Respaldo de material de tanatología

El pecado de Hyacinth Peuch

El pecado de Hyacinth Peuch
The sin of Hyacinth Peuch © 1952 (Fantastic, Otoño de 1952).

En un valle de Bretaña cerca del boscoso límite del Departamento de Morbihan se encuentra un pueblecillo cuyo nombre es Chateauverne. ¿Le resulta familiar ese nombre?
Si no es así, se debe a que Monsieur el prefecto de Morbihan y sus superiores de París han hecho todo lo posible para que las muertes no se publicaran en los periódicos. No tiene sentido recargar el terror con su difusión. Además, había que tener en cuenta el turismo.
El abate Courtot cooperó en la tarea de mantener cerrada la boca de sus feligreses en la medida de lo posible, es decir, dentro de un radio de cinco metros a su alrededor: el abate era bastante sordo.
Si visita usted Chateauverne hoy, le resultará difícil creer que hace muy poco sus habitantes temían salir a caminar de noche. Todavía se conservan algunos signos: cierta tensión entre la gente joven, cierta resistencia a hacer el amor en los recodos sombríos de los caminos apartados.
Si es observador, notará que aún las casas más viejas, ruinosas y descuidadas poseen pesados postigos de sólida madera de roble con enormes cerrojos y trancas forjados a mano, que tuvieron ocupado a Emile Periè sobre el yunque más de un mes.
Aquí y allá verá a unas pocas personas de ojos fatigados vestidas con ropas obscuras. La concurrencia a la iglesia de Ste. Marie es un veinte por ciento mayor que antaño, más regular y más reverente. Por supuesto, existe siempre un obstinado núcleo de incorregibles que se sientan del otro lado de la plaza y miran el desfile de los piadosos, mientras beben y escupen, con el aire de quien no duda de que sólo la gente sucia tiene necesidad de bañarse. Sin embargo, el Diablo aumentó el rebaño del abate al reducirlo.
Chateauverne es un grupo de casas con tejados alre¬dedor de una plaza de cantos rodados donde Hyacinth Peuch, el idiota del pueblo, dormita entre cerdos y galli¬nas. A un lado se encuentra la casa del abate y la tienda de ramos generales de la viuda Martin. En el lado opues¬to está la fonda larga y baja de Jean Pierre Boitavin, cuyo hermano Baptiste fue el cuarto asesinado antes de que se descargara la lluvia. Allí es donde se sientan, a la sombra, los cínicos.
?La población es de seiscientos habitantes y no se ha modificado mucho en los últimos dos siglos. Los ciudadanos de Chateauverne se dedican por entero a la agricul¬tura, si por dedicación se entiende el constante cálculo, y por lo tanto poseen la terrena sofisticación de los que están en contacto diario con las formas inferiores y más lujuriosas de vida. Procrean juiciosamente, con un ojo en el futuro y otro en la cuenta bancaria, y, en opinión del abate, saben más de lo que conviene a la salvación de sus almas inmortales.
El óseo tintineo de la muerte irrumpió en este escenario una cálida noche de mayo en que el aire era fragante y soñoliento y los insectos nocturnos zumbaban bajo los árboles.
Joséphine Rimbaud tenía una cita. Era joven, de cur¬vas interesantes y distaba mucho de poseer una carga excesiva de capacidad intelectual. Esta tierna desventaja daba a sus emociones una espléndida imparcialidad; tanta, en efecto, que en una oportunidad, se sabía, había respondido con una tentadora sonrisa a la vacía mueca de Hyacinth Peuch quien, aunque no estaba tan profunda¬mente sumergido en la idiotez para desdeñar unas piernas bien torneadas, era considerado generalmente como un deplorable cómplice para cualquier aventura erótica.
Que a Joséphine le faltara algo en un sentido al par que poseía más de lo suficiente en otros era un asunto que exigía una corrección por parte de una mano ajena. Es natural impulsar a los demás hacia la perfección. De los muchos maestros ansiosos por contribuir a su educación, ella eligió a Hercule Girandole, hijo de un granjero, porque tenía pelo ondulado, Hercule era un nom¬bre que sonaba fuerte y poderoso y una girandole es una rueda de fuegos de artificio. Joséphine no se oponía para nada a afrontar fuegos de artificio giratorios.
De modo que a las ocho, cuando las sombras empe¬zaban a profundizarse, se puso en marcha decidida a ampliar su mente con las sencillas lecciones de biología del dispuesto Hercule. Se adornó con cintas y frunces que acentuaban adecuadamente sus atractivos femeninos, se dio unos dulces toques de perfume en los luga¬res apropiados y salió sedienta de educación.
Trotó alegremente todo a lo largo de la Avenue des Hirondelles, que fuera en una época parte de la propiedad de los Verne, y luego tomó un estrecho sendero flanqueado por altos setos y que conducía hasta la vieja plantación, adonde se habían dirigido tímidamente con el mismo encantador propósito doce generaciones previas.
El lugar de la cita era un pequeño obelisco de grani¬to que decía: Ici la Météorite de 1897. No era literalmente así, porque la piedra del espacio había sido exhumada años antes y enviada a algún lugar donde profundos ancianos largos de pelo y cortos de vista pudieran examinarla. Incluso el agujero que había dejado estaba ahora relleno de vegetación.
Joséphine se detuvo junto al obelisco y miró en derredor en la semiobscuridad. La hierba era más suave que una cama.
?¡Hercule! ?susurró en voz temblorosa. Una llamada así era seductora, en tanto que el imperioso mugido que habría deseado proferir no hubiese sido digno de una señorita. Alisó su vestido, pensando por qué él se escondía y la desesperaba?. ¡Hercule!
No hubo respuesta. Solamente el suspiro del viento y el roce de los árboles. La muchacha frunció el ceño. Llegaba tarde. Eso no estaba bien. La mujer puede llegar tarde para subrayar su decoro y su tímida negativa a caer en la trampa, si no teme que otra se adelante; pero el hombre debe ser puntual y, aún mejor, llegar an¬tes de la hora, para tener tiempo de caminar nerviosamente, entre la esperanza y la desesperación y consumi¬do por la pasión y el deseo.
Era lamentable. Indignada, dio vuelta al obelisco, miró detrás de un matorral, quiso ver lo que había detrás de un árbol y cayó cuan larga era al tropezar con un par de piernas cruzadas.
Se puso de pie, pensando que esa noche tenía una po¬derosa maldición, y miró las piernas. Siguió la obscura forma hasta la cara contraída: descubrió que la girándula no volvería a girar.
Joséphine se volvió y corrió. Ni un grito. Ni un gemido. Ni un angustioso pedido de auxilio. Simplemente corrió, con la boca abierta, con las caderas ondulando, sin parar, los dos kilómetros hasta el pueblo. La prime¬ra persona que vio fue la viuda Martin, que ocupaba masivamente el vano de la puerta de su tienda. Cuando estuvo a su lado, jadeó unas pocas palabras frenéticas, se dejó caer sobre los cantos rodados del suelo y se en¬tregó a un acceso de histeria.
Ahora bien: la viuda Martin pesaba cien kilos, tenía bigotes negros y una vez había matado un chancho de un revés destinado simplemente a apartarlo de sus tablones de hortalizas. Germaine Joubert, la chismosa del pueblo, juraría más tarde que el infortunado animal había dado tres vueltas de carnero en el aire antes de cerrar sus ojos y expirar, con la misma expresión que te¬nía el finado Henri Martin en sus últimos momentos, similaridad que bien podía no ser una coincidencia. Comprenderá usted por esto que la viuda Martin era très formidable, y la última persona que perderla el juicio por la angustia de Joséphine.
La miró, por encima de sus labios con herpes, y dijo:
?No importa lo que haya hecho ese inservible de Gi¬randole, revolcarte en el estiércol no lo va a arreglar.
Hippolyte Lemaitre dejó su silla en la acera de la fonda y cruzó la plaza, seguido por Hyacinth Peuch y varios otros. Todos contemplaron a Joséphine, y en espe¬cial lo poco extra que no solía exhibir en momentos más normales.
Hippolyte se dirigió a la viuda Martin.
?¿Qué ocurre, Hortense?
?Una torpeza de ese Girandole.
?Tut ?dijo Hippolyte, para quien la falta de des¬treza en el apareamiento era un pecado imperdonable.
?Hercule… ?dijo Joséphine, incorporándose con los ojos húmedos, enrojecidos y llenos de horror?. ¡Está muerto!
?¿Qué? ?exclamó Hippolyte.
?¿Muerto? ?dijo la viuda Martin.
?Todo retorcido y desangrado. Yo le vi ?se dejó caer e inició otro acceso? . ¡Terrible! ¡Terrible!
?Va a llover ?dijo Hyacinth Peuch, mostrando unos dientes que parecían antiguas lápidas en ruinas?. Va a llover mucho, van a ver.
?¿Dónde ha ocurrido eso? ?preguntó con el ceño fruncido Hippolyte Lemaitre?. ¿Dónde? ¡Habla, muchacha!
?Junto a la piedra del meteoro.
?Seguramente se la tiró encima ?sugirió la viuda Martin.
?¡No lo hice yo! ?gritó Joséphine.
Llegó Germaine Joubert. Se le movían las aletas de su nariz delgada y sus ojos acuosos se movían en todas direcciones.
?¿No hiciste qué?
?No se entregó a Girandole ?informó la viuda Martin, que siempre se imaginaba a Germaine con los ojos clavados en las cloacas?. Le cortó las tripas. La muerte antes que la deshonra.
?¡Dios mío! ?dijo Germaine; se le erizó el pelo, y hasta la peluca?. Dios mío.
Y salió corriendo para ser la primera en distribuir la noticia.
?Bueno ?dijo Hippolyte?. Voy a telefonear a Sif. Es mejor que vaya a ver en seguida.
La viuda Martin asintió y le miró mientras se iba. Ignorando a Joséphine, se sentó en el escalón del umbral y jugó ociosamente con su labio superior.
?Va a llover ?repitió Hyacinth Peuch; la miró con la cabeza puesta de costado?. Va a llover mucho. Ya verá.
Media hora más tarde llovía a cántaros.
Napoleón Sif, el gendarme de Pontaupis, llegó en su bicicleta en menos de una hora. Tenía los calcetines mojados y su capa chorreaba. Experimentaba el bilio¬so tedio de quien se siente víctima de una obscura conspiración. Como casi todos los naturales de Pontaupis, a nueve kilómetros, pensaba que Chateauverne era un pozo de iniquidades donde cualquier cosa podía suceder y por lo común sucedía.
Entró en la fonda, sacudió su capa sobre el suelo, colgó su gorro en el respaldo de una silla y se secó la cara con un pañuelo.
?¿Qué ocurre? ¿Un muerto?
Un coro de voces le respondió:
?El joven Girandole.
?Retorcido como un tirebouchon junto a un árbol, debajo de la lluvia.
?Helado y desangrado junto al obelisco.
?El viejo Rimbaud se llevó a Joséphine a su casa: dijo que le iba a arrancar la verdad a palos.
?Hortense Martin piensa que…
?¿A quién le importa lo que piense Hortense?
?¿Quiere un coñac? ?preguntó Jean Pierre Boita¬vin??. Está tan mojado como si hubiera venido pedalean¬do por dentro del canal.
?Bueno, cómo no ?dijo Sif, ablandado. Miró la copa, hizo girar suavemente el contenido, olisqueó el bouquet, bebió un sorbito y chasqueó los labios?. Hum. Que es¬pere Girandole. No se va a mojar más aunque esté flo¬tando.
?Que espere ?aprobó Jean Pierre?. Yo también voy a esperar hasta el fin de los tiempos: me debía cuarenta francos. Un hombre no tiene derecho a morir cuando debe dinero. Es indecente.
Sif terminó de beber y asintió.
?Si todos lo hicieran, quedaríamos arruinados ?dijo. Se abotonó la capa y adoptó una pose de gran autoridad?. Convendría que uno o dos me acompañaran para enseñarme el lugar donde ha perecido este deudor.
Un par se ofreció, más por morbosa curiosidad que por un sentido de civismo. Al salir se encontraron con el abate Courtot que caminaba apresuradamente bajo la lluvia. El viejo sacerdote se detuvo ante la autoridad.
?¿Qué le trae aquí, hijo? Espero que no sea nada grave.
?Girandole está duro en el bosque.
?¿De veras? ?el abate movió tristemente la cabe¬za?. A Hercule no le va a gustar.
?¿No? ?Sif le miró.
?Un padre borracho es una manantial de vergüenza.
?El joven Girandole ?le gritó Sif en el oído? está muerto.
?¡Dios mío! ?el abate retrocedió un paso y se masajeó su órgano auditivo?. Qué cosa horrible! Un jo¬ven encantador, y bueno…
Muy turbado, les miró alejarse y desaparecer en la obscura lluvia.
Casi toda la población de Chateauverne vio el cadá¬ver, tuvo náuseas y malos sueños, aparte de Emile Périè y la viuda Martin, que tenían un carácter excepcionalmente fuerte. Los hermanos Boitavin hicieron un viaje especial hasta L?Orient para comprar una nueva remesa de coñac.
Dos ancianos y asombrados médicos y Napoleón Sif estuvieron de acuerdo en que ningún cuerpo humano podía ser tan espantosamente retorcido por obra del hom¬bre y que lo mejor sería depositar la responsabilidad en el amplio regazo del Altísimo. Dieron por sentado que Hercule había sido víctima de un rayo en la flor de la juventud, por obra de Dios, que cumplía sus designios en formas misteriosas.
A Girandole el mayor, que había derramado sus ener¬gías con tal entusiasmo que pocas veces se le había visto perpendicular, y que ahora pasaba sus últimos años recordando con deleite sus pasadas iniquidades, se le señaló que los hijos suelen pagar las culpas de los padres. Un sistema de justicia que, a sus ojos, tenía sus ventajas.
Joséphine, ya recuperada del golpe y dispuesta a mi¬rar en torno en busca de nuevos conquistadores, se le hizo ver que quizás un solo minuto de modestia la había salvado de compartir la suerte de su enamorado.
En el funeral, el abate Courtot hizo uso pleno y legí¬timo de la dolorosa ocasión, y disertó sobre varios aspectos de la venganza celestial. Hizo oblicuas referen¬cias a los hábitos poco santos de ciertas personas a quienes todos identificaron como los demás.
Hercule descendió a la fosa. Napoleón pedaleó de vuel¬ta hasta Pontaupis. Joséphine Rimbaud permitió que el joven Armand Descoules la acompañara en dirección aproximada a la de su hogar, con la esperanza de que en alguna parte del camino le ofreciera algo más que con¬suelo espiritual. Hyacinth Peuch ayudó a llenar la tumba con las manos desnudas y dejando caer un hilo de baba al suelo.
Todo el asunto quedó reducido a chismes, gestos, encogimientos de hombros. Pero sólo durante seis días, hasta que ocurrió el siguiente crimen.
Hyacinth Peuch trajo la mala noticia. Trastabilló has¬ta el pequeño grupo sentado en el exterior de la fonda de Boitavin, puso la cabeza de costado e hizo una mueca.
?Va a llover pronto.
?Vete, tonto ?le dijo alguien, con impaciencia.
?Mucha lluvia para lavar la sangre  farfulló?. La sangre de Laverne.
?Laverne no tiene sangre ?declaró Lamaitre, diri¬giendo un guiño a los demás.
Era más bien una exageración que una mentira. Ju¬les Laverne era un personaje alto y sombrío, tan flaco que le llamaban Le Pendu, el ahorcado.
Sus rasgos finos y como de pájaro tenían cierta semejanza con los últimos señores de Verne, y esto, unido a su nombre, había fomentado en él la ilusión de que una pandilla de siniestros abogados le había quitado su legítima herencia. Jules se comportaba, por lo tanto, con la fría dignidad de un duque engañado, inspeccionaba periódicamente sus propiedades recorriendo los ex¬tensos campos de los Verne, y ocasionalmente examinaba los registros civiles de los pueblos vecinos en busca de un antiguo certificado de matrimonio que no existía, ya que la unión específica que le interesaba sólo se había celebrado en la cama.
?Mucha sangre de Laverne ?insistió Hyacinth, con cierta glotonería?. Cerca de la piedra del meteoro.
?¿Qué? ¿Dónde?
?Retorcido como el otro. Lo vi ?volvió a trasta¬billar al recordarlo?. ¡Va a llover pronto!

No había el menor indicio de lluvia. Finas nubes ocul¬taban en parte el sol que se ponía: por lo demás el cie¬lo estaba claro. A pesar de esto, el grupo se agitó; se sentían incómodos y no les gustaba que el idiota se mostrara tan seguro. Y además, si debía haber una segunda víctima en la plantación, Laverne tenía tantas posibilidades como cualquiera, y más que la mayoría. Siem¬pre estaba rondando el lugar mientras pensaba en lo dis¬tinto que podría haber sido todo. Miraron a Hyacinth, y se miraron entre sí.
Antes que nadie pudiera decir una palabra, Germalne Joubert se aproximó con sus ojitos vivísimos.
?¿Pueden creerlo? ¡Es increíble! ?hizo una pausa para crear suspense, y luego agregó?: Jules Laverne, ese escuálido, ese proscripto, ha dejado su bicicleta junto a la casa de Tillie Benoit ¡toda la noche! Una vergüen¬za. ¿Que le ve ella? ¿O qué le ve él? Y además, qué impudencia, dejar la bicicleta como un anuncio, jactándose abiertamente… Si me preguntan…
?Nadie le pregunta nada, lengua larga ?dijo Hippolyte, quien sostenía que Germaine era capaz de percibir el calor del estiércol a distancia.
?¿Eh? ¿Le he oído bien, Monsieur?
?Es claro que sí. Llévese la lengua a otra parte.
Ella alzó una indignada y justiciera cabeza.
?Permítame que le diga, Monsieur Lemaitre, que si no fuera por los pocos que somos puros…
?Más bien a la fuerza que por elección ?respondió él agudamente, y la miró alejarse con la nariz en alto. Y les dijo a los demás?: Tille Benoit no le hubiera sonreído a Jules por cincuenta mil francos. Es tan cálida como una roca y terminará por darle a los gusanos lo que ha negado a los hombres, pero…
?¿Qué? ?urgió uno de los otros.
?Su casa está sobre el camino a la plantación. Por lo tanto, voy a dar una vuelta por el obelisco. ¿Alguien viene?
?Yo.
Otro gruñó:
?En ese caso yo también me podría adherir a esta locura.
?Va a llover ?les recordó Hyacinth Peuch, mostrando sus dientes amarillos?. Lavará la sangre.
?Lluvia, lluvia, lluvia ?comentó el gruñón?. Siempre habla de lluvia, como si no tuviéramos bastante.
?Escupió en el suelo?. El pobre tonto escucha demasiado a estos escarbadores de basura que se llaman a si mismos granjeros. Siempre el tiempo amenaza llevarles a la bancarrota. No estarán satisfechos mientras no tengan una lluvia cada día y otra el domingo para limpiar los desagües. Todo lo que le piden a Dios es eso: lluvia y desagües. Del resto se ocupa la Banque de France.

Ya se oían truenos cuando llegaron a la piedra con la inscripción Ici la Météorite de 1897. Las primeras gotas cayeron mientras llevaban a la plaza la estropeada figura de Laverne.
Napoleón Sif volvió a coger una mojadura, como los dos médicos. Contemplaban meditabundos la extraña forma que parecía haber sufrido un tormento inimagina¬ble, de otro mundo, antes de ir a reclamar sus derechos en una propiedad más alta y remota. Tenía todos los huesos rotos y las articulaciones dislocadas. El torso ha¬bía girado sobre sus caderas y la cabeza miraba incon¬gruamente la espalda. Las piernas estaban retorcidas como hilo.
El rayo, aventuró Sif, no golpea dos veces en el mis¬mo lugar. Bah, comentó un médico eso era un mito. El otro corroboró que los rayos suelen caer en el mismo lugar, sobre todo si hay en el subsuelo un yacimiento de hierro. De cualquier modo, el cadáver de Laverne había aparecido exactamente a tres metros del de Girandole. El veredicto fue como el anterior: muerte causada por un rayo.
Enterraron a Jules Laverne junto con sus fútiles esperanzas y sus sueños ociosos. Sif regresó a Pontaupis. Los Boitavin trajeron otro cargamento de bebidas de l?Orient. Hyacinth Peuch tiró tierra a la tumba.
El abate Courtot habló solemnemente del pecado de imitar a los superiores, del abismo que aguarda al orgullo, del oropel de los tesoros mundanos, que no se pueden llevar consigo. La piadosa Joséphine tradujo esta in¬formación teológica como la recomendación autorizada a usar dichos tesoros mientras aún estaban calientes.
El nombre de Laverne se unió al de Girandole en las conversaciones morbosas, y no se le dio otro sentido a ninguno de ambos durante las cuarenta y ocho horas subsiguientes. Un tiempo muy corto, con todo; porque como Laverne no tenía mucha substancia, la tercera muer¬te llegó muy pronto.
La falta de énfasis del próximo anuncio aumentó su horror. Era la tarde del día del mercado, única ocasión semanal en que Chateauverne se veía a sí mismo como un pueblo abierto y bullicioso.
Emile Périé se abrió camino por la plaza, entre jaulas de gallinas y cerdos rezongones. Era un hombre gigantesco de pelo en pecho y cejas amenazadoras a quien se llamaba a sus espaldas y a cierta distancia l?encadreur, el marquero de obras de arte. Aunque era el herrero del pueblo, se le atribuía el otro oficio desde el día memora¬ble en que sus nalgas habían quedado prisioneras en un excusado mal construido. Se necesitó la colaboración de cuatro personas para ponerle en libertad y, como era un hombre rudo y taciturno, el recuerdo de ese remoto episodio era lo único que le molestaba.
Emile pasó junto a una pared donde se alineaban al¬gunos sombríos borrachos y a una cerca donde estaban sentados algunos septuagenarios y penetró pesadamente en la fonda. Le hizo un gesto a Baptiste y dijo en voz ronca:
?¡Otro!
Baptiste Boitavin no comprendía, pues le había visto entrar.
?Pero Emile, ¿cómo puedo servirte otro si aún no has pedido el primero?
?Lo beberé ahora. Un coñac doble. No vendrá mal.
?Las manos de Périé representaron un movimiento de torsión, como si estuviera matando una gallina invisible?. Ha habido otro.
La cara de Baptiste palideció: esta vez había com¬prendido. Echó un vistazo a los demás parroquianos, se inclinó sobre el mostrador y preguntó en voz baja:
?¿Quién?
?Portale. ?Las manos volvieron a girar?. Estaba así, todo dado vuelta. ?Bebió un trago de coñac?. Reventado y seco, como una naranja podrida.
?¡Ooooh! ?dijo Baptiste, y retrocedió un paso?. El teléfono.
?Que no vengan más cretinos de Pontaupis ?sugirió Périé?. No es momento para inútiles.
?Llamaré a la gendarmería de Vannes. ¿Dónde está el cuerpo? ¿En la plantación?
?No. Lo traje aquí, doblado y flexible como una soga mojada. Está en la capilla, y sólo la viuda Martin me vio.
?Se quedó acodado sobre el mostrador, bebiendo, hasta que Baptiste regresó del teléfono y le hizo una seña. Res¬pondió encogiéndose de hombros, salió y fue a buscar a la forja un martillo de tres kilos que puso al lado de su cama.
Por alguna razón misteriosa, la primera respuesta al pedido de ayuda de Baptiste llegó en la forma de una excitada brigada de bomberos con una escalera de doce metros y tres bombas. Este circo, que había batido el récord de Vannes a Chateauverne por más de un minuto, apareció en la plaza con un sonoro clamor de sirenas y campanas, diseminando gansos, gallinas, repollos y chis¬mosos. De inmediato Chateauverne se convirtió en un tumulto, mientras los voluntarios corrían en todas direc¬ciones en busca de un inexistente incendio. Entre algunos ebrios se hablaba de quemar algo para justificar el brío de la visita y los gastos.
Una hora más tarde, después de muchos gritos, discusiones y repetidas llamadas telefónicas a Vannes, los bomberos se retiraron llevándose tres botellas de vino nuevo. Se les sugirió no ir a Pontaupis, de donde quizá les habrían llamado, y que debía haber sido arrasada has¬ta sus cimientos mucho antes.
Menos espectacularmente fue descargada en una calle lateral una carretada de gendarmes, que entraron en la capilla. Germaine Joubert les vio, se acercó a la puerta con otras personas y las noticias empezaron a volar de boca en boca.
?El tercero.
?Como los otros.
?Es Portale.
Les impresionó, aunque la noticia no les tocaba tan de cerca. Magnífico Portale no era un nativo de Chateauverne. De origen extranjero, y según se creía ibérico, ha¬bía vagado por las inmediaciones durante años, ganán¬dose precariamente la vida con una cara llena de amor y un corazón lleno de concupiscencia. Se rumoreaba que Magnífico era el padre de diecisiete hijos, ocho de ellos de su legítima esposa. A pesar de esta indiscriminación copulatoria se le tenía en cierta estima porque había ale¬grado la vida de las mujeres sin hijos y su pecado era en suma la caridad cristiana.
Los gendarmes se llevaron a Magnífico violentamente contraído y el día siguiente regresaron con grandes cajas, palas, un documento oficial lleno de frases como «dis¬pónese» y «por cuanto», excavaron las tumbas de Giran¬dole y Laverne, los empaquetaron y se los llevaron a Vannes.
Para este momento, Chateauverne había decidido que dos eran bastante y tres demasiado. La soberbia puntería de los rayos resentía la credulidad, especialmente por¬que nada similar había ocurrido nunca. Debía haber un asesino suelto, un maníaco.
Aparecieron los postigos de roble. La forja de Emile Périé empezó a echar humo y a producir martillazos para tratar de cumplir las exigencias de un súbito boom de trancas y cerrojos más grandes y sólidos. Armand Des¬coules tenía todas las calles para él después de las ocho y media, pero debía cortejar a Joséphine a la distancia máxima de un tiro de piedra de su casa y tuvo que pos¬tergar su romántica intención de tomar lo poco que aún le faltaba.
La cuarta noche después del traslado de los cuerpos a Vannes, cuando todavía proseguían las especulaciones y el miedo rondaba por los callejones obscuros, Baptiste Boitavin llegó a una decisión.
?Este salvaje ha matado solamente de noche y en la plantación ?dijo?. Ese es un juego al que pueden jugar dos ?tomó entonces una pesada escopeta de dos caños y agregó?: Vamos a buscarlo y a terminar con él.
?Excelente idea ?aprobó Hippolyte Lemaitre?. Esos de Vannes duermen con la satisfacción porcina de los que están engordados a impuestos. Nos podrían liquidar a todos en orden alfabético antes de que se despierten. Lo mejor será que actuemos nosotros mismos.
Hubo murmullos de apoyo. Sólo Timothée Clotaire, el sepulturero de la iglesia, se opuso. Era el tipo de hom¬bre que invariablemente presenta un problema ante cualquier solución.
?¿Y si este asesino no es un ser humano?
?Ya sabemos que no lo es. Es inhumano. ?Baptiste escupió en el suelo?. Le mataremos.
?¿Y si es una fiera, como un gorila enloquecido?
?Lo mismo volará hecho pedazos.
?¿Y si fuera un elefante escapado del Cirque Nationale? ?insistió Timothée. Su mirada veía la escopeta de Baptiste del tamaño de una cerilla en comparación con un elefante.
?Por mí, podría ser una boa constrictor de veinte metros ?afirmó redondamente Baptiste, echándose el arma al hombro?. Estoy listo. ¿Quién más viene conmigo?
Se le unieron diez, armados con siete rifles, una pis¬tola de tiro al blanco, un antiguo machete y una maza de roble con formidables tachones de bronce. Impregna¬do de ferocidad marcial, el grupo se puso en marcha, seguido a la distancia por Hyacinth Peuch, que mostraba sus dientes amarillos y parecía curioso.
Durante tres horas batieron los bosques. Se llamaban unos a otros y orinaban a intervalos frecuentes; molestaron bastante a los conejos y a los búhos, pero no encontraron nada maníaco ni monstruoso. Uno por uno fueron regresando a sus hogares, fatigados, cada cual de acuerdo a la medida de su paciencia.
A las tres de la mañana Jean Pierre Boitavin despertó a Hippolyte Lemaitre golpeando violentamente la puerta.
?¡Hola!  ¡Ya está aquí! ¿Volvieron los demás?
Seguramente. ?Hippolyte se frotaba los ojos, demasiado estupidizado por el sueño para sentirse irritado?. ¿Qué ocurre, Jean Pierre?
?¿Dónde está Baptiste?
?¿No ha regresado? ?Hippolyte miró su reloj, vio que era muy tarde y se despertó en el acto. Hizo girar la llave?: Pase y espere a que me vista. Vamos a bus¬carle.
Le encontraron exactamente donde se lo figuraban, aunque ninguno había querido admitirlo. Cerca de la piedra del meteorito, con el arma sin descargar junto a su mano fría. Apenas era reconocible.
Una nueva gran caja llegó de Vannes y se llevó a Bap¬tiste bajo la mirada inquisitiva de Roger Corbeau, un chico de doce años y pelo en desorden. Roger era por naturaleza tan poco respetuoso del peligro que ya se ha¬bía roto cuatro huesos, le habían hecho siete suturas y había tenido en dos oportunidades la vida en un hilo.
Esto no ocurría porque estuviese lleno de coraje sino más bien por la ceguera particular de las personas propensas a los accidentes. En otras palabras, tenía algo en común con Ilyacinth Peuch, sólo que no tan desarrollado. Entre los conocedores locales de los desastres, cundía la idea de que Roger no duraría mucho en este mundo porque Jesús lo quería para hacerse con él un rayo de sol.
Los oráculos dieron justo en el centro. Roger fue obedientemente a la cama, se escapó por la ventana del tejado, y se dirigió directamente a la plantación para ver por sí mismo lo que ocurría. Seguramente su entusiasmo se habría evaporado en menos de una hora si le hubie¬ran hecho esperar todo ese tiempo; pero, característicamente, eligió un momento en que el servicio era rápido y eficiente. A su debido tiempo fue buscado, descubier¬to y llevado a Vannes en una caja más chica, bajo una lluvia feroz.
Dos gendarmes con sus carabinas cargadas empezaron a montar guardia por las noches en la plantación. Duran¬te los diez días siguientes no ocurrió nada. Reinaba el buen tiempo y hacía calor. Aunque les aburría su tarea, la cumplían a conciencia; pero no oyeron nada sospechoso ni vieron nada que pudiera ser motivo de alarma.
A las diez y veinte de la undécima noche, uno de ellos fue a casa de Tillie Benoit en busca del café que ella pre¬paraba, tal como se había establecido oficialmente. Llevaba una lata de mala gana, porque la atmósfera estaba más fría y parecía presagiar una lluvia, y además porque pensaba que bien podría prepararles el café alguien más sociable y simpático que Tillie, una mujer flaca y frígida que les dispensaba esa bebida como si le estuviera haciendo un favor a los leprosos.
Sin embargo se quedó con Tillie tanto como pudo, mantuvo con ella una conversación llena de elevada moralidad y bajos propósitos, con la encallecida determi¬nación de alguien que considera cada fortaleza como un desafío y que, de cualquier manera, debe mantener la reputación cuidadosamente cultivada de ser tan apasionado como un gato entero repleto de curry.
Pasó casi una hora antes de que regresara, derrotado. Una vez en el obelisco, miró a su alrededor.
?Marcel.
Silencio.
?¡Marcel!
No hubo respuesta.
En voz más alta y levemente temblorosa:
?¡Marcel!
El viento frío susurraba entre los árboles. Percibió un olor acre, débil pero familiar y perturbador. Olfateó, tra¬tando de recordar.
¡Sangre!
Dejó caer la lata de café de la mano izquierda y la carabina de la derecha. Abandonó a Marcel, giró y corrió como jamás había corrido antes.
Cuarenta hombres de la primera compañía del regimiento 23 de Infantería llegaron la tarde siguiente. Ocuparon posiciones en la plantación con órdenes estrictas de no permitir la entrada a nadie. Un periodista llegó desde l?Orient, y fue enviado por la viuda Martin a investigar una masacre imaginaria en Pontaupis, donde hacía tiempo que estaba haciendo falta una buena. El prefecto de Morbihan visitó personalmente Chateauverne, estuvo tres minutos y se marchó.
La semana siguiente no ocurrió nada. Tillie Benoit re¬chazó a los cuarenta soldados, cada uno de los cuales pensó que era idéntica a la madre de su perrito masco¬ta. El oficial al mando de la tropa, un capitán, no opinó al respecto. Estaba satisfecho porque le habían dado una dirección en donde podía hacer sus ejercicios de calistenia sobre alfombra, tan necesarios para la salud y el es¬píritu del guerrero.
Por lo que se podía ver, poco más se hizo al respecto de las sucesivas tragedias; pero el jueves a la noche apareció una persona en la fonda. Era un hombre pequeño y delicado, de aspecto ágil, con una barba blanca de chi¬vo y ojos fríos y azules.
?¿Es usted Jean Pierre Boitavin?
?Sí, señor.
El otro exhibió una tarjeta.
George Fournier, Inspecteur. Sureté Générale.
?¡Ah, la Policía! ?dijo Jean Pierre, impresionado?. No es necesario preguntar qué le trae aquí.
El inspector Fournier asintió.
?Ya he interrogado a una cantidad de personas: el abate Courtot, Périé, Lemaitre, Mme. Martin y otros. Todos aquellos cuya información podría ser útil. Sólo me quedan dos nombres en la lista: el suyo y… ?tomó una libreta y la consultó? un tal Hyacinth Peuch ?los ojos helados horadaron a Jean Pierre?. Por favor, dígame todo lo que sepa sobre este asunto.
Obediente, Jean Pierre contó los hechos con tantos detalles como pudo recordar.
?Es la misma historia ?comentó Fournier?. ¿Dón¬de está Peuch? ¿Dónde se le puede encontrar?
?Allí fuera. ?Jean Pierre señaló la plaza?. Es ese pobre subnormal que está jugando con esas basuras.
?Ajá… ¿Puede hablar?
?Ciertamente, monsieur. Sólo que la gente extraña le asusta ?pensó un instante?. Le voy a llamar y le voy a dar un coñac. Esperaremos hasta que lo absorba, después, usted podría convidarle con otro: eso tendrá un aire fraternal. Y después de dos coñacs le besará la frente y le llenará de baba.
?Llámele ?ordenó Fournier, acostumbrado a sufrir cuando se trataba de cumplir con su deber.
Hyacinth se acercó con ese andar arrastrado y ladea¬do que caracteriza a muchos subnormales. Bebió lentamente el coñac, con cierta suspicacia, porque la gente del pueblo le aconsejaba siempre que se cuidara de la gente que le ofrecía regalos.
?Hyacinth sabe cuándo va a llover ?dijo Jean Pie¬rre, para gratificarle con un elogio?. Si dice que llove¬rá, llueve. Después de cada una de las muertes anuncio que los ángeles llorarían, y así lo hicieron.
?¿Ah, sí? ?dijo Fournier, estudiando el aspecto de cementerio de los dientes de Hyacinth?. ¿Y por qué llueve después de las muertes?
?Para que se vaya la sangre ?informó Hyacinth.
Luego terminó el coñac, chasqueó los labios y sonrió.
?¿Que vaya adónde?
?A las raíces.
?Ah, a las raíces ?dijo Fournier; alzó una ceja inquisitivamente?. ¿Y qué raíces son ésas?
?Las del árbol. ?Hyacinth miró la copa vacía.
?Sírvale otro ?ordenó Fournier?. Me interesan muchísimo los árboles, Monsieur Peutch. ¿De qué árbol me habla?
Encantado de oírse llamar monsieur, el tonto tartamudeó:
?El… el grande que… que atrapa conejos.
Un destello brilló en los ojos de Fournier mientras preguntaba:
?¿Usted lo ha visto hacer eso?
Myacinth no respondió.
?Muéstreme cómo lo hace ?invitó Fournier, con pa¬ciencia.
?Vamos, muéstrale al señor ?dijo Jean Pierre?. Nunca han visto una cosa así en París.
Con cierta resistencia, Hyacinth dejó su copa, se paro, extendió rígidamente los brazos por encima de la cabeza y miró al cielorraso.
?Está así todo el día ?informó?. No se puede mover por la luz. Pero de noche…
?¿Sí?
?Hay cosas que corren sobre las raíces, cosas con sangre…
?Siga ?urgió Fournier.
?Entonces… ?Hyacinth respiró profundamente. Luego sus brazos vibraron, y de pronto bajaron velozmente hasta sus pies, con toda su fuerza. Los dedos arañaron el suelo. Luego enderezó el cuerpo y alzó un poco los brazos. Se quedó mirándoles, con un gorgoteo de placer, mientras sus manos retorcían algo y la sangre imaginaria goteaba sobre sus pies.
?Y en seguida llueve ?dijo.
Jean Pierre empinó la botella de coñac.
?Necesito yo un trago ?dijo. Bebió y miró a Hyacinth?. Nom d?un chien! ¿Cómo puede haber un árbol así?
?¿Y le viste coger así conejos? ?dijo Fournier?. ¿Muchas veces? ¿Desde hace mucho?
?Cuatro, cinco, seis años. Tal vez más. No sé ?Hya¬cinth sostuvo una mano a la altura de su cabeza?. Desde que el árbol era así de grande.
?¿Y eso ocurre con frecuencia? ?dijo Fournier.
?Sólo de noche y cuando está por llover ?dijo el experto en los procedimientos del misterio?. Si no hay lluvia, no hay caza.
Fournier no se molestó en preguntar por qué no había dicho nada de esto antes. Sabía la respuesta: los locos aprenden pronto a no hablar demasiado de su locura.
?¿Nos puedes llevar hasta ese árbol?
?Sí, Monsieur.
En la creciente obscuridad, el vegetal no parecía distinto de otros árboles cercanos. Simplemente un grueso y nudoso tronco de altas ramas y una masa de hojas an¬chas y carnosas. Estaba exactamente a ocho metros del obelisco.
Cuarenta soldados lo rodeaban mientras el inspector Fournier examinaba cuidadosamente lo que se podía ver a la luz de media docena de linternas.
?¿Está seguro de que ésta es la planta asesina?
?Seguro, Monsieur ?afirmó Hyacinth, muy satisfecho de ser el centro de la atención sin que nadie se burlara.
?¿No hay otros?
?No, Monsieur.
?Eso es una locura ?exclamó el capitán, frustrado en sus designios de dedicar la noche a asaltar los encantos de la maestra del pueblo. Atravesó marcialmente el cerco de soldados, golpeteó con su bastón el duro tronco y agregó con autoridad?: Ninguna planta puede tener suficiente sensibilidad o velocidad de reacción. Ni sus miembros pueden tener bastante elasticidad. Es decir que…
Sus últimas palabras se perdieron en una súbita ráfaga de aire y un tremendo swish cuando media docena de ramas descendieron y le capturaron. Subió y subió en el aire, y las ramas le exprimieron como un trapo mo¬jado. No brotó de él un grito ni un gemido. Sólo se oyó el ruido de los huesos rotos, la carne desgarrada, el go¬tear de la sangre.
Con una sacudida final, las ramas dejaron caer el cuer¬po y regresaron a su posición original. Silencioso, impasible, satisfecho, el árbol se irguió en la obscuridad.
Alguien iluminó con una linterna el cuerpo, murmu¬rando sombríos juramentos.
?Va a llover ?prometió Hyacinth Peuch.

Fournier volvió a la vida como si se despertase de una pesadilla. Se hizo cargo de la situación con rápidas órdenes.
?Saquen el cuerpo de aquí. Traigan madera, ramas, quesoreno, todo lo que sea combustible. Arrójenlo junto al monstruo. Con cuidado, no se acerquen. ¡Rápido, idio¬tas, rápido!
Se lanzaron a una frenética actividad. En poco tiem¬po la pirámide de leña llegó hasta la altura de las ramas bajas. Encima de todo arrojaron el quesoreno requisado de las lámparas y estufas de Tillie Benoit. Fournier personalmente arrimó la cerilla. El fuego empezó a arder, vaciló, y de pronto se alzó hacia el cielo.
En ese momento el árbol empezó a sacudirse como un ser enloquecido, arrojando chispas y tizones ardientes en todas direcciones, lleno de vida violenta y terrible. Los hombres no fueron piadosos: continuaron arrojando leños al fuego hasta que el tronco de un árbol vecino re¬ventó por la presión de la savia hirviente.
Al alba no quedaba más que un círculo de cenizas grises del que retiraron unos carbonizados restos de raíces, con los que hicieron un fuego más pequeño. A las diez de la mañana, cansados, sucios, despeinados, regre¬saron a la plaza.
Fournier entró en la fonda, se lavó y pidió el desayuno.
?Era un árbol, una planta sedienta de sangre venida de quién sabe dónde. Quizás ese meteorito trajo la semilla desde algún obscuro mundo. ?Pensó un momento?. Sea como sea hemos visto el fin de este vampiro. Chateauverne no volverá a tener problemas.
?No estoy tan seguro, Monsieur ?dijo Jean Pie¬rre?. En Chateauverne, cuando a uno no lo estrangulan o le usan para el caldo, le roban cuarenta francos o le retienen prisionero en un excusado como un emperador sin poder. ?Alcanzó una botella?. ¿Querría un coñac?
?Ciertamente.
Falta contar el resto, que quizá nunca será narrado. Una chispa de vida había venido del fondo del espacio y se había arraigado en Chateauverne: como era fototrópica, de día permanecía como hipnotizada, y de noche crecía, se movía, y bebía sangre. Así ocurrió hasta que fue destruida.
No se le concedió a Hyacinth Peuch, el tonto, ningún crédito por esto. Antes bien, se le criticó por no haber hablado antes, aunque en ese caso nadie le hubiese creído.
Hasta un idiota puede tener sensibilidad, de modo que tampoco la primavera siguiente se expuso a ser insultado. Al regresar de cierta glorieta escondida donde a veces sus ojos, bizcos pero eficaces, le instruían sobre las artes gemelas del cortejo y la conquista, vio una es¬pecie de castaña velluda que cruzaba el sendero.
Era una cosa pequeña, pardusca, brillante, cubierta de cilias temblorosas. Se movía lenta y trabajosamente entre la hierba; cayó sin poder evitarlo por el plano inclinado de un zanjón y trepó la margen opuesta: allí se acomodó en la parte más alta, se hundió en el suelo y desapareció de la vista.
Muy de vez en cuando volvió a ese lugar, pero cerca de la zanja brotaban continuamente matas y arbustos, y no habla manera de distinguir entre locales y visitan¬tes. Un día, a fines de octubre, advirtió una rata muerta, seca y retorcida debajo de un arbusto de un metro de alto.
Chateauverne recibió el aviso que se le debía.
?Va a llover ?le dijo Hyacinth a la viuda Martin, en su voz encharcada y llena de gorgoteos, sonriendo, con la cabeza ladeada y una gota pendiente de la nariz.
Ahora bien, la viuda Martin era una mujer sana y fuerte, consciente de su soledad, y estaba gozando silenciosa e inocentemente de sus propios deseos; y la ima¬gen de Hyacinth le resultaba en ese momento tan indeseable como una rata muerta en un banquete.
Así que gruñó:
?¡Vete, tonto!
…Y, rascándose el trasero, olvidó la cuestión.

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El árbol de la buena muerte

El árbol de la buena muerte
Hector G. Oesterheld

Hector G. Oesterheld nació en Buenos Aires en 1922. A fines de la década del 40 comienza escribiendo cuentos infantiles, publicados por editorial Abril.
Luego colabora en la mítica revista Mas Allá, y en 1950 publica su primer historieta, «Alan y crazy»; hacia 1955 publica «El sargento Kirk» y «Bull Rokett».
En 1957 con dibujos de Solano López, publica la primera parte de «El eternauta» que se convertiría en la más famosa hisorieta Argentina.
Hector G. Oesterheld fue secuestrado y asesinado en 1977 por la dictadura militar que sojuzgó Argentina entre 1976 y 1983.
Para mayor información sobre el autor y su obra los remito a «La argentina premonitoria» de Jorge Claudio Morhain, publicada en el número 96 de la revista axxón.
Sadrac, Octubre de 1999

María Santos cerró los ojos, aflojó el cuerpo, acomodó la espalda contra el blando tronco del árbol.
Se estaba bien allí, a la sombra de aquellas hojas transparentes que filtraban la luz rojiza del Sol.
Carlos, el yerno, no podía haberle hecho un regalo mejor para su cumpleaños.
Todo el día anterior había trabajado Carlos, limpiando de malezas el lugar donde crecía el árbol. Y había hecho el sacrificio de madrugar todavía más temprano que de costumbre para que, cuando ella se levantara, encontrara instalado el banco al pie del árbol.
María Santos sonrió agradecida; el tronco parecía rugoso y áspero, pero era muelle, cedía a la menor presión como si estuviera relleno de plumas. Carlos había tenido una gran idea cuando se le ocurrió plantarlo allí, al borde del sembrado.
Tuf-tuf-tuf. Hasta María Santos llegó el ruido del tractor. Por entre los párpados entrecerrados, la anciana miró a Marisa, su hija, sentada en el asiento de la máquina, al lado de Carlos.
El brazo de Marisa descansaba en la cintura de Carlos, las dos cabezas estaban muy juntas: seguro que hacían planes para la nueva casa que Carlos quería construir.
María Santos sonrió; Carlos era un buen hombre, un marido inmejorable para Marisa. Suerte que Marisa no se casó con Larco, el ingeniero aquel: Carlos no era más que un agricultor, pero era bueno y sabía trabajar, y no les hacía faltar nada.
¿No les hacía faltar nada?
Una punzada dolida borró la sonrisa de María Santos.
El rostro, viejo de incontables arrugas, viejo de muchos soles y de mucho trabajo, se nubló.
No, Carlos podría hacer feliz a Marisa y a Roberto, el hijo, que ya tenía 18 años y estudiaba medicina por televisión.
No, nunca podría hacerla feliz a ella, a María Santos, la abuela…
Porque María Santos no se adaptaría nunca ?hacía mucho que había renunciado a hacerlo? a la vida en aquella colonia de Marte.
De acuerdo con que allí se ganaba bien, que no les faltaba nada, que se vivía mucho mejor que en la Tierra, de acuerdo con que allí, en Marte, toda la familia tenía un porvenir mucho mejor; de acuerdo con que la vida en la Tierra era ahora muy dura… De acuerdo con todo eso; pero, ¡Marte era tan diferente!…
¡Qué no daría María Santos por un poco de viento como el de la Tierra, con algún “panadero” volando alto!
?¿Duermes, abuela? ?Roberto, el nieto, viene sonriente, con su libro bajo el brazo.
?No, Roberto. Un poco cansada, nada más.
?¿No necesitas nada?
?No, nada.
?¿Seguro?
?Seguro.
Curiosa, la insistencia de Roberto; no acostumbraba a ser tan solícito; a veces se pasaba días enteros sin acordarse de que ella existía.
Pero, claro, eso era de esperar; la juventud, la juventud de siempre, tiene demasiado quehacer con eso, con ser joven.
Aunque en verdad María Santos no tiene por qué quejarse: últimamente Roberto había estado muy bueno con ella, pasaba horas enteras a su lado, haciéndola hablar de la Tierra.
Claro, Roberto no conocía la Tierra; él había nacido en Marte, y las cosas de la Tierra eran para él algo tan raro, como cincuenta o sesenta años atrás lo habían sido las cosas de Buenos Aires ?la capital?, tan raras y fantásticas para María Santos, la muchachita que cazaba lagartijas entre las tunas, allá en el pueblito de Catamarca.
Roberto, el nieto, la había hecho hablar de los viejos tiempos, de los tantos años que María Santos vivió en la ciudad, en una casita de Saavedra, a siete cuadras de la estación.
Roberto le hizo describir ladrillo por ladrillo la casa, quiso saber el nombre de cada flor en el cantero que estaba delante, quiso saber cómo era la calle antes de que la pavimentaran, no se cansaba de oírla contar cómo jugaban los chicos a la pelota, cómo remontaban barriletes, cómo iban en bandadas de guardapolvos al colegio, tres cuadras más allá.
Todo le interesaba a Roberto, el almacén del barrio, la librería, la lechería… ¿No tuvo acaso que explicarle cómo eran las moscas? Hasta quiso saber cuántas patas tenían… ¡Cómo si alguna vez María Santos se hubiera acordado de contarlas! Pero, hoy, Roberto no quiere oírla recordar: claro, debe ser ya la hora de la lección, por eso el muchacho se aparta casi de pronto, apurado.
Carlos y Marisa terminaron el surco que araban con el tractor. Ahora vienen de vuelta.
Da gusto verlos; ya no son jóvenes, pero están contentos.
Más contentos que de costumbre, con un contento profundo, un contento sin sonrisas, pero con una gran placidez, como si ya hubieran construido la nueva casa. O como si ya hubieran podido comprarse el helicóptero que Carlos dice que necesitan tanto.
Tuf-tuf-tuf… El tractor llega hasta unos cuantos metros de ella; Marisa, la hija, saluda con la mano, María Santos sólo sonríe; quisiera contestarle, pero hoy está muy cansada.
Rocas ondulantes erizan el horizonte, rocas como no viera nunca en su Catamarca de hace tanto. El pasto amarillo, ese pasto raro que cruje al pisarlo, María Santos no se acostumbró nunca a él. Es como una alfombra rota que se estira por todas partes, por los lugares rotos afloran las rocas, siempre angulosas, siempre obscuras.
Algo pasa delante de los ojos de María Santos.
Un golpe de viento quiere despeinarla.
María Santos parpadea, trata de ver lo que le pasa delante.
Allí viene otro.
Delicadas, ligeras estrellitas de largos rayos blancos…
¡”Panaderos”!
¡Sí, “panaderos”, semillas de cardo, iguales que en la Tierra!
El gastado corazón de María Santos se encabrita en el viejo pecho: ¡”Panaderos”!
No más pastos amarillos: ahora hay una calle de tierra, con huellones profundos, con algo de pasto verde en los bordes, con una zanja, con veredas de ladrillos torcidos…
Callecita de barrio, callecita de recuerdo, con chicos de guardapolvo corriendo para la librería de la esquina, con el esqueleto de un barrilete no terminando de morirse nunca, enredado en un hilo del teléfono.
María Santos está sentada en la puerta de su casa, en su silla de paja, ve la hilera de casitas bajas, las más viejas tienen jardín al frente, las más modernas son muy blancas, con algún balcón cromado, el colmo de la elegancia.
“Panaderos” en el viento, viento alegre que parece bajar del cielo mismo, desde aquellas nubes tan blancas y tan redondas…
“Panaderos” como los que perseguía en el patio de tierra del rancho allá en la provincia.
¡”Panaderos”!
El pecho de María Santos es un gran tumulto gozoso.
” Panaderos” jugando en el aire, yendo a lo alto.

Carlos y Marisa han detenido el tractor.
Roberto, el hijo, se les junta, y los tres se acercan a María Santos.
Se quedan mirándola.
?Ha muerto feliz… Mira, parece reírse.
?Sí… ¡Pobre doña María!…
?Fue una suerte que pudiéramos proporcionarle una muerte así.
?Sí… Tenía razón el que me vendió el árbol, no exageró en nada: la sombra mata en poco tiempo y sin dolor alguno, al contrario.
?¡Abuela!… ¡Abuelita!

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El roble de Bill

El roble de Bill
Brian Lumley
Bill’s oak, © ?. Traducido por Joseph M. Apfelbäume en El visitante nocturno, Super Terror 19, Martínez Roca S. A., 1986.

Tras haber disfrutado de un sorprendente éxito con mi último libro ¡Venid aquí, brujas!, durante cuyo proceso de investigación «documental» me encontré con varias menciones sobre la existencia de un cierto libro «negro» ?el Cthaat Aquadingen, una colección casi legendaria de hechizos y encantos aparentemente relacionados, entre otras cosas, con la aparición de ciertos elementos acuosos?, me sentí desconcertado al descubrir que el Museo Británico no disponía de ninguna copia del libro; o bien, si existía, los encargados de ese enorme establecimiento no estaban dispuestos a permitir su examen. Sin embargo, yo deseaba ver una copia, sobre todo en relación con un nuevo libro que iba a titularse ¡Libros prohibidos!, en cuya redacción mi editor me presionaba para que empezara a trabajar.
La desgana del encargado de la sección de Libros Raros a contestar mis preguntas con algo más que unas simples respuestas superficiales, fue lo que me impulsó a ponerme en contacto con Titus Crow, un londinense coleccionista de volúmenes raros y antiguos que, según había oído decir, poseía una copia del libro que yo deseaba consultar en su biblioteca privada.
Escribí una carta apresurada al señor Crow y éste no tardó en contestarme, invitándome a Blowne House, su residencia en las afueras de la ciudad, asegurándome que, en efecto, poseía un ejemplar de Cthaat Aquadingen, y que yo podría consultarlo si aceptaba un acuerdo y una condición. El acuerdo consistía en que toda visita a Blowne House la realizara a primeras horas de la noche, ya que, como actualmente estaba enfrascado en ciertos estudios y se concentraba mejor por la noche, se acostaba muy tarde y nunca se levantaba antes del mediodía. Esto, unido al hecho de mantener ocupadas las tardes en actividades más mundanas pero no por ello menos esenciales, sólo le permitía trabajar o recibir visitas durante la noche. Se apresuró a asegurarme que no recibía visitas con frecuencia. En realidad, de no haber estado familiarizado con mi obra anterior, se habría visto obligado a rechazar de plano mi proposición. Ya había habido demasiados «chiflados» que intentaron penetrar en su retiro.
Como si el destino lo hubiera querido así, elegí una noche de perros para visitar Blowne House. La lluvia era una cortina que descendía de grandes y abultadas nubes grisáceas que pendían bajas sobre la ciudad. Aparqué en el largo sendero de entrada por el que se accedía a la amplia vivienda del señor Crow, corrí por el camino con el cuello de la gabardina subido, y llamé a la pesada puerta de entrada. Durante el medio minuto que mi anfitrión tardó en contestar, tuve tiempo más que suficiente para quedar empapado. En cuanto me presenté como Gerald Dawson, me hizo entrar rápidamente, me ayudó a quitarme la chorreante gabardina y el sombrero, y me introdujo en su estudio, donde me rogó que me instalara ante un fuego crepitante para «secarme».
Él no era como yo había esperado. Se trataba de un hombre alto, de hombros anchos, que, sin la menor duda, había sido muy atractivo en sus años mozos. Ahora, sin embargo, el pelo se le había encanecido y los ojos, aunque aún eran brillantes y observadores, mostraban la impronta de los muchos años pasados explorando ?y supuse que, a menudo, descubriendo? los caminos apenas hollados del misterio y del conocimiento obscuro. Llevaba puesto un batín de color rojo intenso, y observé que, en una pequeña mesita situada junto a su mesa de despacho, había una botella del mejor brandy.
Pero fue lo que vi sobre su mesa de despacho lo que más atrajo mi atención; se trataba, evidentemente, del objeto de estudio del señor Crow: un reloj alto, de cuatro monstruosas manecillas, con jeroglíficos y en forma de ataúd, posado horizontalmente y hacia arriba a todo lo largo de la gran mesa. Había observado previamente que, al abrirme la puerta, mi anfitrión llevaba un libro en la mano. Ahora lo dejó sobre el brazo del sillón en el que me había sentado y, mientras me servía una copa, vi que era una copia muy manoseada de Notas sobre desciframiento de códigos, criptogramas e inscripciones antiguas, de Walmsley. Al parecer, el señor Crow intentaba traducir los fantásticos jeroglíficos de la extraña cara del reloj. Al levantarme y cruzar la estancia para observar más de cerca el misterioso artilugio, percibí que los intervalos entre los ruidosos tics del reloj eran muy irregulares, y que las cuatro manecillas no se movían en consonancia con ningún sistema conocido de medición del tiempo. No pude dejar de preguntarme para qué propósito cronológico podía servir una pieza tan curiosa.
Crow observó la expresión de extrañeza en mi rostro y se echó a reír.
?A mí también me intriga, señor Dawson, pero no se preocupe por ello. No creo que nadie llegue nunca a entender esa cosa; de vez en cuando, siento la necesidad de estudiarlo de nuevo, y entonces me paso semanas haciéndolo, sin llegar a ninguna parte. Pero no ha venido aquí esta noche para ocuparse del reloj de Marigny. Está usted aquí para consultar un libro.
Me mostré de acuerdo con él y empecé a bosquejarle mi plan para incluir una o dos menciones al Cthaat Aquadingen en mi nueva obra ¡Libros prohibidos! Mientras yo hablaba, trasladó la mesita pequeña a un lugar más cercano al fuego. Una vez hecho esto, retiró hacia un lado de la chimenea un panel oculto en la pared, y de una pequeña estantería extrajo el volumen en el que yo estaba interesado. Una expresión de extremada aversión cruzó su rostro; se apresuró a dejar el libro sobre la mesa y se restregó las manos en el batín.
?Es una lata… ?murmuró?. Siempre está transpirando…, lo que, estará usted de acuerdo conmigo, resulta bastante sorprendente, teniendo en cuenta que el donante murió hace más de cuatrocientos años.
?¡El donante! ?exclamé, contemplando el libro con una mórbida fascinación?. ¿No querrá decir que está encuadernado con…?
?Me temo que sí. Al menos esta copia.
?¡Dios mío!… ¿Quiere decir que hay otras copias?
?Que yo sepa, sólo hay tres…, y una de las otras dos está aquí, en Londres. Supongo que no le permitieron verla, ¿no es cierto?
?Es usted muy perspicaz, señor Crow. Y tiene razón, no me permitieron ver la copia del Museo Británico.
?Habría recibido usted la misma respuesta en caso de haber pedido ver el Necronomicon ?replicó ante mi desconcierto.
?Perdone, pero ¿cree realmente en la existencia de ese libro? ¿Cómo es posible? Me han asegurado una media docena de veces que el Necronomicon es una pura fantasía, una inteligente obra de apoyo literario creada con el propósito de mantener una mitología ficticia.
?Si usted lo dice ?se limitó a comentar?. Pero, en cualquier caso, usted está interesado en este libro ?dijo, indicándome el volumen relacionado con lo maligno que ahora se hallaba sobre la mesita.
?Sí, desde luego, pero ¿no mencionó usted la existencia de una… condición?
?¡Ah, sí! Pero en realidad yo mismo me he ocupado de eso ?replicó?. He arrancado los dos capítulos más instructivos y los he hecho encuadernar aparte, sólo por si acaso. Me temo que no podrá usted verlos.
?¿Los más instructivos? ¿Sólo por si acaso? ?repetí?. No comprendo a qué se refiere.
?Sólo por si cayera en manos indebidas, desde luego ?dijo con una expresión de sorpresa?. Sin lugar a dudas se habrá preguntado por qué los del museo guardan sus copias bajo llave.
?En efecto; supuse que lo hacían porque se trata de ejemplares muy raros que valen mucho dinero ?contesté?. Y quizá también porque algunos de esos libros contienen uno o dos temas bastante repugnantes; material erótico-sobrenatural-sádico, algo escrito por una especie de marqués de Sade medieval, ¿no?
?Se equivoca, señor Dawson. El Cthaat Aquadingen contiene series completas de hechizos e invocaciones; contiene, por ejemplo, el Nyhargo Dirge, y una frase sobre cómo hacer el Signo antiguo; contiene igualmente uno de los Sathlatta, y cuatro páginas de rituales Tsathoguan. Y muchas más cosas…, hasta el punto de que si ciertas autoridades hubieran logrado salirse con la suya, las tres copias habrían sido destruidas hace mucho tiempo.
?Pero ¿no creerá usted en tales cosas? ?protesté?. Yo intento escribir sobre tales libros considerándolos como algo condenadamente misterioso y monstruoso… Tengo que hacerlo así, puesto que en caso contrario no vendería un ejemplar…, pero no puedo creer en ello.
Crow se echó a reír, aunque sin ninguna alegría.
?¿De veras no puede? Si hubiera visto usted las cosas que yo he visto, o si hubiera pasado por algunas de las cosas por las que yo he pasado…, créame, señor Dawson, en tal caso no se sentiría tan impresionado. ¡Claro que creo en estas cosas! Creo en los fantasmas y las hadas, en los demonios y los genios, en una cierta propaganda mitológica, y en la existencia de la Atlántida, R’lyeh y G’harne.
?Pero, sin lugar a dudas, no existe ninguna prueba genuina en favor de ninguna de las cosas o lugares que acaba de mencionar ?argüí?. ¿Dónde hay, por ejemplo, un lugar en el que uno pueda estar seguro de encontrarse con un… fantasma?
Crow se quedó pensativo un momento y tuve la seguridad de haber vencido con mi razonamiento. No podía imaginar que un hombre tan evidentemente inteligente como él creyera de veras y de un modo tan profundo en lo sobrenatural. Pero entonces, desafiando lo que yo había considerado como una pregunta insoluble, me contestó:
?Me sitúa usted en la posición del clérigo que asegura a un niño pequeño la existencia de un Dios todopoderoso y omnisciente, y a quien el niño pide que se lo haga ver. No, no puedo mostrarle ningún fantasma…, a menos que estemos dispuestos a pasar por una gran cantidad de problemas…, pero sí puedo mostrarle la manifestación de uno.
?Oh, vamos, señor Crow, usted…
?Hablo en serio ?me interrumpió?. ¡Escuche!
Se llevó un dedo a los labios para indicarme silencio, y adoptó una actitud de escucha.
En el exterior, la lluvia había cesado y el silencio de la estancia sólo se veía perturbado por el sonido esporádico de las gotitas que caían de las tejas; sólo se escuchaba eso, y el tictac del gran reloj de Crow. Y entonces llegó hasta mis oídos un sonido perfectamente audible, prolongado y crujiente, como de maderas resquebrajándose.
?¿Lo ha oído? ?preguntó Crow sonriendo.
?Sí ?admití?. Ya lo había oído media docena de veces mientras hablábamos. Seguramente colocaron madera verde al construir su buhardilla.
?Esta casa posee vigas muy insólitas ?observó él?. Son de madera de teca…, y estaban totalmente secas antes de que se construyera la casa. ¡Y la teca no cruje!
Sonrió con una mueca. Evidentemente, le agradaba aquel sonido.
?En tal caso será un árbol azotado por el viento ?dije, encogiéndome de hombros.
?En efecto, se trata de un árbol. Pero si hubiera viento, lo oiríamos. No, ese sonido proviene de una rama del «Roble de Bill» que protesta bajo su peso ?cruzó la estancia, dirigiéndose hacia la ventana y miró hacia el jardín?. Pasó usted por alto a nuestro Bill cuando escribió su último libro. Se trata de William «Bill» Fovargue, acusado de brujería, ahorcado en ese árbol en 1675 por una multitud de campesinos enloquecidos por el miedo. En aquel momento se dirigía a someterse a juicio, pero, tras el linchamiento, la gente declaró que lo asaltaron porque él había iniciado un horrible encantamiento, al tiempo que empezaban a configurarse unas extrañas formas en el cielo…, de modo que lo colgaron para impedir que empeorara la situación…
?Ya entiendo. De modo que ese sonido procede de la rama de la que fue colgado, que aún cruje bajo su peso doscientos ochenta años después del linchamiento, ¿no es eso? ?pregunté, dando a mi voz el mayor tono posible de sarcasmo.
?En efecto ?replicó Crow, imperturbable?. Ese sonido afectó tanto a los nervios del anterior propietario de la casa que terminó por vendérmela. Y el otro propietario casi se volvió loco intentando descubrir su origen.
?¡Ah! Ese es el punto débil de su historia, señor Crow ?le indiqué?. Él habría podido rastrear el origen del sonido hasta el árbol ?tomé su silencio como un reconocimiento a mi inteligencia y me levanté, crucé la habitación y me situé a su lado, ante la ventana. Al hacerlo, volví a escuchar el crujido del árbol, esta vez más fuerte?. Eso lo produce el viento en las ramas del roble, señor Crow ?le aseguré?. No hay nada más.
Al mirar hacia el exterior, retrocedí un paso, diciéndome que debía de estar viendo visiones. Pero, en realidad, no estaba viendo visiones. Allí no había roble alguno. De pronto, sentí que la cabeza me daba vueltas. Tras pensármelo un instante, estallé en una trémula carcajada. El señor Crow era endiabladamente listo. Por un momento, me había hecho dudar. Me volví hacia él, repentinamente enojado y vi que aún sonreía.
?De modo que, después de todo, son las vigas, ¿no es eso? ?pregunté con una voz ligeramente temblorosa.
?No ?contestó Crow sin dejar de sonreír?. Eso fue lo que casi enloqueció al antiguo propietario. Verá, cuando construyeron esta casa, hace unos setenta años, cortaron el Roble de Bill para que sus raíces no impidieran hacer los cimientos.

Edición digital de J. M. C.
Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

Los comedores de lotos

Los comedores de lotos
Fritz Leiber
The lotus eaters, © 1972 (The worlds of Fritz Leiber). Traducción de José Mª. Pomares en Ciencia Ficción Selección-33, Libro Amigo 556, Editorial Bruguera S. A., 1978.

Siempre desaprobé enérgicamente la costumbre de castrar a los gatos o esterilizar a las gatas (en base a que tales acciones disminuyen la fortaleza, invaden la individualidad, y son un insulto contra el derecho de todo ser para procrear) hasta que empecé a cuidar una casa y tres gatos castrados en Summerland, en el sur de California. Era una casa maravillosa situada en la seca y abrupta falda de una colina.
No tardé en empezar a comprender a mis tres eunucos.
Mi esposa se pasaba la mayor parte del tiempo en la cama. Estaba enferma y sentía una gran afición por el alcohol, los libros y las suaves luces de la chimenea.
Yo alimentaba a los tres gatos: Braggi, un macho enorme, suave, desaseado, con los ojos y el pelo rojo; Fanusi, una pequeña gata beige, con las costumbres de un ser inquieto; y la Gran Duquesa, blanca, con manchas negras, tortuosa y fuerte, que parecía una criatura capaz de cabalgar (aunque no sé muy bien sobre qué corcel) al mando de una tropa de caballería del Oeste.
Braggi era muy cariñoso. Se acercaba a mí y se tendía sobre mis zapatos…, un gran gesto de afectividad.
Fanusi era una neurótica, a pesar de su inquieto comportamiento básico. Aun cuando estuviera galanteando con uno, siempre estaba nerviosa y dispuesta a echar a correr.
La Gran Duquesa no perdía nunca su frialdad, aunque era la más pequeña ?si bien la más tuerte? de los tres.
Lo que más me sorprendía de ellos, a! cabo de una semana de convivencia, era que todos eran unos asesinos. Traían ratoncillos muertos, e incluso ratas, pájaros y ardillas, que no se comían, sino que arrojaban a mis pies. Creía que eran unos ejemplos perfectos de los deportes sangrientos. De hecho, me di cuenta de que la Gran Duquesa llevaba a cabo cada día una expedición regular de caza, esperando unos pocos minutos en cada uno de los lugares que elegía para matar.
Me preguntaba cómo se las arreglarían para comer, pues, al parecer, nunca se comían a sus presas… Se limitaban a mostrármelas, mientras que su dueña, que era la propietaria de la casa, cuando los puso estrictamente a mi cuidado, me aseguró que cada uno de ellos sólo tomaba dos cucharadas, pequeñas, de comida enlatada para gatos al día. Una afirmación que me dejó inmediatamente asombrado.
No tardé en encontrar la solución a través de mi esposa, que suele comprender a la gente mucho mejor que yo. Cada uno de los tres gatos seguía una ruta regular hacia cuatro casas condescendientes situadas en el vecindario, donde conseguían buenas provisiones de las mesas de los seres humanos.
Entonces, me di mucha más cuenta de la existencia de un jardín bastante grande, situado al pie de la colina donde se encontraba la casa, y del que mi esposa y yo nos habíamos comprometido a cuidar, junto con los tres gatos cazadores desexualizados (¡qué terrible palabra esa de desexualizar!). Se entregaban a menudo al juego sexual entre ellos mismos; la castración no es un desastre tan grande para la actividad sexual como muchos piensan. Aquellos tres felinos disfrutaban los unos con los otros.
Me sentí aún más interesado por el jardín situado al pie de la casa, desde donde, por las noches, me llegaban los maullidos de los gatos como si se tratara de las toses suaves de los leones.
El jardín era una verdadera jungla. No, peor que una jungla. Era algo muy parecido al caos.
Así pues, comencé primero por intentar arreglar lo peor. Se trataba de una mala hierba que tenía puntas negras, con un aspecto parecido a las primeras agujas de fonógrafo de bambú, pero que mostraba diminutos erizamientos negros en los extremos. Se enganchaban muy decididamente a mis calcetines y pantalones. Pero seguí librándome de ellos con la ayuda de mi esposa.
Entonces, llegué a unos pequeños matorrales erizados, marrones y circulares. No tuve tanto problema para desembarazarme de ellos. La parte posterior del jardín empezó a adquirir el aspecto de algo que yo fuera capaz de conquistar.
Empecé a cortar toda clase de maderas muertas. Había matorrales que contenían bayas rojas, situados en el centro del jardín. Una vez serrada toda la madera inferior, gris, seca y muerta, descubrí bajo ella una simple fuente de cemento. Me imaginé que ni la dueña de la casa que habíamos alquilado ?junto con sus tres gatos? estaría al corriente de la existencia de aquella fuente, pues la única atención que había prestado a aquella zona desde hacía cinco años había sido regar el terreno durante media hora cada tarde. Nunca descubrí cómo funcionaba aquella fuente.
Por aquella época, mi esposa sufrió un leve ataque al corazón, pero encontramos a un médico que le hizo mucho bien y tanto ella como yo continuamos manteniendo nuestras solitarias formas de vida: ella en su habitación, y yo ante mi máquina de escribir, en mi estudio, pasando siempre de una a tres enérgicas y sudorosas horas en la parte trasera del jardín.
Limpié las superficies bajas, ahora que había quitado los matorrales más molestos, primero con un machete, y después con una segadora de mano.
Empecé a acercarme entonces a los árboles y al elevado límite de vegetación. Aquello significaba que encontraría mucha más madera seca y muerta. Demasiado para nuestros capazos. Llenaría el coche de cajas de cartón, en las que colocaría mis grises y muertos desechos vegetales, y lo llevaría todo al basurero de la ciudad, un enorme valle sombrío situado detrás de las colinas que daban al mar, pero rodeado siempre de chillonas aves marinas. Él hacer aquello me produjo una extraña sensación, como si estuviera enterrando a mi esposa… o uno, o todos los gatos que tanto ella como yo estábamos cuidando.
Aproximadamente por esta misma época, Braggi comenzó a visitarme mientras yo trabajaba en el jardín de la colina. Me observaba desde muy cerca y cuando me sentaba sobre el borde de la fuente de cemento para descansar un poco y enjugarme el sudor de la frente, se restregaba lleno de afectividad contra mis tobillos. Yo le acariciaba.
Mi esposa leía sus libros y tomaba sus buenos vasos de licor en nuestra habitación. Cuando miraba hacia abajo desde la amplia ventana lo hacía como queriendo darme a entender su compañía, su afecto y su preocupación por mí. Yo la saludaba con la mano.
Estaba fascinado por las cosas que iba poniendo al descubierto mi trabajo de desbrozar maleza. Mientras trabajaba bajo las ramas grises y muertas de dos aguacates, descubrí toda una «placentera bóveda» hemisférica, como se dice en el poema de Coleridge, una bóveda que se elevaba sobre mi cabeza con enormes hojas verdes y grandes frutos igualmente verdes caídos sobre tierra. Aquella noche, mi esposa y yo nos comimos una enorme ensalada.
Durante los días que siguieron, entregamos a los amigos que nos visitaron un buen número de estos maravillosos frutos de piel granulada.
Por esta época, las dos gatas «alteradas» ?la neurótica Fanusi y la majestuosa Gran Duquesa? empezaron a observarme ocasionalmente, mientras Braggi lo seguía haciendo desde cierta distancia, mientras yo trabajaba en el jardín.
Entonces, me lancé al ataque del seto de cinco metros del jardín, todo él verde y vigoroso y cubierto de matas de pequeñas y extrañas bayas amarillas. Quedé extrañado de mis descubrimientos al cortar esta feroz vegetación; tres pequeños árboles de hoja perenne que crecían lateralmente, en su intento de librarse de esta enorme prisión verde y alcanzar el sol; dos hermosas ramas de rosas suavemente amarillentas, que estaban floreciendo; y un pequeño naranjo que mostraba frutos diminutos.
Aquella noche, mi esposa y yo colocamos un hermoso florero en nuestra mesa. Yo experimentaba una gran sensación de triunfo al haber conquistado el jardín.
Pero aquella misma noche, aunque algo más tarde, todo fue horrible. Me desperté de un sueño ligero y deslizándome muy despacio fuera de la gran cama con objeto de no despertar a mi esposa, me puse un batín y me dirigí hacia la parte trasera del jardín.
Cada una de las cosas que yo había cortado estaba creciendo ahora a una velocidad sobrenatural, aunque no sé qué dios o diosa tenía el poder suficiente para hacer aquello.
Me quedé perplejo por un momento… el tiempo suficiente para darme cuenta de que Braggi, Fanusi y la Gran Duquesa me estaban observando desde uno de los lados de la colina, silueteados por la luz de la Luna.
Parecía claro que toda la vegetación ?hierbas, hierbajos, matojos, matorrales, parras y árboles? estaba decidida a rodearme y estrangularme hasta causarme la muerte a mí y a mi esposa y enterrar la casa.
Me di cuenta de que no había dominado aquello para darle vida, sino que aquello me estaba dominando a mí para darme la muerte. Aunque este pensamiento me planteó la paradoja de que al tratar de dar vida al jardín ?liberándolo?, había puesto en marcha sus fuerzas contra mí.
Eché a correr colina arriba y subí las escaleras. Mi esposa se despertó instantáneamente. Cogí una botella de licor para ella. Sin empacar nada, nos dirigimos rápidamente hacia nuestro automóvil, pasando junto a matorrales y hierbas que crecían amenazadoramente y que nos cubrían las piernas. Saltamos al auto y lo pusimos en marcha, abriendo la puerta de atrás y gritando:
?¡Fanusi! ¡Gran Duquesa! ¡Braggi! ¡Saltad adentro!
Para mi propio alivio y máxima extrañeza, así lo hicieron con rapidez: Fanusi casi con un ataque de histerismo; Braggi tan cariñoso como siempre (de hecho, acomodándose sobre mi esposa), y la Gran Duquesa mirando hacia atrás, sobre su hombro blanco manchado de negro, con una actitud orgullosa, observando la vegetación que parecía estar persiguiéndonos.
Días más tarde, envié algunas cartas.
Tres meses después recibí noticias de la pareja propietaria de la casa.
Los puntos principales eran que estaban muy agradecidos por habernos llevado a los tres gatos ?que habían sido una molestia para ellos durante mucho tiempo?, pero sin mostrarse dispuestos a recuperar a sus animales domésticos. ¿Y cómo es que había dejado el jardín de atrás en un estado tan desordenado, cuando había prometido arreglarlo? Y además, ¿nos habíamos llevado todos los aguacates?
En vista de todo lo cual, mi ruego de que se nos pagara un poco más por haber cuidado la propiedad parecía ridículo.
Mi esposa y yo nos miramos el uno al otro, mientras que Braggi, Fanusi y la Gran Duquesa nos contemplaban desde los lugares asignados junto a la chimenea que brillaba con luz parpadeante, roja, ondulante y misteriosa, y nos sonreían con sus sonrisas de Cheshire.

Edición digital de Umbriel
Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

Más vasto que los imperios, y más lento

Más vasto que los imperios, y más lento
Ursula Kroeber Le Guin
Vaster than empires and more slow, © 1971 (New dimensions 1). Traducción de Matilde Horne en El cuento de ciencia ficción, selección de Jorge Sánchez, Biblioteca Total 67, Centro Editor de América Latina, 1978.

Ursula Kroeber Le Guin nació el 21 de octubre de 1929 en Berkeley, California, hija del decano de los antropólogos norteamericanos, Alfred L. Kroeber, y de Theodora Kroeber , autora de ese extraordinario estudio sobre una cultura casi extinguida, Ishi in two worlds. Estudió en la Universidad de Columbia, y, mediante una beca Fulbright, en la de París. Está casada con el historiador y profesor Charles Le Guin. Sus cuentos comenzaron a aparecer en las revistas del género a partir de 1962, publicando relatos en: Again dangerous visions, New Dimensions, Orbit, y Galaxy. Sus primeras obras fueron convencionales space opera (relatos de aventuras) como El mundo de Rocannon y Planeta de exilio (ambas de 1966) .Escasamente conocida, salta repentinamente a la fama con La mano izquierda de la obscuridad (1969) una rica e imaginativa historia de un mundo extraterrestre llamado “Invierno”, donde las costumbres, vida y ciclo sexual de sus habitantes son minuciosamente descriptos. La novela fue galardonada con los premios Nebula 1969 y Hugo 1970. Sus obras siguientes fueron La rueda del cielo (1971) y Los desposeídos (1974) que volvió a ganar los premios Nebula 1974 y Hugo 1975. Posteriormente ganó otros premios: Hugo 1973 por El nombre del mundo es bosque (cuento largo) , Hugo 1974 por Los que se alejan de Omelas  y el Nebula 1974 por El día antes de la revolución, una continuación (en realidad, un prólogo) de Los desposeídos.
Inspirado en unos versos del poema de Andrew Marvel, A his Coy Mistress (“Mi amor vegetal iría creciendo / Más vasto que los imperios, y más lento”) este relato, en un estilo original, y a través de una sutil pintura de caracteres propone un íntimo y fascinante acercamiento a los misterios extrasensoriales.

Estás mirando un reloj. Tiene manecillas y cifras dispuestas en círculo. Las manecillas giran. No sabes si giran a igual velocidad o si una gira más rápidamente que la otra. ¿Qué significa eso? Hay una relación entre las manecillas y el círculo de cifras, y el nombre de esa relación lo tienes en la punta de la lengua; las manecillas son algo, con respecto a las cifras. ¿O son las cifras las que… respecto de las manecillas? ¿Qué significa respecto de? Son cifras ?tu vocabulario no se ha reducido? y naturalmente sabes contar; uno dos tres cuatro etc., pero tu problema es que no puedes decir cuál es cual. Cada una es una: ella misma. ¿Por dónde empiezas? Si cada una es una, no hay, cuál es la palabra, la tenía hace un instante, una nosequé-ción entre las unas. No hay un entre. Sólo hay un aquí y aquí, una y una. No hay un allá. Maya ha caído. Todo es aquí ahora uno. Pero si todo es ahora y todo aquí y todo uno, no hay un final. Si no hubo comienzo, no puede haber final. Oh Dios, aquí ahora sácame de este…
Estoy tratando de describir las sensaciones de una persona común en el vuelo NAFAL. Para algunas, dotadas de un agudo sentido del tiempo, puede ser mucho peor que esto. Para otras, es apacible, como una bruma narcótica que libera la mente de la tiranía de las horas. Y para unas pocas la experiencia es decididamente mística; la fractancia del tiempo y de la relación las conduce a la intuición de lo eterno. Pero el místico es una rara avis, y para la generalidad de la gente la máxima cercanía a ello, alcanzable en tiempo paradojal, es la plegaria inarticulada y angustiosa por la liberación.
Para los saltos largos solían drogar a la gente, pero suspendieron la práctica cuando advirtieron sus efectos. Lo que le sucede a una persona drogada, o enferma, o herida durante un vuelo a velocidad cercana a la de la luz. es, desde luego, indeterminable. Un salto de diez años luz no debiera por lógica afectar de manera diferente a la víctima de sarampión y a la de una bala. El cuerpo envejece apenas unos minutos; ¿por qué entonces el enfermo de sarampión es retirado de la nave convertido en leproso, y el hombre herido en cadáver? Nadie lo sabe, excepto quizás el cuerpo, que conserva la lógica de la carne, y sabe que ha estado supurando, desangrándose o drogado hasta la inconsciencia, durante diez años. Al producirse muchos casos de imbecilidad, se reconoció como un hecho el Efecto Martín Pescador, y cesaron de utilizar drogas y de transportar a los enfermos, a los heridos y a las embarazadas. Para postularse para un vuelo NAFAL se debe tener salud normal y estar decidido a dar el salto.
Pero no es necesario estar cuerdo.
Fue sólo durante las primeras décadas de la Liga, cuando los terráqueos, quizás en un intento de fortalecer su vapuleado ego colectivo, enviaron naves en viajes tremendamente largos, más allá de la bóveda del cielo, allende las estrellas y aún más allá. Buscaban mundos que no hubiesen sido, como todos los mundos conocidos, colonizados o expoliados por los Fundadores de Hain, mundos realmente ignotos; y todos los tripulantes de estas Exploraciones a los Confines eran mentalmente desequilibrados. ¿Quiénes si no, estarían dispuestos a partir en busca de datos que no serían recibidos hasta dentro de cuatro, cinco o seis siglos? ¿Recibidos por quiénes? Esto ocurría antes del invento del comunicador instantáneo; en ese entonces los viajeros quedaban aislados en el tiempo y en el espacio. Ninguna persona en su sano juicio que hubiese experimentado deslizamientos de tiempo aunque sólo fuese de unas pocas décadas entre mundos cercanos se postularía como voluntario para un viaje de ida y vuelta de medio milenio. Los Exploradores eran escapistas. inadaptados, locos.
Diez de ellos treparon a bordo del ferry en Puerto Smeming en Pesm, y durante los tres días que el ferry tardó en llevarlos a la nave, Guma, hicieron tentativas diversamente ineptas por conocerse unos a otros. Guma es un sobrenombre común en cetiano bajo, equivale a Bebé o Chiquitina. Había un cetiano bajo en el equipo, un cetiano peludo, dos hainianos, una beldene y cinco terráqueos; la nave era de construcción cetiana, pero fletada por el gobierno de la Tierra. Esta tripulación heterogénea abordó la nave reptando uno a uno a través del tubo de acoplamiento, como tímidos espermatozoides que fecundaran el universo. El ferry se alejó, y el piloto puso a Guma en camino. Durante varias horas la nave flotó en el filo del espacio a unos pocos centenares de millones de millas de Pesm, y luego desapareció bruscamente.
Cuando, luego de diez horas y veintinueve minutos, o sea 256 años, Guma reapareció en el espacio normal, debía estar, supuestamente, en las inmediaciones de la Estrella KG-T-96651. Y así era, allí estaba la chispeante y dorada cabeza de alfiler de la estrella. En alguna parte de la esfera de cuatrocientos millones de kilómetros tendría que haber también un planeta verdoso, Mundo 4470, tal como fuera relevado mucho tiempo atrás por un cartógrafo cetiano. Ahora la nave tenía que localizar el planeta. Esto no era tan fácil como podría parecer, en un pajar de cuatrocientos millones de kilómetros. Y Guma no podía revolotear en el espacio planetario a una velocidad cercana a la de la luz; si lo hacía, ella y la Estrella KG-T-96651 y el mundo 4470 corrían el riesgo de estallar y hacerse añicos. Tenía que reptar, a propulsión por cohete, a razón de unos pocos centenares de miles de millas por hora. El piloto matemático, Asnanifoil, tenía una idea bastante aproximada de dónde debía estar el planeta y calculó que podrían llegar a él dentro de diez días terrestres. Mientras tanto los miembros de la Expedición se fueron conociendo todavía mejor.
?No lo puedo aguantar ?dijo Porlock, el Cientítico Duro (química, más física, astronomía, geología, etcétera), y en su mostacho aparecieron burbujitas de saliva?. Ese hombre es demente. No entiendo cómo lo declararon apto para formar parte de un Equipo, a menos que éste sea un experimento deliberado de incompatibilidades, fraguado por la Autoridad, y nos estén utilizando como conejitos de Indias.
?Nosotros por lo general empleamos ardillas y vampirillos hainianos ?dijo amablemente Mannon, el Cientifico Blando (psicología, más psiquiatría, antropología, ecología, etcétera); era uno de los hainianos?. En lugar de conejillos de indias. Bueno, ustedes saben, el señor Osden es por cierto un caso muy raro. En realidad, es el único caso totalmente curado del Síndrome de Render, una variante del autismo infantil que considerábamos incurable. El eminente analista terráqueo Hammergeld llegó a la conclusión de que la causa de la conducta autista era en este caso una capacidad de empatía supranormal, y dio con el tratamiento adecuado. El señor Osden es el primer paciente que ha sido sometido a dicho tratamiento, y en verdad vivió con el doctor Hammergeld hasta los dieciocho años. La terapia tuvo un éxito total.
?¿Total?
?Bueno, sí. No cabe duda de que no es autista.
?No, es insoportable.
?Bueno, les diré ?prosiguió Mannon, mirando sin inmutarse los hilillos de saliva en el bigote de Porlock?, la reacción defensiva-agresiva normal entre extraños que acaban de conocerse, digamos por ejemplo usted y el señor Osden, es algo de lo que uno rara vez es consciente; los hábitos, la educación, la despreocupación hacen que uno la pase por alto; ustedes han aprendido a ignorarla, al punto que serían capaces de negar su existencia. El señor Osden en cambio, por ser émpata la percibe. Percibe sus propios sentimientos y los vuestros, y se ve en figurillas para saber cuál es cual. Digamos que hay un elemento normal de hostilidad hacia cualquier desconocido en vuestra reacción emocional frente a él cuando lo conocéis, amén del rechazo espontáneo que os produce su aspecto, o su forma de vestirse, o de dar la mano… lo que sea. Él siente ese rechazo. Como su defensa autística ha sido neutralizada, recurre a un mecanismo de defensa agresivo, una respuesta en especie a la agresión que vosotros inconscientemente habéis proyectado en él ?Mannon se explayó en su tema durante largo rato.
?Nada le da a un hombre el derecho de ser tan hijo de puta ?dijo Porlock.
?¿No puede des-sintonizarnos? ?preguntó Harfex, el biólogo, otro hainiano.
?Es como oír ?dijo Olleroo, Auxiliar del Científico Duro, mientras se agachaba para pintarse las uñas de los dedos de los pies con laca fluorescente?. Uno no tiene párpados en las orejas. No hay una llave que desconecte la empatía. Lo quiera o no, oye lo que nosotros sentimos.
?¿Sabe lo que estamos pensando? ?preguntó Eskwana, el Ingeniero, mirando de hito en hito a los demás, realmente asustado.
?No ?replicó Porlock con aspereza?. ¡Empatía no es telepatía! Nadie es telépata.
?No es tan así ?dijo Mannon, con su sonrisita de siempre?. Poco antes de partir de Hain se recibió una comunicación interesantísima de uno de los mundos recientemente redescubiertos, un hilfero llamado Rocannon informó que parece haber entre los miembros de una raza homínida mutada una técnica para enseñar telepatía; yo sólo vi una sinopsis en el Boletín HILF, pero… ?y continuó con su perorata. Los otros se habían dado cuenta de que podían conversar mientras Mannon desarrollaba sus disertaciones; él no parecía darle importancia, ni tampoco perder mucho de cuanto manifestaban los demás.
?Entonces, ¿por qué nos odia? ?preguntó Eskwana.
?Nadie te odia a ti, Ander, encanto ?dijo Olleroo, mientras embadurnaba de rosa fluorescente la uña del pulgar izquierdo de Eskwana. El ingeniero se ruborizó y sonrió vagamente.
?Actúa como si nos odiase ?dijo Haito, la Coordinadora. Era una mujer de aspecto delicado, de pura ascendencia asiática, con una voz sorprendente, áspera, profunda y suave, como una joven rana bramadora?. ¿Por qué, si nuestra hostilidad lo hace sufrir, la empeora con sus ataques e insultos constantes? No puedo decir que tenga una alta opinión de la cura del doctor Hammergeld, Mannon; tal vez el autismo sería preferible.
Calló bruscamente. Osden acababa de entrar en la cabina principal.
Daba la impresión de un hombre a quien le hubieran arrancado la piel. Su tez, de una blancura y una transparencia morbosas, mostraba los vasos sanguíneos como un desteñido mapa de carreteras trazado en rojo y azul. La manzana de Adán, los músculos que le rodeaban la boca, los huesos y ligamentos de las muñecas y las manos, todo se veía nítidamente como exhibiéndose para una clase de anatomía. El pelo era de un claro color herrumbre, como sangre reseca. Tenía cejas y pestañas, pero sólo eran visibles bajo ciertas luces; lo que uno veía eran los huesos de las órbitas, la red de las venillas de los párpados y los ojos incoloros. No eran rojos, porque Osden no era realmente albino, pero tampoco eran azules ni grises; los colores se habían borrado de los ojos de Osden, dejando una fría claridad acuosa, infinitamente penetrable. Nunca miraba a nadie de frente. Tenía un rostro inexpresivo, semejante a un dibujo anatómico, o a un rostro desollado.
?Concuerdo ?dijo en una alta y áspera voz de tenor? que incluso el retraimiento autístico sería preferible al smog de las baratas emociones de segunda mano con que me rodean todos ustedes. ¿Por qué exudas odio ahora, Porlock? ¿No puedes soportar mi vista? Ve a practicar un poco de autoerotismo como lo hacías anoche, eso mejora tus vibraciones. ¿Quién demonios tocó mis cintas? Que nadie, ninguno de vosotros, toque mis cosas. No lo permitiré.
?Osden ?dijo Asnanifoil, el cetiano peludo, con su voz amplia y despaciosa? ¿por qué eres tan hijo de puta?
Ander Eskwana se contrajo y ocultó la cara entre las manos. Los enfrentamientos lo asustaban. Olleroo, eterna espectadora, miraba .con una expresión ausente y a la vez ávida.
?¿Por qué no voy a serlo? ?dijo Osden. No miraba a Asnanifoil y se mantenía físicamente tan distante de todos ellos como lo permitían las dimensiones de la atestada cabina?. Ninguno de vosotros constituye por sí mismo una razón valedera para hacerme cambiar de actitud.
Asnanifoil se encogió de hombros; rara vez los cetianos están dispuestos a decir lo que es obvio. Harfex, un hombre reservado y paciente, dijo:
?La razón es que tendremos que pasar varios años juntos. La vida será más agradable para todos nosotros, si…
?¿No entiendes que me importa un bledo de todos vosotros? ?dijo Osden y recogió sus cintas y salió.
Eskwana se había quedado dormido repentinamente. Asnanifoil dibujaba espirales en el aire con un dedo y musitaba las primas del Ritual.
?Uno no puede explicarse su presencia en el equipo a menos que sea una confabulación por parte de la Autoridad Terráquea. Esto lo comprendí desde el primer momento. Esta misión está condenada al fracaso ?murmuró Harfax al oído de la Coordinadora, mientras echaba una mirada por encima del hombro.
Porlock jugueteaba con el botón de su bragueta: tenía lágrimas en los ojos.
?Ya les dije que eran todos locos, pero ustedes creyeron que yo exageraba.
Locos y todo, no les faltaba razón. Los Exploradores de los Confines contaban con que sus compañeros de equipo serían inteligentes, expertos, inestables y personalmente considerados. Debían trabajar juntos en contacto íntimo y en lugares desagradables y era de esperar que las paranoias, depresiones, manías, fobias y compulsiones de los otros fuesen lo bastante leves como para permitir buenas relaciones personales, al menos la mayor parte del tiempo. Osden podía ser inteligente, pero su educación dejaba mucho que desear y su personalidad era desastrosa. Había sido enviado únicamente a causa de su don singular, su capacidad empática: hablando con propiedad, el amplio espectro de su receptividad bioempática. Su don no era específico para una especie: podía captar emociones o vivencias de todo lo dotado de sensibilidad e inteligencia. Podía compartir la lujuria de una rata blanca, el sufrimiento de una cucaracha aplastada, la fototropía de una polilla. En un mundo desconocido, había resuelto la Autoridad, sería útil saber si algo que está en las cercanías tiene sensibilidad e inteligencia, y de ser así, cuáles son sus sentimientos hacia uno. El cargo de Osden era inédito: era el Sensor del grupo.
?¿Qué es la emoción, Osden? ?le preguntó un día Haito Tomiko en la cabina principal, tratando de entablar alguna relación con él?. ¿Qué es, exactamente, lo que captas con tu sensibilidad empática?
?Mierda ?contestó el hombre con su voz aguda, exasperada?. Los excrementos psíquicos del reino animal. Vadeo en medio de vuestras heces.
?Estaba tratando ?dijo Tomiko? de conocer algunos hechos. ?Tenía la convicción de que su tono de voz era admirablemente sereno.
?No te interesaba ningún hecho. Estabas tratando de escarbar en mí. Con algo de miedo, un poco de curiosidad y mucha repugnancia. En la misma forma en que tratarías de hurgar a un perro muerto para ver reptar las larvas. ¿Entenderás de una vez por todas que no quiero que me manoseen, que quiero que me dejen en paz? ?Tenía manchas rojas y moradas en la piel, y había levantando la voz?. ¡Ve a revolcarte en tu propia mierda, putita amarilla! ?chilló, ante el silencio de Tomiko.
?Tranquilízate ?le dijo ella, siempre serena, pero se marchó al instante y se dirigió a su camarote.
Naturalmente, Osden no se había equivocado en cuanto a sus motivos; su pregunta había sido más que nada un pretexto, un mero intento de despertar su interés. Pero ¿qué mal había en ello? ¿Acaso tal esfuerzo no implicaba un respeto por el otro? En el momento de formularle la pregunta, había sentido a lo sumo una desconfianza levísima; más que otra cosa había sentido lástima por él, el pobre bastardo arrogante y ponzoñoso, Señor Sinpellejo, como lo llamaba Olleroo. ¿Qué esperaba obtener con su forma de actuar? ¿Amor?
?Sospecho que no puede soportar que nadie lo compadezca ?dijo Olleroo, quien, tendida en la litera baja, se doraba los pezones.
?Entonces no puede entablar ninguna relación humana. Todo cuanto hizo su famoso doctor Hammergeld fue darle vuelta el autismo del revés…
?Pobre infeliz ?dijo Olleroo?. Tomiko, no te molesta que Harfex venga un rato esta noche, ¿verdad?
?¿No puedes ir tú a su camarote? Estoy harta de pasarme las horas en la Principal con ese maldito nabo pelado .
?Lo detestas, ¿verdad? Sospecho que él lo percibe. Pero también anoche dormí con Harfex, y Asnanifoil podría ponerse celoso, puesto que comparten la cabina. Aquí sería más agradable.
?Sírvelos a los dos ?dijo Tomiko con la grosería de la virtud ofendida. Su subcultura terráquea, la del Lejano Oriente, era puritana; había sido educada en la castidad.
?Es que sólo me gusta uno por noche ?respondió Olleroo con inocente serenidad. Beldene, el Planeta Jardín, nunca había inventado la castidad ni la rueda.
?Prueba con Osden, entonces ?dijo Torniko. Rara vez su inestabilidad personal era tan evidente como en ese momento; una profunda falta de confianza en sí misma que se manifestaba como una tendencia destructiva. Se había ofrecido como voluntaria para esa misión porque, con toda probabilidad, no tendría utilidad alguna.
Pincel en mano, los ojos muy abiertos, la pequeña beldene levantó la cabeza.
?Tomiko, dijiste una cosa muy fea.
?¿Por qué?
?¡Sería una ruindad! ¡Osden no me atrae!
?No sabía que eso te importase ?dijo Tomiko con indiferencia, aunque sí lo sabía. Recogió algunos papeles y salió de la cabina, agregando?: Espero que tú y Harfex o quien sea terminen para la última campanada; estoy cansada.
Olleroo estaba llorando, las lágrimas goteaban sobre sus pequeños pezones dorados. Tenía el llanto fácil. Tomiko no sabía lo que era llorar desde los diez años.
No era una nave feliz; pero las cosas mejoraron un poco cuando Asnanifoil y su computadora localizaron el Mundo 4470. Allí estaba, una gema verde obscuro, como la verdad en el fondo de un pozo de gravedad. Mientras veían crecer el disco color jade, un sentimiento de solidaridad nació entre ellos. El egoísmo de Osden, su incisiva crueldad, servía ahora para unir a los otros.
?Tal vez ?dijo Mannon? fue enviado a modo de paragolpes. Lo que los terráqueos llaman chivo emisario. Quizás en definitiva su influencia sea benéfica.
Y nadie discrepó, tanto cuidado ponían en ser amables los unos con los otros.
Entraron en órbita. Del lado de la noche no había luces, y en los continentes, ninguna de las huellas y terrones que amontonan los animales constructores.
?No hay hombres ?murmuró Harfex.
?Claro que no ?replicó con aspereza Osden, quien tenía un pantavisor para él solo y la cabeza metida en una bolsa de politeno. Aseguraba que el plástico atenuaba los ruidos empáticos que recibía de los demás?. Estamos a dos siglos luz del límite de la Expansión Hainiana, y no hay hombres fuera de ella. En ninguna parte. No pensarán ustedes que la Creación cometería dos veces el mismo espantoso error.
Nadie le prestaba mucha atención; todos miraban con afecto la inmensidad de jade que se tendía allá abajo, donde había vida, pero no vida humana. Para ellos, que eran inadaptados entre los hombres, lo que veían no era desolación, sino paz. El mismo Osden parecía menos inexpresivo que de costumbre: fruncía el ceño.
Descenso en fuego sobre el mar; reconocimiento aéreo; aterrizaje. Una llanura de algo semejante a pastos, espesa, verde, tallos ondulantes, rodeaba la nave, rozaba las cámaras de visión panorámica, embadurnaba las lentes con un polen finísimo.
?Parece ser una pura fitoesfera ?dijo Harfex?. Osden, ¿captas algo sensible?
Todos se volvieron para mirar al Sensor. Osden se había retirado de la pantalla y se estaba sirviendo una taza de té. No respondió. Rara vez respondía a preguntas verbales.
La rigidez quitinosa de la disciplina militar era absolutamente inaplicable en estos equipos de Científicos Locos; el orden jerárquico era un algo que fluctuaba entre el sistema parlamentario y la ley del más fuerte y habría enloquecido a cualquier oficial del servicio regular. No obstante, por una inescrutable decisión de la Autoridad, a la doctora Haito Tomiko se le había conferido el título de Coordinadora, y ahora ejercía su prerrogativa por primera vez.
?Señor Sensor Osden ?dijo?, tenga la amabilidad de contestarle al señor Harfex.
?¿Cómo puedo “captar” nada del exterior ?dijo Osden sin volverse? cuando alrededor de mí pululan, como lombrices en una lata, las emociones de nueve homínidos neuróticos? Cuando tenga algo que decir, lo diré. Conozco mi responsabilidad como Sensor. Sin embargo, si vuelve a tomarse la libertad de darme órdenes, Coordinadora Haito, consideraré caduca mi responsabilidad.
?Muy bien, señor Sensor. Confío que de ahora en adelante no tendré necesidad de darle órdenes.
La voz de rana bramadora de Tomiko era calma, pero Osden pareció estremecerse ligeramente mientras seguía dándole la espalda; como si la marejada del contenido rencor de Tomiko lo hubiese golpeado con fuerza física.
La intención del biólogo se vio confirmada. Cuando iniciaron los análisis de campo no encontraron animales entre la microbiota. Aquí nadie se comía a nadie. Todas las formas de vida eran fotosintéticas o saprófagas, vivían de la luz o de la muerte, no de la vida. Plantas: infinidad de plantas, ni una sola especie conocida por los visitantes de la Morada del Hombre. Infinitos matices e intensidades de verde, violeta, púrpura, castaño, rojo. Infinitos silencios. Sólo el viento se movía, meciendo las hojas y las frondas, un suspirante viento tibio cargado de esporas y pólenes, soplando el dulce polvillo verde pálido por las praderas de altas hierbas, brezales que no eran brezos, bosques sin flores jamás hollados, jamás contemplados por ojo alguno. Un mundo cálido y triste, triste y sereno. Los Exploradores, vagabundeando como excursionistas por las soleadas llanuras de filicaliformes violetas, hablaban unos con otros en voz baja. Sabían que sus voces rompían un silencio de un millón de años, el silencio del viento y de las hojas, de las hojas y el viento, que soplaba y cesaba y volvía a soplar. Hablaban en voz baja; pero, por ser humanos, hablaban.
?Pobre Osden ?dijo Jenny Chong, Bio y Tec, mientras pilotaba un helijet por la vía del Cuadrante Polar Boreal?. Semejante equipo de alta fidelidad en su cerebro y nada para recibir. ¡Qué desperdicio!
?Me dijo que odia las plantas ?comentó Olleroo con una risita.
?Yo hubiera dicho que le gustaban, ya que no lo fastidian como lo hacemos nosotros.
?No puedo decir que a mí me gusten mucho estas plantas ?dijo Porlock mirando desde lo alto las ondulaciones purpúreas del Bosque Circumpolar Boreal?. Todo es igual. No hay pensamiento. Ninguna variante. Aquí un hombre a solas se volvería loco.
?Pero todo está vivo ?dijo Jenny Chong?. Y si vive, Osden lo aborrece.
?En realidad no es tan malo ?dijo Olleroo, magnánima.
Porlock la miró de soslayo y le preguntó:
?¿Dormiste con él alguna vez, Olleroo?
Olleroo estalló en llanto.
?¡Sois obscenos vosotros, los terráqueos!
?No, no lo hizo ?dijo Jenny Chong, siempre lista para defender?. ¿Y tú, Porlock?
El químico se rió con nerviosidad: Ja, ja, ja. Hilillos de saliva le aparecieron en el bigote.
?Osden no puede soportar que lo toquen ?dijo Olleroo con un estremecimiento?. Una vez lo rocé apenas, accidentalmente, y me apartó de un empujón, como una cosa… inmunda. Todos nosotros no somos más que cosas para él.
?Es perverso ?dijo Porlock con una voz estrangulada que sobresaltó a las dos mujeres?. Acabará por despedazar a este equipo sabotearlo, de uno u otro modo. Recuerden lo que les digo.¡No es apto para vivir con otras personas!
Aterrizaron en el Polo Norte. Sobre colinas bajas ardía un sol de medianoche. Cortos y secos pastos brioformes, de un rosado verdoso, se extendían en todas direcciones, que eran una sola dirección, el sur. Anonadados por el increíble silencio, los tres Exploradores montaron sus instrumentos y recogieron sus muestras, tres virus contorsionándose intermitentemente sobre el pellejo de un gigante inmóvil.
Nadie le pedía a Osden que lo acompañase como piloto o fotógrafo o grabador, y él nunca se ofrecía voluntariamente, de modo que rara vez se alejaba del campamento base. Alimentaba con los datos taxonómicos botánicos de Harfex a las computadoras de a bordo y actuaba como auxiliar de Eskwana, cuya tarea principal era la de reparación y mantenimiento. Eskwana había empezado a dormir mucho, veinticinco horas o más del día de treinta y dos, quedándose dormido en medio de la reparación de una radio o mientras revisaba los circuitos orientadores de un helijet. La Coordinadora permaneció un día en la base, para observar. Nadie más quedaba allí, excepto Poswet To, que sufría ataques de epilepsia; ese día Mannon la había conectado a un circuito de terapia en un estado de catatonia preventiva. Tomiko leía los informes a los bancos de memoria y no perdía de vista a Osden y Eskwana. Pasaron dos horas.
?Creo que tendrías que usar los 860 microwaldos para cerrar ese circuito ?dijo Eskwana con su voz suave, vacilante.
?¡Por supuesto!
?Perdona. Acabo de ver que tenías los de 840…
?Y los volveré a poner cuando saque los de 860. Cuando no sepa cómo proceder, Ingeniero, le pediré su consejo.
Al cabo de un minuto Tomiko miró. Como era de esperar allí estaba Eskwana profundamente dormido, la cabeza sobre la mesa, el pulgar en la boca.
?Osden.
El rostro blanco no se volvió, ni siquiera habló, pero dio a entender con impaciencia que estaba escuchando.
?No puedes ignorar la vulnerabilidad de Eskwana.
?Yo no soy responsable de sus reacciones psicopáticas.
?Pero eres responsable de las tuyas. Eskwana es indispensable para nuestro trabajo, aquí, y tú no. Si no puedes controlar tu hostilidad, debes alejarte de él.
Osden soltó sus instrumentos y se levantó.
?¡Con mucho gusto! ?dijo con su voz vengativa y raspante?. No puedes imaginarte lo que es experimentar los terrores irracionales de Eskwana. ¡Tener que compartir su horrible cobardía, tener que temblequear con él por todo!
?¿Estás tratando de justificar tu crueldad hacia él? Creí que tenías más dignidad ?se dio cuenta de que el despecho la hacía temblar?. Si es verdad que tus poderes empáticos te hacen compartir las angustias de Ander, ¿por qué nunca te inducen a sentir por él un mínimo de compasión?
?Compasión ?dijo Osden?. Compasión. ¿Qué sabes tú de compasión?
Ella no le quitaba los ojos de encima, pero él se negaba a mirarla.
?¿Te gustaría que verbalice tu actual estado emocional con respecto a mí? ?dijo?. Es algo que puedo hacer con más precisión que tú. Estoy adiestrado para analizar ese tipo de reacciones en cuanto las recibo. Y te aseguro que las recibo.
?Pero ¿cómo puedes esperar que yo sienta afecto por ti cuando te comportas de esta manera?
?¿Qué importancia tiene cómo me comporto, cerda estúpida? ¿Crees que eso puede cambiar las cosas? ¿Supones que el humano común es un pozo de bondad? Mi alternativa es ser odiado o despreciado. Como no soy una mujer ni un cobarde, prefiero ser odiado.
?Esas son sandeces. Autocompasión. Todo hombre tiene…
?Pero yo no soy un hombre ?dijo Osden?. Están todos ustedes. Y estoy yo. Yo soy uno.
Horrorizada por ese vislumbre de un solipsismo tan abismal, Tomiko enmudeció durante un rato; luego dijo, sin piedad ni desprecio, clínicamente:
?Podrías suicidarte, Osden.
?Eso queda para ti, Haito ?se burló?. Yo no soy depresivo y el seppuku no es para mí. ¿Qué quieres que haga aquí?
?Irte. Libéranos a nosotros y libérate tú. Toma el aeroauto y un alimentador de datos y vete a hacer un recuento de especies. En el bosque; Harfex todavía no ha empezado con los bosques. Toma cien metros cuadrados de zona boscosa, en cualquier lugar que se encuentre al alcance de la radio. Pero fuera del alcance de la empatía. Informa todos los días a las ocho y a las veinticuatro horas.
Osden partió, y nada se supo de él durante cinco días excepto sus lacónicas señales de “todo bien” dos veces al día. El estado de ánimo en el campamento de base cambió como el decorado de un escenario. Eskwana permanecía despierto durante dieciocho horas diarias. Poswet To sacó su laúd estelar y entonó las armonías celestiales (la música ponía frenético a Osden). Mannon, Harfex, Jenny Chong y Tomiko, todos prescindieron de los tranquilizantes. Porlock destiló algo en su laboratorio y se lo bebió a solas. Cogió una borrachera. Asnanifoil y Poswet To oficiaron durante toda una noche una Epifania Numérica, esa orgía mística de la matemática superior que es el placer supremo del alma religiosa cetiana. Olleroo durmió con todo el mundo. Los trabajos marchaban a las mil maravillas.
El Científico Duro venía corriendo hacia la base, abriéndose paso entre los tallos altos y carnosos de las graminiformes.
?Hay algo… en el bosque…
Los ojos se le escapaban de las órbitas, jadeaba, le temblaban el mostacho y los dedos.
?Algo grande. Moviéndose detrás de mí. Estaba agachado, poniendo un mojón. Se me vino encima.
Como si se descolgara de los árboles. Detrás de mi.
Miraba a todos con ojos opacos de terror o agotamiento.
?Siéntate, Porlock. Tranquilízate. Ahora espera, vuelve a repetirlo. Viste algo…
?No claramente. Sólo el movimiento. Deliberado. Un… una… no sé qué podía ser. Algo con movimiento propio. En los árboles, los arboriformes, o como quieran llamarlos. A la entrada del bosque.
Harfex tenía una expresión sombria.
?Aquí no hay nada que pueda haberte atacado Porlock. Ni siquiera hay microzoos. No puede haber sido un animal grande.
?¿No habrá sido una epifita que cayó súbitamente, una liana que se soltó detrás de ti?
?No ?dijo Porlock?. Bajaba hacia mí, por entre las ramas, rápidamente. Cuando me volví, subió otra vez, escapó. Hacía ruido, algo así como un crujido. ¡Si no era un animal, sólo Dios sabe qué era! Era grande… tan grande como un hombre, por lo menos. Tal vez de color rojizo. No alcancé a ver, no estoy seguro.
?Era Osden ?dijo Jenny Chong? haciéndose el Tarzán.
Rió, nerviosa, y Tomiko reprimió una absurda carcajada salvaje. Pero Harfex no sonreía.
?Uno se pone nervioso bajo los arboriformes ?dijo con su voz educada y contenida? . Eso he observado. En realidad, esa puede ser la razón por la cual he estado postergando los trabajos en los bosques. Hay algo hipnótico en los colores y la disposición de los tallos y las ramas, especialmente en los helechiformes; y los esporangios crecen con una regularidad tan matemática que parece antinatural. Para mi es muy desagradable, subjetivamente hablando. Me pregunto si un efecto agudizado de esta naturaleza no podría haber producido una alucinación…
Porlock sacudió la cabeza. Se humedeció los labios.
?Estaba allí ?dijo?. Algo. Avanzando con un propósito deliberado. Tratando de atacarme por la espalda.
Cuando Osden llamó puntual como de costumbre, a las veinticuatro horas de esa noche, Harfex le transmitió el informe de Porlock.
?¿Ha tropezado usted con algo, señor Osden, que pudiera corroborar la impresión del señor Porlock de una forma de vida sensitiva y dotada de movimiento, en el bosque?
Ssss, dijo la radio, sardónica.
?No. Mierda ?dijo la voz desagradable de Osden.
?En realidad usted ha estado en el bosque más tiempo que cualquiera de nosotros ?dijo Harfex con imperturbable amabilidad?. ¿Concuerda usted con mi impresión de que la atmósfera del bosque tiene un efecto un tanto perturbador y alucinógeno sobre las percepciones?
Ssss.
?Concuerdo en que las percepciones de Porlock se perturban con facilidad. Reténgalo en el laboratorio, hará menos daño. ¿Algo más?
?No por el momento ?dijo Harfex, y Osden cortó.
Nadie creía en la historia de Porlock, y nadie podía dejar de creerla. Él estaba seguro de que algo, algo grande, había tratado de atacarlo por sorpresa. Era difícil negarlo, pues estaban en un mundo extraño, y todos los que habían entrado en el bosque habían sentido un escalofrío de temor y presentimiento debajo de los árboles. (?Llámenlos árboles, sí ?había dicho Harfex?: Eso es lo que en realidad son, Sólo que totalmente diferentes.) Todos reconocieron que habían experimentado cierta desazón o la sensación de que algo los vigilaba a sus espaldas.
?Tenemos que poner esto en claro ?dijo Porlock, y pidió que lo enviasen a los bosques como Auxiliar Temporal del Biólogo, al igual que Osden, para explorar y observar. Olleroo y Jenny Chong se ofrecieron para acompañarlo siempre que pudiesen ir en pareja. Harfex los envió a todos al bosque cercano al campamento, una extensa área que abarcaba cuatro quintas partes del Continente D. Les prohibió llevar armas blancas. No debían salir de un semicírculo de cincuenta kilómetros, que incluía el puesto de Osden. Los tres informaron dos veces diarias, durante tres días. Porlock comunicó haber vislumbrado lo que parecía ser una gran forma semierecta que se movía entre los árboles del otro lado del río; Olleroo estaba segura de haber oído moverse algo cerca de la tienda de campaña, la segunda noche.
?No hay animales en este planeta ?decía Harfex con terquedad.
Entonces, una mañana Osden no llamó.
Tomiko esperó menos de una hora, luego voló con Harfex al área donde, según el informe de la noche anterior, Osden había acampado. Pero cuando el helijet planeó sobre el mar de hojas purpúreas, ilimitado, impenetrable, Tomiko sintió pánico y desesperación.
?¿Cómo vamos a encontrarlo en esto?
?Informó que desembarcaba a la orilla del río. Busquemos el aeroauto; tiene que haber acampado cerca de él, y no puede haberse alejado mucho de su campamento. El recuento de especies es un trabajo lento. Allí está el río.
?Allí está el auto ?dijo Tomiko, al divisar el centelleo ajeno a los colores y sombras de la vegetación?. Vamos, pues.
Puso la nave en flotación fija y arrojó la escala. Ella y Harfex descendieron. El mar de vida se cerró sobre sus cabezas.
Tan pronto sus pies tocaron el suelo del bosque, abrió su cartuchera; luego, tras una mirada de soslayo a Harfex, que no llevaba arma, no sacó el revólver, aunque su mano volvía a él constantemente. Apenas se alejaron unos pocos metros del río, lento y parduzco, el silencio fue total y la luz penumbrosa. Grandes troncos muy separados, casi regularmente, casi idénticos; de corteza blanda, algunos parecían tersos y otros de consistencia esponjosa, grises o pardo-verdosos o pardos, entrelazados con lianas gruesas como cables y festoneados de epífitas que extendían rígidas marañas de enormes hojas obscuras caliciformes que tendían una techumbre de veinte a treinta metros de espesor. El suelo bajo los pies era mullido como un colchón, cada milímetro anudado de raíces y salpicado de plántulas de hojas carnosas.
?Aquí está su carpa ?dijo Tomiko, intimidada por el sonido de su propia voz en esa inmensa comunidad de lo insonoro En la carpa estaban el saco de dormir de Osden, un par de libros, una caja de raciones. Tendríamos que llamarlo a gritos, pensó, pero ni siquiera lo sugirió; tampoco lo insinuó Harfex. Partieron en direcciones opuestas desde la carpa, teniendo cuidado de no perderse de vista el uno al otro a través de los exuberantes testigos, la penumbra opresiva. Tropezó con el cuerpo de Osden, a menos de treinta metros de la carpa, guiada por el resplandor blancuzco de una libreta de apuntes caída junto a él. Yacía de cara al suelo entre dos árboles de inmensas raíces. Tenía la cabeza y las manos cubiertas de sangre, en parte seca, en parte todavía roja y rezumante.
Harfex apareció junto a ella, su pálida tez hainiana completamente verde en la penumbra.
?¿Muerto?
?No. Lo han golpeado. Apaleado. Desde atrás ?los dedos de Tomiko palparon el cráneo, la nuca y las sienes ensangrentadas?. Un arma o una herramienta… no encuentro fracturas.
En el momento en que daba la vuelta al cuerpo para poder levantarlo, Osden abrió los ojos. Inclinada sobre su rostro, Tomiko lo sostenía. Los labios pálidos se contrajeron. Un terror mortal la sobrecogió. Gritó despavorida dos o tres veces y trató de escapar, resbalando y tropezando en aquella terrible obscuridad. Harfex la retuvo; el contacto de su mano y el sonido de su voz la apaciguaron.
?¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ?le decía Harfex.
?No sé ?sollozó. El corazón le latía aún desacompasado. No veía con claridad?. El miedo… el… sentí un terror pánico. Cuando le vi los ojos.
?Los dos estamos nerviosos. No comprendo este…
?Ahora estoy bien, vamos, tenemos que atenderlo.
Trabajando ambos con una prisa insensata, llevaron a Osden hasta la orilla del río y lo izaron con una soga bajo los brazos; el cuerpo se bamboleó como un peso muerto y por un instante giró sobre el obscuro y glutinoso mar de follaje. Lo metieron en el helijet y partieron.
Un minuto después volaban sobre una pradera. Tomiko fijó el radar de regreso automático. Respiró hondo, y sus ojos encontraron los de Harfex.
?Me asusté tanto que estuve a punto de desmayarme. Nunca me había pasado esto.
?Yo también… sentí un miedo irracional ?dijo el hainiano, y en verdad parecía avejentado y conmovido?. No tan pavoroso como el tuyo. Pero tan irracional.
?Fue el contacto con él, cuando lo sostenía. Por un momento parecía estar consciente.
?¿Empatía?… Espero que pueda decirnos qué fue lo que lo atacó.
Osden, como un muñeco roto cubierto de sangre y barro, seguía semiacostado en el asiento trasero, tal como lo habían arrojado en su enloquecida premura por salir del bosque.
Otra oleada de pánico los esperaba en el campamento. La inútil brutalidad del ataque era siniestra y desconcertante. Desde el momento que Harfex negaba obcecadamente la existencia de vida animal, empezaron a especular sobre la posibilidad de que hubiera plantas capaces de sentir y reaccionar, monstruos vegetales, proyecciones psíquicas. La fobia latente de Jenny Chong afloró, y ya no pudo hablar de otra cosa que no fuese los Egos obscuros que a sol y a sombra seguían a la gente sin dejarse ver. Ella y Olleroo y Porlock habían sido llamados de vuelta a la base; y nadie tenía muchas ganas de alejarse de ella.
Osden había perdido sangre en abundancia durante las tres o cuatro horas en que había yacido abandonado en el bosque, y la concusión y las contusiones graves lo habían llevado a un estado de conmoción y semi-coma. Al salir de ese estado se inició una etapa febril, durante la cual llamó varias veces al “Doctor” con voz quejumbrosa. “Doctor Hammergeld…” Cuando recobró el conocimiento, al cabo de dos de esos largos días, Tomiko se reunió con Harfex en el cubículo del herido.
?Osden ¿puedes decirnos qué te atacó?
Los ojos pálidos pestañearon eludiendo la cara de Harfex.
?Fuiste atacado ?le dijo Tomiko con dulzura. La mirada escurridiza era odiosamente familiar, pero ella era el médico, la protectora del herido?. Tal vez no lo recuerdes aún. Algo te atacó. Estabas en el bosque…
?¡Ah! ?gritó Osden, con los ojos ardientes y el semblante crispado?. El bosque… en el bosque…
?¿Qué hay en el bosque?
Boqueó tratando de respirar. Una expresión de mayor lucidez apareció en su rostro. Al cabo de un rato dijo:
?No sé.
?¿Viste lo que te atacó? ?le preguntó Harfex.
?No sé.
?Ahora tienes que recordarlo.
?No sé.
?La vida de todos nosotros puede depender de ello. ¡Debes decirnos lo que viste!
?No sé ?dijo Osden, sollozando de debilidad. Estaba demasiado débil para esconder el hecho de que estaba ocultando la respuesta, y sin embargo se negaba a darla. Porlock, pegado al cubículo, se mordisqueaba el bigote color pimienta y trataba de oír lo que se hablaba. Harfex se inclinó sobre Osden y dijo:
?Nos lo vas a decir…
Tomiko tuvo que interponerse.

Híbrido

Híbrido
Keith Laumer
Hybrid, © 1961 by Mercury Press Inc. (The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Noviembre de 1961). Traducción de José Ma. Pomares en Ciencia Ficción Selección-24, Libro Amigo 425, Editorial Bruguera, Agosto de 1976.

Plantar un árbol, escribir un libro, tener un hijo… En cierto modo, en el siguiente relato encontrará estas tres cosas ?y algunas más? fundidas en una.

En las profundidades del suelo del planeta, pequeñas raíces más resistentes que cable de acero sondeaban entre cristalinas partículas de arena, a través de compactas vetas de arcilla y capas ligeras de pizarra, buscando y descartando elementos inservibles, en busca del calcio, el hierro y el nitrógeno.
Aún más abajo, un sistema secundario de raíces rodeaba y sujetaba la superficie masiva del lecho de roca. Los zarcillos sensores controlaban la más diminuta vibración de la costra planetaria, las rítmicas presiones de la marea, el peso estacional de la capa de hielo, los pasos de las criaturas salvajes que cazaban bajo la enorme sombra del gigantesco árbol Yanda.
En la superficie, muy por encima, el inmenso tronco macizo como un acantilado, con su vasta circunferencia anclada por poderosos contrafuertes, se elevaba más de ochocientos metros sobre la prominencia, extendiendo sus enormes ramas bajo la blanca luz del sol.
El árbol sólo muy remotamente captaba el movimiento del aire sobre las pulidas superficies de innumerables hojas, el estremecido intercambio de moléculas de agua, bióxido de carbono y oxígeno. Reaccionaba automáticamente a las débiles presiones del viento, estirando las ramas más delgadas para mantener cada hoja en un ángulo constante con respecto a la radiación que se abría paso a través del complejo follaje.
El largo día seguía avanzando. El aire fluía siguiendo intrincadas pautas; en la subestratosfera, la radiación aumentaba y disminuía al impulso de las masas de vapor, las moléculas nutritivas se movían a lo largo de los capilares; las rocas crujían suavemente en la obscuridad, bajo las pendientes sombreadas. En la invulnerabilidad de su masa titánica, el árbol dormitaba en un generalizado estado de con¬ciencia de bajo nivel.
El sol se movía hacia el Oeste. Su luz, filtrada a través de un creciente espesor de atmósfera, era ahora de un amenazador color amarillento. Las nervudas ramas giraban, siguiendo a la fuente de energía. Con una cierta somnolencia, el árbol replegó sus bro¬tes más tiernos ante el creciente frío, ajustando su temperatura y su pérdida de humedad, así como su receptividad a la radiación. Mientras se iba quedan¬do dormido, soñó en el lejano pasado, en aquellos años de libre migración por la plataforma fáunica, antes de que el instinto de enraizar y crecer le hubiera llevado hasta allí. Recordó el bosquecillo de su juventud, el árbol patriarcal, los hermanos-espora.
Ahora ya era de noche. El viento estaba aumen¬tando. Una poderosa ráfaga se abalanzó contra el pesado obstáculo del árbol; las grandes ramas crujieron, resistiendo; las estremecidas hojas se ensortija¬ron, apretándose contra la lisa corteza.
Desde el profundo subsuelo, las fibras abrazadas a las rocas transmitían información que era compa¬rada con las impresiones procedentes de las distan¬tes superficies de las hojas. Se estaban produciendo grandes  vibraciones procedentes del noroeste; la humedad relativa estaba aumentando, mientras que la presión del aire disminuía… Se formaba un esquema de la situación, señalizando peligro. El árbol se agitó; un temblor recorrió el poderoso sistema de ra¬mas, sacudiendo los frágiles cristales helados que habían empezado a formarse sobre las superficies en sombra. Se dio la alerta en el corazón-cerebro, disipando el eufórico sueño. Poco a poco, las facultades dormidas desde hacia tiempo empezaron a entrar en juego. El árbol se despertó.
Instantáneamente, captó la situación. Una tormenta se acercaba desde el océano… un gran tifón. Ya era demasiado tarde para tomar medidas efectivas. Ignorando el dolor producido por la desacostumbrada actividad, el árbol  envió nuevas raíces de choque… cables de siete centímetros de diámetro, tan fuertes como el acero… para que se agarraran a los grandes bloques de roca situados cien metros al norte de las raíces extremas.
No había otra cosa que pudiera hacer el árbol. Impasiblemente, esperó la violenta embestida de la tormenta.

?Hay una tormenta allá abajo ?dijo Malpry.
?No te preocupes, la sortearemos.
Gault manejó los controles, con los ojos fijos en los cuadrantes.
?Alejémonos y hagamos luego una nueva aproximación ?dijo Malpry, estirando el cuello desde su plataforma de aceleración.
?Cállate, yo dirijo este trasto.
?Encerrado en él con dos locos ?se lamentó Malpry?, tú y ese rastrero.
?Yo y ese rastrero nos estamos cansando de escuchar a un bicho como tú, Mal.
?Cuando descendamos, Malpry, arreglaremos cuentas allá afuera ?dijo Pantelle?. Ya te he dicho que no me gusta que me llames ?rastrero?.
?¿Volvéis a empezar? ?dijo Gault?, ¿Ya os habéis curado de la última vez?
?No del todo. No parece que me pueda curar muy bien en el espacio.
?Y nada de ajustar cuentas, Pantelle ?dijo Gault?. El es demasiado grande para ti, Mal, déjale en paz.
?Le dejaré en paz ?murmuró Malpry?. Tendría que abrir un agujero y dejarle en él…
?Guarda tu energía para cuando estemos allá abajo ?dijo Gault?. Si no cometemos ningún error con éste; lo conseguiremos.
?Capitán, ¿puedo hacerme cargo del reconoci¬miento en el campo? Mi entrenamiento en biología…
?Será mejor que permanezcas en la nave, Pan¬telle. Y no trates de pasarte de listo. Limítate a esperarnos. No disponemos de la fuerza necesaria pa¬ra volver a traerte.
?Eso fue un accidente, capitán…
?No te preocupes más por eso, Pantelle. Quisiste hacerlo bien, pero sólo tienes dos pies y diez dedos.
?He estado trabajando para mejorar mi coordi¬nación, capitán. He estado leyendo…
La nave fue zarandeada como una veleta cuando penetraron en la atmósfera. Pantelle gritó.
?¡Oh, oh! ?exclamó?. Me temo que se me ha vuelto a abrir de nuevo ese codo izquierdo.
?¡No te vayas a desangrar encima de mi, bestia! ?exclamó Malpry.
?¡Quietos! ?dijo Gault entre dientes?. Estoy ocupado.
Pantelle se colocó torpemente un pañuelo sobre el corte. Tendría que practicar aquellos ejercicios relajantes sobre los que había estado leyendo algo. Y pronto empezaría a aumentar definitivamente de peso… y a vigilar su dieta. Y en esta ocasión sería muy cuidadoso y se la haría buena a Gault, en cuanto descendieran.

Ya incluso antes de que aparecieran las primeras señales de daño, el árbol supo que había perdido la batalla contra el tifón. En el respiro que se produjo en el momento en que el ojo de la tormenta pasó sobre él, comprobó los daños. No recibió ninguna respuesta del cuadrante nororiental de la red sensorial, donde las raíces habían sido arrancadas de la superficie de las rocas; las propias raíces extremas se agarraban ahora a la piedra pulverizada.  Mientras que la fibra casi indestructible del árbol Yanda había resistido, el granito había fallado. El árbol estaba condenado como consecuencia de su propia masa.
Sin compasión alguna, la tormenta volvió a atacar, tronando desde el sudoeste para asaltar al árbol con una ciega ferocidad. Los cables de choque se rompieron como si fueran hilos de telaraña; los grandes bloques de roca crujieron y se partieron, con detonaciones que se perdieron entre el bramido del viento. En el tronco aumentaban las presiones de un modo agónico.
A casi cuatrocientos metros al sur de la raíz base, una hendidura abierta en la empapada vertiente empezó a aumentar de tamaño. El agua, arrastrada por el viento, se introdujo en ella, ablandando el suelo y haciendo que millones de diminutas raíces perdieran su asidero. Después, las raíces más grandes empezaron a moverse y a resbalar…
Mucho más arriba, la majestuosa copa del árbol Yanda se sometía imperceptiblemente al  irresistible torrente de aire. El gigantesco contrafuerte del norte, forzado contra la piedra que se extendía por debajo crujió cuando se colapsaron las torturadas células y después estalló con un demoledor estruendo audible incluso por encima de la tormenta. Por el sur abrió un gran arco de tierra, dejando expuestas las raíces y una enorme caverna.
La tormenta siguió su curso, atronando la pendiente, dejando tras si un reguero de escombros destrozado y de lluvia torrencial. Una última y vengativa ráfaga azotó las ramas en un frenesí final; después, vencedora se marchó.
Y en el devastado promontorio, la magnífica masa del antiguo árbol, inclinada con la inercia incapaz ya de resistencia, terminó por desplomarse acompañada por el enorme estruendo de todos sus tendones partidos y desgarrados.
Y en el corazón-cerebro del árbol, la conciencia se fue apagando, acompañada por el insufrible dolor de la destrucción.

Pantelle descendió por la puerta abierta y se apoyó contra la nave para recuperar su ritmo respiratorio. Se sentía mucho mas débil de lo que esperaba. Aunque la suerte parecía venirle en pequeñas dosis, aquello le haría tener que volver a empezar con su programa de aumento de peso. Y aún no se sentía preparado para entendérselas con Malpry. Pero en cuanto tuviera un poco de alimentos frescos y de aire puro…
?Estos se pueden comer sin peligro ?dijo Gault, limpiando la aguja analizadora sobre su pantalón y volviendo a guardársela en su bolsillo.
Extendió dos grandes frutos rojos a Pantelle.
?Cuando termines de comer, Pantelle, será mejor que consigas algo de agua y limpies el interior. Mientras tanto, Malpry y yo daremos un vistazo por ahí.
Los dos se alejaron. Pantelle se sentó sobre la hierba primaveral y mordió la esfera, del tamaño de una manzana. Pensó que la textura de aquella fruta le recordaba la del aguacate. La piel era dura  y aromática; posiblemente se trataba de un acetato natu¬ral de celulosa. No parecía haber semillas. Si era ése el caso, aquello no sería propiamente una fruta. Resultaría interesante estudiar la flora del planeta. En cuanto regresara a casa tendría que apuntarse a  un curso de botánica en E. T. Probablemente, iría a Heidelberg o a Uppsala, y  asistiría a cinco conferencias dadas por eminentes profesores. Tendría un pequeño y agradable apartamento ?dos habitaciones serían suficientes? en la parte vieja de la ciudad, y por las tardes se reuniría con los amigos para discutir ante una botella de vino.
Sin embargo, aquellos pensamientos no contribuían en nada a realizar el trabajo. Había un centelleo de agua al otro lado de la pendiente. Pantelle terminó su comida, recogió los cubos y se puso en marcha.

?¿Por qué tenemos que salir fuera?  ?preguntó Malpry.
?Necesitamos el ejercicio. Pasarán cuatro meses antes de que podamos tener otra oportunidad.
?¿Qué somos, turistas que hemos venido a disfrutar del panorama? ?preguntó Malpry, deteniéndose, apoyándose contra una roca y respirando con dificultad. Se quedó mirando hacia arriba, el cráter y las enmarañadas raíces y, más allá, hacia la extensión de enormes ramas del árbol caído, que parecían como un bosque.
?Esto hace que nuestros secuoyas parezcan simples arbustos ?dijo Gault?. Ha tenido que ser la tormenta. La que hemos evitado cuando veníamos hacia aquí.
?¿Y qué?
?Una cosa tan grande… tendría que sugerirte algo.
?¿Hay algún dinero en ello? ?preguntó Malpry con un gruñido.
Gault le miró agriamente.
?Ya entiendo. Tenemos que ir hacia allá. Sigamos.
?No me gusta la idea de dejar al rastrero allá solo, con la nave.
?¿Por qué no dejas tranquilo al muchacho? ?preguntó Gault, mirándole con severidad.
?No me agradan los locos.
?No juegues conmigo, Malpry. Pantelle es muy inteligente… a su manera. Quizá sea eso lo que no puedes perdonarle.
?Me pone fuera de mí.
?Es un buen muchacho. No quiere hacer ningún daño…
?Ya ?dijo Malpry?. Quizá no quiera hacer ningún daño… pero no es bastante…

Tras el delirio de la gran conmoción sufrida, la conciencia fue volviendo lentamente al árbol. Las señales externas fueron penetrando a través de los impulsos hasta los sentidos semiparailzados…
»Presión de aire, cero; disminuyendo… presión de aire, 112, aumentando… presión de aire negativa…
»Gran temblor de radiación desde… Gran temblor de radiación desde…
»Temperatura 171 grados; temperatura ?40  grados; temperatura 26 grados…
»Intensa radiación sólo en el azul… sólo en el rojo… ultravioleta…
»Humedad relativa infinita… Viento desde el nor-noroeste, velocidad infinita… Viento aumentado verticalmente, velocidad infinita… Viento desde el este, desde el oeste…?
El árbol no comprendía las informaciones procedentes de los nervios-troncos, por lo que concentró su atención, dedicándola al concepto de la situación más inmediata. Una breve valoración fue suficiente para revelar la amplia extensión de su ruina.
No había razón alguna para intentar una amplia supervivencia personal. Sin embargo, tenía la necesidad de tomar ciertas medidas inmediatas para ganar tiempo y favorecer la propagación de esporas de emergencia. Inmediatamente, la mente del árbol desencadenó el síndrome de supervivencia. Las redes capilares sufrieron un espasmo, obligando a los jugos vitales a acudir al cerebro. Las hélices sinápticas se dilataron, elevando la conductividad neurológica. Poco a poco, la conciencia fue extendida al sistema de fibras mayores, después a los filamentos individuales y finalmente a las entretejidas redes capilares.
Allí se produjo la turbulencia de las moléculas de aire chocando contra los tejidos rotos, mientras la luz impregnaba las superficies expuestas. Los filamentos microscópicos se contrajeron, cortando la pérdida de fluido a través de las heridas.
Ahora, la mente del árbol pudo concentrar toda su atención en examinar la infinitamente complicada matriz celular. Allí reinaba la confusión de amidas; sin embargo, había un cierto orden en el incesante y continuo movimiento de las partículas, en el fluir de los líquidos, en las complejidades de la espiral alfa. Delicadamente, la mente del árbol ajustó el mosaico funcional, preparándose para la generación de esporas.

El árbol de oro

El árbol de oro
Ana María Matute

Asistí durante un otoño a la escuela de la señorita Leocadia, en la aldea, porque mi salud no andaba bien y el abuelo retrasó mi vuelta a la ciudad. Como era el tiempo frío y estaban los suelos embarrados y no se veía rastro de muchachos, me aburría dentro de la casa, y pedí al abuelo asistir a la escuela. El abuelo consintió, y acudí a aquella casita alargada y blanca de cal, con el tejado pajizo y requemado por el Sol y las nieves, a las afueras del pueblo.
La señorita Leocadia era alta y gruesa, tenía el carácter más bien áspero y grandes juanetes en los pies, que la obligaban a andar como quien arrastra cadenas. Las clases en la escuela, con la lluvia rebotando en el tejado y en los cristales, con las moscas pegajosas de la tormenta persiguiéndose alrededor de la bombilla, tenían su atractivo. Recuerdo especialmente a un muchacho de unos diez años, hijo de un aparcero muy pobre, llamado Ivo. Era un muchacho delgado, de ojos azules, que bizqueaba ligeramente al hablar. Todos los muchachos y muchachas de la escuela admiraban y envidiaban un poco a Ivo, por el don que poseía de atraer la atención sobre sí, en todo momento. No es que fuera ni inteligente ni gracioso, y, sin embargo, había algo en él, en su voz quizás, en las cosas que contaba, que conseguía cautivar a quien le escuchase. También la señorita Leocadia se dejaba prender de aquella red de plata que Ivo tendía a cuantos atendían sus enrevesadas conversaciones, y ?yo creo que muchas veces contra su voluntad? la señorita Leocadia le confiaba a Ivo tareas deseadas por todos, o distinciones que merecían alumnos más estudiosos y aplicados.
Quizá lo que más se envidiaba de Ivo era la posesión de la codiciada llave de la torrecita. Ésta era, en efecto, una pequeña torre situada en un ángulo de la escuela, en cuyo interior se guardaban los libros de lectura. Allí entraba Ivo a buscarlos, y allí volvía a dejarlos, al terminar la clase. La señorita Leocadia se lo encomendó a él, nadie sabía en realidad por qué.
Ivo estaba muy orgulloso de esta distinción, y por nada del mundo la hubiera cedido. Un día, Mateo Heredia, el más aplicado y estudioso de la escuela, pidió encargarse de la tarea ?a todos nos fascinaba el misterioso interior de la torrecita, donde no entramos nunca?, y la señorita Leocadia pareció acceder. Pero Ivo se levantó, y acercándose a la maestra empezó a hablarle en su voz baja, bizqueando los ojos y moviendo mucho las manos, como tenía por costumbre. La maestra dudó un poco, y al fin dijo:
?Quede todo como estaba. Que siga encargándose Ivo de la torrecita.
A la salida de la escuela le pregunté:
?¿Qué le has dicho a la maestra?
Ivo me miró de través y vi relampaguear sus ojos azules.
?Le hablé del árbol de oro.
Sentí una gran curiosidad.
?¿Qué árbol?
Hacía frío y el camino estaba húmedo, con grandes charcos que brillaban al Sol pálido de la tarde. Ivo empezó a chapotear en ellos, sonriendo con misterio.
?Si no se lo cuentas a nadie…
?Te lo juro, que a nadie se lo diré.
Entonces Ivo me explicó:
?Veo un árbol de oro. Un árbol completamente de oro: ramas, tronco, hojas… ¿sabes? Las hojas no se caen nunca. En verano, en invierno, siempre. Resplandece mucho; tanto, que tengo que cerrar los ojos para que no me duelan.
?¡Qué embustero eres! ?dije, aunque con algo de zozobra; Ivo me miró con desprecio.
?No te lo creas ?contestó?. Me es completamente igual que te lo creas o no… ¡Nadie entrará nunca en la torrecita, y a nadie dejaré ver mi árbol de oro! ¡Es mío! La señorita Leocadia lo sabe, y no se atreve a darle la llave a Mateo Heredia, ni a nadie… ¡Mientras yo viva, nadie podrá entrar allí y ver mi árbol!
Lo dijo de tal forma que no pude evitar el preguntarle:
?¿Y cómo lo ves…?
?¡Ah, no es fácil ?dijo, con aire misterioso?. Cualquiera no podría verlo. Yo sé la rendija exacta.
?¿Rendija?…
?Sí, una rendija de la pared. Una que hay corriendo el cajón de la derecha: me agacho y me paso horas y horas… ¡Cómo brilla el árbol! ¡Cómo brilla! Fíjate que si algún pájaro se le pone encima también se vuelve de oro. Eso me digo yo: si me subiera a una rama, ¿me volvería acaso de oro también?
No supe qué decirle, pero, desde aquel momento, mi deseo de ver el árbol creció de tal forma que me desasosegaba. Todos los días, al acabar la clase de lectura, Ivo se acercaba al cajón de la maestra, sacaba la llave y se dirigía a la torrecita. Cuando volvía, le preguntaba:
?¿Lo has visto?
?Sí ?me contestaba; y, a veces, explicaba alguna novedad:
?Le han salido unas flores raras. Mira: así de grandes, como mi mano lo menos, y con los pétalos alargados. Me parece que esa flor es parecida al arzadú.
?¡La flor del frío! ?decía yo, con asombro?. ¡Pero el arzadú es encarnado!
?Muy bien ?asentía él, con gesto de paciencia?. Pero en mi árbol es oro puro.
?Además, el arzadú crece al borde de los caminos… y no es un árbol.
No se podía discutir con él. Siempre tenía razón, o por lo menos lo parecía.
Ocurrió entonces algo que secretamente yo deseaba; me avergonzaba sentirlo, pero así era: Ivo enfermó, y la señorita Leocadia encargó a otro la llave de la torrecita. Primeramente, la disfrutó Mateo Heredia. Yo espié su regreso, el primer día, y le dije:
?¿Has visto un árbol de oro?
?¿Qué andas graznando? ?me contestó de malos modos, porque no era simpático, y menos conmigo. Quise dárselo a entender, pero no me hizo caso.
Unos días después, me dijo:
?Si me das algo a cambio, te dejo un ratito la llave y vas durante el recreo. Nadie te verá…
Vacié mi hucha, y, por fin, conseguí la codiciada llave. Mis manos temblaban de emoción cuando entré en el cuartito de la torre. Allí estaba el cajón. Lo aparté y vi brillar la rendija en la obscuridad. Me agaché y miré.
Cuando la luz dejó de cegarme, mi ojo derecho sólo descubrió una cosa: la seca Tierra de la llanura alargándose hacia el cielo.
Nada más. Lo mismo que se veía desde las ventanas altas. La Tierra desnuda y yerma, y nada más que la Tierra. Tuve una gran decepción y la seguridad de que me habían estafado. No sabía cómo ni de qué manera, pero me habían estafado.
Olvidé la llave y el árbol de oro. Antes de que llegaran las nieves regresé a la ciudad.
Dos veranos más tarde volví a las montañas. Un día, pasando por el cementerio ?era ya tarde y se anunciaba la noche en el cielo: el Sol, como una bola roja, caía a lo lejos, hacia la carrera terrible y sosegada de la llanura? vi algo extraño. De la tierra grasienta y pedregosa, entre las cruces caídas, nacía un árbol grande y hermoso, con las hojas anchas de oro: encendido y brillante todo él, cegador. Algo me vino a la memoria, como un sueño, y pensé: «Es un árbol de oro». Busqué al pie del árbol, y no tardé en dar con una crucecilla de hierro negro, mohosa por la lluvia. Mientras la enderezaba, leí:
IVO MÁRQUEZ, DE DIEZ AÑOS DE EDAD
Y no daba tristeza alguna, sino, tal vez, una extraña y muy grande alegría.

Edición digital de Bizien
Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

El árbol

El árbol
Howard Phillips Lovecraft
The tree, © 1921 (The Tryout, Octubre de 1921)

Fata viam invenient

En una ladera verde del monte Maenalus, en Arcadia, hay un olivar que rodea una villa en ruinas. Muy cerca existe una tumba, en otro tiempo tan hermosa como la casa. En un extremo de ese sepulcro, de modo que sus curiosas raíces desplazan los manchados bloques de mármol pentélico, crece un olivo asombrosamente grande y de formas repugnantes; y se asemeja tan grotescamente a una figura humana, o al cadáver contorsionado de un hombre, que los campesinos temen pasar por allí de noche, cuando la Luna ilumina débilmente sus ramas retorcidas. El monte Maenalus fue paraje predilecto del terrible Pan, que cuenta con muchos compañeros extraños; y los pastores sencillos creen que el árbol tiene alguna horrenda relación con los misteriosos panisci; pero un viejo colmenero que vive en una choza vecina me contó una historia muy distinta.
Hace muchos años, cuando la villa de la ladera era nueva y esplendorosa, vivían en ella dos escultores, Kalós y Musides. Sus obras eran alabadas desde Lydia a Neápolis, y nadie se atrevía a decir que el uno aventajase al otro en habilidad. El Hermes de Kalós se alzaba en un santuario de Corinto y la Pallas de Musides coronaba una columna de Atenas próxima al Partenón. Todos los hombres rendían homenaje a Kalós y a Musides, y se maravillaban de que no hubiese ni una sombra de celos artísticos que enfriara el calor de su fraterna amistad.
Pero aunque Kalós y Musides vivían en imperturbable armonía, sus naturalezas no eran iguales. Mientras Musides disfrutaba por la noche entregándose a las diversiones urbanas de Tegea, Kalós prefería quedarse en casa; entonces salía furtivamente, a escondidas de sus esclavos, y acudía al frío retiro del olivar. Allí meditaba las visiones que llenaban su mente, y allí concebía las hermosas formas que luego inmortalizaba trasladándolas al mármol. Los ociosos decían que Kalós conversaba con los espíritus del olivar, y que sus estatuas no eran sino imágenes de los faunos y las dríadas que él veía allí… ya que nunca copiaba sus obras de ningún modelo vivo.
Tan famosos eran Kalós y Musides, que a nadie extrañó que el tirano de Siracusa les enviara emisarios para hablar de la costosa estatua de Tyché que había proyectado erigir en su ciudad. De enorme tamaño e ingenio debía ser esta obra, pues quería que fuese una maravilla para las naciones y una meta para los viajeros. Aquél cuya obra resultara elegida sería exaltado más allá de cuanto cabe imaginar; honor para el que Kalós y Musides fueron invitados a competir. Su amor fraternal era bien conocido, y el astuto tirano supuso que cada uno, en vez de ocultar su obra al otro, le ofrecería ayuda y consejo, que este entendimiento produciría dos imágenes de inusitada belleza, y que aquella que destacase eclipsaría incluso los sueños de los poetas.
Con alegría aceptaron los escultores la oferta del tirano, y durante los días siguientes sus esclavos oyeron el incesante golpear de los cinceles. Kalós y Musides no se ocultaban sus obras; pero sólo ellos las veían. Salvo los suyos, ningún par de ojos contemplaba las dos divinas figuras que los hábiles golpes liberaban de los toscos bloques que las habían tenido aprisionadas desde los orígenes del mundo.
Por las noches, como siempre, Musides acudía a divertirse a los salones de Tegea, mientras Kalós vagaba a solas por el olivar. Pero a medida que transcurría el tiempo, los hombres observaban que le faltaba alegría al en otro tiempo chispeante Musides. Era extraño, se decían, que la depresión se hubiese apoderado de quien tantas probabilidades tenía de ganar la más alta recompensa del arte. Transcurrieron muchos meses; sin embargo, el rostro afligido de Musides no reflejaba otra cosa que la tensa expectación que la empresa despertaba.
Luego, un día, Musides habló de la enfermedad de Kalós, y ya nadie se maravilló de su tristeza, porque todos sabían lo hondo y sagrado que era el afecto de los dos escultores. Así que muchos fueron a visitar a Kalós, y pudieron comprender la palidez de su rostro; pero también vieron en él una feliz serenidad que hacía su mirada más mágica que la mirada de Musides, el cual, devorado por esta ansiedad, apartaba a todos los esclavos en sus ansias por alimentar y cuidar al amigo con sus manos. Ocultas detrás de pesadas cortinas, aguardaban las figuras inacabadas de Tyché, a las que apenas se acercaban ya el enfermo y el fiel compañero que le asistía.
Y Kalós a pesar de que estaba inexplicablemente cada vez más débil, a pesar de los auxilios de los sorprendidos médicos y los cuidados de su amigo, pedía a menudo que le llevasen al olivar que él tanto armaba. Allí rogaba que le dejasen, como si deseara hablar a solas con los seres invisibles. Musides siempre complacía sus deseos, aunque sus ojos se llenaban visiblemente de lágrimas, viendo que Kalós hacía más caso de los faunos y de las dríadas que de él. Por último, se acercó el final, y Kalós empezó a hablar de cosas del más allá. Musides, llorando, le prometió un sepulcro más hermoso que la tumba del propio Mausolo; pero Kalós le rogó que no le hablase más de glorias de mármol. Sólo un deseo obsesionaba ahora el pensamiento del moribundo: que enterrasen junto a su sepulcro, cerca de su cabeza, unas ramitas de olivo del olivar. Y una noche, estando a solas en la obscuridad del olivar, murió Kalós.
El sepulcro de mármol que el afligido Musides esculpió para su amigo del alma fue inefablemente hermoso. Nadie más que el propio Kalós habría podido emular sus bellos bajorrelieves, donde se revelaban todos los esplendores del Eliseo. Pero no olvidó Musides enterrar junto a la cabeza de Kalós las ramas de olivo que su amigo le había pedido.
Cuando el vivo dolor dio paso a la resignación, Musides volvió a trabajar con diligencia en su figura de Tyché. Todo el honor sería ahora para él, ya que el tirano de Siracusa no quería la obra más que de él o de Kalós. Su trabajo le permitía ahora dar libre curso a su emoción, y trabajaba con más constancia cada día, y eludía las diversiones a las que antes se entregaba. Entretanto, pasaba las noches junto a la tumba de su amigo, cerca de cuya cabeza había brotado un joven olivo. Tan rápido era el crecimiento de este árbol, y tan extraña su forma, que quienes lo contemplaban prorrumpían en exclamaciones de sorpresa. En cuanto a Musides, parecía producirle a la vez fascinación y temor.
Tres años después de la muerte de Kalós, Musides envió un emisario al tirano, y en el ágora de Tegea se corrió la voz de que la enorme estatua estaba terminada. A la sazón, el árbol que había crecido junto a la tumba había adquirido unas proporciones asombrosas, superiores a todos los árboles de su especie, y extendía una rama corpulenta por encima del recinto donde Musides trabajaba. Como eran muchos los visitantes que acudían a contemplar el árbol prodigioso, así como a admirar el arte del escultor, Musides casi nunca estaba solo. Pero no le importaba esta multitud de invitados; al contrario, parecía más temeroso de quedarse solo, ahora que su absorbente obra estaba terminada. El viento desolado de la montaña, suspirando entre el olivar y el árbol de la tumba, producía, de manera extraña, sonidos vagamente articulados.
El cielo estaba obscuro la tarde en que los emisarios del tirano llegaron a Tegea. Se sabía que venían a llevarse la gran imagen de Tyché, y a traer eterna gloria a Musides, por la cual los próxenos les dispensaron una cálida acogida. Por la noche, se desató una tormenta de viento en la cumbre del Maenalus, y los hombres de la lejana Siracusa se alegraron de poder descansar a cubierto  en la ciudad. Hablaron de su ilustre tirano y del esplendor de su capital, y se alegraron por la belleza de la estatua que Musides había esculpido para él. Entonces los de Tegea les contaron lo grande que era la bondad de Musides y su profunda aflicción por su amigo; y cómo ni siquiera los inminentes laureles del arte podían consolarle de la ausencia de Kalós, quien quizá los habría ceñido en su lugar. Y también les hablaron del árbol que crecía junto a la cabeza de Kalós. Pero el viento aullaba horriblemente, y los de Siracusa y los arcadios elevaron sus plegarias a Eolo.
Cuando el Sol salió por la mañana, los próxenos condujeron a los emisarios del tirano, ladera arriba, a la morada del escultor; sin embargo, el viento de la noche había hecho cosas muy extrañas. Los gritos de los esclavos se elevaban en medio de un escenario de desolación; y en el olivar no se alzaban ya las espléndidas columnatas de la inmensa residencia donde había soñado y trabajado Musides. Aisladas y rotas, sólo quedaban las viviendas humildes y los muros inferiores, pues sobre el suntuoso peristilo se había derrumbado la pesada rama del árbol extraño, reduciendo el majestuoso poema de mármol a un montón de ruinas deplorables. Los extranjeros y los tegeos se quedaron horrorizados, y se volvieron hacia el árbol siniestro y gigantesco, cuya silueta parecía misteriosamente humana, y cuyas raíces se hundían en el esculpido sepulcro de Kalós. Y el miedo y el espanto de todos aumentó cuando registraron el recinto derruido y no encontraron rastro alguno del bondadoso Musides y la maravillosamente modelada imagen de Tyché. En las tremendas ruinas sólo reinaba el caos, y los representantes de ambas ciudades se vieron decepcionados: los emisarios, por haberse quedado sin la estatua; los habitantes de Tegea, por haberse quedado también sin artista al que coronar. No obstante, los de Siracusa consiguieron, poco después, una espléndida estatua de Atenea, y los tegeos se consolaron erigiendo en el ágora un templo de mármol conmemorando el talento, las virtudes y la piedad fraterna de Musides.
Pero aún sigue allí el olivar, así como el árbol que crece en la tumba de Kalós; el viejo colmenero me ha contado que a veces sus ramas susurran, cuando sopla el viento por la noche, y repiten una y otra vez: “¡Oidá! ¡Oidá!… ¡Yo sé! ¡Yo sé”.

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Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

El árbol de la colina

El árbol de la colina
H. P. Lovecraft y Duane W. Rimel
The tree on the hill, © 1934.

Al sureste de Hampden, cerca de la tortuosa garganta que excava el río Salmón, se extiende una cadena de colinas escarpadas y rocosas que han desafiado cualquier intento de colonización. Los cañones son demasiado profundos, los precipicios demasiado escarpados como para que nadie, excepto el ganado trashumante, visite el lugar. La última vez que me acerqué a Hampden la región ?conocida como el Infierno? formaba parte de la Reserva del Bosque de la Montaña Azul. Ninguna carretera comunica este lugar inaccesible con el mundo exterior, y los montañeses dicen que es un trozo del jardín de Su Majestad Satán transplantado a la Tierra. Una leyenda local asegura que la zona está hechizada, aunque nadie sabe exactamente el por qué. Los lugareños no se atreven a aventurarse en sus misteriosas profundidades, y dan crédito a las historias que cuentan los indios, antiguos moradores de la región desde hace incontables generaciones, acerca de unos demonios gigantes venidos del Exterior que habitaban en estos parajes. Estas sugerentes leyendas estimularon mi curiosidad. La primera y, ¡gracias a Dios!, última vez que visité aquellas colinas tuvo lugar en el verano de 1938, cuando vivía en Hampden con Constantine Theunis. El estaba escribiendo un tratado sobre la mitología egipcia, por lo que yo me encontraba solo la mayoría del tiempo, a pesar de que ambos compartíamos un pequeño apartamento en Beacon Street que miraba a la ingame Casa del Pirata, construida por Exer Jones hacía sesenta años. La mañana del 23 de junio me sorprendió caminando por aquellas siniestras y tenebrosas colinas que a aquellas horas, las siete de la mañana, parecían bastante ordinarias. Me alejé siete millas hacia el sur de Hampden y entonces ocurrió algo inesperado. Estaba escalando por una pendiente herbosa que se abría sobre un cañón particularmente profundo, cuando llegué a una zona que se hallaba totalmente desprovista de la hierba y vegetación propia de la zona. Se extendía hacia el sur; se había producido algún incendio, pero, después de un examen más minucioso, no encontré ningún resto del posible fuego. Los acantilados y precipicios cercanos parecían horriblemente chamuscados, como si alguna gigantesca antorcha los hubiese barrido, haciendo desaparecer toda su vegetación. Y aun así seguía sin encontrar ninguna evidencia de que se hubiese producido un incendio… Caminaba bajo un suelo rocoso y sólido sobre el que nada florecía. Mientras intentaba descubrir el núcleo central de esta zona desolada, me di cuenta de que en el lugar había un extraño silencio. No se veía ningún ave, ninguna liebre, incluso los insectos parecían rehuir la zona. Me encaramé a la cima de un pequeño montículo, intentando calibrar la extensión de aquel paraje inexplicable y triste. Entonces vi el árbol solitario. Se hallaba en una colina un poco más alta que las circundantes, de tal forma que enseguida lo descubrí, pues contrastaba con la soledad del lugar. No había visto ningún árbol en varias millas a la redonda: algún arbusto retorcido, cargado de bayas, que crecía encaramado a la roca, pero ningún árbol. Era muy extraño descubrir uno precisamente en la cima de la colina. Atravesé dos pequeños cañones antes de llegar al sitio; me esperaba una sorpresa. No era un pino, ni un abeto, ni un almez. Jamás había visto, en toda mi existencia, algo que se le pareciera; ¡y, gracias a Dios, jamás he vuelto a ver uno igual! Se parecía a un roble más que a cualquier otro tipo de árbol. Era enorme, con un tronco nudoso que media más de una yarda de diámetro y unas inmensas ramas que sobresalían del tronco a tan sólo unos pies del suelo. Las hojas tenían forma redondeada y todas tenían un curioso parecido entre sí. Podría parecer un lienzo, pero juro que era real. Siempre supe qué era, a pesar de lo que dijo Theunis después. Recuerdo que miré la posición del Sol y decidí que eran aproximadamente las diez de la mañana, a pesar de no mirar mi reloj. El día era cada vez más caluroso, por lo que me senté un rato bajo la sombra del inmenso árbol. Entonces me di cuenta de la hierba que crecía bajo las ramas. Otro fenómeno singular si tenemos en cuenta la desolada extensión de tierra que había atravesado. Una caótica formación de colinas, gargantas y barrancos me rodeaba por todos sitios, aunque la elevación donde me encontraba era la más alta en varias millas a la redonda. Miré el horizonte hacia el este, y, asombrado, atónito, no pude evitar dar un brinco. ¡Destacándose contra el horizonte azul sobresalían las Montañas Bitterroot! No existían ninguna otra cadena de picos nevados en trescientos kilómetros a la redonda de Hampden; pero yo sabía que, a esta altitud, no debería verlas. Durante varios minutos contemplé lo imposible; después comencé a sentir una especie de modorra. Me tumbé en la hierba que crecía bajo el árbol. Dejé mi cámara de fotos a un lado, me quité el sombrero y me relajé, mirando al cielo a través de las hojas verdes. Cerré los ojos. Entonces se produjo un fenómeno muy curioso, una especie de visión vaga y nebulosa, un sueño diurno, una ensoñación que no se asemejaba a nada familiar. Imaginé que contemplaba un gran templo sobre un mar de cieno, en el que brillaba el reflejo rojizo de tres pálidos soles. La enorme cripta, o templo, tenía un extraño color, medio violeta medio azul. Grandes bestias voladoras surcaban el nuboso cielo y yo creía sentir el aletear de sus membranosas alas. Me acerqué al templo de piedra, y un portalón enorme se dibujó delante de mí. En su interior, unas sombras escurridizas parecían precipitarse, espiarme, atraerme a las entrañas de aquella tenebrosa obscuridad. Creí ver tres ojos llameantes en las tinieblas de un corredor secundario, y grité lleno de pánico.
Sabía que en las profundidades de aquel lugar acechaba la destrucción; un Infierno viviente peor que la muerte. Grité de nuevo. La visión desapareció. Vi las hojas y el cielo terrestre sobre mí. Hice un esfuerzo para levantarme. Temblaba; un sudor gélido corría por mi frente. Tuve unas ganas locas de huir; correr ciegamente alejándome de aquel tétrico árbol sobre la colina; pero deseché estos temores absurdos y me senté, tratando de tranquilizar mis sentidos. Jamás había tenido un sueño tan vívido, tan horripilante. ¿Qué había producido esta visión? Últimamente había leído varios de los libros de Theunis sobre el antiguo Egipto… Meneé la cabeza, y decidí que era hora de comer algo. Sin embargo, no pude disfrutar de la comida. Entonces tuve una idea. Saqué varias instantáneas del árbol para mostrárselas a Theunis. Seguro que las fotos le sacarían de su habitual estado de indiferencia. A lo mejor le contaba el sueño que había tenido… Abrí el objetivo de mi cámara y tomé media docena de instantáneas del árbol. También hice otra de la cadena de picos nevados que se extendía en el horizonte. Pretendía volver y las fotos podrían servir de ayuda… Guardé la cámara y volví a sentarme sobre la suave hierba. ¿Era posible que aquel lugar bajo el árbol estuviera hechizado? Sentía pocas ganas de irme… Miré las curiosas hojas redondeadas. Cerré los ojos. Una suave brisa meció las ramas del árbol, produciendo musicales murmullos que me arrullaban. Y, de repente vi de nuevo el pálido cielo rojizo y los tres soles. ¡Las tierras de las tres sombras! Otra vez contemplaba el enorme templo. Era como si flotase en el aire, ¡un espíritu sin cuerpo explorando las maravillas de un mundo loco y multidemensional! Las cornisas inexplicables del templo me aterrorizaban, y supe que aquel lugar no había sido jamás contemplado ni en los más locos sueños de los hombres. De nuevo aquel inmenso portalón bostezó delante de mí; y yo era atraído hacia las tinieblas del interior. Era como si mirase el espacio ilimitado. Vi el abismo, algo que no puedo describir en palabras; un pozo negro, sin fondo, lleno de seres innominables y sin forma, cosas delirantes, salvajes, tan sutiles como la bruma de Shamballah. Mi alma se encogió. Tenía un pánico devastador. Grité salvajemente, creyendo que pronto me volvería loco. Corrí, dentro del sueño corrí preso de un miedo salvaje, aunque no sabía hacia dónde iba… Salí de aquel horrible templo y de aquel abismo infernal, aunque sabía, de alguna manera, que volvería…
Por fin pude abrir los ojos. Ya no estaba bajo el árbol. Yacía, con las ropas desordenadas y sucias, en una ladera rocosa. Me sangraban las manos. Me erguí, mirando a mi alrededor. Reconocí donde me hallaba; ¡era el mismo sitio desde donde había contemplado por primera vez toda aquella requemada región! ¡Había estado caminando varias millas inconsciente! No vi aquel árbol, lo cual me alegró… incluso las perneras del pantalón estaban vueltas, como si hubiese estado arrastrando parte del camino… Observé la posición del sol. ¡Atardecía! ¿Dónde había estado? Miré la hora en el reloj. Se había parado a las 10:34…

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Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

La parra

La parra
Kit Reed
The vine © 1967 by Mercury Press Inc. (The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Noviembre de 1967). Traducción de F. Corripio, J. Piñeiro, y C. Gaudes en Ciencia Ficción Selección-2, Libro Amigo 187, Editorial Bruguera S. A., 1971.

La total entrega exigida a sus cuidadores por la inmensa vid, la fatal sumisión de sus siervos, y los intereses creados a su alrededor constituyen una escalofriante alegoría de la servidumbre del hombre contemporáneo, esclavo de sus necesidades artificiales, y prisionero de ciegas y devoradoras estructuras. He aquí un alucinante relato del que todos somos, en mayor o menor grado, protagonistas.

Día tras día, verano tras verano, venciendo obstáculo tras obstáculo, contumazmente, a través de los siglos, la familia Baskin había cuidado aquella parra.
Nadie sabía con exactitud los años que tenía, quién la había plantado, ni quién había sido el primer Baskin que la cuidara. Cuando los primeros colonos llegaron al valle, la parra ya estaba allí. Nadie sabía, tampoco, quién había edificado el inmenso invernadero que la albergaba o quién enviaba los camiones que llegaban cada otoño para llevarse la fruta.
Los mismos Baskin tampoco lo sabían. Aun así, continuaban cuidando la parra, arrancando las malas hierbas a su alrededor, recogiendo su fruta, regándola en épocas en las que nadie disponía de agua y abonándola cuando no había abono. La familia vivía en una casa pequeña, situada al pie de su inmenso tronco, dedicando todos sus días a la planta. Todos los miembros de la familia Baskin tenían la espalda encorvada y su piel mostraba un color pálido y blando a causa de vivir toda una vida bajo el invernadero.
Cuando morían eran enterrados en el suelo familiar, situado en el exterior del gran invernadero, sin ataúdes ni sudarios, para que pudiesen continuar alimentando a la planta. El hijo mayor era el único que se casaba. Generalmente cortejaba a su novia fuera del valle, para que la muchacha no supiese, hasta ser llevada a casa, que tenía que parir hijos e hijas que cuidasen la parra. Aunque no había prueba alguna, circulaban rumores de que existía un ritual macabro en el que los Baskin entregaban parte de su sangre, cuatro veces al año, para enriquecer la tierra en su base.
Aun cuando la fantástica parra estaba alojada entre paredes de cristal, su sombra se extendía por gran parte del valle. En el buen tiempo los granjeros podían contemplar su magnífico fruto y darse cuenta de que no había uvas que se pudiesen comparar con las que colgaban dentro del invernadero.
Cuando llegaban las heladas tempranas o la sequía asolaba el terreno, los granjeros culpaban a la parra. Pero aun cuando la odiaban terriblemente, se sentían atraídos por ella.
Tanto en verano como en invierno había un constante desfile de gente que llegaba desde todos los rincones del valle, y con el tiempo aún de más lejos, gentes que ansiaban ver el invernadero y su contenido, y esperaban en silencio hasta que les tocaba el turno de entrar en él.
Fuera del conservatorio no crecía la hierba. En un radio de cientos de yardas a la redonda la tierra aparecía desnuda, como si fuese terreno de erosión. Los visitantes se aproximaban al invernadero mediante un pasaje elevado, conscientes de la poderosa red de ramas, hojas y raíces que se extendía a sus pies. Más adelante, el invernadero estaba casi obscurecido por la enorme abundancia de hojas y de fruta que colgaba de sus ramas.
En la pequeña puerta de este elevado pasaje, los visitantes entregaban una moneda a la hija más joven de los Baskin y atravesaban el torniquete, para atisbar desde la barandilla el enorme y sinuoso tronco de la parra. Sus ojos lo seguían hasta la base y hasta la tierra cuidadosamente trabajada que lo sostenía, y la mayor parte de aquellas personas no acertaban a comprender por qué aquel tronco medía veinte pies de diámetro.
La tierra se hallaba dividida por una serie de pasos pavimentados en madera a lo largo de los cuales los Baskin caminaban con sus tijeras de podar, azadas, y picos, dispuestos a ablandar un terrón, o atar alguna parte de la planta que hubiera podido liberarse del enorme árbol y comenzara a inclinarse peligrosamente.
En la parte alta se extendía la parra enlazándose en mil formas diferentes y casi obscureciendo el techo. Todo el invernadero estaba lleno de ramas y fruta de esta sola planta, de manera que el visitante podía permanecer en la barandilla del pasaje exterior, a la izquierda de la casa de los Baskin, y contemplar yardas y más yardas de espacio libre cruzado por caminos de madera y cubierto por ramaje verde. De este tejado de verdor colgaban enormes racimos de impecables uvas, fruta opulenta de la parra. Forzando un poco la vista, todos los visitantes podían también distinguir a los Baskin yendo de acá para allá a lo largo de los senderos de madera, con sus rostros pálidos y ataviados con sus camisas de algodón gris.
Había algunas personas que aseguraban que la parra succionaba la vida de los Baskin y había otras que decían que, por el contrario, eran los Baskin quienes adquirían vida a causa de su parra.
Fuera cual fuese la verdad, el visitante percibía en sus movimientos cierta prisa, una urgencia extraña, y al cabo de un momento quizá se veía obligado a llevarse una mano a la garganta como si la parra también le amenazase, aspirando el aire que respiraba, y así el visitante se volvía apresuradamente y huía de allí sin apenas darse cuenta de la presencia de los demás que se apretujaban sobre la barandilla para poder ocupar un mejor lugar de observación.
Aun atemorizado en tal manera, el visitante regresaba siempre. En su lejano hogar, y en otra estación del año, cerraría sus ojos y vería una vez más aquella gigantesca estructura viviente. Algo le impulsaría a volver y así lo haría, quizá con una esposa reciente a con un hijo recién nacido, diciendo: «Intenté decírtelo. No hay palabras para describir la parra».
Y así, las multitudes que llegaban al valle se hacían más y más grandes, y con el tiempo se construyeron nuevas carreteras y lugares donde poder comer, y como algunas personas llegaban desde muy lejos y precisaban de un lugar de descanso, la gente del valle construyó paradores.
Uno por uno, los granjeros disminuyeron su propia producción, abandonando viñedos para invertir su dinero en moteles y restaurantes. Las casas cinematográficas hicieron acto de presencia, y alguien construyó una terraza, que estaba orientada hacia el invernadero, dotándola con parasoles multicolores y con piscinas.
También hubo quien construyó pequeños puestos de venta donde se expendían uvas y botellas de vino que, según se aseguraba, procedían de la famosa parra.
La gente del valle prosperó rápidamente, y aun cuando todavía vivían a la sombra de la parra, ya no la maldecían. En lugar de mirarla con odio alzaban sus ojos al cielo y murmuraban: «Espero que llueva, la parra necesita agua.» O: «Si hay helada espero que no se quiebren los cristales del invernadero y se dañe la parra.»
Con el tiempo abandonaron definitivamente el cultivo de la tierra y desde entonces sus vidas dependieron del constante fluir de visitantes que llegaban a ver la parra.
Y así ocurrió que Charles Baskin nació en época de prosperidad, cuando la gente del valle ya no evitaba a la familia. En su lugar decían: «¿Está muy atareada tu familia?»; o golpeando afectuosamente sobre la espalda de Charles le preguntaban: «¿Cómo va la parra, Charles?»
«Maravillosamente bien», respondía él, un tanto distraídamente, porque ya estaba cerca de los veinte años, era el primogénito y debía buscar esposa.
En otros tiempos la cosa hubiera sido más difícil… Un Baskin que entonces quisiera hacer la corte a una muchacha tenía que tomar un carro o un carromato y atravesar las montañas, viajando sin descanso hasta llegar a una ciudad donde nunca hubiesen oído hablar de la parra.
La propia madre de Charles había llegado al valle procedente de una de tales ciudades. Había llegado allí con sus ojos nublados por el amor y los oídos cuajados de las mentiras de su padre, mentiras y promesas; y no entendió las cosas tal y como eran hasta que entró en el invernadero. Se dio cuenta entonces de que se pasaría el resto de su vida cuidando la parra.
Charles la había visto languidecer durante toda su infancia, llorando sentada sobre una de las enormes raíces de la planta, y había escuchado de sus labios, noche tras noche, historias y anécdotas de lo que ocurría fuera del valle.
Sin embargo, durante aquellos veinte años transcurridos, las cosas habían cambiado mucho allí. Los padres de su madre habían llegado de visita y en lugar de protestar se sintieron encantados. Les llevó hasta el lugar el alcalde, reventando de orgullo, y los dos abuelos admiraron el invernadero, y alabaron la casa, e incluso llegaron hasta el extremo de acariciar el tronco de la parra.
La madre aún estaba protestando y tratando de explicar cosas, cuando los dos viejos la interrumpieron para decirle totalmente convencidos:
?Querida, debes ser muy feliz aquí.
Y a continuación partieron.
Charles, presenciando la escena, había pensado: «¿Y por qué no lo iba a ser?» La parra en aquellos días exudaba prosperidad y aun cuando aquellos que llegaban a verla se sentían asombrados, también deseaban mostrarse solícitos y casi siempre aconsejaban: «Más alimento.» O: «No podemos permitir que le suceda nada a esta parra.»
Y así, cuando Charles llegó a su mayoría de edad, cualquier muchacha del valle se hubiese sentido orgullosa de entrar a formar parte de la familia que cuidaba la parra. Varias de las chicas que por allí vivían trataron de llamar su atención, pero él siempre había amado a Maida Freemont, cuyo padre dirigía un lugar de recreo en la colina.
Cierto día, bajo una maravillosa puesta de sol, los dos contemplaron las últimas luces que se reflejaban sobre el techado del invernadero, situado más abajo que ellos. Charles dijo entonces:
?Baja al valle y vive conmigo.
?No sé… ?replicó Maida mirando por encima del hombro de Charles hacia el techado del invernadero?. Ese lugar me pone muy nerviosa.
?Tonterías ?dijo su padre, que acababa de escuchar las últimas palabras de su hija?. Alguien tendrá que cuidar de la parra con el tiempo.
?Sí ?respondió Charles, a la vez que sentía un estremecimiento de premonición?. Yo te quiero Maida, cuidaré de ti.
Y acto seguido la abrazó estrechamente, pensando que si se casaba con ella todo marcharía bien.
?Maida…
?Dime…

La llevó en viaje de bodas a través del océano. Unos cuantos días de libertad antes de que se metiera a vivir en el invernadero. Regresaron del viaje tostados y con aspecto saludable; y Charles la condujo a través de los pasadizos que se extendían por las paredes de cristal, esperando ver la parra.
Charles cogió a su esposa en brazos y atravesó el portillo.
?Y bien ?dijo al mismo tiempo que la depositaba en el balcón interior?, ya estamos aquí…
La muchacha ocultó el rostro en el hombro de su esposo y murmuró:
?Sí…, ya estamos aquí.
Cuando nuevamente se abrazaron, Charles se sintió muy incómodo. Notó que se producía un sutil cambio en el color de la luz del invernadero y cierta extraña diferencia en el aire que les rodeaba. El aire en aquellos momentos era más pesado, como si acabara de recibir una pincelada de fermento. Molesto, tomó a Maida por una mano y se apresuró a penetrar en la casa.
El resto de la familia se hallaba sentada en la sala de estar: el padre, la madre, Sally y Sue. Se habían cambiado sus ropas de trabajo. La madre y las muchachas se habían puesto vestidos de color de alhucema, y el padre lucía su camisa de color vino. Rodearon inmediatamente a los nuevos esposos y pasó un minuto antes de que Charles se diera cuenta de que allí faltaba alguien.
?¿Dónde está el abuelo ?
Su madre respondió evasivamente:
?Se fue…
?¿Adónde?
El padre movió la cabeza y respondió:
?Algo… le sucedió y murió.
Sue dijo calmosamente:
?Ya era hora.
Intervino la madre para hacer las cosas más fáciles:
?Convertí su cuarto en una magnífica sala para vosotros y así tendréis un verdadero apartamento.
En el exterior hubo un ruido extraño, como si toda la parra se estremeciese. Maida se apretó contra Charles, y éste respondió:
?Está bien, madre. Eso es estupendo.
Maida murmuró:
?¡Oh, Charlie, Charlie, sácame de aquí!
El vaciló.
La familia les contemplaba con ojos violeta. Estaban esperando.
Asintiendo con un movimiento de cabeza, Charles abrazó más estrechamente a Maida y dijo:
?Vamos, querida.
Y en el rellano de la escalera añadió:
?Confía en mí. Confía en la parra.
Subieron los dos juntos. En el exterior se oyó otro extraño ruido, muy parecido a un gigantesco suspiro.
Charles se levantó temprano, pero la familia ya estaba trabajando. Sally se hallaba en el torniquete de entrada al pasadizo recogiendo dinero de los visitantes. Sue estaba agachada en uno de los pasillos de madera arrancando distraídamente una mala hierba. Su madre estaba subida en una escalera situada en el extremo más alejado del invernadero, atando una fina rama de la parra.
Charles se aproximó a ella.
?Madre, aquí hay algo diferente ?dijo.
Pero la madre solamente frunció el ceño, atando un nudo, y no dijo nada.
Cuando a mediodía regresaron a la casa, Maida parecía haberse recuperado y animado mucho. Estaba en la cocina. Llevaba los cabellos recogidos y sujetos en la nuca y silbaba alegremente. Dijo:
?Hice un pastel.
Terminaron la comida felizmente. Sally habló mucho sobre un muchacho que había visto. Había atravesado el torniquete de entrada al pasadizo dos veces sin haberse acercado a la barandilla para contemplar la parra. Sólo le interesaba charlar con ella. La madre sonreía al mismo tiempo que daba a Maida algunas instrucciones sobre el gobierno de la casa. El padre estaba un poco pálido y como abstraído.
?El pastel ?dijo Maida, cortándolo.
Todos abrieron la boca asombrados.
?¡Uvas!
Una vez que terminaron de hablar con ella, Charles la condujo hasta su habitación, tratando de tranquilizarla.
?Por favor, querida, no llores más. Lo que ocurrió es que no has comprendido…
?Todo lo que yo quería era…
?Lo sé, pero perjudicaste a la parra. Ninguno de nosotros jamás hace daño a la parra.
Baskin, aquella tarde, permaneció una hora más en el invernadero, quizá pensando cómo arreglar el estropicio que había realizado su mujer en la parra. Fue de un lado a otro por los pasadizos de madera, arrancando malas hierbas y podando, hasta que poco antes de la puesta de sol tropezó con su padre.
Se hallaba en tierra, cerca del muro exterior, terriblemente pegado al terreno, como si estuviese comulgando con él. Cuando Charles le llamó, el viejo no respondió, ni se movió.
Inclinándose y alzándole un poco, Charles logró sentarle contra el muro de cristal.
?Padre, ¿no crees que no es normal estar tirado ahí en la suciedad, de esa manera?
El viejo le miró y musitó:
?Tenía que hacerlo…
?¿Por qué, padre? ¿Por qué?
?No lo comprenderías.
?Padre, ¿te encuentras bien?
El viejo le apartó calmosamente y replicó:
?Vamos…, es la hora de regar la parra.
Los últimos visitantes se habían ido ya, y así abrieron las esclusas que daban paso al agua. Cenaron bajo el suave murmullo del agua que regaba la tierra. Aquella noche, Charles y Maida se abrazaron más estrechamente, como si estuviesen atemorizados por la constante lluvia artificial.
El padre ya no volvió a ser el mismo de antes. Al cabo de dos meses había fallecido, languideciendo misteriosamente ante los ojos de toda la familia, hasta morir. A la vez que el viejo se iba perdiendo poco a poco, la parra prosperaba, produciendo más fruto, extendiendo más y más sus ramas hasta que llegó un momento en que Charles temió que el invernadero no fuese lo suficientemente grande para albergarla. Trabajó largas horas podando y arreglándola, intentando mantenerla dentro de ciertos límites, y cuanto más trabajaba, menos resultados parecían alcanzar sus esfuerzos.
Su madre y las muchachas también parecían afectarse mucho, haciendo inútiles esfuerzos y languideciendo más y más ante sus ojos.
Solamente Maida estaba bien, atareada en un género de vida que nada tenía que ver con la parra o con el invernadero. Estaba embarazada y en sus sueños sobre el futuro, cuando conversaban sobre el porvenir, ni Charles ni Maida mencionaban la parra para nada.
Solamente Sally parecía resentirse del inminente bebé, riñendo con Maida porque no ayudaba como lo hacían los demás, aunque la propia Sally pasaba cada vez menos tiempo trabajando. En lugar de hacerlo se entretenía en el torniquete de entrada, charlando con el muchacho visitante.
?Mejor será que le digas que deje de venir por aquí ?dijo Charles una noche.
?¿Por qué? Tengo que vivir mi propia vida, ¿no?
Charles frunció el ceño mirando a Sally y respondió:
?Tu vida es la parra.
Al día siguiente la muchacha había desaparecido. Había metido sus ropas en una maleta de cartón, para huir con el muchacho. Desde una distante ciudad enviaron una tarjeta que decía:
«Salid de ahí antes de que sea demasiado tarde.»
No había dirección del remitente.
Sue movió la cabeza con gesto de pesadumbre y comentó:
?Tendremos que trabajar más duro para compensar su marcha.
?No servirá de nada ?respondió la madre, desde su rincón?. No servirá de nada.
?No digas eso ?replicó Charles secamente?. Entre todos tenemos que cuidar la parra.
Muy avanzada ya en su embarazo, Maida murmuró:
?¡Maldita sea la parra!
Como Charles no pudo encontrar a su madre para que le ayudara, cuando nació el niño entre él y Sue oficiaron de comadronas. Cuando todo acabó, Charles salió hacia los pasadizos de madera y llamó a la anciana para darle la buena noticia.
Finalmente la encontró boca abajo, pegada a la tierra, como lo había estado su padre, y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para alzarla. Imaginaba que algo la había golpeado cuando la apartó de la tierra. Atemorizado la llevó hasta la casa y la acostó. Aun cuando la mujer era fuerte, Charles no le permitió dejar la casa para nada. Entre él y Sue cargaron con el trabajo porque no tenían otro remedio que hacerlo así. De todas formas la madre murió pronto. La enterraron en el solar familiar, donde podría alimentar a la parra.
En aquellos momentos quedaban en la casa solamente cuatro personas: Charles, Maida, el bebé… y Sue, quien poco a poco también iba languideciendo y adelgazando ante sus ojos.
Charles estaba desesperado y probablemente habría huido de allí a no ser por el pequeño. El bebé era su futuro y todas sus esperanzas. Crecería fuerte y saludable, llevando en sí la tradición de los Baskin en cuanto se refería al cuidado de la parra.
?Pronto tendremos una niña ?dijo sonriendo a Maida.
Al otro lado del fuego, Sue se llevó ambas manos a los labios. Sus dedos acariciaron el rostro, nerviosamente, e inmediatamente se puso en pie y echó a correr.
Cuando Charles salió al porche escuchó sus pasos, rápidos y desesperados. Pero estaba todo muy obscuro y la gran parra crujió sobre él. Con un estremecimiento, entró en la casa.
No volvieron a ver a Sue, y así Maida tuvo que cuidar al bebé en la casa y salir a ayudar a su esposo en el trabajo de la parra.
Era una muchacha ágil y capaz, y ahora que había dado a luz un hijo, parecía sentirse extrañamente reconciliada con la vida en el interior del invernadero, como uno más de los que siempre habían trabajado allí.
Ella y Charles trabajaban bien, pero Charles comenzó a observar ciertos cambios en su esposa. A menudo la hallaba en el pasadizo de madera más lejano del invernadero con una mejilla apoyada en el muro de cristal, profundamente ensimismada. Fue por esta época cuando Charles descubrió el esqueleto de Sue suspendido entre la verde espesura de la parra. Lo liberó de su encierro y lo enterró rápidamente para que Maida no lo viese.
La tierra parecía vivir cuajada de fuertes raíces que en aquel momento se agitaron espasmódicamente. Charles dio un salto atrás, terriblemente alarmado.
«Nos iremos ?pensó mordiéndose el labio inferior?. Me llevaré a ella y al niño muy lejos de aquí.»
.Pero ya era demasiado tarde. Maida no respondió a sus angustiosos gritos, y finalmente la encontró pegada a la tierra junto a la puerta de la casa.
Cuando la alzó, la muchacha sonrió. Parecía estar ciega, pero, aun así, su aspecto era tan encantador como siempre. Allí donde había tocado la tierra? su piel estaba cruzada por diminutas venas rasgadas. La llevó en brazos, corriendo, tropezando, hasta la carretera. Cuando la policía la trasladó al hospital, Charles llamó al padre de Maida.
?Señor Freemont, Maida y yo nos iremos de aquí tan pronto se encuentre mejor para viajar.
?Y harás bien, muchacho ?respondió el señor Freemont?. Yo cuidaré aquí de Maida. Tú vuelve a tu trabajo en la parra.
?Me parece que no acaba usted de entenderlo, tenemos que irnos de aquí…
El viejo le aconsejó nuevamente que regresara al invernadero y añadió:
?Pronto estará bien, hijo. Vuelve a tu trabajo.
Como no había otra cosa que hacer, así lo hizo Charles, pero tenía la mente ocupada con sus proyectos. Cuando Maida mejorase se la llevaría de allí en compañía del bebé; si era preciso robaría un coche y partirían del valle hasta que estuvieran muy lejos de aquella tierra maldita, sanos y salvos.

?Ha muerto ?dijo el padre de Maida. llorando junto al torniquete de entrada a los pasadizos altos.
?La parra la mató ?respondió Baskin desesperadamente.
El viejo aplicó sobre su hombro una afectuosa palmada y luego añadió:
?Bien…, bien, está llegando la hora de la recolección. Ya sabes cómo les gusta eso a los visitantes…
?Pero tengo que…
?Tienes que seguir trabajando en nombre de Maida. Por el valle. Todos dependemos de ti.
Antes de que Charles pudiese protestar, el viejo colocó un rastrillo en su mano. Al cabo de un rato un grupo de hombres comenzó a instalar un torniquete automático.
?Te diré algo ?dijo el viejo?. Colocaremos un rótulo de «Prohibidas las visitas» y así dispondrás de cierto tiempo para cumplir con el luto.
?Pero no hay…
Baskin penetró en el invernadero añadiendo:
?…No hay tiempo para lutos. Solamente queda el tiempo justo para cuidar la viña.
Tal exigencia ocupó todas sus horas libres. Cuidaba también al niño, al que dejaba en el porche en un lugar donde él podía vigilarle, y si aquella noche dejó al bebé sin atender, casi no fue culpa suya.
Oyó un fuerte chasquido y un distante lamento. Charles corrió para ver lo que había ocurrido. La parra había roto un panel de cristal del invernadero. Charles estaba a punto de volverse hacia la casa y hacia el bebé cuando una rama llena de hojas cayó alrededor de uno de sus brazos sosteniéndole como si deseara decirle: «Escucha».
Impaciente, Charles se sacudió la presa. Con creciente pánico echó a correr.
No pudo llegar a tiempo. Nadie hubiese podido hacerlo. El bebé, o bien había trepado por su cuna, o le habían sacado de allí. Estaba jugando en la tierra frente a la casa. Baskin gritó, destrozándose casi la garganta, pero antes de que el bebé pudiese oír o responder, una fuerte raíz surgió del suelo, rodeó el cuello del niño y lo introdujo profundamente en la tierra.
Charles imaginó oír un eructo cósmico.
Lanzándose desesperadamente sobre la tierra la rasgó con furia, pero no encontró rastro del bebé, ni su gorra, ni siquiera un solo hueso. En su dolor e ira, Baskin cavó más profundamente con ambas manos, golpeando las raíces y maldiciendo la tierra. El suelo estaba vivo, luchaba en contra de él, y finalmente le costó gran trabajo desembarazarse de las raíces que trataban de hacer presa en su carne.
Se retiró hacia el porche jadeando penosamente. Entró en la casa, recogió papeles, astillas y trapos, y caminó sobre uno de los pasillos de madera hasta llegar al gran tronco, para formar una pira en su base. Empapó la carga con petróleo y le prendió fuego.
Así fue cómo Charles Baskin finalmente hizo la guerra a la parra.
Dando un salto hacia atrás, para evitar el calor, la maldijo mil veces, pensando que todo acabaría muy pronto, pero mientras contemplaba la quema el sistema de riego funcionó repentinamente, quizá movido por algún largo tentáculo de la parra. Cuando el humo desapareció, se dio cuenta de que la parra apenas había sufrido daño alguno con el fuego ya apagado, y estaba succionando desde su interior, de vez en cuando, bañándose el tronco con nueva savia.
Baskin, entonces lo atacó con una sierra automática, pero antes de que hubiese llegado muy lejos, la parra comenzó a dejar caer tijeretas desde todas sus ramas y cada una de ellas comenzó a enraizar. y todas, como por arte de magia se apoderaron de la sierra, intentando volverla hacia él. Charles se vio obligado a retroceder rápidamente hacia un lugar seguro, huyendo del invernadero, sumido en la más honda desesperación.
Pensó verter una cuba de lejía en el terreno, pero antes de que pudiese aproximarse lo suficiente, las raíces ya sobresalían de la tierra por el exterior del invernadero asiendo la cuba y tratando de alcanzar al propio Baskin.
Tenía que atacar de nuevo al tronco, pero el invernadero se había convertido en un lugar impenetrable. Aquella «cosa» se había rodeado de una espesa armadura de gruesas raíces y fibras y en ningún momento pudo Charles acercarse al tronco.
Desesperado, trazó otro plan: si no podía dañar la planta, destrozaría el invernadero, y la primera helada mataría la parra.
Solamente había roto tres paneles de cristal, cuando la encolerizada planta le aplicó unos fuertes latigazos con sus raíces a la vez que lanzaba un profundo y estremecedor bramido. Charles aún estaba luchando denodadamente cuando el primer camión apareció en el horizonte. Llegaba gente de la ciudad para investigar.
?Gracias a Dios ?dijo al primer hombre que le ayudó?. Gracias a Dios que han llegado.
El hombre le miró a través del verdor y le preguntó:
?¿Qué ha sucedido?
?Tenemos que matarla ?respondió Baskin.
Luego pensó: «Ahora verán».
Al cabo de dos segundos añadió:
?Tenemos que matarla antes de que nos mate a todos.
?Ese hombre trataba de hacerle daño a la planta ?dijo alguien a su espalda?. Parece que hemos llegado a tiempo.
Baskin abrió la boca sin acabar de comprender del todo.
?Sí, justamente a tiempo ?musitó.
Los hombres retrocedieron y dejaron que la parra terminara lo que estaba haciendo. Entonces echaron suertes para ver a quién le tocaba quedarse allí para cuidar la planta. El afortunado ganador envió un amigo a la ciudad para que comunicara la buena noticia a su esposa, y entonces avanzó abriendo las dobles puertas que daban paso al invernadero. Al aproximarse, la parra retiró sus tentáculos enrollándolos calmosamente en su primitivo lugar. En voz baja, casi acariciadora, el hombre preguntó en la obscuridad:
?¿Te encuentras bien?

Edición digital de  urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)