falsamente creen ser libres.

Si quieres crear algo, has de ser algo.

El que no avanza, retrocede.

¡Feliz el hombre que conoce el gran abismo entre su deseo y su poder! Tan equivocado resulta sobrevalorarse como subestimarse.

Las virtudes y los vicios nacen de una misma raíz.

La ausencia de tentación es ausencia de virtud.

Cuando elogias a alguien le estás llamando tu igual.

El hombre no ha nacido para resolver el problema del universo, sino para averiguar qué ha de hacer y para regirse según los límites de su comprensión.

Lo que no entendemos, no lo poseemos.

Sólo conocemos con precisión cuando sabemos poco; con el conocimiento se incrementa la duda.

Estamos acostumbrados a ver cómo los hombres apartan lo que no entienden, y se extrañan ante lo bueno y lo bello porque no está al alcance de su interés.

El comienzo de la fe es el comienzo de la fertilidad; pero el comienzo de la descreencia, aunque brille, está vacío.

….

La belleza es la manifestación de leyes naturales secretas que, de otro modo, habrían permanecido eternamente ocultas.

El mayor problema de cualquier arte es causar por la apariencia la ilusión de una realidad más elevada.

La felicidad es una pelota tras la que corremos mientras rueda y a la que pisamos cuando se detiene.

Será grande y feliz el que no necesite ni mandar ni obedecer a fin de asegurar para sí alguna importancia en el mundo.

La palabra de un hombre no es la palabra del hombre.

El que no puede amar tendrá que aprender a halagar.

La vida es la infancia de nuestra inmortalidad.

El progreso no ha seguido una línea recta, sino una espiral con intervalos de progreso y retroceso, de evolución y disolución.

La muerte es el encuentro de la eternidad con el tiempo.

Dios es la existencia!

De todos los ladrones los tontos son los peores; te roban el tiempo y la paciencia.

Nada es más indignante que la mayoría; porque ésta consiste en unos pocos cabecillas vigorosos, en bellacos que buscan acomodarse, en el débil pueblo que los asimila, y en la masa que se arremolina en torno a ellos sin saber al fin y al cabo lo que quiere.

Todo lo bueno e inteligente se encuentra en una minoría.

Goethe. Aforismos.

Kierkegaard. Aforismos.

De: irichc  (Mensaje original) Enviado: 21/04/2004 18:29

Tomo como principio que todos los hombres son aburridos. Seguramente, nadie será tan aburrido como para negarlo.

Ya que el aburrimiento avanza y éste es la raíz de todo mal, no hay que dudar, pues, que el mundo se dirige a su bancarrota, que el mal se extiende. Esto puede señalarse remontándonos al primer comienzo del mundo. Los dioses estaban aburridos; entonces crearon a los hombres.

La fe es la pasión más elevada en el ser humano. Pocos en cada generación pueden llegar hasta ahí, pero ninguno va más allá.

El placer decepciona, la posibilidad jamás.

Cuanto más puede olvidar un hombre, mayor es el número de metamorfosis por las que su vida puede pasar; cuanto más puede recordar, más divina llega a ser su vida.

Es muy cierto que la filosofía dice: la Vida ha de ser entendida mirando hacia atrás. Pero hace que uno olvide el otro dicho: que ha de ser vivida mirando hacia delante. Cuanto más se pondera esto, más se llega a entender que la vida en su existencia temporal nunca resulta lo bastante inteligible, precisamente porque no hay ningún momento en el que pueda encontrar la calma para adoptar la posición retrospectiva.

Lo triste cuando uno contempla la vida humana es que tantos vivan sus vidas en silencioso extravío… viven, por así decirlo, fuera de sí mismos y desaparecen como sombras. Sus almas inmortales son apartadas, y no se inquietan por la cuestión de su inmortalidad, porque ya se han desintegrado antes de morir.

No me importa nada. No me importa cabalgar, ya que es un ejercicio demasiado violento. No me importa andar, andar es demasiado arduo. No me importa tumbarme, porque de todos modos tendré que permanecer tumbado, y no me importa no hacerlo, porque tendré que volverme a levantar, y eso tampoco me importa. Summa summarum: No me importa en absoluto.

Me siento como si fuera una pieza de un juego de ajedrez y mi oponente dijera de la misma: Esta pieza no puede moverse.

Pureza de corazón es desear una sola cosa.

La personalidad sólo está madura cuando un hombre ha hecho de la verdad su ser.

La generación actual, distinguida por sus quiméricos esfuerzos, acaba recayendo en la total indolencia. Su estado es el del hombre que se ha dormido sólo hacia la mañana: en primer lugar tiene grandes sueños, luego un sentimiento de pereza, y finalmente excusas más o menos ingeniosas para permanecer en la cama.

¡Qué absurdos son los hombres! Nunca usan las libertades que tienen, y piden las que no tienen. Tienen libertad de pensamiento y piden libertad de expresión.

La Verdad está siempre con la minoría, y la minoría es siempre más fuerte que la mayoría, porque la minoría está normalmente formada por aquellos que realmente tienen una opinión, mientras que la fuerza de la mayoría es ilusoria, compuesta por los grupos sin opinión y que, por ese motivo, a la primera de cambio (cuando es evidente que la minoría es la más fuerte) asume su opinión…. mientras la Verdad revierte de nuevo hacia una nueva minoría.

Hay, como se sabe, insectos que mueren en el momento de la fertilización. Así sucede con la felicidad: el momento de goce más alto, más espléndido de la vida está acompañado por la muerte.

Kierkegaard. Aforismos.

Simone Weil. Cinética del alma.

De: irichc  (Mensaje original) Enviado: 21/04/2004 18:20

Si es cierto que un mismo sufrimiento es bastante más difícil de soportar por una causa elevada que por una causa baja (la gente que permanece de pie, inmóvil, de una a ocho de la madrugada por obtener un huevo, muy difícilmente lo habría hecho por salvar una vida humana), tal vez una virtud baja está, en determinados aspectos, más a prueba de dificultades, de tentaciones o desgracias, que una virtud elevada. Soldados de Napoleón. Ahí está el uso de la crueldad para mantener o elevar la moral de los soldados. No olvidarlo para el desfallecimiento.

Se trata de un caso especial de la ley que coloca generalmente a la fuerza junto a la bajeza. La gravedad es su símbolo.

Colas para alimentos. Una misma acción resulta más fácil cuando el móvil es bajo que cuando es elevado. Los móviles bajos encierran más energía que los elevados. Problema: ¿cómo transferir a los móviles elevados la energía reservada para los móviles bajos?

No olvidar que en determinados momentos de mis dolores de cabeza, cuando se agudizaba la crisis, me entraba un deseo intenso de hacer sufrir a otro ser humano golpeándolo precisamente en el mismo lugar de la frente.

Deseos análogos, muy frecuentes en los hombres.

En diversas ocasiones, estando así, llegué a ceder cuando menos a la tentación de pronunciar palabras hirientes. Obediencia a la gravedad. El pecado mayor. Se corrompe de ese modo la función del lenguaje, que es la de expresar las relaciones de las cosas.

Actitud suplicante: necesariamente debo dirigirme hacia algo que no sea yo misma, puesto que de lo que se trata es de librarse de uno mismo.

Intentar la liberación por medio de mi propia energía sería hacer como la vaca que tira de la traba y cae de rodillas.

Entonces uno libera en si energía mediante una violencia que aún lo degrada más. En términos de termodinámica, compensación, círculo infernal del que uno no puede escapar si no es por arriba.

El hombre tiene en el exterior la fuente de la energía moral, como ocurre con su energía física (alimento, respiración). Como normalmente la encuentra, le parece que -igual que en el ámbito de lo físico- su ser lleva en sí el principio de su conservación. Sólo la privación hace que se sienta la necesidad. Por eso, en caso de privación no puede dejar de orientarse hacia algo que sea comestible.

Un único remedio para ello: una clorofila que permitiera alimentarse de luz.

(…)

Descender con un movimiento en el que no intervenga la gravedad… La gravedad propicia el descenso, el ala propicia la subida: ¿qué ala a la segunda potencia puede propiciar un descenso sin gravedad?

La creación está hecha del movimiento descendente de la gravedad, del movimiento ascendente de la gracia y del movimiento descendente de la gracia a la segunda potencia.

La gracia es la ley del movimiento descendente.

Rebajarse es subir con respecto a la gravedad moral. La gravedad moral hace que caigamos hacia lo alto.

Una desgracia demasiado grande coloca al ser humano por debajo de la piedad: asco, horror y desprecio.

La piedad desciende hasta una cierta altura, pero no más abajo. ¿Cómo hace la caridad para descender más abajo?

¿Tienen piedad de sí mismos quienes han caído tan bajo?

Simone Weil. La gravedad y la gracia.

Scheler. Fenomenología de la muerte.

De: irichc  (Mensaje original) Enviado: 21/04/2004 18:04

Naufragio de la creencia en la supervivencia de la persona

Todo lo que pertenece a la esfera de la creencia religiosa nace en la historia, se desarrolla, declina y muere. Jamás ha sido establecido, demostrado y refutado como una proposición científica. La opinión, aún hoy sumamente extendida, de que la ilustración intelectual, la ciencia y su progreso hayan podido destruir por refutación un sistema de creencias religiosas, es tan sólo un prejuicio del racionalismo. No hay ciencia ni filosofía que hubiera podido disolver y aniquilar la religión griega antes de que se secaran sus raíces en la totalidad de la vida griega y se hubieran ya creado nuevos gérmenes para otra forma de religión. Más aún: una investigación a fondo de la ciencia y de la filosofía griegas mostraría más bien que los fines que el conocimiento se propuso, y la manera de proponérselos, estaban ya condicionados justamente por las mismas intuiciones y estimaciones fundamentales que dominaban también internamente la religión griega. Pues por muy poco que tenga que ver el contenido de la concepción religiosa del mundo con el estado de la ciencia en una época, respecto de sus métodos y de la intrínseca conexión de las teorías entre sí, con todo, una comparación entre los diversos estadios de la ciencia y las formas religiosas coetáneas muestra que los fines que aquélla se propone se hallan determinados por el contenido de la concepción religiosa de la época. Se puede admitir esto para la época de la escolástica, de la ciencia eclesiástica oficial de la Edad Media, pero se niega que acontezca lo mismo para la moderna, tanto más cuanto gusta imaginársela ?libre? de todo presupuesto religioso. Pero, en realidad, los fines y métodos de la ciencia moderna tales como, por ejemplo, la reducción de todos los fenómenos al mecanismo de los movimientos, han brotado tan sólo de supuestos religiosos de otra índole, de un nuevo sentimiento religioso, a su modo, de distancia con el mundo y de una voluntad ilimitada de trabajarlo y dominarlo.

Y esto, que es cierto para la ciencia en conjunto en relación con la creencia religiosa, lo es también para cada descubrimiento científico particular. Por ejemplo, la correspondencia entre Galileo y el cardenal que llevaba el asunto en la Inquisición, hace ver que la Iglesia se hallaba dispuesta a aceptar el heliocentrismo de Galileo con tal que éste no lo declarara ?verdadero?, sino lo considerara tan sólo, como de hecho es considerado actualmente por los investigadores exactos: como una suposición inspirada en la ley de parsimonia (lex parsimoniae) para simplificar las ecuaciones astronómicas. Por otra parte, Giordano Bruno no fue quemado como representante de una teoría científica, sino en tanto que metafísico religioso, cuyas fantásticas poesías metafísicas, que, como tales, nada tienen que ver con la ciencia moderna, intentaba apoyar en las teorías copernicanas. Según es sabido, la obra misma de Copérnico jamás entró en conflicto con la Iglesia, porque su editor, que después de la muerte de Copérnico dedica aquélla en un prólogo al papa Pablo III, separa explícitamente en dicho prólogo la cuestión de la ?verdad? de la utilidad y economía, y declara que la hipótesis de Copérnico se halla, como hoy diríamos, inspirada en la economía del pensamiento.

Sería absolutamente erróneo referir esta tesis de la impotencia de la ciencia frente a la religión tan sólo a las ciencias de la naturaleza, y rechazarla para las ciencias históricas. La ciencia histórica, en efecto, la crítica bíblica, por ejemplo, al mostrar las contradicciones y la formación progresiva de los escritos sagrados, parece disolver la fe en la inspiración, y con ella la absoluta credibilidad y, por tanto, la fe misma en estos escritos. Pero esta interpretación no tiene en cuenta que ni un documento religioso, como por ejemplo, la Biblia, o una traducción, o una organización, pueden ser considerados como objeto de estudio histórico puramente racional, ni los documentos religiosos como simples ?fuentes? para ciertos sucesos, si ya antes el sentimiento religioso respecto, a cuya luz, o, si se quiere, en cuya oscuridad aparecen aquéllos como ?una revelación?, no se hubiere extinguido, o, en virtud de nuevas tendencias germinales de la misma vida religiosa, no se hubiese orientado hacia nuevos contenidos. La ciencia puede muy bien enterrar a la religión, pero es cuando ya la religión está muerta y se hace objeto de aquélla; jamás puede ser causa de muerte de ninguna forma de religión.

En los últimos siglos vemos dentro de la civilización occidental vacilar cada vez más la creencia en la inmortalidad. ¿A qué se debe esto? Para muchos, a lo que llaman el ?progreso de la ciencia?. Pero la ciencia suele ser el sepulturero, no el morbo mortal de la fe religiosa. Las religiones nacen, crecen y mueren; no se demuestran ni se refutan. Sería de fijo un gran error creer que el naufragio de la fe en la inmortalidad resulte de esa causa, y que Kant hubiese descubierto que son erróneas e ilógicas las pruebas de la inmortalidad del alma de la metafísica racionalista del siglo XVIII; o que la anatomía y fisiología cerebrales junto con la psicología hubiesen descubierto tal dependencia entre los acontecimientos anímicos y el sistema nervioso que fuera necesario concluir que con la destrucción del cerebro cesa todo proceso psíquico; o que la psicología refuta la unidad y simplicidad del yo, al verlo como un fenómeno complejo, divisible, creciente y decreciente, de sensaciones e impulsos, tal como lo cree Mach en su libro Análisis de las sensaciones cuando dice que al abandonar la suposición, para él infundada, de vivencias especiales del yo como tal, no puede ya ?salvarse? la inmortalidad. Estas y mil otras cosas parecidas que se aducen como causas del naufragio de aquella creencia prueban tan sólo la tenacidad del prejuicio de que una creencia reposa sobre demostraciones y cae con demostraciones. De hecho, son perfectamente compatibles todos los hechos observables de dependencia entre vivencias anímicas y fenómenos del sistema nervioso central con las más diversas teorías metafísicas acerca de la relación entre el alma y el cuerpo. Los ?hechos?, entendiendo por tales precisamente los hechos de observación, no permiten, pues, la menor conclusión que fuerce a admitir, sea la verdad, sea la falsedad, de ninguna de estas teorías metafísicas. Pueden encajar dentro de una hipótesis dualista que considera al alma como una sustancia independiente que se halla en acción recíproca con el cuerpo, como un pianista respecto de su piano, o también dentro de una cualquiera de las teorías ?paralelistas?. En sus Fundamentos de psicología, Münsterberg ha llamado últimamente la atención, con gran urgencia y con perfecta razón, sobre ello: según Münsterberg, la observación, descripción y explicación de los hechos psíquicos jamás pueden conducir a la comprobación de ninguna de estas teorías, sino que más bien suponen siempre una de ellas. Por lo que se refiere a las ?demostraciones? filosóficas de la existencia, simplicidad e incorruptibilidad de una sustancia anímica especial eran, ya antes de Kant, tan sólo justificaciones póstumas del contenido de una intuición inmediata y de la experiencia vital anterior a toda reflexión; y solamente pudieron llegar a ser necesidades para dicha experiencia cuando palideció la claridad y rigor de aquella intuición, y cuando sus momentos habían de adquirir un nuevo contenido al cambiar la orientación misma de la vida.

La prueba más rigurosa de esta tesis está en que han existido en la historia, y existen hoy todavía, estratos culturales en los cuales la admisión de la supervivencia y de la inmortalidad no está dada en un acto especial de ?creencia?, ni aparece mucho menos necesitada de demostración, sino que representa justamente un trozo de la ?concepción natural del mundo?, conforme a la cual hoy, por ejemplo, todo hombre está persuadido de la existencia del sol. Para el pueblo indio, la supervivencia era, antes de la aparición de Budha, una ?convicción? de esa índole, dada en la intuición de una interminable ?transmigración? del alma y de su incesante renacimiento. La gran innovación de Budha y de sus partidarios fue la afirmación inaudita, a la que nadie hasta entonces se había atrevido, de que hay una muerte, es decir, un fin, un término, por lo menos, de esta infatigable transmigración de almas; de que hay una ?redención? de este movimiento, hasta ahora considerado como interminable, una entrada del alma en el ?Nirwana?. De esta suerte fue, no la inmortalidad, sino la muerte, lo que fue descubriéndose progresivamente en el curso de la historia india. La necesidad de prueba se hallaba aquí al lado opuesto al de Europa. Frente a la ?obvia? supervivencia y transmigración, el ansia de la muerte, el deseo cada vez más fuerte de un fin, se abrió paso hasta culminar, por último, en la idea del Nirwana de Budha.

Hoy, todavía, en el pueblo japonés, independientemente de las teorías que cada japonés pueda profesar y aun de las diversas religiones allí arraigadas, la supervivencia de los muertos es un fenómeno que, por ser una experiencia que se vive y se siente, sólo secundariamente fundamente la admisión, después de todo negativa, de la ?inmortalidad?. Nosotros creemos que sobreviviremos porque creemos que somos inmortales. Pero los japoneses creen que son inmortales porque creen vivir y sentir la supervivencia y la actuación de los supervivientes. Si, por ejemplo, oímos que un informador serio y escueto de la guerra rusojaponesa nos dice que una patrulla de soldados japoneses, separada de su regimiento, al ver a lo lejos a éste luchando contra la prepotencia rusa, se dio la muerte para poder llegar cuanto antes junto a su alejado regimiento, a punto de perecer bajo el poder enemigo, para que por lo menos sus almas pudieran luchar con sus camaradas; cuando oímos que el japonés, para resolver un asunto importante, conversa con sus antepasados en sus lares domésticos, para escuchar su opinión; si leemos en noticias de prensa, de la mayor autenticidad, y en comunicados políticos, que el Mikado ha condecorado con tal o cual título de una Orden a un general muerto ya hace dos meses, vemos inmediatamente en estos hechos y mil otros parecidos que la manera como se da a los vivos la existencia de los muertos representa aquí una forma de conciencia completamente diferente de aquella que en Europa se llama ?creencia en la supervivencia de los muertos?. No es una ?creencia? en algo, la aceptación crédula de ?lo que no se ve?, sino un presunto ver, un sentir y vivir la existencia y actuación de los difuntos, una presencia independiente de todo acto especial de piadoso recuerdo, una presencia y una actuación de los muertos intuitivamente dadas, de modo automático, en medio de la agitación de los problemas reales en que cada día y sus afanes nos colocan. No es, como en los europeos, la vivencia del piadoso recordatorio que les lleva a prosternarse con ocasión de la fiesta de sus difuntos o con otro motivo parecido, sino que es un estar siempre actualmente rodeado de los supervivientes difuntos, un percibir sensiblemente su actuación y su intervención en los asuntos cotidianos e históricos. Los antepasados constituyen aquí el agente histórico más importante. La frase profunda de Augusto Comte, según el cual el curso de la historia universal se halla determinado y apoyado cada vez más en los muertos y cada vez menos en los vivos, ha encontrado aquí su encarnación metafísica en el pensamiento de todo un pueblo. Es por demás interesante ver cómo la ilustración intelectual de los últimos decenios ha sabido destrozar, es verdad, muchas formulaciones dogmáticas y formas culturales, pero no el último contenido intuitivo de esta intuición, la más central, del pueblo japonés, el llamado culto de los antepasados.

Por tanto, si buscamos las últimas razones del naufragio de la creencia en la inmortalidad dentro de los pueblos de cultura occidental, tenemos que desviar nuestra mirada de todos los fenómenos, simplemente sintomáticos, del naufragio, tales como vienen dados en consideraciones puramente científicas. Tenemos que dirigirnos más bien a la manera principal como el hombre moderno intuye y experimenta su propia vida y muerte.

Y entonces nos hallamos con un hecho a primera vista asombroso; no es la nueva relación en que el hombre se halla frente a la cuestión de si va a existir después de muerto, qué es lo que va a acontecer después, cuál es el destino que le aguarda; no es nada de esto lo que primeramente determina el naufragio de la creencia en la supervivencia, sino más bien la relación del hombre moderno con la muerte misma. El hombre moderno no cree en la supervivencia y en una superación de la muerte por ella, tan sólo y en la medida en que no tiene ante sí, intuitivamente, su muerte, tan sólo y en la medida en que no vive ?en vista de la muerte?; o, dicho más apuradamente, en la medida en que por su modo de vida y por la clase de sus ocupaciones expele de la zona clara de su conciencia, hasta dejarlo reducido a un puro juicio de que ?sabemos que hemos de morir?, el hecho actual e intuitivamente presente a aquélla de la certeza de la muerte. Pero donde la muerte misma no está dada en esta forma inmediata, donde su acercamiento sólo está dado como un saber que surge de cuando en cuando, tiene que palidecer también la idea de una superación de la muerte en la supervivencia.

El tipo de ?hombre moderno? no hace gran caso de la supervivencia, fundamentalmente, porque niega en el fondo el núcleo y la esencia de la muerte.

I. Esencia y epistemología de la muerte.

Para fundamentar la tesis que acabamos de formular, es necesario decir antes algo acerca de la esencia y epistemología de la muerte, esto es, entrar en la cuestión de qué sea la muerte, cómo nos está dada y cuál sea la clase de certeza que de ella tenemos.

La idea actualmente más extendida sobre nuestro saber acerca de la muerte lo considera como un simple resultado de la experiencia exterior, que reposa en la observación de la muerte de los demás hombres y de los seres vivientes que nos rodean. Según esta opinión, un hombre que nunca hubiese visto u oído que los organismos, al cabo de cierto tiempo, dejan de ?producir espontáneamente las manifestaciones vitales? que antes poseían y se convierten finalmente en ?cadáveres? que se descomponen, este hombre no poseería noticia alguna acerca de la muerte ni de su muerte. Tenemos que rechazar con la mayor energía esta idea que hace del concepto de la muerte un concepto genérico, puramente empírico, extraído de un cierto número de casos particulares. Aunque fuese el único ser viviente sobre la tierra, un hombre sabría en una u otra forma que la muerte va a alcanzarle; lo sabría, aunque jamás hubiera visto otros seres vivientes sometidos a aquella modificación que conduce a la aparición del cadáver.

Tal vez se nos concedería esto, pero añadiendo que en tal caso tendría, por lo menos, algunas observaciones hechas sobre su propia vida que le harían ?probable? la cesación de sus procesos vitales. El hombre hace la experiencia de su ?envejecimiento?. Independientemente de los fenómenos de decadencia unidos a él, percibe también de alguna manera en la vivencia del enfermar y en las enfermedades fuerzas que tendrían que sugerirle en el curso de su desarrollo el barrunto de un término de sus procesos vitales. Un fuerte sentimiento le fuerza con frecuencia a sumergirse, desde la coherencia de sus sentidos y de sus propósitos, en el sueño y en los ensueños; tiene que hacerlo, aunque ello le cueste la pérdida de la mitad de su vida. Le basta ahora solamente trazar la curva de estas experiencias de envejecimiento, enfermedad y sueño, para encontrar igualmente en su extremo final la idea de la muerte. Pero esta manera de ver las cosas tampoco es suficiente para resolver el problema. Porque, ¿cómo sabe el hombre que esta curva no se prolonga indefinidamente con este ritmo? El material para esta certeza no se halla primariamente añadiendo a la observación y recuerdo comparativo de las diversas fases de la vida esta artificiosa anticipación de ?probable? final, sino que dicho material se halla ya en toda ?fase de la vida?, por pequeña que sea, y en la estructura misma de su experiencia.

Es verdad que el hombre no necesita haberse formado un ?concepto? especial de la muerte. Ni contiene este ?saber? la menor noticia acerca de los fenómenos anímicos y corporales que preceden a la muerte, nada de todas las posibles maneras de realizarse ésta, nada acerca de sus causas y efectos. Pero si se separa con rigor la ?idea y esencia? misma de la muerte de todos estos conocimientos que sólo la experiencia suministra, se encontrará que esta idea pertenece a los elementos constitutivos, no sólo de nuestra conciencia, sino de toda conciencia vital. Y pertenece a aquellos elementos fundamentales de la experiencia, de acceso especialmente difícil para una intuición aislada, y que solamente surgen ante los ojos de la reflexión al intentar eliminarlos mediante una especie de experiencia mental, o al observar especiales fallas de conciencia debidas a la represión. Si ?después de realizar este experimento mental o después de considerar una conciencia con semejante fenómeno de falla- comparamos el resultado con el contenido de la ingenua experiencia que anteriormente existía, observaremos, junto con la peculiar diferencia de ambas, un plus de contenido intuitivo que el que incluía la experiencia ingenua.

La filosofía intuitiva puede, de esta manera, mostrar muy diversos elementos, por ejemplo, en una percepción elemental ordinaria, por lo general completamente insospechados en las antiguas teorías racionalistas y sensualistas de la percepción. Así vemos claramente que en un objeto de percepción natural nos está dado mucho más que un complejo de sensaciones, asociaciones de sensaciones, y (apoyada sobre ellas) una intención expectativa para experimentar nuevas sensaciones bajo ciertas condiciones variables; para compenderlo basta observar que este contenido exclusivamente sensible en realidad solamente aparece en fenómenos patológicos de falla, donde el sujeto ve, por ejemplo, una cosa sólo como una cosa hueca, irreal; a diferencia del hombre normal, que espera ver la otra cara de la cosa al dar vueltas en torno a ella, porque cree que la cosa, incluida también su otra cara, es real: para este hombre, la existencia misma de la otra cara se convierte en contenido de pura expectación. Si imaginamos que súbitamente se aniquila la ?substancia material? que copercibimos siempre en una esfera, como dirían Mill y Berkeley, no se produce la menor variación en el contenido sensible de nuestra percepción, ni por la posición mental ni por la supresión mental de semejante sustancia, pero sí una variación en nuestra experiencia. Porque comparando el fenómeno entonces resultante, a saber, un inconsciente ?ondear? de formas y colores dados, con el contenido de nuestra percepción ingenua, encontramos inmediatamente de hecho aquel ?plus? de contenido que se oculta en la percepción ingenua y que constituye justamente el hecho fundamental para el concepto de una sustancia material. Análogamente, los hechos de ceguera psíquica, en los cuales pueden darse todas las sensaciones y hasta representaciones mnemónicas de la percepción ordinaria de un cuchillo, por ejemplo ?de suerte que el enfermo puede todavía juzgar y razonar que lo que ve es ?un cuchillo?-, nos enseña que la percepción normal de un cuchillo contiene un plus, esto es, un contenido visual significativo, inmediata e intuitivamente dado, que no se funda en juicios a subsumir, o en razonamientos.

Dos preguntas surgen en este punto: ¿qué clase de saber posee cada uno de nosotros acerca de su propia muerte? ¿Cómo se presenta la esencia de la muerte en la experiencia exterior que tenemos nosotros de cualquier fenómeno vital? Una respuesta adecuada a estas preguntas supondría una filosofía entera de la vida orgánica. Aquí solamente es posible subrayar algunos puntos de vista especialmente importantes para aquella respuesta.

Lo que llamamos ?vida? en sentido biológico es un hecho único que se nos presenta de dos maneras: como grupo de peculiares fenómenos de forma y movimiento, en la percepción exterior de hombres, animales, plantas, y como proceso, dado en una clase especial de conciencia, que transcurre dentro de una constante esencialmente ?actual?, el ?cuerpo?, dado a su vez en otra peculiar clase de conciencia, como telón de fondo de todas las llamadas sensaciones orgánicas. Consideremos en primer lugar este último hecho.

Sea cualquiera el contenido de este proceso, y cuaquiera su duración en el tiempo objetivo, posee siempre, en este indivisible momento de su transcurso, una forma peculiar y una estructura que pertenece a su esencia. La cual, precisamente por esto, tiene que ser idéntica, no solamente para los hombres y para los seres vivos terrestres, sino para todo posible ser viviente en general. Todo se reduce a desgajar con exactitud esta estructura entre todos los accesorios individuales y ver si no está ya contenida en ella la esencia de la muerte. Si esto es así, la muerte no se halla al final del proceso, sino que al final se encuentra entonces tan sólo la realización, más o menos contingente, de esta esencia ?muerte?. Al final se halla, por tanto, no el puro ?ser? de la muerte misma, sino solamente su contingente morirse, su realización por este o aquel individuo. Si así fuera, tendríamos que decir: la muerte es un a priori para toda experiencia inductiva del contenido variable de cada proceso biológico real.

La estructura de cualquier fase (puntual) del proceso continuo de la vida y de su conciencia interior contiene tres peculiares dimensiones en su contenido. Estas dimensiones se llaman: ser presente inmediato, ser pasado inmediato y ser futuro inmediato de algo, x, y, z (contenido variable), y en ellas hay correlativamente tres especies de actos cualitativamente distintos: percepción inmediata, recuerdo inmediato, expectación inmediata. En toda posible aprehensión de una cosa, de un suceso, de un movimiento, de una variación de la naturaleza, pero también en toda experiencia interna de una de las llamadas vivencias psíquicas, se hallan contenidas estas tres dimensiones y sus respectivos actos. Son totalmente diferentes de toda percepción, recuerdo y expectación mediatos por razonamiento o por reproducción y asociación. El que tengamos un pasado, el tener futuro, no está deducido, o no es un simple juicio fundado en las funciones simbólicas de las llamadas ?imágenes de expectación?, o ?imágenes de recuerdo?, contenidas primariamente en el ?ser presente?, sino que en cada momento indivisible de nuestro proceso vital vivimos y vemos ?algo que escapa? y ?algo que se acerca?. Además, tanto el contenido del recuerdo inmediato como el de la expectación inmediata, está dado, desde luego, como actuando en nuestra vivencia presente (no como representación).

Pero consideremos exactamente la relación de esta estructura con el tiempo objetivo, en el cual colocamos (por lo pronto) las cosas muertas y los acontecimientos, y que con ayuda del espacio está definido por la mecánica y mide la astronomía y es medido por la óptica. En ese tiempo no hay nada de esta estructura de un ser viviente; el dramatismo de éste no se da ?permítaseme la imagen- en el epos del tiempo objetivo. No tiene sentido determinar en una ecuación mecánica si transcurre en el pasado o en el futuro. Además, si trasplantamos a su vez, como no podemos menos de hacerlo, el cuerpo de un ser vivo al tiempo objetivo, no se distribuye su pasado, su futuro y su presente en una pluralidad de partes objetivas del tiempo objetivo, sino que en cada indivisible punto del tiempo se encuentra el contenido total de esas tres dimensiones: G (contenido total)=v+g+z. Pero cada una de estas partes del contenido tiene una extensión (v tiene u, g tiene u1, z tiene u2). En estas ?extensiones? se distribuye la extensión total de G de lo vivido en cada momento del tiempo objetivo. Esta ?extensión total? crece con el desarrollo del hombre. La mirada de la intuición pura abarca en cada instante esta extensión total G y su contenido variable.

Pero, con el progreso objetivo del proceso vital, esta extensión total se reparte de nuevo en una dirección característica que representa a su vez un dato específico de vivencia. La extensión del contenido en la dimensión del pasado v y la posteficacia inmediata, vivida, de este contenido pretérito crece más y más mientras decrecen, también cada vez más, la extensión del contenido, en la dimensión del inmediato futuro, y la preeficacia de este contenido. Pero la extensión del presente ?se comprime? cada vez más, por así decirlo, entre ambas extensiones. Con el conjunto de la vida dada como vivida en cada momento y su posteficacia, disminuye, por tanto, el conjunto de lo que podemos vivir, tal como existe en la expectativa inmediata de la vida. Las extensiones del presente fenoménico disminuyen, por esto, de un punto del tiempo objetivo a otro, por mucho que crezca su contenido total; esto es claro en ciertas diferencias de fase especialmente observables. Para el niño es el presente una ancha y clara superficie del más abigarrado ser. Pero esta superficie decrece con cada progreso del proceso vital. Se hace cada vez más angosta, cada vez más apretada entre la posteficacia y la preeficacia. Para el adolescente y el muchacho, su futuro está ahí como un ancho y claro camino que se extiende hasta perderse de vista: un inmenso espacio libre vivido en forma de ?poder vivir?, en el cual el deseo, el anhelo, la fantasía dibujan mil figuras. Pero en cada trozo de la vida ya vivido, y dado como tal en su inmediata posteficacia, se angosta sensiblemente este espacio libre de la vida a vivir. El espacio de su poder vivir decrece en riqueza y profusión, y la presión de la inmediata posteficacia se hace cada vez mayor. Esta es la razón por qué, más allá de todo argumento lógico en pro o en contra suya, el determinismo ?según justa expresión de Wildelbrand- es para la vejez tan fácil de comprender como la doctrina de la libertad. Y esto mismo sugiere Enrique Bergson cuando, en sus investigaciones acerca de la filosofía de la biología, echa mano de una imagen poco comprensible, según la cual el pasado muerde cada vez más fuertemente sobre el futuro.

(…)

La negación de la ?muerte natural? es una consecuencia que resulta ya de modo puramente deductivo de la interpretación metafísica mecanicista de los fenómenos vitales. Si el organismo vivo, con todos los procesos que en él se encuentran, es tan sólo un proceso fisioquímico especialmente complicado, esto es, si es en última instancia un proceso mecánico, evidentemente no puede perturbarse e interrumpirse dicho proceso y el sistema en que transcurre, si no es por causas externas. Entonces es la muerte el fenómeno consecutivo a un estímulo, externo en definitiva, el cual tiene por efecto, o bien deshacer inmediatamente la máquina como un pistoletazo, o bien descomponer mediatamente el sistema en movimientos parciales de cada uno de sus órganos, que se propagan en todas direcciones. Es decir, toda muerte es entonces más o menos ?artificial? y ?catastrófica?, y desaparece la diferencia entre la muerte natural y la artificial. La concepción mecánica tiene, pues, que construir finalmente la muerte a imagen de la muerte por un pistoletazo.Más todavía: incluso la contraposición entre lo viviente y lo muerto se hace puramente relativa; en realidad, ni tan siquiera puede verse ya en qué consista la muerte. El organismo es solamente un complejo de órganos; éstos, un complejo de tejidos; los tejidos, a su vez, un complejo de células (estado celular), y si se interpretan también los fenómenos celulares como simples procesos fisioquímicos, entonces ?prescindiendo de la conciencia- no se ve por ninguna parte un suceso determinado y tangible que pudiera llamarse ?muerte?. Sin embargo, es un hecho conocido que casi todas las funciones fisiológicas continúan mucho tiempo después de la muerte del animal; el estómago, por ejemplo, digiere, crecen los pelos y las uñas, las glándulas segregan secreciones, el pulso puede conservarse todavía durante horas enteras. Prescindimos de entrar aquí en los problemas más complicados de la muerte en los animales inferiores y en las plantas, así como en el problema de la muerte aparente. Porque los hechos más al alcance de cualquiera muestran ya que, en el fondo, la muerte se desvanece ante este aspecto de la vida y que, en realidad, ya no se sabe dónde colocar propiamente a la llamada muerte dentro de esta progresiva cesación de procesos aislados y del desmoronamiento de los órganos, ya iniciado en la vejez. No es de extrañar que un fisiólogo francés hace poco tiempo declarara que la presencia de la muerte es un hecho jurídico, como consecuencia de una declaración de muerte realizada por el médico forense; prognosis: ?no volverá a levantarse más?.

Si con esta manera de ver las cosas se quiere, sin embargo, tomar la muerte como hecho absoluto, por tanto, no simplemente como una intromisión más o menos artificial de nuestro pensamiento, o como una definición jurídica, será preciso, como ya Descartes vio, abandonar, por completo, la naturaleza y pasar al lado de la conciencia subjetiva. Esto es, se dice ahora: a pesar de que, considerada desde el punto de vista de la ciencia natural, no es la muerte un acontecimiento elemental determinado, sino tan sólo el resultado lenta y progresivamente acumulado de la destrucción de enlaces químico-orgánicos sumamente complicados, sin embargo, existe una razón para ser tenida por tal y poder asignarle un lugar perfectamente determinado en el tiempo, por mucho que pueda oscilar subjetivamente dentro de ciertos límites; una razón que en manera alguna se puede captar por la ciencia natural, sino que esla desaparición de la conciencia a consecuencia de la destrucción de la ?máquina?.

Pero esto no es resolver la cuestión, sino transferirla al psicólogo. Y no es menos difícil la cuestión de cuándo y dónde deba suponerse semejante desaparición total y definitiva de la conciencia. Sabemos, por ejemplo, que en la narcosis y en el sueño no se desvanece toda conciencia; que en el primer caso solamente desaparece la zona de dolor, y que apenas existen sueños sin ensueño. Además existe también aquí la misma contraposición que en biología, esto es, entre aquella interpretación asociativa y ?aditiva? del alma, según la cual, ésta sería solamente una suma de acontecimientos aislados, que en principio pueden transcurrir aisladamente (y ello en todo grado de conciencia), y la teoría de la unidad, según la cual, al igual que para los vitalistas existe una fuerza vital directora, así también existe una unitaria persona central que dirige y apoya todos los procesos asociativos. Si se admite inclusive, como debe admitirse, una subconciencia en la vida anímica, no es menos difícil resolver entonces la cuestión de cuándo y dónde se ha extinguido la conciencia. Añádase a esto que se ha transportado la muerte desde el dominio inmediatamente accesible de los fenómenos vitales externos a una esfera ?la conciencia ajena-, la cual, a su vez, solamente es accesible a los demás por la variación de estos fenómenos externos, lo cual es metódicamente una imposibilidad.

La muerte, la más cruel y clara de las realidades, visible y accesible para todo el mundo, vista cada día con mayor seguridad y claridad, parece transformarse para el microscopio del análisis y para la ?ciencia? en un conjunto de indiscernibles pequeñeces. Amenaza con escaparse de nuestros ojos: no es aceptada y explicada, sino que acabará por desecharse. Aparece, por último, como una especie de fantasía humana, una idiosincrasia del hombre. No hay que asombrarse, por tanto, de que se hayan atrevido ya a sacar estas consecuencias. Hace algunos años, en efecto, proclamó un conocido sabio de París como ?axioma? de la medicina moderna que no existen límites naturales de la vida que la ciencia médica y la técnica, unidas al arte médico, no pudieran hacer retroceder indefinidamente. La consecuencia es forzosa. Si no hay muerte natural ?esto es, un lento agotamiento de una fuerza vital que actúa como agente independiente-, y si no existe ningún factor vital autónomo que, por un peculiar ritmo suyo, no hace sino servirse de los mecanismos corporales, entre el crecimiento y la vejez ?un factor que la muerte catastrófica no destruye, sino que tan sólo le priva de su lugar de manifestación en el todo inorgánico, haciéndose por ello inaccesible a nuestro conocimiento y a nuestra experiencia-, si nada de esto existe, entonces debe existir realmente ese ?remedio contra la muerte? tan largamente buscado. Y hay que considerar tan sólo como una falta de ?progreso? de nuestra actual medicina, cuando no una culpa moral de la ?inaplicación? de los médicos, el que los hombres todavía mueran. Toda máquina es, en efecto, reparable en principio. Y, según esto, sería solamente una culpable incredulidad en las fuerzas y artes del hombre el considerar la muerte como una absoluta y definitiva economía del mundo. Un paso más, y se convertirá ?la ciencia? en una broma de dudoso gusto, como puede verse, medio en serio, medio satíricamente, en un libro pragmatista americano sobre el ?dislate de morir?, en el cual se define la muerte como una ?granujada? europea de la voluntad.

Pero para los psicólogos de la cultura, la cuestión que hay que plantear es otra. La de averiguar si no existirá más bien por parte de la ciencia ?por parte de la metafísica de la ciencia- una ilusión que le es precisamente constitutiva, y que consiste en no ?querer? admitir como actualmente existente en el mundo más que lo que puede variar por una posible intervención en él. Pero desde el momento en que este ?axioma? domina toda la óptica espiritual de la ciencia, es decir, desde el momento en que lo que ella pretende, según lo mostrado en otra parte, no es darnos el mundo verdadero, sino tan sólo un ?plan? para dominarlo y manejarlo, evidentemente no puede la ciencia ver la muerte. Tiene en último término que negar su existencia. Tiene que ser ciega para la muerte. Tanto más cuanto que ella misma ha nacido de ese cerrar los ojos ante la muerte, propio del hombre moderno, de la represión de la muerte por el afán de trabajo. Es exactamente el mismo motivo que invoca extraamente H. St. Chamberlain contra la genial, profunda y verdadera doctrina de Gobineau sobre la causa de la muerte de los pueblos, naciones y culturas (una causa que ni la política ni la moral pueden dominar), y de la incesante descomposición de la civilización occidental, debida a la creciente mezcla de razas pertenecientes a capas superiores con las de las inferiores; tiene que ser falsa esa doctrina, porque, si no, no nos quedaría nada por hacer. Este ilusionismo pragmatista es en realidad la raíz de esa falsa teoría de la vida y de la muerte.

(…)

Existe un fenómeno absoluto de la muerte, vinculado a la esencia de lo vital y a todas las formas unitarias de lo vital. Existe así, no sólo una muerte individual, sino también una muerte de las razas y de los pueblos, y, como ya empieza a haberse superado la ola darwinista, existe también una muerte de las especies, debida, no a la eliminación selectiva fundada en la variación de las condiciones vitales sino al agotamiento interno de los agentes que dirigen la vida de la especie. Y no es que bajo los aparentes saltos bruscos se oculte una evolución y variación continuas, sino que bajo la aparente continuidad de los cambios y diferencias de los fenómenos y unidades vitales, se ocultan las más discontinuas diferencias de organización y las causas verdaderamente discontinuas de los procesos. Y la ?muerte? significa siempre la cesación internamente determinada de un proceso, un fenómeno absolutamente incomparable con el perecer del mundo inorgánico.

II. La supervivencia.

La primera condición para la supervivencia después de la muerte es la muerte misma. La primera condición para una posible creencia en la supervivencia es eliminar las fuerzas que reprimen la idea de la muerte más allá de los límites normales del impulso vital, fuerzas cuya existencia he mostrado en el tipo de hombre moderno. Todo lo que actúa contra estas fuerzas hace reaparecer de modo automático la idea de la muerte. ?Supervivencia de la personalidad espíritu-corporal?. Estas palabras adquieren sentido solamente con el fenómeno de la muerte, con la existencia e inexorabilidad del destino de todo ser viviente. Y la creencia en la supervivencia es solamente posible si se ha realizado ya la posible sumisión espiritual a la muerte, esa espiritual reconciliación con ella que llegó a anular el ilusionismo constitutivo del hombre moderno. Si reaparece la muerte reprimida más allá de los límites normales.

Supongamos que se halla restablecido el estado normal; que el hombre se vea ya libre de aquella ilusión negativa de la angustia para la cual no hay muerte. ¿En qué forma, en qué experiencias espirituales se nos da entonces la supervivencia, y qué diferencias típicas resultan de ello en la manera como eso acontece?

Hay que fijarse cuidadosamente en el sentido de esta pregunta. No se pregunta cómo puede demostrarse la ?inmortalidad?, o cómo puede justificarse la creencia en ella. ?Demostrarla? ?a estilo del siglo XVIII- no es posible. Pero, como en muchas cuestiones filosóficas, es también muy problemático si tiene sentido hablar aquí de una demostración, si es algo que tiene que ser probado. Todo lo que se admite fundado en la experiencia inmediata es eo ipso indemostrable y un supuesto necesario de toda posible demostración. Además, ?ser inmortal? es algo negativo, y, por tanto, algo que no es susceptible de demostación. Por eso hablamos explícitamente de perduración y supervivencia de la persona, y no de su llamada inmortalidad. Si tuviésemos puntos de apoyo experimentales de su supervivencia, podríamos tal vez deducir de ellos eso que llamamos inmortalidad.

Finalmente, tenemos que averiguar a quién incumbe la tarea de la prueba ?onus probandi-. Aunque logre mostrar que existe una independencia esencial de la persona respecto de la existencia de una vida orgánica, y que hay leyes especiales para sus actos, sus intuiciones, sus pensamientos, sus sentires, sus amores, sus odios, leyes independientes de las leyes esenciales de todos los seres vivientes, no sólo de los terrestres; aunque logre tal cosa, jamás podré probar que con el último acto de la unidad vital humana, ese acto con el cual muere su muerte, no deja también de existir al mismo tiempo esta persona. A pesar de la independencia de la esencia de una persona respecto de la esencia del ritmo vital suyo, pudiera ser que dejara de existir en el mismo momento en que sobreviene la muerte. Pero la muerte no sería una razón para admitirlo así, y quien lo afirmara estaría obligado a probarlo.

Si lograra mostrar además que el modo y manera como me está dada la persona espiritual de otro, cuando hablo con ella y entiendo su lenguaje, no contiene el menor razonamiento que nos llevara de la comprobación de ciertos estados variables de su cuerpo a los actos espirituales de su persona, en tal caso, el hecho de que este cuerpo llegue alguna vez a ese estado que llamamos ?cadáver?, no constituye la menor razón para negar en este momento la existencia de su persona, el menor motivo para suponer que en el momento en que palidece cesa también lo que yo entendía cuando él sonreía. No existe semejante razonamiento. Durante la vida misma, la admisión de la existencia de otras personas no se funda ni en un razonamiento que discurre fundándose sobre el cuerpo de los demás, ni en un acto de penetración afectiva de un yo, análogo a nuestra persona, dentro de la imagen del cuerpo ajeno. Porque las unidades expresivas, en las cuales percibimos una persona ajena, igual que el árbol en el fenómeno óptico de su visión, no están fundadas en la existencia de cosas corporales y en sus transformaciones. La admisión de la existencia de personas ajenas reposa ciertamente, por lo que se refiere a sus motivos cognoscitivos, en fenómenos de expresión que nos están dados; pero una vez que hemos llegado a ella, es completamente independiente de la existencia ulterior de semejantes fenómenos; solamente el entender lo que la persona piensa es lo que reposa en cada caso sobre la existencia de aquéllos. El que la persona sea invisible no significa nada. ?Invisible? es también en cierto sentido la persona espiritual cuando hablo con ella y cuando se expresa. El que no la veamos después de la muerte quiere decir muy poco, puesto que nunca puedo verla con los sentidos. El que los fenómenos de expresión desaparezcan después de la muerte es una razón tan sólo para que yo no pueda entender ya a la persona; pero no una razón para suponer que no exista. Permítaseme una imagen: si cierro de golpe una puerta a través de cuya rendija se ve volar un mosquito, no se podrá probar ciertamente que el mosquito se encuentra todavía en la habitación y no ha volado por la ventana. Tal vez voló hacia fuera en el momento de empujar la puerta; pero, fundado en el portazo, no hay más razón para admitirlo que el que pudiera haber para deducir la edad del capitán fundándonos en la longitud del mástil. Análogamente, puede de hecho dejar de existir la persona cuando faltan los fenómenos expresivos para entenderla. No está escrito en ninguna parte que la persona deba perdurar siempre; pero la falta de fenómenos de expresión no es un motivo para admitir que no perdure.

Max Scheler. Muerte y supervivencia.

Escritos Políticos Kant

De: Alias de MSNoleMEW  (Mensaje original) Enviado: 14/04/2004 11:14

Los escritos políticos de Immanuel Kant

Mario Estuardo López Barrientos

Presentación 

El objetivo principal de este trabajo es conocer la reflexión política de Immanuel Kant. A Kant lo solemos conocer por su crítica a la metafísica y la consiguiente cimentación de los límites y posibilidades de conocimiento científico; así como por su imperativo categórico que sugiere el deber ser racional en cada ser humano, en el ejercicio de su libertad. Son famosas, y de complicada lectura, sus tres críticas: Crítica a la Razón Pura, Crítica a la Razón Práctica y Crítica del Juicio. También son conocidas sus obras en filosofía de la religión y filosofía del derecho. Sin embargo, son muy poco conocidos aquellos escritos de Kant que versaron sobre la política y la historia, escritos que podríamos calificar de ?menores?, en parte porque se trata de temas aislados y no en obras sistemáticas.

Para la selección de los escritos propiamente políticos me he ceñido a la edición inglesa de Hans Reiss titulada Kant?s Political Writings, por ser la única en esta universidad que realiza este trabajo de selección. Sobre los escritos políticos de Kant no hay mucha información, ni en internet ni en libros en español, tan sólo hay pequeños ensayos y estudios preliminares que se encuentran en sus obras políticas editadas en español, sobre todo los de Rodríguez Aramayo que ofrecen interesantes y sugerentes puntos de análisis.

Me he preocupado en dar una noción acerca de la época, con la idea de enmarcar el pensamiento político de Kant. También presento la vida y obra del autor, intentando ir desglosando así el conjunto de su producción intelectual y el meollo de su pensamiento. Además ofrezco algunos  datos relevantes que nos ayudan a entender esta veta política en Kant: las posibles influencias, las problemáticas que trata, y el legado que deja a la tradición filosófica. Luego presento su pensamiento político. Aquí pensé en un inicio hacer recensiones a cada uno de sus escritos, con el fin de incentivar en el lector su lectura; sin embargo me parecía un trabajo, aunque de síntesis, poco creativo y en algunas veces repetitivo, puesto que hay temáticas que van y vienen a lo largo de tales escritos. Por esto preferí destacar las grandes temáticas de su pensamiento político. El único libro al que no tuvimos acceso en español, entre los seleccionados, fue Metafísica de las Costumbres, el cual excluimos del presente trabajo.

1.      Contexto: La Edad Moderna

No nos interesa aquí presentar un amplio estudio de la edad moderna, sino ubicar a Immanuel Kant dentro de su época. En este sentido dejamos de lado el debate que existe entre las diferentes historiografías sobre los límites de la modernidad[1], también nos alejamos del detalle de hechos y acontecimientos que sucedieron en las emergentes naciones, y nos concentramos, en cambio, en aquellos elementos generales que caracterizan dicha modernidad[2]:

1.1.  Dimensión religiosa

En el ámbito de las creencias, el hecho más elocuente del inicio de la modernidad es la quiebra de la unidad cristiana en Europa central y occidental, precedido del agitado caldo de cultivo de las herejías y las contestaciones críticas a la Iglesia romana en la baja edad media y que culmina en la Reforma protestante y el inicio de un largo ciclo de las guerras de Religión desde principios del siglo XVI. Asimismo, la secularización del saber, la consolidación de la ciencia y el avance del librepensamiento, basados en el pilar de la razón, generarán actitudes críticas hacia las religiones reveladas.

1.2.  Dimensión cultural

El nuevo marco cultural perfilado en el renacimiento y el humanismo generarán un escenario en el desarrollo del saber donde el hombre ocuparía un lugar central, cuya proyección alcanzaría su más elocuente forma de expresión en el espíritu de la Ilustración en el siglo XVIII y la configuración de Europa como paradigma de la modernidad.

Estos cambios en la atmósfera cultural y su manifestación en los avances tecnológicos revolucionarán los hábitos materiales de las sociedades europeas y su visión y relación con el entorno a escala planetaria. Los nuevos inventos, en la navegación y en el campo militar, por citar dos ejemplos, facilitarán los descubrimientos geográficos y la apertura de nuevas rutas de navegación hacia los mercados de Extremo Oriente y hacia el Nuevo Mundo.

1.3.  Dimensión económica

Desde una perspectiva socioeconómica, la lenta pero progresiva implantación de formas protocapitalistas, vinculadas al desarrollo del mundo urbano desde los siglos XII y XIII, y el creciente peso de la actividad mercantil y artesanal en unas sociedades todavía agrarias, irán definiendo los rasgos de la sociedad capitalista. Aquellas transformaciones económicas transcurrirán paralelas al proceso de expansión de la actividad económica de los europeos en otros mercados mundiales, bien ejerciendo unas relaciones de explotación sobre sus dependencias coloniales o bien en un plano más igualitario, en primera instancia, en otras áreas del globo, como expresión de la emergencia mundial de las potencias europeas.

1.4.  Dimensión social

Las transformaciones económicas transcurrieron parejas e indisociables a ciertos cambios en la estructura social del Antiguo Régimen. Entre éstos, el protagonismo de nuevos grupos sociales muy dinámicos en su comportamiento, tradicionalmente asimilados al complejo concepto de burguesía, los cuales recurrirán a distintas estrategias tanto de corte reformista como revolucionario para su promoción social y política y la salvaguardia de sus intereses económicos. Movimientos que no convienen simplificar y superponer a otros fenómenos sociales que atañen a otros sectores de la población, tanto agraria como urbana, de carácter más revolucionario, como se pueden observar en el siglo XVII en el marco de la revolución inglesa; o las estrategias de los grupos tradicionales de poder para frenar o neutralizar esos movimientos mediante la cooptación de esa burguesía emergente o mediante el recurso a prácticas represivas. De cualquier modo, estas pautas de transformación social conducirían con mayor o menor celeridad y con las peculiaridades propias de cada sociedad a la antesala del ciclo de revoluciones burguesas que se iniciaría desde finales del siglo XVIII y que supondría, en términos generales, el desmantelamiento del Antiguo Régimen.

1.5.  Dimensión política

Desde la perspectiva política, el fenómeno más relevante es la configuración del Estado moderno, las primeras monarquías nacionales, las cuales se irán abriendo paso a medida que se diluya la idea medieval de imperio cristiano a lo largo de las luchas de religión del siglo XVI. El nacimiento del Estado moderno concretará la expresión de nuevas formas en la organización del poder, como la concentración del mismo en el monarca y la concepción patrimonialista del Estado, la generación de una burocracia y el crecimiento de los instrumentos de coacción, mediante el incremento del poder militar, o la aparición y consolidación de la diplomacia, conjuntamente al desarrollo de una teoría política ad hoc. Fórmulas que culminarían en el Estado absolutista del siglo XVII o en los despotismos ilustrados del siglo XVIII, pero que no pueden ocultar la complejidad de la realidad política europea y el desarrollo de modelos de gobierno alternativos, como las formas parlamentarias que se fueron implantando desde el siglo XVII en Inglaterra, y que vaticinan en la práctica y en sus teorizaciones el posterior desarrollo del liberalismo.

1.6. Dimensión internacional

En su dimensión internacional, la emergencia y la configuración de la Europa moderna perfilará una nueva visión y una inédita actitud hacia el mundo, y en esa perspectiva la modernidad implica el inicio de los encuentros, y también desencuentros, con otras civilizaciones a lo largo del globo.

Los descubrimientos geográficos y las nuevas posibilidades habilitadas por las innovaciones técnicas transformarán radicalmente la visión que del mundo tendrían los europeos. Un cambio de actitud que conjuntamente con las transformaciones socioeconómicas, culturales y políticas llevará a los europeos a expresar su extroversión hacia ultramar y concretar en el plano internacional la emergencia de Europa. En ese proceso, los europeos entrarán en contacto con otros mundos y con otras civilizaciones, no siempre con un ánimo dialogante, sino con la pretensión de imponer sus formas de civilización, o dicho de otro modo, con la intención de crear otras Europas, siempre que encontraran las circunstancias adecuadas para hacerlo. Es cierto que en el caso de América, el Nuevo Mundo se convirtió en el punto de destino de las utopías del viejo continente, pero en el plano general de la política europea hacia estas áreas, como más adelante ocurriría con la expansión europea por otros continentes, se plantearía en términos de desigualdad en favor de las metrópolis europeas.

Por último, la emergencia y la progresiva hegemonía mundial europea acabaría influyendo en el desarrollo de las relaciones internacionales, en la misma proporción que su expansión por el globo, aún lejos a finales del siglo XVIII de lo que sería la culminación de las prácticas imperialistas y de la hegemonía europea en vísperas de la I Guerra Mundial. La crisis del universalismo imperial y pontificio (la cristiandad medieval) entre los siglos XIV y XVI dejará paso a una nueva realidad internacional europea definida por el protagonismo de los estados modernos, la pluralidad de los estados soberanos, y la configuración del ?sistema de estados europeos?, cuya acta de nacimiento bien puede datarse en la Paz de Westfalia de 1648. Los estados, y concretamente las grandes monarquías europeas de los siglos XVII y XVIII, serán el elemento predominante en las relaciones internacionales de la edad moderna y al designio de éstos quedará relegadas la suerte de las posesiones europeas de ultramar y las posibilidades de penetración en otros mercados extraeuropeos.

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En resumen, podemos decir que la modernidad se caracterizó por: (a) en lo religioso, crítica severa a la Iglesia Católica y a la religión en general, secularización del saber y emergencia del librepensamiento; (b) en lo cultural, el papel preponderante del saber[3], basado en la razón, en la idea de progreso, y en la responsabilidad humana de dominar el mundo; (c) en lo económico, inicio del capitalismo y expansión económica de Europa en otros mercados mundiales; (d) en lo social, asenso de la burguesía; (e) en lo político, configuración del Estado moderno, absolutismos y parlamentarismo, burocracia y crecimiento de mecanismos de coerción; y (f) en lo internacional, expansión colonial, relaciones internacionales entre Estados y eurocentrismo.

2.      Vida y Obras de Immanuel Kant[4]

Immanuel Kant nace un 22 de abril de 1724 en Königsberg, capital del ducado de Prusia, cuarto de los once hijos del maestro guarnicionero Johann Georg Kant y de su mujer Anna Regina Reuter. Su madre, de religiosidad pietista, se encargaría de la educación del joven manolito (Manelchen), influyendo enormemente en su futuro carácter moral.

Entre 1732 y 1740 asiste al Collegium Fridericianum, dirigido por F. Albert Schultz (1692-1763), un pietista seguidor de la filosofía dogmática de Wolff. La instrucción que allí recibió, plagada de plegarias, oraciones y prácticas piadosas, terminó causando una gran aversión por la práctica religiosa. De hecho, en su edad adulta, Kant no asistió nunca a la Iglesia. En 1738 muere su madre. En 1740 Kant ingresa en la universidad de Königsberg, el mismo año que Federico el Grande pasa a ocupar el trono de Prusia. Entre sus estudios están teología, filosofía, matemáticas y ciencias naturales. Su profesor Martin Knutzen le inicia en la lectura de Newton y otros autores ingleses. Kant ya no reside en la casa paterna y se gana la vida dando clases particulares. En 1746 muere su padre y Kant deja la universidad antes de graduarse. En 1749 escribe su primer tratado en alemán: Ideas acerca de la verdadera valoración de las fuerzas vitales, inspirada en la física de Leibniz y con el que inicia el denominado período pre-crítico, que durará hasta 1770. Trabaja como preceptor privado de familias pudientes, en los alrededores de Königsberg. Este será el desplazamiento más largo que Kant realizará en su vida.

En 1755, Kant se gradúa en la universidad de Königsberg con un estudio en latín Sobre el fuego y asume el puesto de profesor auxiliar (Privatdozent) con un escrito en latín: Principios fundamentales del conocimiento metafísico. Ese mismo año publica anónimamente Historia general de la naturaleza y teoría del cielo, en la que propone una cosmogonía mecanicista, de inspiración newtoniana, anticipando la tesis de Kant-Laplace sobre el origen del universo. Se mantendrá en este puesto los quince años siguientes, impartiendo clases de física, matemáticas, geografía, cosmología y teología. Kant lee a Leibniz y Hume. Este último autor le despertará de su sueño dogmático. Cuando en 1756 Kant presenta su tercer tratado en latín para poder presentarse a cátedra: Sobre la monadología física; no consigue la cátedra de lógica y metafísica.

En 1762 escribe La falsa sutileza de las cuatro figuras del silogismo. Para esta fecha Kant continua dando clases, a las que asiste de oyente J. G. Herder. También escribe El único argumento posible para demostrar la existencia de Dios. Un año después obtiene el segundo premio de la Academia de las Ciencias de Berlín con la obra: Estudio sobre la evidencia de los principios de la teología y la moral naturales. Escribe Ensayo para introducir el concepto de magnitudes negativas en filosofía. En 1764 queda disponible la cátedra de poesía en Berlín, y Kant la rechaza. Escribe Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, y un breve tratado: Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza. Un año después Kant toma el cargo de vice-bibliotecario del Palacio Real. Cuando lee la obra de Swedenborg (Coelestia Arcana), un teósofo, ciéntifico y místico sueco que pretendía describir sus incansables viajes por el cielo y el infierno, Kant arremete contra él escribiendo una obra burlona titulada Sueños de un visionario explicados por los sueños de la metafísica (1766), donde rechaza definitivamente el tipo de metafísica, tan alejado de la experiencia y se inclina ya por una concepción de la filosofía como la ciencia de los límites de la razón humana, y no como un sistema de saber; la filosofía, más que conocimiento, es para él crítica del mismo.

En 1769 Kant rechaza la cátedra de profesor ordinario en Erlangen. Kant se halla ya fuertemente influenciado por la filosofía de Rousseau. Un año después es nombrado catedrático de lógica y metafísica en la Universidad de Königsberg. Presenta una disertación en latín: Disertación sobre la forma y los principios del mundo sensible e inteligible, en el que intenta aclarar porqué la metafísica se hallaba en un callejón sin salida. En esta obra Kant establece una diferencia entre conocimiento sensible y conocimiento inteligible, de modo que el conocimiento no queda limitado meramente a la experiencia, debiendo reconocer, por lo mismo, un conocimiento metafísico que debe justificarse. Aquí comienza la construcción de la que será llamada filosofía trascendental, edificada sobre la línea de un sujeto que pone sus condiciones subjetivas a la posibilidad de que las cosas sean conocidas y pensadas. Con esa fecha comienza el período crítico que inicia Kant con un silencio de diez años, que dedica al análisis de las objeciones que se le formularon a su propuesta inicial de señalar las características del conocimiento sensible y del intelectual. La ?gran luz? que Kant dijo ver no es otra cosa que la noción de sujeto trascendental, a saber, aquel que pone a la materia del conocimiento la manera o forma de conocer o representar las cosas.

En 1772 cesa su trabajo como bibliotecario del Palacio Real y en 1780 Kant ingresa en el senado de la Universidad de Königsberg. En 1781 publica su gran obra: Crítica de la razón pura, tras un período de doce años de maduración, pero escrita casi a vuelapluma en cinco o seis meses. En ella se hace un análisis trascendental del conocimiento: ¿Cómo son posibles las ciencias? ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad del conocimiento? A modo de introducción a su obra, escribe Prolegómenos a toda metafísica futura (1783). Publica Idea para una historia general concebida en un sentido cosmopolita (1784); Respuesta a la pregunta: ¿qué es la ilustración? (1784); Fundamentos de la metafísica de las costumbres (1785), en la que trata del uso práctico de la razón pura. En 1786 es nombrado rector de la universidad, cargo que implica hacerle un homenaje al rey Federico Guillermo II. En este año publica Fundamentos metafísicos iniciales de la cosmología.

En 1788 publica su otra gran obra: Crítica de la razón práctica, cuyo tema es la vida moral del hombre libre. Este mismo año es nombrado rector de la Universidad de Königsberg por segunda vez. En 1790 publica Crítica del juicio, que intenta mediar entre naturaleza y libertad, o armonizar las dos Críticas anteriores. Es decano de la Facultad de Filosofía en 1792. Escribe La religión dentro de los límites de la mera razón (1793) y El fin de todas las cosas (1794), ambas sobre filosofía de la religión. También En torno al tópico: tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica (1793). Este año, Kant tiene un conflicto con la censura de Prusia, prohibiéndole escribir o dar clases sobre temas religiosos. A partir de entonces Kant reduce su actividad académica en la universidad, hasta que se retira de la actividad docente en 1797. Publica Por la paz perpetua (1795); Metafísica de las costumbres (1797), obra sobre filosofía del derecho y de la moral, y que hay que distinguir de la anterior Fundamentación de la metafísica de las costumbres que introduce a las teorías éticas de la Crítica de la razón práctica; El conflicto de las facultades (1797); y Antropología desde el punto de vista pragmático (1798).

En 1800 Kant va debilitándose poco a poco. Un discípulo suyo, Wasianski, se ocupa de su cuidado. En octubre de 1803 sufre una apoplejía leve. El 12 de febrero de 1804 muere Kant.

3.      Los escritos políticos de Kant

3.1.  El cuerpo de sus obras

Kant es reconocido principalmente por sus tres Críticas[5], que constituyen la base de su pensamiento. Sin embargo su obra completa es extensa y abarca otros campos de estudio como el derecho, la política, la historia, la religión y, finalmente, la antropología. Muchos de estos estudios no constituyen formalmente libros extensos, sino que son apenas ?opúsculos? o ?escritos menores?, sin desacreditar lo firmemente fundados en que se encuentran. Hay que reconocer además que la producción kantiana puede interpretarse en dos etapas: la pre-crítica, hasta 1770, y la crítica, hasta su muerte. Proponemos a continuación un listado del conjunto de las obras de Kant, para luego proceder a referirnos a los escritos políticos en específico.

1749    Ideas sobre la verdadera valoración de las fuerzas vitales

1755    Sobre el fuego; Principios fundamentales del conocimiento metafísico; Historia general de la naturaleza y teoría del cielo

1756    Sobre la monadología física

1762    La falsa sutileza de las cuatro figuras del silogismo; El único argumento posible para demostrar la existencia de Dios.

1763    Estudio sobre la evidencia de los principios de la teología y la moral naturales; Ensayo para introducir el concepto de magnitudes negativas en filosofía.

1764    Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime; Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza.

1766    Sueños de un visionario esclarecidos por los sueños de la metafísica

1770    Disertación sobre la forma y los principios del mundo sensible e inteligible

1781    Crítica de la razón pura

1783  Prolegómenos a toda metafísica futura

1784    Idea para una historia general concebida en un sentido cosmopolita; Respuesta a la pregunta: ¿qué es la ilustración?

1785    Fundamentos de la metafísica de las costumbres

1786    Fundamentos metafísicos iniciales de la cosmología

1788    Crítica de la razón práctica

1790    Crítica del juicio

1793    La religión dentro de los límites de la mera razón; En torno al tópico: tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica

1794    El fin de todas las cosas

1795    Por la paz perpetua

1796    Metafísica de las costumbres; El conflicto de las facultades

1798    Antropología desde el punto de vista pragmático

3.2.  Los escritos políticos

Para exponer los escritos políticos de Immanuel Kant me ceñiré a la selección de textos que propone Hans Reiss en su libro Kant?s Political Writings[6]. Desgraciadamente esta selección de ?escritos políticos? no se haya reunida y editada en español. De hecho, la edición de Hans Reiss es la primera que aparece en lengua inglesa y consiste en aquellos escritos que tratan explícitamente la teoría política y que fueron publicados en vida de Kant. Reiss ha excluido aquellos ensayos que tratan marginalmente lo político[7], tales como Probable inicio de la historia humana, El fin de todas las cosas, e Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, pero ha incluido una breve pero esencial parte de la Crítica de la Razón Pura, la primera parte de Teoría y práctica, que corresponde a la ética, y algunos fragmentos de Metafísica de las Costumbres y del Conflicto de las Facultades, en lo que se refiere a la relación entre filosofía y política, excluyendo lo referente a las otras facultades (teología y ciencias). La razón que da de ello es porque ?de lo contrario, hubiera distraído la atención hacia el objetivo principal de este volumen?[8]. Reiss también ha excluido los pasajes políticos de la Crítica del Juicio y de La religión dentro de los límites de la mera razón, así como un breve apéndice de Los elementos metafísicos del bien. A esta exclusión se refiere así: ?en ninguno de los casos se ha omitido algo substancial. Kant solamente está repitiendo puntos que ha hecho en otra parte?[9]. A su vez, ha excluido las notas sobre política que aparece en los estudios preliminares de Kant que aparecen en los volúmenes XXII y XXII de Akademieausgabe[10] y en Kant-Studien LI, debido a que Kant no los había publicado, sino que son publicaciones póstumas. Reiss señala que en todo caso no ofrecen nada diferente de lo dicho en lo publicado y que son a menudo borradores, notas, comentarios en libros que estaba leyendo, etc[11].

En conclusión, Reiss propone la siguiente selección de escritos que conforman el conjunto sustancial del pensamiento político de Kant:

–        Ideas para una historia universal en clave cosmopolita (1784)

–        Una respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? (1784)

–        En torno al tópico: tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica (1793)

–        La paz perpetua, un esbozo filosófico (1795)

–        Metafísica de las costumbres (Fragmentos) (1797)

–        El conflicto de las facultades (1797)

–        Crítica de la Razón Pura (Fragmento) (1781)

3.3.  Kant como pensador político

Immanuel Kant no es conocido como pensador político. Normalmente suele ser identificado a sus tres Críticas y es estudiado sobre todo en Metafísica, Epistemología y Filosofía de la religión. En filosofía política no hay un lugar para él. Esto se debe, en parte, a que efectivamente sus tres Críticas absorben casi totalmente la atención de la tradición filosófica. Otra cosa fuera si Kant hubiese escrito una obra grande y completa sobre teoría política, pero no hizo sino pequeños ensayos. Incluso, ha dado más reflexión a la Filosofía del derecho con su obra Elementos metafísicos del bien. Otra razón para considerar la poca popularidad de Kant es su estilo de no fácil lectura[12].

Si nos fijamos en las fechas de publicación podemos constatar que los ?escritos políticos? de Kant pertenecen a la madurez de su pensamiento. Kant estaba sobre los sesenta años cuando empezó a publicar sobre algunos elementos de teoría política y, en la medida en que envejecía, aumentó este tipo de publicaciones. Sin embargo, es una aberración pensar que Kant se preocupó de la política únicamente en la última década de su vida. Esto no es así, y la prueba de ello es que se conocen notas donde sostuvo por largos años preocupaciones teóricas sobre acontecimientos políticos y sobre teoría política en general. La nota más remota data aproximadamente a 1760 cuando estudiaba Rousseau y el derecho natural. Es importante considerar que el pensamiento político kantiano se halla en total correspondencia con sus tesis epistemológicas y éticas suscritas en las Críticas y, por lo tanto, están rigurosamente fundamentadas por los límites acotados en ellas, y esto constituye en sí su mayor mérito.

Por otro lado, el pensamiento político de Kant está fuertemente influenciado por dos hechos históricos propios de la época: la Revolución Francesa (1789) y la Independencia de los Estados Unidos (1776). No de valde ha sido calificado por Heine, primero, y luego por Marx y Engels como el filósofo de la Revolución Francesa. Hay cierta analogía entre ambas revoluciones y el pensamiento kantiano: la independencia del individuo frente a la autoridad y el problema de la libertad, que yacen en el centro de su pensamiento, guardan coherencia con la reivindicación de ambas revoluciones de la realización de los derechos del ser humano. Sin embargo, ya hacia 1784 Kant venía pensando sobre estos temas propiamente políticos. Es posible considerar, con todo, que la Revolución Francesa lo estimuló a seguir escribiendo. Esto se infiere porque tanto la Revolución Francesa como la Independencia de Estados Unidos abrieron la mente política de la época, secularizándola. Ahora bien, si es cierto que en muchos casos Kant se acerca a los ideales de la Revolución Francesa, su demanda de paz perpetua va mucho más lejos que ella.

Las ideas políticas de Kant se enfrentan a los clásicos iusnaturalistas como Hobbes, Locke, Hume y Rousseau, y al realismo político de Maquiavelo. También se enfrentan las tesis de sus contemporáneos, J. Hamann y J. Gottfried, quienes sostenían una crítica al clamor de la Ilustración de descubrir principios universales válidos y el ver la historia y la sociedad en términos de regular uniformidad. Para ellos, el individuo era más revelador y no se podía subsumir a leyes generales. Kant les responde en forma científica y lógicamente riguroso lo que ellos criticaron, defendiendo la Ilustración  como un proceso dinámico, como una negación a todo tipo de estancamiento. En este sentido, el pensamiento de Kant se suscribe a dicha Ilustración. Kant es su madurez, pero también su mejor crítica.

Tras Kant, Friedrich Schiller y Wilhelm von Humbolt sostuvieron que su teoría política no prestó atención a la base psicológica de las decisiones políticas y que necesitaba complementarse con un estudio del carácter humano. Kant fue tenido por los románticos alemanes como su archi-enemigo. Fighte y Schelling, y después Hegel, fueron totalmente en contra de las tesis políticas de Kant, y pusieron encima del individuo un yo-puro y un yo-absoluto que devenía en la historia. El joven Marx, más adelante, se dejó impactar por las ideas políticas de Kant, sobre todo en aquella que señala que el hombre es un proceso inacabado de ilustración.

3.4.  Las ideas políticas de Immanuel Kant

En primer lugar, considero lo enormemente sugerente que es la lectura de los escritos políticos, sobre todo en el actual contexto de guerra, pero también de globalización y de poner en tela de juicio la idea de progreso de la humanidad hacia mejor. La reflexión kantiana sobre estos temas no han perdido actualidad.

Sobre la base de lo leído, desarrollaremos las siguientes temáticas: (a) las disposiciones de la Naturaleza; (b) antagonismo e ilustración; (c) el problema de la libertad y la necesidad del derecho; (d) revolución y evolución; (e) relaciones internacionales y paz; (f) utopismo crítico.

(a)  Las disposiciones de la Naturaleza 

?¿Hay que amar al género humano en su totalidad o es éste un objeto que se ha de contemplar con enojo, un objeto al que ciertamente se desea todo bien (para no convertirse en misántropo) pero sin esperarlo jamás de él, por lo cual será mejor apartar de él la vista? La respuesta a esa pregunta depende de la que se dé a esta otra: ¿Hay en la naturaleza humana disposiciones de las cuales se puede desprender que la especie progresará siempre mejor, y que el mal del presente y del pasado desaparecerá en el bien del futuro??[13]

Kant se preocupa por encontrar una base firme para echar a andar su sistema político-filosófico. Frente la postura de los contractualistas, Kant sostiene que esta base no puede ser definitivamente el fin particular de cada ser humano, como tampoco el fin general, debido a la dificultad del consenso. La Naturaleza es para Kant esta base desde donde se garantiza, por ejemplo, que la historia humana progrese hacia mejor y que la paz sea perpetua. Pero no nos apresuremos. En Ideas para una historia universal en clave cosmopolita, escrito en 1784, Kant se propone explicar como, independientemente de consideraciones metafísicas sobre la libertad, las acciones humanas se hallan determinadas a leyes universales de la Naturaleza. Para ello el filósofo deberá intentar descubrir ?en este absurdo de las cosas humanas una intención de la Naturaleza?[14]. A lo largo de los nueve principios del ensayo en mención irá determinando cómo la naturaleza dispone sus designios para hacer que la historia progrese: el primer principio sostiene el carácter teleológico de la Naturaleza, todo responde según la Naturaleza a una finalidad; el segundo principio hace ver que en el ser humano, el único ser racional, la plenitud de su naturaleza no se desarrollará en el individuo, sino en la especie, y esto sobre la base de experimentos, tanteos y errores de los seres humanos, de donde también se sigue que la razón es una herencia de la especie, más que del individuo[15]; el tercer principio propone que el hombre autónomamente tiene que hacerse la vida, esto por designio de la Naturaleza; el cuarto subraya el carácter antagónico (la insociable sociabilidad, que abordaremos mejor en el siguiente apartado) que ha propiciado la Naturaleza para desarrollar las disposiciones humanas; el quinto principio es cómo la naturaleza le fuerza al hombre (debido a su problemática libertad) a vincularse recíprocamente mediante la instauración de la sociedad civil y la validez universal del derecho; el sexto principio pone un realismo utópico al señalar lo tardío y efímero de esa constitución civil y derecho universal; el séptimo sugiere de nuevo que la Naturaleza ha dispuesto en su antagonismo el medio para instaurar la paz; el octavo principio dice que la historia es la ejecución del plan oculto de la Naturaleza, que poco a poco va emergiendo la ilustración y que la Naturaleza alberga un estado cosmopolita[16]; por último, el principio noveno lo dedica a considerar el uso práctico de esa intención de la Naturaleza como ?hilo conductor? que alumbra el caminar, es decir como una construcción utópica válida y necesaria.

Como hemos podido apreciar, este ensayo (Ideas para una historia universal en clave cosmopolita, 1784) precede a la Crítica de la Razón Práctica y a la Crítica del Juicio, y lleva en sí la gran variedad de temas que Kant profundizará en sus escritos posteriores. Su preocupación por demostrar que en la base están los designios ocultos de la Naturaleza, lo lleva a argumentar a favor de la razón humana, de la historia que evoluciona realizando tales designios, el carácter antagónico de esa praxis y la necesidad de la razón de pensar este horizonte utópico para ayudar a la misma Naturaleza.

En el artículo Una respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?, publicado también en 1784, dice que el uso de la razón es una disposición de la Naturaleza a los seres humanos y que ir en contra de esto es ir en contra del fin que la Naturaleza le ha prescrito al hombre. Podríamos decir entonces que Kant utiliza la Naturaleza como instrumento de valoración ética, por ejemplo cuando dice: ?constituiría esto un crimen contra la naturaleza humana, cuyo destino primordial radica precisamente en este progreso?[17].

De nuevo el tema de la Naturaleza será tratado en el ensayo titulado En torno al tópico: ?Tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica?, escrito en 1793, sobre todo en la tercera parte cuando propone que la naturaleza es la que garantiza el progreso de la historia humana: ?Si preguntamos ahora por qué medios cabría mantener, e incluso acelerar, este incesante progreso a mejor, pronto se ve que tal éxito no dependerá tanto de lo que hagamos nosotros (por ejemplo, de la educación que demos a la juventud) y del método con que nosotros hemos de proceder para conseguirlo, cuanto de lo que haga la naturaleza humana en nosotros y con nosotros para forzarnos a seguir una vía a la que difícilmente nos doblegaríamos por nosotros mismos?[18]. Esta garantía que ofrece la Naturaleza para el progreso de la historia humana a mejor, también lo ofrece para la consolidación de la paz perpetua, tal y como lo vemos en el artículo de ese nombre. En el suplemento segundo del artículo recién mencionado, Kant se propone ?examinar el estado que la naturaleza ha organizado para la paz perpetua? y ?el modo en que suministra tal garantía?. Aunque estos temas serán abordados en apartados siguientes, podemos adelantarnos a decir que la Naturaleza garantiza la paz perpetua mediante tres instituciones: la legislación universal (algo así como el gobierno de los derechos humanos), la diversidad de culturas y creencias, y las relaciones comerciales. Sirva la siguiente cita para dejar claro a qué se refiere Kant cuando dice que la garantía del progreso y la paz es la Naturaleza:

?Cuando digo que la naturaleza quiere que ocurra esto o aquello no significa que la naturaleza nos imponga un deber de hacerlo (pues esto sólo puede imponerlo la razón práctica libre de coacción) sino que ella misma lo hace, querámoslo nosotros o no?[19].

En resumen, la Naturaleza en la teoría de Kant cumple básicamente tres funciones: primero, lleva en sí misma el designio teleológico de realizarse a plenitud (lo cual podría debatirse, es decir, es un presupuesto injustificado pensar que el plan oculto de la Naturaleza ?si lo hubiere- debe realizarse; la práctica capitalista del último siglo ha demostrado que se puede caminar irracionalmente consumiendo todos los bienes de la Naturaleza y acabar completamente con la misma, esto sin pensar en un apresuramiento mediante la utilización de bombas atómicas, por ejemplo); segundo, como valoración ética en el sentido que no se debe ir en contra de la Naturaleza, ni siquiera es permitido estancarse; y tercero, como garantía del progreso humano hacia mejor y de la paz perpetua.

(b)  Antagonismo e ilustración

Entiendo aquí por antagonismo la insociable sociabilidad de los hombres, esto es, el que su inclinación a vivir en sociedad sea inseparable de una hostilidad que amenaza constantemente con disolver esa sociedad. Que tal disposición subyace a la naturaleza humana es algo bastante obvio. El hombre tiene una tendencia a socializarse, porque en tal estado siente más su condición de hombre al experimentar el desarrollo de sus disposiciones naturales. Pero también tiene una fuerte inclinación a individualizarse (aislarse), porque encuentra simultáneamente en sí mismo la insociable cualidad de doblegar todo a su mero capricho.[20]

Para Kant el antagonismo es el medio del que se sirve la naturaleza para hacer que los seres humanos lleguen a un orden legal donde puedan realizarse como fines en sí mismos, y no solamente como medios[21]. Por antagonismo, como se lee arriba, se refiere a la ?insociable sociabilidad? de los seres humanos. Para Kant la resistencia a la sociabilidad despierta todas las fuerzas del ser humano y las desarrolla, ?dejando la inclinación a la pereza e impulsándolo a la ambición, al afán de dominio o a la codicia?. Desde esta noción, Kant argumentará cómo desde tiempos primitivos el hombre ha venido desarrollándose a través de guerras y competencia, hasta alcanzar la ilustración y el discernimiento ético. De no haber sucedido así, y de no disponer la Naturaleza de tal antagonismo, los talentos hubieran quedado ocultos y los seres humanos serían animales domésticos nomás y jamás ?hubieran llenado el vacío de la creación respecto de su destino como naturaleza racional?. Tal antagonismo además revela bien ?la organización de un sabio creador, y no algo así como la mano chapucera de un genio maligno que arruinaría su magnífico dominio por pura envidia?.

El antagonismo es el motor del progreso de la historia en Kant, pero también lo será posteriormente en Hegel, donde la negatividad es un momento del desarrollo del Absoluto, y en Marx, que acuña el término de ?lucha de clases?.

Para Kant el último estadio de este antagonismo es la ilustración. Poco a poco va emergiendo la ilustración, ?como un gran bien que el género humano ha de obtener?[22]. La ilustración es sobre todo ?la liberación del hombre de su culpable incapacidad?[23], es pasar a la edad adulta y dejar la infancia como algo del pasado, es arriesgarse a pensar, permitirse tal aventura. De la ilustración también se puede decir de lo que se ha dicho de la Naturaleza, es decir, que constituye en sí mismo un fin teleológico (todos caminamos hacia la ilustración, aunque no vivamos en una época ilustrada) y una obligación ética (a cuya realización estamos obligados y no podemos permitir su estancamiento).

En resumen, para Kant, en virtud de la insociable sociabilidad humana, han sido necesarias las guerras y las disputas sociales para que el hombre comprenda que debe basar sus acciones en la razón que ordena a priori los imperativos categóricos del deber ser. Desde el antagonismo humano, nace entonces el deseo de erigir un sistema legal y una constitución civil que de pie a la máxima realización de cada individuo dentro de la sociedad. Así nace el derecho, la constitución civil, la confederación de estados y la paz perpetua. Estos son producto de mentes ilustradas, del acuerdo de personas que se dejan guiar por los preceptos que le dicta su razón.

(c)    El problema de la libertad y la necesidad del derecho

Esta necesidad que constriñe al hombre ?tan apasionado por la libertad sin ataduras- a ingresar en ese estado de coerción, es en verdad la mayor de todas, esto es, aquellas que se infligen mutuamente los hombres, cuyas inclinaciones hacen que no puedan coexistir durante mucho tiempo en salvaje libertad. Sólo en el terreno acotado de la asociación civil esas mismas inclinaciones producirán el mejor resultado?[24]

Kant concibe la sociedad como ?libertad bajo leyes externas?. Es decir que el antangonismo en que se encuentra el ser humano lo obliga a entrar en una constitución civil que ejerza coerción cuando las exageraciones de mi libertad empiecen a dañar la libertad de los demás. La naturaleza, siguiendo el argumento kantiano, ha dispuesto en el hombre de tal libertad, que su exceso sería el conflicto entre unos y otros hasta el acabose, por lo que hay que seguir los dictados de la razón (de la ilustración) y acordar mutuamente en pro de una sociedad civil regida por leyes, cuyo papel sea contener y ejercer coerción contra esos excesos de la libertad. Ya desde la Crítica de la Razón Pura, en 1781, lo ha dicho:

?Una constitución que permita la máxima libertad humana de acuerdo a leyes que establezcan que la libertad de cada cual pueda coexistir con la de los demás (no de la máxima felicidad, pues ésta ya vendría por sí misma como consecuencia), es por lo menos una idea necesaria que tiene que servir de base, no sólo en el primer proyecto de una Constitución del Estado, sino también en todas las leyes?[25].

Más adelante, en Hacia la paz perpetua, Kant se ceñirá a las elaboraciones teóricas de Hobbes y Locke y dirá que el estado de naturaleza del hombre es el de la guerra: ?El estado de paz entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza, que es más bien un estado de guerra, es decir, un estado en el que, si bien las hostilidades no se han declarado, sí existe una constante amenaza de que se declaren. El estado de paz debe, por tanto, ser instaurado??[26] Esta última frase es muy reveladora. El Estado ?debe ser instaurado? significa que es una tarea de los hombres y que la conquista del derecho es la constitución misma de tal Estado. Estos son los gérmenes que subyacen en la época para la instauración de un Estado de Derecho, es decir de un Estado regido por leyes.

El problema ahora consiste en considerar cuáles son los fundamentos y los criterios últimos para dictar leyes de carácter universal. La obra ética de Kant intenta dar respuesta de manera completa a esta fundamentación necesaria, sin embargo por el momento nos contentaremos con las conclusiones que llega en su artículo En torno al tópico: ?Tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve en práctica?. En la primera parte de este ensayo, en el que trata la relación teoría y práctica en moral, Kant sostiene que no debemos fundamentar las leyes teniendo como criterio la felicidad, ni siquiera la felicidad de un pueblo, pero tampoco la moralidad como tal, como se ve cuando dice:  ?el único fin del Creador no es ni la moralidad del hombre por sí misma, ni la felicidad sola, sino el supremo bien posible en el mundo, que consiste en la reunión y concordancia de ambas?[27]. Ahora bien, sabiendo que la finalidad última es el bien supremo, es decir la máxima libertad mía coexistiendo con la máxima libertad de los demás, Kant sugiere que actuemos de acuerdo al deber y no a la felicidad: ?el ser humano puede y debe hacer el bien de manera pura (es decir, sin otros móviles) y luego gustar de la felicidad o la infelicidad que ello le cause?[28]. La felicidad es equívoca y, en todo caso, secundaria, ya que no garantiza el supremo bien sino a penas bienes personales.

En la segunda parte del ensayo en cuestión, que trata de la relación teoría y práctica en el derecho, Kant se promulga en contra de Hobbes. Para Hobbes el Estado civil es un medio para garantizar el desarrollo de las libertades y derechos individuales. Para Kant, por el contrario, el Estado civil es un fin en sí mismo, ya que a través de él se plenifica la especie humana. Si el ?contrato social? de Hobbes es unión de personas en orden a cualquier fin, la ?constitución civil? de Kant es unión de personas como fin en sí misma. De este modo, para Kant la sociedad no es una suma de individuos, sino comunidad, y he aquí una de sus vetas revolucionarias entre las teorías políticas clásicas de la época.

Para Kant los principios a priori del estado civil son la libertad, la igualdad y la independencia. El Estado civil en mente de Kant no es el ?Estado paternalista? que actúa con el pueblo como si éste fuera menor de edad, como un pueblo pasivo que espera el deber ser del mandatario. Todo lo contrario, Kant piensa en un ?Estado patriótico? donde los hombres sean capaces de tener derechos, donde sean libres en la prosecución de su felicidad sin interferir con la de los demás. Tal Estado deberá tener en igualdad de coacción a todos sus súbditos, todos deberán estar ceñidos a la ley que coacción los excesos de libertad. Es una igualdad jurídica, de coacción, que es a su vez compatible con las demás desigualdades (económicas, culturales, etc.). Por último, la independencia que en mente de Kant se refiere a la capacidad de cada cual de subsistir, es decir que cada quien tenga los medios y la propiedad necesaria para hacerse cargo de sí mismo. La independencia así entendida puede resultar ambigua: por un lado puede ser una postura ?conservadora? si acoge en su seno únicamente los que tengan ?propiedades?, pero por otro lado, y pienso que éste es el caso de Kant, es una postura ?liberal? en tanto que sugiere un orden social donde cada quien pueda hacer su vida y realizarse como persona. Por lo menos, ésta es la idea de la constitución republicana que Kant sugerirá una y otra vez  como la más adecuada para alcanzar el fin indicado.

Concluye pues así:

?Resulta claro que el principio de la felicidad (propiamente incapaz de constituirse en auténtico principio) también conduce al mal en Derecho político, tal y como lo hacía en Moral, por óptima que sea la intención que se proponen sus defensores. El soberano quiere hacer feliz al pueblo según su concepto, y se convierte en déspota. El pueblo no quiere renunciar a la general pretensión humana de ser feliz, y se vuelve rebelde. Si se hubiese preguntado, ante todo y sobre todo, qué es conforme a derecho (aquí los principios están fijados a priori y ningún empírico puede hacer chapucerías),la idea del contrato social mantendría su indiscutible crédito; pero no como un factum, sino sólo como principio racional para juzgar toda constitución jurídica pública en general?[29].

En resumen, para Kant el derecho es la limitación de la libertad de cada uno a la condición de concordancia con la libertad de todos, en tanto que universalmente posible. El predominio del derecho en la teoría política kantiana responde sobre todo a su fundamentación ética. Más adelante se referirá, por ejemplo, a la imposibilidad de la revolución de un pueblo contra su tirano, pero también a la constitución de un Derecho internacional, al que llama ya no derecho público (que es el derecho dentro de un Estado civil determinado), sino derecho de gentes (que se rige por los principios universales de la hospitalidad).

El Fedón

De: Alias de MSNoleMEW  (Mensaje original) Enviado: 06/04/2004 10:42

INTRODUCCIÓN
(57a-59b)

Personajes del diálogo
EQUÉCRATES, FEDÓN, APOLODORO, SÓCRATES, CEBES,
SIMMIAS, CRITÓN, EL SERVIDOR DE LOS ONCE.

EQUÉCRATES.- ¿Estuviste tú, Fedón, con Sócrates el día aquel en que bebió el veneno en la cárcel, o se lo has oído contar a otro?

FEDÓN.-Estuve yo personalmente, Equécrates.

EQUÉCRATES.-¿Y qué es lo que dijo antes de morir? ¿y cómo acabó sus días? Con gusto te lo oiría contar, porque ningún ciudadano de Fliunte va ahora con frecuencia a Atenas, ni tampoco, desde hace mucho tiempo, ha venido de allí forastero alguno que haya sido capaz de darnos noticia cierta sobre esta cuestión, a no ser lo de que bebió el veneno y murió. De lo demás no han sabido decirnos nada.

FEDÓN.-¿Ni siquiera os habéis enterado, entonces, de qué manera se llevó a cabo el proceso?

EQUÉCRATES.-Si, eso nos lo ha contado alguien. Y nos extrañamos por cierto de que, acabado el juicio, hace bastante tiempo, muriera mucho después,según es evidente.¿Por qué fue asi, Fedón?

FEDÓN.-Hubo con él, Equécrates, una coincidencia: el día antes del juicio dio la casualidad de que estaba con la guirnalda puesta la popa del navío que envían los atenienses a Delos.

EQUÉCRATES.-Y ese navío, ¿qué es?

FEDÓN.-La nave en la que, según dicen los atenienses, llevó Teseo un día a Creta a aquellas siete parejas, y no sólo las salvó, sino que también él quedó a salvo. Hicieron entonces los atenienses, según se dice, el voto a Apolo de que si se salvaban llevarían todos los años a Delos una peregrinación; peregrinación ésta que desde; entonces envían siempre cada año al dios, incluso ahora. Pues bien, una vez que comienzan la peregrinación, tienen la costumbre de tener libre de impureza a la ciudad durante ese tiempo, y de no dar muerte a nadie por orden estatal, hasta que la nave llegue a Delos y regrese de nuevo a Atenas. Y esto, a veces, cuando por una contingencia los vientos los detienen, lleva mucho tiempo. La peregrinación comienza una vez que el sacerdote de Apolo corona la popa de la nave; y esta ceremonia, como digo, era la que casualmente se había celebrado la víspera del juicio. Por esta razón fue mucho el tiempo que pasó Sócrates en la prisión desde su sentencia hasta su muerte.

EQUÉCRATES.-Y ¿cómo fueron las circunstancias de la muerte? ¿Qué fue lo que se dijo o se hizo? ¿Qué amigos fueron los que estuvieron con él? ¿O no les dejaron los magistrados estar presentes, y acabó sus días solo y sin amigos?

FEDÓN.-No, estaban allí algunos, muchos incluso.

EQUÉCRATES.-Procura, entonces, relatarnos todo con la mayor exactitud posible, si es que no tienes algún quehacer que te lo impida.

FEDÓN.-No, por cierto; estoy libre de ocupaciones, e intentaré contároslo, pues el evocar la memoria de Sócrates, bien hable yo o le oiga hablar a otro, es siempre para mí la cosa más agradable de todas.

EQUÉCRATES.-Pues bien, Fedón, en los que te van a escuchar tienes a otros tantos como tu. Ea, pues, intenta exponernos todo con la mayor precisión que puedas.

FEDÓN.-Por cierto que al estar yo allí me sucedió algo extraño. Pues no se apoderaba de mí la compasión en la idea de que asistía a la muerte de un amigo, porque se me mostraba feliz, Equécrates, aquel varón: no sólo por su comportamiento, sino también por sus palabras. Tan tranquila y noblemente moría, que se me ocurrió pensar que no descendía al Hades sin cierta asistencia divina, y que al llegar allí iba a tener una dicha cual nunca tuvo otro alguno. Por esta razón no sentia en absoluto compasión, como pareceria natural al asistir a un acontecimiento luctuoso, pero tampoco placer, como si estuviéramos entregados a la filosofía tal y como acostumbrábamos; y eso que la conversación era de este tipo. Sencillamente, había en mí un sentimiento extraño, una mezcla desacostumbrada de placer y de dolor, cuando pensaba que, de un momento a otro, aquél iba a morir. Y todos los presentes estábamos más o menos en un estado semejante: a veces reíamos y a veces llorábamos, pero sobre todo uno de nosotros, Apolodoro. Pues ya lo conoces a él y su modo de ser.

EQUÉCRATES.-¿Cómo no voy a conocerle?

FEDÓN.-Encontrábase, es cierto, en completo abatimiento; pero yo también estaba conmovido, y asimismo los demás.

EQUÉCRATES.-¿Y quiénes, Fedón, estaban por ventura allí presentes?

FEDÓN.-Ese que te digo, Apolodoro, que formaba parte del grupo de sus paisanos, juntamente con Critobulo, su padre: Hermógenes, Epígenes, Escluines y Antístenes, y estaban también Ctesipo el Peanieo, Menéxeno  y algunos otros del país. Platón estaba enfermo, según creo.

EQUÉCRATES.-¿Y había algún extranjero?

FEDÓN.-Sí, Simmias el tebano, Cebes y Fedonda de  Mégara, Euclides y Terpsión.

EQUÉCRATES.-¿Y qué? ¿Se encontraban con ellos Aristipo y Cleómbloto?

FEDÓN.-No, por cierto. Se decía que estaban en Egina.

EQUÉCRATES.-¿Estaba presente algun otro?

FEDÓN.-Si no me equivoco, creo que fueron sólo éstos los que estuvieron.

EQUÉCRATES.-¿Y qué más? ¿Qué conversaciones dices que hubo?

Moral del Deber: Kant

De: Alias de MSNoleMEW  (Mensaje original) Enviado: 04/04/2004 16:25

1. LA CRÍTICA DE LA RAZÓN PRÁCTICA Y EL CONOCIMIENTO MORAL

La razón humana tiene dos usos: el teórico y el práctico. Al análisis del uso práctico se encamina la ?Crítica de la razón práctica? (1788). Las expresiones ?razón pura? y ?razón práctica? no aluden a dos razones diferentes sino a los dos usos o aplicaciones de una única razón: el uso teórico y el uso práctico o moral. En éste último la razón se entiende como la facultad que proporciona los fundamentos de la acción humana, esto es, se considera la razón como determinante de la voluntad.

1.1. LA LEY MORAL. EL IMPERATIVO CATEGÓRICO

En la ?Crítica de la Razón Pura? Kant al tiempo que fijaba los límites de la razón en su uso teórico (límites que la razón llevada por su propia naturaleza traspasa =metafísica) examinaba la posibilidad del conocimiento científico (=conocimiento absolutamente cierto -universal y necesario-) y determinaba que esta posibilidad se halla en la misma razón pura (en las estructuras a priori del sujeto humano, intuiciones puras y categorías), pues bien en la ?Crítica de la Razón Práctica? Kant se plantea la cuestión del ?conocimiento moral? con la intención de alcanzar, también en este ámbito, ?certeza?, esto es, un conocimiento absolutamente válido (= universal y necesario).

Que hay ?conocimiento moral? y que el conocimiento no se reduce a lo que ?es?, es decir, a los fenómenos, es algo que Kant considera un hecho. Para Kant es evidente que todos los hombres se rigen por algún tipo de normas que orientan y determinan su conducta y que todo hombre tiene una conciencia moral que le dicta en cada caso lo que tiene que hacer (lo que ?debe ser?): está ?conciencia moral? es conciencia del ?deber?, de la ?obligación moral? y es, además, independiente del uso teórico de la razón.

El Faktum (Hecho) de la moralidad y, por tanto, la constatación de que la razón es ?práctica? (conoce -tiene conciencia- de las ?normas?, del ?deber?) es el punto de partida del análisis de Kant, un análisis en el que se pregunta por el ?fundamento de la moralidad?, esto es, por los principios que determinan al hombre a actuar de modo que la acción resultante pueda ser juzgada como moral. En este sentido Kant afirma que el fundamento de la moralidad ha de ser ?a priori? ya que los juicios morales pretenden tener validez universal y además ser necesarios (valederos independientemente de la experiencia) y nada empíricamente condicionado puede ser fuente de universalidad y necesidad. Por tanto, los principios que buscamos, los principios de la moralidad (=los principios prácticos) se situarán en la propia razón. De la misma manera que la filosofía teórica se orientaba hacia la identificación de los elementos a priori del conocimiento, la filosofía moral se orienta hacia la identificación de los elementos a priori de la moralidad.

¿Cuáles son los principios que determinan la voluntad? ¿Hay algún principio práctico que sea universal y necesario? Entre los principios prácticos Kant distingue las máximas de los imperativos. Por ?máxima? entiende un principio subjetivo del obrar, esto es, el principio según el cual obra de hecho un sujeto y que, en consecuencia, considera válido para su voluntad; por ?imperativo? entiende Kant los principios objetivos del obrar. Los imperativos pueden ser:

-Hipotéticos, principios que toman la forma ?Si quieres A, haz B?. Son ?objetivos? si B es condición necesaria de A. Estos imperativos ?obligan? de modo condicionado: la obligación de ?hacer B? está condicionada a ?querer A?, esto es, la obligación sólo es válida si se admite el fin propuesto.

-Categórico o ley moral, principio que tiene la forma de la obligación incondicional: ?Haz A incondicionalmente?. El imperativo categórico se refiere a la actuación en sí misma, sin referencia a ningún fin. Es, para Kant, el único principio que tiene ?valor moral?, es decir, el único que determina la voluntad y da como resultado una acción ?moralmente buena?. El imperativo categórico es el único principio que, además es ley. Resulta ser la expresión pura del ?deber? presente en la conciencia de todos los seres racionales. Es, en definitiva, la ley moral y su forma se expresa así:

“obra siempre de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre simultáneamente como ley universal”

O lo que es igual, ahora desde el punto de vista de la autonomía de la voluntad:

“obra de tal manera que la voluntad pueda considerarse a sí misma, mediante su máxima, como legisladora universal”

Este imperativo no prescribe directamente nada concreto, no tiene -en lenguaje kantiano- ninguna materia, es puramente formal. Pero esto no quiere decir que no determine efectivamente a la voluntad. Para ello basta, en cada caso, con convertir la máxima adoptada en ley universal. Si se sigue una contradicción, entonces esa máxima es mala, está prohibida por la moral. Por ejemplo, una máxima que me autorizase a mentir es mala, porque no se puede universalizar. En efecto, si todos (universalización de la máxima) mintiésemos se destruiría la confianza en la palabra, condición precisamente de que la mentira pueda ir adelante. El imperativo categórico está presente siempre que nos planteamos ¿Qué pasaría si todos hiciesen lo mismo?

2.2 LA ÉTICA FORMAL

La distinción entre ética formal y ética material fue establecida por el propio Kant. Se entiende por ética material toda ética para la que la determinación de la voluntad depende de algo que se considera un bien para el hombre. Según la ética material, los actos son buenos cuando nos acercan a ese bien y malos cuando nos alejan de él. El contenido, la materia de una ética así es por un lado el bien propuesto (el placer, la tranquilidad, la felicidad, la salvación…) y por otro lado los medios que se considera encaminados a ese fin (la moderación, la prudencia, la oración…)

Pues bien, para Kant las éticas materiales son incapaces de alcanzar la certeza moral por las siguientes deficiencias:

a) Son empíricas o a posteriori. No alcanzan la categoricidad por lo mismo que pretenden determinar a la voluntad por un hecho de experiencia que, como tal, no es universal y necesario.

b) Son hipotéticas o condicionales. Sus preceptos no obligan incondicionalmente. Su obligación está subordinada a la búsqueda del fin propuesto, y éste es siempre problemático, pues la voluntad no está obligada necesariamente a ningún fin, ni siquiera a la felicidad, sino sólo a la ley moral, al deber.

c) Son heterónomas. En una ética material la voluntad racional no es autónoma, esto es, no se determina inmediatamente como razón pura práctica, sino que está, como hemos dicho, subordinada al bien propuesto. Y esta subordinación es pérdida de la autonomía, por mucho que se trate de un bien deseado por mí (mi deseo no me hace libre o autónomo sino esclavo, yo soy señor de mí mismo cuando obedezco mi voluntad racional, no mis inclinaciones).

Frente a esto, la ética formal kantiana se presenta con las características contrarias: es a priori, categórica y autónoma. Se llama formal porque una ética universal y necesaria no prescribe ningún bien, ni ningún medio para alcanzarlo. El único bien para la ética formal es la propia voluntad en tanto se sujeta a la ley moral o imperativo categórico.

En definitiva, la ética kantiana no establece lo que hemos de hacer, se limita a señalar cómo hemos de obrar: con independencia de todo bien concreto y de todo interés particular, por puro respeto al deber. Un hombre actúa moralmente cuando actúa por deber, y únicamente en ese caso. En este punto, Kant distingue tres tipos de acciones:

-contrarias al deber
-acciones conformes al deber
-acciones por deber

Sólo las últimas tienen valor moral. ¿En qué consiste ?obrar por deber?? Kant define el deber como ?la necesidad de una acción por respeto a la ley? y sostiene que lo que determina a la voluntad que obra por deber no puede ser la representación del efecto de la acción, pues en tal caso dicha voluntad estaría determinada por alguna inclinación, sino, objetivamente, la ley moral y, subjetivamente, el respeto a esa ley.

Cuando la voluntad no elige otra cosa que seguir máximas tales que puedan quererse como leyes universales, la voluntad no está sometiéndose a otra ley más que a la que ella misma se da. Es así que la voluntad es ella misma legisladora, es decir autónoma (se da así misma la ley). Kant llama a la autonomía de la voluntad el principio supremo de la moralidad; sólo así puede pensarse al ser racional como fin en sí mismo. Ampliaremos este punto al hablar de la libertad.

1.3 EL OBJETO DE LA VOLUNTAD Y LOS POSTULADOS DE LA RAZÓN PRÁCTICA

Si bien la moral no consiste en actuar de acuerdo a fines, sean estos los que sean, cabe plantearse, y Kant lo hace, cuál es el fin de la vida moral; el fin aquí no ha de entenderse como lo buscado en la conducta moral, sino como lo acorde con ella, el objeto que se derivaría de una conducta absolutamente perfecta. Tal objeto sería el ?supremo bien? que presenta dos dimensiones la virtud (perfección) y la felicidad.

Las condiciones de posibilidad del objeto de la voluntad (Supremo Bien) son los postulados de la razón práctica. Por postulado entiende Kant una proposición que no es demostrable (por eso se postula o se pide que se acepte) pero que se constituye como un supuesto teórico necesario. Los postulados son tres: libertad, inmortalidad y existencia de Dios. Aunque incognoscibles para la razón teórica, pueden y deben ser admitidos, en cambio, por la razón práctica, ya que son condiciones de la posibilidad de algo que se sabe que es un hecho desde el punto de vista práctico (la ley moral y el objeto al cual tiende la voluntad moral: el bien supremo)

-La libertad: en tanto que necesariamente determinada por la ley moral, la voluntad humana es libre. Para Kant, el hombre no tiene conciencia inmediata de su libertad, no tiene experiencia de ella. De lo único que tiene conciencia práctica inmediata es de la ley moral -del deber-. Ahora bien, la ley moral no sería posible sin la libertad. En efecto, que haya una ley moral implica necesariamente que podemos o no cumplirla y, por consiguiente, que somos libres. Sin la libertad es inconcebible el hecho de la moralidad, pero a la vez, el hecho de la moralidad, el hecho de la existencia de ley moral, nos lleva inevitablemente a conocer que somos libres, lo cual significa que no estamos determinados sólo por leyes naturales. Es decir, el hombre no pertenece sólo al mundo fenómenico (mundo determinado por leyes naturales y donde propiamente no hay libertad) sino que como ser moral el hombre pertenece también a un ?mundo nouménico?, al que Kant llama ?mundo de los fines?, y en tanto ciudadano de este mundo, el hombre es persona . En este concepto de persona radica toda la dignidad humana. Desde este reconocimiento Kant expresa el imperativo categórico de esta nueva forma:

“obra de tal modo que trates siempre a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca sólo como un medio”

-La inmortalidad y la existencia de Dios son los otros dos postulados de la razón práctica. El primero porque Kant considera que en una vida finita la perfección moral es inalcanzable y el segundo ya que es necesario un ser que sea garantía de la unión entre la moralidad y la felicidad. La aceptación de Dios es una exigencia práctica, la cual -dice Kant- puede llamarse también fe, fe racional pura. En todo caso no hay ?demostración teórica? sino ?exigencia práctica? ya que los resultados de la Crítica de la Razón Pura (Dialéctica trascendental) son válidos de modo definitivo.

-La inmortalidad: el supremo bien consiste en la unión de la virtud con la felicidad. La virtud es la adecuación entre la acción y la ley moral. A la adecuación completa entre ambas se la denomina santidad. La santidad es una condición del bien supremo, pues está contenida en el mismo mandato de realizarlo. Es, por tanto, algo que la razón exige como prácticamente necesario. En efecto, sin la santidad la ley moral no sería posible, ya que nos obligaría a una adecuación completa que sería imposible. Ahora bien, para una voluntad finita como la humana la realización de la santidad es un ideal que no puede ser alcanzado. La realización de la santidad no puede alcanzarse más que en un progreso indefinido o infinito hacia aquella adecuación. Este progreso indefinido hacia ese ideal es sólo posible bajo el supuesto de que el hombre tenga una existencia y personalidad duraderas en lo infinito, lo cual no es otra cosa que la inmortalidad del alma, segundo postulado de la razón práctica.

-Existencia de Dios: Con el postulado de la inmortalidad sólo se asegura el cumplimiento del primer elemento del supremo bien, pero no del segundo: la felicidad. Kant considera que el hombre es incapaz de alcanzar por sí mismo la unión entre la virtud y la felicidad. Por ello, para que esta unión sea posible tal y como lo exige el supremo bien de la voluntad, es necesario que exista un ser en el que tal unión se dé de un modo absoluto: Dios. La existencia de Dios se presenta así como la causa mediadora que posibilita la conexión necesaria entre la virtud como causa y la felicidad como efecto. Kant deja bien claro que la aceptación de la existencia de Dios no es necesaria como fundamento de la obligación moral, pues dicho fundamento descansa exclusivamente en la ley formal del deber; sólo en tanto que constituye la condición de la posibilidad del bien supremo, posibilidad que nosotros debemos presuponer, ya que es un deber para nosotros fomentarlo, es moralmente necesario admitir la existencia de Dios. La aceptación de Dios es una exigencia práctica, la cual -dice- puede llamarse también fe, fe racional pura.

Es habitual pensar que la recuperación en el terreno de la moral de objetos que han sido declarados como incognoscibles e indemostrables es, en realidad, un subterfugio inconsistente de la filosofía kantiana que desembocaría así en un ciego sentimentalismo religioso cerrando el abismo del ateísmo teórico que la Crítica de la razón pura había abierto. Sin embargo, la posición de Kant es consistente si se tiene en cuenta que:

1.Kant no niega en la Crítica de la razón pura la existencia de Dios, sino que lo único que hace es declararla como ?científicamente? indemostrable. Es más, no sólo no la niega, sino que deja claramente abierta la posibilidad de su existencia en el sentido de que no es una idea contradictoria en sí misma, es decir, de que no es algo imposible (de hecho puede ser ?pensada?)

2.En la moral no se recupera lo que en el conocimiento se ha perdido. La ?demostración? de la existencia de Dios como condición del objeto de la moralidad no amplia en nada nuestro conocimiento teorético de Dios. La demostración -en los términos en los que Kant la expone- es exclusivamente práctica.

1.4 CONCEPCIÓN KANTIANA DEL HOMBRE, LA HISTORIA Y LA RELIGIÓN

Nos queda por conocer la respuesta de Kant a su tercera pregunta: «¿qué me cabe esperar?». Este «qué» guarda relación con el destino último del hombre, con la finalidad a la que apuntan todas las acciones morales. La religión es la respuesta, aunque no se agote en la mera dimensión religiosa. El fin al que apunta la religión implica y exige la acción social y política para hacerse realidad en la historia, a través del tiempo.

1.4.1 EL SER HUMANO

a) Kant aplica la distinción fenómeno-noúmeno para explicar en qué consiste el hombre. En tanto que fenómeno, el hombre está sometido a las mismas leyes matemático-físico-biológicas de la naturaleza, y su comportamiento se explica como el de los demás objetos del mundo físico; en tanto que noúmeno, el hombre es un ser libre y pertenece al ámbito de lo inteligible, de la moral. En este ámbito rigen las ideas de la moralidad y de la libertad, cognoscibles por la razón práctica, como hemos visto.
b) El hombre tiene tres disposiciones fundamentales: i) disposición a la animalidad, que explica la capacidad técnica del hombre; ii) disposición a la humanidad, que explica su pragmatismo; iii) disposición a ser persona, que explica su capacidad moral.
c) Estas tres facultades o dimensiones son un reflejo de la estructura radical y constitutiva del hombre: su faceta empírico-sensible y su dimensión ético-social. La primera muestra al hombre en tanto individuo egoísta, cerrado sobre sí, como un objeto más entre otros. Son los aspectos que hacen del hombre, a veces, un ser poco social o antisocial. La segunda faceta, la dimensión ético-social, incluye todos los aspectos que inducen al ser humano a formar parte de una comunidad, a relacionarse con otros individuos que son fines en sí mismos también -el reino de los fines-. Según esto, el ser humano para Kant viene caracterizado por una «insociable sociabilidad» o una «sociable insociabilidad».
Un concepto tan rico de ser humano como el de Kant lleva a considerar la historia y la religión como las dos dimensiones últimas en las que puede darse la realización humana.

1.4.2 LA HISTORIA

Kant concibe la historia como un desarrollo constante y progresivo, aunque lento, de las mejores disposiciones del género humano. Se plantea hasta qué punto, bajo qué condiciones y cómo en la historia se puede hacer realidad una evolución de la comunidad humana hacia el bien supremo. Habla de una «sociedad de ciudadanos del mundo» e invita a la acción práctico-política de la razón en la organización de la sociedad, para conducir a la mayor libertad posible.

-La historia es una consecuencia directa del conjunto de disposiciones del ser humano, que tienden por sí solas a realizarse completamente. Un hombre solo, como individuo, jamás podría desarrollar completamente todas las disposiciones originarias de la naturaleza humana. La tarea corresponde a la especie. El hombre no está dirigido por el instinto o por conocimientos innatos, sino que es obra de sí mismo. La racionalidad del hombre exige/implica la libertad de acción.

-El motor de la historia son las diversas disposiciones humanas, cuyo antagonismo muestra las tensiones dialécticas entre individuo-sociedad, fenómeno-noúmeno, lo empírico-lo ético.

-La esencia humana no puede realizarse si no es en sociedad. La sociedad, por tanto, debe ser un medio donde el hombre encuentre mayor libertad y donde estén muy claros los límites de esa libertad. Poder y derecho, pues, deben aliarse para alcanzar este objetivo. Esta será una tarea siempre abierta, inalcanzable sin la colaboración de todos los estados. La idea de una liga de naciones, de una sociedad internacional, es el horizonte último al que apuntan las ideas de Kant.

1.4.3 LA RELIGIÓN

La libertad apunta a conseguir el mayor bien posible en el mundo, pero no nos dice en qué consiste. Esa tarea corresponde a la religión.

-La religión nos habla de una voluntad moralmente perfecta, sana y todopoderosa. Los deberes impuestos por la voluntad libre deben ser entendidos como mandatos de esa supuesta voluntad divina, de la que podemos esperar el bien supremo y la felicidad.

-La moral guarda relación con la felicidad porque la felicidad se consigue mediante la realización del bien moral. Por eso la moral no es la doctrina de cómo llegar a ser felices, sino de cómo llegar a ser dignos de la felicidad. Será después, en un segundo momento, cuando se presente la esperanza de participar un día más plenamente de la felicidad, en la medida que hemos procurado no ser indignos de ella.

-Esto lleva a rechazar toda religión positiva -conjunto de ritos y dogmas aceptados y mantenidos sólo por la autoridad de una tradición o de una iglesia institucionalizada, sin mediar el necesario esfuerzo de reflexión autónoma- : sólo acepta la esperanza última que hallamos en toda religión.

-La religión queda así racionalizada: la religión no va más allá de la razón. Kant se queda en un concepto de religión natural o moral, en coherencia con los ideales seculares de la ilustración. Se trata de una «religión dentro de los límites de la mera razón».

http://www.geocities.com/ramgil64es/kantmarc1.html

El problema del Espacio

De: Alias de MSNoleMEW  (Mensaje original) Enviado: 31/03/2004 10:11

La concepción de Descartes

Una de las características de la física newtoniana es su necesidad de adjudicar una existencia independiente y real al espacie y al tiempo así como a la materia, porque en las leyes del movimiento de Newton aparece el concepto de aceleración. Pero en esta teoría, la palabra aceleración sólo puede denotar «aceleración con respecto al espacio». Por consiguiente, el espacio de Newton debe ser concebido «en reposo» o, al menos, «no acelerado», con el fin de que sea posible considerar que la aceleración que aparece en las leyes del movimiento es una magnitud con algún significado.

Algo similar ocurre con el tiempo que, desde luego, está relacionado con el concepto de aceleración. El mismo Newton y los más críticos de sus contemporáneos consideraban un tanto embarazoso tener que atribuir una realidad física tanto al espacio Como a su estado dinámico, pero por entonces no existía otra alternativa, si lo que se quería era otorgar una significación clara a la mecánica.

Es una cuestión de fuste, mirado desde el punto de vista de la naturaleza humana, el de tener que adjudicar una realidad física al espacio y en especial al espacio vacío. Una y otra vez, desde los tiempos más remotos, los filósofos se han resistido a esa presunción. Descartes propuso, poco más o menos, lo siguiente: El espacio es idéntico a la extensión, pero la extensión está conectada con los objetos materiales; en consecuencia, no hay espacio sin objetos y, por consiguiente, no existe el espacio vacío. La debilidad de este argumento estriba, en primer término, en que si bien es cierto que el concepto de extensión debe su origen a nuestra experiencia con los objetos materiales, no es posible deducir que el concepto de extensión no pueda estar justificado en aquellos casos que, por sí mismos, no hayan dado origen a la formación de este concepto. Esta ampliación conceptual podrá ser justificada de manera indirecta por su papel en la comprensión de los resultados empíricos. La afirmación de que la extensión está limitada a los objetos es, por tanto, infundada. Más adelante veremos, sin embargo, que la teoría de la relatividad general confirma la concepción de Descartes de una manera indirecta. Descartes elucubró su extraño punto de vista llevado, sin duda, por la idea de que, sin una necesidad urgentísima, no es preciso adjudicar carácter real a algo como el espacio, que no es posible «experimentar en forma directa» [1].

El origen colectivo de la idea de espacio, o de su necesidad, está lejos de ser todo lo evidente que puede parecer desde el punto de vista de los hábitos comunes dentro de la escala humana. Los antiguos geómetras manejaban objetos conceptuales (la recta, el punto, la superficie), pero no el espacio como tal, como ocurre dentro del ámbito de la geometría analítica, Sin embargo, la idea de espacio igual se encuentra sugerida por ciertas experiencias primitivas. Para explicar lo anterior, usemos aquí el mismo ejemplo al cual recurría Einstein en sus exposiciones al respecto. Supongamos que se ha construido una caja; dentro de ella es posible acomodar objetos de forma de llegar a llenarla. La posibilidad de que esto ocurra es una de las propiedades del objeto material al cual hemos denominado «caja», algo que es intrínseco a ella, o sea, «algo» para cerrar espacios para guardar. Esto es algo que será distinto para distintas cajas, algo que, en forma natural, es pensado como un hecho independiente de que, en algún momento haya o no objetos dentro de la caja. Cuando dentro de la caja no hay objetos, el espacio está «vacío».

Hasta aquí hemos procedido a asociar el concepto de espacio con una caja, dado la condición que nos representa a escala humana de «vacío», guardar, encerrar, etc. . Sin embargo, ocurre que las posibilidades de almacén que ofrece el espacio de la caja son independientes del espacio de las paredes de la caja. ¿No será posible reducir a cero el espacio de las paredes, sin que se pierda el «espacio» como resultado? El carácter natural de esta reducción al límite es evidente y ahora, ante nuestro pensamiento, ha quedado el espacio sin la caja, algo evidente de por sí, aun cuando resulta irreal por completo, si olvidamos el origen de este concepto. Es comprensible que a Descartes no le gustara considerar el espacio como independiente de los objetos materiales, como algo que podía existir sin materia [2]. (Al mismo tiempo, esto no le impide utilizar, como concepto fundamental de su geometría analítica el concepto de espacio.) El vacío que se forma en un barómetro de mercurio acabó, sin duda, con el último de los cartesianos. Pero no es posible negar que, incluso durante esa primitiva etapa, hay algo poco satisfactorio adherido al concepto de espacio o al espacio entendido como algo real e independiente.

Las formas en que pueden ser almacenados los cuerpos en el espacio (caja) son el tema de la geometría euclidiana tridimensional, cuya estructura axiomática nos induce fácilmente al error de olvidar que se refiere a situaciones realizables.

Los espacios en movimiento

Si miramos el concepto de espacio como un hueco que se puede dar dentro de los amurallamientos del fondo y lado de una caja y que éste, a su vez, lo podemos llenar con cosas y cositas de la abuelita, entonces es lógico que consideremos a este espacio como acotado. Pero ¿y si nos sobran cosas y cositas para guardar? claro está que podemos conseguir una caja más grande. De esta manera, entonces, contamos con un espacio mayor y éste, finalmente, se nos mostrará como ilimitado.

Pero coloquémonos densos y miremos el concepto de espacio dentro del marco del desarrollo del pensamiento físico.

Cuando una pequeña caja s está situada, en reposo relativo, dentro del hueco de una caja mayor, S, el espacio hueco de s es parte del espacio hueco de S, y el mismo «espacio» que las contiene a ambas pertenece a cada una de las cajas. Cuando s está en movimiento con respecto a S, sin embargo, el concepto es menos simple. Entonces el observador se siente inclinado a pensar que s encierra siempre el mismo espacio, pero una parte variable del espacio de S. Se hace necesario, pues, adjudicar a cada caja su espacio particular, no pensándolo como limitado, y suponer que esos dos espacios están en movimiento el uno con respecto al otro.

En resumen, podemos considerar el espacio como algo sin límites o un recipiente en el que están flotando los objetos. Pero se debe tener presente que es posible la existencia de un número infinito de espacios que están en movimiento los unos con respecto de los otros. El concepto de espacio como algo que tiene existencia objetiva e independiente de las cosas pertenece al ámbito del pensamiento precientífico, pero no ocurre lo mismo con la idea de la existencia de un número infinito de espacios en movimiento los unos con respecto de los otros. Esta última idea es inevitable desde el punto de vista lógico, pero está muy lejos de haber desempeñado un papel importante ni siquiera en el pensamiento científico.

El concepto objetivo de tiempo

Para describir el sentido que le dio Einstein al concepto de objetivo de tiempo, he considerado pertinente extraer sus propias ideas al respecto, de un artículo que escribió para The London Time, el 28 de noviembre de 1919.

L as ciencias que se articulan para estudiar la conducta humana, han concluido que el concepto de tiempo a escala humana está indudablemente asociado a la memoria, así como a la diferencia entre experiencias sensoriales y su posterior recuerdo.

Reconozcamos a priori que todos hemos tenido alguna vez la siguiente interrogante: ¿hemos experimentado algo de verdad o lo hemos soñado? Es probable que la capacidad para discriminar entre estas alternativas se produzca, en primer lugar, como resultado de una actividad ordenadora de la mente.

Una experiencia está relacionada con un “recuerdo” y de aquélla se dice que es “anterior” a las “experiencias presentes”. Éste es un principio de ordenamiento conceptual de las expresiones recordadas y su posibilidad da origen al concepto subjetivo de tiempo, es decir, al concepto de tiempo que se refiere al orden de las experiencias individuales.

¿Qué quiso decir Einstein cuando habló de convertir el concepto de tiempo en un concepto objetivo? Analicemos el siguiente ejemplo. Una persona A («yo») tiene la experiencia «está relampagueando». Al mismo tiempo, esta persona A también tiene la experiencia de cierto comportamiento de la persona B, qué pone en relación ese comportamiento de B con su propia experiencia «está relampagueando». De esta manera, se produce una situación tal que para A la experiencia «está relampagueando» queda asociada con B. Y así esta persona A llega a pensar que otras personas también participan de la experiencia «está relampagueando». A partir de ese momento, «está relampagueando» ya no es interpretada como una experiencia exclusivamente personal, sino como una experiencia de otras personas (o, en todo caso, sólo como una “experiencia potencial”). De esta forma surge la interpretación siguiente: «está relampagueando», que originalmente ingresaba en la conciencia como una «experiencia», ahora también es interpretada como un «suceso» (objetivo). Cuando hablamos del «mundo exterior real» nos estamos refiriendo a la suma total de todos los sucesos.

Einstein, objetivamente considera, que los seres humanos tienden a adjudicar un orden temporal sus experiencias. Para sostener ello, en el artículo que hemos mencionado entrega la siguiente explicación: Si b es posterior a a y g posterior a b, por consiguiente g también será posterior a a (sucesión de experiencias): ¿Qué ocurre con los «sucesos» relacionados con estas experiencias? A primera vista parece muy claro suponer que existe un orden temporal de los sucesos, acorde con el orden temporal de las experiencias. En general, y de manera inconsciente, así sucede o sucedía hasta que empezó a cundir cierto escepticismo [3]. Con el fin de llegar a la idea de un mundo objetivo, todavía necesitamos de un concepto constructivo adicional: el suceso está localizado no sólo en el tiempo sino también en el espacio.

En los párrafos anteriores hemos tratado de describir cómo pueden relacionarse con las experiencias, desde el punto de vista sicológico, los conceptos de espacio, tiempo y suceso. Considerados lógicamente, son creaciones libres de la inteligencia humana, instrumentos mentales que han servido para establecer relaciones entre las experiencias, con el fin de que puedan ser mejor estudiadas. El intento de cobrar conciencia de las fuentes empíricas de estos conceptos fundamentales mostrará hasta qué punto estamos vinculados a esos conceptos. Por este camino nos hacemos sabedores de nuestra libertad, la cual, en caso de ser necesario, siempre nos resulta difícil usar con sensatez.

El concepto de objeto material

Todavía hemos de agregar algo esencial a este bosquejo del origen sicológico de los conceptos espacio-tiempo-suceso (a los que denominaremos «de tipo espacial», para abreviar, en contraste con los conceptos de la esfera sicológica). Hemos vinculado el concepto de espacio con las experiencias de las cajas y del acomodamiento de objetos materiales dentro de ellas. Así, pues, esta elaboración de conceptos ya presupone el concepto de objetos materiales (por ejemplo, las «cajas»). De igual manera, las personas que introducimos en la formación del concepto objetivo de tiempo, también desempeñan el papel de objetos materiales. Por consiguiente, creo que está bien claro que 1a formación del concepto de objeto material debe preceder nuestros conceptos de tiempo y de espacio.

Todos estos conceptos de tipo espacial ya pertenecen al pensamiento precientifico, junto con conceptos como dolor, finalidad, intención, etc., del campo de la sicología. Una de las características del pensamiento en física -tal como ocurre en general en el campo de las ciencias naturales – es que, en principio, pretende trabajar con conceptos del tipo espacial solamente, y se esfuerza por expresar con la ayuda de ellos todas las relaciones que tengan forma de leyes. El físico trata de reducir los colores y los tonos a vibraciones; el fisiólogo considera que pensamiento y dolor son procesos nerviosos, de tal modo que elemento síquico es eliminado del nexo causal de existencia y con ello desaparece como vinculo independiente en las asociaciones causales. Esta actitud considera que la comprensión de todas las relaciones mediante el uso exclusivo de conceptos de tipo espacial es posible en principio; y sin duda es a esta actitud a la que frecuentemente se denomina a menudo “materialismo” (puesto que “materia” ha perdido su papel de concepto fundamental).

¿Por qué es necesario arrastrar desde las cimas olímpicas las ideas fundamentales platónicas pertenecientes al pensamiento de las ciencias naturales y por qué revelar su linaje terrenal? Respuesta: con el fin de liberar estas ideas del tabú que las acompaña, y así conquistar una mayor libertad en la formación de ideas o conceptos. Uno de los méritos perdurables de D. Hume y de E. Mach consiste en que ellos, con más ahínco que otros, introdujeron esta actitud crítica.

La ciencia ha adoptado del pensamiento precientífico los conceptos de espacio, tiempo y objeto material (con el importante caso especial, de «cuerpo sólido») y los ha modificado, los ha hecho más exactos. Su primer logro importante ha sido el desarrollo de la geometría euclidiana, cuya formulació axiomático no debe cegamos e inducirnos a error en cuanto a su origen empírico (las posibilidades de acomodar o yuxtaponer cuerpos sólidos). En particular, la naturaleza tridimensional del espacio, tanto como su carácter euclidiano, tienen un origen empírico (puede ser llenado por completo por «cubos» concebidos de la misma manera).

La sutileza del concepto de espacio fue realzada por el descubrimiento de que no existen cuerpos completamente rígidos. Todos los cuerpos son elásticamente deformables y alteran su volumen con un cambio de temperatura. Las estructuras, cuyas posibles configuraciones habrían de ser descritas por la geometría euclidiana, no pueden ser caracterizadas, por consiguiente, sin referencia a la física. Pero toda vez que la física, después de todo, debe echar mano de la geometría para la configuración de sus conceptos, el contenido empírico de la geometría puede ser establecido y comprobado sólo dentro del marco del conjunto de la física.

Dentro de esta situación debemos pensar en los atomistas y en su concepto de divisibilidad finita, porque los espacios de extensión subatómica no pueden ser medidos. Los atomistas también nos fuerzan, en principio, a abandonar la idea de superficies de cuerpos sólidos exacta y estéticamente definidos. Para hablar con exactitud, no existen leyes precisas ni siquiera en la macrorregión, para las posibles configuraciones de cuerpos sólidos que tocan los unos a los otros.

A pesar de esto, nadie pensó en renunciar al concepto de espacio, porque se lo consideraba indispensable dentro del conjunto del satisfactorio sistema de la ciencia natural. En el siglo XIX, Mach fue el único que pensó con seriedad en la eliminación del concepto de espacio, cuando quiso reemplazarlo por la noción de la totalidad de las distancias instantáneas entre todos los puntos materiales. (Mach llevó a cabo este intento con el fin de llegar a una comprensión satisfactoria de la inercia.)

El concepto de campo

En la mecánica de Newton el espacio y el tiempo desempeñan un doble papel. En primer lugar, desempeñan las funciones de portador o de marco de las cosas que ocurren en física , con respecto a la cual los fenómenos son descritos mediante las coordenadas de espacio y tiempo. En principio, la materia es concebida como algo que está compuesto por «puntos materiales» , puntos cuyos movimientos constituyen un hecho físico. Cuando se considera la materia como continua, se suele suponer de manera provisional, cuando no se quiere o no resulta posible describir su estructura discreta. En este caso, unas pequeñas partes (elementos de volumen) de la materia son tratadas en forma similar a puntos materiales, al menos en la medida en que estamos interesados sólo, por los movimientos y no por las circunstancias que, de momento, no queremos o no nos sirve de nada atribuir a los movimientos (por ejemplo, los cambios de temperatura, los procesos químicos). El segundo papel del espacio y del tiempo es el de constituir un «sistema inercial». Los sistemas inerciales eran considerados distintos de todos los concebibles sistemas de referencia, porque con respecto a ellos la ley de la inercia tenía validez.

Aquí lo esencial es que la «realidad física», considerada independiente de los sujetos que la experimentan, fue concebida como algo que, en principio, consistía en espacio y tiempo por una parte y, por otra, en puntos materiales de existencia permanente, en movimiento continuo con respecto al espacio y al tiempo. La idea de la existencia independiente del espacio y del tiempo puede ser expresada de una manera drástica así: si la materia tuviera que desaparecer, sólo quedarían tras ella el espacio y el tiempo (algo así como un escenario de las acciones físicas).

Este punto de vista ha sido superado a lo largo de un proceso que, en primer lugar, y en apariencia, nada tiene que ver con el problema del espacio y del tiempo; se trata del surgimiento del concepto de campo y su pretensión de reemplazar, en principio, la idea de partícula (punto material). Dentro de la estructura de la física clásica, el concepto de campo aparece como un concepto auxiliar en casos en los que la materia era tratada como un continuo. Por ejemplo, en la conducción térmica de un cuerpo sólido, el estado del cuerpo es descrito mediante la determinación de la temperatura en cada punto del cuerpo y en cada momento del tiempo. Desde el punto de vista matemático, esto significa que la temperatura T está representada como una expresión matemática (función) de las coordenadas de espacio y tiempo t (campo de temperatura). La ley de la conducción del calor es representada como una relación local (ecuación diferencial), que abarca todos los casos especiales de conducción del calor. La temperatura aquí no es más que un simple ejemplo del concepto de campo. Es decir, que se trata de una magnitud (o bien de un conjunto de magnitudes) que es función de las coordenadas y del tiempo. Otro ejemplo más es la descripción del movimiento de un liquido. En cada punto de ese líquido existe en cualquier momento una velocidad que, desde el punto de vista cuantitativo, es descrita por sus tres «componentes» con respecto a los ejes de un sistema de coordenadas (vector). Los componentes de la velocidad en un punto (componentes de campo) aquí también son funciones de las coordenadas (x, y, z) y del tiempo (t).

Una de las características de los campos mencionados es la de que se presenten tan sólo dentro de una masa ponderable; sirviendo en forma exclusiva para describir un estado de esta materia. Según el desarrollo histórico del concepto de campo, donde no había materia tampoco podía existir campo. Pero durante el primer cuarto del siglo XIX se demostró que los fenómenos de la interferencia y de la difracción de la luz podían ser explicados, con una exactitud asombrosa, considerando la luz como un campo ondulatorio, análogo por completo al campo mecánico de vibraciones en los cuerpos sólidos elásticos. Fue así como se comenzó a sentir la necesidad de introducir un campo, que también podía existir en el «espacio vacío», en ausencia de materia ponderable.

Tal estado de cosas creaba una, situación paradójica, porque, de acuerdo con su origen, el concepto de campo parecía quedar restringido a la descripción de estados en el interior de un cuerpo ponderable. Esto parecía tanto más cierto cuanto que se sostenía la convicción de que todo campo ha de ser considerado como un estado capaz de aceptar una interpretación mecánica, y esto presuponía la presencia de la materia. Y por ello se llegó a suponer que en todas partes, incluido el espacio que hasta ese momento había sido definido como vacío, existía una forma de materia a la que se denominó «éter».

La emancipación del concepto de campo de su base mecánica se sitúa entre los sucesos sicológicamente más interesantes registrados a lo largo del desarrollo del pensamiento físico. Durante el transcurso de la segunda mitad del siglo XIX, en relación con las investigaciones de Faraday y Maxwell, adquirió cada día mayor fuerza la convicción de que la descripción del procesos electromagnéticos en términos de campo resultaba muy superior al tratamiento hasta entonces empleado, que se fundamentaba en los conceptos mecánicos de puntos materiales. Gracias a la introducción del concepto de campo en electrodinámica, Maxwell logró predecir con éxito la existen de ondas electromagnéticas, de cuya identidad esencial con la luz no se podía dudar, siquiera porque estaba probada la igualdad de su velocidad de propagación. Como consecuencia ello, la óptica fue absorbida, en principio, por la electrodiná mica. Un efecto sicológico de este enorme éxito fue que el concepto de campo ganó en forma gradual una mayor independencia con respecto a la armadura mecánica de la física clásica.

La teoría del éter

No obstante, en un primer momento se dio por sentado que los campos electromagnéticos debían ser interpretados como estados del éter y se trató de explicar, con gran empeño, dichos estados como mecánicos. Pero a medida que estos esfuerzos iban fracasando, la ciencia se acostumbró gradualmente a la idea, de renunciar a esa interpretación mecánica. Sin embargo, aún perduraba la convicción de que los campos electromagnéticos debían ser estados del éter y ésta era la situación hacia fines del siglo XIX.

La teoría del éter trajo consigo una pregunta: ¿cómo se comporta el éter desde el punto de vista mecánico con respecto a los cuerpos ponderables? ¿Acompaña los movimientos de los cuerpos, o sus partes permanecen en reposo las unas con respecto a las otras? Muchos fueron los experimentos ingeniosos que se llevaron a cabo para decidir esta cuestión. En relación con esto, debemos mencionar los siguientes hechos importantes: la «aberración» de las estrellas fijas a consecuencia del movimiento anual de la Tierra y el «efecto Doppler» , es decir, la influencia del movimiento relativo de las estrellas fijas sobre la frecuencia de la luz que nos llega desde ellas, con frecuencias de emisión conocidas. Con excepción del experimento de Michelson-Morley, los resultados de todos estos hechos y experimentos fueron explicados por H. A. Lorentz partiendo del supuesto básico de que el éter no toma parte en los movimientos de los cuerpos ponderables y de que las partes del éter no tienen movimientos relativos las unas con respecto de las otras. De esta manera, el éter apareció, por así decirlo, como la encarnación de un espacio absolutamente en reposo. Pero la investigación de Lorentz logró aún algo más. Explicó todos los procesos internos electromagnéticos y ópticos de los cuerpos ponderables conocidos en aquellos tiempos, a partir del supuesto de que la influencia de la materia ponderable sobre el campo eléctrico -e inversamente- se debe en forma exclusiva al hecho de que las partículas constitutivas de la materia llevan cargas eléctricas, que comparten los movimientos de esas partículas. Con respecto al experimento de Michelson y Morley, H.A. Lorentz demostró que el resultado obtenido al menos no contradice la teoría de un éter en reposo.

A pesar de todos estos hermosos éxitos, el estado de la teoría no era por completo satisfactorio, por varias razones. Por una parte, la mecánica clásica, de cuyo grado de aproximación a la realidad no se dudaba, enseña la equivalencia de todos los sistemas inerciales o «espacios» inerciales en la formulación de las leyes naturales, es decir, la invariancia de las leyes naturales con respecto a la transición de un sistema inercial a otro. Los experimentos electromagnéticos y ópticos, por otra parte, nos muestran lo mismo con notable exactitud. Pero los fundamentos de la teoría electromagnética nos han enseñado que hay un sistema inercial particular preferente, a saber, el del éter luminífero en reposo. Esta fundamentación teórica resultaba demasiado insatisfactoria. ¿No existía una modificación que, como la mecánica clásica, conservara la equivalencia de los sistemas inerciales (principio de la relatividad especial)?

La respuesta a esta interrogante y otras las entrega la teoría de la relatividad especial. Esta teoría toma de la de Maxwell-Lorentz el supuesto de la constancia de la velocidad de la luz en el espacio vacío. Para que esto esté en armonía con la equivalencia de los sistemas inerciales (principio de la relatividad especial), debe abandonarse el carácter absoluto de la simultaneidad; además, las transformaciones de Lorentz para las coordenadas de tiempo y espacio valen para la transición de un sistema inercial a otro. El contenido total de la teoría de la relatividad especial está incluido en el siguiente postulado: las leyes de la naturaleza son invariantes con respecto a las transformaciones de Lorentz. La importancia de este requisito estriba en el hecho de que limita las posibles leyes naturales de una manera definida.

[1] Esta expresión ha de entenderse cum grano salis.
[2] Kant intentó superar la dificultad negando el carácter objetivo del espacio, aunque esto difícilmente puede ser tomado seriamente. Las posibilidades de almacenaje del espacio interno de una caja son objetivas, en el mismo sentido en que lo es la propia caja y lo son los objetos que pueden ser acomodados dentro de ella.
[3] Por ejemplo, el orden temporal de las experiencias obtenido por medios acústicoas, puede diferir con respecto al orden temporal obtenido visualmente, de tal modo que no se puede simplemente identificar la sucesión temporal de los sucesos con la sucesión temporal de las experiencial.

Nietzsche: la venganza

De: Alias de MSNoleMEW  (Mensaje original) Enviado: 29/03/2004 10:52ç

La venganza

Elementos de la venganza. Se dice tan rápidamente la palabra “venganza” (En alemán Rache): parece como si no pudiera siquiera contener más que una sola raíz conceptual y sentimental. Y por eso no se cesa en el esfuerzo por encontrarla: tal como nuestros economistas nacionales todavía no se han cansado de olfatear una tal unidad de la palabra “valor” y de buscar el originario concepto-raíz del valor. ¡Como si todas las palabras no fuesen bolsillos en los que se ha metido ora esto, ora aquello, ora varias cosas a la vez! Así es también “venganza” ora esto, ora aquello, ora algo más compuesto.

Distíngase por lo pronto ese contragolpe defensivo que se ejecuta casi involuntariamente contra objetos inanimados que nos han herido (como contra máquinas en movimiento): el sentido de nuestro movimiento es el de parar la máquina atajando el daño. Para lograr esto, la fuerza del contragolpe debe a veces ser tan fuerte que destroce la máquina; pero si es demasiado fuerte para que el individuo pueda destruirla en seguida, éste no dejará de asestar el golpe más violento de que sea capaz, por así decir como una última tentativa. Así se comporta uno también contra las personas perniciosas bajo el sentimiento inmediato del perjuicio mismo; si a este acto se le quiere llamar un acto de venganza, sea; sólo pondérese que únicamente la autoconservación puso aquí en movimiento su mecanismo racional y que en el fondo no se piensa al hacerlo en el pernicioso, sino en uno mismo: obramos así sin querer a nuestra vez hacer daño, sino solamente para salvar cuerpo y vida. Se requiere tiempo para pasar con el pensamiento de uno al contrario y preguntarse de qué modo asestar el golpe más eficaz. Sucede esto en la segunda clase de venganza: su premisa es una reflexión sobre la vulnerabilidad y la capacidad de sufrimiento del otro; quiere hacerse daño.

En cambio, el horizonte del que toma venganza encierra tan poco asegurarse a sí mismo contra un perjuicio ulterior que casi regularmente se atrae el ulterior perjuicio correspondiente y con mucha frecuencia se lo encara de antemano con sangre fría. Si en la primera clase de venganza era el miedo al segundo golpe lo que hacía el contragolpe tan fuerte como fuera posible, aquí hay una indiferencia casi total hacia lo que el adversario hará; sólo lo que él nos ha hecho determina la fuerza del contragolpe. ¿Qué nos ha hecho, pues? ¿Y de qué nos sirve que sufra ahora después de habernos hecho sufrir? Se trata de una restauración,  en tanto que el acto de venganza de la primera clase sólo sirve a la autoconservación.

El adversario tal vez nos ha hecho perder propiedades, rango, amigos, hijos: estas pérdidas no son restituidas por la venganza; la restauración únicamente se refiere a una pérdida accesoria  junto a todas las pérdidas mencionadas. La venganza de la restauración no preserva de ulteriores perjuicios, no hace a su vez bueno el perjuicio sufrido; salvo en un caso. Cuando el adversario ha hecho sufrir nuestro honor, la venganza puede restaurarlo. Pero éste ha sufrido en todo caso un daño cuando se nos ha infligido un sufrimiento intencionadamente: pues el adversario demostró con ello que no nos temía. Mediante la venganza demostramos que tampoco le tememos: ahí reside la nivelación, la restauración. (La intención de mostrar la total ausencia de temor va en algunas personas tan lejos que la peligrosidad de la venganza para sí mismas (deterioro de la salud o de la vida, o cualquier otra pérdida) la consideran una condición indispensable de toda venganza. Por eso apelan al duelo, aunque los tribunales les ofrecen su concurso para también así obtener satisfacción por la ofensa; pero no aceptan como suficiente la restauración de su honor exenta de peligros, pues no pueden demostrar su falta de temor.)

En la clase de venganza primeramente mencionada es precisamente el temor el que ejecuta el contragolpe; aquí en cambio es la ausencia de temor la que, como queda dicho, quiere demostrarse mediante el contragolpe. Nada parece por tanto más diferente que la motivación interna de los dos modos de acción que se designan con la palabra “venganza”; y pese a ello, sucede muy a menudo que el que ejerce la venganza no tiene claro lo que a fin de cuentas le ha determinado al acto; quizás aqui asestó el contragolpe por temor o para conservarse, pero luego, cuando tuvo tiempo para reflexionar sobre el punto de vista del honor ofendido, se persuadió de haberse vengado por causa de su honor: este motivo es en todo caso más noble que el otro. En él es además esencial si ve su honor dañado a los ojos de los demás (del mundo) o sólo a los ojos del ofensor: en este último caso preferirá la venganza secreta, pero en el primero la pública. Según su pensamiento penetre intensa o débilmente en el alma del autor y de los testigos, será su venganza más exasperada o suave; si carece por entero de esta clase de fantasía, no pensará en la venganza en absoluto; pues en tal caso no se da en él el sentimiento del honor, ni por tanto el de ofender.

Tampoco pensará en la venganza si desprecia al autor y a los testigos del hecho; pues, en cuanto despreciados, ni pueden darle ni tampoco recibir ningún honor. Por último, renunciará a la venganza en el caso nada infrecuente de que ame al autor: por supuesto, pierde así su honor a los ojos de éste y se hace quizás menos digno de la correspondencia amorosa. Pero renunciar a toda correspondencia amorosa es también un sacrificio al que el amor está dispuesto con tal de no tener que hacer daño al ser amado: esto significaría hacerse a sí mismo más daño que daño hace ese sacrificio. En resumen: todo el mundo se venga, a menos que se carezca de honor o se esté lleno de desprecio o de amor hacia el pernicioso u ofensor. Aun cuando se dirijan a los tribunales, quieren la venganza como personas privadas; pero además, en cuanto hombres de la sociedad que piensan más allá y precavidos, la venganza de la sociedad sobre quien no la honra. Así, el castigo judicial restaura tanto el honor privado como el honor social, es decir, castigo es venganza. Además, se da también en él ese otro elemento de la venganza descrito en primer lugar, en la medida en que a través de él la sociedad sirve a su autoconservación y asesta el contragolpe en legítima defensa.

El castigo quiere evitar el perjuicio ulterior, quiere intimidar. De este modo están realmente asociados en el castigo los dos elementos de la venganza tan distintos, y esto quizás contribuye al máximo a mantener esa mencionada confusión conceptual gracias a la cual el individuo que se venga no sabe habitualmente lo que en definitiva quiere.

Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano