CUIDADOS PALIATIVOS
PASADO, PRESENTE Y FUTURO
Dr. J. Montoya Carrasquilla
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“El médico debe curar a veces, aliviar a menudo y confortar siempre”.
E.L. Trudeau
“No paramos en la muerte de súbito, sino que nos encaminamos a ella paso a paso. Cada día morimos, cada día perdemos una porción de nuestra vida, y hasta cuando crecemos, nuestra vida decrece. Perdimos la infancia, después la mocedad, después la juventud. Hasta el día de ayer, todo el tiempo pasado está muerto, y aun el propio día de hoy nos lo partimos con la muerte. Tal como no es la postrera gota la que interrumpe el chorro en la clepsidra, sino todas las que habían manado anteriormente, así aquella postrera hora en que dejamos de ser no es la única en producir la muerte, sino en consumarla; entonces, llegamos a la muerte, pero ya hace tiempo que hemos ido caminando hacia ella (…) La muerte no viene toda a la vez: la que se nos lleva es la última muerte@.
Séneca: Cartas Morales a Lucilio, XXIV.
El interés por el tema de los enfermo terminales se ha enfocado desde muy diversas perspectivas, y en los últimos 40 años ha dejado de ser un tema que se deba evitar u omitir, como consta en el florecimiento de la literatura que trata de las implicaciones filosóficas, organizacionales, profesionales y personales del trabajo con enfermos moribundos, la muerte misma y el duelo. Sin embargo, y a pesar de que la muerte constituye uno de los temas de mayor interés entre antropólogos, filósofos, médicos, artistas y escritores, se había prestado muy poca atención a la investigación empírica de las circunstancias que rodean al ir muriéndose en la sociedad occidental contemporánea.
El mejor pronóstico y la mayor duración de la vida ponen en evidencia situaciones y problemas que antes no tenían tiempo ni oportunidad de emerger; aun cuando la muerte en cuanto realidad no haya cambiado, si han acontecido cambios decisivos por lo que respecta al ir muriéndose: la manera en la cual la gente muere ha cambiado.
“Uno muere adolescente, otro viejo; éste, infante, sólo ha podido vislumbrar la vida: todos estos eran igualmente mortales, aunque la muerte permitiera pasar más adelante en la vida de unos, segase en flor la de otros, o interrumpiera en otros los mismos principios. Tal individuo se ha muerto mientras cenaba; en este otro la muerte ha continuado el sueño; aquel se extinguió en el concúbito. Por delante de éstos los atravesados por el hierro, o los muertos por mordedura de serpientes ponzoñosas, o los aplastados por derrumbamientos, o los torturados, punto por punto, por prolongadas torsiones de nervios. Puede llamarse mejor la muerte de unos, peor la de otros, pero la muerte es la misma para todos. Son diversos los caminos por los cuales viene; es uno solo el término donde acaba. No existe una muerte mayor o menor, pues en todo el mundo rige la misma regla: acabar con la vida (Séneca, carta LXVI).
En la antigüedad clásica el asma bronquial era considerada “el aprendizaje de la muerte” (Séneca: carta LIV), y ya en la era pre antibiótica la neumonía era llamada “la vieja amiga del hombre”, la cual le producía, por lo general, una muerte rápida y usualmente cómoda. Hace solo 100 años el proceso de ir muriéndose era corto y usualmente ocurría en casa después de una corta enfermedad, con el cuidado dado por la familia y los amigos.
Hoy día, en la era del protocolo y la tecnología no hay tal rapidez ni comodidad. La muerte ha sido arbitrariamente dividida en “deseable” y “no deseable” (o en “fácil” y “difícil”). Las muertes deseables verdaderas mors repentina , generalmente ocurren fuera de las instituciones de salud (p.ej., infarto agudo de miocardio), las muertes no deseables antigua “buena muerte” , usualmente significan vigorosos tratamientos, progresión de síntomas, sufrimiento físico y fallo orgánico y sistémico progresivo (p.ej., cáncer), condiciones todas ellas que deterioran la llamada “calidad de vida”.
La situación en que muchos seres humanos fallecen hoy día es bien distinta, y, además, por lo general, el proceso de ir muriéndose dura más que en épocas previas (hace solo 20 años las dos terceras partes de las muertes eran el resultado de procesos lentos: cáncer, insuficiencia renal, diabetes, arteriosclerosis); debido a algunos procedimientos, los límites entre la vida y la muerte parecen haberse desdibujado. De el mismo modo, los cambios en el vivir humano sucedidos en los últimos tiempos han modificado profundamente el morir. Los esquemas tradicionales ya no nos sirven; parece que nos encontramos ante un hecho nuevo a estudiar objetivamente como tal.
Por otro lado, y en el mismo contexto, hoy día la mayoría de las muertes (en la llamada Asociedad desarrollada@) ocurren en las personas mayores de 65 años después de una larga enfermedad, en alguna clase de institución sanitaria y con una asistencia proporcionada por “cuidadores sustitutos”, no por la familia y los amigos. Nuestra antigua herencia rural, con un sistema de salud cerrado, ha dado vía a una expresión más urbana, dispersión de la familia y pérdida de los tradicionales sistemas de ayuda familiar y comunitaria.
Si bien muchas circunstancias han influido en el concepto que la sociedad occidental actual tiene de la muerte y del ir-muriéndose, el lugar donde el hombre muere es, probablemente, una de las que más a influido. Desde tiempos remotos, la imagen de la “buena muerte” (versión hollywoodense de Sudnow) se asociaba a la escena del anciano longevo muriendo conscientemente en su casa rodeado de los suyos. Hoy las cosas han cambiado en la mayoría de los países desarrollados, y esa escena, trágica pero entrañable, ha cambiado por la de una muerte anónima, solitaria e impersonal en la habitación de un centro hospitalario.
El desarrollo tecnológico de la medicina actual no había evolucionado paralelamente en el campo de la asistencia a los que mueren hasta 1.967, con la fundación de la primera institución especializada en la asistencia de estos pacientes (St. Chistopher’s Hospice, Gran Bretaña, Dra. C. Saunders).
Se vive más, se muere más tarde y más lentamente. En 1973, en Gran Bretaña, la mitad de las defunciones se producían después de los 75 años, y cada año morían más de cuarenta mil personas que sobrepasaban los 85 años, y quinientas con más de 100 años; se preveía que el sustrato de población de más de 65 años se incrementaría en un 12%, y en un 18% el de más de 75 años (Hancock y Colb., 1973). En España, a principios de siglo (1.900), la esperanza de vida al nacer era de 34,76 años los varones 33,85 y la mujeres 35,70 , y en los años ochenta aumenta a 75,62 años los varones 75,52 y las mujeres 78,61 . La mortalidad también se ha reducido de manera importante: en el año 1901 la tasa de fallecimientos por mil habitantes era de 27,82 y en 1980 era de 7,77 por mil habitantes (Domínguez Alcón y Campos, 1989).
De esta forma es probable que la muerte ocurra cada vez más mayoritariamente en personas cada vez más ancianas y quizá más desvalidas , que si son atendidas en sus hogares por sus familiares (cónyuges, hermanos y hasta hijos), estos serán a su vez más viejos y desvalidos.
Ya sea el proceso de ir muriéndose lento o rápido, transcurre no obstante cada vez más en un centro sanitario, de preferencia un hospital; mientras que en 1900 en Gran Bretaña el 70% de las personas morían en su domicilio y 30% en el hospital, hoy día estos porcentajes se han invertido. Cifras similares han sido encontradas en Norteamerica, Australia, Nueva Zelandia y en algunos países de Europa (Doyle, 1986). En España la situación es semejante; en 1984, la tercera parte del total de personas que murieron lo hicieron en el hospital, siendo mayor esta proporción en las grandes ciudades. Para González Barón y Colb., (1989), la cifra alcanza a más del 50%.
Así, como una característica sobresaliente de este siglo, la muerte ha cambiado de “escenario”; esto se debe, en gran parte, a que, como ha señalado Lamers (1990), hemos perdido nuestra herencia rural con el tradicional médico de familia a favor de una atención centralizada en “grandes hospitales”. Por otra parte, bien se sabe que estas instituciones no suelen estar organizadas ni poseen personal capacitado para ofrecer atención efectiva al paciente moribundo y a su familia.
También es cierto que el progreso de la tecnología puede estrechar el objetivo del médico de la totalidad de la persona al órgano enfermo o al hallazgo anormal de laboratorio la llamada “relación objetal parcial” , pudiendo llegar el paciente a sentirse distanciado de su médico por capas de intermediarios. El cuidado discontinuo y fragmentado es hace tiempo conocido como un factor que afecta drásticamente al cuidado ofrecido.
El moribundo se ve también influido de diferente forma por la actitud de aquellos que le rodean y constituyen su entorno. Aquella versión hollywoodense y el antiguo poder del médico de familia que, a pesar de un mayor o menor paternalismo, permitía establecer una relación muy humana con su paciente conocedor de la familia, de sus intereses y valores y consejero habitual de la misma en los problemas de enfermedad , fue siendo sustituida por un nuevo poder científico, que ve en el enfermo casi solamente un cuerpo enfermo y que contempla la muerte como un frío proceso biológico sobre el que tiene crecientes posibilidades de intervención, y cuyas influencias sobre el proceso de la muerte es cada vez más eficaz. No pocas veces la muerte parece considerarse como un acto mal intencionado y destinado a molestar a los demás:
El fallecimiento del ser humano, dice Sporken (1978), ha quedado desmadejado en una serie de procesos fisiológicos detrás de los cuales se pierde el acontecer personal del morir: esperamos que el moribundo moleste lo menos posible. Esta actitud del médico que ya no es como antes, sobre todo un testigo de excepción ha sido modificada al compás de los cambios tecnológicos y sociales, puesto que la actitud del médico no es sino un caso particular de la actitud general de nuestra sociedad ante la muerte.
No obstante, podría pensarse que hoy se muere mejor que antes: tenemos poderosos analgésicos, ansiolíticos, antidepresivos, antieméticos, broncodilatadores, neurolépticos y un sin fin de técnicas para apaciguar la angustia del moribundo; tenemos guías para la autoliberación y para la eutanasia activa y pasiva; tenemos “de todo” para “bien morir”. Sin embargo, no tenemos el factor humano de la comunicación, de la compañía, de la sincera y simple verdad. Hemos perdido uno de los más antiguos y conocidos remedios: la amistad como instrumento terapéutico.
Equécrates y Fedón hablan sobre el día de la muerte de Sócrates (Fedón, o de la inmoralidad del alma):
Equécrates: (…) )Prohibieron los jueces que fueran a visitarle y murió sin que le asistieran sus amigos?
Fedón: Nada de eso; le acompañaron sus amigos, y por cierto muchos.
Y en Séneca (Cartas morales a Lucilio, LXXVIII):
“Nada recupera y conforta tanto a un enfermo, oh Lucilio, el mejor de los hombres, como el afecto de los amigos; nada le sustrae tanto a la espera y al temor de la muerte”.
Esta profunda metamorfosis del ir muriéndose, caracterizada por elementos de desacralización, racionalización y desocialización conllevan el que casi necesariamente se haya cambiado en la actitud ante la enfermedad y ante la muerte, contribuyendo a acrecentar el carácter de tabú que la muerte ha poseído siempre y a sospechar que la asistencia al morir es hoy una necesidad mucho más presente que lo que haya podido ser en el pasado.
No se puede de hecho negar que vivimos en una época cultural que niega la muerte y, como señaló Sporken, hay indicios suficientes para creer que los hombres no tienen ninguna relación con la muerte y que hacen todo lo posible por apartarla. La sociedad consumista y desinteriorizada ha rechazado la muerte por que la teme profundamente, intenta ignorarla como si se tratase de un hecho indecente:
“No quiero morir como si me escondieran de algo con vergüenza, llevadme a morir en casa, como un ser corriente, como un ser humano” (Nestares Guillén, 1982).
Hoy día, la muerte está sujeta a una gran especulación; jamás el ir muriéndose había creado tanta polémica interdisciplinar. Para poderla digerir, la banaliza y la presenta despersonalizada en las estadísticas y caricaturizada en las escenas de violencia. Resulta paradójico que una sociedad como la nuestra, donde se han superado muchos límites y barreras de antiguos tabúes, sociedad que a los más está dispuesta a aceptar la mors repentina e imprevista, haya acabado haciendo de la muerte el principal tabú y que tenga que afrontar en su mayoría un morir lento, invalidante y solitario.
Antes era un acontecimiento social y público (véase como ejemplo la muerte de Sócrates). Hoy, las dificultades del ir muriéndose son todavía potenciadas al permitir que aquellos que asisten a moribundos sigan siendo miembros de la misma sociedad temerosa de la muerte, sin especial preparación y, por lo tanto, en condiciones parecidas y tan bloqueados como el mismo muriente.
La sociedad ha cambiado de estructuras y actitudes, pero más que nada el proceso de ir muriéndose ha recibido el impacto de los progresos de la medicina. La despersonalización del enfermo hospitalizado, el haber recibido una formación profesional predominantemente somática y bioquímica, la tendencia a sobrevalorar parámetros analíticos y los mecanismos de defensa que el hecho mismo de la muerte nos evoca, han favorecido una actitud lejana, de distanciamiento, que hacen difícil percibir lo que la muerte tiene de asunto personal entre seres humanos.
Hace 30 años la medicina estaba preocupada con la inviolabilidad de la vida, y la calidad de vida era considerada como un elemento secundario: la vida tenía que ser preservada a toda costa. Hoy día, en medio de una tecnología no soñada hace una generación, las alternativas no están tan claramente definidas; la calidad de vida es una preocupación creciente. No obstante, en las facultades de medicina aún no se enseña que es lo que hay que hacer cuando ya no hay nada que hacer por la enfermedad de un paciente (“Kat`anánken”).
Como dijera Gol (1976), a los médicos no nos es lícito inhibirnos de los problemas que suscita este nuevo modo de morirse. De un lado, porque esta etapa de la vida que es el ir muriéndose nos compete a nivel asistencial quizá más que las otras, ya que lleva generalmente más sufrimiento; y, por otro lado, porque estos problemas que están emergiendo son en parte una consecuencia de haber solucionado problemas anteriores.
Así, no es válida ya la afirmación de que el científico o el clínico no deban ocuparse de presupuestos filosóficos y teológicos que rozan su ejercicio profesional (lo cual tampoco significa que deban erigirse en filósofos o teólogos de ocasión). Hay que reconocer que hablar de la muerte y trabajar con moribundos y con deudos plantea preguntas fundamentales sobre la vida, la muerte y el significado de ambas.
También es cierto que se aprecian cambios en las actitudes colectivas respecto al hospital, que cada día es percibido con mayor intensidad como centro de gran poder y eficacia terapéutica, definidor por excelencia de la medicina actual, en donde la asistencia a la muerte, como la asistencia a la salud en general, podría ser realizada y mediatizada por dicha institución. La necesidad de protección mágica encuentra en el estereotipo del hospital actual la imagen tranquilizante, protectora y desangustiante antes asumida a un nivel más humano por el médico de familia.
Si bien importa ciertamente mucho llevar a un profesional en salud mental a todo enfermo somático grave, mayor interés tiene el ampliar la formación psicológica de todo médico que atiende enfermos somáticos. Es necesario evitar que los hospitales docentes reproduzcan en las futuras promociones los actuales defectos; las prácticas forenses y de laboratorio han de coexistir con las de una clínica que, además del conocimiento de las enfermedades, esté abierta al conocimiento de los enfermos, a la observación humana, a las características de la relación médico paciente (transferencia, contratransferencia, comunicación infraverbal, etc.) y al diálogo de cabecera con el enfermo y con el moribundo. Sin embargo, la resistencia a la formación tanatológica del futuro médico es muy grande: la mayor resistencia parece darse en las escuelas de medicina. En efecto, como la muerte representa el fallo, y es natural el querer evitar los fallos, es lógico que haya una cierta resistencia; en el contexto institucional hospitalario existe también un rechazo implícito a la noción de ayudar al que está muriendo: asistir al muriente supone admitir la muerte, y esto es algo que una institución de salud se resiste a admitir, aun cuando en ella muera la mayor parte de la población.
Aunque las referencias a la muerte han sido numerosas en todas las civilizaciones y culturas, el cuidado del enfermo moribundo no está claramente definido y en la mayoría de las veces está sujeto a la especulación que parte de los ritos de la muerte. Aun así, contamos con algunos datos de interés.