Respaldo de material de tanatología

"De los cuidados paliativos al Ars Moris – Un abordaje psico-espiritual"

Tanatología
“De los cuidados paliativos al Ars Moris – Un abordaje psico-espiritual”

“Aprende a morir y aprenderás a vivir. Nadie aprenderá a vivir si no ha aprendido a morir”, así rezaba un viejo manual occidental sobre la muerte y el proceso de morir.
Actualmente, en nuestra sociedad se ha producido un considerable avance en lo referente a la atención al paciente moribundo, desarrollo que se ha realizado por un lado en lo que hace a la terapia del dolor y más específicamente a la farmacología en sí. Pero también, el movimiento de los cuidados paliativos desarrollado a mediados del siglo pasado por C. Saunders en Inglaterra y que da cuenta de la necesidad de brindar una atención compasiva tendiente no sólo a disminuir el sufrimiento físico del paciente sino también a optimizar su calidad de vida, a través del control de los síntomas físicos, emocionales, mentales, sociales.
Pero como supiera decir el sabio maestro budista, Padmasambhava: “Quienes creen que disponen de mucho tiempo, sólo se preparan en el momento de la muerte. Entonces los desgarra el arrepentimiento. Pero, ¿no es ya demasiado tarde?”.
En este sentido creo que la pregunta que todos y cada uno de nosotros nos debemos hacer aquí y ahora a nosotros mismos y con total sinceridad es: ¿Qué sé sobre la muerte?”.
En primer lugar debemos ser conscientes de que la muerte es un absoluto misterio, pues nadie ha regresado del “más allá” para referirnoslo. Todo lo que contamos es con lo que se denomina “experiencias cercanas a la muerte”.
Pero debemos ser con nosotros mismos tan íntegros como lo fue el célebre filósofo griego Sócrates, cuando afirma: “El temor a la muerte, señores, no es otra cosa que considerarse sabio sin serlo, ya que es creer saber sobre aquello que no se sabe. Quizá la muerte sea la mayor bendición del ser humano, nadie lo sabe, y sin embargo todo el mundo le teme como si supiera con absoluta certeza que es el peor de los males”.
Aunque si contamos con dos certezas irrefutables. Sabemos que es absolutamente cierto que habremos de morir y también que es absolutamente incierto cuándo y cómo. Angustiosas interrogantes existenciales ambas si las hay.
En “El conocimiento silencioso” de Carlos Castaneda, don Juan, el gran brujo yaqui dice: “Sin una visión clara de la muerte, no hay orden, no hay sobriedad, no hay belleza. Los brujos se esfuerzan sin medida por tener su muerte en cuenta, con el fin de saber, al nivel más profundo, que no tienen ninguna otra certeza sino la de morir. Ese conocimiento da a los brujos el valor de tener paciencia sin dejar de actuar; les da, asimismo, el valor de acceder, el valor de aceptar todo sin caer en la estupidez y, sobre todo, les otorga el valor para no tener compasión ni entregarse a la importancia personal”. En otro momento expresa: “Los brujos dicen que la muerte es nuestro único adversario que vale la pena. La muerte es quien nos reta y nosotros nacemos para aceptar ese reto, seamos hombres comunes y corrientes o brujos. La diferencia es que los brujos lo saben y los hombres comunes y corrientes no”.
Este concepto de la muerte como el gran adversario que nos infunde de valor y paciencia para actuar sin entregarnos a la importancia personal o ego-centrismo nos hace ver a la muerte como un maestro que nos saca de nuestro in-consciente escondite y nos abre a la verdad de la vida y del universo.
Reflexionemos sobre ello. A poco que pensemos, hemos de llegar a darnos cuenta de que en realidad ignoramos quienes somos, es decir, cuándo nos preguntan sobre nuestra identidad respondemos con una diversa variedad de elementos que hemos coleccionado con el fin de definirnos a nosotros mismos (por ejemplo, soy uruguayo, psicólogo, hombre, etc.). Pero cuando todas esas cosas se nos quitan, ¿tenemos idea de quienes somos en realidad sin y detrás de todos esos agregados?.
Además, nos identificamos con nuestro cuerpo y con nuestra muerte, pero que sucederá cuando ya no estén presentes, ¿son estos dos elementos sostenes seguros y confiables de nuestro ser y de nuestra identidad?
Para no hacer frente a estas interrogantes, buscamos y exigimos vivir según un plan pre-establecido, por ejemplo, estudiar, trabajar, formar una familia, etc., etc., de manera de vivir de forma acelerada, ocupando el tiempo con responsabilidades y con cosas materiales.
En una palabra, si deseamos dejar de una vez por todas que la vida nos viva a nosotros y en cambio vivir nosotros la vida (valga la perogrullada), debemos empezar por aceptar la muerte como una gran maestra que continuamente nos susurra al oído: “Carpe diem”, es decir, vive la vida en el aquí y ahora, sin dejar situaciones inconclusas, pues no sabemos que llegará primero, si la muerte o el próximo día.
¿Es esta una visión pesimista de la vida, que nos sume en la angustia y el terror continuos? Muy por el contrario. Nos permite una vida plena y fluida, pues al no saber en que momento ha de llegarnos el momento último, evitamos por un lado el dejar asuntos pendientes y minimizamos nuestra personal importancia, y por otro lado, buscamos mantener una comunicación plena y sincera con quienes y con lo que nos rodea, expresando en forma continua un profundo respeto y amor por todo y todos.
Al ser conscientes de que nada es permanente, de que como dijera Lavoisier, nada se pierde sino que todo se transforma, despertamos al hecho de que nada es independiente sino que todo es inter-dependiente con todo y todos. Somos in-dividuos pero también estamos en común-unión y por consiguiente, nuestra más insignificante motivación, acción y/o palabra tiene consecuencias reales en todos los niveles del universo y en todos sus tiempos.
Ergo, hemos de vivir en el aquí y ahora, en el momento presente pues el pasado ha dejado de existir como tal y ahora es parte del presente, y el futuro es algo incierto aunque fecundo y lleno de posibilidades, pero cuya plenitud depende del momento actual; el futuro nace junto con el momento presente y muere con él.
Y así hemos de aprender a ser lo que don Juan llamaba un “hombre de conocimiento”, un guerrero espiritual que vive su vida desde y con “impecabilidad”.
¿Qué significa lo anteriormente expuesto?, pues nada que menos que comprender que las crisis, el sufrimiento y las dificultades son puntos de inflexión en nuestras aletargadas existencias; son verdaderas oportunidades para transformarnos de y en forma íntegra, dándonos cuenta de la impermanencia de todo y aprendiendo así a aceptar los cambios. Como refiriera Heráclito de Efeso, no nos lavamos las manos dos veces en el mismo río.
Así en la medida en que seamos conscientes del continuo fluir de la existencia en una espiral mutacional dinámica y permanente, aprendemos en consecuencia que el apego y la posesividad de personas, ideas y/o cosas es algo falso y que nos hace daño. Por consiguiente, al aceptar la no permanencia, disminuye nuestro apego y el consiguiente dolor por las eventuales pérdidas, reales o no y ganamos en compasión, alegría, amor, bondad y sabiduría al confiar plenamente en nosotros mismos; implica en definitiva un pararnos sobre nuestros propios pies, siendo responsables de y por nosotros mismos.
Ahora, si todo cambia y muere, pero nada se pierde, sino que todo se transforma, entonces, ¿qué es la vida y qué es la muerte?. ¿Qué hay detrás de la vida y qué tras la muerte, si es que algo hay? A lo que podríamos agregar: ¿de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos?; ¿qué sentido tiene nuestra existencia?, y en definitiva, ¿quién soy?.
Esto daría (y dará) cuenta de otro momento reflexivo, pero ahora preguntémosnos, ¿qué es lo que en verdad ha de contar en el momento de nuestra muerte?.
Pues hay dos elementos básicos y fundamentales, uno es cómo hemos vivido nuestra vida (y como la vivimos), y el otro es cuál ha de ser el estado de nuestra mente en el momento de la muerte.
Como dice Sogyal Rimpoché: “El último pensamiento y emoción que tenemos justo antes de morir ejerce un poderosísimo efecto determinante sobre nuestro futuro inmediato. Este último pensamiento o emoción puede amplificarse desproporcionadamente e inundar toda nuestra conciencia en el momento de la muerte. En este momento nuestra mente se encuentra completamente expuesta y vulnerable a cualquier pensamiento que entonces nos ocupe”.
Tengamos en cuenta que nuestra reacción ante una enfermedad terminal o directamente ante la muerte dependerá de nuestra personalidad, de los valores que sustentemos y de nuestro conocimiento espiritual (conocimiento y no simple creencia).
Como afirmábamos, vivir una “vida impecable” como decía don Juan, daría cuenta asimismo del logro de la capacidad de lo que podríamos denominar como “morir con arte” o “ars moris”, que consistiría en afrontar el momento último de nuestra existencia sin desear ni pensar en nada, sin mantener apego a ser o cosa alguna.
Y esto se lograría tan sólo a través de la práctica de un camino espiritual, que no necesariamente religioso. La consecución de una visión espiritual implica ni más ni menos que mirar hacia dentro nuestro, disolviendo aquellos aspectos fragmentarios y en perpetuo conflicto en nuestra conciencia, relajando la tensión del ego y volviendo a reposar en la naturaleza de la mente. Se podría decir que consiste en una metodología, una praxis tendiente a lograr una plena conexión con nuestra esencia más íntima.
En conclusión y coincidiendo plenamente con C. Longaker, afirmamos que las cuatro tareas básicas para experimentar con plenitud la vida y la muerte son: 1) darnos cuenta de que el sufrimiento existe y que se puede transformar en una experiencia de plenitud; 2) mantener una comunicación con nosotros mismos y con los demás, donde nos expresemos con todo nuestro ser y fundamentalmente con nuestro corazón, lo más compasivos y libres de apego que podamos; 3) prepararnos espiritualmente para la muerte, lo que implica el ser capaces de vivir en el momento presente, sin dejar situaciones inconclusas que sólo han de constituir un lastre que incrementará nuestro dolor y sufrimiento y el de quienes nos rodean; 4) encontrar significado a nuestra existencia, sintiéndonos seres plenos a pesar de nuestras imperfecciones, aceptando nuestros errores y expiando los que podamos haber cometido.
Cabe concluir que para todas aquellas personas interesadas en esta disciplina, ya sean o no profesionales, existe actualmente un espacio de intercambio de ideas y experiencias, así como la posibilidad de efectuar consultas, técnicas y/o personales en:
http://groups.msn.com/thanatologia/
En este trabajo tan sólo hemos abordado en forma incipiente algunos de los aspectos que se han de constituir en una verdadera ciencia y arte de la vida-muerte, entendiendo ambos como dos aspectos de un mismo continuum. La Tanatología como disciplina naciente, entendemos, debe dar cuenta de ello. Desde que nacemos, somos seres signados por y hacia la muerte, y luego de ella ¡…!

BIBLIOGRAFIA
– CASTANEDA, Carlos: “El conocimiento silencioso” – FCE. – 1998
– DALAI LAMA y HOPKINS, Jeffrey: “Acerca de la muerte” Edit. Océano – 2003
– KAPLEAU, Philip: “El zen de la vida y la muerte” – Ediciones Oniro – 1998
– KÜBLER-ROSS, Elisabeth: “La muerte: un amanecer” – Edic. Luciérnaga – 1991
– LONGAKER, Christine: “Afrontar la muerte y encontrar esperanza” – Ed. Grijalbo – 1998
– SOGYAL Rimpoché: “Destellos de sabiduría” – Ediciones Urano – 1996
– SOGYAL Rimpoché: “El libro tibetano de la vida y la muerte” Ediciones Urano – 1994
– VARELA, Fco. J. “El sueño, los sueños y la muerte” – José J. De Olañeta, Ed. ?1998

Lic. Germán H. PASTORINI
Licenciado en Psicología
gerpas@adinet.com.uy
Montevideo-Uruguay

Aborto espontaneo

Aborto Espontáneo

Un aborto espontáneo es la pérdida de un bebé antes de la semana número 20 del embarazo. Cuando estas pérdidas ocurren muy temprano en el embarazo, pasan inadvertidamente ya que pueden ocurrir antes de que la mujer se de cuenta de que está embarazada. Cerca del 15% de los embarazos reconocidos y hasta un 50% de todos los embarazos terminan con un aborto espontáneo.

La mayoría de los abortos espontáneos tienen lugar durante el primer trimestre (12 semanas) del embarazo. No se conocen bien las causas de algunos abortos espontáneos. La mayoría de las pérdidas que tienen lugar durante el primer trimestre se produce debido a anomalías cromosómicas en el bebé. Las infecciones, los problemas hormonales y otros problemas de salud en la madre, también pueden producir un aborto espontáneo.

La mayoría de las mujeres que sufren un aborto espontáneo temprano no necesita tratamiento. El útero (matriz) se vacía por sí mismo. A veces, el médico de la mujer puede recomendar un procedimiento llamado legrado (D&C).  La mayoría de las mujeres que han sufrido varios abortos espontáneos acaban teniendo un embarazo saludable.

Algunas mujeres tienen varios abortos espontáneos. Sin embargo, cerca del 60 al 70 por ciento de las mujeres que han tenido dos o tres pérdidas acaban teniendo un embarazo saludable.

Qué puede hacer
Comunique cualquier hemorragia o dolor abdominal a su médico. Es probable que le realice un examen interno y recomiende que se realice un ultrasonido para controlar la salud del bebé.

Si tiene un aborto espontáneo, dese tiempo para recuperarse físicamente y hacer el duelo por la pérdida de su bebé.

Si tiene varios abortos espontáneos, pida a su médico que le realice una evaluación médica completa para determinar la causa. Las diferentes pruebas permiten conocer la causa del aborto espontáneo en hasta el 50% de las parejas.

Convivir con un enfermo crónico: Para atender bien hay que estar bien

No hay domingos ni festivos. No hay descanso para quien ha asumido la responsabilidad del cuidado de un familiar en estado grave y crónico (ejemplos no faltan: sida, cáncer, Alzheimer, patologías psiquiátricas graves, …) por mucho que haya momentos en que otras personas la sustituyan en esta absorbente tarea.

La actividad se mantiene siempre presente en el pensamiento del cuidador, y puede acabar convirtiéndose en una obsesión. El principal problema afecta al paciente, pero también quienes los atienden día y noche sufren las consecuencias de una enfermedad grave o incurable. Es una situación que sobreviene y a la que la familia hará frente. Y, al final, el tiempo, las relaciones domésticas y sociales, el ocio, la emotividad personal y la vida entera del asistente, girarán en torno a las necesidades que plantea ese ese padre, madre, hermano o amigo que se han convertido en el centro de su rutina. El auxiliador, por mucho que se provea de abnegación, compasión humana y dedicación al enfermo, puede terminar sintiéndose asfixiado y atrapado por sentimientos difícilmente controlables. Entre ellos, la frustración de un esfuerzo aparentemente baldío: el enfermo no mejora o incluso su salud se deteriora.

La conciencia de que se recorre un camino sin retorno y la constatación de la desesperanza del paciente convierten a la situación en una travesía erizada de dificultades, y, en algunos casos, carente de estímulos. A este escenario emocional hay que añadirle el cansancio físico que supone la multiplicidad de papeles en que se desdobla el cuidador, para seguir atendiendo -además de los constantes requerimientos del enfermo- las tareas de su vida cotidiana.

Si al finalizar el día (nunca se sabe si el trabajo acabará a medianoche o si habrá que levantarse en plena madrugada) se le preguntara al asistente cómo se encuentra, la respuesta más probable será: “cansada, muy cansada, prefiero no pensar, lo que me gustaría es dormir” (estas tareas, entre nosotros, normalmente la desempeñan las mujeres; de ahí, el femenino).

Cuando la situación se prolonga meses o años, o se hace impredecible su fin, puede generar desajustes y tensiones familiares. Es un panorama estresante, y conviene tanto no dejarse llevar por la emotividad que suscita el contacto permanente con el enfermo como no caer en una total dedicación, física y mental, al paciente.

El objetivo es doble: que no caiga el cuidador víctima de enfermedades o depresiones, y que mantenga sus fuerzas en equilibrio, cara a ser más eficaz en la atención al ser querido, que tanto requiere de nosotros en la última fase de su vida.

Una situación nueva y desconocida.

Lo primero es el realismo. No podemos partir del “yo puedo con todo”, sea cual sea nuestro carácter o el esfuerzo y las horas a invertir. No nos creamos imprescindibles ni pensemos que sin nuestra colaboración el desenlace será inminente o en más dolorosas circunstancias. “Ellos no saben hacerlo y le hacen daño” o ” conmigo está más tranquilo y se siente más seguro” o “lo que él quiere es estar conmigo, porque se sabe más atendido” son planteamientos poco prácticos. El cuidador, con su dedicación exclusiva y absorbente, no conseguirá sino agotarse y frustrarse. No podrá impedir que haya momentos en los que el enfermo sufra o en los que incluso le tiranice. Además, esta postura radical causa sentimientos de culpabilidad, cuando el asistente tiene que recurrir a la ayuda de otras personas.

Tampoco debe caerse en el victimismo del “no puedo más, si esto sigue así, me lleva a mí por delante, estoy destrozada de los nervios”, sin hacer nada por solucionar problemas que empiezan a hacer un daño serio al cuidador.

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Seamos sinceros y realistas.

Permitámonos sentir el miedo a la muerte, pero no consintamos en que nos bloquee o paralice. La asunción de la muerte sirve para ayudarnos a ser cautos, responsables y amantes de nuestras vidas.

El enfermo nos recuerda cada minuto que la vida tiene un fin, y que es ineludible. Si aprendemos a convivir con nuestro miedo y hablamos de la muerte con naturalidad daremos salida a esa incomodidad que propicia tensión y rigidez a la hora de pasar nuestros días con enfermos crónicos graves.

Ante la tristeza, serenidad.

Instalarse en la negatividad, en la desesperanza, cuando se cuida a diario a uno de estos enfermos, es cosa fácil, casi natural. Lo apropiado es mirar con serenidad esa etapa, que tiene tres vertientes: la del propio cuidador, la de su familia y la de la persona a quien se ha decidido asistir. Para que nuestras fuerzas resulten eficaces y atendamos satisfactoriamente al enfermo, el ánimo del cuidador tiene que ser positivo, porque de él y de su serenidad a la hora de tomar las decisiones que se vayan planteando en la relación con el paciente, depende que nos sintamos en paz con nosotros mismos respecto al propósito adquirido: que la convivencia disfrute de un clima de comunicación.

Y que, dado lo irreversible de la enfermedad, tanta dedicación tenga su lado positivo: el estrechamiento de los lazos de solidaridad familiar. Y, por supuesto, que la ayuda al enfermo sea un auténtico acompañamiento en lo que se prevé sea su recta final. El cuidador debe ayudarse a sí mismo a sentir la ilusión por vivir, cada instante de su vida. Así podrá transmitir alegría y serenidad al enfermo. No deben faltar hacia este palabras amorosas, besos y caricias: llenarán el recuerdo de nuestro comportamiento con esa persona enferma.

Cómo ayudar al enfermo sin destruirnos.

Puede ser útil que recordemos algunas pautas que ayudan al cuidador de un enfermo grave crónico o incurable a mantener un buen equilibrio físico-emocional :
Distribuir el tiempo: todos los días (al margen de la labor de asistencia al enfermo) dispongamos de un rato para nosotras mismas y otro para la convivencia familiar o social.
Dedicar, más que nunca, tiempo y mimo a nuestra pareja e hijos.
El mundo y la vida, siguen. Procuremos mantener las relaciones con los amigos, aunque tengamos que espaciarlas. El teléfono también sirve.
Pasear o hacer ejercicio, al menos durante media hora al día.
Acudir cada cierto tiempo a espectáculos (teatro, cine, música), museos, …
Contratar la ayuda de profesionales, para que, al menos cada cierto tiempo, pasen la noche con el enfermo. O pedir ayuda a familiares o amistades, para que nos reemplacen.
No descuidar la alimentación ni el descanso. Cansados o tristes no haremos bien nuestro trabajo. El enfermo lo notará. Necesita ayuda, pero también conversación y buenas vibraciones.
El enfermo además de cuidados básicos – alimentación, limpieza y medicalización- precisa tranquilidad y mucho afecto. Le ofreceremos nuestras palabras tranquilas y de acompañamiento. Y, junto a ellas, caricias y besos, exponentes de nuestra cercanía y amor.
Mantendremos una buena condición física y emocional. Nuestra vida ha sufrido cambios, pero sigo siendo protagonista de ella: intento que se trastoquen lo menos posible mi trabajo, aficiones, cuidados y relaciones con las personas queridas.

Cómo afrontar la muerte

El duelo para superar la pérdida de un ser querido puede durar hasta tres años

El apoyo psicológico de la familia y de los amigos es imprescindible para afrontar una nueva etapa sin la persona querida, así como para aceptar una enfermedad terminal o incurable. Los psicólogos insisten en que el silencio y la negación no es la solución para afrontar la muerte. Por el contrario, lo importante ante una situación así es la posibilidad de expresar los sentimientos, tanto del enfermo, como de los familiares que han perdido a su ser querido. De esta manera, el proceso de duelo permite una recuperación rápida sin riesgo a caer en depresiones.

Afrontar la muerte propia
Asegura un antiguo refrán medieval que sólo cuando aprendemos a vivir aprendemos a morir. Una frase cargada de filosofía que muy pocos ponen en práctica, tal vez porque no saben cómo, y que choca con una realidad para la que, por mucho que pensemos que la muerte es “ley de vida” y que “a todos nos llegará algún día”, nunca estamos preparados del todo.

Afrontar la muerte es difícil y más aún si se trata de la propia. Cuando el médico comunica que el estado del enfermo es grave o terminal estado se entra en una fase de shock que impide ser conscientes de lo que va a ocurrir. “Luego, piensas que todo es una pesadilla y recurres a otro médico para obtener una opinión contrastada. Si el segundo médico te confirma lo que dijo el primero, llega la certeza y, poco después, la negación, un mecanismo de defensa que nos protege durante el tiempo que necesitamos hacernos a la idea”. Así explica la psicóloga Julia López-Orozco, de la Fundación Verde Esmeralda, los sentimientos de quien conoce su final. Un momento, sin duda, crucial, que suele estar marcado por la rabia, la tristeza, la resignación y la aceptación de un destino que no hemos elegido y no podemos cambiar. “Todas las etapas son tristes”, afirma López-Orozco, “pero el enfermo debe hablar de lo que siente, de lo que realmente le importa, y los familiares deben decirle lo que sienten, a modo de despedida, para que ninguno se quede con las ganas de expresar algo que luego ya no podrá decir”.

En su libro ‘Morir es nada’, el escritor Pepe Rodríguez explica que sólo “cuando se adquiere conciencia de la propia muerte como algo más o menos inminente, se acepta como un hecho natural y es entonces cuando cambia la forma de relacionarse con la pareja, parientes y amigos”. En ese momento debemos establecer con quienes nos rodean un “nivel de intimidad y cercanía” que nos reporte la fuerza necesaria para afrontar la última etapa y apartar los temores al sufrimiento, que suelen provocar mayor ansiedad y preocupación que la propia muerte.

“Exteriorizar los sentimientos y liberar la ansiedad permite adaptarse mejor a la situación”,

Exteriorizar los sentimientos y liberar la ansiedad permite adaptarse mejor a la situación
considera Rodríguez. “La muerte es algo que puede y debe comprenderse y aceptarse, pero esto sólo resulta posible emprenderlo y lograrlo en cada uno de nosotros, en el fuero interno y mediante los propios medios. Si no se acepta previamente la normalidad e incluso necesidad del hecho de la muerte, sin importar la fórmula o convicción adoptada para ello, no podrá actuarse en ninguna dirección razonable que permita poder afrontarla con serenidad y

Pérdida de un ser querido
Cuando una persona está enferma, sobre todo en los casos terminales, no se sabe cuál es la mejor opción, si decírselo o no. Los psicólogos constatan que en ocasiones cuando una persona sabe que está enferma ésta se hace más fuerte y aprovecha el tiempo que le queda de vida para estar con los suyos y hacer lo que más desea, viajar, ver amigos etc. Pero también puede suceder que la familia oculte el estado en que se encuentra. Se da entonces lo que se conoce como ‘conspiración del silencio’, un proceso en el que quienes rodean al paciente ya conocen el desenlace, pero evitan decírselo para no causarle un mayor sufrimiento. Algunos expertos, como la psicóloga Julia López-Orozco, aseguran que ésta no es la mejor decisión y defienden la importancia de que el afectado sepa los detalles de su situación. “El mayor sufrimiento viene de la mano de la conspiración del silencio. Los familiares piensan que si hablan de lo que sienten y de su pena la persona va a sufrir más. Y el enfermo tampoco habla de sus sentimientos y dudas porque cree que la familia ya tiene bastante”, precisa.

Juantxo Domínguez, de la Asociación Derecho a Morir Dignamente, explica que “si el enfermo decide cómo quiere que se le trate en los momentos finales de su vida, la familia debe respetar esos aspectos”, generalmente recogidos en el testamento vital. Un documento que permite dejar sentado los tratamientos médicos y cuidados paliativos que el paciente quiere recibir.

El testamento vital permite dejar sentado los tratamientos médicos y cuidados paliativos que el paciente quiere recibir
“Es importante que la gente sepa que existe esta posibilidad -subraya Domínguez-. Los cuidados paliativos son los que recibe un enfermo en fase terminal, pero no son sólo un soporte terapéutico, sino también un soporte psicológico y espiritual, ya que recogen un amplio abanico de medidas para que el enfermo terminal esté acompañado en los últimos tres o seis meses de su vida”.

Por su parte, la familia debe estar siempre al lado del enfermo para escucharle o respetar su silencio, para hacerle saber lo importante que es para ellos sin que se sienta “culpable” por marcharse y para ganar con él el tiempo que se perdió con anterioridad: “Teníamos que ponernos al día de lo que habíamos hecho y sentido en los últimos tres años, pero estábamos tan ocupados ambos que aplazamos lo fundamental, disfrutar de la amistad, para volcarnos en lo accesorio, cumplir con la vida profesional. Un error que, en este caso, ya no puede corregirse”, reflexiona Rodríguez al recordar la muerte de un amigo.

La muerte como un proceso natural
Para Julia López-Orozco, aceptar la muerte cuesta tanto porque no se contempla como parte del movimiento natural de la vida. “Nos parece que no podemos dominar la vida porque no tenemos una educación de la muerte, sin embargo, asegura, no se puede hablar de fracaso ante algo inevitable”. Rodríguez, por su parte, indica que no se nos puede ocultar desde pequeños que la vida tiene un final. “Dentro del movimiento de la vida están el nacimiento y el muerte, pero apenas se tiene información de la muerte y cuando perdemos a alguien nos sentimos indefensos o descolocados y no sabemos si lo que nos sucede es normal”, apunta la psicóloga.

Es conveniente que los niños crezcan pensando que la muerte es algo natural, no como un tema tabú,

Es conveniente que los niños crezcan pensando que la muerte es algo natural y no un tema tabú
y que hablen de ella con sus progenitores con absoluta normalidad. Cada pérdida debe servirles para reflexionar, ya sea la de su mascota o la de un ser querido. Cuando se trate de una enfermedad, los pequeños deben estar al tanto de lo que ocurre y tener la posibilidad de preguntar sobre ello.

No hay un buen o mal momento para morir. Cuando llega la hora, todos, incluso los niños, deben poder hablar del tema con naturalidad para afrontarlo con madurez y pedir el apoyo que se necesite. Aunque temida, la muerte debe ser aceptada con serenidad y dignidad, sin que se vea distorsionada como algo ‘simplemente’ doloroso. “Tenemos que pensar que, en ocasiones, es un alivio para el enfermo que sufrió en sus últimos días”, concreta Julia López-Orozco.

El duelo
Una vez que la persona querida se ha ido queda un inmenso vacío y un largo camino por recorrer: el duelo. “Nunca acabamos de estar preparados para aceptar la muerte de una persona, sea una muerte repentina o por enfermedad, pero en ambos casos debemos hacer un proceso de duelo porque, si bien es muy traumático perder a alguien de repente de un infarto o en un accidente, tampoco es fácil ver a quien queremos en el transcurso de una enfermedad”.

De esta manera, la psicóloga López-Orozco destaca la importancia de buscar apoyo y saber que el trabajo del duelo es necesario para “sanar” la herida: “Nadie puede hacer ese trabajo por nosotros y no nos podemos hacer los duros porque luego sucederá otro episodio de crisis que nos recordará lo que ocurrió y será peor. Ocultarlo no nos permite vivir plenamente. Debemos recorrer el camino porque el problema del duelo es quedarse en el sufrimiento”.

El problema del duelo es quedarse en el sufrimiento
Lo habitual es que tras la muerte de alguien muy querido se suela pensar que eso no ha ocurrido y que todo es un mal sueño del que vamos a despertar. Más tarde, los afectados se muestran enfadados, rabiosos contra todo y contra todos, a los que culpan de la muerte, y, al final, sienten tristeza, miedo, lloran y se acusan de no haber impedido la pérdida o no haber sido capaces de decir a quien se fue lo mucho que se le quería.

A los seis meses más o menos llega la soledad, una vez que la familia más lejana se distancia para recuperar su vida normal. Sin embargo, el otro miembro de la pareja y los hijos se quedan solos. “La familia empieza a alejarse y no es tan fácil encontrar apoyo”, señala la psicóloga, quien reconoce que, “como mínimo, el duelo dura un año”. Es posible que sea el año más complicado, en el que se celebra el primer cumpleaños sin esta persona, las primeras navidades, el primer otoño.

En este tiempo, quienes han sufrido una pérdida no deben fijarse plazos para superarla. Deben sentir dolor y manifestarlo, compartirlo con otras personas que han pasado por la misma situación y aceptar que tal vez tengan que pasar tres años para comenzar a recuperarse. La solución no está en automedicarse con tranquilizantes y tampoco se debe descuidar la salud, sino marcarse un ritmo diario con las horas necesarias de descanso y comidas.

En este sentido, López-Orozco explica que durante el duelo “el ritmo es más lento que el del resto”, pero recuerda lo importante de ser paciente y darse permiso para disfrutar tras el funeral, desaparición de su ropa y pertenencias, papeleo&. Finalizar el proceso de duelo no significa olvidar a quien se fue, sino conseguir recordarle sin sufrir y recuperar la atención hacia quienes siguen a nuestro lado y aún nos necesitan. Es muy importante que los familiares, sobre todo los más cercanos al fallecido, puedan entender esto para seguir con sus vidas sin ninguna culpa ni remordimiento, evitando caer así en cuadros de depresión.

Afrontar enfermedades incurables

La actitud del paciente ante la vida, así como el apoyo familiar y social es fundamental para convivir con una enfermedad incurable

La vida familiar, social y laboral se altera por completo ante la aparición de una enfermedad, más aún si ésta es irreversible o degenerativa, situación que obliga al paciente a cambiar de manera radical su modo de vida. Hay enfermedades para las que la medicina actual no tiene soluciones o cuyos tratamientos no logran los resultados esperados. Por esta razón, recibir la noticia de que se padece una dolencia de este tipo es un duro golpe para quien la sufre y para sus familiares. Sin embargo, los psicólogos afirman que se puede convivir con una enfermedad de estas características después de superar una serie de etapas que pasan por la negación de la situación, en primer lugar, y por cierta rebeldía después. Son actitudes normales que con el paso del tiempo y la ayuda de los seres queridos suelen desembocar en una última fase de aceptación y adaptación, aunque la tristeza y los episodios depresivos pueden aparecer de manera continuada. En este sentido, las asociaciones de apoyo realizan una labor excelente, favoreciendo que enfermos y familiares aprendan a conocer la enfermedad, a aceptarla y a sacar el máximo partido a la vida con las limitaciones progresivas a las que pueden verse sometidos los enfermos.

Autor: María Álvarez |  Fecha de publicación: 14 de diciembre de 2005 La actitud es un elemento definitivo
Ya sea por la aparición de una dolencia incurable, por un accidente que provoque vivir el resto de la vida en una silla de ruedas& la persona que recibe la noticia de que padece una enfermedad para la que no existe solución pasa por varias fases, según indica María del Mar González Muñoz, psicóloga y directora del Centro de Psicología PsicoSalud, de Madrid.

Negación: Pensar que la situación es imposible, que no puede estar pasando. Muchas personas no quieren aceptar el problema y llegan a convencerse de que se trata de un error médico.
Enfrentamiento: Rebeldía ante la situación. Una vez que los enfermos empiezan a asimilar el diagnóstico médico, es muy común enfadarse con el mundo, con los demás o incluso con uno mismo por tener una enfermedad para la que no existe solución.
Aceptación y adaptación: Una vez comprendida y asimilada la situación es habitual mostrar síntomas depresivos, como por ejemplo, estar más tristes, irritables, apáticos o ansiosos al pensar en todo lo que se les viene encima. Tras este período de adaptación, deciden qué hacer con el tiempo que les queda y qué actitud adoptar.
En ocasiones, según advierte la psicóloga, algunos pacientes se quedan anclados en algunas de las primeras etapas, no evolucionan y lo afrontan mal, por lo que sufren por partida doble: “por un lado por la enfermedad, y por otro por la no aceptación de una situación real e irrevocable”. Sin embargo, hay personas que afrontan estas situaciones mucho mejor, lo que favorece que tanto ellos como sus familiares o las personas que los rodean acepten mejor la nueva situación y se ayuden entre todos. No cabe duda de que la vida para estas personas es diferente desde el momento en que conocen su enfermedad, ya que hay multitud de actividades que antes podían hacer y que en su nueva situación les resultarán imposibles. Pero, como señala González Muñoz, es muy importante que tanto ellos como sus familiares y amigos tengan en cuenta que hay otras muchas que sí pueden hacer y que deben “aprender a valorar otros aspectos de la vida que antes pasaban desapercibidos y que merecen la pena ser tenidos en cuenta”. La psicóloga advierte de que muchos de estos enfermos piensan que su nueva vida es un modo de vivir de segunda categoría, pero no cree que sea cierto e incide en la importancia de dar al enfermo “un motivo para levantarse cada mañana, una meta que conseguir y una valoración personal de lo que hace día a día”. Para conseguir llegar a esta aceptación, una situación realmente difícil, existen estrategias que pueden ayudar a manejar el proceso de enfermedad, según explica Maribel Carreras Barba, psicóloga del Grupo Luria Psicólogos, de Madrid:

Vivir el presente: Disfrutar de lo que se tiene y no sufrir por lo que se pueda perder.
Medir la vida en términos de calidad, no de cantidad: Intentar ver la vida en profundidad, “a lo ancho, lo alto y lo largo, y no solo a lo largo, por los metros recorridos”.
Buscar soluciones: Aunque no pueda elegir las circunstancias que este viviendo, sí puede elegir cómo responder ante ellas.
Cuidarse: Descansar, alimentarse adecuadamente.
Distraerse: Realizar actividades que le apetezca y que no le supongan un gran esfuerzo.
Confiar en el quipo médico: Consultar a los médicos todas las dudas que tenga respecto al proceso de enfermedad y sobre cómo controlar todas las molestias derivadas de la misma.
Evitar que la enfermedad no sea el centro de su vida: Se puede seguir trabajando, haciendo actividades que nos gusten y teniendo momentos felices y positivos aunque se padezca una enfermedad grave.
Además, hay asociaciones de apoyo que realizan una labor excelente, favoreciendo que enfermos y familiares aprendan a conocer la enfermedad, a aceptarla y a enseñarles cómo sacar el máximo partido a la vida con las limitaciones progresivas a las que pueden verse sometidos los enfermos.

Los cuidadores
Siempre que una enfermedad incurable o degenerativa irrumpe en la vida de una familia, ésta sufre un grave conflicto y la mayoría de sus miembros suelen pasar por fases similares a las vividas por el propio enfermo. En la mayor parte de los casos es algún miembro de la familia quien se encarga de ejercer la tarea de cuidador, que no siempre es fácil. La doctora en psicología, Verónica Guillén Botella, señala que es normal que los familiares que se ocupan de un enfermo incurable les presten cariño y atención, “que se vuelquen en el paciente”. Sin embargo, advierte de la necesidad de no sobreproteger ni quitar independencia al enfermo,

No hay que sobreproteger ni quitar independencia al enfermo
sino dar lo que pide o necesita en una de las etapas más difíciles de su vida. El cariño, la atención y la dedicación no tienen por qué estar reñidos con el hecho de poner metas y pedir que las lleven a cabo mientras puedan realizarlas, ya que esta actitud fomenta la autoestima del enfermo, le ayuda a mantenerse activo y a tener una actitud más positiva frente a su enfermedad. La experta señala que no hay que poner límites antes de tiempo y, cuando los haya, “adaptarse a ellos, pero siempre buscando tener metas, actividades sociales, de ocio, de cuidado personal&, de modo que se sigan obteniendo beneficios por luchar”.

En este tipo de dolencias prestar una atención especial al enfermo es una tarea básica, pero tampoco debe descuidarse la atención a las necesidades de los cuidadores, que en muchos casos necesitan tanto o más apoyo que el propio paciente, ya que el cansancio, la dedicación plena a un familiar, observar que la enfermedad sigue su proceso aunque se haga el máximo esfuerzo& pueden terminar afectándoles de manera severa y abocarlos a una depresión. Los expertos recomiendan que estas personas encuentren momentos de desconexión y, en caso de ser necesario, cuenten con apoyo psicológico para ir aceptando y asumiendo los cambios que provocará la enfermedad en sus vidas.

Qué deben hacer los cuidadores
La Social Work Service de Estados Unidos recomienda a los cuidadores de los enfermos terminales o de enfermedades incurables o degenerativas los siguientes consejos:

Fijarse objetivos y expectativas realistas.
Establecer sus propios límites.
Pedir y aceptar ayuda.
Cuidar de sí mismos.
Implicar en el cuidado del enfermo a otras personas.

Ayuda psicológica
En algunos casos, el enfermo o sus familiares no son capaces de asumir un diagnóstico grave y sienten un importante impacto emocional por la posible pérdida de la salud y del bienestar, al mismo tiempo que pueden sentirse desconcertados y preocupados por el futuro. Aunque hay muchas personas que, a pesar de la dureza de su situación personal, pasan por este proceso de forma natural y no necesitan ningún tipo de ayuda psicológica, hay otras muchas para quienes resulta un proceso muy complicado de manejar, y sí requieren de tratamiento, fundamentalmente psicológico. Así lo indica la doctora en Psicología Verónica Guillén, quien señala que la diferencia fundamental entre ambas está en la capacidad de aceptación de la persona. “La situación es tremendamente dura para todo el mundo, sin embargo, hay personas que se ven capaces de aceptarla y sin darse cuenta se preparan psicológicamente para ello. Por otro lado, otras personas tienen dificultades para elaborar este proceso y se quedan ancladas en algún punto”, explica.

En caso de que una persona sea incapaz de afrontar sola el proceso de asumir una grave enfermedad, existe tratamiento psicológico que sirve para acelerar el proceso, para ayudar a entender y aceptar mejor la situación, además de proporcionarles armas para sobrellevarlo, lo que repercute en una mejor calidad de vida. Los expertos aconsejan que el enfermo, o sus familiares, acudan al psicólogo en los siguientes casos:

Si se siente desbordado por la angustia, el miedo, la tristeza, la preocupación o cualquier otra emoción.
Si comienza a sentir mucho dolor, alteraciones del sueño o falta de apetito.
Cuando la propia persona esté convencida de que es lo único que le va a poder ayudar a enfrentarse a la situación.
Cómo ayudar a estos enfermos
Muchas veces no se sabe cómo actuar con estos pacientes que padecen enfermedades terminales o degenerativas, si sobreprotegiéndolos o intentando que todo siga lo más normal posible… Las siguientes estrategias elaboradas por los psicólogos aquí consultados, pueden ayudar a conocer las necesidades del paciente, facilitando la comunicación con el enfermo:

Ir con calma, dar tiempo al paciente para que asimile lo que implica la enfermedad que padece.
Escuchar y compartir sus sentimientos y emociones. Intentar no interrumpir, ha veces sólo necesita dar rienda suelta a sus emociones, no escuchar consejos o soluciones.
No presuponer cómo pueden encontrarse y preguntarles cómo se les puede ayudar.
Respetar y tolerar los silencios. Respetar cuando no quiere hablar y estar disponible cuando desee hacerlo.
Permitir el llanto. Facilita el desahogo.
Evitar las frases hechas del tipo “ya veras como no es nada”, “se positivo”, “no puedes continuar así”.
Intentar permanecer tranquilo ante su irritación y esperar a que se le pase.

Cuidar de una persona dependiente: Hay que compartir tareas

Las personas que deben asistir a familiares enfermos o impedidos también necesitan ayuda y comprensión en una tarea que provoca un gran desgaste

El deterioro físico o psíquico de un miembro de la familia produce cambios drásticos y traumáticos en su entorno. Junto al golpe emocional surgen los problemas derivados de la necesidad de atención permanente, labor que corresponde a uno o varios familiares. Estas personas asumen un papel, el de cuidadores, que irrumpe en su vida y la transforma de manera completa. La asimilación de este vuelco vital no es sencilla. Por esta razón, no se debe dudar en pedir ayuda o recurrir a un especialista.

El malestar del cuidador y su sentimiento de culpa
Cuesta hacerse a la idea del debilitamiento del ser querido. A pesar de que el decaimiento sea evidente, la pareja, si la hay, los hijos, los yernos y nueras, los nietos y los hermanos quieren creer que sólo “está pasando una mala racha”. Pero la realidad se impone y, a medida que se asume, se entiende que la enfermedad no sólo va a afectar a quien la padece, sino que cambiará la vida de todos quienes están alrededor, especialmente la de los cuidadores.

Puede ser Parkinson, Alzheimer, demencia senil, arterioesclerosis o, sencillamente, muchos años y necesidad de cuidados. En esta primera fase se presentan los primeros síntomas de malestar en el cuidador. Se enfada porque le ha tocado precisamente a él o a ella, o porque no hay un reparto equitativo de responsabilidades entre los distintos miembros de la familia. Es normal que se vivan sensaciones de fastidio, pero quienes las sienten se consideran, en su fuero interno, culpables. Por eso es necesario que las personas cuidadoras puedan liberarse de esa culpa hablando sin cortapisas de los efectos negativos en su estilo de vida. Esto se asumirá con más facilidad cuando la situación entre dentro de lo cotidiano. Entonces los cuidadores se sentirán más libres para quejarse y solicitar colaboración de los otros miembros de la familia. Aprenderán que su salud, y no sólo la de la persona dependiente, es importante y programarán más tiempo para sus necesidades, su esparcimiento, sus relaciones sociales y para su descanso.

Planificar los cuidados
El cuidado del cuidador no se puede dejar a la improvisación.

Hay que repartir responsabilidades. Una sola persona no puede responsabilizarse de todo. Los cuidados suponen un número importante de tareas. Para que todo funcione bien, es preciso repartírselas entre los familiares y determinar qué función y qué responsabilidad va a afrontar cada uno. Es muy importante organizar reuniones de la familia para valorar entre todos cuáles son los problemas que han ido surgiendo y determinar cómo distribuir los papeles que cada uno va a desempeñar. En esas reuniones se deben estudiar las posibilidades y limitaciones de cada miembro de la familia y, según eso, establecer calendarios. Aun así hay que prepararse -y así se debe consensuar desde el principio- para afrontar las desavenencias y conflictos que se produzcan durante el proceso del cuidado, algo, por otra parte, normal.
La persona cuidadora debe prestar una especial atención a la pareja y a los hijos. Es importante hablar con la pareja sobre cómo afectará o cómo está ya afectando la dedicación a la persona mayor en la relación, y sobre la necesidad de destinar tiempos específicos para ellos mismos. Conviene compartir opiniones sobre la forma de ejercer los cuidados y saber si la otra parte de la pareja está dispuesta a colaborar, algo a lo que no está obligada, pero tal vez quiera hacer. Lo mismo puede decirse sobre los hijos, en particular si la persona mayor está encamada. Aunque sean niños, tienen derecho a conocer la naturaleza de los cuidados y establecer la manera en que pueden participar en las tareas.
No perder las relaciones. A medida que pasa el tiempo de dedicación a la persona dependiente, el cuidador sale cada vez menos de casa. Esto puede ser altamente perjudicial para su salud emocional. Es importante que no descuide sus relaciones sociales de siempre, y que fomente los contactos con familiares y amistades para poder vivir con ellos sus emociones o simplemente para distraerse.
Aprender a cuidar el propio yo. La persona es un equilibrio entre “ser-para-sí” y “ser-para-otros”. Cuando alguien se vuelca en exceso en el cuidado a otra persona y se olvida de cuidarse a sí misma, pierde ese necesario equilibrio personal y se acumulan insatisfacciones internas, malestares emocionales, hastío, sensación de soledad ante las tareas y desequilibrio personal. Es importantísimo que la persona cuidadora aprenda un poco de “egoísmo”, es decir, cultivo sano del yo. Para ello tiene que mantener y programar la ilusión por salir, por practicar actividades de ocio y tiempo libre. Debe reservarse tiempos para sí misma y respetarlos con tanto rigor como lo hace con el cuidado hacia la persona a la que cuida.
Aprender a utilizar los recursos sociales. El número de personas mayores en la sociedad ha crecido. El número de recursos destinados a ellas también ha aumentado, pero no en la misma proporción, con lo que resultan insuficientes. Sin embargo, se puede recurrir a Servicios Sociales Municipales, Servicios Médicos, Servicios de Ayuda a Domicilio, Centros de Día y Residencias Geriátricas. Cada día son más numerosos, pero también más demandados. Los cuidadores tienen derecho a recibir asesoramiento y apoyo para la atención de las personas dependientes. Pueden, por ejemplo, informarse de cómo es y cómo va a evolucionar la enfermedad, de qué pruebas serán necesarias para un diagnóstico y pronóstico más preciso; conocer qué recursos públicos y privados se pueden utilizar y las ayudas a las que tienen derecho.
El síndrome del cuidador
Más del 80% de los cuidadores experimentan altos niveles de estrés que se manifiesta en irritabilidad, agotamiento, problemas físicos de salud, enfados, distanciamiento y depresión. Si aparecen dos o más de los síntomas del “síndrome del cuidador” -perder la ilusión por vivir, no poder conciliar el sueño, atender 24 horas al día al familiar enfermo, sentir angustia, perder el apetito, beber alcohol o tomar drogas- es necesario pedir ayuda profesional. El médico de cabecera es una buena opción y está preparado para atender estos casos. Para recibir la atención correcta, el cuidador debe explicar al médico la situación en la que se encuentra y describir su estado anímico y físico.

Derechos de un Enfermo Terminal

Zarina  Enviando en: lunes, 14 de abril, 2003 – 06:49 pm           

¡SER FELIZ CUIDANDO!

No se puede pretender cuidar a un moribundo por obligación impuesta, sino por obligación libremente elegida.
Obligación como derecho del ser humano y estrategia por el amor que tenemos a la persona.
La FELICIDAD que proporciona el cuidar al moribundo en el trayecto final de su camino, es algo que merece la pena experimentar.
El cuidado profesional signo de evolución y progreso en nuestra comunidad.
Cuidar a enfermos terminales como experiencia humana profesionalizada, enriquecedora y gratificante. Enfermos, familiares y miembros del equipo nos darán a diario lecciones de dignidad.
El saber ser y el saber estar se conjugan como nunca al lado de enfermos terminales.
El hombre y la mujer, son luz y amor y ésas son las cosas que lleva cuando sale de esta vida ?la LUZ y el AMOR con que VIVIÓ en la tierra?.

Cuando la evolución de una enfermedad arrastra a uno mismo, o a un ser querido, hacia un fin próximo e inevitable, ¿es lícito adoptar cualquier estrategia médica a fin de intentar retrasar ese momento de la extinción?, ¿es justo mantener la vida en quien, a causa de su estado terminal, ya no es dueño de aquello que más humanos nos hace: voluntad, libertad y dignidad?

Muchos responderemos sin titubear con un no rotundo a ambas preguntas, pero no pocos, influidos por motivaciones diversas, se decantarán por un sí con más o menos matices.

Sin duda no se trata de imponer la opinión de los unos a los otros, ni viceversa, pero, en cualquier caso, debajo de la discrepancia ideológica anida un aspecto básico que debería ser indiscutible: cada cual es el único dueño de su vida y de su muerte y, por ello, el único con derecho a decidir cuándo y cómo quiere poner término a un proceso vital doloroso y/o degradante del que sabe que no puede evadirse.

Sólo uno mismo puede y debe decidir en qué punto y bajo qué condiciones el seguir vivo ha dejado de ser un derecho para convertirse en obligación.

Si la dignidad es una cualidad inherente a la vida, con más razón debe serlo en el entorno de la muerte, que será la última vivencia y recuerdo que le arrancaremos a este mundo al apagar nuestro postrer suspiro… y también la última imagen de uno mismo que dejaremos en herencia a parientes y amigos.

¿Hace falta sufrir y hacer sufrir a quienes nos aman para pasar por este trance? ¿le sirve de algo, al enfermo o a su entorno familiar, una agonía larga o una progresiva pérdida de facultades que desemboca en lo meramente vegetativo?

En muchas culturas y en no pocas personas, incluso dentro de nuestra propia sociedad, el acto de morir rebosa dignidad, amor y hasta belleza, pero, en general, en la sociedad industrial, para tratar de hurtarle al destino un tiempo que tampoco podemos vivir -la enfermedad nos lo impide-, somos capaces de privarnos a nosotros de dignidad y cargar a los demás con el peso del dolor que causa contemplar tal degradación.

El artículo 15 de la Constitución Española, por ejemplo, al igual que hacen sus equivalentes en las cartas magnas de otros países, establece que “Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que en ningún caso puedan ser sometidos a tortura ni a pena o tratos inhumanos o degradantes”.

El texto es claro y rotundo, aunque algún segmento social, con criterio secuestrado por sus creencias religiosas, persista en una interpretación miope e interesada de este derecho fundamental que atañe tanto a la defensa de la vida, como a la de la integridad física y moral y, claro, al derecho de no tener que sufrir tratos inhumanos o degradantes; aspectos, estos últimos, que, en enfermos terminales, a menudo son vulnerados cuando se les somete a “encarnizamiento terapéutico”, eso es manteniéndoles con vida artificialmente y en condiciones que degradan notablemente la dignidad de la persona.

Por ello, son muchos los juristas y organizaciones profesionales de juristas que vienen reclamando desde hace tiempo que este artículo que proclama el derecho a la vida se interprete de manera que reconozca igualmente el derecho a una muerte digna, dado que la vida impuesta por otros -por muy médicos o familiares que sean- no puede ser de ninguna manera un bien jurídico a proteger en un Estado de Derecho.

Esta postura, defendida también en todo el mundo por los colectivos que luchan por lograr el derecho a una muerte digna, se traduce en una serie de puntos que dibujan los derechos que debería tener -y exigir- cualquier persona afectada por una enfermedad terminal e irreversible:

Los derechos del enfermo terminal
? Tengo el derecho de ser tratado como un ser humano vivo hasta el momento de mi muerte.
? Tengo el derecho de mantener una esperanza, cualquiera que sea ésta.
? Tengo el derecho de expresar a mi manera mis sentimientos y mis emociones por lo que respecta al acercamiento de mi muerte.
? Tengo el derecho de obtener la atención de médicos y enfermeras, incluso si los objetivos de curación deben ser cambiados por objetivos de confort.
? Tengo Derecho a que se respete y en lo posible se alivie el dolor de mis familiares, allegados y amigos.
? Tengo derecho de expresar mis sentimientos y emociones, en todo momento y enfocar a mí manera mí propia muerte.
? Tengo el derecho a poder acceder y emitir un documento legal de últimas voluntades donde se establezcan por escrito las disposiciones oportunas respecto a las condiciones en torno a mí muerte (documento que en este aspecto es conocido como “testamento vital”).
? Tengo el derecho de no morir solo.
? Tengo el derecho de ser liberado del dolor.
? Tengo el derecho de obtener una respuesta honesta, cualquiera que sea mi pregunta.
? Tengo el derecho de no ser engañado.
? Tengo Derecho a decidir si deseo estar consciente, dentro de las limitaciones de mi enfermedad hasta el fin y ser trasladado a mi domicilio a mi solicitud.
? Tengo derecho a participar en las decisiones que incumben a mis cuidados y a mí vida.
? Tengo el derecho de recibir ayuda de mi familia y para mi familia en la aceptación de mi muerte.
? Tengo el derecho de morir en paz y con dignidad.
? Tengo el derecho de conservar mi individualidad y de no ser juzgado por mis decisiones, que pueden ser contrarias a las creencias de otros.
? Tengo el derecho de ser cuidado por personas sensibles y competentes, que van a intentar comprender mis necesidades y que serán capaces de encontrar algunas satisfacciones ayudándome a enfrentarme con la muerte.
? Tengo el derecho de que mi cuerpo sea respetado después de mi muerte.
? Tengo Derecho a que mi cadáver sea tratado con dignidad y respeto, dentro de los límites de lo posible amortajado y velado, del modo que yo o mis familiares o allegados hallamos solicitado.

CLÁUSULA FINAL
Las decisiones del paciente, en su caso, quedarán debidamente documentadas en la historia clínica.

La presente Declaración de Derechos del Enfermo Terminal no excluye la validez y necesidad de respetar las normas éticas y legales que rigen la investigación científica, la docencia clínica, la extracción de órganos, y/o tejidos para trasplantes o injertos o de sustancias biológicas con fines diagnósticos o terapéuticos, la confidencialidad y el secreto profesional en el manejo de los datos clínicos u otras normas aplicables a casos singulares y concretos de enfermos terminales.
Aunque no hay, ni mucho menos, una sola posibilidad de reacción y actuación ante el anuncio de estar inmerso en un proceso irreversible y/o terminal, puede servir de alguna ayuda u orientación, a quien se encuentre en este trance, el comenzar a caminar por una senda que ha sido trazada por la experiencia previa de los médicos y enfermos que ya la han recorrido. Veamos:

Tras recibir el diagnóstico y, claro está, su confirmación, resulta aconsejable preparar la siguiente visita al médico especialista con bastante antelación, dándose tiempo suficiente para poder reflexionar sobre todos los aspectos y dudas relativos al caso

Puede ser una buena idea confeccionar un listado por escrito a fin de no olvidar ninguna pregunta.

Dada la naturaleza del proceso, será recomendable intentar establecer con el médico especialista una relación de confianza, de cercanía emocional, haciéndole partícipe no sólo de los síntomas experimentados a causa de la enfermedad -que como técnico le competen-, sino, también, de los aspectos clínicos, psicológicos o sociales que sean causa de ansiedad, temor, duda o preocupación, puesto que su experiencia en muchos casos similares podrá ser de gran ayuda para obtener orientación.

Será primordial entablar un conocimiento estrecho y cercano con el médico, dialogar acerca de las opciones que propone a fin de controlar los síntomas negativos ligados a la enfermedad -ansiedad, debilidad física, insomnio, agitación, dolor, vómitos, falta de apetito y/o dificultad para ingerir alimentos o bebidas, etc.- y darle tiempo -durante dos o tres visitas- y oportunidad para que pueda apoyar emocionalmente al enfermo.

Salvo que el deceso se prevea muy cercano, en esas primeras visitas no resultará todavía apropiado reclamar algún tipo de ayuda concreta para morir dignamente -evitando agonías y encarnizamientos terapéuticos inútiles-, aunque sí puede ser ocasión para sacar a colación cuanto se relacione con el “testamento vital” del paciente, ya sea su intención de suscribirlo o las condiciones de uno ya previamente protocolizado.

La actitud y respuesta que el médico y el Tanatólogo manifiesten ante el “testamento vital” del paciente podrá ser un indicador muy importante para poder valorar sus intenciones y, fundamentalmente, la predisposición que tiene a respetar la voluntad de la persona que tiene ante sí.

Un paciente con las ideas claras acerca de su derecho a tener una muerte digna no debería aceptar respuestas ambiguas por parte de su médico, ni tampoco una actitud de rechazo o indiferencia acerca de este derecho.

En cualquier caso, independientemente de la actitud del médico respecto al “testamento vital” del enfermo, éste deberá obtener una aclaración precisa de hasta dónde está dispuesto a respetar su voluntad ante posibilidades tales como realizar pruebas diagnósticas o tratamientos no deseados, control del dolor, hospitalización, alimentación forzada mediante sonda nasogástrica, tratamiento antibiótico, sedación terminal, etc.

Si un médico rechaza respetar la voluntad lícita y libremente expresada por su paciente acerca de las condiciones que atañen a su muerte, valdrá la pena modificar ese riesgo cuando todavía se está a tiempo.

Hay que tratar de poner lo que quede de vida y la propia muerte en manos de otro médico que respete a la persona y merezca su confianza. En todos estos momentos la ayuda de un Tanatólogo es indispensable.

Antropología de la Muerte

Zarina Enviando en: jueves, 13 de abril, 2006 – 03:53 pm           

Antropología de la Muerte

A.F. Luz Elena Ramirez Gochicoa.
ESCUELA NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA.

RESUMEN

De carácter ecléctico, este documento pretende articular diversos abordajes acerca del estudio de la muerte. Se propone a la antropología –integradora del quehacer del hombre–, como la ciencia a partir de la cual se efectúe un análisis profundo de los fenómenos de la muerte y el morir. Siendo una más de un cúmulo de propuestas, la finalidad primordial de este trabajo pretende promover una reflexión seria sobre el tema, asumiendo que el estudio formal de los fenómenos en torno de la muerte compete a todas las ciencias, filosofías e idiologías.

PALABRAS CLAVE: Antropología, Tanatología, Cultura, Trascendencia

El antropólogo del nuevo milenio debe estudiar todo lo que el hombre es y todo lo que el hombre hace. En éste enorme ser y hacer del ser humano entra los fenómenos de la muerte y el morir, y el antropólogo debería estudiar tan escrupulosamente como le sea posible, sin dejar de lado los aspectos que giran entorno a tales sucesos.

La muerte es un evento cotidiano, y sin embargo el hombre tiende a olvidarse de ella con esa falsa sensación de inmortalidad en la que vive, negándola constantemente, con la absoluta certeza de que la muerte es un evento probable para todos excepto para si mismo. La muerte del otro, que cuanto más cercana tendrá un mayor impacto en quien la presencia , suele desencadenar un proceso reflexivo en torno a la posibilidad de la propia. Hasta que llegue el día en que, de una u otra forma, se haga evidente el hecho de que uno mismo también está muriendo lentamente.

Vivir el propio proceso de muerte es un acontecimiento tan brutal, que se tendrá que atravesar todo un proceso de duelo, en el que se pondrán de manifiesto todos los mecanismos de defensa, antes de conseguir –si es que se consigue–, llegar a la aceptación.

La muerte y sus “porques”

La sociedad tiende a pensar que nadie muere por causas naturales. De esta forma, se concibe que cuando alguien muere es debido a un error o a un accidente, que sin duda era evitable. Tal concepción reafirma la idea de que la muerte no es un acontecimiento natural, y que para que ésta ocurra debe intervenir un agente externo que deteriore al organismo hasta finalmente eliminarlo. Así, se piensa de forma un tanto ingenua, que si fuese posible evitar dichas fallas o eliminar tales agentes externos, entonces se vencería a la muerte y la inmortalidad sería un hecho alcanzable.

Empero la inmortalidad no sólo resulta ser, en términos biológicos –al menos hasta el momento–, más que ciencia ficción, sino que además sería altamente desfavorable en términos evolutivos. La muerte –mediante la selección natural– y la mutación son los principales mecanismos evolutivos. Por tanto, es preciso considerar que sólo las especies que mueren evolucionan. Tal como afirmó August Weismann: “…la duración de la vida está gobernada por necesidades de la especie… la existencia ilimitada de los individuos sería un lujo sin una correspondiente ventaja evolutiva”(3).

Haciendo un memoria sobre los procesos ontogénicos, es dable afirmar que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren, así, en ese orden. Por injusto que parezca, el hecho se puede confirmar observando a las especies del reino animal. Un individuo que murió antes de lograr reproducirse no aportó nada nuevo a la especie. Por el contrario, aquel que transmitió su información genética a la siguiente generación puede, en términos evolutivos, morir en paz, que ya ha cumplido con su parte.

El tiempo que tardan los progenitores en morir depende de muchos factores, tanto internos como externos. Hasta hace relativamente poco tiempo, la esperanza de vida de los primates humanos estaba alrededor de los 30 años. Con el desarrollo de la ciencia y los avances tecnológicos, hoy en día es posible duplicar la esperanza media de vida humana. Sin embargo, tal avance trae consigo a otro problema precursor de la muerte en nuestros días y que debe ser enfrentado: la vejez.

Vejez y muerte

El orden general del Universo es ir de lo complejo a lo sencillo, del caos al cosmos. Sin embargo, en su incesante lucha por alcanzar la mayor complejidad posible, los seres vivos van en el sentido opuesto del principio que termodinámicamente les rige, es decir, que tienden a trasladarse de lo sencillo a lo complejo, de las bacterias a los mamíferos. El metabolismo, o bien, la suma de las reacciones químicas de los organismos, le otorgan al animal humano la complejidad necesaria para colocar a uno de su especie en la Luna, pero el aumento de la entropía –desorden del universo– es el precio que debe pagarse por tales acciones. De esta manera, el lapso de vida medio de los organismos está dado en función inversa a la velocidad del metabolismo.

Al observar una curva poblacional humana, es evidente que esta se dirige cuesta abajo después de que han transcurrido 30 años, justo cuando la media humana ya ha logrado reproducirse.

Pero paradójicamente, nuestra cultura generadora de ancianos, rechaza la vejez y sobrevalora la belleza y la juventud a tal grado que el deseo por prolongar la juventud del cuerpo, nos lleva a una serie de prácticas, cada vez más comunes: cosméticas, quirúrgicas y médicas, que a mi modo de ver con frecuencia rayan en lo patético. La identidad del individuo se ve proyectada sobre la fría y plana superficie de un espejo.

Frente a la modernidad, en donde sí no se produce o no se consume se está de alguna manera muerto socialmente, el anciano no es más que una víctima de un cuerpo arruinado, y va cargando con el peso de ese cuerpo deshecho (que se ha convertido en su estigma) del que ha perdido el control, del que nunca supo como llegó a ser lo que es ahora (pues el proceso de envejecer es tan lento, que hace falta toda una vida para llegar a él), del que es ahora su referencia y su significante, hasta el umbral mismo de la muerte, pero sin morir. Aún vive, y es negado, de hecho, por los demás, a quienes les resulta insoportable ver la futilidad de sus valores y lo inútil de sus esfuerzos para frenar el andar del tiempo, pues no importa lo que hagamos, de todas formas, más tarde que temprano, nuestros cuerpos se desgastarán y tendremos que vivir la pérdida de nuestra autonomía y de nuestra independencia. Pero a pesar de todo, algo de nosotros sigue intacto. Esa parte intangible del animal humano no es corruptible por el tiempo, sólo modificable.

Tal vez el mayor dolor al que se enfrenta el anciano no proviene de si mismo, sino del “otro”, que lo mira únicamente como a un cuerpo improductivo y con un pensamiento pasado de moda. El anciano conserva una enorme colección de ayeres, pero muy pocos mañanas; es lo que fue y ya no es ni será. En él, en quien el tiempo presente se detiene y el pasado se prolonga, no se encuentra muchas veces sino soledad, devaluación, indiferencia, e incluso el abandono. Y sí la muerte no apura el paso, tal vez llegue primero la demencia, como forma simbólica de una muerte (ausencia) frente a la realidad.

Si para el anciano la muerte algunas veces puede llegar a ser más un consuelo que una tragedia, para alguien que muere joven, o por lo menos en su edad madura, suele considerarse una desgracia. La muerte es siempre inoportuna.

Acercarse a la muerte

La manera en que el hombre se enfrenta a este suceso está estrechamente ligado con la forma en que le ha condicionado su cultura, formado su psicología y desarrollado su biología.

Como regla general, podemos afirmar que el primate humano niega a la muerte. Desde los griegos (Eros vence a Thanatos), hasta el hombre moderno y el desarrollo de sus técnicas de distanasia, la lucha en contra de la muerte y a favor de la conservación y prolongación de la vida, nos plantea una serie de cuestionamientos en todos los ámbitos del pensamiento humano.

Incluso, es gracias a la muerte que existen las religiones, cuya finalidad primordial es darle un sentido a la vida y asegurar una existencia ulterior a la muerte. Vida y muerte se presentan como entidades ajenas al ser, a quien la vida no ha sido otorgada más que para ser posteriormente arrebatada por una fuerza superior a la nuestra. De esta forma, a través de la concepción de la dualidad cuerpo-alma en que se divide a la naturaleza del hombre, éste tiene por seguro que, al dejar atrás la parte material de su identidad -la susceptible de corrupción–, el alma perdurará en el plano metafísico.

La cultura, por otro lado, se asegura de qué el ser mortal se perpetùe a través de la memoria de los otros. Los grandes hombres y mujeres se inmortalizan a través de sus obras. Héroes y próceres se inmortalizan mediante la “taxidermización” que de ellos hace nuestra sociedad, de manera que su vida es irrelevante, mientras que su obra a la luz de la sociedad que los utiliza como estandartes, trasciende más allá de la vida misma.

Los no tan grandes, aspiran a su pequeña parte de inmortalidad gracias a sus monumentos mortuorios, la continuidad de su linaje y el recuerdo que en ellos dejan (fotografías descoloridas que marcan nuestro paso por la vida, eternas perpetuadoras de la memoria de nuestros deudos).

A nivel cognitivo, resulta imposible comprender el suceso de la disociación del yo en la nada al que llamamos muerte. La no-existencia como individuos sólo es experimentable a través de la introyecciónn de la muerte de los otros. Es decir, que aun cuando se tiene la posibilidad de vivir un proceso de muerte propio, se está excento de presenciar nuestra muerte, pues al momento de nuestro deceso habremos perdido toda capacidad de conceptualización. Puede aproximarse, pero, paradójicamente, nunca es posible llegar. De ahí que resulte tan angustiante ver mal morir a nuestros semejantes, con los que nos sentimos identificados, y las cuestiones bioéticas van pasando del exclusivo círculo de los filósofos a ser temas del dominio público.

Como ser biológico que es, dotado de conciencia, el hombre se percata de forma dolorosa de que muere un poco día tras día; percibe, aun sin saberlo, que cada célula de su cuerpo lleva la simiente de la autodestrucción en forma de ADN (apoptosis) y que este proceso es apreciable desde niveles moleculares, hasta el cese irreversible de todas las funciones vitales corporales. Entre un extremo y otro existe todo un contínuo de nociones de muerte que sería imposible detallar.

La muerte es un fenómeno que solo le ocurre a todo aquello que tiene vida (el referente de muerte en otros casos es más una metáfora que una realidad), y que aunque ocurre a un nivel biológico, rompe con todas las estructuras psíquicas y sociales del individuo y de su entorno.

Asì mismo, no es correcto considerar a la muerte como un fenómeno que ocurre en un instante dado, ya que a ésta la reviste un proceso en el que suceden no una, sino muchas nociones de muerte, que concluyen con la transformación de un individuo en cadáver. Por lo tanto, no hay una definición única para la muerte, sino una para cada una de las muertes que vamos experimentando.

Empero, si la muerte es un suceso tan cotidiano, ¿por qué hablar de ella se considera de tan mal gusto? Dentro de la lengua castellana, palabras como fúnebre, lúgubre y tétrico están indisolublemente asociadas a la muerte. Son arquetipos que se encuentran en nuestro inconsciente social.

La importancia del cadáver

El tema del cadáver, el cuerpo muerto, y su relación con la imagen corporal, es objeto de estudio dentro de la antropología física. Aquí descubrimos un doble discurso. Por un lado está la identificación y proyección que se llega a sentir hacia éste, lo cual lo convierte en objeto de respeto y tabú en casi todas las culturas. El tabú al cadáver y a los procesos de tanatomorfosis –universales para todas las culturas–, se expresan mediante formas muy diversas. Dice L. V. Thomas: “El cadáver… es peor que nada, pues el hecho de estar ahí, subraya que lo que lo animaba ya no está precisamente ahí…”(6) Por otro lado, no importa con que brutalidad se nos presente el cadáver de a quien alguna vez conocimos, la imagen corporal que de él evocamos rara vez se ve alterada y su presencia e individualidad se hace patente no sólo en el cadáver mismo (como sí algo de él aun quedara ahí), sino incluso en sus objetos personales. Puntualizaría en casos específicos como el de Lenin o Eva Perón, cuyos cadáveres son estandartes de la permanencia de las ideologías que los llevaron a la inmortalidad.

Al evocar un símbolo para la muerte generalmente tendemos a elegir su representación mediante una calavera, a pesar de que el cadáver es una forma más tangible e inmediata, pero por lo mismo, más perturbadora. Una calavera es más distante, no nos hace sentir identificados de manera inmediata con ella, mientras que el cadáver impacta por su semejanza con nosotros. Es a lo que nos reducimos todos, como afirma Hamlet. Además, los huesos blancos y limpios, simbolizan en nuestro imaginario el fin de la corrupción de la carne.

Tal corrupción ha provocado que en la mayoría de las culturas, no solo sea tabuado el cadáver, sino también la familia del que ha muerto (la muerte se contagia), aquél que lo manipula e incluso hasta aquél que lo ve. En algunos casos este tabú se extiende a los cadáveres de los animales. Así, el que provoca la muerte (aun la necesaria) no sólo es tabuado, sino que deberá pasar por una serie de rituales de purificación antes de poder regresar a su grupo, muchas de ellas orientadas a satisfacer al espíritu de la víctima quien, de otra manera, podría ser el acarreador de enormes desgracias.

El estudio del cuerpo muerto

En occidente, el respeto a la integridad del cadáver se mantuvo hasta el Renacimiento, época en que trató de conseguirse un mayor conocimiento del cuerpo a través de la anatomía y la fisiología.

En occidente, el respeto a la integridad del cadáver se mantuvo hasta el Renacimiento, época en que se buscó un mayor conocimiento del cuerpo a través de la anatomía y fisiología. Fue durante el Quattrocento Veneciano que se comenzaron las primeras disecciones oficiales. En el año de 1540, Enrique VIII de Inglaterra otorgó el permiso al Dr. John Caius para disectar cuatro cadáveres de criminales al año. Tres años después, Andreas Vesalius, padre de la anatomía moderna, publicó su libro Corporis Humani Factora, donde reflejaba la idea que imperaba en su tiempo de que el cuerpo era meramente un complejo mecanismo diseñado por Dios para que habitara el alma.

La Iglesia Católica se opuso radicalmente a este hecho. Es preciso recordar que debido al concepto tomista –de Sto. Tomás de Aquino– de resurrección, el cuerpo debía permanecer intacto para poder reunirse de nuevo con su alma al final de los tiempos. No obstante la ciencia, ávida por conocer las estructuras que hacían funcionar a la que Descartes consideraba la máquina perfecta, fue ganando terreno poco a poco, concediendo que el cuerpo, desprovisto del alma, no era más que un objeto factible de ser profanado sin ninguna consecuencia.

Aun así, el estudio de la anatomía humana no era bien vista. Se consideraba una labor propia de barberos (Hasta la fecha existe el Royal Charter to the Barber-Surgeon’s Guild, en Cambridge.) y no de médicos, quienes se dedicaban a labores más propias a su profesión.

Hace 183 años, James Mac Cartney, médico de Dublín, comenzó una campaña en contra del estigma que recaía sobre aquel que realizaba disecciones humanas. El solicitaba permiso en vida y por escrito a los pacientes para utilizar sus cuerpos después del fallecimiento para ser estudiado. El Dr. James O’Connor, quien fuera estudiante del profesor Mac Cartney, fue el primero en otorgar dicho permiso. Sobre un pedestal descansa su cráneo y las cenizas de su corazón con una inscripción que dice:

“To the memory of the man who, free from supertition and vulgar

Feelings, bequeathed his body for the honourable purpose of giving

To others that knowledge wich he had employed for the benefit of

his fellow cratures”

Y aunque en otros países la mentalidad al respecto ha ido cambiando, en México la mayor parte de los cuerpos que se utilizan en el estudio provienen de personas que fallecieron sin que nadie reclamara nunca sus cadáveres. Al respecto, la Ley General de Salud legisla la forma de disposición de órganos, tejidos y cadáveres humanos.

¿Qué se hace con los cadáveres?

La muerte y los ritos fúnebres se convierten en el último rito de paso. El funeral tiene la función de institucionalizar la muerte de un individuo y separarlo simbólicamente de los vivos, así como restaurar el orden cósmico de una forma socialmente aceptada entre los deudos. Un maravilloso ejemplo es el ritual dentro de la religión judía.

Otra parte importante de los ritos funerarios es la disposición del cuerpo que comprende la inhumación, cremación, abandono a los agentes naturales, canibalismo, momificación, etcétera, que abarcan un contínuo de formas tan variadas, como usos culturales se estudien.

La conseptualizaciòn de la muerte

La muerte, tema recurrente dentro de la filosofía, musa en el arte, justificación de la religión, motivo de estudio en la ciencia, en general se encuentra presente en casi todas las expresiones humanas. Sin embargo, surge la duda, ¿cómo nace el concepto de muerte en el animal humano?

En el libro del Génesis se ofrece una explicación sobre el origen del mito de la muerte en nuestra especie, que curiosamente, como puntualiza Carl Sagan, está ligado a la adquisición de algunas de nuestras características humanas.

“Parirás con dolor(11)”, sentenció Dios a Eva como castigo por haber incitado al hombre a comer del fruto prohibido que crecía en el árbol del bien y del mal. Más adelante, Dios dice: “He aquí al hombre hecho como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal; que no vaya ahora a tender su mano al árbol de la vida, y comiendo de él viva para siempre”(11).

Una de las preguntas más importantes dentro del estudio de la paleoantropología es ¿qué fue lo que transformó el proceso de hominización en un proceso de humanización? Algunos autores opinan que fue el proceso de cerebralización, sobre todo en el área de la corteza cerebral prefrontal, área en donde se localizan los procesos de juicio y abstracción, en síntesis: sede de la capacidad de diferenciar entre el bien y el mal.

No deja de llamar la atención que el aumento de la masa encefálica en la especie humana traiga como consecuencia un parto doloroso para las hembras de esta especie, padecimiento no compartido con el resto de las especies.

Son rescatables dos ideas importantes dentro del mito del Génesis. La primera, es la capacidad de reflexión de nuestra especie. La segunda, que la inmortalidad nunca fue destinada para nosotros. El hombre fue creado mortal desde un principio. De manera simbólica, se formula la hipótesis de que, al adquirir conciencia (capacidad de abstracción) fuimos expulsados del paraíso de la irreflexión sobre el futuro. Antes, éste era semejante al resto de los animales, vivía sin preocupación alguna por el mañana en un auténtico paraíso intelectual, en el que la angustia, la ansiedad, la depresión y el temor a lo desconocido (muerte) aun no existían. Al poder reflexionar sobre su papel en la naturaleza, el hombre se descubre dolorosamente mortal.

La sepultura, evidencia de humanización

Para E. Morin, “la muerte se sitúa en el umbral… Es el rasgo más humano, más cultural del ántropos… en sus actitudes y creencias se distingue claramente del resto de los seres vivientes…”(12).

Es fascinante descubrir que el Neanderthal enterraba a sus muertos y les rendía culto. El arquetipo del retorno del cuerpo a la tierra, al vientre de la madre, se observa en varios sitios donde vivió el Neanderthal. La sepultura pues, se transformó en la evidencia del homínido convertido en hombre. Los materiales asociados a los entierros, que en general son los mismos que el difunto usó en vida, nos hacen pensar que para el Neanderthal la muerte era en alguna forma igual que la vida, pero en otro espacio simbólico. Lo importante aquí es observar cómo la existencia del cadáver marcó un cambio en la cultura. La muerte afirma la existencia del individuo y lo prolonga más allá en otro lugar y tiempo, el cual es diferente al de los vivos.

México y su cultura en torno de la muerte.

Todas las culturas tienen actitudes rituales ante la muerte que le dan un sentido al dolor canalizándolo de una forma catártica y socialmente aceptada. Particularmente, México cuenta con una riqueza cultural alrededor de la muerte, difícilmente alcanzada por otras sociedades.

Como resultado del sincretismo entre la cosmovisión prehispánica y cristiana, el culto a los ancestros claramente ejemplificado en la celebración del Día de Muertos, pone de manifiesto no sólo la importancia del fin último del hombre en la muerte, sino también su origen.

El origen del hombre se da en el Mictlan (Inframundo), a partir del sacrificio de Quetzalcoatl, quien después de robarle a Mictlantecuhtli (el Señor del Mictlan) los huesos de los ancestros, se arroja al fuego de donde surge el hombre que ha de habitar en la era del Quinto Sol, el Sol de Movimiento.

Otra deidad importante dentro del panteón prehispánico es la diosa Coatlicue, madre de la tierra y la diosa de la muerte, la gran destructora. P. Westheim nos narra sobre la Exposición de Arte Mexicano en París: “Se paraban ante la estatua de Coatlicue, diosa de la tierra y de la vida, que lleva la máscara de la muerte… se vislumbra, además del asombro, un dejo de espanto. El europeo… se ve de prontofrente a un mundo… que juega con la muerte y hasta se burla de ella…”(15).

Para el europeo del siglo XVI, quien representaba a la muerte como una figura descarnada, con una guadaña (con la que sesga las vidas) y un reloj de arena (en recuerdo de la finitud de la vida) en un sin número de Danzas Macabras, con la preocupación constante de la salvación de su alma en tránsito por este mundo, le resultaba inconcebible que el indígena representara aquello que era lo que él más temía, como una alegoría de la vida y de la muerte.

Más aun, tanto en la literatura como en las artes plásticas, las Danzas Macabras llevaban el mensaje explícito de que el hombre debe reflexionar sobre la vanalidad de toda ambición, de todo poder y de todo deseo terreno. Toda esta reflexión a la que se exhorta al individuo es efectuada por seres descarnados quienes alguna vez fueron ilustres personajes. En contraste, los esqueletos y en especial las calaveras, son en México motivos festivos. La fiesta del retorno de los ancestros del Mictlan que se celebraba en los meses de julio y agosto, se recorrió al 2 de noviembre para hacerla coincidir con la fiesta católica de los Fieles Difuntos.

En el México antiguo el destino de cada individuo estaba en función de su forma de muerte. Aquellos que debían ir al Mictlan, viajaban durante 4 años antes de llegar ante el Señor del Inframundo, Mictlantecuhtli. Los antiguos mexicanos creían que durante la celebración del Micailhuitl (fiesta de los muertos), se les daba permiso a los muertos para regresar temporalmente a la tierra. Y aunque los conquistadores trataron de inculcar las costumbres católicas y el miedo al infierno, los indígenas adaptaron en un rico sincretismo, vigente hasta nuestros días, las doctrinas de los frailes a sus costumbres ancestrales.

Como resultado se tiene que de aquellas terroríficas Danzas Macabras, para el siglo XVIII y XIX la muerte dejó dejo de ser una representación fúnebre y de carácter moral para convertirse en una burlesca representación de la sociedad y hasta de la política. Don José Guadalupe Posada ha sido el máximo representante del arte de la muerte en México. Sus grabados de calaveras han dado la vuelta al mundo demostrando que el más allá no es más que un refinado reflejo del más acá. Es en esta misma época que surgen las llamadas Calaveras, versos en que se ridiculizaban a personajes públicos del porfiriato.
Actualmente, a pesar de la globalización y el neoliberalismo, el mexicano sigue rindiendo culto a sus muertos. En las ciudades y pueblos de la república mexicana, aunque cada vez más contaminados por el Halloween, vemos un despliegue de color y forma en todos los mercados, La clásica calaverita de azúcar que se regala a los niños y a los amigos, así como los altares con su flor de cempoalxóchitl y el aroma del copal recuerdan que en algún lugar perdido en el tiempo aun suena el caracol anunciando a los difuntos que pueden regresar a celebrar con sus seres queridos.
En las comunidades rurales la fiesta comienza desde el 31 de octubre, cuando en la casa se levanta el altar familiar. En este nunca deben faltar, además de los platillos favoritos del difunto y sus objetos personales, la luz de las velas que los guíen en su camino, un vaso de agua para calmar su sed después de tan largo viaje, la sal purificadora y el copal.
Primero llegan los muertos pequeños, después los muertos adultos y al final aquellos que fallecieron en accidentes. En la mañana del día 1 de noviembre el hombre de la casa abre las puertas y les da la bienvenida para que pasen y se sienten a la mesa. Por la noche se hace una procesión que dura toda la noche al cementerio, donde se come y se bebe sobre las tumbas a la salud del difunto.
Los muertos deben regresar al Mictlan el día 30 de noviembre, día en que se celebra la Tlamacahualitli (despedida de manos).
Nacer para morir, morir para nacer. Los muertos nunca dejan de ser, solo de estar. Ellos son los que, según la tradición, empujan al maíz para que nazca de la tierra y cumplen así una función vital para nosotros.

Consideraciones finales.

Hasta aquí, he dado un panorama muy general de la importancia de la muerte en la especie humana, y por tanto para el estudio antropológico, en todas sus disciplinas.
Tanatología no es solo atender al moribundo y a los procesos del duelo. Es también comprender a la vida para poder comprender a la muerte. Es dar un lugar en el espacio y en el tiempo para que ocurra. Darle un contexto y un contenido. Ritualizarla, apropiarse de ella, pues ella surge de nosotros.

Puedo justificarme, y así lo haré, diciendo que la muerte es el fin del ciclo ontogénico. De ahí la importancia de su estudio para la Antropología. Pero eso no es, ni debe ser, todo lo que se deba de estudiar e investigar sobre la muerte dentro de la Antropología.
El hombre es, por encima de lo puramente biológico, cultura. Por ello la muerte para nosotros, rebasa al evento estrictamente biológico del cese irreversible de las funciones vitales para convertirse en la piedra angular que mueve nuestra existencia.
El “Ser o no ser” de Shakespeare, el “Muero, porque no muero” de Santa Teresa, el “Pienso, luego existo” de Descartes… Todos llevan implícito el conflicto del hombre frente a la muerte; la gran pregunta sin respuesta, la paradoja.
El poema babilónico de Gilgamesh es la primera reflexión histórica documentada ante la única igualdad posible entre los seres humanos: la muerte.
Para E. Morin, “la muerte se sitúa en el umbral… Es el rasgo más humano, más cultural del ántropos… en sus actitudes y creencias se distingue claramente del resto de los seres vivientes…”. Hay, pues, quienes piensan que esta conciencia de la propia muerte es lo que hace hombre al hombre, a diferencia de otros seres vivos de nuestro planeta.
El aquí y el ahora (espacio y tiempo), el contenido de este continente que soy yo, que sí se parece a muchos: a mis padres, a mis abuelos, a mis tíos… que soy la suma de todos mis ayeres, el resultado de muchos accidentes de la naturaleza y que me hacen ser única e irrepetible, que me permitirán ser, aunque ya no pueda estar, y que resultan ser el único motivo que justifica la existencia de mis antecesores, hasta el momento en que yo transmita mis genes a la siguiente generación, ese yo se detiene y afirma, igual que lo hiciera Gilgamesh hace tantos y tantos siglos, “lo que le sucedió a mi amigo me sucederá a mi”.
Así pues, resulta que el conflicto que yo, como tantos otros, experimento ante la muerte, no me viene de la biología, sino de la cultura. ¿Para que tantos ayeres? Sumas interminables de generaciones desde el Cámbrico hasta el momento presente, de las cuales sólo tengo conocimiento gracias a la memoria colectiva llamada historia. Otra vez cultura. ¿De qué sirven todas mis experiencias, todas mis razones y sin razones si al final he de llegar al mismo fin? Resulta, pues, que el conflicto del hombre no es el hecho de ser y estar dentro del continuo de la vida, sino él porque y él para qué.
Con esta idea tan arraigada en nuestra especie de ir siempre adelante, ¿en dónde quedaran mis logros cuando termine mi vida? La cultura se asegura de qué el ser mortal se perpetúe a través de la memoria de los otros, que trascienda. Por otro lado, algún otro ser comenzará a andar por el mismo camino, tendrá las mismas preguntas, los mismos temores. Tal vez leerá los mismos libros, llegará a mis mismas conclusiones.
Ir siempre adelante, repito. Nacer, crecer, desarrollarse… morir. ¿A dónde ir cuando cualquier camino que tome me llevará al mismo destino? Lo fácil es, como hacemos todos, olvidarse del destino final y disfrutar del viaje. Nos es imposible comprender ese evento de la disociación del yo en la nada a la que llamamos muerte. De nueva cuenta la cultura nos auxilia. Nuestra sociedad nos ha enseñado a pensar que nadie muere por causas naturales. Tendemos a pensar que cuando alguien muere es debido a un castigo o un error o a un accidente, y que de alguna forma podemos evitarlo. Esto reafirma la idea de que la muerte no es un evento natural, sino que para que ésta ocurriera debió intervenir un agente externo que nos deterioró hasta matarnos. Pensamos, ingenuamente, que si pudiésemos evitar nuestras fallas o eliminar a estos agentes externos, entonces venceríamos a la muerte y viviríamos por siempre.
Como regla general, podemos afirmar que el ser humano niega a la muerte. Desde los griegos (Eros vence a Thanatos), hasta el hombre moderno y el desarrollo de sus técnicas de distanasia, la lucha en contra de la muerte y a favor de la conservación y prolongación de la vida, nos plantea una serie de cuestionamientos en todos los ámbitos del pensamiento humano. Es él deber ser de todo médico. El Dr. Rebolledo Mota nos explica: “En el caso de la medicina resalta un hecho particular, el que, durante los años de estudio universitario e incluso dentro del ejercicio profesional, nadie nos enseño a los médicos que los pacientes se morían. Esta situación representa hoy en día uno de los grandes conflictos del proceder ético y profesional del médico. Desde que se ingresa a las facultades y escuelas de medicina, el discurso de la profesión ha sido el de luchar contra la muerte, sin llegar a comprender que el morir es, además de un evento fisiológico, una condición supraordinal, que está por encima y fuera del alcance de las capacidades humanas… La única condición para morir es estar vivos”.
Se lucha, lo he visto. Se lucha siempre, hasta que ya es imposible luchar más. Pero las preguntas son ¿por qué? ¿hasta dónde y a costa de qué? Más allá de la pregunta de la existencia y de la ansiedad que nos provoca, hay una realidad latente, palpable, que a todos nos compete y es la de él morir en nuestros días, en esta ciudad y de la causa más probable: el cancér.
Dice el Dr. Genovés: “Mientras se muere un hombre podemos medir su presión, su temperatura, podemos tomarle su encefalograma, su electrocardiograma, etc., pero, ¿cómo saber lo que siente, lo que piensa, lo que imagina, su miedo o su pena, si no estamos en su lugar?”. Voy perfilando mis principales ejes temáticos. Esta antropóloga quiere intentar estar ahí, lo más cerca posible, lo más intimamente ligada al que muere y al que lo asiste.
No pretendo entender a la muerte. ¡No podría! Es más grande que yo, más grande que todo cuanto conozco, que el Universo mismo. Es inefable simplemente porque no es. Y eso, con toda mi materia extensa, con toda mi razón y toda mi locura, no lo puedo comprender, solo observar hasta su último roce con la vida, mi vida. Y ese pararme de puntitas frente al abismo que se nos abre a todos, me parece pertinente dentro del estudio de la antropología física, porque es un fenómeno que solo experimenta el ser humano. De hecho es una de las condiciones que nos hace humanos…

http://members.fortunecity.com/geism2002/id20.htm

Liberando el pasado

Zarina Enviando en: sábado, 08 de abril, 2006 – 03:45 pm

Liberando el pasado

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Cuando los seres humanos nos describimos nos remitimos al pasado para encontrar aquellas características que nos califican; no podríamos hacerlo pensando en futuro. Nos describimos con etiquetas que nos hemos puesto durante nuestra vida, muchas de ellas erróneas. Nos decimos ser tímidos, malgeniados, perezosos, etc. Estas etiquetas “negativas” nos garantizan mantenernos igual, por qué? porque cuando somos cuestionados con respecto a nuestra forma de ser solemos responder: “Así soy yo”, “Siempre he sido así”, “Ese es mi carácter”, “Así nací”, respuestas éstas que nos justifican y nos inmovilizan frente a un cambio de actitud.

Nunca será posible un cambio ya que estoy hablando de mi esencia, considerando que soy producto terminado y no hay opción.

Pero la verdad es que cada uno en su interior sólo puede ser perfección, cada uno a su manera, cada uno con su propia música.

Vamos a ver 3 elementos que nos mantienen atados al pasado: Las Etiquetas (o Yo Soy), Las Culpas y los Resentimientos.

Las Etiquetas

Las etiquetas por lo general son adquiridas a lo largo de nuestra vida. Miremos algunos de sus orígenes:

A los seres humanos nos gusta ponerle etiquetas a todo, incluyéndo a nosotros mismos. Durante nuestra infancia, tomamos etiquetas de lo que nos dicen nuestros padres, personas cercanas y personajes de autoridad. Somos calificados y así nos acostumbramos a hablar de nosotros.
Por necesidad de Aprobación. Para ser aceptados en los círculos sociales o en los grupos de amigos, adoptamos las etiquetas que pertenecen al grupo del cual queremos participar.
Por Conveniencia. Te darás cuenta de que muchas veces, con el propósito de no hacer ciertas cosas, nos colocamos nuestras propias etiquetas para justificarnos o excusarnos.

Por ejemplo:

“Yo no soy atractivo” Para justificar nuestro miedo a acercarnos al sexo opuesto.
“Yo soy olvidadizo” Para excusarnos en nuestra falta de conciencia y responsabilidad.

“Yo soy pésimo para las manualidades” Para evitar que hacer algo que nos implique algún esfuerzo.

“Yo soy Italiano, costeño, colombiano, etc” Para defendernos nuestra forma de actuar e idiosincracia.

“Yo soy Muy jóven, muy viejo” Para evitar arriesgarnos a hacer cosas diferentes.

Con cada uno de estos “Yo Soy” estamos culpando a nuestra vida, nuestra infancia, nuestros padres, sin tener en cuenta que nuestra vida depende de nosotros y es nuestra obligación hacer los esfuerzos necesarios para cambiar.

Las etiquetas con que nos rotulamos nos mantienen en un círculo vicioso del que difícilmente saldremos si no lo reconocemos y ponemos de nuestra parte para acabarlo.

El punto de partida es tu creencia de lo que eres, al someterte a una situación que requiere de un cambio de actitud de tu parte, simplemente desistes al primer impulso, justificándote con la misma creencia de la cual partiste. Por ejemplo:

Paso 1: Yo Soy Tímido

Paso 2: Quiero acercarme a alguien que no conozco

Paso 3: Será que me acerco?

Paso 4: No, no puedo

Paso 5: ¿Por qué no puedo?

Estrategias para Liberarte del Pasado

Las siguientes son algunas claves que te pueden ayudar para liberarte de aquellas etiquetas.

Elimina los Yo soy de tu conversación, ahora dí “Hasta ahora he sido”, esto te permite quitarle fuerza al rótulo.

Avísale a las personas cercanas a tí sobre tu propósito.

Colócate metas para tener un comportamiento diferente, que sean cumplibles..

El segundo elemento que nos mantiene atados al pasado es La Culpa. Para qué crees tú que sirve la culpa? Sentirte culpable puede tener algunas retribuciones para tí. Te puede servir para:

Trasladar tu responsabilidad.

Evitar el trabajo pesado de cambiar algo, te hace sentir “tranquilo”.

Quedar exonerado, porque así “pagas” tus culpas.

Volver a la seguridad de la infancia.

Ganarte la aprobación de la gente.

Ganar compasión de los demás.

Sin embargo, todas estar retribuciones son falsas, sentirte culpable, lo único que te garantiza es que continúes haciendo lo mismo y te autocastigues por seguir haciéndolo.

Claves para Eliminar la Culpa

Acepta que el pasado es inmodificable, aunque te sientas culpable.

Pregúntate qué es lo que estás evitando.

Acepta que no somos iguales.

Escribe un diario de culpas.

Reconsidera tu sistema de valores.

Haz una lista de “maldades” hechas y calificarlas de acuerdo a su grado de importancia.

Evalúa las consecuencias de tus acciones.

Desafíate.

De igual manera que la culpa, el Resentimiento también nos mantiene atados al pasado. Para ambas la mejor solución, tal vez la única, es el Perdón, la mejor herramienta para liberarte de cargas y caminar más liviano por la vida.

Enviado por: Fundación Sentir la Vida

http://www.rutasdelalma.com/filosofiadevida/liberandoelpasado.htm