Respaldo de material de tanatología

De la Muerte Alfonso Fernández Tresguerres

De la Muerte
Alfonso Fernández Tresguerres

Desprovista de todo dramatismo, la muerte del individuo no tiene la menor trascendencia objetiva. Se trata de un fenómeno enteramente natural mediante el que se logra la regeneración genética y la supervivencia de la especie

«El hombre es un ser para la muerte», escribió Heidegger, culminando, de ese modo, uno de los más pavorosos descubrimientos filosóficos de la humanidad, porque, sin duda, hasta entonces no habíamos caído en la cuenta de que, en efecto, somos mortales; y diríase que no cabe hablar de la muerte más que con gesto adusto y tono grave (como el que a uno le parece necesario adoptar para repetir las palabras del filósofo alemán), y, sin embargo, morirse es una vulgaridad: se trata, con toda certeza, de casi lo único que todo el mundo realiza con exquisita puntualidad y lograda perfección. Y pese a ello, la muerte nos ocupa y, sobre todo, nos pre-ocupa. No al difunto en tanto que difunto, claro está, a quien ya no le ocupa ni le pre-ocupa nada; pero es seguro que antes del tránsito sí le pre-ocupó y tal vez le ocupó también. Y aquí reside, probablemente, el error del argumento de Epicuro (del fármaco o consejo con el que pretende consolarnos y librarnos del miedo a la muerte), porque si bien es cierto que nadie puede vivir su muerte, no lo es menos que todos pueden preverla. Es verdad que la muerte no es un acontecimiento que forme parte de mi vida y al que yo pudiera calificar de «bueno» o «malo», porque para que algo sea un bien o un mal es preciso sentirlo, y la muerte es el fin de toda sensibilidad, así que, en efecto, podría parecer obvio que «mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, ya no somos», pero en tanto que la segunda de esas proposiciones resulta evidente (referida sólo a uno mismo, sin considerar ahora la muerte del otro), la primera, en cambio, no lo es tanto, porque mientras somos, existen múltiples formas de hacer presente la propia muerte, de hacer que la muerte sea, mediante la anticipación y el pensamiento, y existen también múltiples formas mediante las cuales la muerte se nos hace presente como muerte del otro (del ser querido), cuya muerte sí es un acontecimiento en nuestra vida y forma parte de ella, trágica, irreparable, irreversiblemente. Para quien ha experimentado el dolor que provoca una pérdida semejante es un consuelo saber que son muy pocos los entierros a los que verdaderamente tenemos que asistir (aunque, por lo mismo, son muy pocas las personas que asistirán verdaderamente al nuestro).

Sin embargo, pese a los deseos de Epicuro, y también a los de Espinosa, quien escribió aquello de que «un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida», lo cierto es que la muerte ha sido fiel compañera de nuestro pensamiento. Tal es así, que incluso cabría reconstruir la historia de la filosofía a partir de la idea de la muerte, esto es, de la forma en que ésta ha sido pensada por filósofos y escuelas, incluido, claro es, el propio Espinosa, quien pensó en la muerte lo suficiente al menos como para afirmar que no debe ser pensada. Santayana llegó todavía más lejos, al sugerir que un buen proceder para calibrar la fuerza de una filosofía es examinar lo que piensa de la muerte. Pero seguramente no tan lejos como Sócrates y Platón, para quienes la filosofía no es sino una meditatio y preparatio mortis. Cómo no recordar a Sócrates en su último día de vida afirmando que «los que filosofan en el recto sentido de la palabra se ejercitan en morir, y son los hombres a quienes resulta menos temeroso el estar muertos». Así pues, Platón y Sócrates, lo mismo que Epicuro, aunque tal vez por motivos distintos, no encuentran nada temible en la muerte. Esa es, asimismo, la opinión predominante entre los estoicos. La obra de Séneca, Epicteto o Marco Aurelio abunda en consideraciones de ese tenor. El planteamiento es incluso muy similar al de Epicuro: «La fuente de todas las miserias para el hombre ?dice Epicteto? no es la muerte, sino el miedo a la muerte». Y Séneca, por su parte, repite casi con las mismas palabras el argumento de Epicuro cuando escribe que a la muerte «deberíamos temerla si pudiese permanecer con nosotros, pero, por necesidad, o no llega o pasa». En el siglo XVIII, Kant, enlazando, en alguna medida, con la tradición epicúrea y estoica, afirmará expresamente la imposibilidad de pensar la propia muerte: «El pensamiento: no soy, no puede existir; pues si no soy, tampoco puedo ser consciente de que no soy». Y afirmará, asimismo, la imposibilidad de experimentarla: «El morir no puede experimentarlo ningún ser humano en sí mismo (pues para hacer una experiencia es necesaria la vida), sino sólo percibirlo en los demás». Por eso concluye Kant recordando aquello que decía Montaigne de que, en realidad, no tenemos miedo a morir, sino a la idea de estar muertos.

En el otro extremo se encuentran los filósofos existencialistas (Heidegger o Sartre), para quienes la muerte es absurda, desde el momento enque, como dice Sartre, quita toda significación a la vida (algo que a la propia muerte no parece importarle lo más mínimo). Y dentro del existencialismo (por esto, pero no sólo por esto) hay que incluir a nuestro Miguel de Unamuno, quien gritaba (Unamuno siempre escribe a voces) que con razón, contra la razón o sin ella, no quería, no le daba la gana de morirse, que haría falta que lo cesarán de la vida, porque él no pensaba dimitir (y lo cesaron, ciertamente; en concreto, el 31 de diciembre de 1936). Esta segunda gran posición del pensar sobre la muerte ha sido perfectamente resumida por F. de la Rochefoucauld (uno de mis cínicos preferidos), quien, acordándose, tal vez, de Epicuro o de los estoicos, escribió: «Puede haber diversas causas que nos muevan a aborrecer la vida, pero nunca hay una razón para despreciar la muerte».

En cualquier caso, yo sigo pensando que el error de argumentos como el de Epicuro estriba en olvidar, además de la muerte del otro, la capacidad de previsión de la propia, de la que goza (o mejor: sufre) en exclusiva el ser humano, ya que, con toda seguridad, hay que considerarla específicamente suya, porque nada nos hace suponer que el resto de los animales tengan conciencia de su propia finitud, con lo que, a fin de cuentas, en su caso sí es verdad que mientras son la muerte no es, y cuando la muerte es, ya no son. Los animales son, en ese sentido, inmortales: viven instalados en la eternidad; viven como si cada momento fuese eterno. Suponer que las cosas puedan ser de otro modo, es decir, suponer que el animal se sabe mortal, obligaría a atribuirle también una complejísima red de mecanismos mentales francamente desproporcionada y fantástica, como, por ejemplo, la capacidad de elaborar mitologías que acabaran por cristalizar en sistemas religiosos, si es verdad que la religión se encuentra frecuentemente asociada a la ilusión de una vida futura eterna e inacabable, tras el peregrinaje, con frecuencia doloroso, que nos impone esta existencia mortal.

En las sociedades humanas, en cambio, la muerte ha tenido siempre presencia permanente y constante. Muchos pueblos primitivos (si hacemos caso de afamados antropólogos) no consideran la muerte como un fenómeno natural: originariamente, los hombres no eran mortales, pero la muerte se introduce en sus vidas como consecuencia de algún pecado o de infringir alguna norma o tabú; y esto da lugar a riquísimas mitologías en las que frecuentemente se atribuye a la mujer la acción culpable que da lugar a tan desdichado evento (el pecado original y la Eva de la tradición judeo-cristiana, que induce a pecar al tontorrón de Adán, encajan con toda precisión en este esquema general, lo que viene a probar que la religión judeo-cristiana es una mitología más, que no desentona en absoluto al lado de otras; aunque también es posible pensar que Dios Nuestro Señor repitió el mismo experimento en múltiples lugares y ocasiones). Pero que la muerte no sea considerada por estos pueblos como algo natural, tiene a veces otro significado distinto, y es que la supongan siempre causada por un agente externo, ya sea un enemigo del difunto o un espíritu maligno, y ello pone en marcha importantes prácticas adivinatorias y mágicas para descubrir al causante y vengar al muerto. En realidad, la muerte es un acontecimiento tan fundamental en estas sociedades que resulta sorprendente el número y la variedad de creencias y mitos relacionados con ella, así como de ceremonias fúnebres, casi siempre de carácter mágico, y en las que resulta fácil ver dibujarse con toda nitidez el esquema de los ritos de paso, establecido por A. van Gennep: segregación, margen y agregación, que afectan no sólo al difunto (segregación del mundo de los vivos y agregación definitiva al de los difuntos), sino también a los propios familiares, a los que se considera tocados, contaminados por la muerte, motivo por el cual se les segrega temporalmente de la sociedad, para proceder luego a su nueva agregación. Tales ceremoniales no persiguen sino dos grandes objetivos: garantizar la paz del difunto y la seguridad de los vivos.

Entre nosotros (quiero decir, en las sociedades civilizadas o desarrolladas) ninguna de esas prácticas es ajena. Si bien ya no consideramos la muerte como fenómeno no natural ni tampoco culpamos de él a la mujer, al menos sí continuamos viendo a la muerte como mujer, e incluso, como ha observado Philippe Ariès, a partir del siglo XVI nace una nueva sensibilidad en la forma de entender y vivir la relación con la muerte que tiene un marcado carácter erótico. (a mis lectoras feministas les recuerdo que en aquel entonces la sensibilidad la marcaban los varones.) «Así ?como señala Ariès?, en las danzas macabras más antiguas, la muerte apenas si tocaba al vivo para advertirlo y designarlo. En la nueva iconografía del siglo XVI, lo viola». La opinión del historiador francés es del todo ajustada, y cualquiera puede comprobar por sí mismo la profunda asociación que se da entre el amor y la muerte examinando el arte y la literatura no sólo del siglo XVI, sino también del XVII y XVIII, hasta llegar al Romanticismo de la primera mitad del siglo XIX, donde el muerto acaso ya no resulta deseable, como sucedía en algunas obras literarias de los siglos anteriores, pero sí es visto como indudablemente hermoso. Esto es justamente lo que Ariès denomina la «muerte romántica». Aquella frivolidad de James Dean, que decía desear morirse joven para hacer un bello cadáver, cuadra perfectamente en este esquema.

Y tampoco faltan entre nosotros los ceremoniales fúnebres, perfectamente ajustados al esquema de los ritos de paso: prácticas relativas a la preparación del cadáver (segregación), velatorio y luto (margen, respectivamente, del difunto y la familia) y aniversario (agregación de ambos: a uno al mundo de los muertos y a los otros al de los vivos). Incluso muchas de esas prácticas tienen, y sobre todo tenían hasta no hace mucho tiempo, un obvio carácter mágico, tanto por vía de contagio como de semejanza, conforme a las dos famosas leyes señaladas por Frazer. En nuestro país, la Encuesta del Ateneo de Madrid (1901-1902), prueba con toda rotundidad la existencia de importantísimas y curiosísimas prácticas mágicas relacionadas con la muerte (y no sólo con ella: también con el nacimiento y el matrimonio) todavía en la España de principios del siglo pasado. España, entonces y ahora (y no sólo España, claro está), donde la Iglesia Católica ha asumido, con férreo monopolio, la administración de tales ritos de paso. Tímidamente, en los último años, el poder civil ha comenzado a disputarle uno de ellos: el matrimonio; pero ni el nacimiento ni los funerales disponen de una ceremonia civil alternativa.

Gustavo Bueno, partiendo de la importante distinción que establece entre individuo y persona, construye otra, no menos importante, entre muerte y fallecimiento. La muerte, como el nacimiento, afecta al individuo, pero no a la persona. Del individuo decimos con propiedad que nace y muere, pero no podemos decir que una persona nace ni tampoco que muere, a menos que hablemos metafóricamente. Por eso hay cadáveres y embriones de individuos, pero no hay embriones ni cadáveres de personas. La persona no nace porque es el mismo individuo quien se constituye en persona, y no muere porque su fallecimiento no es una aniquilación: sigue viviendo en los otros, en quienes, además, pueden continuar influyendo, incluso más que antes; y vivir en la memoria de los otros e influir en ellos es una forma, sin duda, de permanecer vivo.

Naturalmente, como el propio Bueno advierte, ese influir en los demás sólo es dado a las «grandes personalidades»; el resto tiene que conformarse con vivir en la memoria de aquellos que los trataron y amaron, y resignarse a sucumbir cuando la última de esas memorias sucumba.

Como quiera que sea, lo cierto es que todo difunto tiene al menos un minuto de gloria y un día de protagonismo absoluto: el de su entierro. Con el añadido de que ese día, antes de proceder a su olvido definitivo, será adornado con todas las virtudes imaginables. Sobre todo la bondad: todos los muertos son buenos; y hasta, piadosamente, parece desearse que todos sean santos (tal vez por eso Odilio, abad de Cluny, instituyó el Día de Difuntos el 2 de noviembre, el día después del Día de Todos los Santos). De ahí que con razón dijese Jardiel Poncela que: «Los muertos, por mal que lo hayan hecho, siempre salen en hombros».

Yo no tengo ninguna prisa en morirme, ni en recibir esos elogios, ni en salir a hombros. Prefiero que me vituperen durante muchos años vivo a que me elogien una vez muerto. No soy cristiano y sólo un poco estoico (lo que, sin duda, constituye una evolución vital de todo punto vulgar: en mi generación, a los dieciocho años se era necesariamente existencialista, pero pasados los cuarenta, uno se hace razonablemente epicúreo y moderadamente estoico), así que a menos que la «pálida dama» me halle desprevenido, dudo mucho que me avenga de buen grado a iniciar con ella unas relaciones eternas. Pero así tendrá que ser (aunque espero que un día muy lejano), y no encuentro en ello nada misterioso ni sorprendente: lo verdaderamente sorprendente no es que uno se tenga que morir, sino que haya nacido. Quien se haya detenido alguna vez a pensar la infinidad de combinaciones genéticas que eran posibles en el momento en que fue concebido, cada una de las cuales hubiera dado lugar a un individuo que no sería él, entenderá lo que quiero decir. Incluso más sorprendente que la muerte resulta el hecho de estar vivos. Yo profeso en muy variadas ignorancias, pero la de la medicina es una de las más notables; y aun procuro mantenerme lo más alejado posible de la literatura médica, porque cuando me acerco, se me hace imposible que mi cuerpo pueda estar libre de tantas y tan graves desdichas. Así que, considerando las cosas desde este punto de vista, somos condenados a muerte a los que cada día se les regala un día más (creo recordar que Pascal decía algo similar).

Nacimos de casualidad y vivimos de milagro. Eso sí resulta sorprendente, pero la muerte misma no encierra ningún misterio, o al menos, no mayor del que pueda hallarse en una taza de café que se enfría: se trata de una de las múltiples manifestaciones del segundo principio de la termodinámica, que establece que todo sistema ordenado evoluciona hacia el desorden, hacia la uniformidad, hacia la entropía. Nos morimos por la misma razón que lo hace una estrella o se enfría el agua: porque nuestro universo se halla gobernado por el principio de entropía. Y todo lo demás son consideraciones psicológicas sin demasiada relevancia. Desde el momento en que se supone que ha debido cumplir con sus funciones reproductivas, la vida del individuo, en términos evolutivos, importa poco. Algunos han sugerido (me viene a la memoria el nombre de Barash) que si la selección natural ha sido capaz de crear organismos tan complejos y órganos tan sofisticados como el cerebro humano, tal vez habría podido diseñar algún mecanismo de auto-regeneración que impidiese el envejecimiento e incluso la muerte. Tal vez. Pero lo cierto es que no ha sido así, entre otras cosas porque (y al margen de que esa idea acaso caiga en el marco de la pura ficción) a la selección natural el individuo le importa muy poco: lo que cuenta es el permanente intercambio y renovación genética en la especie. Hegel lo vio antes de que naciera Darwin ni existiera la genética: «El género humano ?escribe? sólo se mantiene mediante la desaparición de los individuos que en el proceso del apareamiento cumplen su destino, y en la medida en que no tienen otro superior, el de acercarse a la muerte».

Deseémonos, pues, larga vida, y que cuando llegue el momento de partir, tengamos la entereza suficiente para decir con Marco Aurelio: «Próximo está tu olvido de todo, próximo también el olvido de todo respecto a ti.»

Muerte por Ferrarte Mora

MUERTE

MUERTE.Platón afirmó que la filosofía es una meditación de la muerte. Toda vida filosófica, escribió después Cicerón, es una commentatio mortis. Veinte siglos después Santayana dijo que «una buena manera de probar el calibre de una filosofía es preguntar lo que piensa acerca de la muerte». Según estas opiniones, una historia de las formas de la «meditación de la muerte» podría coincidir con una historia de la filosofía. Ahora bien, tales opiniones pueden entenderse en dos sentidos. En primer lugar, en el sentido de que la filosofía es o exclusiva o primariamente una reflexión acerca de la muerte. En segundo término, en el sentido de que la piedra de toque de numerosos sistemas filosóficos está constituida por el problema de la muerte. Sólo este segundo sentido parece plausible.

Por otro lado, la muerte puede ser entendida de dos maneras. Ante todo, de un modo ambiguo, luego, de una manera restringida. Ampliamente entendida, la muerte es la designación de todo fenómeno en el que se produce una cesación. En sentido restringido, en cambio, la muerte es considerada exclusivamente como la muerte humana. Lo habitual ha sido atenerse a este último significado, a veces por una razón puramente terminológica y a veces porque se ha considerado que sólo en la muerte humana adquiere plena significación el hecho de morir. Esto es especialmente evidente en las direcciones más «existencialistas» del pensamiento filosófico, no sólo las actuales, sino también las pasadas. En cierto modo, podría decirse que el significado de la muerte ha oscilado entre dos concepciones extremas: una que concibe el morir por analogía con la desintegración de lo inorgánico y aplica esta desintegración a la muerte del hombre, y otra, en cambio, que concibe inclusive toda cesación por analogía con la muerte humana.

Una historia de las ideas acerca de la muerte supone, en nuestra opinión, un detallado análisis de las diversas concepciones del mundo ?y no sólo de las filosofías? habidas en el curso del pensamiento humano. Además, supone un análisis de los problemas relativos al sentido de la vida y a la concepción de la inmortalidad, ya sea bajo la forma de su afirmación, o bien bajo el aspecto de su negación. En todos los casos, en efecto, resulta de ello una determinada idea de la muerte. Nos limitaremos aquí a señalar que una dilucidación suficientemente amplia del problema de la muerte supone un examen de todas las formas posibles de cesación aun en el caso de que, en último término, se considere como cesación en sentido auténtico solamente la muerte humana. Hemos realizado en otro lugar este examen (cfr. El sentido de la muerte, 1947, especialmente cap. I). De él resulta, por lo pronto, que hay una distinta idea del fenómeno de la cesación de acuerdo con ciertas últimas concepciones acerca de la naturaleza de la realidad. El atomismo materialista, el atomismo espiritualista, el estructuralismo materialista y el estructuralismo espiritualista defienden, en efecto, una diferente idea de la muerte. Ahora bien, ninguna de estas concepciones entiende la muerte en un sentido suficientemente amplio, justamente porque, a nuestro entender, la muerte se dice de muchas maneras (desde la cesación hasta la muerte humana), de tal modo que puede haber inclusive una forma de muerte específica para cada región de la realidad. La analogia mortis que con tal motivo se pone de relieve puede explicar por qué ?para citar casos extremos? la concepción atomista materialista es capaz de entender el fenómeno de la cesación en lo inorgánico, pero no el proceso de la muerte humana, mientras que la concepción estructuralista espiritualista entiende bien el proceso de la muerte humana, pero no el fenómeno de la cesación en lo inorgánico.

No se trata, pues, de adoptar una determinada idea del sentido de la cesación en una determinada esfera de la realidad y aplicarla por extensión a todas las demás esferas (por ejemplo, de concebir la muerte principalmente como cesación en la naturaleza inorgánica y luego de aplicar este concepto a la realidad humana; o, a la inversa, de partir de la muerte humana y luego concebir todas las demás formas de cesación como especies, por acaso «inferiores», de la muerte humana). Se trata más bien de ver de qué distintas maneras «cesan» varias formas de realidad y de intentar ver qué grados de «cesabilidad» hay en el continuo de la Naturaleza. En El ser y la muerte (1962), el autor de la presente obra ha formulado varias proposiciones relativas a la propiedad «ser mortal», donde la expresión `ser mortal’ resume cualquier modo de dejar de ser: «1) Ser real es ser mortal; 2) Hay diversos grados de mortalidad, desde la mortalidad mínima a la máxima; 3) La mortalidad mínima es la de la naturaleza inorgánica; 4) La mortalidad máxima es la del ser humano; 5) Cada uno de los tipos, de ser incluidos en `la realidad’, es comprensible y analizable en virtud de su situación ontológica dentro de un conjunto determinado por dos tendencias contrapuestas: una que va de lo menos mortal a lo más mortal y otra que recorre la dirección inversa» (op. cit., § 9). Lo que se llama «muerte» es entendido aquí como un fenómeno, o una «propiedad», que permite «situar» tipos de entidades en el citado «continuo de la Naturaleza».

Ha sido común estudiar filosóficamente el problema de la muerte como problema de la muerte humana. En la actualidad abundan los estudios biológicos, psicológicos, sociológicos, médicos, legales, etc., sobre la muerte, con atención a casos concretos, a los modos como en distintas comunidades y en diferentes clases sociales se hace frente al hecho de que los seres humanos mueren. Estos estudios son importantes, porque ponen de manifiesto que la muerte humana es un fenómeno social, a la vez que un fenómeno natural. Por eso se tienen en cuenta no solamente los «moribundos» y los «fallecidos», sino también los sobrevivientes. La investigación propia a que antes nos referimos no deja de lado los citados estudios, pero atiende a la noción de «muerte» (o de «cesación») como noción general filosófica y no solamente como un fenómeno humano. En lo que toca al último se han contrapuesto dos tesis extremas: según una de ellas, la muerte es simple cesación; según la otra, la muerte es «la propia muerte», irreductible e intransferible. Estimamos, por nuestro lado, que la llamada «mera cesación» y la muerte «propiamente humana» funcionan a modo de conceptos-límites. De la muerte humana se puede decir que es «más propia» que otras formas de cesación, pero, a menos de cortar por completo la persona humana de sus raíces naturales, debe admitirse que tal propiedad no es nunca completa.

Junto a una investigación filosófica de la muerte, puede procederse a una descripción y análisis de las diversas ideas que se han tenido acerca de la muerte en el curso de la historia, y en particular en el curso de la historia de la filosofía. Puede entonces examinarse la idea de la muerte en el naturalismo, en el estoicismo, en el platonismo, en el cristianismo, etc. También pueden estudiarse las diversas ideas de la muerte en diversos «círculos culturales» o en varios períodos históricos. En la mayor parte de los casos este estudio va ligado a un examen de las diversas ideas acerca de la supervivencia y la inmortalidad (VÉASE).

Sobre el problema general de la muerte: O. Bloch, Vom Tode. Eine allgemeinverständliche Darstellung, 2 vols., 1909. ?G. Simmel, «Zur Metaphysik des Todes», Logos, I (1910-1911), 57-70 [recogido en Lebensanschauung. Vier metaphysische Kapitel. Cap. III: «Tod und Unsterblichkeit», 1918; 2ª ed., 1922 (trad. esp.: Intuición de la vida. Cuatro capítulos de metafísica, 1950)]. ?M. Heidegger, Sein und Zeit, I, 1927, §§ 46-53 (trad. esp.: El ser y el tiempo, 1951; 2ª ed., 1961). ?A. F. Dina, La destinée, la mort et ses hypothèses, 1927. ?R. Ruyer, «La mort et l’existence absolue», Recherches philosophiques, 2 (1932-1933), 131-174. ?Max Scheler, «Tod und Fortleben», en Schriften aus dem Nachlass, I, 1933, reimp. en Gesammelte Werke, vol. 10, 1957 (trad. esp.: Muerte y supervivencia. Ordo amoris, 1934). ?P. L. Landsberg, Die Erfahrung des Todes, 1937 (trad. esp.: Experiencia de la muerte 1940). ?Leopold Ziegler, Vom Tod, 1937. ?I. Feier, Essais sur la mort, 1939. ?J.-P. Sartre, L’Être et le Néant, 1943, Parte IV (trad. esp.: El ser y la nada, 1950). ?Romano Guardini, Tod, Auferstehung, Ewigkeit, 1946. ?Paul Chauchard, La mort, 1947. ?José Ferrater Mora, op. cit. en el texto del artículo. ?R. Troisfontaines, M. d’Halluin et al., La Mort, 1948. ?Raoul Montandon, La mort, acte inconnu, 1948. ?J. Vuillemin, Essai sur la signification de la mort, 1949. ?Béla von Brandenstein, Leben und Tod. Grundlagen der Existenz, 1949. ?C. J. Ducasse, Nature, Mind and Death, 1951 [The Paul Carus Lectures, 1949]. ?Edgar Morin, L’homme et la mort, 1951; nueva ed., 1970 (trad. esp.: El hombre y la muerte, 1970). ?F. K. Feigel, Das Problem des Todes, 1952. ?José Echeverría, Réflexions métaphysiques sur la mort et le problème du sujet, 1952. ?A. Metzger, Freiheit und Tod, 1955. ?Ursula von Mangoldi, Der Tod als Antwort auf das Leben, 1957. ?Ewald Wasmuth, Vom Sinn des Todes, 1959. ?M. F. Sciacca, Morte ed immortalità, 1959 [Opere complete, vol. 9] (trad. esp.: Muerte e inmortalidad, 1962). ?Jacques Choron, Modern Man and Mortality, 1964. ?Ph. Merlan, H. Freeman et al., Reflections on Life and Death, 1965 [artículos en número especial de Pacific Philosophy Forum]. ?Vladimir Jankélévitch, La mort 1966. ?Eugen Fink, Metaphysik und Tod, 1969. ?D. Z. Phillips, Death and Immortality, 1970. ?Fridolin Wiplinger, Der personal verstandene Tod. Todeserfahrung als Selbsterfahrung, 1970. ?Warren Shibles, Death: An Interdisciplinary Analysis, 1974. ?Louis-Vincent Thomas, Anthropologie de la mort, 1975. ?Varios autores, artículos en el número especial de The Monist, 59, 2 (1975), titulado «Philosophical Problems of Death». ?Johannes Schwartländer, Hans Heimann et al., Der Mensch und sein Tod, 1976, ed. Johannes Schwartländer. ?Peter Koestenbaum, Is There an Answer to Death?, 1976. ? Robert M. Veatch, Death, Dying, and the Biological Evolution: Our Last Quest for Responsibility, 1976. ?R. M. Chisholm, P. Edwards, et al., Language, Metaphysics, and Death, 1978, ed. J. Donnelly. ?G. Scherer, Das Problem des Todes in der Philosophie, 1979; 2ª ed., 1988. ?H. Ebeling, Freiheit, Gleichheit, Sterblichkeit, 1982. ?J. F. Rosenberg, Thinking Clearly About Death, 1983. ?Ph. Ariès, El hombre ante la muerte, 1983 (trad. esp.). ?A. Hartle, Death and the Disinterested Spectator: An Inquiry into the Nature of Philosophy, 1986. ?R. F. Almeder, Death and Personal Survival: The Evidence for Life After Death, 1992. ?J. M. Fischer, ed., The Metaphysics of Death, 1993.

A esta bibliografía hay que agregar los trabajos de los autores que sin haber consagrado obras especiales al problema de la muerte lo han considerado como central; así Unamuno (especialmente en Del sentimiento trágico de la vida), Jaspers, etc. ?Véase también la bibliografía del artículo INMORTALIDAD.

Sobre el problema de la muerte especialmente en sentido biológico: A. Weismann, Die Dauer des Lebens, 1882. ?A. Dastre, La vie et la mort, 1909. ?Doflein, Das Unsterblichkeitsproblem im Tierreich, 1913. (Para resumen popular de las investigaciones sobre el llamado problema de la inmortalidad de la célula, véase Metalnikof, La lucha contra la muerte, trad. esp.; en él se hace referencia a las investigaciones de Metchnikoff, Maupas, Woodruff, Calkins, etc.). ?Lipschütz, Allgemeine Physiologie des Todes, 1915. ?P. Kammerer, Einzeltod, Völkertod, biologische Unsterblichkeit, 1918. ?G. Bohn, Les problèmes de la vie et de la mort, 1925. ?M. Vernet, La vie et la mort, 1952 (contra las tesis mecanicistas de A. Dastre). ?D. N. Walton, On Defining Death: An Analytic Study of the Concept of Death in Philosophy and Medical Ethics, 1979. ?D. Lamb, Death, Brain, and Ethics, 1985. ? R. M. Zaner, ed., Death: Beyond Whole-Brain Criteria, 1988. ?M. P. Battin, The Least Worst Death: Essays in Bioethics on the End of Life, 1993.

Sobre el problema de la muerte, con particular atención a la cuestión del envejecimiento: Ewald, Ueber Altern und Sterben, 1913. ?Eugen Korschelt, Lebensdauer, Altern und Tod, 1917; 3ª ed., aum., 1924. ?Rafael Virasoro, Envejecimiento y muerte, 1939. ?Hans Driesch, Zur Problematik des Alterns, 1942. ?Roger Mehl, Le vieillissement et la mort, 1955; nueva ed., 1962. ?M. Arniou, A. Berge, R. Biot et al., La vieillesse, problème d’aujourd’hui, 1961 [Groupe lyonnais d’études médicales philosophiques et biologiques]. ?R. F. Weir, ed., Ethical Issues in Death and Dying, 1977. ?B. R. Barber, Advance Directives and the Pursuit of Death with Dignity, 1993.

El problema de la muerte en diversas culturas, épocas y autores: F. Lexa, Das Verhältnis des Geistes, der Seele und Leibes bei den Aegyptern des alten Reiches, 1918. ?E. Stettner, Die Seelenwanderung bei Griechen und Römern, 1954. ?E. Benz, Das Todesproblem in der stoischen Philosophie, 1929. ?J. Fallot, Le plaisir et la mort dans la philosophie d’Épicure, 1952. ?J. Fischer, Studien zum Todesgedanken in der alten Kirche, I, 1954. ?Jaroslav Pelikan, The Shape of Death: Life, Death, and Immortality in the Early Fathers, 1961. ?Philippe Aries, Western Attitudes toward Death: From the Middle Ages to the Present, 1974 [Conferencias en John Hopkins University, 1973, pronunciadas en francés]. ?María Josefa González-Haba, La muerte en el pensamiento del Maestro Eckhart, 1959. ?Mario J. Valdés, Death in the Literature of Unamuno, 1964. ?J. Wach, Das Problem des Todes in der Philosophie unserer Zeit, 1934. ?A. Sternberger, Der verstandene Tod. Eine Untersuchung über M. Heideggers Existentialontologie, 1934. ?James M. Demske, Sein, Mensch und Tod. Das Todesproblem bei M. Heidegger, 1963 (hay también ed. inglesa). ?Ugo Maria Ugazio, Il problema della morte nella filosofia di Heidegger, 1976. ?K. Lehman, Der Tod bei Heidegger und Jaspers. Ein Beitrag zur Frage: Existentialphilosophie, Existenzphilosophie und protestantische Theologie, 1939. ?Régis Jolivet, Le problème de la mort chez M. Heidegger et J. P. Sartre, 1950. ?Ferdinand Reisinger, Der Tod im marxistischen Denken heute, 1977. ?U. M. Ugazio, Il problema della morte nella filosofia di Heidegger, 1976. ?P. Edwards, Heidegger and Death: A Critical Evaluation, 1980. ?P. Ariès, La muerte en Occidente, 1982 (trad. esp.). ?R. Boothby, Death and Desire: Psychoanalytic Theory in Lacan’s Return to Freud, 1991.

Bibliografía: S. Southard, Death and Dying: A Bibliographical Survey, 1991.

VIDA IGUAL A MUERTE del Libro Negro de Giovanni Papini

Conversación 64
VIDA IGUAL A MUERTE
(DE KIERKEGAARD)

Copenhague, 6 de enero.

Entre los manuscritos inéditos de la colección Everett hallé una libreta con apuntes desordenados, escritos en lengua dinamarquesa; lo traje aquí a Copenhague a fin de que me los tradujeran.

El joven profesor Olaf Rasmussen, después de examinar el cuadernillo me dijo que se trata de pensamientos inéditos de un valor inestimable, pues ha reconocido la escritura del famoso Sóren Kierkegaard, primer patriarca del existencialismo.

Según parece, Kierkegaard tenía la intención de escribir, antes de morir, una obra nueva, y tal vez esos apuntes en mi poder son la prueba última de su pensamiento. El profesor Rasmussen fotografió una a una todas las páginas de la libreta e hizo para mí una diligente traducción del contenido.

El libro del malhadado filósofo hubiera tenido por título Vida Igual a Muerte , y su comienzo era el siguiente

«Platón escribió que la filosofía es una preparación para la muerte. Pero debió haber dicho que la vida misma, en su conjunto, no es otra cosa que la preparación y actuación progresiva de la muerte. Lo que llamamos vida es la agonía, más o menos prolongada, entre la salida de la Nada y el regreso a la Nada. Entiendo la Nada en el sentido material y humano. En verdad, la fe nos asegura que su verdadero nombre es Dios, pero no se cambia la sustancia de las cosas, porque la existencia en el abismo divino, antes y después de nuestra fugaz aparición terrena, continúa siendo para la mente humana un misterio, o sea, en definitiva, similar a la Nada.»

«Al nacer se comienza a morir. Según los físicos y los médicos, cada día se anula alguna partecita de nosotros. Por lo tanto, la vida no es resistencia contra la muerte, como alguno podría pensarlo, sino una cotidiana aceptación de la misma, o sea, no otra cosa que una forma de la muerte…»

«Cuando el místico dice que es necesario morir al mundo no hace más que repetir lo que en realidad nos sucede a todos y todos los días. El vivir no es más que un continuo renunciar, una pérdida perpetua, una anulación jamás interrumpida».

»El asceta, el místico y el santo no hacen más que esforzarse por abreviar los tiempos, por acelerar esa disolución universal de los vivientes.»
* * *

«Dios condenó al hombre a una sepultura diaria en el sueño, para recordarle esta verdad saludable y fundamental: no hay diversidad sustancial entre la vida y la muerte.»
* * *

«Quizá Dios creó a Eva durante el sueño, facsímil de la muerte de Adán, para enseñarnos que la vida no puede proceder sino de la muerte.»
* * *

«En el Breviario Romano hay un texto que dice así: Media vita in morte sumos . La diferencia profunda entre los hombres es solamente ésta: que los muertos se burlan de estar vivos, mientras que algunos vivos saben con certeza que están muertos en cuanto están ” nel mezzo del cammin di nostra vita “.»
* * *

«Lo que muchos consideran ser propiedades de la vida, amor, creación, felicidad, para los ojos del filósofo y del cristiano se demuestra ser completamente imposible. El amor, que debería ser ensimismamiento, no es más que el sueño de dos egoísmos solitarios; la creación, incluso en los genios más poderosos, es tan sólo una final confesión de impotencia; la felicidad no existe sino como ilusión relativa del pasado o como ilusión que se ubica en el futuro. Por lo tanto, la vida no existe en realidad, por esto existe solamente su opuesto: la muerte.»
* * *

«Mi agonía a la que, víctima también yo del error común, frecuentemente denominé vida, está por concluir. Pero, si en la vida no hallamos otra cosa que muerte, lícito es suponer que el estado denominado por nosotros muerte, por retorsión o devolución dialéctica será la vida, aquella vida verdadera, que anhelamos inútilmente en la prolongada agonía de la tierra.»
* * *

«Cristo fue condenado a muerte ya desde su nacimiento (la matanza de los inocentes en Belén) para significar el fin último y supremo de su venida al mundo: ser muerto. Entre esas dos condenas a muerte, la de Herodes y la de Caifás, adquiere consistencia y significado la “vida” de Jesús. Es el Muerto por excelencia, y por esto es el Unico que tiene poder para resucitar a los demás y a Si mismo.»
* * *

«Las palabras de Cristo: “Dejad que los muertos entierren a sus muertos”, son incomprensibles si no se acepta la identidad entre la Vida y la Muerte. ¿Cómo podrían los muertos, en el sentido vulgar de la palabra, cavar fosas y depositar los cadáveres? Simplemente, Cristo quiere significar que tanto los sepultureros como los difuntos pueden ser denominados con un mismo nombre, dado que están en una misma condición: muertos.»
* * *

«Los muertos están todavía vivos, tal fue el gran descubrimiento de los primitivos. Los vivos están muertos; tal fue el descubrimiento de la moderna filosofía existencialista.»

«En este lecho en el que me hallo tendido, ¡oh Señor!, no concluyo de vivir, sino que concluyo de morir. La Resurrección no tendría sentido…»

Con estas palabras truncadas llegan a su término los pensamientos de Kierkegaard.

El resto de las páginas del cuadernillo, la mayoría, han quedado en blanco.

Algunas formas de la muerte

Algunas formas de la muerte

Carlos Castillo López

El destino, entendido como un conjunto de acontecimientos de la existencia de una persona que se consideran determinados, me parece un concepto equívoco. Bajo el argumento de esta definición, la existencia de un destino asegura que en alguna parte está, digamos, preescrito cada día que sucede en la vida del individuo, cada situación y cada decisión, un manual que contiene todas las posibilidades de la existencia de cada cual. Más bien considero que ese destino se encuentra guiado por una infinitud de sucesos, anteriores hasta el principio del tiempo, en los que nosotros no tenemos relación alguna, y que sin embargo son fundamentales para que estemos aquí, ahora. Un ejemplo: el árbol genealógico que nos incluye es el resultado de una serie de azares que lograron hacer coincidir en tiempo y espacio a nuestros antepasados, la familia, y basta una omisión en esa cadena de historia propia para que todo el futuro se altere. A su vez, todo ese antes que precede al hoy es producto de un conjunto de azares, del azar, y es esa suerte la que rige también nuestra vida, la que nos presenta diversas alternativas; la voluntad, por su parte, nos hace dejar a un lado todas las demás posibilidades y elegir una, acto de negar tanto por una sola opción que empieza quizá al abrir los ojos por la mañana, y que hace que cada día sea como es: salir a comprar el diario por la mañana, decidir pasar al café de la esquina y no caminar por un rato en el parque, leer el periódico en vez de volver a entablar una charla que había quedado pendiente… El azar, que nos presenta cada una de las situaciones que acontecen en nuestra vida, es demasiado grande como para contenerse en un destino ya escrito, porque la vida puede modificarse en cualquier instante, caminar en sentido contrario al menor giro de cabeza.

Sin embargo, André Malraux afirma que la tragedia de la muerte es que transforma la vida en destino, pues es cierto, encierra la última posibilidad en un punto único e irrevocable. En la muerte se cortan todas las opciones que el azar presta a la existencia física para devenir cada una en el mismo final. La confirmación del destino solamente es posible a través de la muerte, que sin haber sucedido es la única posibilidad que siempre estará presente; ese estar continuo, esa rebeldía a aceptarla como el fin último del ser ha legado teogonías, filosofías y ciencia que buscan ya transformarla, justificarla o vencerla. Sobre la muerte, ese silencio que en la cultura helénica era la ruta hacia el olvido, los griegos inventaron la lectura colectiva, que más tarde devino en el teatro y las representaciones callejeras de obras y textos que se conservan a la fecha: en la literatura de Sófocles, Shakespeare, Lope de Vega o Bertolt Brecht. También con la muerte de fondo Edgar Allan Poe imaginó sus Narraciones Extraordinarias, Juan Rulfo cuentos como ¡Diles que no me maten!; Rimbaud y Baudelaire la hicieron navegar por mares de letras y símbolos, Miguel Hernández la rimó como herida desde su encierro en una cárcel, Octavio Paz la combatió e hizo trascender a la vida por el amor eterno, aquél que sobrepasa lo fugaz del cuerpo en el alma doble que se funde en una sola… El medio que los hombres hemos empleado para lograr ese viaje más allá de lo humano es el alma, vehículo del hombre que vence a la muerte y transporta su ser a otro plano, hasta otra forma que, de cierta forma, no deja de ser vida ni existencia: el dualismo vida-muerte.

Cuando el alma aparece también lo hacen las religiones. Ese dualismo -vida-muerte- y su medio de trascendencia ?el alma- trae consigo otra dualidad: el bien y el mal. Las principales religiones se fundan en preceptos morales que guían el comportamiento en vida para asegurar la trascendencia, el bienestar o el castigo del más allá. La muerte es vencida por el alma que supera el plano físico; la vida es el camino para preparar la continuidad del alma en mil y una formas: reencarnaciones anunciadas, edenes cultivados por la mano del Absoluto, la unión al Todo y su aura de plenitud. Para el Islam, el cuerpo guarda el alma una noche para que ángeles la interroguen acerca de su fe en Alá; ser piadoso honesto, caritativo y apegado al Torá representa para los judíos el medio de alcanzar la vida eterna; los budistas rezan El libro tibetano de los muertos para que el difunto tenga un mejor renacimiento y pueda liberarse de los límites de la existencia; los católicos, bajo el precepto “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, siguen el ejemplo de Jesucristo como camino hacia la salvación. La muerte en positivo, no como final, como principio de otra existencia cultivada en vida, preparada para vivir esa muerte que deja de ser destino para volverse un paso más, una certeza inevitable que no obstante nos transporta a otra vida que será fruto de los actos anteriores, las decisiones que hayamos descartado, o en positivo, opciones tomadas ante ese a veces tan complicado acto de decidir. Asimismo, en la decisión imperan la libertad y la voluntad, el acatar los cánones morales que inducen al bien no por encima de los demás sino en armonía con ellos; pero esa libertad también puede ser entendida al revés, bajo interpretaciones que más que beneficiar han dañado a sus seguidores, que aguardan la muerte antes que la vida, la idea de un más allá ?que es sólo una posibilidad, una creencia- cuyo precio es la negación del ser. Los extremismos islamistas actuales son clara muestra de ello, así como los fanatismos religiosos que en nombre de una creencia considerada como absoluta y universal atentan contra la libertad de elegir la forma de llevar el sentido de trascendencia del prójimo.

Otro ejemplo de esa libertad de la voluntad humana son los textos de autores que abrazan la muerte y navegan con ella para expresar su desaire por la vida: el pensador rumano E.M. Cioran, en un libro titulado Las cimas de la desesperación, resalta los atributos casi heroicos del suicidio, tacha la moral como una especie de cadena conformista del hombre que sólo se justifica por la necesidad que tenemos de darle a la existencia una continuidad, que la religión se encarga de mantener firme, atándonos a las “reglas que nos intentan asfixiar”. El suicidio es la negación de la vida, la opción que se toma cuando se piensa que no hay más, cuando nubes que podrían parecer eternas impregnan el cielo alrededor, pero sólo en apariencia: decidir por la muerte es negar al azar, que puede traer un cambio repentino, inesperado, una alteración de todos los cursos para bien o para mal. Es asimismo un acto de egoísmo, de libertad total y exclusiva que no sólo mata a quien lo comete sino a quienes lo rodean, pero es en fin de cuentas un acto de libertad. El escritor español Javier Marías argumenta que de lo único que dispone el ser humano para sí, que nadie es capaz de apresar o influir, es el cuerpo que encarna al presente, la vida de hoy. Ahí está incluido el querer vivir o no, un derecho que lleva a la voluntad a elegir, no obstante el extremo tan drástico y el límite tan pobre de voluntad que conlleva este acto. Este y todos los comportamientos, así como la forma de calificarlos en buenos o malos, derivan en la Ética, el medio para llegar al bien, hasta el arjé primero que después será la Metafísica, ambas estudiadas a la luz de la razón: la Filosofía, cuya historia a través del tiempo es reflejo de que desde épocas muy antiguas el hombre ha profundizado en ambos dualismos, que son la base del pensar moderno.

Antes de la Filosofía, el orden del mundo físico y los pasos hacia la vida que vence la muerte por la fe se rigieron por las más diversas teologías. Algunos de estos sistemas adaptaron en fantásticas mitologías -la griega, la romana, la egipcia o la inda- el origen, el fin y los ciclos de la naturaleza. Cabe destacar que el nacimiento de la Literatura en aquellas civilizaciones milenarias se realiza en los primeros escritos sacros, que guardan ritos misteriosos y obscuros, hazañas épicas o historias fantásticas, máximas y citas de grandes hombres que se han encargado de mostrar que el camino del bien es el adecuado para la continuación de la vida. Junto a la veneración de las fuerzas de la Tierra nacen también los dioses que las representan, así como las efigies, altares y monumentos que son tributo y memoria, reducto de esas cosmogonías históricas que sobreviven hasta nuestros días, libros de un saber lejano al nuestro y que, como la línea genealógica del hombre, requieren de cada uno de sus pasados para devenir en el presente que fue, que es. Las interpretaciones de los fenómenos y los hechos de la naturaleza varían en cada civilización, todas ricas en ritos y leyendas que van desde la voz creadora de un Dios absoluto y eterno hasta los cinco soles de los aztecas, de los cuales vivimos el quinto, el del movimiento… Toda esta teocracia presente en la Historia del hombre ha sido también un punto de partida para el Arte, que ya sea en forma de Buda en los valles de Afganistán o bajo las cúpulas de las iglesias europeas vio sus primeras luces en la representación de dioses, en su veneración, en la certeza de que erigir grandes paredes, columnas o templos es necesario para dar cimientos a la fe, lugares de meditación donde la vida combate a la muerte y levanta reductos de paz, de oración.

La muerte y la lucha en su contra es tema recurrente en el arte oriental y occidental, motivo de grandes obras pictóricas, escultóricas y arquitectónicas: no solamente los grandes centros de culto que se encuentran en Italia, Jerusalén, Arabia Saudita, Egipto, la Isla de Pascua o Stonehedge, también en los cuadros del Greco o Murillo, de Goya en los matices del Periodo Oscuro, en Miguel Ángel y la Capilla Sixtina o Bernini en la columnata de la Plaza de San Pedro, en el Vaticano; de las cimas frías de las ruinas de Machu Pichu a las escalinatas de las pirámides en Uxmal o Palenque. O los cementerios, que en no pocas ocasiones son más que monumentos a la muerte: reductos donde ésta se adorna y se toma como motivo para la belleza: el Pérre Lachaise o el Montparnasse de París, el de la Recoleta en Buenos Aires, el judío entre las calles silentes de Praga, las miles de lápidas blancas que se levantan tétricas sobre ciertos jardines de Washington que guardan a los muertos de guerra estadounidenses…

La muerte, el alma que perdura, la religión que guía la trascendencia y la mano del hombre van unidos en un estrecho círculo, en esa forma tan peculiar de rendir tributo a los difuntos que tenemos, por ejemplo, los mexicanos: una fiesta que acompaña a veces disimuladamente los velorios, esos días de noviembre cuando los camposantos de todo el país se visten de colores, olores y formas tan variadas cuan irreverentes -podría pensarse-, pero en fin de cuentas un ritual, una forma de hacer presentes a quienes el destino enunciado por Malraux se llevó antes, una muestra de memoria, el ruido necesario para vencer al olvido, el siguiente paso, el incierto, en el que se cree quizá por necesidad, por consuelo, pero que es la suerte que alguna vez mencionó Blaise Pascal: la apuesta por Dios siempre es buena; al ganar hay salvación a cambio, al perder no pasa nada. Aún en la muerte, el destino se rompe en un último azar, el de la libertad, el de la voluntad, el de haber optado por un credo que es la negación de las posibilidades de otros, la elección que sólo sabremos cierta después del final.

C.C.L. noviembre de 2001, Ciudad de México; xsharly@hotmail.com

LA CONSTRUCCION SOCIAL DE LA MUERTE . Una mirada actual

LA CONSTRUCCION SOCIAL DE LA MUERTE . Una mirada actual
Autora: Marisel Hartfiel
Introducción:

¿Por qué una construcción social?

Sin duda la muerte ha inquietado al hombre de todas las épocas. Hoy en día tiende a verse como un dato objetivo, estanco e indiscutible, y como un hecho biológico e individual, esta concepción sin duda está fuertemente vinculada con la medicalización y cientifización de la vida (de la salud y la enfermedad) y por ende de la muerte.

Sin embargo, la representación y las actitudes del hombre ante la muerte (costumbres, mitos, creencias, ritos) han sido muy diferentes en distintas épocas y en distintas sociedades. Es por esto que la muerte es mucho más que una cuestión médico científica y que por todas sus implicancias culturales particulares, debe ser entendida como una Construcción Social e Histórica.
Los acontecimientos históricos que posibilitan entender la muerte hoy

El recurso histórico es fundamental para comprender un acontecimiento actual, ya que nos permite entender ¿cómo ha sido construida la imagen o representación y las actitudes que hoy tenemos frente a la muerte?, y ¿bajo qué mecanismo ha sido posible construir esta imagen como natural e inmutable?.

Para responder a estos cuestionamientos, e intentar comprender las características que hoy socialmente ha tomado el tema de la muerte, es necesario recurrir a dos momentos históricos relevantes que marcan una ruptura y un cambio estructurales: El siglo XIX, momento en que los médicos comienzan a diagnosticar la muerte y el siglo XX con la introducción de la gran tecnología médica y la puesta en funcionamiento de las unidades de cuidados intensivos.

Estas rupturas instauran una nueva forma de ver y hablar, una nueva concepción, una nueva mirada sobre la cuestión de la muerte. ¿Cómo se vive la muerte de otros?, ¿Qué me imagino de mi propia muerte?, ¿Qué ritos, qué costumbres, qué gestos, qué palabras, que actitudes esperables se construyen?, todas estas preguntas tienen un antes y un después con respecto a los momentos de ruptura.

SIGLO XIX: Los Médicos Comienzan a Diagnosticar la Muerte

Hasta fines del siglo XVIII principios del XIX la figura del médico está separada de la muerte, el médico acompaña al paciente mientras “hay algo que hacer”, cuando excede sus posibilidades de accionar el agonizante queda al cuidado de su familia. Esta época se caracteriza por el miedo a la muerte aparente y no se confía en el médico para determinar si se ha saltado la barrera entre la vida y la muerte

Con el proceso de medicalización (SXVIII) comienza una fuerte intervención médica, este se transforma socialmente en un agente de regulación y control por parte del estado, que ya en este siglo ha comenzado a intervenir en la salud de la población fijándolo como un objetivo general, que le permite garantizar un cuerpo social sano para la producción. “El médico se convierte en el gran consejero y en el gran experto en observar, corregir y mejorar el cuerpo social. Y es su función de higienista, más que sus prestigios de terapeuta, quien le asegura esta posición políticamente privilegiada en el siglo XVIII”.

Sin embargo será recién a principios del siglo XIX, que se comenzará a confiar en el diagnóstico médico. A esta repercusión de la medicalización de la vida, se le suma el nacimiento de la medicina moderna (a fines del siglo XVIII) y la creación del estetoscopio (1818) que llevan a la certeza y confianza en el diagnóstico médico de la muerte. Así es que en el siglo XIX se apacigua el miedo a la muerte aparente y aparece la figura del médico como fiscalizador, como quien comprueba y diagnostica la muerte del sujeto.

La muerte deja de ser patrimonio de la religión, de la filosofía y pasa a ser una cuestión de la ciencia médica.

SIGLO XX Nace la Terapia Intensiva.

En este siglo se produce un gran avance de la tecnología de la salud y aparecen los cuidados intensivos que posibilitan prolongar la vida a pacientes que de no ser por estos cuidados morirían. Estos avances científicos que por un lado prolongan la vida, por otro modifican los límites de la vida y muerte y de la forma de morir, ya que el agonizante no podrá estar acompañado de su familia. Y así como en otras épocas el miedo era por el ?no saber?, hoy el hombre teme al exceso de saber y se ve obligado a ponerle límites.

Con el nacimiento de la terapia intensiva la muerte se hace aún más científica, más técnica y se despoja aun más de todo carácter social y cultural. En este segundo momento, se suma a la muerte secularizada, la muerte solitaria, el hombre de hoy muere en el hospital, lejos de sus afectos. Este segundo proceso profundiza y refuerza la medicalización de la muerte.

Caracterización de las Actitudes ante la Muerte

Los ritos funerarios como los velatorios prolongados, la preservación del luto y el tiempo de duelo, o las visitas periódicas al cementerio; significaban mucho más que una demostración de respeto y afecto a la memoria del difunto. Estos ritos eran ?una estrategia defensiva implícita, que tomando como pretexto el interés del muerto, desempeñaban una función fundamental: la de preservar el equilibrio individual y social de los vivos? [2]. Otros ritos como el doblar de campanas o el paseo del cortejo fúnebre, refuerzan este significado de compartir el dolor con la comunidad, eran un llamado que mostraba el dolor y reclamaba comprensión social. La muerte era un acontecimiento público que la sociedad necesitaba cicatrizar.

Hoy, algunos de estos ritos se han simplificado muchísimo, otros han desaparecido completamente.

Hoy la muerte se caracteriza principalmente por:

*Negación de la muerte:

– La muerte aparece como un fracaso de la técnica y del modelo del hombre moderno que ?todo lo puede?, cuando encuentra ese límite no puede otra cosa que negarlo.

– La muerte ha sido excluida de la sociedad moderna, siempre es una sorpresa, un accidente, y como tal se transforma en un hecho clandestino que debe disimularse, ocultarse, y superarse rápidamente. La muerte no puede ser socialmente pensada ni hablada señala Freud ?la única manera de hablar de la muerte es negarla? [3].

*Individualización

– La muerte pasa de ser un espectáculo público a ser un acontecimiento privado, íntimo. El hombre moderno muere en el hospital solo, o apenas rodeado de sus familiares más cercanos.

– Algunas de las causas que pueden explicar esta individualización de la muerte son: la urbanización, la tecnologización, la medicalización de la enfermedad, la negación de la muerte, la simplificación de los ritos y la ruptura de los lazos sociales.

*Mercantilización

– La negación de la muerte lleva directamente a la necesidad de que ?alguien se ocupe por mí? nace todo un negocio en torno a la muerte:

*Servicios completos de velatorios: que evitan llevar el cadáver al domicilio.

*Cementerios privados: que se ofrecen promocionando: ?una solución definitiva y a su alcance?, ?Adquiera un espacio en campo dorado?, ?individual y privada como su decisión?, etc..

*Cremación: que se ofrece también como solución definitiva, y que en muchos países del mundo a tenido un crecimiento vertiginoso, en nuestro país puede advertirse un crecimiento en los últimos años.

Todos estos mensajes refuerzan la individualización y la negación, además de remarcar las desigualdades que subsisten con respecto a la muerte.

Autores Consultados

  1. Aries Philippe, El hombre ante la muerte, ed.: Taurus, 1984, Madrid, España.
  2. Louis Vincent Thomas, Antropología de la muerte, ed.: Fondo de Cultura económica, 1983, México.
  3. Louis Vincent Thomas, La muerte: una lectura cultural, ed.:Paidós, 1991, Barcelona, España.
  4. Gracia Diego, Vida y muerte: bioética en el trasplante de órganos, ed: Comunidad de Madrid, España.
  5. Foucault Michel, La vida de los hombres infames, ed.: Altamira, Bs. As. Argentina.
  6. Foucault Michel, Genealogía del racismo, ed.:Altamira, Bs. As. Argentina.
  7. Foucault Michel, Saber y Verdad, ed.:Altamira, Bs. As. Argentina.
  8. Murillo Susana, Foucault: Saber, poder. ed.: public.UBA. , Bs.As. , Argentina.

Footnotes

[1] M.Foucault, La política de la salud en el siglo XVIII, pag.101.

[2] Louis Vincent Thomas, La Muerte. Una lectura cultural, pag.119.

[3] S.Freud, Consideraciones actuales sobre la vida y la muerte.

la muerte como simbolo universal

La muerte como símbolo universal

La muerte es el fin absoluto de algo positivo y vivo: un ser humano, un animal, una planta una amistad, una alianza, la paz, una época. No se habla de la muerte de una tempestad y sí en cambio de la muerte de un hermoso día.

En cuanto símbolo, la muerte es el aspecto perecedero y destructor de la existencia. Indica lo que desaparece en la ineluctable evolución de las cosas. Pero también nos introduce en los mundos desconocidos de los infiernos o los paraísos; lo cual muestra su ambivalencia, análoga a la de la tierra, y la vincula a los ritos de pasaje. Es revelación e introducción. Todas las iniciaciones atraviesan una fase de muerte antes de abrir el acceso a una vida nueva. En este sentido la muerte nos libra de las fuerzas negativas y regresivas, a la vez que desmaterializa y libera las fuerzas ascensionales de la mente. Aunque es hija de la noche y hermana del sueño, posee el poder de regenerar.

Si el ser a quien alcanza no vive más que en el nivel material o bestial, cae a los infiernos; si, por el contrario, vive en el nivel espiritual, la muerte le desvela campos de luz. Los místicos, de acuerdo con los médicos y los psicólogos, han advertido que en todo ser humano, a todos sus niveles de existencia, coexisten la muerte y la vida, es decir, una tensión entre fuerzas contrarias. La muerte a un nivel es tal vez la condición de una vida superior a otro nivel.

En la iconografía antigua la muerte se representa con una tumba, un personaje armado con una guadaña, una divinidad que tiene a un ser humano entre sus quijadas, un esqueleto, una danza macabra, una serpiente o cualquier animal. El esqueleto dibujado sobre esta lámina es suficientemente elocuente como para no tener necesidad de ser comentado.

«Quizá sea para avisarnos de que la muerte en cuestión no es la primera muerte individual, sino la destrucción que amenaza nuestra existencia espiritual ».

La muerte tiene, en efecto, varias significaciones. Liberadora de las penas y las preocupaciones, no es un fin en sí misma; abre el acceso al reino del espíritu, a la vida verdadera: mors janua vitae (la muerte puerta de la vida). En sentido esotérico, simboliza el cambio profundo que sufre el hombre por efecto de la iniciación. El profano debe morir para renacer a la vida superior que confiere la iniciación. Si no muere en su estado de imperfección, se le veda todo progreso iniciático. Asimismo, en alquimia, el sujeto que ha de constituir la materia de la piedra filosofal, encerrado en un recipiente cerrado y privado de todo contacto exterior, debe morir y purificarse. Así, la decimotercera lámina del Tarot simboliza la muerte en su sentido iniciático de renovación y de renacimiento, que recupera fuerzas al contacto con la tierra.

Entierros prehispánicos

Como los mayas, los aztecas practicaban dos clases de ritos funerarios, la cremación y el entierro. Entre los aztecas se enterraba sólo a los que morían ahogados, fulminados por un rayo, los gotosos, los hidrópicos, y las mujeres muertas en parto.

Hacían a honra de los montes unas culebras de palo o de raíces de árboles, y labranles la cabeza como culebra; hacían también unos trozos de palo gruesos como la muñeca, largos, llamabalos ecatotontli; así a estos como a las culebras los investían con aquella masa que llamaban tzoal… también estas imágenes en memoria de aquellos que se habían ahogado en el agua, o habían muerto de tal muerte que no los quemaban sino que los enterraban (Sahagún, 1985:88-89).

Los grandes personajes también eran enterrados con toda solemnidad en cámaras subterráneas, en posición sédente, ricamente vestidos y acompañados de sus armas según afirma Muñoz Camargo. Los demás, eran incinerados. Los toltecas practicaban la cremación, en tanto los mixtecas y zapotecas hacían tumbas para enterrar a sus personajes destacados.

De los datos disponibles para el Centro de México, sabemos que sólo se enterraban en cuevas a los personajes importantes como Xolotl, o bien, ahí se colocaban los restos de los que habían sido sacrificados en las montañas a Tlaloc; y a Xipe y Tlalocatecuhtli en los templos. Esto significa que la mayoría de los habitantes que se suponían irían al Mictlan eran incinerados. Las cenizas eran colocadas en una vasija con una cuenta de jade, símbolo de la vida, y se enterraban dentro de casa.

De los entierros asociados a Tlaloc podemos marcar una tradición perceptible desde el Clásico en el Altiplano Central contemplando las pinturas de Tepantitla en Teotihuacan, ahí la entrada al paraíso o Tlalocan ?lugar donde descansan los muertos? es una caverna, que forma la parte inferior de una deidad. Posiblemente este concepto orilló a depositar los restos de los sacrificados mexicas en cuevas, sobre todo aquellos niños inmolados en las montañas.

En el área maya, Alberto Ruz (1968:151) recopiló gran cantidad de información en referencia a la práctica funeraria de los antiguos mayas en cuevas. Los datos apuntan a que los enterramientos humanos en cuevas con frecuencia estaban asociados a la cremación y a la colocación de los restos en ollas, presentándose en algunos casos verdaderos osarios. Con anterioridad Thompson y Mercer habían descrito algunas cuevas como sitios de enterramiento en el norte de Yucatán, que se suman a los actuales hallazgos en Chiapas entre los ríos Usumacinta y Grijalva, con los de Belice, y Guatemala, mostrando así una larga tradición de esa costumbre sobre todo para el Clásico, Posclásico, y aún con presencia para la Colonia.

Diferentes tipos de enterramiento entre los mayas.

1.    Sencillos, simples hoyos abiertos en la tierra o en el relleno de una construcción, sin ninguna obra intencional que los delimite.

2.    En cuevas o chultunes, utilización de oquedades naturales o de cisternas excavadas en el suelo.

3.    En cistas, sepulturas en el suelo o edificios, con muros toscos de mampostería o piedras secas, generalmente sin tapa y de menor tamaño que la longitud de un cuerpo extendido.

4.    En fosas, especie de ataúdes cuidadosamente hechos de losas o mampostería, cubierto con una tapa, por lo general con piso de estuco, en que cabe un cuerpo extendido, y que fueron cavados en el suelo o dentro de edificios.

5.    En cámaras, cuartos de tamaño variable, suficientemente altos para que pueda estar un hombre derecho, muros de mampostería y techos generalmente de bóveda, construidos en montículos o dentro o debajo de edificios.

6.    Sarcófagos, ataúdes tallados en piedra o hechos de losas que se encuentran en cámaras funerarias.

Otra tradición funeraria de Mesoamérica está en el Golfo. Entre los totonacas la cueva era la entrada a la residencia de los muertos. Pero no era necesario que fueran enterrados en una cueva, disponían del yugo, que como instrumento ritual se utilizó para los personajes más importantes como un modelo o símbolo ctónico que unía al hombre con la Tierra. El yugo esta adjunto a manera de ofrenda en algunos entierros, estos objetos de piedra en forma de herradura, en ocasiones cerrados, presentan excepcionalmente ornamentación en altorrelieve, con representaciones de batracios de grandes fauces abiertas. En otros casos aparece el Monstruo de la Tierra, provisto de garras a la manera de Tlaltecuhtli o con entrelaces que reproducen a la Serpiente de la Tierra (Marquina, 1981:475-477) elementos que como hemos visto durante este capítulo se articulan con las espeluncas.

También para los mixtecos las cavernas son la entrada al lugar de los muertos, la Cueva de Ejutla en la Cañada Mixteca de Oaxaca es un ejemplo, ahí se localizaron más de 50 entierros al interior de cámaras mortuorias con estructuras rectangulares y celdas circulares asociadas a ofrendas con restos de huesos animales como perros (Moser, 1975); al parecer se quería interpretar al perrito que acompaña al muerto durante su viaje al inframundo durante el segundo piso, en el tránsito del río descrito en el Códice Vaticano A (cfr. pág. 108). Según Heyden (1976:22) los entierros en cavernas entre los mixtecas correspondían a las momias de sus reyes y señores, puestas con muchas ofrendas que incluían hasta códices.

Pasemos ahora a Aridoamérica, el norte de México es posiblemente la región en donde el uso funerario de formaciones subterráneas naturales es mas frecuente. Los cuerpos por lo general están envueltos en tilmas, momificados por las condiciones de escasa humedad y temperatura. Los entierros descritos para Aridoamérica corresponden a formas de producción diferentes a la tributaria, y difícilmente pueden ser considerados como mesoamericanos, aunque compartan la misma periodificación con Mesoamérica.

Como se ha apuntado para los mexicas y los mayas, se acostumbraba el entierro al interior de las casas. Algunos etnohistoriadores y arqueólogos suponen el uso de ollas bajo los pisos de las casas o en las partes posteriores para depositar las cenizas, o bien, las osamentas de sus antepasados. Con esta conducta se quería verificar la idea del regresar a la Tierra como el regresus ad uterum. En esta secuencia recordemos el caso del Opeño en Michoacán, sitio olmeca del 100 al 50 a. C. donde según Noguera (1971: 84-85, cit. a Piña Chan) se encuentran entierros excavados y tallados en tepetate a una profundidad cercana a los 1.50 m, partiendo de la superficie del terreno. Más adelante nos describe que este tipo de tumbas es común para los actuales estados de Nayarit, Colima y Jalisco proponiendo una clasificación de estas tumbas bajo los siguientes conceptos: sepulcro en forma de botella; tumbas en forma de fosa simple; y tumbas de tiro y bóveda.

Si hablamos de tumbas excavadas, que mejor ejemplo en Mesoamérica que Monte Albán, en donde tal vez la escasez de espeluncas próximas los obligó a realizar estas obras arquitectónicas. Las tumbas excavadas suman un total de 153 sobre las laderas de la montaña, o en los patios de las construcciones. Las tumbas son de planta rectangular con muros verticales y techos de losas planas. En períodos posteriores se anexaron vestíbulos, nichos, banquetas, escalones, y techos con losas inclinadas (Marquina, 1981:335-341). Monte Albán muestra una intensa necrolatría, desde las sencillas tumbas del período I hasta la época IV, pasando por el significativo período II, donde parece ser que el culto al Dios Murciélago fue definitivo, pero por las urnas funerarias conocemos más de 18 dioses.

Vida de ultratumba, ceremonialismo y divinidades en Monte Albán.

Las tumbas de la época I no llegan a las grandes estructuras futuras. Son simples fosas rectangulares con muros de piedra y techos de grandes lajas planas. Los muertos aparecen casi siempre acostados boca arriba, y las ofrendas son frecuentemente muy numerosas. Sin embargo, en esta sencillez de los edificios mortuorios es evidente que ya se inicia esa intensa necrolatría, esa orientación hacia el otro mundo de toda la cultura que se ha de ver mucho más desarrollada en las épocas futuras.

La existencia, desde entonces, de templos y posiblemente de un alineamiento de ellos y de la organización de lo que será en la época 11 la gran plaza de Monte Albán, las tumbas excavadas, los danzantes y todo el complejo que representan, la escritura y el calendario, todo es ya parte del rasgo más característico de Mesoamérica: su intenso ceremonialismo. Es evidente que aunque se trate, como indudablemente así es, de la primera cultura representada en Monte Albán, de ninguna manera estamos frente a un mundo primitivo; y si bien todavía no es un mundo plenamente urbano y civilizado, ya está muy cerca de serlo. Es una situación, desde el punto de vista de la evolución cultural, muy similar a la que encontramos entre los olmecas de Veracruz.

Notable es la cerámica gris, tanto la de uso diario como la ceremonial, muy pulida y muy fina, frecuentemente decorada con incisión o con grabado. Representa formas sencillas de vasija o bien figuras humanas o animales, gatos, conejos y muchos otros. Es una cerámica muy libre, muy personal, que todavía está bastante lejos del rigorismo futuro y una de las más bellas jamás’ producidas en Mesoamérica. Las piezas son todas distintas, no simplemente porque estén hechas a mano, que es lo común entonces, sino porque hay una verdadera individualidad, un espíritu creador que preside la elaboración de cada pieza, por sencilla que sea. Junto al gris tenemos la cerámica crema, frecuentemente pintada de blanco o con un pulimento rojo muy brillante. Aparecen ya efigies de dioses ?los primeros dioses de Mesoamérica?, pero todavía no podemos hablar de urnas en el sentido futuro. Los pocos dioses representados entonces, probablemente diez, son todos masculinos. Las únicas figuras femeninas de esta época son más bien las figurillas habituales a Mesoamérica; aunque en un estilo un poco distinto, todas presentan esa característica de anonimidad, ya que no parecen todavía representar un dios concreto como sucederá después.

(Ignacio Bernal, 1978:375. )

Necrolatría: una teología para la muerte

Los rituales funerarios sugieren la existencia de una región cuya esencia se refiere a la vida, la muerte y la resurrección. Los dioses fueron el emblema de la transformación eterna del universo y del hombre (Münch, 1983:41).

La religión mesoamericana en general, particularmente del centro de México en los tiempos inmediatamente prehispánicos, se caracteriza por su preocupación por la muerta. Numerosos seres terribles se concebían como gobernantes del lado oscuro del universo y tenían influencia sobre la noche y las profundidades de la tierra.

El dios maya de la muerte desempeñaba un papel muy importante en aquella región y con frecuencia se le encuentra representado en los tres códices mayas que se conservan. El mundo inferior quiché, Xibalba y sus señores merecieron atención considerable en el Popol Vuh.

Los aztecas reverenciaban a numerosos dioses de la muerte y creían en monstruos; sin embargo, dos de estas deidades eran los dioses de la muerte por excelencia: Mictlantecuhtli y la parte femenina, su esposa Mictecacíhuatl. Gobernaban juntos sobre el nivel noveno y más profundo del mundo inferior, Chicnauhmictlan.

Los dioses de la muerte tenían íntimamente asociados con ellos, criaturas terribles, como arañas, escorpiones, ciempiés, murciélagos y tecolotes; los dos últimos servían como sus mensajeros. La serie importante de los patrones del Tonalpohualli, los “nueve señores de la noche”, o Yohualteuctin, no eran, sin embargo, dioses de la muerte, propiamente, con excepción del mismo Mictlantecuhtli, aunque estaban íntimamente asociados con la noche, la muerte y los nueve niveles de los mundos inferiores.

Una clase especial e interesante de diosas con asociaciones macabras eran las Cihuateteo, o Cihuapipiltin, las almas deificadas de las mujeres que habían muerto en el parto y que se creía espantaban y aterrorizaban a los vivientes en los cinco días inútiles del Tonalpohualli.

Historia de los Cuidados Paliativos

CUIDADOS PALIATIVOS
PASADO, PRESENTE Y FUTURO
Dr. J. Montoya Carrasquilla
http://www.artemorir.homestead.com/index.html
http://www.communities.latam.msn.com/ElArtedeMorir

“El médico debe curar a veces,  aliviar a menudo y confortar siempre”.
                      E.L. Trudeau

“No paramos en la muerte de súbito, sino que nos encaminamos a ella paso a paso. Cada día morimos, cada día perdemos una porción de nuestra vida, y hasta cuando crecemos, nuestra vida decrece. Perdimos la infancia, después la mocedad, después la juventud. Hasta el día de ayer, todo el tiempo pasado está muerto, y aun el propio día de hoy nos lo partimos con la muerte. Tal como no es la postrera gota la que interrumpe el chorro en la clepsidra, sino todas las que habían manado anteriormente, así aquella postrera hora en que dejamos de ser no es la única en producir la muerte, sino en consumarla; entonces, llegamos a la muerte, pero ya hace tiempo que hemos ido caminando hacia ella (…) La muerte no viene toda a la vez: la que se nos lleva es la última muerte@.

Séneca: Cartas Morales a Lucilio, XXIV.

El interés por el tema de los enfermo terminales se ha enfocado desde muy diversas perspectivas, y en los últimos 40 años ha dejado de ser un tema que se deba evitar u omitir, como consta en el florecimiento de la literatura que trata de las implicaciones filosóficas, organizacionales, profesionales y personales del trabajo con enfermos moribundos, la muerte misma y el duelo. Sin embargo, y a pesar de que la muerte constituye uno de los temas de mayor interés entre antropólogos, filósofos, médicos, artistas y escritores, se había prestado muy poca atención a la investigación empírica de las circunstancias que rodean al ir muriéndose en la sociedad occidental contemporánea.

El mejor pronóstico y la mayor duración de la vida ponen en evidencia situaciones y problemas que antes no tenían tiempo ni oportunidad de emerger; aun cuando la muerte en cuanto realidad no haya cambiado, si han acontecido cambios decisivos por lo que respecta al ir muriéndose: la manera en la cual la gente muere ha cambiado.

“Uno muere adolescente, otro viejo; éste, infante, sólo ha podido vislumbrar la vida: todos estos eran igualmente mortales, aunque la muerte permitiera pasar más adelante en la vida de unos, segase en flor la de otros, o interrumpiera en otros los mismos principios. Tal individuo se ha muerto mientras cenaba; en este otro la muerte ha continuado el sueño; aquel se extinguió en el concúbito. Por delante de éstos los atravesados por el hierro, o los muertos por mordedura de serpientes ponzoñosas, o los aplastados por derrumbamientos, o los torturados, punto por punto, por prolongadas torsiones de nervios. Puede llamarse mejor la muerte de unos, peor la de otros, pero la muerte es la misma para todos. Son diversos los caminos por los cuales viene; es uno solo el término donde acaba. No existe una muerte mayor o menor, pues en todo el mundo rige la misma regla: acabar con la vida (Séneca, carta LXVI).

En la antigüedad clásica el asma bronquial era considerada “el aprendizaje de la muerte” (Séneca: carta LIV), y ya en la era pre antibiótica la neumonía era llamada “la vieja amiga del hombre”, la cual le producía, por lo general, una muerte rápida y usualmente cómoda. Hace solo 100 años el proceso de ir muriéndose era corto y usualmente ocurría en casa después de una corta enfermedad, con el cuidado dado por la familia y los amigos.

Hoy día, en la era del protocolo y la tecnología no hay tal rapidez ni comodidad. La muerte ha sido arbitrariamente dividida en “deseable” y “no deseable” (o en “fácil” y “difícil”). Las muertes deseables  verdaderas mors repentina , generalmente ocurren fuera de las instituciones de salud (p.ej., infarto agudo de miocardio), las muertes no deseables  antigua “buena muerte” , usualmente significan vigorosos tratamientos, progresión de síntomas, sufrimiento físico y fallo orgánico y sistémico progresivo (p.ej., cáncer), condiciones todas ellas que deterioran la llamada “calidad de vida”.

La situación en que muchos seres humanos fallecen hoy día es bien distinta, y, además, por lo general, el proceso de ir muriéndose dura más que en épocas previas (hace solo 20 años las dos terceras partes de las muertes eran el resultado de procesos lentos: cáncer, insuficiencia renal, diabetes, arteriosclerosis); debido a algunos procedimientos, los límites entre la vida y la muerte parecen haberse desdibujado. De el mismo modo, los cambios en el vivir humano sucedidos en los últimos tiempos han modificado profundamente el morir. Los esquemas tradicionales ya no nos sirven; parece que nos encontramos ante un hecho nuevo a estudiar objetivamente como tal.

Por otro lado, y en el mismo contexto, hoy día la mayoría de las muertes (en la llamada Asociedad desarrollada@) ocurren en las personas mayores de 65 años después de una larga enfermedad, en alguna clase de institución sanitaria y con una asistencia proporcionada por “cuidadores sustitutos”, no por la familia y los amigos. Nuestra antigua herencia rural, con un sistema de salud cerrado, ha dado vía a una expresión más urbana, dispersión de la familia y pérdida de los tradicionales sistemas de ayuda familiar y comunitaria.

Si bien muchas circunstancias han influido en el concepto que la sociedad occidental actual tiene de la muerte y del ir-muriéndose, el lugar donde el hombre muere es, probablemente, una de las que más a influido. Desde tiempos remotos, la imagen de la “buena muerte” (versión hollywoodense de Sudnow) se asociaba a la escena del anciano longevo muriendo conscientemente en su casa rodeado de los suyos. Hoy las cosas han cambiado en la mayoría de los países desarrollados, y esa escena, trágica pero entrañable, ha cambiado por la de una muerte anónima, solitaria e impersonal en la habitación de un centro hospitalario.

El desarrollo tecnológico de la medicina actual no había evolucionado paralelamente en el campo de la asistencia a los que mueren hasta 1.967, con la fundación de la primera institución especializada en la asistencia de estos pacientes (St. Chistopher’s Hospice, Gran Bretaña, Dra. C. Saunders).

Se vive más, se muere más tarde y más lentamente. En 1973, en Gran Bretaña, la mitad de las defunciones se producían después de los 75 años, y cada año morían más de cuarenta mil personas que sobrepasaban los 85 años, y quinientas con más de 100 años; se preveía que el sustrato de población de más de 65 años se incrementaría en un 12%, y en un 18% el de más de 75 años (Hancock y Colb., 1973). En España, a principios de siglo (1.900), la esperanza de vida al nacer era de 34,76 años  los varones 33,85 y la mujeres 35,70 , y en los años ochenta aumenta a 75,62 años  los varones 75,52 y las mujeres 78,61 . La mortalidad también se ha reducido de manera importante: en el año 1901 la tasa de fallecimientos por mil habitantes era de 27,82 y en 1980 era de 7,77 por mil habitantes (Domínguez Alcón y Campos, 1989).

De esta forma es probable que la muerte ocurra cada vez más mayoritariamente en personas cada vez más ancianas  y quizá más desvalidas , que si son atendidas en sus hogares por sus familiares (cónyuges, hermanos y hasta hijos), estos serán a su vez más viejos y desvalidos.

Ya sea el proceso de ir muriéndose lento o rápido, transcurre no obstante cada vez más en un centro sanitario, de preferencia un hospital; mientras que en 1900 en Gran Bretaña el 70% de las personas morían en su domicilio y 30% en el hospital, hoy día estos porcentajes se han invertido. Cifras similares han sido encontradas en Norteamerica, Australia, Nueva Zelandia y en algunos países de Europa (Doyle, 1986). En España la situación es semejante; en 1984, la tercera parte del total de personas que murieron lo hicieron en el hospital, siendo mayor esta proporción en las grandes ciudades. Para González Barón y Colb., (1989), la cifra alcanza a más del 50%.

Así, como una característica sobresaliente de este siglo, la muerte ha cambiado de “escenario”; esto se debe, en gran parte, a que, como ha señalado Lamers (1990), hemos perdido nuestra herencia rural con el tradicional médico de familia a favor de una atención centralizada en “grandes hospitales”. Por otra parte, bien se sabe que estas instituciones no suelen estar organizadas ni poseen personal capacitado para ofrecer atención efectiva al paciente moribundo y a su familia.

También es cierto que el progreso de la tecnología puede estrechar el objetivo del médico de la totalidad de la persona al órgano enfermo o al hallazgo anormal de laboratorio  la llamada “relación objetal parcial” , pudiendo llegar el paciente a sentirse distanciado de su médico por capas de intermediarios. El cuidado discontinuo y fragmentado es hace tiempo conocido como un factor que afecta drásticamente al cuidado ofrecido.

El moribundo se ve también influido de diferente forma por la actitud de aquellos que le rodean y constituyen su entorno. Aquella versión hollywoodense y el antiguo poder del médico de familia que, a pesar de un mayor o menor paternalismo, permitía establecer una relación muy humana con su paciente  conocedor de la familia, de sus intereses y valores y consejero habitual de la misma en los problemas de enfermedad , fue siendo sustituida por un nuevo poder científico, que ve en el enfermo casi solamente un cuerpo enfermo y que contempla la muerte como un frío proceso biológico sobre el que tiene crecientes posibilidades de intervención, y cuyas influencias sobre el proceso de la muerte es cada vez más eficaz. No pocas veces la muerte parece considerarse como un acto mal intencionado y destinado a molestar a los demás:

El fallecimiento del ser humano, dice Sporken (1978), ha quedado desmadejado en una serie de procesos fisiológicos detrás de los cuales se pierde el acontecer personal del morir: esperamos que el moribundo moleste lo menos posible. Esta actitud del médico  que ya no es como antes, sobre todo un testigo de excepción  ha sido modificada al compás de los cambios tecnológicos y sociales, puesto que la actitud del médico no es sino un caso particular de la actitud general de nuestra sociedad ante la muerte.

No obstante, podría pensarse que  hoy se muere mejor que antes: tenemos poderosos analgésicos, ansiolíticos, antidepresivos, antieméticos, broncodilatadores, neurolépticos y un sin fin de técnicas para apaciguar la angustia del moribundo; tenemos guías para la autoliberación y para la eutanasia activa y pasiva; tenemos “de todo” para “bien morir”. Sin embargo, no tenemos el factor humano de la comunicación, de la compañía, de la sincera y simple verdad. Hemos perdido uno de los más antiguos y conocidos remedios: la amistad como instrumento terapéutico.

Equécrates y Fedón hablan sobre el día de la muerte de Sócrates (Fedón, o de la inmoralidad del alma):

Equécrates: (…) )Prohibieron los jueces que fueran a visitarle y murió sin que le asistieran sus amigos?
Fedón: Nada de eso; le acompañaron sus amigos, y por cierto muchos.

Y en Séneca (Cartas morales a Lucilio, LXXVIII):

“Nada recupera y conforta tanto a un enfermo, oh Lucilio, el mejor de los hombres, como el afecto de los amigos; nada le sustrae tanto a la espera y al temor de la muerte”.

Esta profunda metamorfosis del ir muriéndose, caracterizada por elementos de desacralización, racionalización y desocialización conllevan el que casi necesariamente se haya cambiado en la actitud ante la enfermedad y ante la muerte, contribuyendo a acrecentar el carácter de tabú que la muerte ha poseído siempre y a sospechar que la asistencia al morir es hoy una necesidad mucho más presente que lo que haya podido ser en el pasado.

No se puede de hecho negar que vivimos en una época cultural que niega la muerte y, como señaló Sporken, hay indicios suficientes para creer que los hombres no tienen ninguna relación con la muerte y que hacen todo lo posible por apartarla. La sociedad consumista y desinteriorizada ha rechazado la muerte por que la teme profundamente, intenta ignorarla como si se tratase de un hecho indecente:

“No quiero morir como si me escondieran de algo con vergüenza, llevadme a morir en casa, como un ser corriente, como un ser humano” (Nestares Guillén, 1982).

Hoy día, la muerte está sujeta a una gran especulación; jamás el ir muriéndose había creado tanta polémica interdisciplinar. Para poderla digerir, la banaliza y la presenta despersonalizada en las estadísticas y caricaturizada en las escenas de violencia. Resulta paradójico que una sociedad como la nuestra, donde se han superado muchos límites y barreras de antiguos tabúes, sociedad que a los más está dispuesta a aceptar la mors repentina e imprevista, haya acabado haciendo de la muerte el principal tabú y que tenga que afrontar en su mayoría un morir lento, invalidante y solitario.

Antes era un acontecimiento social y público (véase como ejemplo la muerte de Sócrates). Hoy, las dificultades del ir muriéndose son todavía potenciadas al permitir que aquellos que asisten a moribundos sigan siendo miembros de la misma sociedad temerosa de la muerte, sin especial preparación y, por lo tanto, en condiciones parecidas y tan bloqueados como el mismo muriente.

La sociedad ha cambiado de estructuras y actitudes, pero más que nada el proceso de ir muriéndose ha recibido el impacto de los progresos de la medicina. La despersonalización del enfermo hospitalizado, el haber recibido una formación profesional predominantemente somática y bioquímica, la tendencia a sobrevalorar parámetros analíticos y los mecanismos de defensa que el hecho mismo de la muerte nos evoca, han favorecido una actitud lejana, de distanciamiento, que hacen difícil percibir lo que la muerte tiene de asunto personal entre seres humanos.

Hace 30 años la medicina estaba preocupada con la inviolabilidad de la vida, y la calidad de vida era considerada como un elemento secundario: la vida tenía que ser preservada a toda costa. Hoy día, en medio de una tecnología no soñada hace una generación, las alternativas no están tan claramente definidas; la calidad de vida es una preocupación creciente. No obstante, en las facultades de medicina aún no se enseña que es lo que hay que hacer cuando ya no hay nada que hacer por la enfermedad de un paciente (“Kat`anánken”).

Como dijera Gol (1976), a los médicos no nos es lícito inhibirnos de los problemas que suscita este nuevo modo de morirse. De un lado, porque esta etapa de la vida que es el ir muriéndose nos compete a nivel asistencial quizá más que las otras, ya que lleva generalmente más sufrimiento; y, por otro lado, porque estos problemas que están emergiendo son en parte una consecuencia de haber solucionado problemas anteriores.

Así, no es válida ya la afirmación de que el científico o el clínico no deban ocuparse de presupuestos filosóficos y teológicos que rozan su ejercicio profesional (lo cual tampoco significa que deban erigirse en filósofos o teólogos de ocasión). Hay que reconocer que hablar de la muerte y trabajar con moribundos y con deudos plantea preguntas fundamentales sobre la vida, la muerte y el significado de ambas.

También es cierto que se aprecian cambios en las actitudes colectivas respecto al hospital, que cada día es percibido con mayor intensidad como centro de gran poder y eficacia terapéutica, definidor por excelencia de la medicina actual, en donde la asistencia a la muerte, como la asistencia a la salud en general, podría ser realizada y mediatizada por dicha institución. La necesidad de protección mágica encuentra en el estereotipo del hospital actual la imagen tranquilizante, protectora y desangustiante antes asumida a un nivel más humano por el médico de familia.

Si bien importa ciertamente mucho llevar a un profesional en salud mental a todo enfermo somático grave, mayor interés tiene el ampliar la formación psicológica de todo médico que atiende enfermos somáticos. Es necesario evitar que los hospitales docentes reproduzcan en las futuras promociones los actuales defectos; las prácticas forenses y de laboratorio han de coexistir con las de una clínica que, además del conocimiento de las enfermedades, esté abierta al conocimiento de los enfermos, a la observación humana, a las características de la relación médico paciente (transferencia, contratransferencia, comunicación infraverbal, etc.) y al diálogo de cabecera con el enfermo y con el moribundo. Sin embargo, la resistencia a la formación tanatológica del futuro médico es muy grande: la mayor resistencia parece darse en las escuelas de medicina. En efecto, como la muerte representa el fallo, y es natural el querer evitar los fallos, es lógico que haya una cierta resistencia; en el contexto institucional hospitalario existe también un rechazo implícito a la noción de ayudar al que está muriendo: asistir al muriente supone admitir la muerte, y esto es algo que una institución de salud se resiste a admitir, aun cuando en ella muera la mayor parte de la población.

Aunque las referencias a la muerte han sido numerosas en todas las civilizaciones y culturas, el cuidado del enfermo moribundo no está claramente definido y en la mayoría de las veces está sujeto a la especulación que parte de los ritos de la muerte. Aun así, contamos con algunos datos de interés.

La Muerte y los Límites en la Medicina

La Muerte y los límites de la Medicina
INTRODUCCION

Los seres vivos, entendidos como sistemas que metabolizan y se autoperpetúan, son la materia más permanente y duradera conocida en nuestro planeta. Durante los últimos 3000 millones de años, océanos, montañas y continentes han aparecido y desaparecido varias veces, pero durante este período la materia viviente no sólo ha seguido existiendo, sino que se ha hecho cada vez más abundante. En su estado de equilibrio perfecto, las funciones metabólicas de regulación hacen posibles las funciones de autoperpetuación (reproducción y adaptación al medio), las que a su vez sostienen a las funciones metabólicas.

Pero el lapso de la existencia de cada organismo es invariablemente limitado. La muerte es un atributo intrínseco de la materia viviente porque las partes del organismo que mantienen el estado de equilibrio están sujetas a la rotura o al desgaste. Cuando los controles dejan de ser eficaces el organismo sufre una enfermedad. Nos encontramos ante un desequilibrio temporario: si otros controles están intactos, el organismo puede iniciar una auto reparación, pero con el tiempo son tantos los controles que fallan que el desequilibrio se hace irreversible y el organismo debe morir.

Puede ser que antes de morir haya llevado a cabo una importante función de autoperpetuación, la reproducción. Mediante la utilización de energía y materias primas, los seres vivos pueden aumentar en tamaño y en número. La reproducción compensa a la inevitable muerte individual, dando origen a generaciones sucesivas para que la vida pueda continuar indefinidamente.

De todos los seres vivos, el hombre es el único que tiene conciencia de su propia finitud. Pero el hombre no puede conceptualizar la muerte como algo meramente biológico, la muerte es parte de su historia y de su forma de vivir dentro de un entorno social, y la idea que tiene sobre la muerte es un fenómeno cultural (1).

A lo largo de su historia, la Humanidad ha manifestado una constante y universal preocupación con respecto a la muerte. Los ritos y costumbres funerarias son algo exclusivo de nuestra especie, estas prácticas están estrechamente vinculadas con las creencias religiosas sobre la naturaleza de la muerte y la existencia de una vida posterior. Cumplen una función social importante y están revestidas de simbolismo, el estudio del tratamiento que cada pueblo le da a sus muertos nos permite comprender mejor su forma de vivir, sus valores y su pensamiento.

Las primeras prácticas funerarias de las que se tienen evidencias provienen de grupos de Homo Sapiens. El hombre de Neanderthal pintaba a sus muertos con ocre rojo y los adornaba con objetos religiosos o amuletos. A veces al fallecido se le ataban los pies. En el antiguo Egipto el tratamiento del cadáver era meticuloso: las técnicas de embalsamamiento tenían como finalidad preservar el cuerpo para que pudiera pasar intacto a la siguiente vida. Entre los mayas se diferenciaba el enterramiento según la clase social del muerto: la gente ordinaria se enterraba bajo el piso de la casa, a los nobles se los incineraba y sobre sus tumbas se construían templos funerarios. Los aztecas creían en la existencia del Paraíso y del Infierno, y preparaban a sus muertos para luchar a lo largo de un camino lleno de obstáculos al final del cual los esperaba el Señor de los Muertos, que decidía sus destinos.

Algunos antropólogos han observado que, a pesar de la gran variación de prácticas funerarias, hay elementos simbólicos que son constantes. Uno de estos simbolismos

es el color: si bien la asociación del color negro con la muerte no es universal, el uso de ropa negra está muy difundido. Otro elemento es el pelo de los familiares: en algunos casos rapado, en otros desordenado en señal de tristeza. Un tercer elemento es el ruido: golpes de tambor, tañido de campanas, salvas de cañonazos, etc. Finalmente está la realización de prácticas rituales fijas durante la procesión con el cadáver.

El antropólogo belga Arnold van Gennep acuñó el término “ritos de paso” para referirse a las ceremonias que, en cada cultura, marcan el paso de una fase de la vida a otra, o de un determinado estatus social a otro diferente. Los cambios más importantes en la vida de los seres humanos son el nacimiento, la pubertad, el matrimonio y finalmente, la muerte; cada uno de estos cambios es representado en forma simbólica para reafirmar los valores y las normas de una determinada sociedad. Van Gennep identifica tres fases principales dentro de un rito de paso: la separación (la persona en cuestión pierde su estatus anterior), la marginalidad (período de transición con rituales específicos que a menudo implican la suspensión del contacto social habitual), y la reincorporación (readmisión en la sociedad con el nuevo estatus adquirido).

Todos los ritos funerarios, simples o complejos, indican la creencia en otra forma de seguir viviendo, en otra modalidad de existir, representan la transición del ser humano de un estado a otro, se contraponen a la idea de la desaparición absoluta. La persona mayor, o gravemente enferma, es separada de la vida activa y de su contacto social normal. Luego del fallecimiento, el funeral y las prácticas religiosas permiten a los deudos expresar su dolor públicamente, el muerto es entonces reincorporado con un nuevo estado social: ya no puede ser criticado, se le perdonan todas sus faltas y se remarcan sus virtudes, recordando los hechos y anécdotas más notables que ha protagonizado durante su existencia. Este recuerdo constante es lo que lo mantiene vivo en la mente de sus familiares y amigos. En algunas sociedades primitivas el muerto, que existe de alguna manera, se convierte en algo peligroso y temible, en un espíritu maligno del que hay que defenderse o al que hay que aplacar.

La muerte es la interrupción de la vida, lo opuesto a ella, es inevitable y universal pero totalmente desconocida, incontrolable y por lo tanto, peligrosa. Encarna todas las fantasías de separación y abandono, introduce el desorden dentro de nuestro micromundo ordenado y equilibrado. Es inimaginable para nosotros mismos o para nuestros seres más amados. Nos produce ansiedad y temor: prolongamos nuestro ser más allá de la muerte (2) y nos imaginamos como espectros vacíos y eternamente incomunicados.

La Medicina nació para conjurar la muerte. Nació mágica: los primeros médicos fueron los chamanes, sanadores y médiums, con poderes para hablar con los espíritus, y hacer regresar a los difuntos del reino de las sombras.

ASPECTOS CONCEPTUALES Y ETICOS DE LA MUERTE:

Las etapas por las que pasa un hombre desde la culminación de su desarrollo hasta su desaparición, son, según Kjellstrand: a) despierto y en uso de razón o dormido, b) estado vegetativo persistente, en el que se ha perdido en forma irreversible la función de la corteza cerebral, c) muerto, en el cual se han perdido en forma irreversible las funciones de la corteza cerebral y del tallo encefálico, d) cadáver con rigidez y livideces, e) cese del crecimiento de las faneras, f) putrefacción, g) descomposición, h) cenizas, i) nada.

Otro punto de vista sobre las etapas del hombre es el de Laín Entralgo: a) hombre sano, b) enfermo curable, c) enfermo incurable, d) enfermo terminal (“muerte cierta, hora incierta”).

A pesar de que el hombre es el único ser que tiene conciencia de su mortalidad, en lo más profundo del inconsciente cada uno de nosotros está convencido de ser inmortal, y la muerte nos resulta imposible de imaginar (3).

La muerte puede analizarse desde dos aspectos: como un hecho natural que tiene lugar en el orden biológico de las cosas o en su relación específica con la naturaleza humana. Desde este último punto de vista, lo que muere no es solamente el cuerpo del hombre, sino también su conciencia, su historia y su mundo particular, la muerte es por lo tanto, un acontecimiento estrictamente personal.

El concepto de muerte ha cambiado durante el transcurso de la historia humana, y ha tenido que redefinirse en las últimas décadas. La aparición de medidas de soporte de las funciones vitales hace que en muchas mentes aparezcan dudas sobre si ha ocurrido o no la muerte. Los requerimientos de la ciencia actual obligan a que se determine en qué situación debe considerarse que un ser humano ha muerto. Las circunstancias en las que se puede plantear esta duda son más bien raras, y se refieren a casos muy específicos con lesiones del sistema nervioso central que por su severidad e irreversibilidad supongan un diagnóstico dificultoso.

Desde el punto de vista biológico la muerte es un proceso durante el cual uno o más órganos vitales van a dejar de funcionar, lo que será seguido de muerte celular. Paulatinamente se van sumando otros órganos, hasta alcanzar la necrosis de todas las células del cuerpo. Pero la muerte no es un fenómeno que pueda ser catalogado solamente desde el punto de vista biológico, la muerte tiene un significado social y legal, una fecha y una hora determinadas, las cuales corresponden al momento en que el ser humano cumple con la definición y los criterios de muerte.

La definición de muerte que es más aceptada en la actualidad corresponde a Bernat: “La muerte es el cese permanente del funcionamiento del organismo como una totalidad”. En forma similar, el Comité Sueco para la Definición de la Muerte expresó: “La muerte es la pérdida irreversible de la capacidad para integrar y coordinar las funciones del organismo, físicas y mentales, dentro de una unidad funcional” (4).

Estas definiciones se refieren a la muerte encefálica total, y abarca los siguientes aspectos:

Hace mención al cese del funcionamiento del tallo y de los hemisferios cerebrales, es decir, de todo el encéfalo, sin incluir las funciones cerebelosas.

Tanto las funciones mentales como las físicas son indispensables para la “totalidad

integrada” de un organismo, cuya ausencia irreversible es lo que determina la muerte de éste.

El criterio de muerte de todo el encéfalo no requiere el cese de funcionamiento de todas las neuronas, sino más bien de aquellas que integran áreas críticas para mantener las actividades del tallo y de la corteza cerebral, o sea, las redes neuronales responsables de mantener al organismo como una unidad integrada.

Una persona puede estar muerta aunque ciertos órganos sigan funcionando. La muerte del organismo como totalidad no es lo mismo que la muerte total del organismo.

Las siguientes son las distintas interpretaciones del fenómeno de la muerte que ha hecho el hombre a lo largo de su historia:

Separación irreversible del cuerpo y del alma: es la concepción filosófica-religiosa, sus orígenes se atribuyen a Platón. En el terreno médico su aplicación es imposible.

Cese irreversible del metabolismo de todas las células del cuerpo: la muerte es entendida aquí en términos biológicos, se iguala la muerte del hombre con la muerte de las células del organismo. El principal criterio diagnóstico sería la putrefacción del cuerpo.

Pérdida irreversible del flujo de los fluidos vitales en el organismo: los criterios tradicionales de muerte se han basado en este concepto. Pero sin duda existe una gran diferencia entre afirmar que el cese de circulación de la sangre oxigenada conduce a la muerte y que la muerte consiste solamente en eso. Esta definición establece a las funciones del miocardio y de los pulmones como el centro de la vida humana. En la actualidad, estas funciones pueden ser reemplazadas por aparatos mecánicos de soporte vital.

Pérdida irreversible de la capacidad de interacción social: esta definición se basa en que la característica específica del hombre es su capacidad de raciocinio, el ser humano que pierde totalmente las funciones mentales, incluyendo la conciencia, debería considerarse muerto. Las objeciones que pueden hacerse a este concepto son que toma sólo la parte mental para definir la muerte, y no la totalidad de mente y cuerpo; y que nuevos contingentes de seres humanos con funciones mentales alteradas, como por ejemplo los autistas o los dementes, deberían considerarse como muertos.

ASUNTOS PENDIENTES-162

ASUNTOS PENDIENTES
Hablar de asuntos pendientes suele ser sinónimo de gestiones
inacabadas o deudas económicas no satisfechas. La última vez que
oí tal expresión fue en labios de una reconocida tanatóloga,
Elisabeth Kübler-Ross, que ha desarrollado su labor entre enfermos
terminales durante muchos años. Dichas investigaciones, llevadas a
cabo con profunda delicadeza hacia sus pacientes, han sido
reconocidas con el título de doctor «honoris causa» en más de veinte
ocasiones.
Según la Dra. Kübler-Ross, lo que más angustia a los enfermos
terminales son sus «asuntos pendientes», aquellas relaciones
interpersonales no resueltas satisfactoriamente; la reconciliación con
un pasado no aceptado que, ahora, a las puertas de su muerte, no
les deja en paz. La muerte ya no acepta más aplazamientos para
afrontar los problemas realmente importantes que, quizás, hace años
que esquivamos. Ante mi  propia muerte, no puedo seguir
engañándome y engañando a los demás. Sé perfectamente con qué
personas y circunstancias tengo «asuntos pendientes». O las afronto
ahora, o el expediente quedará abierto.
Qué importante es, pues, la figura de la persona que ayuda a
«bienmorir» a otros, sea médico, sea tan sólo amigo. Lo importante
es que acompañe el caminar de estos últimos pasos con confianza
para que lleguen a buen puerto.
No obstante, siempre he juzgado de gran sabiduría aquella rama de
la medicina que ha sido denominada «preventiva». Ya saben, comer
más o menos de sustancias no favorables a mi constitución, hacer
uno u otro ejercicio, por poner ejemplos simples. Ante la muerte,
debe haber también una medicina preventiva que me ayude no sólo
a «bienmorir», sino también a «bienvivir», empezando a solucionar
mis pequeños asuntos pendientes antes de que tenga que
afrontarlos irrevocablemente ante la inminencia de mi muerte. En ese
pequeño morir de cada día, cuando nuestro cuerpo fatigado clama
por poder descansar, revisemos agendas de relaciones para ver cuál
es esa cita realmente importante que no tiene que aguardar más: la
de vivir en paz y alegría conmigo y con los demás cada uno de los
días de mi existencia.
Natàlia Plá Vidal
Licenciada en Filosofía.
Octubre 1993