Respaldo de material de tanatología

Más que la luz de las estrellas

Más que la luz de las estrellas
Juan Jacobo Bajarlía.

Primero fallaron los retrocohetes. El combustible había perdido su detonador. Después estalló la cosmonave. Fue el final de la primera guerra interplanetaria. Sólo quedaron cuatro sobrevivientes. (Nunca se supo qué había sucedido con los otros cosmonautas). De estos cuatro, dos perecieron en el mar Cimmerium, de Marte. Los otros dos quedaron en órbita sobre Saturno. Llevaban el traje espacial y el cinturón de propulsión, imposible de manejar en ese momento por la fuerza orbital que los absorbía en una elipse vertiginosa. Estaban tomados de la mano, exactamente como al estallar la cosmonave, y llevaban, además, comprimidos de oxígeno que tragaban cuando el espacio se hacía asfixiante. El niño permanecía impasible, indiferente a la catástrofe. El único movimiento que realizaba con cierta avidez tenía relación con la mano libre que le quedaba, en cuya muñeca podía verse un pequeñísimo receptor de microcircuitos.
– ¿Oyes algo? – preguntó la madre.
Cuando Dédalus quiso contestar, un meteorito, al chocar contra la madre, le cercenó la cabeza que quedó, sin embargo, en órbita sobre la elipse a pocos metros de él. Quiso gritar. La voz se le coaguló en la garganta, mientras su mano derecha seguía aferrada a la otra mano de la madre decapitada. Minutos después, un segundo meteorito se llevó todo el cuerpo. Despapareció totalmente como si se hubiera fusionado con una masa incandescente diluida, a su vez, en el espacio. Dédalus quedó confuso, lleno de signos vacíos. Ahora estaba solo mientas la cabeza de su madre le seguía como un satélite en la elipse. En la escuela le habían enseñado a enfrentar situaciones y a no llorar. Pero sintió una angustia que no pudo reprimir. Y ya era tarde para lamentarse. Los meteoritos que cruzaban el espacio, también podrían mutilarlo o cercenarle la cabeza como a su madre.
De pronto observó a lo lejos cierta estrella pálida, cruzada por una recta. Pero a medida que avanzaba vio que la recta se convertía en un anillo luminoso en cuyo interior giraba la supuesta estrella. Depués pudo ver con más claridad y creyó contar hasta diez lunas. Recordó algunos de sus nombres: Themis, Tetis, Titán, Hiperión. Ahora todo estaba claro. No era una estrella. ¡Era Saturno hacia donde lo llevaba la elipse! Sus conocimientos del planeta no eran profundos. Recordaba, sin embargo, que el día en Saturno (incluida la noche) era de diez horas, y que el planeta estaba cerca de 85 minutos-luz del Sol, razón por la cual se necesitaban doce años para cincunvolarlo.
En ese momento se llevó el receptor al oído. Oyó por extrañas voces de tono apagado que pugnaban por expresarse. Eran los saturnianos. Pero su receptor era completo. Oprimió la llave de control que conectaba el microcircuito de la versión idiomática y pudo entender que los saturnianos estaban espantados. Que su proximidad en el cielo de Saturno era interpretada como signo de mal agüero. Uno de esos habitantes decía que se trataba de un daimón, un espíritu del mal. Otro aseguraba que era una señal que presagiaba el fin del mundo. (No nos olvidemos que ellos hablaban de su planeta.) De todas esas voces aplastadas, sólo una dijo que era necesario esperar el saturnizaje. “Si es como ustedes dicen -agregó-, lo mataremos. Si no, lo dejaremos en libertad”. Dédalus siguió impasible. Le interesaba saber de qué manera saturnizaría. La cabeza de su madre permanecía en órbita junto a él.
Mientras pensaba así, se ajustó el cinturón de propulsión. Ya estaba a veinte mil metros de Saturno, y caía vertiginosamente. Si le fallaba el cinturón se haría añicos sobre la escarcha del planeta. Pero el cinturón funcionó cuando ya se hallaban a dos mil metros. Dédalus comenzó a descender lentamente, precedido por la cabeza de su madre.
Abajo, ciertos seres esferoides, erguidos sobre dos pequeñas extremidades, también circulares, esperaban su presencia. Ya en la superficie, un tanto asfixiante, pudo observarlos mejor. Sus extremidades eran cortas. Sus ojos, diminutos, pero no alargados como los suyos, sino redondos, con dos anillos en derredor de los mismos, que crecían a modo de cejas circulares. Sus vientres eran amplísimos, sobremarcados por dos anillos cartilaginosos (esto es lo que creyó). Los dedos eran esferoides y rugosos. Calzaban zapatos esféricos. Todos estaban desnudos a pesar de la baja temperatura, cubiertos con pieles que sólo les cubrían los hombros. Las mujeres llevaban aros en forma de media luna, que se repetían en los dijes de sus pulseras.
Cuando Dédalus pisó la superficie de Saturno, creyó hallarse ante una “civilización india”, pero no primitiva, con edificios circulares que se extendían también en los pisos circulares. Uno de esos seres que esperaban su descenso, se le acercó entonces tratando no pisar la cabeza de la madre que le había precedido. Le habló lentamente, con voz aplastada. Para entenderlo mejor, Dédalus extrajo de su bolsillo una pequeña antena que conectó al receptor-pulsera que llevaba, y puso en funcionamiento el microcircuito de la versión idiomática.
El saturniano fue breve. Le dijo con voz pausada que se lo consideraba un espíritu del mal. Dédalus respondió, pero como el saturniano no lo entendiera, le acercó el receptor. Entonces, lleno de asombro, éste pudo entender su extraño lenguaje. Los que contemplaban la escena quedaron paralizados. Comprendieron que ese aparato diminuto era capaz de traducir cualquier especie de sonido, y que el recién llegado era realmente un daimón.
Dédalus repitió su explicación. Dijo que era el único sobreviviente de la cosmonave que se había salvado en la guerra interplanetaria. Que su padre y un hermano habían perecido, posiblemente, en el mar Cimmerium, y que su madre era esa cabeza ensangrentada que yacía a su lado y lo había acompañado en la órbita espacial. El saturniano transmitió a los demás el discurso de Dédalus. Hubo un murmullo. Movieron las cabezas circularmente en señal dubitativa, y se reunieron en círculo para deliberar. El que había hablado con Dédalus, que era el jefe, quedó en el centro. Diez minutos después rompió el círculo, devolvió el receptor y se expresó en estos términos:
– Eres de una raza monstruosa. En tu cuerpo gemina la semilla de la destrucción. Si te dejamos con vida, Saturno podría ser otro de los planetas donde crecería la discordia, como ya sucedió cuando el hombre, según lo llamas tú, pisó los otros mundos. Por eso, después de deliberar, se ha resuelto que debes morir. Vamos a extraerte el cerebro, para pulverizarlo y evitar de esta manera que ni aún tus cenizas, más terribles que los rayos cósmicos, puedan dañarnos algún día.
Dédalus explicó que era un niño y que llevaba el germen de la juventud. Les dijo que podía trasmitirles la sabiduría del hombre y la felicidad. Pero los saturnianos, inconmovibles, interpretaron que estas palabras ya habían comenzado a corromperlos. Entonces, para evitar la tentación, hicieron sonar una trompeta y todos se arrodillaron. Era la señal de la muerte. El verdugo se adelantó con una máquina circular, a modo de yelmo, que puso en la cabeza de Dédalus, y antes de cubrirle el rostro, murmuró:
– No sentirás nada. Dentro de un instante tu cerebro será arrastrado por el polvillo cósmico, hecho polvo también como lo fue en el origen cuando el fuego retrajo sus llamas.
El verdugo accionó una palanca, y Dédalus se convirtió en polvo. Pero antes de que esto sucediera, alcanzó a ver la cabeza sangrante, pero aún con vida, de su madre en cuyos ojos advirtió, por primera vez, dos lágrimas que brillaban con más intensidad que la luz de las estrellas.

de “Fórmula al Antimundo”. © 1970 Juan Jacobo Bajarlía.

El reino de las hormigas

El reino de las hormigas
Herbert George Wells
The empire of the ants, © 1905 (The Strand, Diciembre de 1995). Traducido por Alfonso Hernández Catá en Narraciones de ciencia ficción, Editorial Castellote, 1971.

1
Cuando el capitán Guérilleau recibió la orden de conducir el Benjamín Constant, cañonero de su nuevo mando, a lo largo del río Batemo para socorrer a los indígenas de Badama amenazados por una invasión de hormigas, sospechó que las autoridades navales trataban, por venganza, de ponerle en ridículo. En su reciente ascenso habían influido de una manera novelesca y eficaz para alterar la regularidad del escalafón la azul languidez de sus ojos y el capricho de cierta noble brasileña; y con tal motivo El Diario y O Futuro insinuaron capciosas ironías, cuyo recuerdo sólo estimulaba en él la decisión de evitar el menor pretexto a nuevas burlas.
En su calidad de criollo, el capitán Guérilleau tenía de la etiqueta y de la disciplina una idea exclusivamente portuguesa; y con el único que se franqueaba a bordo era con el ingeniero Holroyd. Estas confidencias le permitían, de paso, practicar el idioma inglés con una pronunciación que siempre fue en extremo burda.
?Si me envían a esa comisión es para ponerme en ridículo ?le dijo arrugando colérico la orden?. ¿Qué puede hacer un hombre contra las hormigas sino dejarlas venir y marcharse cuando se les antoje?
?Parece ser ?respondió Holroyd? que éstos vienen y no se van. Ese marinero que me ha dicho usted que es un Sambo…
?Sí, hijo de india y blanco, mestizo.
?Pues ése asegura que no serán las hormigas, sino los hombres, los que cedan el terreno esta vez.
El capitán fumó durante algunos instantes nerviosamente y luego opinó:
?¡Quién sabe si tenga razón! Nadie puede saber lo que se propone Dios con esas invasiones de hormigas. Ya en la Trinidad hubo una, pero fueron hormigas pequeñas, de esas que cortan y transportan hojas; y, sin embargo, todos los naranjos y manglares quedaron en esqueleto. ¿No es extraño ese poder de destrucción? A veces verdaderos ejércitos de hormigas de una especie que pudiéramos llamar belicosa, han invadido aldehuelas enteras, y al volver los expulsados habitantes las hallaron limpias de todo insecto: ni pulgas, ni cucarachas, ni nada…
?El mestizo ?replicó el ingeniero? asegura que éstas son de una especie mucho más terrible.
Guérilleau se encogió de hombros y, taconeando irascible, se puso a mirar el cigarrillo. No tardó mucho en expresar la insistencia de sus ideas:
?¿Me quiere usted decir, mi querido Holroyd, qué puedo yo hacer contra hormigas más o menos infernales?
Y tras nueva reflexión, ratificó:
?Nada. ¡Es absurdo… Absurdo!
A mediodía se puso el uniforme de gala y bajó a tierra, de donde no tardaron en llegar, precediéndole, toda suerte de bultos. Sentado bajo la toldilla para disfrutar del frescor vesperal, el ingeniero fumaba absorto en la contemplación del paisaje. Estaban a seis días de la desembocadura del Amazonas y no muy lejos del opuesto océano cuya vasta anchura recordaba muchas veces el gigantesco río; al Sur se divisaba una isla arenosa de escasísima vegetación, y el agua corría continuamente espesa, turbia, cual si viniera de una esclusa monstruosa perdida entre las dos filas de milenarios árboles… De una esclusa en la que por raro y poderoso capricho hubiesen puesto caimanes y toda clase de fluvial fauna. El vasto silencio penetraba el espíritu, y la aldea de Lemquer, sobre la cual se destacaba la pequeña iglesia junto a ruinas delatoras de un pasado próspero, parecía entre la fronda lujuriante una moneda de plata caída en el desierto… El ingeniero inglés, que veía los trópicos por vez primera, recordaba el paisaje nativo, donde vallas, fosos y canales reducen la naturaleza a la más perfecta sumisión. En los seis días que llevaban remontando el río, el esplendor indomado de aquel rincón del mundo le había sugerido una idea hasta entonces no presentida: la insignificancia del hombre. Durante el viaje apenas habían encontrado rastros humanos; un día se cruzaron con una canoa, otro entrevieron en un repecho de la orilla un puesto de vigilancia, y otros, casi todos, nada… nadie. Holroyd comprendió durante este viaje que el hombre es un animal poco frecuente cuyo dominio terrenal se reduce a una ínfima parte del globo.
A medida que se prolongaba la sinuosa navegación hacia Badama se daba más profunda cuenta de aquellas verdades. El pintoresco capitán, preocupado tan pronto de las hormigas como de la recomendación recibida de economizar las municiones del cañón de proa, no lograba apartar ambas ideas de su meditación. A pesar de aplicarse al estudio del castellano para entretenerse, en la práctica estaba constreñido aún a conjugar todos los verbos en presente y a emplear escueto el substantivo, y la sola persona capaz de comprender el inglés, fuera de Guérilleau, era un fogonero negro, que más que hablarlo lo tartamudeaba con fatigosa angustia; así que Holroyd no podía expansionarse mucho. El segundo comandante, llamado Da Cunha, aseguraba hablar francés, pero debía ser un francés diferente del aprendido por el ingeniero en el colegio de Southport, y eso hacía que sus relaciones se limitaran a un cambio de cortesías y de breves observaciones sobre el tiempo, el cual, como tantas otras cosas en el desconcertante nuevo mundo, carecía de alteraciones familiares y era día y noche tórrido, saturado de humedad, surcado apenas por bocanadas caliginosas portadoras de miasmas de pútridas vegetaciones; y árboles, pájaros, insectos, alimañas, serpientes y monos, en terrible variedad, parecían preguntar al hombre con monotonía hostil qué venía a buscar a aquellos parajes, en cuyo cielo los soles carecían de júbilo y las noches de frescas brisas. Aun cuando los vestidos pesaban horriblemente sobre el cuerpo, era imposible desnudarse a causa del calor durante el día y de los mosquitos por la noche. Sobre el puente deslumbraba la luz, mientras en los camarotes se sentían principios de asfixia. Moscas sutiles, ligeras y dañinas, picaban en los tobillos y en los puños; y el capitán Guérilleau, única y pintoresca compensación para Holroyd de tantas incomodidades físicas, se había tornado fastidioso, repitiendo día tras día sus vulgares aventuras cual si desgranara un rosario. A veces, Da Cunha proponía una partida de caza, y disparaban algunos tiros sobre los caimanes; de raro en raro se detenían junto a los caseríos agazapados bajo los árboles e improvisaban festejos cuyos dos únicos números eran el baile y la bebida. Estas escalas constituían oasis momentáneos en la aridez tediosa del viaje sobre las aguas rápidas, aturdidos por el trepidar de los motores; y como no podían llevar a bordo a mujer alguna, se contentaban con reverenciar la damajuana, obesa y seductora deidad prodigadora de entusiasmos y olvidos que se erguía a popa como sobre un altar. Holroyd pensaba con complacencia que debía haber otra divinidad de repuesto en el fondo de la bodega.
A cada escala Guérilleau recogía nuevos pormenores acerca de la invasión de las hormigas, y concluyó interesándose por su misión.
?Se trata de una nueva especie ?decía al volver de interrogar a algún indígena?. Una especie desconocida que seremos los primeros en estudiar, pues vamos a convertirnos en… ¿cómo se llaman los que estudian bichejos? Entomólogos, sí… Dicen que son enormes, que algunas tienen cinco centímetros y aún más… ¿Verdad que es grotesco? ¡Eso de convertirnos en atrapadores de hormigas!… Lo malo es que, según dicen, éstas lo devoran todo y están arrasando la comarca.
Y agitado de patriótica preocupación, prosiguió:
?Supongamos que estalla inopinadamente una guerra con cualquier país de Europa y me coge a mí aquí, a seis días de viaje… Figúrese. ¡Un cañón menos al servicio de la patria!
Y dándose palmaditas en la rodilla, volvió a su idea dominante sin fijarse en la sonrisa irónica del ingeniero.
?Esas gentes en cuyo campamento bailamos ayer, son fugitivos obligados a huir de sus hogares sin poder coger siquiera muebles ni ropa. Las hormigas llegaron un mediodía y fue preciso dejarles libre el terreno inmediatamente y escapar; una sola hora de retraso habría bastado para que los devorasen. ¿Comprende? Por lo general en cuanto se comen los granos y los insectos vuelven a irse, pero esta vez no fue así. Y cuando trataron de ir a explorar y ver si tenían ya permiso para volver a ocupar sus casas, sucedió una cosa espantosa. El primero que se atrevió a entrar fue un mozo, y las hormigas lo atacaron.
?Pero, ¿cómo? ¿En grupos? ¿A picotazos? ¿A mordiscos?
?No sé. Sus parientes lo vieron salir despavorido de la casa, pasar como loco junto a ellos y tirarse de cabeza al río para ahogar las hormigas, que le daban un aspecto negro y horrible.
Y acercando a la cara de Holroyd sus ojos límpidos y oprimiéndole las rodillas, terminó en voz baja y emocionada:
?Por la noche el muchacho murió, cual si lo hubiera mordido una serpiente.
?¿Envenenado por las hormigas?
?¡Quién sabe! Acaso las mordeduras fueran tan tremendas que no hiciese falta veneno… ¡No nos debían mandar para esto!… Yo estudié la carrera para luchar con hombres, no con bichos… Eso no debía de ser cosa nuestra.
A partir de ese día el capitán habló con frecuencia de las hormigas; y cada vez que la casualidad les deparaba el encuentro con un ser humano en aquella inmensidad de agua, de Sol y de inmensos bosques distantes, Holroyd oía que la palabra indígena «sauba» (hormiga) se repetía como un leit motiv inquietante en las conversaciones. El interés crecía a medida que se aproximaban a la zona invadida. Esta curiosidad general hizo que el capitán depusiese su gesto autoritario para aceptar la conversación del segundo, que conocía acerca de las especies de hormigas comunes curiosas particularidades, reveladas a Holroyd a través de la traducción nada fácil de Guérilleau. Da Cunha habló del ejército anónimo de obreras que pululan y combaten guiadas por otras hormigas mayores, reinas al parecer, que cuando ya el enemigo está casi vencido trepan hasta el cuello, infligiendo picaduras de las cuales brota la sangre; explicó también con qué habilidad cortan las hojas para protegerse con ellas, y aseguró haber visto en Caracas hormigueros de más de cien metros… Durante tres días discutieron los tres si las hormigas tenían o no ojos; y la discusión llegó a exaltarse tanto con peligro de jerarquías y respetos, que Holroyd creyó oportuno ir a tierra en busca de una hormiga y decidir experimentalmente la duda. En efecto, capturó varias de distintas especies, y tras largos exámenes creyeron comprobar que unas tenían ojos y otras no. Entonces la discusión volvió a encresparse, so pretexto de si las hormigas mordían o picaban.
?Estas que vamos a combatir ?dijo el capitán, que aseguraba haber visto algunas en un rancho?, no sólo no carecen de ojos, sino que los tienen grandísimos, y en lugar de correr a ciegas como las comunes, permanecen quietas en un rincón y observan desde él antes de atacar.
?Pero, ¿pican? ?preguntó Holroyd.
?Sí, pican e infiltran ponzoña en la picada… Mientras más pienso menos me explico qué podremos hacer contra ellas. Acabarán por irse según han venido, y en paz.
?¿Y si no se van?
?Alguna vez han de irse, ¡qué caramba! ?respondió Guérilleau.
Pasado Tamandú, el río se dilataba en una solitaria extensión de ochenta millas para estrecharse luego y fundirse con otro río aún más caudaloso. En la confluencia tupidos bosques parecían querer encerrar la corriente; el aspecto no era ya el mismo: troncos y vegetaciones flotaban a la deriva, y por primera vez el Benjamín Constant pudo amarrarse aquella noche a los troncos seculares de árboles cuyo ramaje llegaba casi hasta la borda. Holroyd y Guérilleau permanecieron despiertos hasta muy tarde, disfrutando de la deliciosa sensación de estar sumidos en una de las bellezas más grandes de la naturaleza. Entre cigarro y cigarro el capitán hablaba, sin lograr libertarse de la obsesión de las hormigas; ya muy tarde, temeroso del calor, mandó tender una colchoneta sobre el puente. Sus últimas palabras antes de dormirse fueron de amedrentada perplejidad.
?¿Qué vamos a hacer contra esas endiabladas hormigas? ¡Es absurdo, absurdo!
Ya solo, Holroyd, clavándose de vez en cuando la uña para mitigar el dolor en la picadura de algún mosquito, se puso a meditar sentado bajo la toldilla, mientras escuchaba la respiración intranquila de Guérilleau. Rumores extraños partían tan pronto del río como de la selva, y la misma impresión de grandeza que lo había empequeñecido al ponerse por primera vez en contacto con el trópico, se apoderó de nuevo de él. Sólo una luz fulgía sobre la sombría masa del cañonero; la brisa traía de proa bisbiseo de conversación, y luego volvía a quedar todo en calma. Sus ojos iban desde la obra muerta del buque a las aguas, que parecían muertas también, y a la masa profunda del bosque, que se dijera deseosa de penetrar en el río. Entre la fronda, de tiempo en tiempo, palpitaba la llamita fosfórica de algún gusano de luz, y sin turbar el vasto silencio se percibían crujidos, susurros, signos de esa actividad misteriosa y profunda que palpita durante la noche en los bosques.
La selvática inmensidad del paraje lo conmovía. Como todo hombre, Holroyd sabía que los cielos son inmensos y el océano desmesurado e indomable; pero esta noción abstracta había sido modificada por la vida en su país natal, donde todo parece indicar que el mundo pertenece al hombre… Y esta afirmación orgullosa, en Inglaterra no era mentira: allí los animales no domésticos viven por tolerancia y crecen según contrato; por doquiera los caminos, las cercas, las precauciones, hablan de una seguridad establecida por el hombre a su exclusivo servicio; y desde la escuela, en los mapas, se adquiere la noción de que la Tierra pertenece al hombre, que colorea con agradables tintas las porciones ocupadas por cada pueblo mientras deja en un azul monótono la amplia inmensidad de los mares… De este modo Holroyd, igual que tantos, había aceptado sin casi considerarla la idea de que un día no habría sitio del globo en donde el arado no hubiese hecho surco, ni humano agrupamiento en que llanos caminos y ágiles tranvías no facilitasen el tráfico llevando a todas partes la seguridad organizada. Mas ahora, ante la inmensidad americana, empezaba a dudar.
El bosque rumoroso parecía responder a su duda diciéndole: «Soy invencible; si tolero la presencia del hombre es a título de intruso inofensivo a quien impongo la disyuntiva de abandonarme o perecer». Milla tras milla, enmarañándose, los troncos gigantescos, los tupidos arbustos y las enredaderas parásitas unen su barrera a las flores cuyo aroma pujante hace desfallecer las cabezas más fuertes; y a cado paso la tortuga, la serpiente, la variedad infinita de pájaros, insectos y fieras, parecen también decir al hombre: «Estamos en nuestros dominios; nada tienes que hacer aquí». La menor victoria sobre la selva cuesta tremendos sacrificios; hay que combatir la vegetación y los animales; hay que exponerse a sucumbir por la picadura, por la garra y por la fiebre… Y como prueba de la realidad de su meditación, aquí y allá una cabaña abandonada y un ajuar derruido decían a Holroyd la lección del hombre derrotado en su intento de conquistar los intrincados reinos del jaguar y del tigre.
¿Y eran los terribles felinos los verdaderos dueños? Holroyd pensó que selva adentro, a muy pocas millas, debía de haber más hormigas que hombres hay en el mundo; y tuvo de súbito esta idea absolutamente nueva y terrible: Si en algunos millares de años el hombre ha pasado del estado bárbaro a un grado de civilización que le permite creerse dueño del porvenir y soberano de la Tierra, ¿quién impedirá a las hormigas evolucionar de manera análoga? Las conocidas por él vivían en pequeños grupos, sin esfuerzo alguno coordinado contra las fuerzas hostiles; mas si es innegable que poseen un lenguaje y no carecen de inteligencia, ¿por qué habían de detenerse en su estado actual más de lo que se detuvo el hombre en el estado de barbarie?… Supongamos que las hormigas comenzaran a metodizar sus conocimientos y que así como nosotros centuplicamos nuestro poder merced a la tradición y a la escritura, inventaran armas, fundaran imperios y sostuvieran guerras organizadas estratégicamente… ¿Por qué no pensar en la posibilidad de todo esto?… El ingeniero recordó los detalles recogidos por el capitán acerca de aquellas hormigas misteriosas y formidables contra las cuales iban a luchar. Según todos los testimonios, disponían de un veneno tan mortífero como el de las peores serpientes, y obedecían a jefes más aptos por lo visto que las hormigas cortadoras y acarreadoras a que se había referido Da Cunha. Y por si esto fuese poco, eran carnívoras, valerosas, y en lugar de partir después de haber limpiado las casas de granos e insectos, permanecían irreductiblemente fieras, igualmente dispuestas a no compartir con el hombre ningún dominio.
Nada turbaba la quietud de la noche. El agua susurraba contra los costados del navío, y en lo alto, en torno a la luz del mástil, se agitaba un zumbar de falenas. De pronto la voz soñolienta de Guérilleau dijo en la obscuridad, mientras el cuerpo daba una vuelta para poder inmovilizarse de nuevo:
?¿Qué podemos hacer contra esas hormigas?
Y Holroyd fue rescatado del horror de su siniestro ensueño por el clarinear de un mosquito que giraba en torno de su frente, dispuesto a herir.

2
Cuando supo Holroyd a la mañana siguiente que estaban a menos de cuarenta kilómetros de Badama, las riberas más próximas atrajeron su atención. A cada rato subía al puente para observar los alrededores; pero ningún signo de vida humana percibía, excepto las ruinas de alguna casa y la fachada musgosa del abandonado convento de Mojú, por una de cuyas ventanas, cual alegoría del triunfo de la naturaleza, asomaba un árbol su ramaje mientras enredaderas tupidísimas cubrían casi las desconchadas paredes. Extrañas mariposas amarillas, de alas casi traslúcidas, cruzaban el río e iban de vez en cuando a posarse en la cubierta, donde los marineros se entretenían en cazarlas… Fue aproximadamente a mediodía cuando vieron a lo lejos el lanchón arrastrado por la corriente.
A primera vista no creyeron que navegase sin rumbo, pues las velas fláccidas parecían esperar la brisa y una forma humana se divisaba a proa sentada junto a los dos grandes remos. A popa también otra silueta semejaba dormir apoyada contra el extremo del puente central; pero bien pronto las oscilaciones del timón y la tendencia a ser atraída por la estela del cañonero, demostraron que algo insólito ocurría a bordo. Guérilleau, que se puso a observarla con los gemelos, se asombró de la extraña negrura del rostro del hombre sentado a proa; y por más que graduó el anteojo no pudo distinguir la nariz en la mancha negrorrojiza de la cara. El cuerpo parecía más desplomado que sentado a medida que se aminoraba la distancia, y el capitán sentía nacer y crecer en sí una especie de repugnancia hacia aquel misterio del que, sin embargo, no podía separar la atención. Cuando ya estuvo algo más cerca, llamó a Holroyd y ordenó una maniobra para acortar aún más la distancia. Ya a simple vista se veía el nombre de la lancha ?Santa Rosa? escrito a ambos lados de la proa, que cada vez parecía buscar más decididamente la estela del Benjamín Constant.
Al girar el cañonero para acercarse, la Santa Rosa oblicuó brusca y la silueta del hombre sentado a proa se desplomó cual si todas sus articulaciones se hubiesen aflojado de súbito; el sombrero rodó por el puente y dejó al descubierto una cabeza de aspecto repugnante.
?¡Caramba! ¿Ha visto usted? ?exclamó Guérilleau saliendo al encuentro de Holroyd, que subía la escalerilla del puente.
?Sin duda está muerto ?contestó Holroyd?. Creo que lo mejor será arriar uno de nuestros botes e ir a ver. Algo raro pasa en ese lanchón.
?¿Se ha fijado usted en la cara del hombre?
?No. ¿Cómo la tiene?
?No sé cómo ?dijo el capitán contrayendo la boca en un gesto de asco.
Y volviendo de súbito la espalda al inglés, gritó varias órdenes… El cañonero volvió a virar para seguir una dirección paralela a la de la barca; se arrió un bote y embarcaron en él tres hombres al mando del segundo. Devorado por la curiosidad, el capitán maniobró para colocar su navío lo más cerca posible de la Santa Rosa, y mientras los remeros bogaban hacia ella, él y Holroyd eran enteramente ojos… Sin duda alguna sólo estaban a bordo los dos hombres que parecían cadáveres; y aun cuando no podían distinguirse bien sus caras, la crispadura de las manos y la tumefacción de todos los miembros demostraba que habían sido sometidos a algún extraño proceso de descomposición. Durante un instante el interés de Guérilleau y Holroyd se concentró en los hatijos de ropas extrañamente sucios a primera vista; luego fue a fijarse en el entrepuente, donde se apilaban cajas y baúles. La puertecilla de la camareta estaba inexplicablemente abierta, y a medida que la distancia era menor comprobaron aquí y allá grandes manchas negras, movibles. Aquel vaivén obscuro los fascinó enseguida, y al verlo ensancharse en torno de los hombres caídos, les vino a la imaginación, sin necesidad de esforzarse, la imagen de las multitudes saliendo de la plaza al concluir una corrida de toros. Holroyd, que había cambiado de sitio para ver mejor, se dio cuenta de que el capitán estaba junto a él, y le dijo:
?¿Tiene sus gemelos ahí? Fíjese bien en el aspecto de las manchas.
Guérilleau miró con insistencia, balbuceó algunas frases y le tendió los anteojos al ingeniero, quien después de mirar otro rato repuso:
?Son las hormigas, no cabe duda. Ya ve que salen a recibirnos.
Se pusieron de nuevo a observarlas, y al pronto creyeron estar viendo hormigueros semejantes a los de la especie común; mas no tardaron en notar que las hormigas eran mayores, y que algunas de ellas llevaban una especie de manto grisáceo. El examen era tan dificultoso a causa de la oscilación de la lancha, que no podían percibir los detalles. De pronto, la cabeza del segundo apareció tras la borda de la Santa Rosa y entabló con el capitán un breve coloquio:
?Suba a bordo ?dijo el capitán.
Como el teniente objetase que la barca estaba llena de hormigas, Guérilleau arguyó:
?¿No tiene usted botas? Unos cuantos pisotones le bastarán para abrirse camino.
Desviando la conversación, gritó el segundo:
?¿Cómo habrán muerto estos pobres hombres?
El capitán se extendió en hipótesis que Holroyd no pudo seguir, y empezó luego a discutir con vehemencia creciente, mientras el ingeniero, tomando de su mano los anteojos, tornó a examinar las hormigas y el cadáver tendido sobre la cubierta central. He aquí la minuciosa descripción que más de una vez ha hecho de aquel examen:
«Las hormigas eran mayores que las de todas las demás especies conocidas, y se movían con rapidez y precisión nada semejantes a los ciegos tanteos con que suele proceder la hormiga común. De cada veinte o veinticinco se destacaba una más grande, cuya cabeza, sobre todo, tenía desmesurado tamaño; y viéndolas reunirse en torno a las otras, como si coordinaran su esfuerzo, pensé enseguida en capataces que capitanearan un grupo. Estas hormigas mayores recogían el cuerpo extrañamente antes de avanzar, al modo de minúsculos felinos, cual si quisieran servirse mejor de sus patas anteriores. Y más de una vez tuve la idea extraña, imposible de verificar por la distancia y la movilidad de la lancha y del cañonero, de que la mayor parte tenía, tanto en derredor del cuerpo como en la extremidad de sus patas, algo artificial, añadido para ampliar su poder de acción, que brillaba como metal blanco.»
El conflicto de disciplina se elevaba entre el capitán y su segundo con acres caracteres, y arrancó al ingeniero de su contemplación. Guérilleau vociferaba crispando los puños:
?¡Su deber es cumplir la orden y subir a la lancha!
El teniente no parecía participar de esta opinión, y para buscar testigos y apoyo volvía la vista hacia las cabezas cobrizas de los marineros mulatos que tenía cerca. Holroyd, para desviar la cuestión, dijo en inglés:
?Me parece que esos pobres hombres han sido devorados por las hormigas.
Pero, sin responderle, el capitán siguió interpelando colérico a Da Cunha:
?¡Le intimo por última vez a subir, y si no cumple la orden, incurre en el delito de insubordinación! ¿Lo oye? De insubordinación y cobardía… ¿Es ése el valor que se le supone en la hoja de servicios? ¡Si tarda un minuto más en subir, lo meteré en el calabozo, le formaré consejo de guerra y hasta lo fusilaré si es preciso; sí, señor!
Siguió lanzando un torrente de injurias con los puños agarrotados y los pies trémulos, mientras el teniente, silencioso, lívido, lo miraba sin decidirse, pintada la angustia en los ojos. Toda la marinería se había reunido a proa, estupefacta… De pronto, en un instante en que el capitán se detuvo para tomar aliento, el segundo pareció adoptar una heroica resolución, y alzándose merced a una flexión de sus membrudos brazos, subió a la Santa Rosa. El capitán contuvo un nuevo alud de imprecaciones y cerró la boca en un «¡ah!» de satisfecha curiosidad.
Holroyd vio a las hormigas retirarse ante los pesados pasos de Da Cunha, que al llegar junto al cadáver caído en el puente titubeó, se inclinó sobre él y, asiéndolo por la chaqueta, le dio una vuelta para verlo de cara. Una verdadera oleada negra salió del traje, y el teniente retrocedió con rapidez y pateó tres o cuatro veces violentamente. El ingeniero volvió a coger los anteojos, y pudo ver en torno a las recias botas del intruso dispersarse las hormigas y proceder de manera opuesta a la de sus hermanas de la especie común: en vez de perder terreno y tiempo en locas idas y venidas, se apartaban en línea recta y, agrupándose a poca distancia, parecían considerar a Da Cunha como lo haría un grupo de hombres ante un gigantesco monstruo que acabara de derrotarles.
?¿De qué ha muerto? ?gritó el capitán.
Holroyd adivinó que el teniente explicaba que el cuerpo estaba demasiado desfigurado para darse cuenta de la causa de la defunción. La voz del capitán volvió a preguntar:
?¿Qué hay en la camareta de proa?
Da Cunha avanzó algunos pasos y comenzó a responder en portugués; de pronto se detuvo, sacudió con brusco ademán una pierna en movimientos extraños, cual si tratara de pisotear objetos invisibles, y se encaminó de prisa hacia el bote; mas dominado otra vez por el sentimiento del deber, dio media vuelta y, después de bajar a la bodega, se le vio escalar la proa e inclinarse un instante sobre el otro cadáver. Casi enseguida lanzó un gemido y volvió a desandar su camino a pasos rígidos, hasta que se detuvo y en tono respetuoso y frío que contrastaba con la excitación anterior, se puso a dialogar con el capitán. Holroyd, no pudiendo comprenderle bien, no abandonaba los gemelos, y observó que las hormigas habían desaparecido de todos los sitios visibles; mas en los rincones sobrios le pareció distinguir el brillo de innumerables ojos brillantes, en acecho.
Entre el capitán y el teniente se decidió que la Santa Rosa, demasiado llena de hormigas para consentir la permanencia de un destacamento, debía ser remolcada; y Da Cunha marchó de nuevo a proa para recibir el cable y amarrarlo, mientras los marineros, de pie en el bote del Benjamín Constant, miraban curiosos sin poder prestarle ayuda. Cada vez más impresionado, Holroyd se daba cuenta de que una actividad al mismo tiempo unánime y furtiva agitaba a los misteriosos insectos. Por lo pronto descubrió que gran número de hormigas gigantes, no menores de tres o cuatro centímetros, iba de una zona obscura a otra arrastrando objetos inidentificables. No marchaban en columnas compactas, sino en líneas que evocaban los avances, alternados de carreras y ocultaciones, de la moderna infantería bajo el fuego; y como hace ésta en cada trinchera o montículo, se detenían en los accidentes favorables de la cubierta antes de ir a reunirse en multitud innúmera junto a la escalerilla de la bodega por donde indefectiblemente Da Cunha tenía que pasar al regreso.
Holroyd no las vio asaltar al teniente, pero tuvo la certeza de que el ataque había sido ejecutado con terrible método. El grito de Da Cunha fue tan repentino, tan angustioso, que les heló la sangre:
?¡Me han picado, me han picado!
Un instante lo vieron volver hacia ellos su cara dolorida y rencorosa, correr a pasos inciertos hacia la borda y lanzarse al agua con tal violencia, que suscitó un gran remolino.
Los marineros lo izaron al bote y lo condujeron a bordo, donde murió pocas horas después.

3
Al salir del camarote donde el cuerpo del desventurado Da Cunha yacía inflado y contorsionado por la terrible muerte, Holroyd y el capitán se dirigieron a popa y permanecieron un rato contemplando la barca siniestra que seguía las aguas del Benjamín Constant. Las tinieblas de la noche sólo eran interrumpidas de tiempo en tiempo por relámpagos estivales azulosos y trémulos, y la barca de la muerte ?vago triángulo obscuro? se deslizaba tras ellos con su velamen fláccido, sobre el cual el humo de las chimeneas del cañonero ponía un palio de sombra que a veces surcaban rojas chispas… El pensamiento de Guérilleau se detuvo en el recuerdo del agrio coloquio sostenido por la mañana con su segundo y en las palabras acusadoras proferidas por éste en el delirio de la fiebre postrera.
?Es absurdo que haya dicho que yo lo asesiné… ¿No le parece? ¡Alguno tenía que subir a la lancha!… ¿Es que no va a quedar otro remedio que dejarles el campo libre a esas condenadas hormigas en cuanto se presenten?
Holroyd, sin responder, pensaba en el disciplinado asalto de los pequeños e innumerables monstruos sobre la cubierta desnuda, bajo el fuego del Sol. El capitán insistió aún:
?Era a él a quien correspondía ir: yo no podía abandonar el mando. ¿Puede un militar quejarse de morir cumpliendo su deber?… ¡Asesinado! Lo que pasa es que estaba… ¿cómo diré yo?…, loco, loco, sí… quizá por efecto del veneno. ¿No lo cree usted?
Siguió un largo silencio a esta pregunta, e interpretándolo como favorable respuesta, el capitán dijo:
?¡Hay que hundir esa maldita barca!… Voy a mandar ahora mismo que le prendan fuego.
?¿Para qué?
La pregunta pareció irritarlo, y encogiéndose de hombros y cruzándose de brazos, preguntó a su vez:
?¿Que para qué? Para hacer algo. Lo que es esas hormigas no volverán a matar a ningún hombre.
Holroyd no tenía ganas de conversación y no contradijo a Guérilleau. Lejana algarabía de monos llenó de gritos agoreros la densa noche al acercarse la cañonera a la orilla frondosa y suscitar el croar áspero de las ranas. Después de un largo intervalo durante el cual el capitán repitió varias veces sus propias palabras para buscar la controversia, lo invadió una cólera activa que se tradujo en blasfemias y órdenes. Toda la tripulación pareció alegrarse, cual si un deseo de venganza multiplicara su celo. Se cortó el cable, volvieron a arriar el bote, y brazos fornidos lanzaron a la barca siniestra pedazos de estopa saturados de petróleo y luego mechas encendidas. Poco después surgió detrás del cañonero una llama alegre y crujiente; y Holroyd veía la lanza de oro elevarse en la sombra e iluminar el agua, el buque, la ribera, con luz tan pronto amarilla como verdosa. Hasta los maquinistas subieron a ver el espectáculo… Detrás de Holroyd la voz del mulato dijo después de un gran esfuerzo filológico:
?«Sauba» hacer era, era… ¡Oh, yo contento, contento!
Y estalló en ancha risa que no logró comunicar al ingeniero, quien, recordando el drama de la mañana, estaba pensando que las innumerables hormigas abrasadas en la hoguera flotante tenían también ojos para ver y cerebro para pensar.
La interrogación desesperada de Guérilleau «¿qué hacer contra ellas?» se había también incrustado en su mente, y se la repetía a sí mismo todavía cuando el cañonero fondeó delante de Badama. El caserío, con sus techos de palma seca, sus establos, su quieto molino verdecido de enredaderas y su paseo ribereño orillado de rosales que se inclinaban para mirarse en la corriente, dormía en la quietud matinal; y a medida que el Sol iba subiendo, parecía muerto en vez de dormido. En cuanto a las hormigas, su pequeñez y la distancia impedían comprobar su presencia.
?Todos los habitantes deben haber huido ?dijo Guérilleau?; pero como hay que hacer algo pitaremos con la sirena por si queda alguno.
Holroyd tiró del alambre del silbato, y un lamento agudo y tembloroso llenó el aire y fue a arrancar ecos al bosque. Cuando se extinguió, el capitán tuvo una idea laboriosamente concebida:
?Podemos hacer una cosa ?dijo.
?Usted dirá.
?Tocar la sirena otra vez.
Y mientras el alarido volvió a vibrar en la quietud del día naciente, Guérilleau medía a grandes zancadas la cubierta, agitado por pensamientos múltiples que, a veces, temerosos de romper la prisión del cerebro, asomaban a los labios en fragmentos discordes, ya en español, ya en portugués. Parecía dirigirse a un tribunal invisible y justificar ante él su conducta; Holroyd percibió algunas frases referentes a las municiones y se puso a mirarlo extrañado. Entonces Guérilleau le habló en inglés:
?¿Quiere usted decirme, mi querido ingeniero, qué puede hacerse?
Embarcaron en un bote y fueron acercándose a la playa para examinar minuciosamente con los anteojos «al enemigo». Poco a poco las formidables hormigas fueron apareciendo en posturas inmóviles, con los ojos alerta, fijos en el botecillo que se aproximaba. Y cuando estuvieron cerca, ya una multitud estaba belicosamente apiñada junto al embarcadero donde era necesario atracar, dispuestas sin duda a cerrarles el paso. Guérilleau sacó el revólver y, con cólera estéril, se puso a dispararles tiros. Holroyd, apretándose contra las cavidades oculares los gemelos, creyó percibir que de casa a casa iban extrañas zanjas llenas de una actividad incansable. Cuando estuvieron a pocos metros pudieron ver del otro lado del muelle un esqueleto perfectamente mondado y reluciente, cubierto a medias con los harapos del vestido… Los marineros habían dejado de bogar para hablar mejor, y el capitán dijo desesperado:
?¡Y la nota del almirante me dice que todas las vidas de Badama están a mi cargo, ya ve usted! Y como también están las de la tripulación, no puedo mandar un destacamento a tierra: serían atacados y envenenados como Da Cunha; y a la vuelta los veríamos hincharse e insultarme lo mismo que él, para morir retorciéndose en contorsiones espantosas… No, no, es imposible. Caso de desembarcar alguien, debo ser yo… Iré con botas fuertes y decidido a todo… Aunque me parece que tampoco yo debo desembarcar… ¡no sé, no sé!…
Holroyd comprendió que en estas dudas estaba implícita la decisión sensata de no exponerse, y nada dijo. La cólera del capitán volvió a recaer sobre su manía primitiva:
?Esta comisión no ha tenido otro objeto que ponerme en ridículo.
Anduvieron de aquí para allá sin acercarse mucho, examinando el avisador esqueleto desde diferentes lugares, y luego volvieron a bordo. La incertidumbre del capitán se exacerbaba por momentos. A mediodía levantaron presión y el cañonero se dirigió velozmente río abajo, cual si fuese en busca de algo muy urgente, para girar a las pocas horas y volver a anclar al caer la tarde frente al caserío destruido, con su quietud hostil, su muellecito orlado de rosales, sus zanjas amenazadoras y su esqueleto que hablaba con muda elocuencia del dolor, de la impotencia y de la muerte. Una enorme turbonada agitó la atmósfera, y tras la lluvia y los truenos vino la noche fresca profunda, espléndida de astros; y tanto en el pueblo como en el buque pareció dormir todo, excepto Guérilleau, que paseaba como fiera enjaulada por el puente. Holroyd despertó con el alba, y dirigiéndose al insomne, le preguntó:
?¿Hay algo nuevo?
?Nada, nada… pero ya he decidido.
?¿Va usted a desembarcar?
Había en la pregunta del ingeniero una alegría maligna, mas Guérilleau no pareció percibirla, y poniendo a prueba la ansiedad del ingeniero, dijo:
?He decidido, pero no eso… He decidido tirarles con el cañón de proa.
Así lo hizo; y Dios sabe lo que las terribles hormigas pensaron de tan madura decisión. Dos veces, con belicosa solemnidad, mandó en persona el fuego, y toda la tripulación hubo de ponerse algodones en los oídos y formar en zafarrancho de combate, como si se tratase de una batalla. Al primer cañonazo el antiguo molino de azúcar cayó a tierra, y al segundo, el almacén situado cerca del muelle se derribó con pardo estrépito. Sólo entonces se produjo en el ánimo colérico del capitán la reacción razonable:
?Todo es inútil, inútil ?suspiró?. No nos queda más que volver a pedir instrucciones precisas. ¡Y por si no era bastante, ahora me reñirán también por el despilfarro de municiones!… ¡Han querido ponerme en ridículo…! No me cabe duda, mi querido Holroyd.
Todavía un momento, antes de decidir, permaneció con los ojos fijos en el vacío, presa de infinita perplejidad, y volvió a su ritornelo doloroso:
?¿Qué puede hacer el hombre contra las hormigas? ¡Nada, nada!
Durante el día el cañonero descendió perezosamente por el río, y a media tarde un destacamento fue a enterrar bajo los copudos árboles, en un lugar libre aún de la invasión, el cuerpo terriblemente desfigurado de Da Cunha.

4
Holroyd mismo me contó aún no hará tres semanas la historia transcripta anteriormente; y luego se la he oído referir también a otros. Llena la imaginación del recuerdo de las hormigas invencibles, ha regresado a Inglaterra con la idea, según dice, de concitar al país contra las invasoras antes de que sea demasiado tarde.
Asegura que ya amenazan la Guayana, apenas separada por mil millas de su presente zona de acción, y que el ministro de las Colonias debe ocuparse sin tardanza del asunto. Si alguien sonríe al oírlo, se exalta y argumenta así:
?¿Ha pensado usted en que se trata de hormigas inteligentes? Medite en lo que este hecho significa, y suponga que puedan, como nosotros, llegar a servirse de utensilios, a descubrir el fuego y los metales, y a ejecutar, por verdaderos prodigios de mecánica, maravillas superiores a cuantas la ignorancia europea desconoce aún. ¿No saben ustedes que las «sauvas» en 1841 horadaron bajo el Paraíba un túnel no menos ancho que el Támesis a su paso por Londres? Estoy seguro de que se sirven de sus maravillosos medios actuales con un método lógico y minucioso, sin despreciar ninguna lección de la práctica, lo que equivale a nuestros libros guardadores y propulsores de cultura. Hasta aquí su acción se limita a una invasión progresiva que fuerza a perecer o a huir a todo ser humano; pero su número aumenta formidablemente, y estoy persuadido de que pronto el hombre habrá tenido que abandonarles íntegra la América del Sur…
?Usted no habla en serio; usted no cree…
?Creo más. ¿Por qué han de detenerse en la América del Sur? En 1915 o poco más tarde habrán llegado, si no aumentan la velocidad de su avance, a las primeras estaciones del ferrocarril, y entonces los capitalistas europeos no tendrán otro remedio que ocuparse de ellas. Hacia 1920 poseerán de seguro la mitad de la cuenca del Marañón; y no me parece aventurado vaticinar para el 1950 ó 60 la fecha de su descubrimiento de Europa.

Edición digital de Sadrac
Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

LAS PARADOJAS DEL TIEMPO

LAS PARADOJAS DEL TIEMPO

Domingo Santos

(Recopilador)
Domingo Santos

© 1982 Ediciones Dronte Biblioteca Básica de CF nº 3.

ISBN: 84-366-0061-4 Edición digital: Umbriel R6 11/02

ÍNDICE

Introducción,
Las paradojas del tiempo © Domingo Santos

Ladrón en el tiempo
(A Thief in Time) © Robert Sheckley, 1954

Sobre el tiempo y Texas
(Of Time and Texas) © William F. Nolan, 1956

El programa del destino
(The Destiny Show) © Derek Lane, 1960

El fundador de la civilización
(¿?) © Romain Yarov, 1969

El armario temporal
(Time Locker) © Lewis Padgett, 1943

El cruce
(L’Incrocio) © Sandro Sandrelli, 1963

Introducción

Las paradojas del tiempo
En 1888, un joven escritor de veintidós años iniciaba la publicación de una serie de ensayos sobre el tiempo en una revista de aficionados. Siete años más tarde, sobre la base de estos ensayos, el mismo autor escribía una novela que en poco tiempo se convertiría en un clásico universal. El autor se llamaba Herbert George Wells, y la novela, por supuesto, se titulaba «La máquina del tiempo».
Desde aquel lejano 1895 hasta hoy, el tema del tiempo se ha convertido en uno los más apasionantes para los autores de ciencia ficción de todo el mundo. Sus posibilidades son infinitas, desde las simples paradojas temporales («Sí señor, fui al pasado, me enamoré de una chica y… ¡Bueno, pues resulta que ahora soy mi propio abuelo!») hasta las meras utopías sociales («Fui a doscientos años en el futuro, y la sociedad se había convertido en una tiranía militarista que…»), sin contar con la posibilidad de hacer cambiar el tiempo («Fui a 1889 y maté a Hitler en su cuna y…») con todas sus previsibles consecuencias.
Pero, de todas ellas, una de las posibilidades que más atraen al autor es precisamente la primera: las paradojas temporales.
A esas paradojas dedicamos este volumen. La paradoja temporal más sencilla de pergeñar es, por supuesto, el lazo cerrado, el pez que se muerde la cola, el clásico problema del huevo y la gallina. Supongamos el ejemplo más simple: nuestro protagonista recibe una extraña visita: un hombre le advierte que al día siguiente no debe tomar el avión con el que pensaba trasladarse a otra ciudad porque este avión se estrellará, y al mismo tiempo le hace entrega de un sobre para que lo abra cuando haya comprobado la veracidad de su aviso. Impresionado por toda el aura que rodea la advertencia, nuestro héroe decide hacer caso. Al día siguiente, efectivamente, el avión se estrella. El sobre que le ha entregado el desconocido, al ser abierto, resulta que contiene los planos de una máquina para viajar por el tiempo, y con los planos hay un nuevo aviso: «Quien te ha avisado eres tú mismo, el tú del futuro. Construye esta máquina del tiempo: su construcción te llevará cinco años. Cuando la hayas terminado, debes acudir al pasado a avisar a tu yo anterior del peligro que puede poner fin a su vida». Nuestro héroe construye su máquina, tarda cinco años en tenerla a punto, y una vez probada satisfactoriamente cumple las instrucciones: viaja al pasado y avisa a su yo de cinco años antes del peligro que corre, al tiempo que le entrega el sobre que a su vez le permitirá realizar todo el proceso. El círculo se ha cerrado. Pero, cabe preguntarse: ¿de dónde ha salido en su origen esta máquina del tiempo? De la nada, evidentemente…
Desde esta paradoja simple, que con más o menos variaciones han explotado casi todos los autores de ciencia ficción del mundo entero, las complicaciones pueden prolongarse al infinito: el primer relato que abre este volumen es un buen ejemplo de ello. Y, generalmente, todas estas paradojas desembocan en una aparente imposibilidad… y ahí reside precisamente su principal atractivo. Como también en sus consecuencias: si yo voy al pasado, pregunta el autor, y mato a mi abuelo antes de casarse, ¿qué me ocurrirá a mí? ¿Desapareceré, seguiré viviendo? ¿Me convertiré en algo distinto a lo que soy ahora?
Las paradojas temporales ponen sobre el tapete el problema metafísico del determinismo, del libre albedrío. De hecho, si el viaje por el tiempo es posible (y me refiero aquí al viaje al futuro), entonces es que todo existe ya a nuestro alrededor, la teoría de que vamos construyendo sobre la marcha el futuro con nuestras decisiones es falsa. Y las historias de paradojas temporales ponen muchas veces una coletilla a este determinismo: al igual que podemos viajar al futuro, ¿acaso podemos también viajar al pasado y cambiarlo?
Naturalmente, en este último aspecto, hay teorías (y relatos) para todos los gustos: desde los que apuntan a que seremos meros fantasmas, espectadores de un pasado al que podremos acceder pero sobre el que no tendremos ninguna influencia (¡por lo que incluso podremos organizar viajes turísticos a los tiempos antiguos!), hasta aquellos en los que, como en un celebre relato de Ray Bradbury, el simple hecho de matar una mariposa en la más remota prehistoria puede transformar por completo a toda la humanidad.
Y finalmente están también aquellas paradojas en las que el viajero del tiempo puede cambiar el pasado, transformando el mundo, pero sin que por ello desaparezca el actual.
Este último apartado de las paradojas temporales entronca directamente con otro tema de gran repercusión también en la ciencia ficción: los universos paralelos.
Pero de esto nos ocuparemos en otro volumen. El tiempo, y sus paradojas, son de por sí un campo lo suficientemente amplio como para que le podamos dedicar varios números. De momento contentémonos con las paradojas puras y simples. Ahora ya son suficientes…

Domingo Santos

LADRÓN EN EL TIEMPO
Robert Sheckley
La base de todo buen relato sobre paradojas temporales es que estas sean lo más complejas posible. Normalmente, el protagonista nunca debe saber de qué va la cosa hasta el final… y a veces ni siquiera entonces. Ha de saltar de sorpresa en sorpresa en su búsqueda de la explicación a todo lo que le sucede, haciendo saltar con él al lector. Situado bajo estas premisas, pocos relatos sobre paradojas temporales son tan absorbentes como este «Ladrón en el tiempo». El desconcierto del protagonista va parejo al desconcierto del lector, que se siente cada vez más fascinado por el enigma de la sucesión de sus aventuras. Claro que por último, como debe ser, todo queda convenientemente explicado… con la Gran Paradoja Final, por supuesto.
Thomas Eldridge estaba completamente solo en su habitación en Butler Hall, cuando oyó detrás de él un débil sonido chirriante. Esto casi no se registró en su consciencia. Estaba estudiando las ecuaciones Holstead, que habían causado tal revuelo hacía unos pocos años, con su insinuación de un universo no-relativista. Era un inquietante conjunto de símbolos, aunque sus conclusiones habían probado ser bastante erróneas.
A pesar de todo, si uno las examinaba sin prejuicios, parecían probar algo. Había una extraña relación de elementos temporales, con interesantes aplicaciones. Había… Escuchó el ruido otra vez, y giró la cabeza. De pie, detrás suyo, había un corpulento hombre vestido con bombachos púrpura, un pequeño chaleco verde y una porosa camisa plateada. Llevaba una cuadrada máquina negra con diferentes diales, y su expresión era decididamente poco amistosa.
Se miraron el uno al otro. Por un momento, Eldridge pensó que era una broma de los estudiantes. Era el profesor adjunto más joven en Carvell Tech, y algún estudiante siempre le estaba entregando un huevo duro o un sapo vivo durante la Semana Infernal.
Pero este hombre no era ningún estudiante retozando. Tenía al menos cincuenta años de edad, y era inconfundiblemente hostil.
?¿Cómo ha entrado aquí? ?preguntó Eldridge?. ¿Y qué es lo que quiere? El hombre alzó una ceja.
?¿Va a vanagloriarse aún de ello, eh?
?¿Vanagloriarme de qué? ?preguntó Eldridge, sorprendido.
?Le está hablando usted a Viglin ?dijo el hombre?. Viglin. ¿Lo recuerda?
Eldridge trató de recordar si había algún asilo de locos cerca de Carvell. Este Viglin parecía un lunático escapado.
?Debe haberse equivocado usted de hombre ?dijo Eldridge, preguntándose si debería pedir auxilio.
Viglin sacudió la cabeza.
?Usted es Thomas Monroe Eldridge ?dijo?. Nacido el 16 de marzo de 1926, en Darien, Connecticut. Estudió en la universidad Heights College, en la universidad de Nueva York, graduándose cum laude. Consiguió un puesto en Carvell el año pasado, a principios de 1953. ¿Correcto hasta ahora?
?Muy bien. De modo que ha investigado acerca de mí por alguna razón. Mejor que sea buena, o llamaré a la policía.
?Siempre fue un cliente sin nervios. Pero su bravata no le servirá. Yo llamaré a la policía.
Apretó un botón en la máquina. Instantáneamente, aparecieron dos hombres en la habitación. Llevaban uniforme de color naranja claro y verde, con insignias metálicas en las mangas. Entre ellos transportaban una máquina negra similar a la de Viglin, excepto que esta llevaba una marca en la parte superior.
?El crimen no paga ?dijo Viglin?. ¡Arresten al ladrón!
Por un momento, la placentera estancia de Eldridge en el colegio, con sus grabados de Gauguin, sus desaliñados montones de libros, su más desaliñado hi-fi, y su pequeña alfombra roja afelpada, parecieron girar aturdidoramente a su alrededor. Parpadeó varias veces, esperando que todo ello hubiera sido causado por el cansancio de sus ojos. O mejor aún, tal vez había estado soñando.
Pero Viglin aún estaba allí, desalentadoramente sustancial. Los dos policías sacaron un par de esposas y avanzaron.
?¡Esperen! ?gritó Eldridge, apoyándose contra su escritorio para sostenerse?. ¿Qué es todo esto?
?Si insiste en acusaciones formales ?dijo Viglin?, las tendrá. ?Se aclaró la garganta?. Thomas Eldridge: en marzo de 1962, usted inventó el Transportador Eldridge. Luego…
?¡Un momento! ?protestó Eldridge?. No estamos aún en 1962, por si ustedes no lo saben.
Viglin pareció molesto.
?No utilice subterfugios. Usted inventará el Transportador en 1962, si prefiere esta terminología. Todo es cuestión de un punto de vista temporal.
Eldridge necesitó un tiempo para digerir esto.
?¿Quieren decir… que ustedes son el futuro? ?dijo torpemente.
Uno de los policías dio un codazo al otro. ? ¡Qué actuación! ?dijo admirativamente.
?Mejor que un espectáculo groogly ?convino el otro, entrechocando las esposas.
?Claro que somos del futuro ?dijo Viglin ?. ¿De qué otro lugar podríamos ser? En 1962, usted inventó, o inventará, el Transportador Temporal Eldridge, haciendo posible el viaje a través del tiempo. Con él, usted se trasladó al primer sector del futuro, donde fue recibido con los más altos honores. Luego viajó a través de los tres sectores del Tiempo Civilizado, dando conferencias. Fue usted un héroe, Eldridge, un ideal. Los chiquillos deseaban crecer para ser como usted ?Con una voz ronca, continuó?: Fuimos engañados. Súbita y deliberadamente, usted robó una cantidad de mercancías de alto valor. ¡Nos sorprendió! Nunca habíamos sospechado que tuviera tendencias criminales.
Cuando lo tratamos de arrestar, usted desapareció.
Viglin hizo una pausa y se frotó la frente cansadamente.
?Yo era su amigo, Tom, la primera persona con quien se encontró en el Sector Uno.
Bebimos más de un tazón de flox juntos. Yo preparé su circuito de conferencias. Y usted me robó. ?Su faz se endureció?. Deténganlo, policías.
Cuando los policías avanzaron, Eldridge pudo ver bien la máquina negra que compartían. Como la de Viglin, tenía varios diales y una hilera de botones. Rotuladas en blanco en la parte superior, figuraban las palabras:

TRANSPORTADOR TEMPORAL ELDRIDGE
?
PROPIEDAD DEL DEP. DE POLICÍA EASKILL

Los policías se detuvieron y se volvieron hacia Viglin.
?¿Tiene los documentos de extradición? Viglin rebuscó en sus bolsillos. ?Parece que no los tengo conmigo. ¡Pero ustedes saben que es un ladrón!
?Todo el mundo lo sabe ?dijo el policía?. Pero no tenemos jurisdicción en un sector de precontacto sin documentos de extradición.
?Esperen aquí ?dijo Viglin?. Los conseguiré. ?Observó cuidadosamente su reloj de pulsera, murmuró algo sobre una media hora de desfase, y apretó un botón en el Transportador.
Desapareció inmediatamente.
Los dos policías se sentaron en el sofá de Eldridge y procedieron a mirar de soslayo los Gauguin.
Eldridge trató de pensar, de planear, de anticipar. Imposible. No podía creerlo. Rehusaba creerlo. Nadie le haría creer…
?Imagina a un individuo famoso como este siendo un bribón ?dijo uno de los policías.
?Todos los genios están locos ?filosofó el otro?. ¿Recuerdas al bailarín de stuggie que mató a su chica? Era un genio, dijo todo el mundo.
?Sí. ?El primer policía encendió un cigarro y tiró la cerilla sobre la pequeña alfombra roja afelpada de Eldridge.
Está bien, decidió Eldridge, era verdad. Tenía que creerlo bajo las circunstancias. Tampoco era tan absurdo. Siempre había sospechado que él podía ser un genio. ¿Pero qué había ocurrido?
En 1962, inventaría una máquina del tiempo.
Era lógico, ya que él era un genio.
Y viajaría a través de los tres sectores del Tiempo Civilizado.
Bien, ciertamente, suponiendo que tuviera una máquina del tiempo. Si había tres sectores, los exploraría.
Incluso podría explorar los sectores no civilizados.
Y entonces, sin ninguna advertencia, se convertiría en un ladrón… ¡No! Podía aceptar cualquier otra cosa, pero esta estaba completamente fuera de su carácter. Eldridge era un hombre joven intensamente honesto, muy por encima de las mezquinas deshonestidades. Como estudiante, nunca había hecho trampa en los exámenes. Como hombre, siempre había pagado el real y exacto impuesto sobre sus utilidades, hasta el último céntimo.
Y aún iba más lejos que esto. Eldridge no tenía ninguna motivación, ninguna necesidad material. Su deseo había sido siempre el establecerse en algún lugar cálido y soñoliento, contento con sus libros y su música, la luz del sol, los vecinos congeniales, el amor de una buena mujer.
De modo que estaba acusado de latrocinio. Incluso si era culpable, ¿qué motivo podía haberlo llevado a la acción? ¿Qué le había ocurrido en el futuro?
?¿Vas a ir al railly scrug? ?preguntó uno de los policías al otro. ? ¿Por qué no? Llega a Malm el domingo, ¿verdad?
No les importaba. Cuando Viglin volviera, lo esposarían y lo arrastrarían hasta el Sector Uno del futuro. Sería sentenciado y arrojado a una celda.
Todo por un crimen que él iba a cometer.
Tomó una rápida decisión, y actuó con idéntica rapidez.
?Me siento mal ?dijo, y empezó a deslizarse fuera de la silla. ? ¡Cuidado… puede tener una pistola! ?aulló uno de los policías.
Se precipitaron hacia él, dejando su máquina del tiempo sobre el sofá.
Eldridge buceó debajo de la mesa y apareció al otro lado, y saltó sobre la máquina. Pese a su prisa, se dio cuenta de que el Sector Uno sería un lugar poco saludable para él.
De modo que, mientras los policías corrían a través de la habitación, apretó el botón marcado Sector Dos.
Instantáneamente, se sintió inmerso en la oscuridad.
Cuando abrió sus ojos, Eldridge se encontró con que se hallaba sumergido hasta los tobillos en un charco de agua sucia. Estaba en un campo, a seis metros de una carretera.
El aire era cálido y húmedo. Tenía el Transportador Temporal firmemente sujeto bajo su brazo.
Estaba en el Sector Dos del futuro, y esto no lo emocionaba en lo más mínimo. Caminó hacia la carretera. A ambos lados de la misma había campos escalonados, llenos con los verdes tallos de las plantas de arroz. ¿Arroz? ¿En el estado de Nueva York? Eldridge recordó que en su propio sector temporal se había detectado un cambio climático. Se había predicho que algún día las zonas templadas volverían a ser cálidas, tal vez tropicales. Este futuro parecía probar la teoría. Estaba transpirando ya. El suelo era húmedo, como si hubiera llovido recientemente, y el cielo era de un azul intenso y sin nubes.
Pero, ¿dónde estaban los agricultores? Mirando al sol, que estaba directamente sobre su cabeza, tuvo la respuesta. Durmiendo la siesta, claro. Dirigiendo la vista carretera adelante, pudo ver edificios a casi un kilómetro de distancia. Se limpió el barro de sus zapatos y empezó a andar.
Pero, ¿qué es lo que haría cuando llegara a los edificios? ¿Cómo podría descubrir lo que le había ocurrido en el Sector Uno? No podía dirigirse a cualquiera y decirle: «Perdone, señor. Soy de 1954, un año del que usted tal vez haya oído hablar. Parece ser que en alguna forma…» No, eso no serviría. Tendría que pensar en algo. Eldridge continuó andando, mientras el sol lo golpeaba furiosamente. Cambió el Transportador al otro brazo, y luego lo inspeccionó de cerca. Puesto que lo iba a inventar ?no, ya lo había hecho?, sería mejor que averiguara como funcionaba.
En su superficie había botones para los tres primeros sectores del Tiempo Civilizado. Había un dial especial para viajar más allá del Sector Tres, hacia los Sectores Sin Civilizar. En un lado había una placa de metal que decía: ATENCIÓN: conceda un margen de medía hora entre saltos temporales, para evitar anulaciones.
Eso no le dijo gran cosa. Según Viglin, Eldridge había necesitado ocho años, desde 1954 a 1962, para inventar el Transportador. Para comprenderlo necesitaría algo más que unos pocos minutos.
Eldridge llegó a los edificios y encontró con que se hallaba en una ciudad de mediano tamaño. Había algunas personas en las calles, caminando lentamente bajo el sol tropical.
Vestían completamente de blanco. Se sintió aliviado al ver que los estilos en el Sector Dos eran tan conservadores y que su traje podía pasar por una versión rústica de lo que allí parecía habitual.
Pasó frente a un edificio de adobe. El letrero de su fachada decía:

LEEDURÍA PÚBLICA.

Una librería. Eldridge se detuvo. En su interior se encontrarían sin duda los archivos de los últimos cientos de años. Habría una crónica de su crimen ?si existía? y las circunstancias bajo las cuales lo había cometido. ¿Pero no sería peligroso? ¿Habría algunos carteles solicitando su arresto? ¿Existiría la extradición entre los Sectores Uno y Dos?
Tendría que arriesgarse. Eldridge entró, pasó rápidamente más allá de la delgada encargada de faz gris, y se dirigió hacia los estantes.
Había un gran departamento sobre el tiempo, pero el tratado más completo en un solo volumen era un libro titulado Orígenes del Viaje Temporal por Ricardo Alfredex. La primera parte decía que el joven genio Eldridge había, en un nefasto día de 1954, recibido el germen de la idea a partir de las controvertidas ecuaciones Holstead. Realmente, la fórmula era simple hasta lo absurdo ?Alfredex citaba las principales proposiciones?, pero nadie se había dado cuenta antes. La genialidad de Eldridge residía principalmente en percibir lo obvio.
Eldridge frunció el ceño ante este menosprecio: Obvio, ¿no es cierto? El aún no lo comprendía. ¡Y él era el inventor!
La máquina había sido construida en 1962. Funcionó al primer intento, catapultando a su joven inventor en lo que luego sería conocido como Sector Uno.
Eldridge levantó la vista y vio que una niña con gafas, de unos nueve años más o menos, estaba de pie al final de su hilera de libros, mirándolo. Se escondió fuera de su vista. Continuó leyendo.
El siguiente capítulo se titulaba «Las Falsas Paradojas del Tiempo». Eldridge lo hojeó rápidamente. El autor empezaba con la clásica paradoja de Aquiles y la tortuga, y la demolía con el cálculo integral. Utilizando esto como una base lógica, continuaba con las llamadas paradojas del tiempo: matar al propio tatarabuelo, encontrarse a uno mismo, etc.
Estas no tuvieron mejor suerte que la antigua paradoja de Zeno. Alfredex continuaba explicando que todas las paradojas temporales eran la invención de autores dotados para la confusión.
Eldridge no comprendió la intrincada lógica simbólica de toda esta parte, lo cual era perturbador, ya que se le citaba a él como la máxima autoridad.
El siguiente capítulo se llamaba «La Caída del Poderoso». Contaba como Eldridge había conocido a Viglin, el dueño de un gran almacén de artículos de deporte en el Sector Uno. Se convirtieron en buenos amigos. El negociante tomó bajo su protección al tímido y joven genio. Le preparó un circuito de conferencias. Luego…
?Perdone, señor ?dijo alguien. Eldridge levantó la vista. La encargada de faz gris se hallaba frente a él. A su lado estaba la niña con gafas con una sonrisa afectada en su rostro.
?¿Sí? ?preguntó Eldridge.
?No se admite a los Viajeros Temporal es en la Leeduría ?dijo la encargada austeramente.
Eso era comprensible, pensó Eldridge. Los Viajeros podían coger un montón de libros valiosos y desaparecer. Probablemente, y por la misma razón, tampoco eran admitidos en los bancos.
El problema es que no deseaba dejar el libro.
Eldridge sonrió, señaló su oreja, y continuó leyendo apresuradamente.
Al parecer el brillante joven Eldridge había dejado que Viglin se cuidara de todos sus contratos y documentos. Y un día se encontró, para su sorpresa, que había firmado un documento cediendo a Viglin todos los derechos sobre el Transportador Temporal a cambio de una discreta cantidad de dinero. Eldridge llevó el caso ante los tribunales. Los tribunales fallaron en contra suyo. El caso fue apelado. Sin dinero y amargado, Eldridge inició su carrera criminal, robándole a Viglin…
?¡Señor! ?dijo la encargada?. Sordo o no, debe marcharse en el acto. Si no lo hace, llamaré a la policía.
Eldridge dejó el libro, murmuró «chivata» a la niña, y se apresuró a salir de la Leeduría.
Ahora sabía porque Viglin estaba tan ansioso por arrestarlo. Con su caso aún pendiente, Eldridge estaría en mala posición detrás de unas rejas.
Pero, ¿por qué había robado?
El latrocinio de su invención era un motivo comprensible, pero Eldridge estaba seguro de que no era por esto. El robarle a Viglin no le haría sentirse mejor ni tampoco repararía el daño. Su reacción sería de luchar o de retraerse, de retirarse de todo el asunto. Cualquier cosa excepto robar.
Bien, ya lo averiguaría. Se escondería en el Sector Dos, quizá encontrara un trabajo. Poco a poco, conseguiría…
Dos hombres le asieron los brazos por ambos lados. Un tercero le quitó el Transportador. Lo hicieron con tal facilidad que Eldridge aún estaba boquiabierto cuando uno de los hombres le enseñó una placa.
?Policía ?dijo el hombre?. Tendrá que venir con nosotros, señor Eldridge. ? ¿Por qué? ?preguntó Eldridge.
?Por robo en los Sectores Uno y Do s. De modo que había robado aquí, también.
Fue llevado a la estación de policía y se le hizo entrar en la pequeña y desordenada oficina del capitán. El capitán era un hombre delgado, calvo, y de facciones joviales. Hizo señas a sus subordinados para que salieran de la habitación, indicó a Eldridge que se sentara en una silla y le entregó un cigarrillo.
?Así que usted es Eldridge ?dijo. Eldridge asintió tristemente.
?Desde chiquillo he estado leyendo cosas sobre usted ?dijo el capitán con nostalgia?. Usted era uno de mis héroes.
Eldridge supuso que el capitán tenía al menos quince años más que él, pero no hizo ningún comentario. Después de todo, se suponía que él era un experto en paradojas temporales.
?Siempre creí que le habían hecho una estafa ?dijo el capitán, jugueteando con un gran pisapapeles de bronce?. Aún as í, no pude comprender porque un hombre como usted se había dedicado a robar. Por un tiempo, creímos que se podría tratar de una locura pasajera.
?¿Lo fue? ?preguntó Eldridge esperanzado.
?Ni por casualidad. Comprobamos su historial. No lo es usted ni en forma potencial. Y eso hace las cosas bastante difíciles para mí. Por ejemplo, ¿por qué robó usted especialmente estos artículos?
?¿Qué artículos?
?¿No lo recuerda?
?Me he olvidado de todo ?dijo Eldridge?. Amnesia temporal.
?Muy comprensible ?dijo el capitán con simpatía. Le entregó un papel a Eldridge?.
Aquí está la lista.
ARTÍCULOS ROBADOS POR THOMAS MONROE ELDRIDGE

Sustraídos del Almacén de Artículos de Deporte Viglin, Sector Uno: Créditos
4 Pistolas Megacarga 10.000 3 Cinturones salvavidas, Hinchables 1005 Latas de Repelente de Tiburones Ollen 400

Sustraídos de la Tienda de Especialidades Alfghan, Sector Uno:
2 Volúmenes Microflex, Literatura Mundial 1.000
5 Cintas grabaciones de la Sinfónica Teeny-Tom 2.650

Sustraídos del Almacén de Productos Loorie, Sector Dos:
4 Docenas de Patatas, marca Tortuga Blanca 5
9 Bolsas de semillas de zanahoria (Surtidas) 6
Sustraídos del Almacén de Novedades Manon, Sector Dos:
5 Docenas de Espejos de mano, Plateados 95

Valor Total 14.256
?¿Qué es lo que quería hacer? ?preguntó el capitán?. Robar un millón de créditos está bien, lo puedo comprender, pero ¿por qué toda esa basura?
Eldridge sacudió la cabeza. No podía encontrar nada que tuviera sentido en la lista. Las pistolas de megacarga podían ser útiles. Pero, ¿por qué los espejos, cinturones salvavidas, patatas y el resto de los artículos que el capitán había calificado con propiedad de basura?
No podía comprenderlo. Eldridge empezó a pensar en sí mismo como si fuera dos personas. Eldridge I había inventado los viajes en el tiempo, había sido estafado, robado algunos artículos incomprensibles, y desaparecido. Eldridge II era él mismo, la persona que Viglin había encontrado. No tenía recuerdos del primer Eldridge. Pero tenía que descubrir los motivos de Eldridge I y/o sufrir por sus crímenes.
?¿Qué ocurrió después que hube robado esas cosas? ?preguntó Eldridge.
?Eso es lo que nos gustaría saber ?dijo el capitán?. Todo lo que sabemos es que se escapó con su botín al Sector Tres.
?¿Y luego?
El capitán se alzó de hombros.
?Cuando pedimos su extradición, las autoridades nos informaron de que usted no estaba allí. No es que le hubieran entregado. Son de la clase orgullosa, independiente, ya sabe. De todas maneras, usted había desaparecido.
?¿Desaparecido? ¿A dónde?
?No lo sé. Podría haber ido a los Sectores sin Civilizar que están más allá del Sector Tres.
?¿Qué son los Sectores sin Civilizar? ?preguntó Eldridge.
?Esperábamos que usted nos lo dijera ?repuso el capitán?. Es usted el único hombre que ha efectuado exploraciones más allá del Sector Tres. ¡Maldita sea, pensó Eldridge, se suponía que él era una autoridad en todo lo que deseaba saber!
?Esto me pone en una situación difícil ?dijo el capitán, mirando a su pisapapeles. ? ¿Por qué?
?Bueno, usted es un ladrón. La ley dice que debo arrestarlo. Sin embargo, también me doy cuenta de que a usted se le hizo una mala jugada. Y también sé que solo robó a Viglin y a sus afiliados en ambos Sectores. Hay una cierta justicia en ello… que desgraciadamente la ley no reconoce.
Eldridge asintió tristemente.
?Mi deber es arrestarlo ?dijo el capitán con un profundo suspiro?. No hay nada que pueda hacer, aunque lo quisiera. Tendrá que ser juzgado y probablemente le caerá una sentencia de unos veinte años, más o menos.
?¿Cómo? ¿Por robar morralla como el repelente de tiburones y las semillas de zanahorias? ¿Por robar basura?
?Somos muy severos para los crímenes en el tiempo ?dijo el capitán?. Ofensa temporal.
?Comprendo ?dijo Eldridge, derrumbándose en su silla.
?Claro que ?dijo el capitán pensativamente?, si de repente me atacara rencorosamente, golpeándome en la cabeza con ese pesado pisapapeles, cogiera mi Transportador Personal ?que está en el segundo estante de ese armario? y retornara a sus amigos en el Sector Tres, no habría realmente gran cosa que yo pudiera hacer al respecto.
?¿Huh?
El capitán se volvió hacia la ventana, dejando el pisapapeles al alcance de Eldridge.
?Son verdaderamente terribles ?comentó?, las cosas que uno haría por un héroe de la infancia. Pero, desde luego, usted es un hombre respetuoso de la ley. Nunca haría una cosa semejante y tengo informes psicológicos que lo demuestran.
?Gracias ?dijo Eldridge. Levantó el pisa papeles y golpeó débilmente la cabeza del capitán. Sonriendo, el capitán se desplomó detrás de la mesa. Eldridge encontró el Transportador en el armario, y lo preparó para el Sector Tres. Suspiró profundamente y apretó el botón.
Una vez más, fue rodeado por la oscuridad.
Cuando abrió los ojos, estaba en una llanura cuyo suelo estaba manchado de amarillo.
A su alrededor se extendía un terreno desértico, sin un solo árbol, y un viento polvoriento soplaba contra su cara. A lo lejos, pudo ver varios edificios de ladrillo y una hilera de tiendas, dispuestas a lo largo de un arroyo seco. Se encaminó hacia allí.
Este futuro, decidió, había pasado por otra variación climática. El ardiente sol había calcinado el terreno, secando los arroyos y los ríos. Si el clima tendía a ser así, podía comprender porque el siguiente sería Sin Población.
Estaba muy cansado. No había comido en todo el día, o en varios miles de años, según como uno lo mirara. Pero eso, se dio cuenta, era una falsa paradoja, una que Alfredex seguramente demolería con su lógica simbólica.
Al infierno con la lógica. Al infierno con la ciencia, las paradojas, todo. No escaparía a un lugar más lejano. Tendría que haber sitio para él en este país polvoriento. La gente de aquí ?de clase orgullosa e independiente? no lo entregarían. Creían en la justicia, no en la ley. Se quedaría aquí, trabajaría, envejecería, y olvidaría a Eldridge I y sus locos planes.
Cuando llegó al poblado, vio que la gente se había reunido para darle la bienvenida. Iban vestidos con túnicas largas y flotantes, como los albornoces árabes, la única vestimenta lógica para este clima.
Un patriarca barbudo se adelantó y con la cabeza asintió gravemente hacia Eldridge. ?Los proverbios antiguos tenían razón. Para cada principio hay un final. Eldridge convino cortésmente.
?¿Alguien puede darme un trago de agua?
?Y en verdad está escrito ?continuó el patriarca?, que el ladrón, teniendo un universo por el que vagar, volverá al final a la escena de su crimen.
?¿Crimen? ?preguntó Eldridge, sintiendo un molesto cosquilleo en su estómago.
?Crimen ?repitió el patriarca. Entre la multitud, un hombre gritó:
?¡Es un pájaro estúpido aquel que ensucia su propio nido! ?La gente rugió al reír, pero a Eldridge no le gustó el sonido. Era una risa cruel.
?La ingratitud engendra la traición ?dijo el patriarca?. La maldad es omnipresente. Te apreciábamos, Thomas Eldridge. Viniste a nosotros con tu extraña máquina, trayendo un botín, y te reconocimos por tu espíritu orgulloso. Te convertía en uno de nosotros. Te protegimos de tus enemigos de los Mundos Húmedos. ¿Qué nos importaba a nosotros que los hubieras agraviado? ¿Acaso no te habían agraviado ellos? ¡Ojo por ojo!
La multitud gruñó aprobadoramente.
?Pero, ¿qué es lo que hice? ?deseó saber Eldridge.
La multitud convergió hacia él, blandiendo palos y cuchillos. Una hilera de hombres vestidos con capas azul oscuro la retenían, y Eldridge se dio cuenta de que incluso aquí habían policías.
?Decidme lo que hice ?persistió mientras los policías le quitaban el Transportador.
?Eres culpable de sabotaje y asesinato ?le dijo el patriarca.
Eldridge miró a su alrededor, desesperado. Se había escapado de los cargos por hurto en el Sector Uno para verse acusado de ello en el Sector Dos. Se había retirado al Sector Tres, donde era buscado por asesinato y sabotaje.
Sonrió amistosamente.
?Lo único que realmente he deseado siempre ha sido un país cálido y pacífico, libros, vecinos amistosos, y el amor de una buena…
Cuando se recuperó, se encontró yaciendo sobre el duro suelo de tierra de una pequeña cárcel de ladrillos. A través de la rendija que era la ventana, pudo ver una insignificante porción de una puesta de sol. Detrás de la puerta de madera, alguien estaba gimiendo una canción.
Encontró un tazón de comida a su lado y comió con hambre de lobo su poco familiar contenido. Después de beber agua de otro tazón, se apoyó contra la pared. A través de la estrecha ventana, la puesta de sol iba desapareciendo. En el patio, un grupo de hombres estaba erigiendo una horca.
?¡Carcelero! ?gritó Eldridge. A los pocos momentos pudo oír el sonido de unos pasos.
?Necesito un abogado ?dijo.
?Aquí no hay abogados ?replicó el hombre orgullosamente?. Aquí hay justicia ?Y se marchó.
Eldridge empezó a revisar sus ideas acerca de una justicia sin ley Estaba muy bien como concepto… pero era horrible como realidad.
Se tumbó en el suelo y trató de pensar. No pudo. Podía escuchar a los trabajadores riendo y bromeando mientras erigían la horca. Trabajaron hasta muy avanzado el atardecer.
A primeras horas de la noche, Eldridge oyó girar la llave en la cerradura. Entraron dos hombres. Uno era de mediana edad, con una pequeña y bien cuidada barba. El otro tenía más o menos la edad de Eldridge, anchos hombros y curtido.
?¿Te acuerdas de mí? ?preguntó el hombre de mediana edad. ? ¿Debería?
?Sí. Yo era su padre.
?Y yo era su prometido ?dijo el hombre joven. Dio un paso amenazadoramente. El hombre con barba lo contuvo.
?Sé lo que sientes, Morgel, pero pagará sus crímenes en la horca.
?Colgarlo es aún poco para él, señor Becker ?arguyó Morgel?. Debería ser destripado, descuartizado, quemado y dispersadas sus cenizas al viento.
?Sí, pero nosotros somos un pueblo justo y misericordioso ?dijo Becker virtuosamente.
?¿El padre de quién? ?preguntó Eldridge?. ¿El prometido de quién? Los dos hombres se miraron el uno al otro.
?¿Qué es lo que hice? ?preguntó Eldridge. Becker se lo dijo.

Los mejores cuentos de ciencia ficcion

INTRODUCCIÓN
Los chinos tienen una ancestral maldición que reza así: Ojalá y vivan en tiempos interesantes. Afortunada o desafortunadamente, depende si aprueba este siglo, o si añora “buenos viejos tiempos”, nuestros tiempos actuales son los más interesantes vividos por toda la humanidad. Tal vez sea una maldición, tal vez no, pero la aceleración del cambio por la tecnología, la vida diaria, la salud, y la sociedad, jamás ha sido mayor ?y continúa a grandes pasos.
Más para tales movimientos de la sociedad humana, deben existir ajustes, atrasos y tendencias retrógradas. Las personas acostumbradas a estos cambios como el pan de cada día, se enfrentan a un vértigo de virajes repentinos, de sismos de duda, al preguntarse si todo esto nos lleva a la catástrofe o a alguna planicie de calma y orden, o si esta aceleración está más allá de todo control.
La ciencia-ficción es una casa matriz de aceleraciones para la consideración de estas cosas. La imaginación de sus autores y lectores explotan los eventos del presente para la especulación de sus extensiones hacia el futuro. Existen cosmogamas enteras sobre esos futuros con fluctuaciones que abarcan todo tipo de posibilidades, los indicadores reconocibles no sólo por lectores sino por el público en general, el cual ha sido expuesto a ellos, vía televisión y películas.
Sin embargo, la ciencia-ficción tiene una forma inmediata de reflejar tos ánimos y los tiempos. En volúmenes del pasado sobre estos anuales he notado tendencias hacia el optimismo, la utopía, y a los periodos de cautas reflexiones. Al recopilar el material, cristalicé tales tendencias. Yo lo llamaría terrestrealismo. Con esto quiero decir que estas historias tienden a pensar en las crisis y los futuros de la Tierra y la humanidad, más que al hecho de estancarse en conceptos de dimensionales galácticas de mundos colonizados y seres extraños. En resumen, los autores y los editores de ciencia-ficción se inclinaban hacia historias más “terrestres” que en los de años anteriores.
Así pues, de las historias seleccionadas para este anuario, considero como lo más extraordinario que la mayoría de ellas se desarrollan en escenarios razonablemente relacionados con lo terrestre, y sólo dos pueden clasificarse como historias sidero-locales. En esas dos, la de Bradley y la de George R. R. Martin, hay también valores básicos terrestres y humanos.
Los escritores de ciencia-ficción viven al día en este mundo de los 80s. No viven en torres de marfil ni en lamasterios tibetanos. No son inmunes a los ánimos o pensamientos del mundo que los rodea. Así que no pueden menos que reflexionar sobre ellos.
Por mi papel como editor de esta antología anual, así como por ser publicista-editor de novelas de ciencia-ficción, estas corrientes de pensamientos me llegan a través de la perceptibilidad. Los detecto en las novelas del año. El año pasado noté una tendencia hacia la ciencia-ficción mórbida, según mi criterio al poner como ejemplo a las novelas aclamadas Las sombras del torturador, La fuga del tiempo, Sobre alas de la canción, Jem, y lejos de lo por mí denominado como ciencia-ficción vibrante, como El alcance de las serpientes, Más allá del horizonte del Evento Azul y Los ingenieros del mundo de Aro.
Estas son reflexiones del viraje social vivido por el mundo de hoy. El hecho es, me atrevo a agregar, que tal viraje es sólo una gota de una contra-corriente. . . todavía. La ciencia-ficción continúa socialmente optimista.
1980 fue un año de cambios en el mundo publicitario de la ciencia-ficción. Galaxia, una vez primer adalid de esta rama, al final muere víctima de una larga dolencia terminal. Galileo muere con ella. Analogía fue finalmente arrojada de su hogar de Condé Nast y comprada de inmediato por los publicistas de las revistas que ya la habían relegado en sus ventas y aclamaban a la revista de ciencia-ficción de Isaac Asimov. Asombro se comió a su gemelo fantástico y sigue adelante con tumbos. Fantasía y Ciencia-Ficción conservan su alto nivel literario acostumbrado ?consistentemente superior a otras publicaciones.
Algunos de los libros editados indicaron recortes a la cantidad de publicaciones sobre ciencia-ficción / fantasía, al mismo tiempo que otros editores anunciaban nuevos programas y listas extensas, los cuales indicarían una especie de señales cruzadas en ese campo. Omni que en 1979 incluyó varias historias de ciencia-ficción suficientemente excelentes como para pagar premios, así como para convertirlas en antologías, sufrió un fuerte cambio político que dio como resultado una lista de ficción fuertemente criticada como trivial y efímera.
La ciencia-ficción británica parece estar estancada, sin publicaciones novedosas. En Europa, los libros de ciencia-ficción están en su apogeo, especialmente en Alemania, Francia y Holanda, así como en los países socialistas. En España e Italia los pronósticos se tambalean, mientras que en Japón la ciencia-ficción sigue tan fuerte como siempre.
Pero por todo el globo, la ciencia-ficción piensa en términos terrestres. Hay cambios en la economía, en la política, en las estructuras sociales, y toda especulación se encuentra bajo la influencia de estas presiones. El programa espacial norteamericano, mientras se vanagloria en resultados espectaculares con los descubrimientos de sus Saturnos y Júpiter, establece un tiempo basado en los éxitos de sus viajes espaciales. Los soviéticos avanzan en sus esfuerzos para conservar un laboratorio espacial en órbita y extender el tiempo que sus cosmonautas duren allá? así como pruebas futuras de exploraciones a Venus.
El conservadurismo cauto parece ser la orden general del día. Pero vigilen a su autor local de ciencia-ficción. ¡Podría proyectar indicios de un nuevo brote!

VARIACIÓN SOBRE UN TEMA DE BEETHOVEN
Por Sharon Weeb
La conservación y el desarrollo del genio es un prerrequisito para el progreso de la humanidad. Mientras avanzamos en la solución del problema de la longevidad, intentamos progresar en las demás esferas. Pero supongan que ese triunfo niega igualdad deseable en la aspiración humana. Si el costo de la inmortalidad es la aburrición universal o la fijación eterna, como muchos filósofos claman, ¿puede tener esta solución?
Lo trajeron ante el Comité de Vesta cuando tenía 11 años de edad. Su vejiga estaba tensa por la presión y le lastimaba. El sudor cubría sus palmas.
La noche anterior su nombre estaba iluminado sobre el gran tablero del dormitorio: DAVID DEFOUR. Nunca lo había visto antes.
?Tú eres ese ?dijo uno de los muchachos con mirada conocedora que lo hizo sentir aniñado e ignorante.
? ¿Yo soy qué? -Sus ojos aletearon la pregunta de un muchacho a otro y a otro?, ¿yo soy qué?
?Tú vas a ser.
?Sí ?dijo otro.
?Tú vas a ser castigado.
? ¿Porqué?
?Porque.
? ¿Porqué?
?Castigado no, estúpido ?dijo una nueva voz?. Escogido. ?El nuevo muchacho, un joven mayor del dormitorio de arriba, puso un brazo protector alrededor del hombro de David. ?Te escogieron ?dijo?. Debes de ser especial.
? ¿Escogido para qué? El temor crecía dentro de él, empujaba su corazón y lo desviaba hacia arriba hasta golpear y agitar su garganta.
Había oído antes de vez en cuando, algunas murmuraciones, pero las había ignorado en su mayoría. Ahora venían hacia él; sus labios tuvieron que preguntarlo. ? ¿Qué?
?Porque, tú serás fa-mo-so ?pronunció lentamente el nuevo muchacho, al apretar su hombro?. Tendrás todo lo que quieras. Pero después. . . tendrás que morir ?los ojos del muchacho escudriñaron los suyos?, me pregunto cómo será morir.
David escurrió su pequeño cuerpo fuera del brazo del joven y corrió con las piernas encorvadas al baño. Quería vaciar su vejiga. Deseaba llorar. Era como eso, ahora.
Los miembros del Comité, tres, llevaban sus batas con lunares grises porque estaban sentados en cónclave formal. La mujer alta de cara cuadrada, la Presidenta, tocó el sólido cojincillo frente a ella con un mazo de cristal. -David Defour ?dijo la mujer?, acércate a la Presidenta.
El miedo llameó a través de su cara delgada. Le temblaban las piernas y las rodillas.
?No tengas miedo ?dijo la segunda mujer rompiendo el protocolo, quizá porque era amable o tal vez porque recordaba lo que era tener 11 años y estar asustado.
Se paró ante ellas. Miraba hacia lo que parecía ser una gran altura, hacia los miembros sentados.
La Presidenta habló de nuevo. ?David Defour, ¿sabes por qué has sido llamado ante el Comité?
Parpadeó, empujó su barbilla, movió su cabeza casi imperceptiblemente.
? ¿Es tu contestación un no? Emplazó él su voz de soprano vacilante. ?Es no.
?Muy bien. Miembros de Conway, lean la Instrucción. Los miembros de Conway miraron a David con ojos grises y acerados. Luego él miró hacia abajo y empezó a leer:
?Desde las primeras sombras del tiempo, la humanidad sabía que era mortal. Para los eones eso significaba alcanzarlo más allá de él mismo. En un sentido había fallado; en otro sentido tuvo éxito. Y la búsqueda siempre se hacía presente. Se dirigió en muchas direcciones, encontró éxitos y fracasos en cada una. Entonces la humanidad encontró éxitos finales y fracasos también. Porque, cuando la humanidad mató a la muerte en sus laboratorios, mató la necesidad de la inmortalidad. Cuando la muerte murió, también murió la poesía de la Tierra y su música. La filosofía fue acallada; el Arte se hizo polvo; la Ciencia fue sofocada. Sólo quedaron los ecos. Y así fue como la humanidad se dio cuenta que grandes ganancias reflejan grandes pérdidas. Y reconoció la necesidad de escoger de entre sus miembros aquellos pocos que, cuando niegan su inmortalidad, deben crearla para ellos mismos, en beneficio de todos. Es por este propósito, David Defour, que has sido emplazado aquí este día. . .
Los miembros de Conway lo taladraron con fijeza. ? ¿Aceptas la responsabilidad que la humanidad te impone?
Frías oleadas soplaron a través de su pequeño cuerpo, sintió escalofríos en el vientre, sus huesos hormigueaban. Se paró, temblaba, con largos ojos dilatados, trataba de darle sentido a lo que había escuchado.
La  Presidenta  dijo  ?Es costumbre,  David, decir “acepto”.
Abrió la boca, la cerró, la abrió de nuevo. Su voz vibró en su garganta, como una abeja capturada que volaba fuera, al fin.
?”Acepto”.
-David, estoy aquí para ayudar a facilitar tu transición. ¿Tienes alguna pregunta?
Miró la cara dulce y tranquila a través del escritorio, intentó leer en ella, pero falló. Trató de darle un sentido al aturdido día y falló de nuevo.
Después del cónclave del Comité, fue llevado a Medicina Nivelada, impotente, mientras su cuerpo fue probado íntimamente hasta sentir su cara tornarse caliente con embarazo. Metales puntiagudos removieron muestras de sus tejidos, de su sangre. Luego, el veredicto: Tiempo Decisivo, sesenta meses lunares.
Lo alimentaron, le dieron algo de beber. Lo tomó agradecido; Empujó la comida alrededor de su tazón. Después fue traído aquí, al hombre de cara dulce y tranquila con mejillas sonrosadas y piel tan suave como la crema.
?Tú no vas a seguir en Vesta, David. Hoy saldrás para Renacimiento. Es en la Tierra. Vivirás ahí ?consultó el expediente de David?, por sesenta meses, hasta la Decisión Final. El consejero absorbió la mirada que pasó sobre el rostro de David. Sonrió débilmente; había visto esa mirada antes?. Te gustará, David. A todos les ha gustado. Lo preferirás después de un tiempo. En Renacimiento estarás con los de tu misma clase.
¿Dejar Vesta? ¿El dormitorio? ¿Todo lo conocido por él? Empezó a temblar. No había conocido ningún otro lugar. Lo iban a llevar fuera de su hogar, de los muchachos a quienes estimaba como a sus hermanos, lejos de su cama, de la Madre Jacobs y de la Madre Chin. Ardientes lágrimas chocaron contra sus pestañas, detenidas sólo por un pestañeo. Y su música. ¿Iban a llevársela también? ¿Sería arrancado de su flauta? ¿De su cítara??Por favor. ¡Déjenme aquí! ¡No quiero ir!
?No podemos hace eso David. Mañana, los muchachos con quienes vives comenzarán el tratamiento. La comida que ingieras, el agua que bebas será diferente a la de ellos. Lo siento, pero sales hoy.
Con pequeña voz vacilante dijo con desesperación. ? ¿Puedo tomar mis cosas?
?La Madre Chin te las empacó. Todo está a bordo de la nave ya.
?En respuesta a la esperanza reflejada en los ojos del muchacho, el consultor agregó?: Todo está ahí, David. Tus instrumentos musicales también. Especialmente aquellos. Encontrarás más en Renacimiento. Muchos más. ?Se levantó bruscamente?. Sube a bordo. Es un largo viaje.
?No puedo irme todavía, debo despedirme.
?No, David. Hemos pensado en una separación limpia y rápida.
Se acurrucó solo en un compartimiento en la nave. Cuando la puerta se cerró, fijó la vista en su soledad por unos minutos y dejó salir las lágrimas.
El piloto, al observar su desconsuelo, tomó nota y prudentemente lo dejó llorar por un tiempo antes de presionar el botón de sonido y activar el mirador del muchacho.
?Hola, David. Yo soy Heintz. Estaré aquí para ayudarte durante el viaje ?dijo la voz desde la pantalla?. Si miras a la derecha de tu compartimiento, verás un botón marcado ‘agua’ y otro marcado ‘jugo’. Te recomiendo el jugo, está muy bueno.
Estaba sediento. Presionó el botón y de la pared salió un tubo para beber. Estaba bueno. Apagó su sed.
Heintz esperó hasta que hiciera efecto el ligero sedante, entonces dijo. ? ¿Alguna vez estuviste en una nave?
David meneó la cabeza.
?El capitán acaba de abordar, David. Saldremos en unos minutos. Sintonizaré tu pantalla para que puedas ver el despegue, pero primero quiero que te ajustes el cinturón. Presiona la palanca frente a ti.
Una luz verde salió bajo sus narices; debajo de ella, emergió un pequeño manubrio. Lo empujó y un hilo sutil de luz emergió de las paredes del compartimiento y lo envolvió gentil pero firmemente. Sólo sus brazos quedaron libres.
?Bien, cuando estemos en camino, puedes desengancharte de mi señal. Mientras tanto, siéntete libre para explorar tu compartimiento. Si me necesitas, presiona el botón ‘asistente’ sobre tu cabeza.
La pantalla se puso en blanco.
Justo sobre su testa, un teclado de botones plateados centelleó. Uno decía ‘Música’. Lo presionó y se presentó un selector de números. Indeciso, oprimió una cifra al azar, se recostó y cerró los ojos.
La suave melodía de una cítara comenzó, seguida por el abotagamiento de un violonchelo. El arreglo de una vieja pieza de piano, pensó. ¿Qué era eso? Lo había escuchado antes en su clase de historia de la música, pero el nombre, el compositor, no lo recordaba. La música, inexpresivamente triste pareció envolverlo. Se marcó dos manchas cafés con los puños en sus ojos para detener el brote de las lágrimas, pero éstas corrieron a través de sus curvos dedos y trazaron su camino hacia la barbilla mientras la Patética de Beethoven surgía a través de su cinta plateada.
Una voz brillante le sacudió. ? ¿Lloras? Así son todos.
?Un suspiro?. ¡Qué aburrido! ?Una niña como de su edad lo atisbo desde el mirador. Sus ojos eran francos, azules, con un rocío de pecas como nuez moscada sobre la nariz?. Esperaba que fueras diferente. ?No estoy llorando ?se restregó vigorosamente los ojos?. Iba a tomar una siesta. ?Guiñó deliberadamente hacia la cara de la niña?. ¿Quién eres?
?Liss, ¿Cómo te llamas?
?David. ¿Dónde estás?
?En el compartimiento 17. Tú estás en el 8.
?Pensé que estaba solo.
La niña rió. ? ¿Tienes un vacío en medio de tus oídos? La risa lo hizo frenar. ? ¿Qué quieres decir?
? ¿Pensaste que la nave efectuaba un viaje sólo por ti?
?Bueno, no ?su barbilla sobresalió un poco hacia afuera.
?Lo hiciste ?ella rió de nuevo.
¿Quién pensaba que era ella, de cualquier modo? ¿Por qué no te vas de relámpago? ?Alcanzó el botón para privacidad.
?Espera, no me desconectes. Espera, por favor. El tono de pánico en su voz lo hizo detener la mano en el botón.
?Por favor ?dijo ella?, quiero hablar, estoy muy sola. El la miró por un largo tiempo. ? ¿Adonde vas?
?Al mismo lugar que tú.
? ¿Cómo sabes a donde voy?
?Tengo medios. Espera. ¿Oyes eso? Hemos iniciado el despegue. El susurro que subconscientemente escuchó desde que estuvo a bordo, dio lugar a una vibración pesada.
? Las turbinas comienzan a abrirse ?dijo ella?, mira.
La cara de la muchacha se apartó en un óvalo de 10 cms. en un rincón. El resto de la pantalla se llenó de una vista masiva de las turbinas de Vesta, las cuales sobresalían en fuerte vacío. Un millón de puntos estrellados taladraba lo negro del espacio.
Se formó un bulto en su garganta y no pudo tragarlo. Realmente partían. Dejaban su hogar. . . Quizás para siempre.
? ¿Vas a llorar de nuevo? Se armó de valor. ?No.
?Bien. No creo poder soportarlo. Mira, somos libres.
El último vestigio de chirridos de puertas se esfumó. Tan sólo había oscuridad y luces centelleantes sobre la pantalla y una imagen de 10 cms. de la pecosa cara de una niña.
?Pronto nos desengancharemos del cinturón ?dijo ella.
? ¿Cómo sabes tanto? ?demandó él. La encontró fastidiosa y al mismo tiempo infinitamente confortante para hablar, pero aún no sabía cómo definir sus sentimientos.
?Experiencia ?dijo ella?. He hecho todo esto antes. Escepticismo rosa. ? ¿Cuándo?
?Esta mañana. Yo fui la primera a bordo desde Hoffmeir.
? ¡Hoffmeir!
?Sí. No pensaste que ellos sólo escogieron Vesta. ?El meneó la cabeza. No había pensado acerca de todo aquello.
?Nos paramos cerca de Hebe. Después vinimos a Vesta. Esta es mi tercera partida ?dijo ella con aire de tempestuosa madurez.
? ¡Oh! ¿Cuántos de nosotros estamos aquí?
?Hasta ahora, nueve en los compartimientos. Más adelante se llenará de adultos en viajes de negocios y vacaciones. No estoy interesada en ellos. ¿Cuál es tu talento?
?La música.
?Yo voy a ser una escritora. Leo todo el tiempo. Incluso he leído los archivos. Tengo un enorme vocabulario. ?Lo miró especulativamente?. La mayoría de los músicos que he conocido son desmedidamente sensitivos. ¿Lo eres tú? El no supo qué contestar.
?Tal vez lo eres. Espero hayas estado protegido, intentaré llevarte de la mano. En Renacimiento necesitarás de alguien como yo.
?No necesito de nadie.
Ella suspiró. ?No quiero ser descortés. No puedo remediarlo. Pareces estar muy desamparado.
El apagó la pantalla durante 5 minutos, y cuando la soledad intentó abrumarlo, la encendió de nuevo en el compartimiento 17.
? ¿Liss? ? murmuró ?, ¿Liss?
Apareció la cara, pecosa, rosada, con una ligera hinchazón alrededor de los ojos. Sus mejillas mostraban huellas de lágrimas.
? ¿Me vas a hablar, David? ?Preguntó humildemente.
?Eso creo. Su barbilla temblaba  ligeramente. ?Siento haberte hecho enojar.
?No hay problema.
?Hablo demasiado. Siempre lo hago. No quiero decir nada con eso. La firme pero casi imperceptible aceleración desapareció de pronto. La luz del compartimiento vino tan pronto como la voz de Heintz dijo, ?Pasajeros, pueden desabrocharse el cinturón.
David jaló la palanca frente a él. La mayor parte del cinto limitado se retractó y tan sólo quedó una correa suave y elástica en su lugar. Se podía mover libremente alrededor y rebotar con suavidad en las paredes acojinadas del compartimiento. Volvió rápidamente al juego. Uno, dos (techo, pared), tres, cuatro (pared, pared) cinco, seis (asiento, pared).
Se enrolló como una pelota, los brazos alrededor de las rodillas. Se empujaba del asiento con los dedos de los pies, con el riesgo de impactarse contra el techo, por lo cual dirigía su espalda hacia el asiento. Techo, asiento, techo. Un poco fuera del centro hizo carambola hacia la pantalla. Pasó a corta distancia y logró detener la correa, vio a Liss en la pantalla, revoloteaba también, como un balón a la deriva en las alturas. Heintz los observaba desde su tablero, reía entre dientes y meneaba la cabeza. No había encontrado a ningún muchacho capaz de desaprovechar aquel juego. Características de nacimiento, pensó. Además, nunca había fallado respecto a las consecuencias.
En unos pocos minutos, un verdoso y pálido David, así como una sudorosa-Liss, se adhirieron a sus respectivos asientos con manos temblorosas mientras presionaban el botón de ‘Servicio’.
?Voy en camino hacia ustedes, chicos Heintz presionó la palanca para las cabinas 8 y 17 y una nube de neutralizador se esparció en los compartimientos?. Despacio, respiren profundamente. ?En 30 segundos desaparecieron las náuseas de David, así como su rigidez?. Tomaré una siesta ?dijo a la imagen de la pantalla.
?Yo también. Buenas noches, David.
Se estrecharon las manos a través de la pantalla como si se tocaran el uno al otro. Durmieron hasta la hora de ajustar el cinturón para el aterrizaje sobre la Tierra.
Desembarcaron en al terminal Atlantic-Biscayne en la mitad de una calurosa mañana azulada. Los ojos de David se deslumbraron por el reflejo de vidrio cortado sobre el océano. Las olas cercanas rompían sobre los campos burbujeantes de los almacenes y los econdos que habían brotado en el despertar de la terminal de la isla. Hecha por el hombre algunas millas hacia el oeste, el horizonte de la playa de Miami emergió del océano como un oasis de acero.
Aunque era un día caluroso, él se estremeció a la vista del océano. Nada que hubiera visto lo preparó para esto, nada que hubiera olido… El olor del mar se pegó a los poros de su nariz. El aire soleado presionó suavemente sobre su cuerpo y pareció resistir el movimiento dentro y fuera de sus pulmones. Una fina película de sudor aperló su frente.
Una mujer en uniforme azul decía algo… ?Te aclimatarás pronto. Procederemos de inmediato al revoloteo. Llegaremos a Renacimiento después del almuerzo.
Vio a Liss y se dirigió hacia ella. Era más alta que él, más grande de lo que él pensó que era. Atacado por repentina timidez se volteó y pretendió mirar al océano. Después de un momento, la mano de ella tocó la de él. La sintió tibia y amistosa.
En Tierra… suaves piernas que chocaron con efusión después de unos cuantos metros caminaron la corta distancia hacia el zontilator marcado “Frontera de Revoloteo”.
?Esta comida es desagradable ?dijo Liss al arrugar su nariz con disgusto.
El supo el significado. Tan lejos, la comida de la Tierra parecía extravagante y… bueno, terrestre, comparada con su dieta en Vesta, y el agua tenía un sabor a algo como metal.
?Tenemos que acostumbrarnos a ella. ?Liss empujó fuera su plato y acomodó su cuerpo a una posición confortable en el asiento del aparato revoloteador, junto a él. Su brazo regordete y suave apretado contra el huesudo de él. David tentativamente decidió que le gustaba. Descubrió que las niñas huelen diferente de los niños y pensó porqué no lo había notado antes. Pero él no había prestado mucha atención a niñas hasta ahora. Siempre las había encontrado exasperantes, incómodas y no valiosas. Liss era exasperante, pero era agradable en cierta forma. Decidió que Liss estaba bien. Probablemente ella no era una niña típica. Pensó si todas las niñas de Hoffmeir serían como ella.
? ¿Fue eso como regresar a casa? ?preguntó él.
? ¿Quieres decir comparado con Vesta? Bueno, Hoffmeir es más pequeño, desde luego, y más nuevo, como puedes esperar de una población hecha por el hombre, pero vivimos dentro, justo como tú hiciste en Vesta. Y la gente de Hoffmeir siempre es más inteligente. La miró con sorpresa y empujó su pequeño brazo regordete. ? ¿De qué hablas?
?Es verdad. Todos saben que los de Vesta son sólo técnicos. Hay variedad en Hoffmeir. La sola Universidad es la mejor del sistema. Eso dicen los archivos. Además, en una sociedad selecta, pequeña como Hoffmeir, hay un premio en cerebros.
Lo tenía casi como atontado. Era una niña típica, de acuerdo. De hecho, era tan típica que era sobresaliente. Apostó que Hoffmeir contaba con suficientes niñas de cerebro espacial tales como ella. La voz de él vertió desprecio. ?Apuesto que cualquiera en mi dormitorio es lo doble de listo que tú.
? ¿Vivías en un dormitorio? ?Los ojos de el la se dilataron y serpentearon a las esquinas?. ¡Oh! desde luego.
? ¿Qué quieres decir con ‘desde luego’? ¿Dónde viviste?
?Con mis padres.
Sintió él su boca abierta, caída. ‘Miente’. ‘Ella en realidad debía considerarlo estúpido si creía en una historia semejante. Nadie conoció a sus padres hasta el día que lo aceptaron en la comunidad adulta. Uno de dos años de edad tendría mejor sentido al decir tal relato.
?No es una mentira. Supe que los vestanos no eran tan inteligentes, pero tú eres la prueba que son estúpidos.
? ¿Yo soy estúpido?
?Sí, lo eres maniobró su cinturón y sacó fuera un pequeño ‘cubo mirador’-. Mira.
Presionó la luz con el pulgar. Un sonriente hombre y una mujer estaban sentados a una mesa decorada con cubos de luz verdes de Día de renovación. Una niña ?Liss?entró, I levaba una fuente de vino ceremonial. Lo bajó delante de ellos y el hombre alto vertió tres bebidas de él. Sus manos se alzaron en un brindis formal.
Un tri-dimensional saludo emergió:
?A nuestra hija en este día de regocijo. Que encuentre su camino y bienestar.
David clavó la vista en el “cubo mirador” incrédulo.
? ¿Ahora me crees?
?Yo no entiendo ?empezó él?. ¿Por qué. . .como tú???calló no sabiendo como pronunciar todas las preguntas que estaban en su cabeza. Solo los oficiales y un grupo de personas eran permitidos reproducirse a sí mismos para comenzar, pero ellos nunca crearon a los niños por ellos mismos?. Esos nunca se hizo, ?dijo él.
?Deben ser muy importantes.
?Lo son. ?Estiró ella sus hombros hacia atrás ligeramente? Mi padre pintó el retrato oficial del Primer Ministro Gerstein, y mi madre es una poeta laureada del cinturón, sin dejar de incluir tu preciosa Vesta.
Alzó una ceja y preguntó. ?Entonces, si ellos hacen eso, significa. . . significa.
?Si ?dijo ella?. Son mortales.
La nave se sumergió de repente bajo una cubierta de nubes ? ¡Mira! ?la nariz de Liss presionó la ventana curva seguida rápidamente por la de David. Un tapete verde arrugado de montañas se estrechaba bajo ellos.
La nave descendió entre dos montañas, y pasó a través de un paso angosto, se inclinó de nuevo, para continuar una línea curva plateada que se sumergía hacia abajo a un barranco pétreo para finalmente salir hacia un silvestre valle.
David se sintió aturdido con el vuelo y ligeramente borracho. Nada que hubiera alguna vez experimentado, no había caída libre en el skiptor, nada comparado a esto.
La nave se dejó caer de nuevo, libró escasamente las copas de los árboles. La línea plateada se volvió un río unido sobre las rocas en su trayectoria. Adelante, los árboles se adelgazaron dejando un pequeño claro. La embestida de la nave cesó cuando empezó su suave descenso vertical.
Varias personas los esperaban.
El hombre que lo había tomado a su cargo dijo ?Queremos que descanses hoy en vez de reunirlos a escuchar discursos aburridos. Les hemos arreglado orientadores privados.
Caminaron a lo largo de un sendero curvo de grava a través de profundos bosques. Un arroyo saltaba de piedra en piedra, gorgoreaba y coqueaba su camino hacia el río. Aquí y allá pequeños edificios de madera brotaban como hongos cafés bajo los árboles.
El esfuerzo de caminar, de jalar aire pesado, fue casi demasiado; sintió doblarse sus rodillas. Una mano firme lo sostuvo y lo auxilió ?Aquí estamos ?el hombre empujó y abrió la puerta de una de las pequeñas unidades.
La cabaña era un cuarto sencillo con un baño pequeño justo en un rincón. Una cama cilíndrica enrollada contra una pared. El hombre empujó una palanca y se abrió. ?Descansa por un rato, David, más tarde ?le indicó el tablero de comunicación sobre el muro contrario?, aprenderás más acerca de Renacimiento. Después de que hayas descansado vendrán a llevarte a comer.
Sonrió el hombre y pasó una mano larga a través del cabello del muchacho. ?Sé cómo es de confuso, David. Sé cómo te sientes. David miró hacia arriba con sorpresa e incredulidad. Nadie podía realmente saber cómo se sentía.
El hombre lo miró, pero fue como si David no estuviera ahí por el momento. Después dijo. ?Esta fue mi cabaña también. Hace 20 años.
Estaba demasiado cansado, demasiado incierto para dormir. Se recostó sobre la pequeña cama y miró estúpidamente a su alrededor. Las ventanas estaban abiertas y el suave aire caliente presionó dentro del cuarto y trajo extraños olores y sonidos. Una vez un pájaro cantó y trató de catalogar su sonido en su mente. Los únicos pájaros en Vesta eran los pollos y patos del Nivel de Sustento y las imágenes vacías de Educación.
El sol a través de la ventana trazó un rectángulo de luz como polvo de gis amarillo en el centro del cuarto. En el rectángulo un gracioso estante de música con manuscritos arreglados sobre él. Su propia cítara y su flauta, colocadas cerca del estante. Se sintió agradecido por ellas, como si ellas representaran una continuidad en su vida. Del otro lado del cuarto, pegado al tablero de comunicación había un teclado triple. Tenía barras amplificadoras. La curiosidad lo impulsó a pararse y cruzar el cuarto. Barras amplificadoras, no lo podía creer. Había un solo medidor de sinfonía en Vesta capaz de compararse a éste. El de él ?el que le dejaron ellos usar? era como un juguete comparado con éste.
Se paró frente a él, con los dedos suspendidos, temeroso de tocarlo pero tentado bajo redención. Oprimió el control marcado “soloboe” y tocó un fragmento de melodía que había pasado por su cabeza por un momento. El sinfonizador resonó en una quejumbrosa voz de tono delgado. “Recuerda” dijo al contener el aliento; presionó el control “Depósito”. El bajonista estaba en seguida, no… dos bajonistas. . .atravesó jocoso en los registros bajos. “Ahora, juntos” El trío resonó en el pequeño cuarto. David escuchó críticamente, presionó “demora” luego la clave del bajonista I y II “Repetir”, se dijo a sí mismo. Mejor, pensó, y los obscuros ojos brillaron al sonido que llenaba la cabaña. Mejor. Hizo acopio de todos y se maravilló de lo intrincado del sinfonizador. Podía contar una docena de pasos mecánicos y no creativos. No más esperas entre la idea y la realización. Activó las voces de los bajonistas de nuevo y tocó una contra la otra en un argumento. Las voces crecieron y trató de ocultar su risa al estridente graznido de pato. Ahora una persecución? un estallido. Una caricatura que terminaba ?dos airados bajonistas con pico de pato? se desplomaban encima y encima de cada uno para protestar salvajemente hasta quedar sin aliento, sus graznidos se apaciguaban hasta desaparecer.
Le llegó una idea. Sostuvo el sensor en su garganta y subvocalizó “Comedor de Patos, Comedor de Patos, Comedor de Patos, Comedor de Patos”. Presionó una palanca amplificadora, lo veía “C-o-m-e-d-o-r d-e-p-a-t-o-s. Ahora, lo atajó. . . ‘C’C’C’C’ P-a-t-o-s”. Tocó con los controles hasta que tuvo a su monstruo galopante detrás de los patos bajonistas. Empezó con una caminata determinada en los registros bajos: ‘C’C’Kuh’ Nefasto. Afinó en los patos en un graznido de tono medio. ‘C’C’Kuh.C’C’Kuh. Después un suspiro p-a-t-t-t-. Lo giró bajo 17 tonos p-a-t-o-s-s-s-. C’C’Kuh.
Nerviosos graznidos de patos y después la persecución C’C’Kuh P-a-t-o-s-s-s-Kuh ?con desprecio Ping.
Terminó con un deliciosamente horrible graznido de pato y el monstruo suspirante C-o-m-m-m-. Visiones de remolinos, plumas de pato flotaban en su cabeza. Halagado con la imagen lograda, se rió fuerte. ?Buenas tardes, David ?dijo una voz de mujer desde el comunicador. Perplejo la miró.
?Vamos a iniciar tu orientación ahora. Observa la pantalla por favor. ?La imagen del mapa de un satélite apareció en ella?. El skiptor aterrizó aquí… ?Un agrandamiento del mapa, después la escena del Atlántico Vizcaíno?. Abordaste la nave y llegaste aquí. ?Aparecieron las verdes montañas señaladas en el mapa?. Estás en un área conocida como la Montaña Salvaje, parte del Continente Norteamericano una vez conocido como Georgia. La desierta área tiene más de 4,000 kilómetros cuadrados, de la cual Renacimiento tiene permitido usar 180 kilómetros cuadrados. ?La imagen afocó una área pequeña.
David reconoció las cabañas cafés cerca del sitio de aterrizaje.
?Estás aquí, en Residencia 6.
Las imágenes dieron salida a un mapa estilizado que mostraba el centro de estudio, comedores y un lago de recreación. A la orilla del mismo, estaban colocados una serie de escenarios para tocar música.
?Pronto aprenderás a desplazarte alrededor, David. Ahora queremos contarte un poco sobre Renacimiento. Fuiste traído aquí, como lo fueron los otros, con muy poca información acerca de esta operación. Así es como fue planeado. Queremos que cada uno de ustedes descubra por sí mismo como es nuestra vida aquí. Aunque tu llegada fue brusca y tu descontento natural, esto fue preparado para que veas tu nueva vida sin prejuicios y actitudes preconcebidas.
?Tenemos una vida simple aquí, simple, pero enriquecida. Encontrarás suficiente complejidad en tu trabajo y en las relaciones con tus maestros y tus iguales. Esto, también, es deliberado. Hemos tratado de formar un ambiente conducido a creatividad, el cual, esperamos simule un temprano tiempo simplista cuando toda la humanidad encare una vida de breve extensión.
?Mientras estés aquí, aprenderás más de la disciplina de tu arte. En Renacimiento aprenderás a reverenciar las ideas y las culturas que la humanidad ha perseguido a través de su historia.
?Cada uno de ustedes ha recibido un tiempo de Decisión Final. En tu caso, David, el tiempo es de 60 meses lunares. En ese lapso, si decides no permanecer con nosotros, puedes hacer tu Decisión Final para el tratamiento de inmortalidad. Después de ese tiempo, tu cuerpo habrá madurado lo suficiente para empezar los tratamientos.
?Nosotros, desde luego, esperamos que durante tu estancia aquí escogerás quedarte. Sin embargo, si decides dejarnos no habrá reproches ni deshonra por lo que decidas. Conocerás a tus maestros pronto, David. Si tienes alguna pregunta, el comunicador te la contestará.
Calló la voz, calló. Se escuchó un toquido en la puerta, y después. . . ?tan sólo exploro ?dijo Liss al cerrar la puerta tras de sí.
? ¿Cómo supiste donde estaba?
?Fácil. Le pregunté al comunicador. Ven, te voy a mostrar donde habito. ?Apuntó fuera de la ventana a la ensenada oculta bajo un grupo de graciosos árboles obscuros?. ¿Ves aquellos árboles? El comunicador los clasifica como abetos. De todos modos, un poco más allá se encuentra un pequeño puente para peatones. Después de que cruzas, hay un sendero que da a mi puerta ?ocultó su risa?. Es un poco como la casa de la bruja en Hensel y Gretel, ¿no crees?
La miró con absoluta confianza.
Escudriñó la cara de él y suspiró. -¿No sabes nada acerca de mitología?? Meneó la cabeza?. Técnicos. Bueno, debo tomarte de la mano y ?calló?. Lo estoy haciendo de nuevo, ¿no es así? Lo siento. Por favor no frunzas tu cara. Eso me pone nerviosa.
Parecía tan apenada y tan sincera, él relajó su cara y apareció una sonrisa. ?Está bien.
?Realmente quisiera contarte acerca de Hensel y Gretel. Eso es ?agregó ella rápidamente?, si quieres oírlo.
?Bien, adelante entonces.
?Oh, ahora no. En la noche. Es una historia para ir a la cama. Enséñame tus cosas ?dijo ella?. Señaló al sintonizador?. ¿Qué es eso? Le explicó cómo trabajaba.
?Interesante ?admitió ella?. Entonces puedes trabajar de dos formas, justo como yo.
? ¿Qué quieres decir?
?Bueno, mi cabaña tiene un procesador sobre el comunicador. Puedo usarlo para escribir, pero a la mitad del cuarto, por donde está tu estante de música, está la cosa más graciosa. Es un mueble alto con un tope en declive, y tiene un banquillo hacia arriba para sentarse.
? ¿Qué se supone que hagas allí? ?le preguntó.
?Escribir. ?Esperó por su reacción y ocultó su risa cuando vio la perplejidad de su rostro?. Hay un montón de papel y plumas sobre el escritorio. ¿Puedes imaginar algo tan primitivo? Pregunté al comunicador acerca de eso. ¿Sabías que en la antigüedad muchos de los escritores escribieron realmente de esa manera?
Movió él su cabeza.
?Creo que debo intentarlo. Es más bien romántico, ¿no crees? De todos modos. Veo que tienes la misma distribución ?caminó hacia el estante de música?. ¿Qué es esto?
David examinó las hojas. Algunas estaban en blanco excepto por el pentagrama impreso sobre ellas. Otras eran composiciones para cítara y flauta.
? ¿Cómo suena esto? ?preguntó Liss al levantar una hoja al azar.
El la miró con sorpresa; estaba titulada “Canción de David”. El compositor era alguien llamado T. Rolfe. Tomó su flauta y empezó a tocar, despacio al principio, ya que era una pieza difícil, después más fluidamente mientras lo embargaba el sentimiento musical.
?Eso está bello ?dijo Liss cuando terminó.
?Estoy de acuerdo ?dijo la mujer a la puerta, quien había entrado sin notarse?. No puedo imaginar eso tocado con más sentimiento. David la miró sonrosado de placer pero éste desapareció cuando la vio. Sintió algo frío que serpenteaba como patas de araña en su estómago. La mujer era vieja. Vieja de manera que David nunca había visto. Pequeña y encorvada. Sus sabios ojos negros quemaban en una cara embutida en arrugas, marchitada la carne. Su pelo alborotado en salvajes cabos gris y blanco alrededor de su cabeza. La estirada piel hacía la mandíbula y garganta una mole continua de tejido. Se estremeció.
?Escuché cómo tocabas la canción que te escribí?dijo ella?, y por eso entré. Voy a ser tu maestra, David. Mientras él se quedó callado, Liss dijo. ? ¡Oh!, entonces usted es T. Rolfe.
?Tanya.
? ¿Aprenderá David a escribir música como usted? La anciana sonrió, aumentó diez veces las arrugas que coronaban su cara, en las esquinas de su boca y sus ojos. ?Veremos. Cuando se hubo ido, David permaneció parado en silencio. Contemplaba todavía aquella vetusta aparición.
?Es agradable ?dijo Liss?, ¿no lo crees tú? El la miró agobiado. ?Ella es. . . Ella es horrible.
?Es sólo vieja ?dijo Liss?. Debe tener cerca de 100. ¡Cerca de 100! La cara suave de la Madre Chin de su dormitorio era de cerca de 200. La Madre Jacobs era todavía más vieja. ?Sintió su quijada cerrada. ?Cómo pueden hacerlo. Cómo pueden. Ella acarició su hombro. ?Lo siento. Me olvidé. Nunca has visto mortales. ¿No es así? Movió su cabeza desdichadamente. Después la miró por largo rato.
?No estás asustada por eso. ¿Lo estás, Liss? La sorpresa flameó su cara. ?No. Creo que no. Y ahora ?dijo animadamente?, sugiero investiguemos la comida. Sospecho que será desagradable, pero ya no me importa.
Esa noche, más tarde, se acostó en su cabaña, tan solo, desdichado y tímido como un cachorro alejado de la cama de paja de sus hermanos por primera vez. A lo lejos cantó una lechuza. Cerca, otra respondió. Asustado se paró y miró, a través de la ventana, las sombras densas a la luz de la luna. Nada se movía.
Inquieto, se recostó de nuevo. Quería estar en casa, recogido en su cama en medio de Jeremy y Martin, arrullado por suaves ronquidos y sordos ruidos de sueño. No se estaría aquí. No podría. Ni aunque lo torturaran.
Lentamente lo alcanzó el sueño y el agotamiento. Se soñó que caminaba solo entre bosques cobijantes. Después de un tiempo se dio cuenta que estaba perdido. Se espantó y empezó a correr hasta que llegó a un grupo de árboles y un puente de peatones sobre la ensenada. Sus pies rascaban sobre el pequeño sendero, corrió y llamó ¡Liss! ¡Liss!
La puerta de la cabaña ?la perversa cara de la bruja?estaba abierta. Tanya Rolfe estaba parada camino a la puerta, le hacía señas con sus manos como garras. Se agitó y refunfuñó en su sueño. Fuera de su ventana, una lechuza descendió sobre alas silenciosas, con sus garras maniataba un pequeño ratón gris.

Época de siembra

Época de siembra
Pete Adams y Charles Nightingale
Planting time, © 1975. Traducido por José M. Pomares en Imperios galácticos 2, recopilación de Brian Aldiss, Libro Ameno 24, Editorial Bruguera S. A., 1978.

Pete Adams y Charles Nightingale, que no son todavía dos de los nombre más famosos en la ciencia ficción, se enfrentan con los problemas sexuales de los viajeros galácticos, burlándose durante todo el tiempo del más cercano campo de musgo.

«Tú eres mi miel, mi flor dadora de miel, y yo soy la abeja…» La forma en que estas flores podían hacerse libar era suficiente para hacerle zumbar a uno.

Randy Richmond se sentía aburrido, excesiva, intolerablemente, y, lo que parecía ser, eternamente aburrido. De hecho, se sentía tan aburrido que ya ni siquiera se preguntaba qué clase de programa habría bombeado el hipnocondicionador para hacerle regresar al sector X113 antes de volver a ser lanzado de nuevo al espacio. Fuera lo que fuese, no le causaría ninguna impresión en absoluto.
Se suponía que el hipnocondicionador alteraba el sentido del tiempo para relajar el intelecto y conseguir una plácida exploración de los más atrayentes caminos secundarios de las matemáticas espaciales, o de cualquier otro problema concebible con el que se encontraran los equipos planetarios de investigación. Como consecuencia de ello, se esperaba que uno terminara su viaje a través de las estrellas no sólo tan fresco como si el viaje acabara de comenzar aquella misma mañana, sino también en un estado inspirado que se aproximaba al nivel del genio. De este tratamiento se había predicho que era capaz de producir gigantescos saltos mentales para la humanidad, pero Randy aún tenía que conocer a cualquier viajero plus-luz que surgiera de la experiencia con cualquier otra cosa que no fueran ideas de la naturaleza más fundamental, por muy inventivas que algunas de ellas pudieran ser consideradas.
Suponía que alguien, en alguna parte, tendría que haberse dado cuenta de que el viaje plus-luz parecía actuar más como un estímulo físico que mental, porque los compañeros espaciales más recientes habían empezado a desarrollar accesorios notablemente sofisticados. Las computadoras siempre habían sido instrumentos esenciales en el espacio, desde luego, pero las nuevas computadoras CMP DIRAC-deriv. Mk IV Astg. multimedia podían proporcionar toda forma imaginable de entretenimiento, así como unas cuantas inimaginables, cuando el piloto se salía de sí. Ni siquiera se necesitaba estimularlas con un destornillador clandestino como los modelos antiguos. Proporcionaban una gran cantidad de diversión.
Pero hasta ellas tenían sus limitaciones, y después de nueve meses viajando en plus-luz con su compañera corriente, con su voluptuoso marco abrazando la pequeña cabina como un alocado edredón de plástico, Randy se encontró suspirando por alcanzar una realidad que la computadora no le podría proporcionar nunca. Dirigido hacia una estrella particularmente obscura, de clase K, situada en uno de los extremos de la espiral de la galaxia, aún tenía que enfrentarse a otros nueve meses de confinamiento. Los libros, las películas, las cintas y las obras de arte habían quedado exhaustas ya de toda su potencia, y Randy se veía ahora reducido a observar la revisión animada producida por la compañera de las ilustraciones de Beardsley «Bajo la colina», una de las videocintas Favoritas Clásicas. A juzgar por las crecientes desviaciones del original, parecía evidente que la computadora compartía la sospecha del piloto de que sus pasiones no volverían a surgir otra vez.
Fue en este momento crítico, tan perfectamente calculado como para invitar casi a extraer ciertas conclusiones sobre las motivaciones de la computadora, cuando la compañera anunció que sería deseable encontrar un planeta para repostar los suministros químicos de la nave. A sólo unas pocas horas de distancia se encontraba una estrella que poseía un planeta del tipo E, en el que había los materiales apropiados, a partir de los cuales la nave podría sintetizar lo que necesitaba. De acuerdo con los informes, el planeta estaba habitado por una raza del tipo humano que se encontraba en una fase de desarrollo bastante primitiva; perfectamente consciente de las estrictas directrices de la Federación en cuestiones de contacto intercultural, Randy proyectó aterrizar en una de las muchas islas deshabitadas desparramadas por el hemisferio oceánico norte.
Finalmente, la computadora seleccionó una isla exuberante, en forma cónica, que, según los detectores infrarrojos, no contenía una vida animal capaz de plantear grandes problemas, y la nave terminó por posarse en tierra con una cierta agitación. Las compañeras siempre disfrutaban con una oportunidad de dar un espectáculo y se habían conocido aterrizajes en los que las computadoras experimentaban una explosión de banderas, fuegos artificiales y el himno nacional del planeta de procedencia, echando a perder todas las esperanzas de establecer un contacto pacífico con las formas de vida locales. Pero, en esta ocasión, la puerta de la nave se limitó a abrirse con un susurro, y Randy salió al exterior con un enorme alivio.
Se encontraban en una planicie abierta y llena de hierba, cerca del reluciente mar zafiro, con una playa de arena blanca en contacto con sus bordes Aquí y allá surgían de la hierba intrigantes plantas en forma de vaina, con magníficas y aterciopeladas hojas verdes. Algunos árboles tenían frutos que la computadora comprobó eran aceptables para la constitución humana, y Randy les prestó una atención entusiasta; se hundieron suculentamente en sus manos, revelando jugos y carne que tenían un sabor embriagador. Cuando al final ya no pudo comer más echó a correr hacia las aguas claras y asombrosamente poco profundas del océano y eliminó de su mente nueve meses de plus-luz. Se revolcó bajo el sol, rió y gritó, saltó sobre su propia sombra e hizo las cosas más tontas que se pueden imaginar y, a su debido tiempo, volvió a recuperar la calma, enfrentándose con el problema que las fragancias y brisas de la isla no hacían nada por solucionar.
Una parte del problema consistía en que la nave no le necesitaba. Su brillante serpiente terrestre, dirigida por la computadora, investigaba la superficie del planeta en busca de vetas minerales adecuadas, mientras que la sección de laboratorio de la compañera zumbaba, llena de una autosatisfactoria actividad. Se fueron probando muestras, se fundieron minerales, se mezclaron reactivos y se llevaron a cabo procesos de centrifugación; el tacleteo de la música puntuaba la murmurante letanía de las ecuaciones, una señal a la que el piloto ya se había resignado como indicación de que la computadora estaba profundamente enfrascada en pensar. Se encogió de hombros, tratando de librarse de la sensación de impotencia que amenazaba con hacerle regresar demasiado pronto, y se puso a explorar la isla. Sería muy bueno para él poder entregarse a un reparador sueño natural aunque sólo fuera por una vez, en lugar de tener que aceptar las nauseabundas drogas adormecedoras de la computadora, que, al margen de la forma y del color, y su amplitud parecía infinita, siempre le producían pesadillas de una decadencia demoledora.
La línea de la costa era una verdadera delicia y estaba compuesta por colores claros en ondas y curvas repentinas. Un sol de oro silencioso colgaba en el cielo, como si la tarde pudiera durar siempre, y el aire olía a perfume, una clase de perfume que parecía traer inesperados recuerdos de realización propia. Siguiendo ensoñadoramente el instinto de su nariz, Randy fue andando por entre un bosquecillo de árboles que le hizo apartarse de la vista de la nave y se detuvo de pronto en sus sombras, mientras desaparecían de su mente todas las consideraciones sobre los castigos que se imponían a causa de la interferencia cultural. En la llanura verde que había al otro lado, la realidad relucía, como si las propias ondas de luz se estuvieran fundiendo con el calor. Después, su visión se aclaró y allí apareció ante él, sentada en una especie de asiento hecho de hojas aterciopeladas, una criatura de tan espectacular belleza, que se encontró prometiéndose febrilmente a sí mismo no volver a perder jamás su tiempo con las figuras 3-D de la revista Stagman.
Ella parecía no haberle visto cuando dirigió unos ojos de mirada misteriosa hacia el mar, con su cuerpo lánguido y relajado sobre el amplio asiento. No llevaba nada, excepto una corta camisa azul de algún material complicadamente elaborado, y la luz del sol acariciaba su piel para formar un tapiz de brillantes curvas y exquisitas sombras. Actuando con suavidad, Randy se fue acercando a ella por un lado y, extrañamente, ella se volvió para darle la bienvenida, haciendo un movimiento a modo de prueba que él tomó como una invitación. Se sentó, guardó silencio por un momento, a punto de entablar la conversación, pero en lugar de hacerlo extendió la mano para acariciar el pelo moreno que ondulaba como un largo velo, bajándole por la espalda. Las palabras no eran necesarias porque los mensajes que se establecieron entre los dos, en el aire electrizado, así como la propia mujer, no mostraban signos de desear ninguna lección de lenguaje.
Ella suspiró como el murmullo de las hojas a mediados de verano y se extendió ante él, elevando suavemente la punta de su blusa para revelar zonas obscuras y apetitosas. Despedía un aroma que olía a canela, a almizcle y a violetas puras, sofocando así cualquier pensamiento racional. Randy se volcó como un borracho sobre ella y en ella, y se vio rodeado por la carne que se retorcía delicadamente contra su propia carne, mientras ella le acariciaba con unos dedos suavemente empolvados, mientras él se hundía, boqueaba y se estremecía. La tarde explotó entonces en fragmentos dorados.

Después, Randy se deslizó hacia un lado y permaneció echado sobre la arena blanca, convencido, como la compañera nunca había sido capaz de convencerle, de que ahora tenía una excelente oportunidad para comprender su lugar en el universo. Era como si, de repente, seres procedentes de alguna otra galaxia se hubieran dado cuenta de su presencia; pero mientras ellos empezaban a moverse para saludarle, él comenzó a temer el eco hueco de sus pensamientos, la música disonante de su conocimiento, y volvió a regresar a un estado de desvelo. Una neblina de verde retorcido y de sombras de color púrpura permaneció brevemente sobre sus ojos, y unas voces de advertencia susurraron mensajes instantáneamente olvidados. Pero la mujer seguía permaneciendo plácidamente sentada en su asiento y, ante su vista, la confusión de Randy desapareció por completo. El propósito y la anticipación le hicieron ponerse bruscamente en pie.
Ante su sorpresa, el gesto de bienvenida de ella no fue repetido. La mujer le sonrió, con una expresión ausente, y después volvió su mirada hacia el océano. Cuando intentó acariciarlo como antes, su carne pareció arrastrarse llena de disgusto, y no hizo ningún movimiento para tenderse hacia atrás, mientras su blusa permanecía recatadamente extendida hasta sus rodillas. Randy estaba ya medio inclinado para forzar la situación, pero las directrices de la Federación comenzaron a pulular de nuevo en el fondo de su mente y, finalmente, abandonó el intento. Prometiendo regresar pronto con regalos sin precio, oferta a la que ella no prestó la menor atención, Randy reanudó su exploración de la isla.
La línea costera volvió a producir una inclinación, y la mujer no tardó en desaparecer tras él. La abundante hierba se desgarraba al calor y el aire se estremecía con un olor picante que hizo acelerar la velocidad de su sangre; junto a él, el océano despedía millones de reflejos procedentes del cielo. Protegiéndose los ojos con las manos, observó, sin dar crédito a lo que veía, a una nueva mujer que estaba echada sobre su cama de terciopelo, ondulando su cuerpo con indudable delicia ante su aproximación. Podría haber sido la hermana de la magnífica criatura que acababa de dejar: el mismo pelo obscuro cayéndole en ondulaciones perfectas sobre la espalda, el mismo caleidoscopio de delicadas luces y sombras recogido por la luz del sol y extendido a lo largo de los suaves y flexibles miembros, el mismo aroma dulce extendiéndose y atrayéndole sobre la hierba. Hasta llevaba una blusa similar, aunque ésta era roja. Su textura era muy complicada, con diminutos diseños que cambiaban y fluían a medida que él trataba de seguirlos con la mirada; atractivos dibujos que le sugerían un simbolismo elusivo cuya comprensión se le escapaba.
No sintiéndose inclinado a poner en duda los regalos que el destino ponía tan raramente en su camino, Randy se apresuró a acudir reverentemente hacia el asombroso y hermoso fenómeno que le esperaba. Una vez más, podía desechar las palabras, por ser totalmente innecesarias. Los ojos de la mujer, profundos estanques violeta llenos de promesas, le recibieron agradablemente con una inequívoca invitación, reforzados por el cuerpo complaciente y receptivo. Llegó a perder el sentido de sí mismo, y se dejó llevar hacia un frenesí de sensaciones que se mezclaron las unas con las otras, hasta que una estrella nova pareció brillar ante él, y terminó por hundirse en un estado somnoliento en el que cada movimiento y cada gesto de la mujer parecía formar una parte de una comunicación obscura pero vital entre un extremo del universo y el otro. El se quedó mirando fijamente sus ojos, fascinado, mientras un hálito de gloriosos colores formaba una espiral sobre el lecho, y después tuvo que haberse quedado dormido, pues hubo un momento en que las hierbas y las enredaderas que alfombraban la isla parecieron explorarle con sus tentáculos, y en el que el musgo creció inconteniblemente bajo su espalda. El sol parecía tener un dorado más profundo y había descendido bastante en el cielo cuando Randy se remojó la cabeza en el océano y regresó, ya refrescado, hacia donde se encontraba su deliciosa compañera.
Cerca de ella, sintió cómo se reavivaba su deseo con tanta fuerza como si nunca hubiera quedado satisfecho, pero cuando trató de acercarse más la encontró tan inflexible como un bloque de madera, mientras su mirada permanecía fría y fija sobre el mar. Por mucho que lo intentó, fue incapaz de despertar su interés por los saludables propósitos atléticos que albergaba en su mente. Ella le ignoró tan completamente que él ni siquiera pudo estar seguro de que ella entendiera lo que deseaba. Finalmente, Randy decidió que tendría que dejarla allí, con la esperanza de que al día siguiente se encontraría en un estado de ánimo más tratable. Besó la boca inmóvil y emprendió el camino de regreso hacia la nave.
Fue chapoteando en las aguas bajas, a lo largo de la costa, mientras la arena se deshacía bajo sus pies y la brisa se agitaba por entre la hierba y hacía mover las ramas de los árboles. La mujer que llevaba puesta la blusa azul todavía estaba tomando baños de sol en el mismo lugar en que él la dejara, y Randy se detuvo al borde del agua, sin saber muy bien si debía saludarla con la mano y marcharse a toda prisa, o debía detenerse un momento para hablar con ella de su experiencia.
Su perfume solucionó la cuestión. A medida que se fue aproximando, dejándose dirigir de nuevo por su olfato, ella se movió y se extendió y su sonrisa pareció penetrarle el cuerpo, sonando en su interior como una verdadera orquesta. Ella le atrajo hacia sí con una urgencia irresistible y, una vez más, él volvió a sentirse suspendido en el interior de ella, con un incomprensible torrente de alegría y placer. Apartándole por completo la blusa, se abandonó totalmente a una extraordinaria sinfonía de ritmos y caricias eróticas. Era como si el propio planeta se hubiera abierto para tragarle, con la hierba y las gigantescas hojas verdes cerrándose sobre su cabeza.
El clímax pareció desparramarle por todo el paisaje, como fragmentos de una vaina que acabara de estallar. Durante un largo tiempo, permaneció allí, incapaz de moverse, con fantásticas visiones de seres extraños y con una música extraordinaria bailándole a través de su mente. Los colores de la tarde que se iba yendo se fueron reuniendo lentamente hasta formar una magnífica puesta de sol, y cuando finalmente se puso de pie, ya estaba obscureciendo. La mujer estaba echada en su lecho, encogida sobre sí misma, y él no pudo hacer nada por despertarla. Renunciando de mala gana a llevarla a la nave, arriesgándose a despertar las sospechas de la compañera sobre sus actividades ilegales, extendió sobre ella la blusa y colocó algunas de las grandes hojas aterciopeladas sobre su cuerpo, como una forma de protección contra la noche, y reanudó su camino a través de la hierba.
La computadora estaba bastante pesada por haber sido abandonada durante tanto tiempo, pero, después de alguna discusión, consintió en apagar las luces. Randy se quedó dormido casi inmediatamente en su litera y las cápsulas para dormir terminaron por deslizársele del pecho, donde las había dejado, para caer al suelo.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, la compañera permaneció en extraño silencio, aunque las luces se encendían y apagaban aquí y allá, en su consola. Los cuadrantes de información indicaban que la tarea de la recarga química ya estaba completa, pero no aparecía ninguna indicación respecto a que ya se habían hecho los cálculos necesarios para reanudar el viaje. Preguntándose si debía echar un vistazo a la caja de fusibles, Randy se dio cuenta de repente de que la puerta de la nave estaba completamente abierta, poniendo al descubierto el mar, la arena y la luz del sol. El aire picante de la isla le atrajo y él respondió con placer.
Allá fuera todo aparecía poblado. Los lechos verdes estaban extendidos alrededor, al sol, cerca de la nave, pero también desperdigados por la hierba en todas direcciones, cubriendo la isla, por lo que podía apreciar Randy. Y sobre ellos permanecían reclinadas mujeres de todas las descripciones, tamaños y colores. Todas ellas llevaban blusas del diseño que ya le era familiar, con colores que comprendían todos los del arco iris, aunque, sin duda alguna, el azul y el rojo eran los favoritos. Por lo demás, las mujeres se parecían en el hecho de que todas ellas eran cegadoramente hermosas y en que sus profundos ojos claros estaban fijos en Randy, como si sus vidas hubieran sido especialmente construidas para este momento de éxtasis. Cuando él apareció, una oleada de placer se extendió sobre la audiencia, y él creyó haber escuchado a la propia isla suspirar en el estremecido silencio de la mañana. Sus fans le estaban esperando y había mucho que hacer allí. Su perfume le atrajo hacia adelante.
Randy estuvo extremadamente ocupado durante varias horas. Brazos, cuerpos y piernas le agarraron como en una trampa de espesa y voluptuosa carne, y el apetito y el placer se persiguieron el uno al otro con frenética urgencia. El se fue abriendo paso a través de la increíble plantación de piel bañada por el sol, encontrándose con las blusas ya levantadas y con voluptuosas bienvenidas, hasta que su respuesta se hizo demasiado dolorosa como para que valiera la pena seguir haciendo el esfuerzo, mientras que las pausas entre los encuentros se vieron ensombrecidas por incómodos sueños en los que todo su ser se fragmentaba y parecía desmenuzarse hasta convertirse en arena, con una inescrutable finalidad. Se felicitó confusamente a sí mismo por su realización, y al final hasta llegó a confiar en la idea de que podría pasarse el resto de sus días sin necesidad de dirigir sus ojos hacia otra forma femenina.
Librándose de las ansiosas filas de sus admiradoras, se bañó y flotó en el cálido océano hasta que una modesta confianza regresó a sus piernas, permitiéndole pensar que éstas podrían sostenerle de nuevo. Afortunadamente, las chicas no hicieron ningún intento por seguirle, sino que permanecieron adorándole desde la orilla, ondulándose tristemente en sus lechos de hojas. Randy comió alguna fruta y estuvo andando por el borde del agua, manteniéndose fuera de su alcance, conservando siempre una sonrisa amable y observando a las mujeres con mirada desapasionada, mientras se dedicaba a pensar.
De repente, descubrió entre las que tomaban baños de sol a la chica de la blusa azul que él había dejado envuelta en hojas la noche anterior. Evidentemente, la noche pasada no debió haber sido muy beneficiosa para ella. Permanecía alejada de las demás, inmóvil sobre el lecho petrificado y desgastado, y su blusa le caía sobre las piernas como si se tratara de un sudario corrompido. La piel relumbrante que había brillado ante él el día anterior, aparecía ahora pálida y apagada, aflojándose en algunos lugares para crear huecos de demacración; su mata de pelo moreno se había coagulado, formando una masa fláccida y repelente. Horrorizado ante la aparente consecuencia de sus atenciones, Randy se dirigió hacia ella; la compañera le había asegurado que, bajo circunstancias normales, no podía haber ninguna incompatibilidad entre las bacterias locales y la propia colección de Randy de virus extragalácticos; pero las circunstancias se habían dispersado, yendo mucho más allá de lo normal. Si aquella mujer tenía problemas, lo más probable era que Randy también los tuviera.
En un primer movimiento automático de diagnóstico, Randy le cogió la mano. Esta se partió inmediatamente, separándose de la aflojada masa de su cuerpo y permaneciendo fláccidamente en su propia mano, en forma de una materia verdosa que goteaba por la muñeca separada. Los dedos se rompieron y rezumaron en la palma de su mano, y el dedo gordo cayó al suelo, produciendo un suave chapoteo. Apartando con una convulsión revulsiva el tejido corrompido, volvió el rostro de la mujer hacia él. Se deshizo ante el contacto de su mano y sus dedos se hundieron en la gelatina negra donde habían estado sus ojos.
Randy echó a correr a toda prisa, saltando inconteniblemente a través de un paisaje lleno de encantadoras sonrisas. La isla parecía agitarse bajo sus pies y el sol pegaba como un martillo sobre su cráneo. Cuando llegó a la nave, iba arrastrándose y tuvo la impresión de que estaba haciendo mucho ruido. Cayó a través del umbral de la puerta y bajó el cierre de la escotilla.
La computadora recibió la confesión de Randy con el máximo desprecio. Si al menos se hubiera molestado en estudiar toda la información disponible antes de salir de la nave como un nudista yugoslavo (el indudable ardor apócrifo de esta raza legendaria formaba la base de una de las sagas más memorables del espacio), podría haber evitado, según la computadora, el convertirse a sí mismo en un tonto espectacular. Debía de haber sabido, añadió la compañera, que nada era desconocido o imprevisible para las computadoras CMP DIRAC-deriv. Mk IV Astg. multimedia, y que explosiones como la protagonizada por Randy no sólo no contaban con ninguna esperanza de permanecer en secreto, sino que eran incluso tan predecibles que hasta se podían calcular con toda exactitud, de acuerdo con una, ahora probada, constante en la que x era igual a quince raíces cuadradas de plus-luz, divididas simultáneamente por cero coma siete. Durante las horas en las que Randy había dejado de cumplir con sus obligaciones, confirmó la compañera, había tenido la oportunidad de preparar una tesis sobre este mismo tema, demostrando una amplitud de visión tan extraordinaria que la compañera estaba perfectamente convencida de que se le concederían los más elevados honores intergalácticos cuando terminara el viaje. Con una tosecilla modesta, la compañera desembuchó un volumen de seiscientas páginas de impresiones computarizadas, elegantemente encuadernadas en piel, con bordes dorados. La compañera sugirió que a Randy le podría interesar echar un vistazo a esta obra que marcaría una época, mientras preparaba su propio informe para la Federación, aunque, de todos modos, no sería probable que trataran su caso con mucha simpatía si lo presentaba de acuerdo con su estilo normalmente inarticulado.
Introduciendo débilmente el libro en el reciclador, Randy apretó el botón Bowman (el control de emergencia, conocido únicamente por el piloto en las naves plus-luz), y dejó que la computadora cantara canciones de cuna durante media hora, mientras él consumía un tubo entero de pasta nerviosa suavizante. Relajándose en la litera de control, volvió después a reajustar los bancos de información de la computadora y evocó todos los hechos y referencias disponibles sobre el planeta en el que se encontraban. La compañera había dejado de informarle, desde luego, de que el lugar ya había sido visitado con anterioridad, de modo que, en lugar de la lista, normalmente corta, de investigación aérea y de la información correspondiente, se disponía de voluminosos informes técnicos y ecológicos, la mayor parte de los cuales resultaban incomprensibles para el que no estaba especializado en el tema. Todos los datos fueron pasando por la pantalla informativa, y Randy frunció el ceño al observarlos, sin encontrar en ellos nada que le pudiera ayudar. Las deducciones biológicas que se habían establecido no parecían estar relacionadas en modo alguno con sus propias experiencias, y sólo uno de los grupos de los equipos de exploración había estado cerca, en alguna parte de las islas del hemisferio norte, pero sus propósitos y conclusiones estaban relacionadas simplemente con la botánica.
Después de presentar todos los textos principales, la computadora comenzó a presentar las notas a pie de página y las addenda. Haciendo que toda esta información pasara a una velocidad doble a la usual, Randy estaba a punto de abandonar toda esperanza cuando una pequeña imagen surgió repentinamente, como un débil acorde que volvió a desaparecer inmediatamente. Hizo retroceder la información, y después se la quedó mirando durante un largo rato. La ilustración, brillantemente iluminada, mostraba un corte transversal de una flor, y el artículo que la acompañaba, situado bajo un serio título latino, era un informe escrito por uno de los botánicos.

De las tres especies de Bacchantius que crecen en el planeta Rosy Lee, la más inusitada es quizá la Gigantiflora. La planta es herbácea y perenne, subsistiendo por medio de gruesos tubos almidonados. Florece anualmente en las condiciones adecuadas y es un miembro de la familia Phorusorchidacae, la familia local de las orquídeas. (Véase referencia Axaia, página 74.418 para la descripción de la evolución paralela de plantas floráceas de los mundos del tipo E. Véase referencia Modoinisk, página 731.111 para parámetros detallados de las condiciones del tipo E.) Normalmente, la Gigantiflora sólo florece después de haber recibido los productos de desecho transportados por el aire de las especies humanoides Gaggus gaggus, que habitan en el planeta Rosy Lee. Los brotes tardan unos cinco meses en madurar, pero no requieren ningún estímulo externo para iniciar la formación. Cuando se han desarrollado por completo, permanecen adormilados bajo una gruesa capa de hojas verdes aterciopeladas, una vez que la presencia de un humanoide ha despertado la respuesta tendente a la floración, los brotes se elevan de la noche a la mañana por encima de las hojas y se abren justo antes del amanecer. Las flores son enormes y poseen una configuración sorprendente. Los especímenes examinados alcanzaban alturas que oscilaban entre los 1,3716 y los 1,8315 metros.
La fecundación se lleva a cabo por medio de la pseudocopulación, como sucede con muchas especies de plantas, pero es excepcional en este caso en el que el agente fecundador es un macho Gaggus. Las flores son réplicas exactas de las mujeres nativas, y toda su estructura, compuesta por sépalos y pétalos unidos, es completa casi en cada uno de los detalles externos. Una de las pocas diferencias visibles es la fibra, similar a un hilo, aunque robusta, que emerge de la parte más pequeña de la zona posterior de la planta.
El pétalo, análogo al labio en otras orchidacae, es primariamente de un brillante color rojo o azul, aunque a menudo se pueden encontrar otros matices basados en estos colores. Ofreciendo el aspecto de una especie de blusa corta, está unido al perigonio únicamente por una junta diminuta situada en la nuca y puede ser apartada por completo sin producir ningún daño aparente, aunque se marchita con rapidez.
Las flores tienen un aroma muy intenso, y aunque la estructura química de éste aún tiene que ser determinada, se sabe que posee pronunciadas propiedades alucinatorias y afrodisíacas, por lo que se piensa que esto actuó originalmente para impedir que el Gaggus descubriera la verdadera naturaleza de la mujer con la que, aparentemente, se encontraba. Bajo la influencia del aroma, por ejemplo, el macho nota que los ojos de la planta parecen vivos y móviles, cuando, en realidad, son la parte menos lograda de toda la imitación.
Capaz de producir una serie bastante sofisticada de movimientos mecánicos, así como de reacciones, la Gigantiflora, al ser perturbada por un estímulo apropiado, emprenderá movimientos que se parecerán a los efectuados por una coqueta primitiva. El macho nativo Gaggus es a menudo completamente adicto a los placeres ofrecidos por estas flores, hasta el punto de llegar a repudiar a su propia esposa. El Gaggus hembra, por su parte, destruye estas plantas cada vez que las encuentra. Parece ser sostenible la teoría de que la población de Rosy Lee se ha mantenido a un bajo nivel debido al desperdicio de esfuerzo masculino en el cultivo de la Gigantiflora.
El polen se desarrolla ante el gineceo y forma un espeso polvo en la zona «púbica» de la planta. Durante la seudocopulación, este polen se adhiere al macho, y la próxima vez que éste se entretiene con una Gigantiflora es transferido a la zona que rodea el «ombligo» de la nueva flor, que es, en realidad, el estigma, completando así la fecundación o polinización. Inmediatamente después de este proceso, la flor es capaz de evitar nuevos intentos por parte del mismo macho, adoptando una postura rígida, de modo que se evite así la autopolinización.
Las semillas de la planta son como polvo y vuelan muchos kilómetros, atravesando incluso los océanos. En algunas de las numerosas islas no habitadas del planeta, se pueden encontrar colonias enteras de plantas; como el Gaggus no muestra tendencia a viajar, faltándole cualquier gran incentivo o energía para hacerlo así, se supone que estas colonias nunca alcanzan la fase de florecimiento. Cuando los miembros de la presente expedición aterrizaron en una de tales islas, las flores aparecieron al segundo día, en tan gran cantidad que se aproximaban a proporciones de infección, proporcionando el mismo efecto que un burdel abarrotado. Como quiera que el equipo estaba compuesto únicamente por mujeres, no fue posible juzgar el efecto sobre un hombre, pero la vista, el olor y los vapores alucinatorios fueron de tanta fuerza como para convencernos de que los efectos serían insuperables, incluso para un hombre civilizado.
Tengo que confesar (añadía el informe, adoptando de repente un tono personal) que, como botánico, las flores me parecieron fascinantes, aunque como mujeres las encontré profundamente perturbadoras, produciéndome casi una sensación de disgusto. Incluso cuando estaba cortando fragmentos del pétalo del «rostro», lo que representa un ejercicio bastante inquieto, la parte inferior de la planta llevó a cabo varios intentos de seducirme, a pesar de que, como bien sabíamos, únicamente los hombres pueden poner en marcha el mecanismo de la polinización. El hecho de que, en las regiones deshabitadas, las flores puedan reaccionar a las mujeres igual que a los hombres, nos llevaría a la interesante especulación sobre medios alternativos de polinización. Y aunque cada uno de los miembros de nuestro equipo demostraba un gran disgusto por estas flores, no cabe la menor duda de que algunas plantas colocaron sus semillas durante nuestra estancia en la isla, a pesar de la imposibilidad de la autopolinización.
Sin duda alguna, en reste campo se puede llevar a cabo una investigación posterior, pero aunque esto sería bastante divertido para los especialistas, no se puede anticipar ningún valor particular de esta clase de tarea. En botánica estamos familiarizados con los principios básicos de la pseudocopulación, estudiada con detalle en la Tierra durante el pasado siglo. (Referencia: Flores salvajes del mundo, por Everard & Morley, reimpresión bajo la etiqueta de Tesoros de la antigüedad: «La forma del labio, similar a un insecto, y la fragancia de la flor en la Ophrys atrae a los machos de ciertos insectos y les estimula para llevar a cabo intentos malogrados de copulación. Durante esta pseudocopulación, el insecto recoge diminutos granos de polen o bien transfiere el polen a los estigmas. Algunas orquídeas tropicales han demostrado igualmente poseer unos aromas particulares que excitan sexualmente a los insectos».) En consecuencia con todo lo anterior se recomienda un índice de Prioridad de Investigación a un nivel situado en un simple grado Z.

Seguían algunos aspectos técnicos sobre la morfología y la citología de la planta, pero Randy ya había leído suficiente. Su corazón le dolía de latir con tanta fuerza, mientras un torrente de ideas y esquemas cruzaban su mente con rapidez, y se dio cuenta de que el hipnocondicionamiento por el que había pasado a través del sector X113 iba a tener al fin la posibilidad de rendir frutos, gracias a su excepcional agotamiento. En rápidos fogonazos de inspiración, se dio cuenta de que estaba destinado a convertirse en el mayor jardinero jamás conocido. Cogió un destornillador y comenzó a trabajar.
El resto, desde luego, es historia. Randy esperó en Rosy Lee el tiempo suficiente para recoger diez vainas de semillas a las que él se refirió posteriormente en su autobiografía como su descendencia, y al cabo de unos pocos meses apareció en el planeta «seco» Bergia (donde la prostitución es ilegal), como el propietario de «Los jardines del placer de Rosy Lee». El escándalo llegó a producir un juicio que obligó a presentar un espécimen magnífico de Bacchantius Gigantiflora ante el encantado juez, y todas las acusaciones fueron rechazadas. Las noticias se extendieron por toda la galaxia y con ello Randy logró hacer una verdadera fortuna. Fue capaz de lograr la compra, sin precedentes, de una nave plus-luz, de la que él fue propietario. El trato lo hizo con la misma Federación, y la nave estaba dotada de su correspondiente compañera.
Siendo el viaje plus-luz tan complicado como es, había muy pocas personas capaces de seguirle las huellas hasta el planeta en el que Randy recogía sus suministros, pero quienes lograron llegar a las islas de Rosy Lee dijeron que sólo encontraron allí zonas desérticas, cubiertas de baja maleza y acantilados pelados. El lugar, según dijeron, tenía una atmósfera de terror, y se sintieron contentos de marcharse de allí; la población Gaggus, sin embargo, pareció no sentirse perturbada en lo más mínimo, a pesar de la extraña preferencia por parte de los machos por una especie de coliflor que emitía un hedor insoportable, similar a pulpa corrompida.
Parece ser que Randy y su destornillador, llevados hasta las máximas alturas de la creatividad por el hipnocondicionamiento que atravesaba su cerebro, logró que la compañera de la nave alcanzara nuevos niveles de realizaciones químicas. Cuando la computadora terminó con Rosy Lee, la brisa afrodisíaca que se extendía por el planeta había adquirido un matiz que pasó desapercibido para los Gaggus, pero que llenaba los sentidos humanos de la más fuerte revulsión. De este modo, Randy y su camada conservan un cómodo monopolio. La compañera también demostró ser una maestra sin rival posible; las chicas de los «Jardines del placer», que se han convertido ahora en una atracción universal, son renovadas tanto en cuanto a su conversación seductora como en cuanto a sus habilidades físicas. Naturalmente, todas ellas son expertas en música adormecedora. Y las deformaciones híbridas desarrolladas con la ayuda de la computadora se hacen más deliciosas de año en año, especialmente cuando se trata de aquellos especímenes de elevado valor que tienen reputación de parecerse a famosas bellezas del pasado. El convulsionador Cleopatra, el frenesí a lo Bardot, y el paralizador Lazo de Amor, han pasado a la leyenda.
Esta es, chicas, la historia del famoso horticultor Randy Richmond, conocido en toda la galaxia como «mister Dedos Verdes» (aunque, según tengo entendido, los pilotos plus-luz tienen una versión ligeramente diferente). ¡Vigor para su abono y que su spray nunca se acabe! Y ahora, adentro. Otro grupo de visitantes acaba de detenerse ante nuestra casa verde.

Edición digital de Umbriel
Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

El último sueño del viejo roble (Cuento de Navidad)

El último sueño del viejo roble (Cuento de Navidad)
Hans Christian Andersen

Había una vez en el bosque, sobre los acantilados que daban al mar, un vetusto roble, que tenía exactamente trescientos sesenta y cinco años. Pero todo este tiempo, para el árbol no significaba más que lo que significan otros tantos días para nosotros, los hombres.
Nosotros velamos de día, dormimos de noche y entonces tenemos nuestros sueños. La cosa es distinta con el árbol, pues vela por espacio de tres estaciones, y sólo en invierno queda sumido en sueño; el invierno es su tiempo de descanso, es su noche tras el largo día formado por la primavera, el verano y el otoño.
Aquel insecto que apenas vive veinticuatro horas y que llamamos efímera, más de un caluroso día de verano había estado bailando, viviendo, flotando y disfrutando en torno a su copa. Después, el pobre animalito descansaba en silenciosa bienaventuranza sobre una de las verdes hojas de roble, y entonces el árbol le decía siempre:
?¡Pobre pequeña! Tu vida entera dura sólo un momento. ¡Qué breve! Es un caso bien triste.
?¿Triste? ?respondía invariablemente la efímera?. ¿Qué quieres decir? Todo es tan luminoso y claro, tan cálido y magnífico, y yo me siento tan contenta…
?Pero sólo un día y todo terminó.
?¿Terminó? ?replicaba la efímera?. ¿Qué es lo que termina? ¿Has terminado tú, acaso?
?No, yo vivo miles y miles de tus días, y mi día abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan largo, que tú no puedes calcularlo.
?No te comprendo, la verdad. Tú tienes millares de mis días, pero yo tengo millares de instantes para sentirme contenta y feliz. ¿Termina acaso toda esa magnificencia del mundo, cuando tú mueres?
?No ?decía el roble?. Continúa más tiempo, un tiempo infinitamente más largo del que puedo imaginar.
?Entonces nuestra existencia es igual de larga, sólo que la contamos de modo diferente.
Y la efímera danzaba y se mecía en el aire, satisfecha de sus alas sutiles y primorosas, que parecían hechas de tul y terciopelo. Gozaba del aire cálido, impregnado del aroma de los campos de trébol y de las rosas silvestres, las lilas y la madreselva, para no hablar ya de la aspérula, las primaveras y la menta rizada. Tan intenso era el aroma, que la efímera sentía como una ligera embriaguez. El día era largo y espléndido, saturado de alegría y de aire suave, y en cuanto el sol se ponía, el insecto se sentía invadido de un agradable cansancio, producido por tanto gozar. Las alas se resistían a sostenerlo, y, casi sin darse cuenta, se deslizaba por el tallo de hierba, blando y ondeante, agachaba la cabeza como sólo él sabe hacerlo, y se quedaba alegremente dormido. Ésta era su muerte.
?¡Pobre, pobre efímera! ?exclamaba el roble?. ¡Qué vida tan breve!
Y cada día se repetía la misma danza, el mismo coloquio, la misma respuesta y el mismo desvanecerse en el sueño de la muerte. Repetíase en todas las generaciones de las efímeras, y todas se mostraban igualmente felices y contentas.
El roble había estado en vela durante toda su mañana primaveral, su mediodía estival y su ocaso otoñal. Llegaba ahora el período del sueño, su noche. Acercábase el invierno.
Venían ya las tempestades, cantando: «¡Buenas noches, buenas noches! ¡Cayó una hoja, cayó una hoja! ¡Cosechamos, cosechamos! Vete a acostar. Te cantaremos en tu sueño, te sacudiremos, pero, ¿verdad que eso le hace bien a las viejas ramas? Crujen de puro placer. ¡Duerme dulcemente, duerme dulcemente! Es tu noche número trescientos sesenta y cinco; en realidad, eres docemesino. ¡Duerme dulcemente! La nube verterá nieve sobre ti. Te hará de sábana, una caliente manta que te envolverá los pies. Duerme dulcemente, y sueña».
Y el roble se quedó despojado de todo su follaje, dispuesto a entregarse a su prolongado sueño invernal y soñar; a soñar siempre con las cosas vividas, exactamente como en los sueños de los humanos.
También él había sido pequeño. Su cuna había sido una bellota. Según el cómputo de los hombres, se hallaba ahora en su cuarto siglo. Era el roble más corpulento y hermoso del bosque; su copa rebasaba todos los demás árboles, y era visible desde muy adentro del mar, sirviendo a los marinos de punto de referencia. No pensaba él en los muchos ojos que lo buscaban. En lo más alto de su verde copa instalaban su nido las palomas torcaces, y el cuclillo gritaba su nombre. En otoño, cuando las hojas parecían láminas de cobre forjado, acudían las aves de paso y descansaban en ella antes de emprender el vuelo a través del mar. Mas ahora había llegado el invierno; el árbol estaba sin hojas, y quedaban al desnudo los ángulos y sinuosidades que formaban sus ramas. Venían las cornejas y los grajos a posarse a bandadas sobre él, charlando acerca de los duros tiempos que empezaban y de lo difícil que resultaría procurarse la pitanza.
Fue precisamente en los días santos de las Navidades cuando el roble tuvo su sueño más bello. Vais a oírlo.
El árbol se daba perfecta cuenta de que era tiempo de fiesta. Creía oír en derredor el tañido de las campanas de las iglesias, y se sentía como en un espléndido día de verano, suave y caliente. Verde y lozana extendía su poderosa copa, los rayos del sol jugueteaban entre sus hojas y ramas, el aire estaba impregnado del aroma de hierbas y matas olorosas. Pintadas mariposas jugaban a la gallinita ciega, y las efímeras danzaban como si todo hubiese sido creado sólo para que ellas pudiesen bailar y alegrarse. Todo lo que el árbol había vivido y visto en el curso de sus años desfilaba ante él como un festivo cortejo. Veía cabalgar a través del bosque gentileshombres y damas de tiempos remotos, con plumas en el sombrero y halcones en la mano. Resonaba el cuerno de caza, y ladraban los perros. Vio luego soldados enemigos con armas relucientes y uniformes abigarrados, con lanzas y alabardas, que levantaban, sus tiendas y volvían a plegarlas; ardían fuegos de vivaque, y bajo las amplias ramas del árbol los hombres cantaban y dormían. Vio felices parejas de enamorados que se encontraban a la luz de la luna y entallaban en la verdosa corteza las iniciales de sus nombres. Un día ? habían transcurrido ya muchos años ?, unos alegres estudiantes colgaron una cítara y un arpa eólica de las ramas del roble; y he aquí que ahora reaparecían y sonaban melodiosamente. Las palomas torcaces arrullaban como si quisieran contar lo que sentía el árbol, y el cuclillo pregonaba a voz en grito los días de verano que le quedaban aún de vida.
Fue como si un nuevo flujo de vida recorriese el árbol, desde las últimas fibras de la raíz hasta las ramas más altas y las hojas. Sintió el roble como si se estirara y extendiera. Por las raíces notaba, que también bajo tierra hay vida y calor. Sentía crecer su fuerza, crecía sin cesar. Se elevaba el tronco continuamente, ganando altura por momentos. La copa se hacía más densa, ensanchándose y subiendo. Y cuanto más crecía el árbol, tanto mayor era su sensación de bienestar y su anhelo, impregnado de felicidad indecible, de seguir elevándose hasta llegar al sol resplandeciente y ardoroso.
Rebasaba ya en mucho las nubes, que desfilaban por debajo de él cual obscuras bandadas de aves migratorias o de blancos cisnes.
Y cada una de las hojas del árbol estaba dotada de vista, como, si tuviese un ojo capaz de ver. Las estrellas se hicieron visibles de día, tal eran de grandes y brillantes; cada una lucía como un par de ojos, unos ojos muy dulces y límpidos. Recordaban queridos ojos conocidos, ojos de niños, de enamorados, cuándo se encontraban bajo el árbol.
Eran momentos de infinita felicidad, y, sin embargo, en medio de su ventura sintió el roble un vivo afán de que todos los restantes árboles del bosque, matas, hierbas y flores, pudieran elevarse con él, para disfrutar también de aquel esplendor y de aquel gozo. Entre tanta magnificencia, una cosa faltaba a la felicidad del poderoso roble: no poder compartir su dicha con todos, grandes y pequeños, y este sentimiento hacía vibrar las ramas y las hojas con tanta intensidad como un pecho humano.
La copa del árbol se movió como si buscara algo, como si algo le faltara. Miró atrás, y la fragancia de la aspérula y la aún más intensa de la madreselva y la violeta, subieron hasta ella; y el roble creyó oír la llamada del cuclillo.
Y he aquí que empezaron a destacar por entre las nubes las verdes cimas del bosque, y el roble vio cómo crecían los demás árboles hasta alcanzar su misma altura. Las hierbas y matas subían también; algunas se desprendían de las raíces, para encaramarse más rápidamente. El abedul fue el más ligero; cual blanco rayo proyectó a lo alto su esbelto tronco, mientras las ramas se agitaban como un tul verde o como banderas. Todo el bosque crecía, incluso la caña de pardas hojas, y las aves seguían cantando, y en el tallito que ondeaba a modo de una verde cinta de seda, el saltamontes jugaba con el ala posada sobre la pata. Zumbaban los abejorros y las abejas, cada pájaro entonaba su canción, y todo era melodía y regocijo en las regiones del éter.
?Pero también deberían participar la florecilla del agua ?dijo el roble?, y la campanilla azul, y la diminuta margarita.
Sí, el roble deseaba que todos, hasta los más humildes, pudiesen tomar parte en la fiesta.
?¡Aquí estamos, aquí estamos!? se oyó gritar.
?Pero la hermosa aspérula del último verano (el año pasador hubo aquí una verdadera alfombra de lirios de los valles) y el manzano, silvestre, ¡tan hermoso como era!, y toda la magnificencia de años atrás… ¡qué lástima que haya muerto todo, y no puedan gozar con nosotros!
?¡Aquí estamos, aquí estamos! ?se oyó el coro, más alto aún que antes. Parecía como si se hubiesen adelantado en su vuelo.
?¡Qué hermoso! ?exclamó, entusiasmado, el viejo roble ¡Los tengo a todos, grandes y chicos, no falta ni uno! ¿Cómo es posible tanta dicha?
?En el reino de Dios todo es posible ?se oyó una voz.
Y el árbol, que seguía creciendo incesantemente, sintió que las raíces se soltaban de la tierra.
?Esto es lo mejor de todo ?exclamó el árbol?. Ya no me sujeta nada allá abajo. Ya puedo elevarme hasta el infinito en la luz y la gloria. Y me rodean todos los que quiero, chicos y grandes.
?¡Todos!
Éste fue el sueño del roble; y mientras soñaba, una furiosa tempestad se desencadenó por mar y tierra en la santa noche de Navidad. El océano lanzaba terribles olas contra la orilla, crujió el árbol y fue arrancado de raíz, precisamente mientras soñaba que sus raíces se desprendían del suelo. Sus trescientos sesenta y cinco años no representaban ya más que el día de la efímera.
La mañana de Navidad, cuando volvió a salir el sol, la tempestad se había calmado. Todas las campanas doblaban en son de fiesta, y de todas las chimeneas, hasta la del jornalero, que era la más pequeña y humilde, se elevaba el humo azulado, como del altar en un sacrificio de acción de gracias. El mar se fue también calmando progresivamente, y en un gran buque que aquella noche había tenido que capear el temporal, fueron izados los gallardetes.
?¡No está el árbol, el viejo roble que nos señalaba la tierra! ?decían los marinos?. Ha sido abatido en esta noche tempestuosa. ¿Quién va a substituirlo? Nadie podrá hacerlo.
Tal fue el panegírico, breve pero efusivo, que se dedicó al árbol, el cual yacía tendido en la orilla, bajo un manto de nieve. Y sobre él resonaba un solemne coro procedente del barco, una canción evocadora de la alegría navideña y de la redención del alma humana por Cristo, y de la vida eterna:

Regocíjate, grey cristiana.
Vamos ya a bajar anclas.
Nuestra alegría es sin par.
¡Aleluya, aleluya!

Así decía el himno religioso, y todos los tripulantes se sentían elevados a su manera por el canto y la oración, como el viejo roble en su último sueño, el sueño más bello de su Nochebuena.

Edición digital de ?
Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

Cad Goddeu (La batalla de los árboles)

Cad Goddeu (La batalla de los árboles)
Anónimo

Las copas de las hayas
han retoñado recientemente,
se han cambiado y renovado
de su estado marchito.
Cuando el haya prospera
con hechizos y letanías
las copas de los robles se enmarañan
y hay esperanza para los árboles.
He despojado al helecho,
con el que descubrí todos los secretos;
el viejo Math ap Mathonury
no sabía más que yo.
Con nueve clases de facultades
Dios me ha dotado:
soy fruto de frutos recogidas
de nueve clases de árboles:
ciruelo, membrillo, arándano, morera,
frambuesa, peral,
cerezo negro y blanco
con el jerbo en mí participan.
Desde mi sede en Fefynedd,
una ciudad que es fuerte,
observé los árboles y las cosas verdes
que se apresuraban.
Apartándose de la felicidad
se disponían a asumir
las formas de las principales
letras del alfabeto.
Los viajeros se asombraban,
los guerreros se espantaban
ante la renovación de conflictos
como los que causó Gwydion;
Bajo la raíz de la lengua
una lucha sumamente terrible,
y otra furiosa
detrás, en la cabeza.
Los alisos de la primera fila
iniciaron la refriega.
El sauce y el fresno silvestre
tardaron en ordenarse.
El acebo, verde obscuro,
tomó una actitud resuelta;
está armado con muchas puntas de lanza
que hieren la mano.
Con el pisotear del rápido roble
Cielo y Tierra resuenan;
«Recio Guardián de la Puerta»
es su nombre en todas las lenguas.
Grande era el árgoma en la batalla,
y la hiedra en su flor;
el avellano era el árbitro
en ese tiempo encantado.
Tosco y salvaje era el abeto,
cruel el fresno,
no se desvía la medida de un pie,
golpea directamente en el corazón.
El abedul, aunque muy noble,
tardó mucho en armarse,
pero no fue por cobardía,
sino por su gran tamaño.
El brezo consolaba
a la gente exánime,
los álamos de larga resistencia
sufrían mucho en la lucha.
Algunos de ellos eran expulsados
del campo de batalla
a causa de lo agujeros hechos en ellos
por la fuerza del enemigo.
Muy airada estaba la vid
cuyos secuaces son los olmos;
yo la elogio mucho ante
los gobernantes de los reinos.
Fuertes caudillos eran el endrino
con su fruto nocivo,
el espino blanco no amado
de naturaleza parecida,
la caña que persigue velozmente,
la retama con su cría,
y la hiniesta que no se comportó bien
hasta que la domaron.
El tejo que desparrama dotes
estaba malhumorado al margen de la lucha,
con el saúco lento para arder
entre fuegos que chamuscan,
y la bendita manzana silvestre
riendo de orgullo
desde el Gorchan de Moelderw
junto a la roca.
Resguardados se quedan
el ligustro y la madreselva,
inexpertos en la batalla,
y el pino cortesano.
Pero yo, aunque menospreciado
porque no era grande,
combatí, árboles, en vuestra formación
en el campo de Goddeu Brig.

Edición digital de Bizien
Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

Carne de su carne, sangre de su sangre

Carne de su carne, sangre de su sangre
(Padre fundador)
Isaac Asimov
Founding father, © 1965 by Galaxy Publishing Corporation. Traducido por ? en nueva dimensión 51, Ediciones Dronte, Noviembre de 1973.

Uno de los más grandes nombres en el campo de la SF, Asimov siempre se ha distinguido por su interés especial hacia las grandes epopeyas espaciales. Y, en este relato corto, nos encontramos con una mini-epopeya, que no desmerece en nada a sus mejores obras.

La serie de catástrofes había tenido lu¬gar hacía cinco años: cinco revoluciones de aquel planeta, HC-12549d según los ma¬pas, y desprovisto de cualquier otro nom¬bre. Más de seis revoluciones de la Tierra; pero, ¿quien lo contaba… ya?
Si la gente, allá en casa, lo supiera, qui¬zá dijesen que era una lucha heroica, una epopeya del Cuerpo Galáctico: cinco hom¬bres contra un mundo hostil, mantenien¬do una amarga defensa durante cinco (o más de seis) años… Y ahora estaban muriendo, perdida la batalla después de todo. Tres habían entrado en el coma final, un cuarto tenía aún abiertos sus ojos teñi¬dos de amarillo, y el quinto seguía aún en pie.
Pero no se trataba, en lo más mínimo, de una cuestión de heroísmo. Habían sido cinco hombres enfrentándose con el aburrimiento y la desesperación y mantenien¬do su burbuja metálica de condiciones vi¬tales únicamente por la menos heroica de las razones: que no había otra cosa que hacer mientras les quedase vida.
Si alguno de ellos se sintió estimulado por la batalla, jamás lo mencionó. Pasado el primer año, dejaron de hablar de res¬cate, y tras el segundo la palabra «Tierra» pasó a ser tabú.
Pero una palabra estaba siempre pre¬sente, y si no la pronunciaban, al menos la tenían en mente: amoníaco.
La habían pronunciado por primera vez cuando estaban tratando, contra toda posibilidad, de lograr un aterrizaje con sus motores averiados y su casco maltrecho.
Naturalmente, uno acepta la mala suer¬te… pero sólo si no es demasiado mala. Una explosión estelar quema los hipercircuitos: pueden repararse con el tiempo. Un meteorito desalinea las válvulas de ali¬mentación: eso puede arreglarse, con el tiempo. Una trayectoria es mal calculada en un momento de tensión, y un instante de aceleración arranca las antenas de na¬vegación y merma los sentidos de todos los hombres de la nave: pero las antenas pueden ser remplazadas y los sentidos se recobran, si hay tiempo.
Las posibilidades de que estas tres ma¬las pasadas del destino sucedan al mismo tiempo son una por un número inconta¬ble de veces; y aún menos de que sucedan durante un aterrizaje particularmente complejo, cuando lo que más falta es ese factor indispensable para la corrección de todo error: el tiempo.

El Cruiser John se había encontrado con esa posibilidad casi imposible y había realizado su último aterrizaje, pues nunca volvería a alzarse de una superficie planetaria.
El que hubiera aterrizado prácticamen¬te intacto era ya de por sí casi un milagro. Al menos, a los cinco les quedaba vida para algunos años; aparte de esto, sólo la accidental llegada de otra nave podría ayudarles, pero nadie lo esperaba. Habían tenido ya una cuota de coincidencias su¬perior a la que cabe esperar en toda una vida, y todas ellas habían sido malas.
Así estaban las cosas.
Y la palabra clave era «amoníaco». Con la superficie subiendo en espiral hacia la nave y la muerte (piadosamente rápida) aguardándoles con una casi total seguri¬dad, Chou había tenido, de alguna manera, tiempo para fijarse en el espectrógrafo de absorción, que estaba funcionando a toda marcha.
?Amoníaco ?gritó.
Los otros lo oye¬ron, pero no tenían tiempo para prestarle atención. Sólo lo tenían para una lucha de¬sesperada contra una muerte rápida, para lograr una muerte lenta.
Cuando finalmente aterrizaron, en un terreno arenoso, con una escasa y maltre¬cha vegetación azulada ?hierbas, y unos objetos con forma de árboles, de corteza azul y sin hojas?, ningún signo de vida animal, y con un cielo casi verdoso cruza¬do por algunas nubes, la palabra volvió a su atención.
?¿Amoníaco? ?dijo en voz alta Petersen.
?Cuatro por ciento ?confirmó Chou.
?Imposible ?exclamó Petersen.
Pero no lo era. Los libros no decían que fuera imposible. Lo que el Cuerpo Galác¬tico había descubierto era un planeta de una cierta masa y volumen y que se halla¬ba a una determinada temperatura: era un planeta oceánico; y los planetas oceáni¬cos siempre tenían uno de estos dos tipos de atmósfera: nitrógeno/oxígeno o nitrógeno/dióxido de carbono.
En el primer caso la vida era abundan¬te; en el segundo, primitiva.
Nadie se preocupaba ya en comprobar más que la masa, el volumen y la temperatura. Se suponía que la atmósfera sería una de las dos citadas. Pero los libros no decían que tuviera que ser así; sino que, hasta entonces, siempre había sido así. Termodinámicamente, eran posibles otras atmósferas; pero eran muy poco proba¬bles, así que, en la práctica, no eran ha¬lladas.
Hasta entonces. Los hombres del Crui¬ser John se habían encontrado con una, y tenían que permanecer durante todo el tiempo que pudieran sobrevivir bajo una atmósfera de nitrógeno/dióxido de carbo¬no/amoníaco.
Los tripulantes convirtieron su nave en una burbuja subterránea con condiciones de vida de tipo terrestre. No podían des¬pegar de la superficie ni trasmitir una onda de comunicación a través del hiperespacio, pero todo lo demás podía utili¬zarse. Para compensar las deficiencias de su sistema de reciclado, incluso podían aprovechar el suministro de aire y agua del propio planeta: siempre, claro está, que le quitasen el amoníaco.
Organizaron grupos de exploración, da¬do que sus trajes estaban en excelentes condiciones, y aquello ayudaba a pasar el tiempo. El planeta era inofensivo: no ha¬bla vida animal, y por todas partes la vida vegetal era escasa. Azul, siempre azul: clorofila amoniacada; proteína amoniacada.
Montaron laboratorios, analizaron los componentes de las plantas, estudiaron secciones microscópicas de las mismas, compilaron grandes volúmenes con sus hallazgos. Intentaron hacer crecer plantas nativas en una atmósfera sin amoníaco, y fracasaron. Se convirtieron en geólogos y estudiaron la corteza del planeta; en astrónomos, y estudiaron el espectro del sol del sistema.
A veces, Barrere decía:
?Algún día el Cuerpo llegará a este pla¬neta y encontrará esperándole nuestro le¬gado de conocimientos. Después de todo, es un planeta único. Quizá no haya otro planeta de tipo terrestre con amoníaco en toda la Vía Láctea.
?Maravilloso ?dijo Sandropoulos, con amargura?. ¡Qué suerte hemos tenido!
Sandropoulos estudió el aspecto termodinámico de la situación.
?Es un sistema metaestable ?dijo?. El amoníaco desaparece constantemente a causa de una oxidación geoquímica que forma nitrógeno; las plantas utilizan el nitrógeno y vuelven a producir amoníaco, adaptándose a la presencia de ese amonía¬co. Si la producción de amoníaco por las plantas descendiese en un dos por ciento, se produciría una espiral descendente. La vida vegetal iría muriendo, reduciendo aún más el amoníaco, lo que influiría en las plantas que quedasen, etc., etc..
?¿Quieres decir que si matásemos su¬ficientes plantas ?preguntó Vlassov? podríamos acabar con el amoníaco?
?Si tuviéramos deslizadores aéreos y atomizadores de gran potencia, y un año para trabajar, quizá lo lográsemos ?contestó Sandropoulos?, pero no lo tenemos, y hay un método mejor. Si lográsemos ha¬cer crecer nuestras plantas, la formación de oxígeno a causa de la fotosíntesis incre¬mentaría la velocidad de oxidación del amoníaco. Incluso un aumento pequeño y localizado haría disminuir el amoníaco de la región y estimularía aún más el creci¬miento de las plantas terrestres, y, al inhi¬bir el crecimiento de las nativas, haría que aún descendiese más el amoníaco, etcéte¬ra.
Se convirtieron en agricultores durante la estación de la siembra. Después de to¬do, aquello era rutina para el Cuerpo Ga¬láctico. La vida en los planetas parecidos a la Tierra era habitualmente del tipo agua/proteína, pero la variación era infi¬nita, y pocas veces los alimentos extraterrestres eran nutritivos, mientras que a menudo (no siempre, pero a menudo) su¬cedía que algunos tipos de plantas terres¬tres se imponían y acababan con la flora nativa. Y con la flora nativa en disminu¬ción, otras plantas terrestres podían echar raíces.

Docenas de planetas habían sido con¬vertidos en nuevas Tierras mediante este método. En el proceso, las plantas terrícolas se habían desarrollado en centena¬res de variantes muy resistentes que flo¬recían en las más difíciles condiciones; lo que mejoraba las posibilidades de que so¬breviviesen en el siguiente planeta.
El amoníaco podía matar a cualquier planta de la Tierra, pero las semillas de que disponían en el Cruiser John no eran verdaderas plantas de la Tierra, sino mutaciones de esas plantas obtenidas en otros mundos. Lucharon bien, pero no lo bas¬tante. Algunas variedades crecieron de forma débil y enfermiza, y acabaron muriendo.
Aún así se portaron mejor que la vida microscópica. Los bacterioides de aquel planeta eran mucho más florecientes que la anémica vida vegetal de color azul. Los microorganismos nativos acabaron con cualquier intento de competencia de sus congéneres terrestres. El intento de sem¬brar el suelo del planeta con flora bacte¬riana de tipo terrícola, con el fin de ayu¬dar a las plantas de la Tierra, fracasó.
Vlassov agitó la cabeza:
?De todos modos, no iba a servir de nada. Si nuestras bacterias sobreviviesen, sería únicamente adaptándose a la presen¬cia del amoníaco.
?Las bacterias no van a ayudarnos ?di¬jo Sandropoulos?. Necesitamos las plan¬tas; ellas son las que tienen sistemas de fabricación de oxígeno.
?Podríamos fabricarlo nosotros mis¬mos ?dijo Petersen?. Podríamos electro¬lizar el agua.
?¿Y cuánto tiempo nos duraría nuestro equipo? Si pudiésemos conseguir que nuestras plantas prosperasen, eso equival¬dría a estar electrolizando agua constantemente, poco a poco, pero año tras año, hasta que el planeta se rindiese.
?Entonces, tratemos el suelo ?inter¬vino Barreré?. Está podrido de sales de amoníaco. Sacaremos las sales y dejare¬mos un suelo limpio de amoníaco.
?¿Y qué hay de la atmósfera? ?pre¬guntó Chou.
?En un suelo limpio de amoníaco qui¬zá sobrevivan a pesar de la atmósfera. Ya casi lo consiguen sin eso.
Trabajaron como posesos, pero sin lo¬grar ver un final a sus esfuerzos. Ninguno de ellos creía verdaderamente que fuera a funcionar y, aunque lo hiciese, no había futuro para ellos. Pero el trabajar ayuda¬ba a pasar los días.
En la siguiente época de siembra tenían su suelo libre de amoniaco, pero las plan¬tas terrestres seguían creciendo enfermi¬zas. Incluso colocaron domos sobre algu¬nas plantas y bombearon en su interior aire libre de amoníaco. Sirvió de algo pero no fue suficiente. Ajustaron la com¬posición química del suelo de todas las maneras que les era posible, No obtuvie¬ron premio.
Las débiles plantas producían sus pe¬queñas vaharadas de oxígeno, pero no era bastante para alterar el equilibrio de la atmósfera de amoniaco.
?Un empujón más ?dijo Sandropou¬los?, uno más. Estamos haciéndola tam¬balearse; se tambalea; pero no podemos derribarla.

Su equipo y herramientas se desgastaron y fueron fallando con el tiempo, y el futuro fue terminando para ellos. Cada mes tenían menos posibilidades de ma¬niobra.
Cuando por último llego el final, fue con una premura que casi era de agrade¬cer. No sabían qué nombre darle a aquella debilidad y aquellos vértigos, que nadie su¬ponía que fueran debidos a un envenena¬miento directo del amoníaco. Sin embargo, estaban viviendo de las algas que ha¬bían formado parte del sistema hidropónico de la nave, y durante aquellos años era posible que las algas hubieran sufrido una contaminación  del medio ambiente.
O tal vez hubiese sido la obra de algún microorganismo nativo que, al fin, hubie¬se aprendido cómo alimentarse de ellos. Aunque quizá hubiese sido un microorga¬nismo terrestre, mutado bajo las condicio¬nes de un mundo extraño.
Así que tres murieron por fin aunque, afortunadamente, lo hicieron sin sentir dolor. Estaban contentos de irse y poder dejar aquella inútil lucha.
Chou dijo en un susurro casi inaudible:
?Es tonto perder de esta manera.
Petersen, el único de los cinco que se¬guía en pie (¿sería inmune a aquella do¬lencia, fuera la que fuese?) volvió su ros¬tro dolorido hacia su único compañero con vida.
?No mueras ?le dijo?. No me dejes solo.
Chou trató de sonreír.
?No tengo elección, pero puedes se¬guirnos, viejo amigo. ¿Para qué luchar? Ya no tienes herramientas, y no hay for¬ma de vencer, aunque quizá no la hubo nunca.
Aún así, Petersen combatió la desespe¬ración final, concentrándose en la lucha contra la atmósfera. Pero su mente estaba cansada y su corazón desgastado, y cuan¬do Chou murió a la hora siguiente, se que¬dó con cuatro cadáveres que eliminar.
Miró los cuerpos, evocando los recuer¬dos, volviendo hacia atrás (ahora que es¬taba solo y se atrevía a llorar) hasta llegar a la misma Tierra, que había visto por úl¬tima vez en una visita hacia once años.
Tendría que enterrar los cuerpos. Rom¬pería las azuladas ramas de los árboles nativos desprovistos de hojas y construiría cruces con ellas. Encima, colgaría el casco espacial de cada hombre y recosta¬ría contra ella los cilindros de aire. Cilin¬dros vacíos para simbolizar la lucha per¬dida.
Un sentimiento estúpido dedicado a hombres a los que ya no les importaba, y para ojos futuros que quizá jamás llega¬sen a verlo.
Pero en realidad lo estaba haciendo pa¬ra él mismo, para mostrar respeto por sus amigos y también por sí mismo, pues no era el tipo de hombre que no se cuidase de sus amigos muertos mientras le fuera posible.
Además…
¿Además? Se sentó cansado, pensando durante un rato.
Mientras siguiera vivo lucharía con las herramientas de que dispusiese y enterra¬ría a sus amigos.
Enterró a cada uno de ellos en un pun¬to del suelo libre de amoníaco que habían logrado con tanto trabajo; los enterró sin sudario y sin ropa alguna, dejándolos desnudos en el suelo hostil, a merced de la lenta descomposición que producirían sus propios microorganismos antes de que también ellos muriesen por la inevitable invasión de los bacterioides nativos.
Petersen colocó cada cruz, con su casco y cilindros de aire, la aseguró con piedras y se volvió, hosco y triste, para regresar a la nave enterrada en la que ahora vivía solo.
Siguió trabajando y, al fin, también a él le llegaron los síntomas.
Se metió trabajosamente en su traje es¬pacial y salió a la superficie en lo que sa¬bía que sería su última visita.
Cayó de rodillas en los espacios culti¬vados. Las plantas terrestres se veían verdes. Habían vivido mucho más que nunca antes. Tenían un aspecto lozano, incluso vigoroso.
Habían tratado el suelo, cuidado la at¬mósfera, y ahora Petersen había utilizado la última herramienta, la única de que ya disponía, y también les había dado fertilizantes…
De la carne, en lenta descomposición, de los terrestres, salían los productos nutritivos que estaban proporcionando el úl¬timo empujón. De las plantas terrestres surgía el oxígeno que derrotaría al amo¬níaco y sacaría al planeta del inexplicable nicho ecológico en el que se había visto encerrado.
Si los terrestres volvían alguna vez (¿cuándo?, ¿dentro de un millón de años?) se encontrarían con una atmósfera de ni¬trógeno/oxígeno y una flora limitada que recordaría extrañamente a la terrestre.
Las cruces se pudrirían y descompon¬drían, el metal se oxidaría y convertiría en polvo. Quizá los huesos se fosilizasen y quedasen para dar una pista de lo que había sucedido. Tal vez fueran hallados sus informes, que había dejado sellados.
Pero nada de aquello importaba. Si no encontraban ninguna de esas cosas, el planeta mismo, todo el planeta, sería su mo¬numento.
Y Petersen se recostó para morir en me¬dio de la victoria de aquel grupo de terrestres.

Edición digital de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

Retoños

Retoños
Luisa Axpe

Había en aquella casa un ventanal de marcos blancos dividido en pequeños rectángulos, por donde el Sol llegaba hasta todos los rincones, en verano e invierno. También había, contra el ventanal, un asiento mullido con almohadones redondos y un gato blanco que parecía un almohadón. La cocina estaba llena de sabrosos presagios: frascos de vidrio con ramas de canela o vainilla, tarros de crema casera, galletas de chocolate que se deshacían al mirarlas. Había casi siempre olor a mermelada de frambuesa, y un pastel de manzanas que se horneaba lentamente a pesar del agua en la boca. El gato a veces bostezaba, y eso parecía una señal para que el piano sonara en la sala con un aniñado teclear de estudio vespertino. La escalera que llevaba a los dormitorios tenía las barandas torneadas, Y uno podía sentarse allí y ver todo como recortado por un molde, curva arriba y curva abajo, dibujando la sala y sus alrededores en una simetría silenciosa y perfecta. Casi todas las habitaciones tenían las paredes cubiertas por un papel floreado, de dibujos muy pequeños que hacían cosquillas en los ojos a la hora de apagar el velador.
Era una delicia, aquella casa. Mis hermanos y yo la habíamos querido así.
Tenía también una gran chimenea para el invierno, y una alfombra redonda formada por aros de colores que parecía tejida a mano y un altillo repleto de cosas divertidas, y muchos rincones para escondernos mis hermanos y yo. Pero eso no era lo más extraordinario que tenía la casa. Lo importante es que aquella casa, que era como siempre la quisimos, había brotado.
Empezó a brotar una mañana de agosto, cuando todavía el frío nos dejaba del lado de adentro de las ventanas, en nuestro viejo hogar. Una mañana, mientras hacíamos crujir la escarcha en el pasto del fondo, vimos un cuadradito de ladrillos que se asomaba entre dos arbustos que no conseguían esconderlo del todo. Era la chimenea, lo supimos después A la semana ya habían salido diez centímetros, sin que pudiéramos saber de qué se trataba. Cuando salieron otros diez centímetros empezamos a sospechar que aquello era, en verdad, una chimenea.
Sin estar totalmente seguros de que a continuación vendría la casa, mis hermanos y yo empezamos a regarla.
Para la primavera ya había comenzado a brotar parte del techo, y empezamos a pensar en mudarnos. Los mayores hicieron todo lo que había que hacer, y sin pensarlo más fuimos todos a parar a una pieza alquilada, a dos cuadras de casa.
La casa vieja pronto se vendría abajo, empujada por la nueva. Era tan vieja; ni los escombros podrían aprovecharse. Sacamos todas las cosas que servían, y la dejamos morir en paz.
Gracias a nuestros riegos la casa nueva despuntaba cada día con mayor vigor. Las tejas relucían, y hasta los ladrillos de la chimenea parecían más nuevos y más rojos que al principio. Entonces mis hermanos y yo empezamos a pensar cómo queríamos que fuera.
Cuando asomó la ventanita del altillo nos atropellamos para mirar; pero adentro todo estaba aún muy obscuro.

?Tengo miedo ?dijo un día mi hermano menor.
?¿De la casa que brota? ?pregunté.
?No; tengo miedo de que ellos también estén tratando de hacer que la casa sea como ellos quieren.
Hablaba de papá y mamá, por supuesto.
?Pero, ¿cómo podrían ellos conseguir que la casa fuera para ellos?
?Igual que nosotros. Pensando ?dijo; y se quedó callado, y nosotros también.
Para entonces ya no regábamos más alrededor de la casa, que estaba muy grande; hubiera sido como regar un árbol viejo.
Antes que el Sol pudiera alumbrar adentro nos conseguimos una linterna, y sin decir nada fuimos a escudriñar aquellos interiores nacientes. La luz de la linterna era más débil que nuestra curiosidad, pero igual pudimos ver que el altillo era como lo habíamos pensado: tenía vigas con ganchos para colgar viejas lámparas, varios arcones, una escalera de mano, una silla de montar, una colección de sombreros de explorador y muchos libros y revistas formando tentadoras pilas sobre una cama marinera.
Nos pasamos el resto del día tratando de imaginar qué habría dentro de los arcones. Esa casa que estaba creciendo parecía una caja de sorpresas.
En pocos días más empezaron a salir las ventanas del primer piso, y aunque todavía estaba muy obscuro pudimos descubrir cuál era la de nuestro cuarto, por las tres camas iguales. La de arriba era la que más se veía. Enseguida empezamos a peleamos por ella. Finalmente me tocó a mí, no por ser la única mujer sino porque lo echamos a suertes. Ese cuarto igual prometía: podía adivinarse una soga con nudos, y una escalera de ésas que hay en los gimnasios, para colgarse y jugar a los monos. Y mucho, mucho lugar…
Mientras la casa crecía íbamos adivinando todo lo que no podía verse desde las ventanas, pero que sabíamos que allí estaría. El baño con la mampara de estrellas, los espejos del pasillo, los grandes armarios para guardar nuestras cosas, la escalera que nos llevaría como un tobogán a costa de nuestros pantalones, la chimenea llena de brasas donde se asarían las papas y batatas en las vacaciones de invierno…

Cuando por fin pudimos entrar en la casa crecida, no nos causó demasiada sorpresa ver la mesa de la cocina pintada de blanco, tal como la habíamos imaginado, o las puertitas gateras, como las de los dibujos animados; ni siquiera nos sorprendió el gato que, desparramada su indolencia sobre la alfombra, nos recibió con un bostezo. Al parecer, papá y mamá tampoco se sorprendieron demasiado. ¿Lo habrían conseguido?, nos preguntamos en silencio.
Pero no, no lo habían conseguido. La casa era enteramente nuestra. Estaba de nuestro lado. Velaba nuestros sueños, encubría nuestras picardías y vigilaba los pasos que nos rondaban. Por ejemplo, si el entusiasmo de algún invento milagroso nos había llevado a la cocina en busca de los ingredientes necesarios, hacía que el ruido de las pisadas de mamá fuera más fuerte, para darnos tiempo a guardar todo. O cerraba alguna puerta indiscreta con un golpe de viento apropiado, ocultando a los adultos la escena transgresora.
A ellos todo les parecía natural: tenían su dormitorio con mucha luz por la mañana, un sillón en la sala para sentarse frente al fuego, el piano para nuestros estudios… Pero los encantos de aquella casa eran sólo visibles a nuestra mirada. De noche nos acunaba con un suave murmullo de vigas de madera, llevándonos por sueños abrigados y fantásticos a la vez. De día hacía que nuestras horas de juego fuesen una aventura inefable, con la cual soñábamos en el banco de la escuela. Nuestros amigos habían aprendido también a amar aquella casa espaciosa, aunque no, claro está, con la misma pasión.

En el segundo verano mis padres decidieron que iríamos a las montañas un mes entero. Nosotros no queríamos. Era demasiado tiempo, y había tanto que jugar en la casa, tantos rincones aún inexplorados, que preferíamos quedarnos. Nuestros padres no entendían por qué no nos entusiasmaba la idea de viajar; no podían comprender nuestro amor por la casa. Convencidos de que se trataba de un capricho más, siguieron haciendo los preparativos, con la clara convicción de que ya se nos pasaría. Mamá iba de un lado para otro con ropas y valijas, ignorando nuestras caras largas. Entonces la casa intervino.
Con un bolso en una mano y un par de botas de abrigo en la otra, mamá pisó el primer escalón para bajar. La madera pareció perder estabilidad: se curvó primero en forma apenas visible para luego balancearse de izquierda a derecha. Totalmente mareada, mamá cayó rodando por la escalera.
Traumatismo de cráneo, dijo el doctor. Por supuesto, no pudimos irnos. Mamá tuvo que permanecer bastante tiempo quieta en la cama, y papá tenía que hacer la comida. Ellos se quedaron sin sus montañas aburridas, y nosotros nos quedamos con la casa.

Cuando se casó el primero de mis hermanos la casa se puso triste: estaba más obscura que de costumbre, y hasta el piano parecía sonar sin brillo entre aquellas paredes sensibles. Así fue cada vez que uno de nosotros se iba, aunque fuera por un tiempo. Cuando quedamos solamente papá y yo ?a mamá la habíamos despedido hacía un año? la casa empezó a envejecer. Habría que hacer unos arreglos, decía papá. Pero él y yo sabíamos que todo quedaría igual.
Durante su larga enfermedad la casa me ayudó a cuidarlo con todo el silencio de que era capaz. Al casarme, mi marido aceptó sin preguntar demasiado que viviéramos en la casa despoblada. Allí nacieron nuestros tres hijos, y allí vivimos hasta que el mayor cumplió diez años, cuando no pudimos soportar más la humedad y las grietas.

Hoy hace tres meses que nos mudamos a otra casa, y he comenzado a sentir una antigua inquietud. Sé que algo va a cambiar. Es como si la historia se repitiera, como esos cuentos que se cuentan siempre de la misma manera, a través de los años y los años. Lo sé, ante todo por el brillo especial que he visto en la mirada de los chicos durante toda esta semana. Y estoy preocupada. Al principio no le daba importancia, pero ahora sí. A medida que pasan los días se hace más evidente. Esta mañana salieron a dar una vuelta en bicicleta, y casualmente se acercaron a la casa vieja. «Tendrías que venir uno de estos días, mamá. El ciruelo se está cubriendo de flores.» Nada más; y todo el tiempo ese brillo en los ojos. No hay duda: en el fondo de la casa ha comenzado a brotar una chimenea.

Edición digital de Sadrac
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Los árboles parlantes

Los árboles parlantes
Juan-Jacobo Bajarlía
En Historias de monstruos, Ediciones de la Flor S. R. L., 1969.

Hay árboles que hablan y hay árboles que formulan enigmas. En mi cuaderno de apuntes tengo algunos ejemplos que probarían esta monstruosidad. Pierre Desvignes, canciller de Federico II (siglo XIII) acusado in¬justamente de traición, fue condenado a perder sus ojos. Sobrevivió al suplicio. Pero ya en la prisión, golpeó su cabeza contra los muros hasta quitarse la vida. Con éste hablará el Alighieri en un bosque cuyos árboles eran las estructuras de los que un día eligieron el suicidio. Metamorfosis de los violentos contra sí mismos (Inf. 33/151).
Los que creen que esto es una ficción, no han podido explicar por qué Charles Sorel en el siglo XVII habló con su hermano suicida dirigiéndose a un árbol tres días después del fallecimiento. Este árbol le reveló el secreto del suicida y de la traición que acechaba al mismo Charles Sorel si no mataba en duelo a su propio padre, casado incestuosamente con su hermana, y de los cuales descendían ellos. El duelo se realizó. Pero Charles Sorel fue vencido y murió decapitado. El padre lo había traicionado denun¬ciándolo a los “cazadores de brujas”. Pero al día siguien¬te el progenitor fallecía envenenado con arsénico. La madre incestuosa sobrevivió un año y después murió de cierto “ataque a la sangre” cuando atravesaba un puente. Nadie pudo descifrar el misterio de estas muertes imprevisibles. Pero el árbol suicida siguió emitiendo ex¬traños sonidos hasta que los vecinos de Fontembleau re¬solvieron prenderle fuego y acabar con lo que denomi¬naban “el hechizo del siglo”.
El segundo ejemplo está extractado de las primeras líneas del Hay Benyocdán (siglo XII) de Abentofail. Es una cita de Almasudí en la que se habla de un árbol de la India que en vez de frutos producía mujeres a las que éste llama las niñas del Uac Uac. Los escoliastas, siguiendo el árabe Albiruní, nos informan, en cambio, de un árbol que crecía en la isla de Uac Uac, cuyo fruto to¬maba la forma de una cabeza de mujer que se expresaba a través de un grito monosilábico en que repetía su uac uac. Otra leyenda árabe posterior (siglo XIII) asegu¬raba que la cabeza era la Esfinge arbórea que interro¬gaba sobre el misterio de la vida en la esperanza de que alguien advirtiera la vacuidad de los instintos. Nadie pu¬do contestar el enigma, y el fruto con cabeza de mujer no pudo ser fecundado y se marchitó.
Por la misma fecha, cuando las Abil Leylah wa leylah (Las mil noches y una noche) llegaban a su redacción definitiva entre 1475 y 1525 (habían arrancado del Hezar Efmmeh o Mil cuentos, en el siglo VIII) hallamos, en la historia de Scheherazada, otro ejemplo de árboles parlan¬tes. Es el relato en el que la vieja dice a Farizada que su vivienda admirable carecía de tres cosas importan¬tes: el pájaro que habla, el agua de oro y el árbol que canta. Bachman, hermano de Farizada, sale en busca de estas tres maravillas, internándose en un sendero escalofriante, sembrado de piedras y voces amenaza¬doras, por cuya línea hay que avanzar sin retroceder para no petrificarse. Cuando halla el árbol que canta confirma lo que la vieja le había dicho a Farizada. Las hojas del árbol eran otras tantas voces que producían “armonías incomparables”.
El cuarto ejemplo pertenece a la ciencia-ficción. Al¬guna vez lo he mencionado al referirme a los sueños in¬terplanetarios. Lo vivió en la imaginación Cyrano de Bergerac al escribir Les voyages aux États de la Lune et du Soleil (1643). La obra fue escrita cuando éste tenía veintitrés años y ningún rival que pudiera opo¬nérsele a lo que él llamaba la hoja centelleante al aludir a su espada. Describió sus viajes oníricos a la Luna y el Sol. Describió el primer solnizaje del hombre demos¬trando que el Sol estaba poblado de manchas donde era posible detenerse sin temor al fuego. Pero advirtió que en ese astro existía algo así como la memoria del mundo que se manifestaba a través de estructuras arbóreas in¬verosímiles cuya voz era semejante a la del hombre. Cyrano, lleno de asombro, midiendo su propia finitud, habló con ellos. Dialogó sobre el misterio que persigue al hombre. Formuló preguntas y obtuvo las respuestas. Pensó posiblemente que el ser humano era un árbol par¬lante que en vez de crecer y morir en profundidad, cre¬cía y se perdía en las alturas.

Edición digital de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)