Respaldo de material de tanatología

Aristoteles: acerca del alma

ARISTÓTELES

ACERCA DEL ALMA

INTRODUCCIÓN, TRADUCCIÓN Y NOTAS DE TOMÁS CALVO MARTÍNEZ

BIBLIOTECA BÁSICA GREDOS
L i b e r a  l o s  L i b r o s

Índice

INTRODUCCIÓN 4
LIBRO PRIMERO 23
LIBRO SEGUNDO 48
LIBRO TERCERO 81

Nota para la edición  digital:

Los números en rojo distribuidos dentro del texto, corresponden a las referencias canónicas utilizadas para citar los textos clásicos, (similares en su finalidad a los números de versículo en los evangelios). Con el propósito de no alterar la versión original, se han mantenido, incluso, cuando estas aparecían intercaladas en medio de las palabras.
Con respecto a las notas a pie de página, también se ha decidido conservar su numeración original (número que aparece en segundo lugar), pensando en la posible aparición de citas que remitan, a su vez, a otras citas.

INTRODUCCIÓN

La concepción del alma en el tratado «Acerca del alma»

Resulta, sin duda, necesario establecer en primer lugar a qué género pertenece y qué es el alma ?quiero decir, si se trata de una realidad individual, de una entidad o si, al contrario, es cualidad, cantidad o cualquier otra de las categorías que hemos distinguido? y, en segundo lugar, si se encuentra entre los seres en potencia o más bien constituye una cierta entelequia. La diferencia no es, desde luego, desdeñable.

(Acerca del alma I, 1, 402a23-27.)

Es costumbre de Aristóteles (costumbre, por lo demás, tan estimable como poco común) comenzar una obra ofreciendo la enumeración de todas aquellas cuestiones con que habrá de enfrentarse a lo largo de toda ella. Un índice semejante de cuestiones existe también en el tratado Acerca del alma. La breve cita que encabeza este apartado de nuestra Introducción recoge precisamente aquellas líneas con que se abre la relación de los problemas a tratar. De acuerdo con el programa expuesto en estas líneas, la cuestión fundamental y que ha de abordarse en primer lugar es «a qué género pertenece y qué es el alma». Tal afirmación implica que Aristóteles no se plantea de modo explícito el problema de si el alma existe o no: su existencia no se cuestiona, sino que se pasa directamente a discutir su naturaleza y propiedades. El lector de hoy sentirá seguramente que su actitud ante el tema se halla a una notable distancia del planteamiento aristotélico y considerará que la verdadera cuestión a debatir no es la naturaleza y propiedades del alma, sino la existencia misma de una realidad de tal naturaleza y propiedades. El horizonte dentro del cual Aristóteles debate el problema del alma difiere notoriamente del horizonte intelectual en que se halla instalado el lector moderno en virtud de diversas circunstancias históricas de las cuales tal vez merezcan destacarse las dos siguientes: las connotaciones religiosas asociadas a la idea de alma y la decisiva influencia ejercida por el Cartesianismo sobre la psicología metafísica a partir de la modernidad  . Es cierto que en el pensamiento griego el tema del alma aparece asociado con insistencia a concepciones y creencias de tipo religioso (inmortalidad, transmigración, culpas y castigos, etc.): baste recordar el pitagorismo y la filosofía platónica. Aristóteles, sin embargo, no plantea la cuestión del alma en conexión con creencias religiosas, sino desde una perspectiva estrictamente naturalista.

Aristóteles acepta, pues, la existencia del alma, si bien su actitud ante la misma es sustancialmente ajena a las connotaciones religiosas tradicionales. La perspectiva en que se sitúa es la explicación del fenómeno de la vida. El razonamiento subyacente a su planteamiento es, más o menos, el siguiente: en el ámbito de los seres naturales los hay vivientes y no-vivientes; entre aquéllos y éstos existe una diferencia radical, una barrera ontológica infranqueable; ha de haber, por tanto, algo que constituya la raíz de aquellas actividades y funciones que son exclusivas de los vivientes. Este algo ?sea lo que sea? es denominado por Aristóteles alma (psyché) y, cuando menos, hemos de convenir en que tal denominación cuadra perfectamente con la tradición griega de que Aristóteles se nutre. El problema estriba, pues, en determinar la naturaleza de ese algo, del alma. Cabría decir que se trata de encontrar una referencia adecuada al término «alma» y tal búsqueda sólo es posible a través de una investigación ?filosófica y empírica? de las funciones, de las actividades vitales. El tratado Acerca del alma no es sino un tratado acerca de los vivientes, acerca de los seres naturales dotados de vida.

El primer problema a debatir es, por tanto, qué tipo de realidad es el alma. En las líneas citadas anteriormente este problema se concreta, a su vez, en dos cuestiones fundamentales: en primer lugar, si el alma es una entidad o bien constituye una realidad meramente accidental; en segundo lugar, si es acto, entelequia o, por el contrario, se trata de una potencia, de una potencialidad o capacidad para vivir que poseen ciertos cuerpos naturales y de la cual carecen los seres inanimados. Aristóteles se enfrenta al tema del alma equipado con un sistema de conceptos bien perfilado y original. Frente a toda la filosofía anterior, ensaya un audaz experimento de traducción consistente en rein-terpretar el dualismo tradicional de cuerpo-alma a través de sus propios esquemas conceptuales de entidad-accidentes, materia-forma, potencia-acto. El resultado será una teoría vigorosa y nueva acerca del alma, alejada por igual de todas las especulaciones anteriores, pero no exenta de ciertas ambigüedades y tensiones internas.
A) La palabra griega ousía (que generalmente suele traducirse por «sustancia» y que nosotros traduciremos siempre por «entidad»)  abarca en la obra aristotélica una pluralidad de nociones cuya sistematización coherente no deja de resultar difícil. En efecto, Aristóteles denomina ousía, entidad a las siguientes realidades o aspectos de lo real: a) «Lo que no se predica de un sujeto ni existe en un sujeto; por ejemplo, un hombre o un caballo» (Categorías 5, 2a12-13). Se trata, según establece explícitamente Aristóteles, de la acepción fundamental del término ousía, con la cual se hace referencia a los individuos pertenecientes a un género o especie naturales, b) Las especies a que pertenecen los individuos y los géneros en que aquéllas están incluidas, por ejemplo, «el individuo humano está incluido en la especie “hombre” y el género a que esta especie pertenece es “animal” y de ahí que la especia “hombre” y el género “animal” se denominen entidades segundas» (ib., 5, 2a 16-18). En este caso la palabra ousía pasa a significar el conjunto de los predicados esenciales que definen a un individuo. (Los individuos se denominan entidades primeras), c) Aquellas realidades que son capaces de existencia independiente, autónoma, es decir, las «sustancias» (en la acepción tradicional de este término), por oposición a los accidentes, d) El sujeto físico del cambio, es decir, lo que permanece idéntico como sustrato de las distintas modificaciones resultantes de aquél, e) Por último, el sujeto lógico-gramatical de la predicación, del discurso predicativo: «lo que no se predica de un sujeto, sino que lo demás se predica de ello» (Metafísica VII 2, 1029a8). El término ousía se inserta, pues, en un conjunto de oposiciones que determinan su significado como: individuo frente a los géneros-especies, predicados esenciales frente a predicados accidentales, sustancia frente a accidentes, sujeto permanente frente a las determinaciones sucesivas cambiantes y sujeto del discurso predicativo frente a los predicados del mismo. La teoría aristotélica de la ousía, de la entidad, es, pues, muy compleja y solamente una comprensión adecuada de la misma permite adentrarse en el planteamiento del problema del alma que se ofrece en nuestro tratado.

B) El concepto de ousía, de entidad, tiene su marco fundamental en la teoría de las categorías. En el libro de las Categorías ?al que ya hemos hecho referencia anteriormente? la teoría se introduce en función de los juicios predicativos. Aristóteles comienza distinguiendo (Cat., 2, 1a15) dos tipos de expresiones: aquellas que constituyen juicios o proposiciones, por ejemplo, «un hombre corre», y aquellas que no son juicios, como «hombre», «corre», etc. Estas últimas son los elementos a partir de los cuales se forman los juicios o proposiciones. El cuadro de las categorías constituye la clasificación de tales términos o locuciones simples (ib., 5, 1a5). No todos los términos, sin embargo, son clasificables en alguna de las diez categorías (las conectivas quedan fuera del esquema), sino solamente las palabras que cumplen una función significativo-designativa. De ahí que el esquema de las categorías constituya también una clasificación de las cosas designadas por medio de tales palabras, es decir, una clasificación de los distintos tipos de realidad.

En su significación técnica como predicados, el cuadro categorial parece responder en la obra de Aristóteles a dos perspectivas distintas sobre el lenguaje predicativo: a) Tomemos, en primer lugar, como sujeto de predicación a una entidad primera, a un individuo, Sócrates, por ejemplo. En tal caso, las categorías constituirían una clasificación de todos los posibles tipos de predicados susceptibles de serle atribuidos: Sócrates es… hombre (ousía, entidad), pequeño (cantidad), honesto (cualidad), etc. Es evidente que en este supuesto ?cuando el sujeto del discurso es para los distintos predicados una entidad primera, individual? el único predicado esencial (es decir, el único que expresa qué es el sujeto) es la entidad (entidad segunda, en este caso: géneros-especies). b) Supongamos, en segundo lugar, que el sujeto es en cada proposición una realidad distinta perteneciente a la misma categoría que el predicado: Sócrates es hombre, la honestidad es una virtud (cualidad), etc. En este segundo supuesto, el discurso es siempre y en cada caso esencial ya que en todos ellos expresa qué es el sujeto . La peculiaridad de la categoría primera (la entidad) frente a las nueve restantes se muestra en la circunstancia de que cuando el predicado pertenece a ella (entidades segundas, géneros-especies), el sujeto pertenece también necesariamente a ella (entidad primera o segunda, según los casos) . Con otras palabras, el discurso dentro de la categoría «entidad» es siempre un discurso esencial.

Esta es, a grandes rasgos, la situación de la teoría en los libros aristotélicos relativos a la lógica. En ellos, sin embargo, quedan sin aclarar suficientemente ciertas cuestiones importantes. De éstas, la más notoria es la concerniente a las entidades segundas, al sentido que tiene denominarlas entidades y a su relación con las entidades primeras o individuos. Así, en el c. 5 de las Categorías (3b10-23) se establece como algo característico de la entidad en general que significa «un esto» (tóde ti). Respecto de las entidades primeras el asunto es claro: «Sócrates», «Platón», etc., son palabras que designan realidades concretas, cumplen una función deíctica, son, en última instancia, demostrativos. En el caso de las entidades segundas (géneros y especies) el asunto es, sin embargo, bien diferente y Aristóteles mismo señala que más que «un esto» (tóde ti) significan «un de tal tipo o cualidad» (poión ti): afirmar que Sócrates es hombre equivale, en efecto, a afirmar que «Sócrates es una entidad de cierto tipo o cualidad, a saber, humana» (Cat. 5, 3b20). Este problema no es, por lo demás, una cuestión puramente semántica, es decir, no afecta meramente al discurso, sino que en el nivel de la realidad extralingüística remite al problema de la relación existente entre aquello que denominamos entidades segundas (géneros y especies) y aquello que denominamos entidades primeras (individuos, ejemplares de las distintas especies). Se trata, en definitiva, del problema del platonismo.

C) Es en la Metafísica ?y muy especialmente en los libros centrales de la misma? donde Aristóteles parece responder adecuadamente a la ambigüedad que acabamos de señalar en relación con la entidad así como a otras cuestiones afines no aclaradas suficientemente en los tratados de lógica. El planteamiento aristotélico se halla posibilitado en este caso por la introducción de dos teorías de suma importancia: la concerniente a la pluralidad de significaciones de «ser» y «ente» y la teoría hilemórfica. Aquélla recae primariamente sobre la lengua; ésta, sobre la estructura de la realidad extralingüística.

El c. 1 del 1. VII de la Metafísica se sitúa dentro del esquema de las categorías entendidas conforme a la primera de las perspectivas que señalábamos más arriba, es decir, como clasificación de todos los posibles predicados para un discurso cuyo sujeto sea una entidad primera. Sobre las cosas ?señala Aristóteles? nos es posible formular afirmaciones de muy distinto rango y condición: cabe, por ejemplo, decir qué son, pero también cabe decir dónde, cuándo, de qué tamaño, cómo son. Pues bien, se nos dice, entre todas estas posibilidades de hablar acerca de la realidad, la primaria y original (protón) sería aquella que se articulara conforme al esquema lógico-lingüístico: «¿qué es esto?». Es obvio y trivial que en cada caso la respuesta concreta dependerá del tipo de realidad a que se apunte con tal pregunta pero es importante señalar que en cualquier caso las distintas respuestas habrán de tener una estructura idéntica. La respuesta habrá de ser siempre un nombre que signifique dentro de la categoría de entidad: a esto apunta Aristóteles al señalar que la respuesta habrá de ser del tipo «(esto es) un hombre o un dios» (1028a15-18). Esta contestación, a su vez, podrá ser ulteriormente determinada: podemos añadir que se trata de un hombre sentado o paseando o bueno pero en tal caso hablaríamos ya de determinaciones o afecciones (accidentes) de esa entidad concreta e individual que llamamos hombre. Afecciones o accidentes cuyo sujeto (hypokeímenon) es la entidad en el doble sentido de aquella palabra, es decir, como sujeto físico de inhesión («porque ningún accidente tiene existencia ni puede darse separado de la entidad». ib. 1028a23) y como sujeto lógico de predicción («pues bueno o sentado no se dice sin ésta», ib. 1028a28).

Ousía, entidad, es, por tanto, aquello que realiza la doble y coordinada función de ser sustrato físico de determinaciones y sujeto lógico o referente último de nuestro lenguaje acerca de la realidad. Desde un punto de vista metafísico, esta doble caracterización lleva en su seno la posibilidad de una conclusión monista y más concretamente de un monismo materialista: ¿no habrá de concluirse que la única entidad real es la materia, sustrato último de todas las determinaciones reales (puesto que las entidades primeras o individuos no serían sino modificaciones de la materia) y por consiguiente sujeto último de toda predicación? . A pesar de la rotundidad de este razonamiento, Aristóteles se niega a aceptar semejante conclusión monista. La negativa aristotélica se justifica en la indeterminación propia de la materia que la hace incapaz de constituir el sujeto de discurso esencial alguno. En efecto, la pregunta «¿qué es la materia como tal, es decir, más allá de todas sus determinaciones?» escapa a toda posibilidad de discurso definitorio. Habrá que plantearla más bien en términos tales como: «¿qué es la materia en el caso del agua, del árbol, etc.?», con lo cual el sujeto de la pregunta ?y de la respuesta correspondiente? ya no es la materia como tal, sino un tipo determinado de materia. Situado en esta encrucijada, Aristóteles establece como rasgos fundamentales de la entidad, de la ousía, el ser algo individualizado, separado (choristón), es decir, algo determinado (un esto, tóde ti) . De este modo regresamos al punto de partida cerrando el círculo a partir del cual se origina la teoría aristotélica de la entidad: puesto que el discurso esencial se origina en la pregunta: «¿qué es esto?», aquello a que la pregunta se refiere ha de ser «un esto», es decir, una entidad primera, individual. El paso siguiente se lleva a cabo fácilmente, sin esfuerzo. El sujeto y referente último del discurso ha de ser algo determinado y la materia es indeterminada; ¿qué es lo que hace que la materia salga de su indeterminación y venga a ser algo determinado?; evidentemente, la forma. En el ámbito de las realidades naturales el sujeto que se busca será, por tanto, la materia determinada por la forma, el compuesto hilemórfíco .

D) La pregunta primaria y original (¿qué es esto?) y su contestación pertinente (por ejemplo, «un hombre») recaen sobre la entidad primera, individual. El discurso no termina, sin embargo, aquí, sino que cabe prolongarlo en un segundo nivel: ¿y qué es un hombre? La respuesta a esta segunda pregunta viene, por su parte, a recaer sobre lo que en filosofía suele denominarse esencia por la fuerza del uso y de la tradición. Al tema de la esencia (palabra ésta que sirve para traducir la expresión aristotélica tò tí ên eînai) dedica Aristóteles un conjunto de disquisiciones tan interesantes como complicadas  . Nos limitaremos a tomar el hilo de uno de los aspectos de la cuestión.
La esencia es el contenido de la definición. En efecto, qué sea el hombre se manifiesta y expresa en la definición de hombre. La definición, por su parte, constituye una frase, un enunciado complejo. Así, la definición de hombre como «viviente-animal-racional» o bien como aquel ser que «nace, se alimenta, crece, se reproduce, envejece y muere (viviente), siente, apetece y se desplaza (animal) y, en fin, intelige, razona y habla (racional)». Una definición se compone, pues, de partes. ¿Qué partes de lo definido recoge el enunciado de la definición? Se trata de una cuestión a la que Aristóteles concede notable importancia y cuya respuesta ha de ser cuidadosamente matizada. No han de confundirse la perspectiva desde la cual define al hombre el físico y la perspectiva desde la cual lo define el metafísico. Situándose en la perspectiva de este último, Aristóteles considera que la definición no ha de incluir las partes materiales del compuesto (tal sería el caso de una definición de hombre que enumerara sus miembros, tejidos y órganos), sino solamente las partes de la forma específica, las partes de aquello que Aristóteles denomina eîdos (Met. VII 10,1035a15)  .

Al llegar a este punto resulta necesario llamar la atención sobre el significado del término eidos. Este término se traduce a menudo simplemente por la palabra latina «forma». Esta manera de traducirlo no merecería el más mínimo comentario si no fuera porque es también la palabra «forma» la que se utiliza para traducir el término griego morphé. Al traducirse ambos términos por la misma palabra, el lector se ve empujado a considerarlos como sinónimos, borrándose en gran medida el significado preciso que el término eidos posee en contextos decisivos como el que estamos analizando  . La distinción existente entre morphé y eîdos en este contexto es la que existe entre la estructura de un organismo viviente y las funciones o actividades vitales que tal organismo realiza. El eîdos es el conjunto de las funciones que corresponden a una entidad natural. El conjunto de tales funciones constituye la esencia de la entidad natural (ib., 1035b32) y por consiguiente constituye también el contenido de su definición, de acuerdo con el modelo de definición de hombre que más arriba hemos propuesto.

E) El discurso acerca de la entidad natural ?que en su segundo nivel nos ha llevado a la pregunta ¿qué es un hombre? y con ella a la esencia y la definición? ha de prolongarse aún en un tercer momento o nivel al cual correspondería la pregunta: ¿y por qué esto es un hombre? Este tercer momento del discurso posee una importancia decisiva ya que en el momento anterior la materia, los elementos materiales, habían quedado fuera de consideración al ceñirse el discurso exclusivamente a la esencia entendida como eîdos. Este nuevo nivel y esta nueva pregunta restituyen la composición hilemórfica de la entidad a que el discurso se refiere. Aristóteles subraya, en efecto, cómo la pregunta recae directamente en la materia: preguntar por qué esto es un hombre equivale a preguntar por qué estos elementos materiales están organizados de modo tal que constituyen un hombre. La respuesta, a su vez, ha de buscarse a través de la forma específica, del conjunto de funciones para las cuales sirve tal organización material: «luego lo que se pregunta es la causa por la cual la materia es algo determinado y esta causa es la forma específica (eîdos) que, a su vez, es la entidad (ousía)» (ib. VII 17,1041b6-9).

La teoría aristotélica de la entidad natural queda completada en este último momento del discurso. El eîdos, el conjunto de funciones que corresponden a una entidad natural aparece como causa de la entidad natural misma. No se trata, como es obvio, de una causa o agente exterior: la causalidad de la forma específica es inmanente  . En tanto que causa inmanente Aristóteles denomina «entidad» (ousía) a la forma específica, recogiendo así una de las significaciones básicas del término ousía expuestas en el 1. V de la Metafísica: «en otro sentido [se denomina ousía] a aquello que es causa inmanente del ser de cuantas cosas no se predican de un sujeto; tal es, por ejemplo, el alma para el animal» (1017bl4-16). Por último, el eîdos o forma específica no es solamente la esencia y la causa inmanente de la entidad natural, sino también su causa final o fin. La pregunta «¿por qué estos elementos son un hombre?» sólo aparece contestada plenamente cuando aquéllos son considerados desde el punto de vista de la función a que están destinados y sirven: la actividad específica del ser humano que constituye su razón de ser, su finalidad  . De este modo se llega a la tesis aristotélica más radical respecto de la naturaleza: la forma específica como finalidad inmanente, es decir, como télos, como entelequia, acto o actividad que es fin en sí misma.

F)    Tras este necesario recorrido a través de la teoría aristotélica de la entidad, volvamos ahora a las  dos cuestiones que Aristóteles considera fundamentales acerca del alma: ¿es el alma entidad o, por el contrario, es una determinación accidental del viviente?; ¿es acto, entelequia o más bien ha de ser considerada como una potencia, como una capacidad de los organismos vivos? La respuesta a ambas preguntas ?ampliamente elaborada en el 1. II del tratado Acerca del alma? viene dada por cuanto hemos expuesto anteriormente. Aristóteles establece y afirma repetidas veces que el alma es esencia (  tò tí ên eînai), forma específica (eîdos) y entidad (ousía) del viviente. Sus ideas al respecto aparecen expresadas con concisión en las siguientes palabras: «Queda expuesto, por tanto, de manera general, qué es el alma, a saber, la entidad definitoria (ousía katá lógon) esto es, la esencia de tal tipo de cuerpo»  (II I,412b9). Al ser forma específica del viviente, el alma constituye también su fin inmanente y, por tanto, su actualización o entelequia: «luego el alma es necesariamente entidad en cuanto forma específica de un cuerpo natural que en potencia tiene vida. Ahora bien, la entidad es entelequia, luego el alma es entelequia de tal cuerpo» (ib. 412a20-23).

La coherencia de la explicación aristotélica se basa en la afirmación fundamental de que el alma es el eîdos, la forma específica del viviente: precisamente por serlo, es también su entidad y entelequia. Ahora bien, ¿qué implicaciones tiene esta fundamental afirmación de que el alma es la forma específica del viviente? Más arriba hemos señalado que la forma específica es el conjunto de las funciones que corresponden a una entidad natural: por tanto, la forma específica de un viviente serán las actividades o funciones vitales (alimentarse, reproducirse, etc.) que en su conjunto suelen denominarse «vida». La teoría aristotélica parece favorecer de este modo la identificación del alma con la vida. Si esto es así, ¿no queda el alma desprovista de sustancialidad, de existencia y realidad autónomas?; ¿no se trataría, en definitiva, de una manera discreta de eliminar el alma manteniendo ?eso sí? la palabra «alma» como un mero sinónimo de la palabra «vida»? La identificación del alma con la vida, la sinonimi-zación de ambos términos, se insinúa en nuestro tratado como una posible consecuencia interna del planteamiento mismo aristotélico. Nos limitaremos a llamar la atención del lector sobre dos pasajes cruciales al respecto. El primero de ellos dice lo siguiente: «entre los cuerpos naturales los hay que tienen vida y los hay que no la tienen (y solemos llamar vida a la autoali-mentación, al crecimiento y al envejecimiento). De donde resulta que todo cuerpo natural que participa de la vida es entidad, pero entidad en el sentido de entidad compuesta. Y puesto que se trata de un cuerpo de tal tipo ?a saber, que tiene vida? no es posible que el cuerpo sea el alma» (ib. 412a12-17). Repárese en las líneas que hemos subrayado: en la premisa se establece que el viviente es compuesto a través del sistema «cuerpo/vida» (el viviente es un cuerpo que tiene vida) mientras que en la conclusión este sistema se sustituye por el otro de «cuerpo/alma» (es decir, el viviente es un cuerpo que tiene alma: el alma no es el cuerpo) . El segundo de los textos que aduciremos corresponde a la célebre y conocida definición aristotélica del alma: «luego el alma es la entelequia primera de un cuerpo que en potencia tiene vida» (ib., 412a27-28). De acuerdo con el sistema aristotélico, acto o entelequia es siempre y en cada caso el cumplimiento adecuado de la potencia que viene a actualizar. Por tanto, el acto o entelequia de un cuerpo que en potencia tiene vida ha de ser precisamente la vida y no cualquier otra cosa. No obstante, Aristóteles nos ofrece el alma en su lugar. Como en el caso anterior, la coherencia interna del texto parecería exigir la identificación de alma (psyché) y vida (zoé).

Arthur C. Clarke: 2001 Una odisea en el espacio

ARTHUR C. CLARKE

Titulo original: 2001 A SPACE ODISSEY
Traductor: Antonio Ribera
© 1968 by Arthur C. Clarke
© 1985 Ediciones Orbis S.A.
Depósito Legal: M.36.202-1985

Edición electrónica: Sadrac ?
Revisado y corregido por El Trauko
Versión 1.0 – Word 97

?La Biblioteca de El Trauko?
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http://go.to/trauko
trauko33@mixmail.com
Chile – Noviembre 2000

Texto digital # 18

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2001 ? UNA ODISEA ESPACIAL
Arthur C. Clarke

I ? NOCHE PRIMITIVA
1 ? El camino de la extinción
La sequía había durado ya diez millones de años, y el reinado de los terribles saurios tiempo ha que había terminado. Aquí en el ecuador, en el continente que había de ser conocido un día como Africa, la batalla por la existencia había alcanzado un nuevo clímax de ferocidad, no avistándose aún al victorioso. En este terreno baldío y disecado sólo podía medrar, o aun esperar sobrevivir, lo pequeño, lo raudo o lo feroz.
Los hombres mono del “veldt” no eran nada de ello, y no estaban por ende medrando; realmente, se encontraban ya muy adelantados en el curso de la extinción racial. Una cincuentena de ellos ocupaban un grupo de cuevas que dominaban un angosto vallecito, dividido por un perezoso riachuelo alimentado por las nieves de las montañas, situadas a doscientas millas al norte. En épocas malas, el riachuelo desaparecía por completo, y la tribu vivía bajo el sombrío manto de la sed.
Estaba siempre hambrienta, y ahora la apresaba la torva inanición. Al filtrarse serpenteante en la cueva el primer débil resplandor del alba, Moon?Watcher vio que su padre había muerto durante la noche. No sabía que el viejo fuese su padre, pues tal parentesco se hallaba más allá de su entendimiento, pero al contemplar el enteco cuerpo sintió un vago desasosiego que era el antecesor de la pesadumbre.
Las dos criaturas estaban ya gimiendo en petición de comida, pero callaron al punto ante el refunfuño de Moon?Watcher. Una de las madres, defendió a la cría a la que no podía alimentar debidamente, respondiendo a su vez con un enojado gruñido, y a él le falto hasta la energía para asestarle un manotazo por su protesta.
Había ya suficiente claridad para salir. Moon?Watcher asió el canijo y arrugado cadáver y lo arrastró tras sí al inclinarse para atravesar la baja entrada de la cueva. Una vez fuera se echó el cadáver al hombro y se puso en pie… único animal en todo aquel mundo que podía hacerlo.
Entre los de su especie Moon?Watcher era casi un gigante. Pasaba un par de centímetros del metro y medio de estatura, y aunque pésimamente alimentado, pesaba unos cincuenta kilos. Su peludo y musculoso cuerpo estaba a mitad de camino entre el del mono y el del hombre, pero su cabeza era mucho más parecida a la del segundo que a la del primero. La frente era deprimida y presentaba protuberancias sobre la cuenca de los ojos, aunque ofrecía inconfundiblemente en sus genes la promesa de humanidad.
Al tender su mirada sobre aquel hostil mundo del pleistoceno, había ya algo en ella que sobrepasaba la capacidad de cualquier mono. En sus oscuros y sumisos ojos se reflejaba una alboreante comprensión… los primeros indicios de una inteligencia que posiblemente no se realizaría aun durante años, y no podría tardar en ser extinguida para siempre.
No percibiendo señal alguna de peligro, Moon?Watcher comenzó a descender el declive casi vertical al exterior de la cueva, sólo ligeramente embarazado por su carga. Como si hubiesen estado esperando su señal, los componentes del resto de la tribu emergieron de sus hogares, dirigiéndose presurosos declive abajo en dirección a las fangosas aguas del riachuelo para su bebida mañanera.
Moon?Watcher tendió su mirada a través del valle para ver si los Otros estaban a la vista, mas no había señal alguna de ellos. Quizá no habían abandonado aún sus cuevas, o estaban ya forrajeando a lo largo de la ladera del cerro. Y como no se los veía por parte alguna, Moon?Watcher los olvidó, pues era incapaz de preocuparse más que de una sola cosa cada vez.
Debía primero zafarse del viejo, pero éste era un problema que requería muy poco que pensar. Había habido muchas muertes aquella temporada, una en su propia cueva; sólo tenía que depositar el cadáver donde había dejado el de la nueva criatura en el último cuarto de luna, y las hienas se encargarían del resto.
Ellas estaban ya a la espera, allá donde el pequeño valle se diluía en la sabana, como si supiesen de su llegada. Moon?Watcher depositó el cuerpo bajo un mezquino matorral todos los huesos anteriores habían desaparecido ya y se apresuró a volver a reunirse con la tribu. No volvió a pensar más en su padre.
Sus dos compañeras, los adultos de las otras cuevas, y la mayoría de los jóvenes estaban forrajeando entre los árboles raquitizados por la sequía valle arriba, buscando bayas, suculentas raíces y hojas, y ocasionales brevas, así como lagartijas o roedores. Sólo los pequeños y los más débiles de los viejos permanecían en las cuevas; si quedaba algún alimento al final de la búsqueda del día, podrían nutrirse. En caso contrario, no tardarían en estar de suerte otra vez las hienas.
Pero aquel día era bueno… aunque como Moon?Watcher no conservaba un recuerdo real del pasado, no podía comparar un tiempo con otro. Había dado con una colmena en el tronco de un árbol muerto, y así había disfrutado de la mejor golosina que jamás saboreara su gente; todavía se chupaba los dedos de cuando en cuando mientras conducía el grupo al hogar, a la caída de la tarde. Desde luego, había sido víctima de un gran número de aguijonazos, pero apenas los había notado. Se sentía ahora casi tan contento como jamás lo estuviera; pues aunque estaba aún hambriento, en realidad no se notaba débil por el hambre. Y eso era lo más a lo que podía aspirar cualquier mono?humanoide.
Su contento se desvaneció al alcanzar el riachuelo. Los Otros estaban allí. Cada día solían estar, pero no por ello dejaba la cosa de ser menos molesta. Había unos treinta y no podían ser distinguidos de los miembros de la propia tribu de Moon?Watcher. Al verle llegar, comenzaron a danzar, a agitar sus manos y a gritar, y los suyos replicaron de igual modo.
Y eso fue todo lo que sucedió. Aunque los mono?humanoide luchaban y peleaban a menudo entre ellos era raro que sus disputas tuvieran graves consecuencias. Al no poseer garras o colmillos y estando bien protegidos por su pelo, no podían causarse mucho daño mutuo. En cualquier caso, disponían de escaso excedente de energía para tal improductiva conducta; los gruñidos y las amenazas eran un medio mucho más eficaz de mantener sus puntos de vista.
La confrontación duró aproximadamente cinco minutos; luego, la manifestación cesó tan rápidamente como había comenzado, y cada cual bebió hasta hartarse de la lodosa agua… El honor había quedado satisfecho; cada grupo había afirmado la reivindicación de su propio territorio. Y habiendo sido zanjado este importante asunto, la tribu desfiló por la ribera del riachuelo. El siguiente apacentadero que merecía la pena se hallaba ahora a más de una milla de las cuevas, y tenían que compartirlo con una manada de grandes bestias semejantes al antílope, las cuales toleraban a duras penas su presencia. Y no podían ser expulsadas de allí, pues estaban armadas con terribles dagas que sobresalían de su testuz… las armas naturales que el mono?humanoide no poseía.
Así, Moon?Watcher y sus compañeros masticaban bayas y frutas y hojas y se esforzaban por ahuyentar los tormentos del hambre… mientras en torno a ellos, compitiendo por el mismo pasto, había una fuente potencial de más alimento del que jamás podían esperar comer. Pero los miles de toneladas de suculenta carne que erraban por la sabana y a través de la maleza, no sólo estaban más allá de su alcance, sino también de su imaginación.
Y, en medio de la abundancia, estaban pereciendo lentamente de inanición.
Con la última claridad del día, la tribu volvió, sin incidentes, a su cueva. La hembra herida que había permanecido en ella arrulló de placer cuando Moon?Watcher le dio la rama cubierta de bayas que le había traído, y comenzó a atacarla vorazmente. Bien escaso alimento había en ella, pero le ayudaría a subsistir mientras sanaba la herida que el leopardo le había causado, y pudiera volver a forrajear por sí misma.
Sobre el valle se estaba alzando la luna llena, y de las distantes montañas soplaba un viento cortante. Haría mucho frío durante la noche… pero el frío, como el hambre, no era motivo de verdadera preocupación; formaba simplemente parte del fondo de la vida.
Moon?Watcher apenas se movió cuando llegaron ecos de gritos y chillidos procedentes de una de las cuevas bajas del declive, y no necesitaba oír el ocasional gruñido del leopardo para saber exactamente lo que estaba sucediendo. Abajo, en la oscuridad, el viejo Cabello Blanco y su familia estaban luchando y muriendo, mas ni por un momento atravesó la mente de Moon?Watcher la idea de que pudiera ir a prestar ayuda de algún modo. La dura lógica de la supervivencia desechaba tales fantasías, y ninguna voz se alzó en protesta desde la ladera del cerro. Cada cueva permanecía silenciosa, para no traerse también el desastre.
El tumulto se apagó, y Moon?Watcher pudo oír entonces el roce de un cuerpo al ser arrastrado sobra las rocas. Ello duró sólo unos cuantos segundos; luego, el leopardo dio buena cuenta de su presa, y no hizo más ruido al marcharse silenciosamente, llevando a su víctima sin esfuerzo entre sus poderosas mandíbulas.
Durante uno o dos días, no habría más peligro allí, pero podía haber otros enemigos afuera, aprovechándose del frío. Estando suficientemente prevenidos, los rapaces menores podían a veces ser espantados con gritos y chillidos. Moon?Watcher se arrastró fuera de la cueva, trepó a un gran canto rodado que estaba junto a la entrada, y se agazapó en él para inspeccionar el valle.
De todas las criaturas que hasta entonces anduvieron por la Tierra, los mono?humanoide fueron los primeros en contemplar fijamente a la Luna. Y aunque no podía recordarlo, siendo muy joven Moon?Watcher quería a veces alcanzar, e intentar tocar, aquel fantasmagórico rostro sobre los cerros.
Nunca lo había logrado, y ahora era bastante viejo para comprender porqué. En primer lugar, desde luego, debía hallar un árbol lo suficientemente alto para trepar a él.
A veces contemplaba el valle, y a veces la Luna, pero durante todo el tiempo escuchaba. En una o dos ocasiones se adormeció, pero lo hizo permaneciendo alerta al punto que el más leve sonido le hubiese despabilado como movido por un resorte.
A la avanzada edad de veinticinco años, se encontraba aún en posesión de todas sus facultades; de continuar su suerte, y si evitaba los accidentes, las enfermedades, las bestias de presa y la inanición, podría sobrevivir otros diez años más.
La noche siguió su curso, fría y clara, sin más alarmas, y la Luna se alzó lentamente en medio de constelaciones ecuatoriales que ningún ojo humano vería jamás. En las cuevas, entre tandas de incierto dormitar y temerosa espera, estaban naciendo las pesadillas de generaciones aún por ser.
Y por dos veces atravesó lentamente el firmamento, alzándose al cenit, y descendiendo por el Este, un deslumbrante punto de luz más brillante que cualquier estrella.

2 ? La nueva roca
Moon?Watcher se despertó de súbito, muy adentrada la noche. Molido por los esfuerzos y desastres del día, había estado durmiendo más a pierna suelta que de costumbre, aunque se puso instantáneamente alerta, al oír el primer leve gatear en el valle.
Se incorporó, quedando sentado en la fétida oscuridad de la cueva, tensando sus sentidos a la noche, y el miedo serpeó lentamente en su alma. Jamás en su vida ?casi el doble de larga que la mayoría de los miembros de su especie podían esperar? había oído un sonido como aquel.
Los grandes gatos se aproximaban en silencio, y lo único que los traicionaba era un raro deslizarse de tierra, o el ocasional crujido de una ramita. Mas éste era un continuo ruido crepitante, que iba aumentando constantemente en intensidad. Parecía como si alguna enorme bestia se estuviese moviendo a través de la noche, desechando en absoluto el sigilo, y haciendo caso omiso de todos los obstáculos. En una ocasión Moon?Watcher oyó el inconfundible sonido de un matorral al ser arrancado de raíz; los elefantes y los dinoterios lo hacían a menudo, pero por lo demás se movían tan silenciosamente como los felinos.
Y de pronto llegó un sonido que Moon?Watcher no podía posiblemente haber identificado, pues jamás había sido oído antes en la historia del mundo. Era el rechinar del metal contra la piedra.
Moon?Watcher llegó junto a la Nueva Roca, al conducir la tribu al río a la primera claridad diurna. Había casi olvidado los terrores de la noche, porque nada había sucedido tras aquel ruido inicial, por lo que ni siquiera asoció aquella extraña cosa con peligro o con miedo. No había, después de todo nada alarmante en ello.
Era una losa rectangular, de una altura triple a la suya pero lo bastante estrecha como para abarcarla con sus brazos, y estaba hecha de algún material completamente transparente; en verdad que no era fácil verla excepto cuando el sol que se alzaba destellaba en sus bordes. Como Moon?Watcher no había topado nunca con hielo, ni agua cristalina, no había objetos naturales con los que pudiese comparar aquella aparición.
Ciertamente era más bien atractiva, y aunque él tenía por costumbre ser prudentemente cauto ante la mayoría de las novedades, no vacilo mucho antes de encaramarse a ella. Y como nada sucedió, tendió la mano y sintió una fría y dura superficie.
Tras varios minutos de intenso pensar, llegó a una brillante explicación. Era una roca, desde luego, y debió haber brotado durante la noche.
Había muchas plantas que lo hacían así… objetos blancos y pulposos en forma de guijas, que parecían emerger durante las horas de oscuridad. Verdad era que eran pequeñas y redondas, mientras que esta era ancha y de agudas aristas; pero filósofos más grandes y modernos que Moon?Watcher estarían dispuestos a pasar por alto excepciones igualmente sorprendentes a sus teorías.
Aquella muestra realmente soberbia de pensamiento abstracto condujo a Moon?Watcher, tras sólo tres o cuatro minutos, a una deducción que puso inmediatamente a prueba. Las blancas y redondas plantas?guijas eran muy sabrosas (aunque había unas cuantas que producían una violenta enfermedad). ¿Quizás ésta grande…?
Unas cuantas lamidas e intentos de roer le desilusionaron rápidamente. No había ninguna alimentación en ella; por lo que, como mono?humanoide juicioso, prosiguió en dirección al río, olvidándolo todo sobre el cristalino monolito, durante la cotidiana rutina de chillar a los Otros.
El forrajeo era muy malo, hoy, y la tribu hubo de recorrer varias millas desde las cuevas para encontrar algún alimento. Durante el despiadado calor del mediodía una de las hembras más frágiles se desplomó víctima de un colapso, lejos de cualquier posible refugio. Sus compañeros la rodearon arrullándola alentadoramente, mas no había nada que pudieran hacer. De haber estado menos agotados, podían haberla transportado con ellos; pero no les quedaba ningún excedente de energía para tal acto de caridad. Por lo tanto, hubieron de abandonarla para que se recuperase con sus propios recursos, o pereciese. En el recorrido de vuelta al hogar pasaron al atardecer por el lugar donde se depositaban los cadáveres; no se veía en él ningún hueso.
Con la última luz del día, y mirando ansiosamente en derredor para precaverse de tempranos cazadores, bebieron apresuradamente en el riachuelo, comenzando seguidamente a trepar a sus cuevas. Se hallaban todavía a cien metros de la nueva roca cuando comenzó el sonido.
Era apenas audible, pero sin embargo los detuvo en seco, quedando paralizados en la vereda, con las mandíbulas colgando flojamente. Una simple y enloquecedora vibración repetida, salía expelida del cristal, hipnotizando a todo cuando aprehendía en su sortilegio. Por primera vez ?y la última, en tres millones de años? se oyó en Africa el sonido del tambor.
El vibrar se hizo más fuerte y más insistente. Los mono?humanoide comenzaron a moverse hacia adelante como sonámbulos, en dirección al origen de aquel obsesionante sonido. A veces daban pequeños pasos de danza, como si su sangre respondiese a los ritmos que sus descendientes aún tardarían épocas en crear. Y completamente hechizados, se congregaron entorno al monolito, olvidando las fatigas y penalidades del día, los peligros de la oscuridad que iba tendiéndose, y el hambre de sus estómagos.
El tamborileo se hizo más ruidoso, y más oscura la noche. Y cuando las sombras se alargaron y se agotó la luz del firmamento, el cristal comenzó a resplandecer.
Primero perdió su transparencia, y quedó bañado en pálida y lechosa luminiscencia. A través de su superficie y en sus profundidades se movieron atormentadores fantasmas vagamente definidos, los cuales se fusionaron en franjas de luz y sombra, formando luego rayados diseños entremezclados que comenzaron a girar lentamente.
Los haces de luz giraron cada vez más rápidamente, acelerándose con ellos el vibrar de los tambores. Hipnotizados del todo, los mono?humanoide sólo podían ya contemplar con mirada fija y mandíbulas colgantes aquel pasmoso despliegue pirotécnico. Habían olvidado ya los instintos de sus progenitores y las lecciones de toda una existencia; ninguno entre ellos, corrientemente, habría estado tan lejos de su cueva tan tarde. Pues la maleza circundante estaba llena de formas que parecían petrificadas y de ojos fijos, como si las criaturas nocturnas hubiesen suspendido sus actividades para ver lo que habría de suceder luego.
Los giratorios discos de luz comenzaron entonces a emerger, y sus radios se fundieron en luminosas barras que retrocedieron lentamente en la distancia, girando sus ejes al hacerlo. Escindiéronse luego en pares, y las series de líneas resultantes comenzaron a oscilar a través unas de otras, cambiando lentamente sus ángulos de intersección. Fantásticos y volanderos diseños geométricos flamearon y de apagaron al enredarse y desenredarse las resplandecientes mallas; y los mono?humanoide siguieron con la mirada fija, hipnotizados cautivos del radiante cristal.
Jamás hubieran adivinado que estaban siendo sondeadas sus mentes, estudiadas sus reacciones y evaluados sus potenciales. Al principio, la tribu entera permaneció semiagazapada, en inmóvil cuadro, como petrificada. Luego el mono?humanoide más próximo a la losa volvió de súbito a la vida.
No varió su posición, pero su cuerpo perdió su rigidez, semejante a la del trance hipnótico, y se animó como si fuera un muñeco controlado por invisibles hilos. Giró la cabeza a este y otro lado; la boca se cerró y abrió silenciosamente; las manos se cerraron y abrieron. Inclinóse luego, arranco una larga brizna de hierba, e intentó anudarla, con torpes dedos.
Parecía un poseído, pugnando contra un espíritu o demonio que se hubiese apoderado de su cuerpo. Jadeaba intentando respirar, sus ojos estaban llenos de terror mientras quería obligar a sus dedos a hacer movimientos más complicados que cualesquiera hubiese antes intentado.
A pesar de todos sus esfuerzos, únicamente logró hacer pedazos el tallo. Y mientras los fragmentos caían al suelo, le abandonó la influencia dominante, y volvió a quedarse inmóvil, como petrificado.
Otro mono?humanoide surgió a la vida, y procedió a la misma ejecución. Este era un ejemplar más joven, y por ende más adaptable, logrando lo que el más viejo había fallado. En el planeta Tierra, había sido enlazado el primer tosco nudo…
Otros hicieron cosas más extrañas y todavía más anodinas. Algunos extendieron sus brazos en toda su longitud e intentaron tocarse las yemas de los dedos… primero con ambos ojos abiertos y luego con uno cerrado. Algunos hubieron de mirar fijamente en las formas trazadas en el cristal, que se fueron dividiendo cada vez más finamente hasta fundirse en un borrón gris. Y todos oyeron aislados y puros sonidos, de variado tono que rápidamente descendieron por debajo del nivel del oído.
Al llegar la vez a Moon?Watcher sintió muy poco temor. Su principal sensación era la de un sordo resentimiento, al contraerse sus músculos y moverse sus miembros obedeciendo órdenes que no eran completamente suyas.
Sin saber por que, se inclinó y recogió una piedrecita. Al incorporarse, vio que había una nueva imagen en la losa del cristal.
Las formas danzantes habían desaparecido, dejando en su lugar una serie de círculos concéntricos que rodeaban un intenso disco negro.
Obedeciendo las silenciosas órdenes que oía en su cerebro, arrojó la piedra con torpe impulso de volea, fallando el blanco por bastantes centímetros.
“Inténtalo de nuevo”, dijo la orden. Buscó en derredor hasta hallar otro guijarro. Y ésta vez su lanzamiento dio en la losa, produciendo un sonido como de campana. Sin embargo todavía era muy deficiente su puntería, aunque había sin duda mejorado.
Al cuarto intento, el impacto dio sólo a milímetros del blanco. Una sensación de indescriptible placer, casi sexual en su intensidad, inundó su mente. Aflojóse luego el control, y ya no sintió ningún impulso para hacer nada, excepto quedarse esperando.
Una a uno cada miembro de la tribu fue brevemente poseído. Algunos tuvieron éxito, pero la mayoría fallaron en las tareas que se les habían impuesto, y todos fueron recompensados apropiadamente con espasmos de placer o de dolor.
Ahora había sólo un fulgor uniforme y sin rasgos en la gran losa, por lo que se asemejaba a un bloque de luz superpuesto en la circundante oscuridad. Como si se despertasen de un sueño, los mono?humanoide menearon sus cabezas, y comenzaron luego a moverse por la vereda en dirección a sus cobijos. No miraron hacia atrás ni se maravillaron ante la extraña luz que estaba guiándoles a sus hogares… y a un futuro desconocido hasta para las estrellas.

Alejandro Dumas – La mujer del collar de terciopelo

Alejandro Dumas
La mujer del collar de terciopelo
(Mil y un fantasmas)

ÍNDICE
I. EL ARSENAL
II. LA FAMILIA DE HOFFMANN
III. UN ENAMORADO Y UN LOCO
IV. MAESE GOTTLIEB MURR
V. ANTONIA
VI. EL JURAMENTO
VII. UNA BARRERA EN PARES EN 1793
VIII. DE CÓMO ESTABAN CERRADOS LOS MUSEOS Y LAS BIBLIOTECAS; PERO DE CÓMO ESTABA ABIERTA LA PLAZA DE LA REVOLUCIÓN
IX. «EL JUICIO DE PARIS»
X. ARSÈNE
XI. LA SEGUNDA REPRESENTACIÓN DEL «JUICIO DE PARIS»
XII. EL CAFETÍN
XIII. EL RETRATO
XIV. EL TENTADOR
XV. EL NÚMERO 113
XVI. EL MEDALLÓN
XV. UN HOTEL DE LA CALLE SAINT-HONORÉ

I. EL ARSENAL
El 4 de diciembre de 1846, mi navío se hallaba anclado en la bahía de Túnez desde la víspera; me desperté hacia las cinco de la mañana con una de esas impresiones de profunda melancolía que ponen los ojos húmedos y el pecho hinchado para todo un día. Esa impresión procedía de un sueño.
Salté al pie de mi catre, me puse un pantalón, subí al puente y miré al frente y a mi alrededor. Esperaba que el maravilloso paisaje que se desarrollaba ante mi vista apartase mi espíritu de esa preocupación, más obstinada precisamente porque tenía una causa menos real.
Delante de mí tenía, a tiro de fusil, la escollera que se extendía desde el fuerte de la Goulette al fuerte del Arsenal, dejando un estrecho paso a los navíos que quieren penetrar desde el golfo al lago. Este lago, de aguas azules como el azul del cielo que reflejan, era agitado en ciertos lugares por el batir de alas de una bandada de cisnes, mientras sobre las estacas plantadas de trecho en trecho para indicar bajos fondos, se mantenía inmóvil, semejante a uno de esos pájaros que se esculpen sobre las sepulturas, un cormorán que de pronto se dejaba caer en la superficie del agua con un pez atravesado en el pico, tragaba ese pez, volvía a subirse a su estaca, y recuperaba su taciturna inmovilidad hasta que un nuevo pez que pase a su alcance solicite su apetito y, dominando su pereza, le haga desaparecer de nuevo para volver a aparecer a poco.
Y mientras tanto, cada cinco minutos el aire era cruzado por una hilera de flamencos cuyas alas de púrpura destacaban sobre el blanco mate de su plumaje y, formando un cuadrado, parecían un juego de cartas compuesto por el as de diamante únicamente, y volando en una sola línea.
En el horizonte estaba Túnez, es decir, un montón de casas cuadradas, sin ventanas, sin aberturas, subiendo en forma de anfiteatro, blancas como la tiza y destacándose sobre el cielo con una nitidez singular. A izquierda, como una inmensa muralla almenada, se elevaban las montañas de Plomo, cuyo nombre indica ya su tinte sombrío; a su pie se arrastraban el morabito y la población de Sidi-Fathallah; a la derecha se distinguía la tumba de San Luis y el lugar en que estuvo Cartago, dos de los mayores recuerdos que existen en la historia del mundo. Detrás de nosotros se balanceaba, anclado, el Montezuma, magnífica fragata a vapor con una fuerza de cuatrocientos cincuenta caballos.
Desde luego, había en todo aquello motivos para distraer la imaginación más preocupada. A la vista de todas aquellas riquezas, se hubiera olvidado la víspera, el día presente y el día siguiente. Pero mi espíritu, a diez años de allí, estaba fijo de forma obstinada sobre un solo pensamiento que un sueño había clavado en mi cerebro.
Mi mirada se quedó clavada. Todo aquel espléndido panorama se fue borrando poco a poco en la vaguedad de mis ojos. Pronto no vi ya nada de lo que existía. La realidad desapareció; luego, en medio de aquel vacío nubloso, como bajo la varita de un hada, se dibujó un salón de artesonados blancos, en cuyo fondo, sentada ante un piano por cuyas teclas erraban negligentemente sus dedos, estaba una mujer inspirada y pensativa a la vez, una musa y una santa. Reconocí a la mujer y murmuré como si pudiera oírme:-Yo os saludo, María, llena de Gracia, mi espíritu está con vos.
Luego, sin intentar resistir a aquel ángel de alas blancas que, devolviéndome a los días de mi juventud, y como una visión encantadora, me mostraba aquella casta figura de joven, de mujer joven y de madre, me dejé llevar por la corriente de ese río que se llama la memoria y que remonta al pasado en lugar de descender hacia el futuro.
Entonces me sentí dominado por ese sentimiento tan egoísta y, por consiguiente, tan natural al hombre, que le impulsa a no guardar su pensamiento para él solo, a duplicar la extensión de sus sensaciones comunicándolas, y a derramar, finalmente, en otra alma el licor dulce o amargo que llena su ánimo.
Cogí una pluma y escribí:
A bordo del Véloce, a la vista de Cartago y de Túnez. 4 de diciembre de 1846 Señora:
Al abrir una carta datada en Cartago y en Túnez, se preguntará quién puede escribirle desde semejante lugar, y espera recibir un autógrafo de Régulo o de Luis IX. ¡Ay, señora’, el que escribe desde tan lejos, su humilde servidor a sus pies, no es ni un héroe ni un
santo, y si alguna vez se ha parecido algo al obispo de Hipona, cuya tumba visité hace tres días, sólo a la primera parte de la vida de ese gran hombre pueda aplicarse el parecido. Cierto que, como él puede redimir esa primera parte de la vida con la segunda. Pero ya es demasiado tarde para hacer penitencia, y, según todas las posibilidades, morirá como ha vivido, sin atreverse siquiera a dejar tras él sus confesiones que, en rigor, pueden dejarse contar, pero que apenas se pueden leer.
Ha corrido usted ya a la firma, ¿no es cierto, señora? y ya sabe quién le escribe; de suerte que ahora se pregunta cómo, entre este magnífico lago que es la tumba de una ciudad, y el pobre monumento que es el sepulcro de un rey, el autor de los Mosqueteros y del MonteCristo ha pensado en escribirle, precisamente a usted, cuando en París, a su alcance, se queda a veces un año entero sin ir a verla.
Ante todo, señora, París es París; es decir, una especie de torbellino donde se pierde la memoria de todas las cosas, en medio del ruido que provoca el mundo corriendo y la tierra girando. En París, yo ando como el mundo y como la tierra; corro y giro, sin contar que, cuando no giro ni corro, escribo. Pero entonces, señora, ocurre otra cosa: cuando escribo ya no estoy separado de usted más de lo que usted piensa, porque usted es una de esas raras personas para las que escribo, y es muy extraordinario que no me diga cuando acabo un capítulo del que estoy contento, o un libro que es bienvenido: Marie Nodier, ese espíritu raro y encantador, leerá esto; y me siento orgulloso, señora, porque espero que después de haber leído lo que acabo de escribir, tal vez yo crezca algunos centímetros en su pensamiento.
Volviendo a mi pensamiento, señora, esta noche he soñado, no me atrevo a decir que en usted, sino de usted, olvidando el oleaje que balanceaba un gigantesco navío que balanceaba un gigantesco navío a vapor que el gobierno me presta, y en el que doy hospitalidad a uno de sus amigos y a uno de sus admiradores, a Boulanger y a mi hijo, además de Giraud, Maquet, Chancel y Desbarolles, que figuran en el número de sus conocidos; me dormí, decía, sin pensar en nada, y como casi estoy en el país de Las mil y una noches, un genio me ha visitado y me ha hecho entrar en un sueño cuya reina era usted. El lugar a que me condujo, o más bien me llevó, señora, era mucho más que un palacio, era mucho más que un reino; era esa hermosa y excelente casa del Arsenal, en la época de su alegría y de su felicidad, cuando nuestro bienamado Charles hacía en ella los honores con toda la franqueza de la hospitalidad antigua, y nuestra muy respetada Marie con toda la gracia de la hospitalidad moderna.
Ah, créame, señora, que al escribir estas líneas acabo de dejar escapar un gran suspiro. Esa época fue para mí una época feliz. Su espíritu encantador se daba a todo el mundo, y a veces, me atrevo a decirlo, a mí más que a cualquier otro. Ya ve que es un sentimiento egoísta lo que me acerca a usted. Yo me llevaba algo de su adorable alegría, como el guijarro del poeta Saadi se llevaba una parte del perfume de la rosa.
¿Se acuerda del traje de arquero de Paul?¿Se acuerda de las zapatillas amarillas de Francisque Michel? ¿Se acuerda de mi hijo vestido de descargador? ¿Se acuerda del rincón donde estaba el piano y donde usted cantaba Lazzara, esa maravillosa melodía que usted me prometió y que, dicho sea sin reproches, nunca me ha dado?
Ya que apelo a sus recuerdos, vayamos más lejos todavía: ¿Se acuerda de Fontaney y Abed Johannot, esas dos figuras veladas que siempre permanecían tristes en medio de nuestras risas, porque hay en los hombres que deben morir jóvenes un vago presentimiento de la tumba? ¿Se acuerda de Taylor, sentado en un rincón, inmóvil, mudo y pensando en un nuevo viaje, durante el que poder enriquecer Francia con un cuadro español, un bajorrelieve griego o un obelisco egipcio? ¿Se acuerda de Vigny, que en esa época tal vez dudaba de su transfiguración y todavía se dignaba mezclarse en la multitud de los humanos? ¿Se acuerda de Lamartine, de pie delante de la chimenea, y dejando rodar hasta los pies de usted la armonía de sus hermosos versos? ¿Se acuerda de Hugo mirándole y escuchando como Eteocles debía mirar y escuchar a Polinices, el único entre nosotros con la sonrisa de la igualdad en los labios, mientras la señora Hugo, jugando con sus hermosos cabellos, estaba a medias recostada sobre el canapé, como fatigada por la parte de gloria que le tocaba?
Luego, en medio de todo esto, su madre, tan sencilla, tan buena, tan dulce; su tía, la señora de Tercy, tan ingeniosa y tan acogedora; Dauzats, tan fantástico, tan hablador, tan dicharachero; Barye, tan aislado en medio del ruido que su pensamiento siempre parece enviado por su cuerpo a la búsqueda de una de las siete maravillas del mundo; Boulanger, hoy tan melancólico, mañana tan jovial, siempre tan gran pintor, siempre tan gran poeta, siempre tan buen amigo en su alegría como en su tristeza; luego, por último, esa niñita que yo recogía en el hueco de mis brazos y que ofrecía como una estatuilla de Barre o de Pradier, ¡Oh , Dios mío, ¿qué ha sido de todo esto, señora?
El señor ha soplado sobre la clave de bóveda, y el edificio mágico se ha desmoronado, y los que lo poblaban han huido, y todo está desierto en ese mismo lugar donde antes todo estaba vivo, abierto, floreciente.
Fontaney y A~ed Johannot están muertos, Taylor ha renunciado a los viajes, De Vigny se ha vuelto invisible, Lamartine es diputado, Hugo par de Francia, y Boulanger, mi hijo y yo estamos en Cartago, donde la veo a usted, señora, al soltar ese gran suspiro de que le hablaba hace un momento, y que a pesar del viento que arrastra como una nube la humareda moviente de nuestro navío, no volverá a atrapar nunca esos queridos recuerdos que el tiempo de alas sombrías arrastra silenciosamente en la bruma grisácea del pasado.
¡Oh, primavera, juventud del año! ¡Oh, juventud, primavera de la vida!
Pues bien, ése es el mundo desvanecido que un sueño me ha devuelto, esta noche, tan brillante, tan visible, pero al mismo tiempo, ¡ay f, tan impalpable como esos átomos que bailan en medio del rayo de sol infiltrado en una cámara sombría por la abertura de una contraventana entreabierta.
Y ahora, señora, ¿verdad que ya no se asombra usted de esta carta? El presente zozobraría sin cesar si no fuera mantenido en equilibrio por el peso de la esperanza y el contrapeso de los recuerdos, y por suerte o por desgracia tal vez, yo soy de aquellos en quienes los recuerdos prevalecen sobre las esperanzas.
Ahora hablemos de otra cosa; porque está permitido ser triste, pero a condición de no entristecer a los demás. ¿Qué hace mi amigo Boniface?¡Ay , hace ocho o diez días visité una ciudad que le valdrá muchos castigos cuando encuentre su nombre en el libro de ese
maldito usurero que se llama Salustio. Esa ciudad es Constantina, la antigua Cirta, maravilla construida en lo alto de una roca, sin duda por una raza de animales fantásticos con alas de águila y manos de hombre, como Herodoto y Levaillent, esos dos grandes viajeros, la vieron.
Luego, pasamos un poco a Utica, y mucho a Bicerta. En esta última ciudad, Giraud ha hecho el retrato de un notario turco, y Boulanger de su pasante. Se los envío, señora, a fin de que pueda compararlos con los notarios y los pasantes de París. Dudo mucho que sea ventajosa para estos últimos.
En cuanto a mí, me caí al agua cazando flamencos y cisnes, accidente que, en el Sena, probablemente helado en este momento, habría podido tener molestas consecuencias, pero que, en el lago de Catón, no ha tenido más inconveniente que hacerme tomar un baño completamente vestido, y esto para gran asombro de Alexandre, de Giraud y del gobernador de la ciudad, que desde lo alto de una terraza seguían nuestra barca con la mirada, y que no podían comprender un suceso que atribuían a un acto de mi fantasía y que no era otra cosa que la pérdida de mi centro de gravedad.
Me tiré como los cormoranes de que hace poco le hablaba, señora; como ellos desaparecí, como ellos volví a la superficie; aunque, a diferencia de ello, no traje un pez en el pico.
A los cinco minutos ya no pensaba en el lance, y estaba seco como el señor Valéry: fíjese cuál habrá sido la complacencia del sol al acariciarme.
Querría, señora, doquiera esté usted, llevar un rayo de este hermoso sol, aunque no fuera más que para hacer brotar en su ventana una planta de myosotis. Adiós, señora, perdóneme esta larga carta; no estoy acostumbrado a hacerlas, y como el niño que se defendía de haber hecho el mundo, le prometo que no volveré a hacerlo; pero, también, ¿por qué el conserje del cielo se ha dejado abierta esa puerta de marfil por la que salen los sueños dorados?
Reciba, señora, el homenaje de mis sentimientos más respetuosos.
ALEXANDRE DUMAS. Un cordial apretón de manos para Jules.
Y ahora, a qué viene esta carta completamente íntima? Para contar a mis lectores la historia de la mujer del collar de terciopelo, tenía que abrir las puertas del Arsenal, es decir, de la morada de Charles Nodier.
Y ahora que esa puerta me ha sido abierta por la mano de su hija, y que, por consiguiente, estamos seguros de ser bien recibidos, «quien me ame que me siga».
En uno de los extremos de París que continúa al muelle Célestins, adosado a la calle Morland, y dominando el río, se alza un gran edificio sombrío y triste de aspecto llamado el Arsenal.

Antoine De Saint-Exupéry – El principito

ANTOINE DE SAINT – EXUPERY

EL PRINCIPITO

EL PRINCIPITO
A. De Saint – Exupéry

A Leon Werth:

Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor es capaz de entenderlo todo, hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío. Verdaderamente necesita consuelo. Si todas esas excusas no bastasen, bien puedo dedicar este libro al niño que una vez fue esta persona mayor. Todos los mayores han sido primero niños. (Pero pocos lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria:

A LEON WERTH
CUANDO ERA NIÑO

I
Cuando yo tenía seis años vi en un libro sobre la selva virgen que se titulaba “Historias vividas”, una magnífica lámina. Representaba una serpiente boa que se tragaba a una fiera.
En el libro se afirmaba: “La serpiente boa se traga su presa entera, sin masticarla. Luego ya no puede moverse y duerme durante los seis meses que dura su digestión”.
Reflexioné mucho en ese momento sobre las aventuras de la jungla y a mi vez logré trazar con un lápiz de colores mi primer dibujo. Mi dibujo número 1 era de esta manera:

Enseñé mi obra de arte a las personas mayores y les pregunté si mi dibujo les daba miedo.
?¿por qué habría de asustar un sombrero?? me respondieron.
Mi dibujo no representaba un sombrero. Representaba una serpiente boa que digiere un elefante. Dibujé entonces el interior de la serpiente boa a fin de que las personas mayores pudieran comprender. Siempre estas personas tienen necesidad de explicaciones. Mi dibujo número 2 era así:

Las personas mayores me aconsejaron abandonar el dibujo de serpientes boas, ya fueran abiertas o cerradas, y poner más interés en la geografía, la historia, el cálculo y la gramática. De esta manera a la edad de seis años abandoné una magnífica carrera de pintor. Había quedado desilusionado por el fracaso de mis dibujos número 1 y número 2. Las personas mayores nunca pueden comprender algo por sí solas y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones.
Tuve, pues, que elegir otro oficio y aprendía pilotear aviones. He volado un poco por todo el mundo y la geografía, en efecto, me ha servido de mucho; al primer vistazo podía distinguir perfectamente la China de Arizona. Esto es muy útil, sobre todo si se pierde uno durante la noche.
A lo largo de mi vida he tenido multitud de contactos con multitud de gente seria. Viví mucho con personas mayores y las he conocido muy de cerca; pero esto no ha mejorado demasiado mi opinión sobre ellas.
Cuando me he encontrado con alguien que me parecía un poco lúcido, lo he sometido a la experiencia de mi dibujo número 1 que he conservado siempre. Quería saber si verdaderamente era un ser comprensivo. E invariablemente me contestaban siempre: “Es un sombrero”. Me abstenía de hablarles de la serpiente boa, de la selva virgen y de las estrellas. Poniéndome a su altura, les hablaba del bridge, del golf, de política y de corbatas. Y mi interlocutor se quedaba muy contento de conocer a un hombre tan razonable.

II
Viví así, solo, nadie con quien poder hablar verdaderamente, hasta cuando hace seis años tuve una avería en el desierto de Sahara. Algo se había estropeado en el motor. Como no llevaba conmigo ni mecánico ni pasajero alguno, me dispuse a realizar, yo solo, una reparación difícil. Era para mí una cuestión de vida o muerte, pues apenas tenía agua de beber para ocho días.
La primera noche me dormí sobre la arena, a unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Estaba más aislado que un náufrago en una balsa en medio del océano. Imagínense, pues, mi sorpresa cuando al amanecer me despertó una extraña vocecita que decía:
? ¡Por favor… píntame un cordero!
?¿Eh?
?¡Píntame un cordero!
Me puse en pie de un salto como herido por el rayo. Me froté los ojos. Miré a mi alrededor. Vi a un extraordinario muchachito que me miraba gravemente. Ahí tienen el mejor retrato que más tarde logré hacer de él, aunque mi dibujo, ciertamente es menos encantador que el modelo. Pero no es mía la culpa. Las personas mayores me desanimaron de mi carrera de pintor a la edad de seis años y no había aprendido a dibujar otra cosa que boas cerradas y boas abiertas.

Miré, pues, aquella aparición con los ojos redondos de admiración. No hay que olvidar que me encontraba a unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Y ahora bien, el muchachito no me parecía ni perdido, ni muerto de cansancio, de hambre, de sed o de miedo. No tenía en absoluto la apariencia de un niño perdido en el desierto, a mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Cuando logré, por fin, articular palabra, le dije:
? Pero? ¿qué haces tú por aquí?
Y él respondió entonces, suavemente, como algo muy importante:
?¡Por favor? píntame un cordero!
Cuando el misterio es demasiado impresionante, es imposible desobedecer. Por absurdo que aquello me pareciera, a mil millas de distancia de todo lugar habitado y en peligro de muerte, saqué de mi bolsillo una hoja de papel y una pluma fuente. Recordé que yo había estudiado especialmente geografía, historia, cálculo y gramática y le dije al muchachito (ya un poco malhumorado), que no sabía dibujar.
?¡No importa ?me respondió?, píntame un cordero!
Como nunca había dibujado un cordero, rehice para él uno de los dos únicos dibujos que yo era capaz de realizar: el de la serpiente boa cerrada. Y quedé estupefacto cuando oí decir al hombrecito:
? ¡No, no! Yo no quiero un elefante en una serpiente. La serpiente es muy peligrosa y el elefante ocupa mucho sitio. En mi tierra es todo muy pequeño. Necesito un cordero. Píntame un cordero.

Dibujé un cordero. Lo miró atentamente y dijo:

?¡No! Este está ya muy enfermo. Haz otro.
Volví a dibujar.

Mi amigo sonrió dulcemente, con indulgencia.
?¿Ves? Esto no es un cordero, es un carnero. Tiene Cuernos?
Rehice nuevamente mi dibujo: fue rechazado igual que los anteriores.

?Este es demasiado viejo. Quiero un cordero que viva mucho tiempo.
Falto ya de paciencia y deseoso de comenzar a desmontar el motor, garrapateé rápidamente este dibujo, se lo enseñé, y le agregué:

?Esta es la caja. El cordero que quieres está adentro. Con gran sorpresa mía el rostro de mi joven juez se iluminó:
?¡Así es como yo lo quería! ¿Crees que sea necesario mucha hierba para este cordero?
?¿Por qué?
?Porque en mi tierra es todo tan pequeño?
Se inclinó hacia el dibujo y exclamó:
?¡Bueno, no tan pequeño?! Está dormido?
Y así fue como conocí al principito.

III
Me costó mucho tiempo comprender de dónde venía. El principito, que me hacía muchas preguntas, jamás parecía oír las mías. Fueron palabras pronunciadas al azar, las que poco a poco me revelaron todo. Así, cuando distinguió por vez primera mi avión (no dibujaré mi avión, por tratarse de un dibujo demasiado complicado para mí) me preguntó:
?¿Qué cosa es esa? ?Eso no es una cosa. Eso vuela. Es un avión, mi avión.
Me sentía orgulloso al decirle que volaba. El entonces gritó:
?¡Cómo! ¿Has caído del cielo? ?Sí ?le dije modestamente. ?¡Ah, que curioso!
Y el principito lanzó una graciosa carcajada que me irritó mucho. Me gusta que mis desgracias se tomen en serio. Y añadió:
?Entonces ¿tú también vienes del cielo? ¿De qué planeta eres tú?
Divisé una luz en el misterio de su presencia y le pregunté bruscamente:
?¿Tu vienes, pues, de otro planeta?
Pero no me respondió; movía lentamente la cabeza mirando detenidamente mi avión.
?Es cierto, que, encima de eso, no puedes venir de muy lejos?
Y se hundió en un ensueño durante largo tiempo. Luego sacando de su bolsillo mi cordero se abismó en la contemplación de su tesoro.
Imagínense cómo me intrigó esta semiconfidencia sobre los otros planetas. Me esforcé, pues, en saber algo más:
?¿De dónde vienes, muchachito? ¿Dónde está “tu casa”? ¿Dónde quieres llevarte mi cordero?
Después de meditar silenciosamente me respondió:
?Lo bueno de la caja que me has dado es que por la noche le servirá de casa. ?Sin duda. Y si eres bueno te daré también una cuerda y una estaca para atarlo durante el día.
Esta proposición pareció chocar al principito.
?¿Atarlo? ¡Qué idea más rara! ?Si no lo atas, se irá quién sabe dónde y se perderá?
Mi amigo soltó una nueva carcajada.
?¿Y dónde quieres que vaya? ?No sé, a cualquier parte. Derecho camino adelante?
Entonces el principito señaló con gravedad:
?¡No importa, es tan pequeña mi tierra!
Y agregó, quizás, con un poco de melancolía:
?Derecho, camino adelante? no se puede ir muy lejos.

IV
De esta manera supe una segunda cosa muy importante: su planeta de origen era apenas más grande que una casa.
Esto no podía asombrarme mucho. Sabía muy bien que aparte de los grandes planetas como la Tierra, Júpiter, Marte, Venus, a los cuales se les ha dado nombre, existen otros centenares de ellos tan pequeños a veces, que es difícil distinguirlos aun con la ayuda del telescopio. Cuando un astrónomo descubre uno de estos planetas, le da por nombre un número. Le llama, por ejemplo, “el asteroide 3251”.
Tengo poderosas razones para creer que el planeta del cual venía el principito era el asteroide B 612. Este asteroide ha sido visto sólo una vez con el telescopio en 1909, por un astrónomo turco.
Este astrónomo hizo una gran demostración de su descubrimiento en un congreso Internacional de Astronomía. Pero nadie le creyó a causa de su manera de vestir. Las personas mayores son así. Felizmente para la reputación del asteroide B 612, un dictador turco impuso a su pueblo, bajo pena de muerte, el vestido a la europea. Entonces el astrónomo volvió a dar cuenta de su descubrimiento en 1920 y como lucía un traje muy elegante, todo el mundo aceptó su demostración.
Si les he contado de todos estos detalles sobre el asteroide B 612 y hasta les he confiado su número, es por consideración a las personas mayores. A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: “¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?” Pero en cambio preguntan: “¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?” Solamente con estos detalles creen conocerle. Si les decimos a las personas mayores: “He visto una casa preciosa de ladrillo rosa, con geranios en las ventanas y palomas en el tejado”, jamás llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: “He visto una casa que vale cien mil pesos”. Entonces exclaman entusiasmados: “¡Oh, qué preciosa es!”
De tal manera, si les decimos: “La prueba de que el principito ha existido está en que era un muchachito encantador, que reía y quería un cordero. Querer un cordero es prueba de que se existe”, las personas mayores se encogerán de hombros y nos dirán que somos unos niños. Pero si les decimos: “el planeta de donde venía el principito era el asteroide B 612”, quedarán convencidas y no se preocuparán de hacer más preguntas. Son así. No hay por qué guardarles rencor. Los niños deben ser muy indulgentes con las personas mayores.
Pero nosotros, que sabemos comprender la vida, nos burlamos tranquilamente de los números. A mí me habría gustado más comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas. Me habría gustado decir:
“Era una vez un principito que habitaba un planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo?” Para aquellos que comprenden la vida, esto hubiera parecido más real.
Porque no me gusta que mi libro sea tomado a la ligera. Siento tanta pena al contar estos recuerdos. Hace ya seis años que mi amigo se fue con su cordero. Y si intento describirlo aquí es sólo con el fin de no olvidarlo. Es muy triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo. Y yo puedo llegar a ser como las personas mayores, que sólo se interesan por las cifras. Para evitar esto he comprado una caja de lápices de colores. ¡Es muy duro, a mi edad, ponerse a aprender a dibujar, cuando en toda la vida no se ha hecho otra tentativa que la de una boa abierta y una boa cerrada a la edad de seis años! Ciertamente que yo trataré de hacer retratos lo más parecido posibles, pero no estoy muy seguro de lograrlo. Uno saldrá bien y otro no tiene parecido alguno. En las proporciones me equivoco también un poco. Aquí el principito es demasiado grande y allá es demasiado pequeño. Dudo también sobre el color de su traje. Titubeo sobre esto y lo otro y unas veces sale bien y otras mal. Es posible, en fin, que me equivoque sobre ciertos detalles muy importantes. Pero habrá que perdonármelo ya que mi amigo no me daba nunca muchas explicaciones. Me creía semejante a sí mismo y yo, desgraciadamente, no sé ver un cordero a través de una caja. Es posible que yo sea un poco como las personas mayores. He debido envejecer.

V
Cada día yo aprendía algo nuevo sobre el planeta, sobre la partida y sobre el viaje. Esto venía suavemente al azar de las reflexiones. De esta manera tuve conocimiento al tercer día, del drama de los baobabs.
Fue también gracias al cordero y como preocupado por una profunda duda, cuando el principito me preguntó:
?¿Es verdad que los corderos se comen los arbustos?
?Sí, es cierto.
?¡Ah, qué contesto estoy!
No comprendí por qué era tan importante para él que los corderos se comieran los arbustos. Pero el principito añadió:
?Entonces se comen también los Baobabs.
Le hice comprender al principito que los baobabs no son arbustos, sino árboles tan grandes como iglesias y que incluso si llevase consigo todo un rebaño de elefantes, el rebaño no lograría acabar con un solo baobab.
Esta idea del rebaño de elefantes hizo reír al principito.
?Habría que poner los elefantes unos sobre otros?
Y luego añadió juiciosamente:
?Los baobabs, antes de crecer, son muy pequeñitos.
?Es cierto. Pero ¿por qué quieres que tus corderos coman los baobabs?
Me contestó: “¡Bueno! ¡Vamos!” como si hablara de una evidencia. Me fue necesario un gran esfuerzo de inteligencia para comprender por mí mismo este problema.
En efecto, en el planeta del principito había, como en todos los planetas, hierbas buenas y hierbas malas. Por consiguiente, de buenas semillas salían buenas hierbas y de las semillas malas, hierbas malas. Pero las semillas son invisibles; duermen en el secreto de la tierra, hasta que un buen día una de ellas tiene la fantasía de despertarse. Entonces se alarga extendiendo hacia el sol, primero tímidamente, una encantadora ramita inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o de rosal, se la puede dejar que crezca como quiera. Pero si se trata de una mala hierba, es preciso arrancarla inmediatamente en cuanto uno ha sabido reconocerla. En el planeta del principito había semillas terribles? como las semillas del baobab. El suelo del planeta está infestado de ellas. Si un baobab no se arranca a tiempo, no hay manera de desembarazarse de él más tarde; cubre todo el planeta y lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño y los baobabs son numerosos, lo hacen estallar.
“Es una cuestión de disciplina, me decía más tarde el principito. Cuando por la mañana uno termina de arreglarse, hay que hacer cuidadosamente la limpieza del planeta. Hay que dedicarse regularmente a arrancar los baobabs, cuando se les distingue de los rosales, a los cuales se parecen mucho cuando son pequeñitos. Es un trabajo muy fastidioso pero muy fácil”.
Y un día me aconsejó que me dedicara a realizar un hermoso dibujo, que hiciera comprender a los niños de la tierra estas ideas. “Si alguna vez viajan, me decía, esto podrá servirles mucho. A veces no hay inconveniente en dejar para más tarde el trabajo que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el retraso es siempre una catástrofe. Yo he conocido un planeta, habitado por un perezoso que descuidó tres arbustos?”
Siguiendo las indicaciones del principito, dibujé dicho planeta. Aunque no me gusta el papel de moralista, el peligro de los baobabs es tan desconocido y los peligros que puede correr quien llegue a perderse en un asteroide son tan grandes, que no vacilo en hacer una excepción y exclamar: “¡Niños, atención a los baobabs!” Y sólo con el fin de advertir a mis amigos de estos peligros a que se exponen desde hace ya tiempo sin saberlo, es por lo que trabajé y puse tanto empeño en realizar este dibujo. La lección que con él podía dar, valía la pena. Es muy posible que alguien me pregunte por qué no hay en este libro otros dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs. La respuesta es muy sencilla: he tratado de hacerlos, pero no lo he logrado. Cuando dibujé los baobabs estaba animado por un sentimiento de urgencia.

VI
¡Ah, principito, cómo he ido comprendiendo lentamente tu vida melancólica! Durante mucho tiempo tu única distracción fue la suavidad de las puestas de sol. Este nuevo detalle lo supe al cuarto día, cuando me dijiste:
?Me gustan mucho las puestas de sol; vamos a ver una puesta de sol?
?Tendremos que esperar?
?¿Esperar qué?
?Que el sol se ponga.
Pareciste muy sorprendido primero, y después te reíste de ti mismo. Y me dijiste:
?Siempre me creo que estoy en mi tierra.
En efecto, como todo el mundo sabe, cuando es mediodía en Estados Unidos, en Francia se está poniendo el sol. Sería suficiente poder trasladarse a Francia en un minuto para asistir a la puesta del sol, pero desgraciadamente Francia está demasiado lejos. En cambio, sobre tu pequeño planeta te bastaba arrastrar la silla algunos pasos para presenciar el crepúsculo cada vez que lo deseabas?
?¡Un día vi ponerse el sol cuarenta y tres veces!
Y un poco más tarde añadiste:
?¿Sabes? Cuando uno está verdaderamente triste le gusta ver las puestas de sol.
?El día que la viste cuarenta y tres veces estabas muy triste ¿verdad?
Pero el principito no respondió.

VII
Al quinto día y también en relación con el cordero, me fue revelado este otro secreto de la vida del principito. Me preguntó bruscamente y sin preámbulo, como resultado de un problema largamente meditado en silencio:
?Si un cordero se come los arbustos, se comerá también las flores ¿no?
?Un cordero se come todo lo que encuentra.
?¿Y también las flores que tienen espinas?
?Sí; también las flores que tienen espinas.
?Entonces, ¿para qué le sirven las espinas?
Confieso que no lo sabía. Estaba yo muy ocupado tratando de destornillar un perno demasiado apretado del motor; la avería comenzaba a parecerme cosa grave y la circunstancia de que se estuviera agotando mi provisión de agua, me hacía temer lo peor.
?¿Para qué sirven las espinas?
El principito no permitía nunca que se dejara sin respuesta una pregunta formulada por él. Irritado por la resistencia que me oponía el perno, le respondí lo primero que se me ocurrió:
?Las espinas no sirven para nada; son pura maldad de las flores.
?¡Oh!
Y después de un silencio, me dijo con una especie de rencor:
?¡No te creo! Las flores son débiles. Son ingenuas. Se defienden como pueden. Se creen terribles con sus espinas?
No le respondí nada; en aquel momento me estaba diciendo a mí mismo: “Si este perno me resiste un poco más, lo haré saltar de un martillazo”. El principito me interrumpió de nuevo mis pensamientos:
?¿Tú crees que las flores??
?¡No, no creo nada! Te he respondido cualquier cosa para que te calles. Tengo que ocuparme de cosas serias.
Me miró estupefacto.
?¡De cosas serias!
Me miraba con mi martillo en la mano, los dedos llenos de grasa e inclinado sobre algo que le parecía muy feo.
?¡Hablas como las personas mayores!
Me avergonzó un poco. Pero él, implacable, añadió:
?¡Lo confundes todo?todo lo mezclas?!
Estaba verdaderamente irritado; sacudía la cabeza, agitando al viento sus cabellos dorados.
?Conozco un planeta donde vive un señor muy colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha mirado una estrella y que jamás ha querido a nadie. En toda su vida no ha hecho más que sumas. Y todo el día se lo pasa repitiendo como tú: “¡Yo soy un hombre serio, yo soy un hombre serio!”? Al parecer esto le llena de orgullo. Pero eso no es un hombre, ¡es un hongo!
?¿Un qué?
?Un hongo.
El principito estaba pálido de cólera.
?Hace millones de años que las flores tiene espinas y hace también millones de años que los corderos, a pesar de las espinas, se comen las flores. ¿Es que no es cosa seria averiguar por qué las flores pierden el tiempo fabricando unas espinas que no les sirven para nada? ¿Es que no es importante la guerra de los corderos y las flores? ¿No es esto más serio e importante que las sumas de un señor gordo y colorado? Y si yo sé de una flor única en el mundo y que no existe en ninguna parte más que en mi planeta; si yo sé que un buen día un corderillo puede aniquilarla sin darse cuenta de ello, ¿es que esto no es importante?
El principito enrojeció y después continuó:
?Si alguien ama a una flor de la que sólo existe un ejemplar en millones y millones de estrellas, basta que las mire para ser dichoso. Puede decir satisfecho: “Mi flor está allí, en alguna parte?” ¡Pero si el cordero se la come, para él es como si de pronto todas las estrellas se apagaran! ¡Y esto no es importante!
No pudo decir más y estalló bruscamente en sollozos.
La noche había caído. Yo había soltado las herramientas y ya no importaban nada el martillo, el perno, la sed y la muerte. ¡Había en una estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, un principito a quien consolar! Lo tomé en mis brazos y lo mecí diciéndole: “la flor que tú quieres no corre peligro? te dibujaré un bozal para tu cordero y una armadura para la flor?te?”. No sabía qué decirle, cómo consolarle y hacer que tuviera nuevamente confianza en mí; me sentía torpe. ¡Es tan misterioso el país de las lágrimas!

VIII
Aprendí bien pronto a conocer mejor esta flor. Siempre había habido en el planeta del principito flores muy simples adornadas con una sola fila de pétalos que apenas ocupaban sitio y a nadie molestaban. Aparecían entre la hierba una mañana y por la tarde se extinguían. Pero aquella había germinado un día de una semilla llegada de quién sabe dónde, y el principito había vigilado cuidadosamente desde el primer día aquella ramita tan diferente de las que él conocía. Podía ser una nueva especie de Baobab. Pero el arbusto cesó pronto de crecer y comenzó a echar su flor. El principito observó el crecimiento de un enorme capullo y tenía le convencimiento de que habría de salir de allí una aparición milagrosa; pero la flor no acababa de preparar su belleza al abrigo de su envoltura verde. Elegía con cuidado sus colores, se vestía lentamente y se ajustaba uno a uno sus pétalos. No quería salir ya ajada como las amapolas; quería aparecer en todo el esplendor de su belleza. ¡Ah, era muy coqueta aquella flor! Su misteriosa preparación duraba días y días. Hasta que una mañana, precisamente al salir el sol se mostró espléndida.
La flor, que había trabajado con tanta precisión, dijo bostezando:
?¡Ah, perdóname? apenas acabo de despertarme? estoy toda despeinada?!
El principito no pudo contener su admiración:
?¡Qué hermosa eres!
?¿Verdad? ?respondió dulcemente la flor?. He nacido al mismo tiempo que el sol. El principito adivinó exactamente que ella no era muy modesta ciertamente, pero ¡era tan conmovedora!
?Me parece que ya es hora de desayunar ? añadió la flor ?; si tuvieras la bondad de pensar un poco en mí…
Y el principito, muy confuso, habiendo ido a buscar una regadera la roció abundantemente con agua fresca.
Y así, ella lo había atormentado con su vanidad un poco sombría. Un día, por ejemplo, hablando de sus cuatro espinas, dijo al principito:
?¡Ya pueden venir los tigres, con sus garras!
?No hay tigres en mi planeta ?observó el principito? y, además, los tigres no comen hierba.
?Yo nos soy una hierba ?respondió dulcemente la flor.
?Perdóname…
?No temo a los tigres, pero tengo miedo a las corrientes de aire. ¿No tendrás un biombo?
“Miedo a las corrientes de aire no es una suerte para una planta ?pensó el principito?. Esta flor es demasiado complicada?”
?Por la noche me cubrirás con un fanal? hace mucho frío en tu tierra. No se está muy a gusto; allá de donde yo vengo?
La flor se interrumpió; había llegado allí en forma de semilla y no era posible que conociera otros mundos. Humillada por haberse dejado sorprender inventando una mentira tan ingenua, tosió dos o tres veces para atraerse la simpatía del principito.
?¿Y el biombo?
?Iba a buscarlo, pero como no dejabas de hablarme?
Insistió en su tos para darle al menos remordimientos.
De esta manera el principito, a pesar de la buena voluntad de su amor, había llegado a dudar de ella. Había tomado en serio palabras sin importancia y se sentía desgraciado.
“Yo no debía hacerle caso ?me confesó un día el principito? nunca hay que hacer caso a las flores, basta con mirarlas y olerlas. Mi flor embalsamaba el planeta, pero yo no sabía gozar con eso? Aquella historia de garra y tigres que tanto me molestó, hubiera debido enternecerme”.
Y me contó todavía:
?¡No supe comprender nada entonces! Debí juzgarla por sus actos y no por sus palabras. ¡La flor perfumaba e iluminaba mi vida y jamás debí huir de allí! ¡No supe adivinar la ternura que ocultaban sus pobres astucias! ¡Son tan contradictorias las flores! Pero yo era demasiado joven para saber amarla”.

IX
Creo que el principito aprovechó la migración de una bandada de pájaros silvestres para su evasión. La mañana de la partida, puso en orden el planeta. Deshollinó cuidadosamente sus volcanes en actividad, de los cuales poseía dos, que le eran muy útiles para calentar el desayuno todas las mañanas. Tenía, además, un volcán extinguido. Deshollinó también el volcán extinguido, pues, como él decía, nunca se sabe lo que puede ocurrir. Si los volcanes están bien deshollinados, arden sus erupciones, lenta y regularmente. Las erupciones volcánicas son como el fuego de nuestras chimeneas. Es evidente que en nuestra Tierra no hay posibilidad de deshollinar los volcanes; los hombres somos demasiado pequeños. Por eso nos dan tantos disgustos.
El principito arrancó también con un poco de melancolía los últimos brotes de baobabs. Creía que no iba a volver nunca. Pero todos aquellos trabajos le parecieron aquella mañana extremadamente dulces. Y cuando regó por última vez la flor y se dispuso a ponerla al abrigo del fanal, sintió ganas de llorar.
?Adiós ?le dijo a la flor. Esta no respondió.
?Adiós ?repitió el principito.
La flor tosió, pero no porque estuviera resfriada.
?He sido una tonta ?le dijo al fin la flor?. Perdóname. Procura ser feliz.
Se sorprendió por la ausencia de reproches y quedó desconcertado, con el fanal en el aire, no comprendiendo esta tranquila mansedumbre.
?Sí, yo te quiero ?le dijo la flor?, ha sido culpa mía que tú no lo sepas; pero eso no tiene importancia. Y tú has sido tan tonto como yo. Trata de ser feliz. . . Y suelta de una vez ese fanal; ya no lo quiero.
?Pero el viento…
?No estoy tan resfriada como para… El aire fresco de la noche me hará bien. Soy una flor.
?Y los animales…
?Será necesario que soporte dos o tres orugas, si quiero conocer las mariposas; creo que son muy hermosas. Si no ¿quién vendrá a visitarme? Tú estarás muy lejos. En cuanto a las fieras, no las temo: yo tengo mis garras.
Y le mostraba ingenuamente sus cuatro espinas. Luego añadió:
?Y no prolongues más tu despedida. Puesto que has decidido partir, vete de una vez.
La flor no quería que la viese llorar: era tan orgullosa…

Alejandro Dumas – El tulipán negro

EL TULIPÁN NEGRO
Alejandro Dumas

I
Un Pueblo Agradecido

El 20 de agosto de 1672, la ciudad de La Haya, tan animada, tan blanca, tan coquetona que se diría que todos los días son domingo, la ciudad de La Haya con su parque umbroso, con sus grandes árboles inclinados sobre sus casas góticas, con los extensos espejos de sus canales en los que se reflejan sus campanarios de cúpulas casi orientales; la ciudad de La Haya, la capital de las siete Provincias Unidas, llenaba todas sus calles con una oleada negra y roja de ciudadanos apresurados, jadeantes, inquietos, que corrían, cuchillo al cinto, mosquete al hombro o garrote en mano, hacia la Buytenhoff, formidable prisión de la que aún se conservan hoy día las ventanas enrejadas y donde, desde la acusación de asesinato formulada contra él por el cirujano Tyckelaer, languidecía Corneille de Witt, hermano del ex gran pensionario de Holanda.
Si la historia de ese tiempo, y sobre todo de este año en medio del cual comenzamos nuestro relato, no estuviera ligada de una forma indisoluble a los dos nombres que acabamos de citar, las pocas líneas explicativas que siguen podrían parecer un episodio; pero anticipamos enseguida al lector, a ese viejo amigo a quien prometemos siempre el placer en nuestra primera página, y con el cual cumplimos bien que mal en las páginas siguientes; anticipamos, decimos, a nuestro lector, que esta explicación es tan indispensable a la claridad de nuestra historia como al entendimiento del gran acontecimiento político en la cual se enmarca.
Corneille o Cornelius de Witt, Ruart de Pulten, es decir, inspector de diques de este país, ex burgomaestre de Dordrecht, su ciudad natal, y diputado por los Estados de Holanda, tenía cuarenta y nueve años cuando el pueblo holandés, cansado de la república, tal como la entendía Jean de Witt, gran pensionario de Holanda, se encariñó, con un amor violento, del estatuderato que el edicto perpetuo impuesto por Jean de Witt en las Provincias Unidas había abolido en Holanda para siempre jamás.
Si raro resulta que, en sus evoluciones caprichosas, la imaginación pública no vea a un hombre detrás de un príncipe, así detrás de la república el pueblo veía a las dos figuras severas de los hermanos De Witt, aquellos romanos de Holanda, desdeñosos de halagar el gusto nacional, y amigos inflexibles de una libertad sin licencia y de una prosperidad sin redundancias, de la misma manera que detrás del estatuderato veía la frente inclinada, grave y reflexiva del joven Guillermo de Orange, al que sus contemporáneos bautizaron con el nombre de El Taciturno, adoptado para la posteridad.
Los dos De Witt trataban con miramiento a Luis XIV, del que sentían crecer el ascendiente moral sobre toda Europa, y del que acababan de sentir el ascendiente material sobre Holanda por el éxito de aquella campaña maravillosa del Rin, ilustrada por ese héroe de romance que se llamaba conde De Guiche, y cantada por Boileau, campaña que en tres meses acababa de abatir el poderío de las Provincias Unidas.
Luis XIV era desde hacía tiempo enemigo de los holandeses, que le insultaban y ridiculizaban cuanto podían, casi siempre, en verdad, por boca de los franceses refugiados en Holanda. El orgullo nacional hacía de él el Mitrídates de la república. Existía, pues, contra los De Witt la doble animadversión que resulta de una enérgica resistencia seguida por un poder luchando contra el gusto de la nación, y de la fatiga natural a todos los pueblos vencidos, cuando esperan que otro jefe pueda salvarlos de la ruina y de la vergüenza.
Ese otro jefe, dispuesto a aparecer, dispuesto a medirse contra Luis XIV, por gigantesca que pareciera ser su fortuna futura, era Guillermo, príncipe de Orange, hijo de Guillermo II, y nieto, por parte de Henriette Stuart, del rey Carlos I de Inglaterra, ese niño taciturno, del que ya hemos dicho que se veía aparecer su sombra detrás del estatuderato.
Ese joven tenía veintidós años en 1672. Jean de Witt había sido su preceptor y lo había educado con el fin de hacer de este antiguo príncipe un buen ciudadano. En su amor por la patria que lo había llevado por encima del amor por su alumno, por un edicto perpetuo, le había quitado la esperanza del estatuderato. Pero Dios se había reído de esta pretensión de los hombres, que hacen y deshacen las potencias de la Tierra sin consultar con el Rey del cielo; y por el capricho de los holandeses y el terror que inspiraba Luis XIV, acababa de cambiar la política del gran pensionario y de abolir el edicto perpetuo restableciendo el estatuderato en Guillermo de Orange, sobre el que tenía sus designios, ocultos todavía en las misteriosas profundidades del porvenir.
El gran pensionario se inclinó ante la voluntad de sus conciudadanos; pero Corneille de Witt fue más recalcitrante, y a pesar de las amenazas de muerte de la plebe orangista que le sitiaba en su casa de Dordrecht, rehusó firmar el acta que restablecía el estatuderato.
Bajo las súplicas de su llorosa mujer, firmó al fin, añadiendo solamente a su nombre estas dos letras: V. C. (Vi coactus), lo que quería decir: «Obligado por la fuerza.»
Por un verdadero milagro, aquel día escapó a los golpes de sus enemigos.
En cuanto a Jean de Witt, su adhesión, más rápida y más fácil a la voluntad de sus conciudadanos apenas le fue más provechosa. Pocos días después resultó víctima de una tentativa de asesinato. Cosido a cuchilladas, poco faltó para que muriera de sus heridas.
No era aquello lo que necesitaban los orangistas. La vida de los dos hermanos era un eterno obstáculo para sus proyectos; cambiaron, pues, momentáneamente, de táctica, libres, en un momento dado, para coronar la segunda con la primera, a intentaron consumar, con ayuda de la calumnia, lo que no habían podido ejecutar con el puñal.
Resulta bastante raro que, en un momento dado, se encuentre, bajo la mano de Dios, un gran hombre para ejecutar una gran acción, y por eso, cuando se produce por casualidad esta combinación providencial, la Historia registra en el mismo instante el nombre de ese hombre elegido, y lo recomienda a la posteridad.
Pero cuando el diablo se mezcla en los asuntos humanos para arruinar una existencia o trastornar un Imperio, es muy extraño que no se halle inmediatamente a su alcance algún miserable al que no hay más que soplarle una palabra al oído para que se ponga seguidamente a la tarea.
Ese miserable, que en esta circunstancia se encontró dispuesto para ser el agente del espíritu malvado, se llamaba, como creemos haber dicho ya, Tyckelaer, y era cirujano de profesión.
Declaró que Corneille de Witt, desesperado, como había demostrado, además, por su apostilla, de la derogación del edicto perpetuo, a inflamado de odio contra Guillermo de Orange, había encargado a un asesino que librase a la república del nuevo estatúder, y que ese asesino era él, Tyckelaer, quien, atormentado por los remordimientos ante la sola idea de la acción que se le pedía, había preferido revelar el crimen que cometerlo.
Pueden imaginarse la explosión que se originó entre los orangistas ante la noticia de este complot. El procurador fiscal hizo arrestar a Corneille en su casa, el 16 de agosto de 1672; el Ruart de Pulten, el noble hermano de Jean de Witt, sufrió en una sala de la Buytenhoff la tortura preparatoria destinada a arrancarle, como a los más viles criminales, la confesión de su pretendido complot contra Guillermo.
Pero Corneille tenía no solamente un gran talento, sino también un gran corazón. Pertenecía a la gran familia de mártires que, teniendo la fe política, como sus antepasados tenían la fe religiosa, sonríen en los tormentos, y, durante la tortura, recitó con voz firme y espaciando los versos según su metro, la primera estrofa de Justum et tenacem de Horacio, no confesó nada, y agotó no solamente la fuerza sino también el fanatismo de sus verdugos.
No por ello los jueces exoneraron menos a Tyckelaer de toda acusación, ni dejaron de pronunciar contra Corneille una sentencia que le degradaba de todos sus cargos y dignidades, condenándole a las costas del juicio y desterrándole a perpetuidad del territorio de la república.
Ya era algo para la satisfacción del pueblo, a los intereses del cual se había dedicado constantemente Corneille de Witt, ese arresto realizado no solamente contra un inocente, sino también contra un gran ciudadano. Sin embargo, como se verá, esto no fue bastante.
Los atenienses, que han dejado una hermosa reputación de ingratitud, cedían en este punto ante los holandeses. Aquellos se contentaron con desterrar a Arístides.
Jean de Witt, a los primeros rumores de la acusación formulada contra su hermano, había dimitido de su cargo de gran pensionario. Así era dignamente recompensado por su devoción al país. Se llevaba a su vida privada sus disgustos y sus heridas, únicos beneficios que consiguen en general las personas honradas culpables de laborar por su patria olvidándose de ellas mismas.
Durante este tiempo, Guillermo de Orange esperaba, no sin apresurar los acontecimientos por todos los medios en su poder, a que el pueblo del que era ídolo le construyera con los cuerpos de los dos hermanos los dos peldaños que le hacían falta para alcanzar la silla del estatuderato.
Ahora bien, el 29 de agosto de 1672, como hemos dicho al comenzar este capítulo, toda la ciudad corría hacia la Buytenhoff para asistir a la salida de Corneille de Witt de la prisión, partiendo para el exilio, y ver qué señales había dejado la tortura sobre el cuerpo de ese hombre que conocía tan bien a Horacio.
Apresurémonos a añadir que toda aquella multitud que se dirigía hacia la Buytenhoff no acudía solamente con esta inocente intención de asistir a un espectáculo, sino que muchos, en sus filas, tenían que representar un papel, o más bien completar un trabajo que creían había sido mal realizado.
Nos referimos al trabajo del verdugo.
Había otros, en verdad, que acudían con intenciones menos hostiles. Para ellos se trataba solamente de ese espectáculo, siempre atrayente para la multitud, con el que se halaga el instintivo orgullo de ver arrastrándose por el polvo al que ha estado mucho tiempo de pie.
Ese Corneille de Witt, ese hombre sin miedo, se decían, ¿no estaba encerrado, debilitado por la tortura? ¿No iban a verlo, pálido, sangrante, avergonzado? ¿No era un hermoso triunfo para esta burguesía, más envidiosa todavía que el pueblo, y del que todo buen ciudadano de La Haya debía tomar parte?
Y, además, se decían los agitadores orangistas hábilmente mezclados en aquel gentío al que esperaban manejar como un instrumento decisivo y contundente a la vez, ¿no se encontrará, desde la Buytenhoff a la puerta de la ciudad, una ocasión para lanzar un poco de barro, incluso algunas piedras, a ese Ruart de Pulten, que no solamente no ha dado el estatuderato al príncipe de Orange más que vi coactus, sino que todavía ha querido hacerlo asesinar?
Sin contar, añadían los feroces enemigos de Francia, que, si se hacían las cosas bien y se mostraban valientes en La Haya, no dejarían siquiera partir para el exilio a Corneille de Witt, quien, una vez libre, tramaría todas sus intrigas con Francia y viviría del oro del marqués de Louvois con su perverso hermano Jean.
En semejantes disposiciones, como es de prever, los espectadores corren más que caminan. Por ello, los habitantes de La Haya corrían tan de prisa hacia la Buytenhoff.
En medio de los que más se apresuraban, lo hacía, con rabia en el corazón y sin proyectos en la mente, el honrado Tyckelaer, jaleado por los orangistas como un héroe de probidad, de honor nacional y de caridad cristiana.
Este valiente facineroso contaba, embelleciéndolas con todas las flores de su alma y todos los recursos de su imaginación, las tentativas que Corneille de Witt había hecho contra su virtud, las sumas que le había prometido y la infernal maquinación preparada de antemano para allanarle a él, a Tyckelaer, todas las dificultades del asesinato.
Y cada frase de su discurso, ávidamente recogida por el populacho, levantaba rugidos de entusiástico amor por el príncipe Guillermo, y alaridos de ciega ira contra los hermanos De Witt.
El populacho se dedicaba a maldecir a aquellos inicuos jueces que con el arresto dejaban escapar sano y salvo a un abominable criminal como era ese malvado Corneille.
Y algunos instigadores repetían en voz baja:
¡Va a partir! ¡Se nos va a escapar!
A lo que otros respondían:
Un barco le espera en Schweningen, un barco francés. Tyckelaer lo ha visto.
¡Valiente Tyckelaer! ¡Honrado Tyckelaer!  gritaba la muchedumbre a coro.
Sin contar  decía una voz  conque durante esta huida de Corneille, Jean, que no es menos traidor que su hermano, se salvará también.
Y los dos bribones se comerán en Francia nuestro dinero, el dinero de nuestros barcos, de nuestros arsenales, de nuestras fábricas vendidas a Luis XIV.
¡Impidámosles partir!  gritaba la voz de un patriota más avanzado que los otros.
¡A la prisión! ¡A la prisión!  repetía el coro.
Y con estos gritos, los ciudadanos corrían más, los mosquetes se cargaban, las hachas relucían y los ojos brillaban.
Sin embargo, no se había cometido todavía ninguna violencia, y la línea de jinetes que guardaba los accesos a la Buytenhoff permanecía fría, impasible, silenciosa, más amenazadora por su flema que toda aquella horda burguesa lo era por sus gritos, su agitación y sus amenazas; inmóvil bajo la mirada de su jefe, capitán de caballería de La Haya, el cual sostenía la espada fuera de su vaina, pero baja y con la punta en el ángulo de su estribo.
Esta tropa, único escudo que defendía la prisión, contenía, con su actitud, no solamente a las masas populares desordenadas y ardientes, sino también al destacamento de la guardia burguesa que, colocada enfrente a la Buytenhoff para mantener el orden, juntamente con la tropa, daba el ejemplo a los perturbadores con sus gritos sedicentes:
¡Viva Orange! ¡Abajo los traidores!
La presencia de Tilly y de sus jinetes era, ciertamente, un freno saludable para todos aquellos soldados burgueses; mas, poco después, se exaltaron con sus propios gritos y como no comprendían que se puede tener valor sin gritar, imputaron a la timidez el silencio de los jinetes y dieron un paso hacia la prisión arrastrando tras de sí a toda la turba popular.
Pero entonces, el conde De Tilly avanzó solo ante ellos, levantando únicamente su espada a la vez que fruncía las cejas.
¡Eh, señores de la guardia burguesa!  les increpó . ¿Por qué camináis, y qué deseáis?
Los burgueses agitaron sus mosquetes repitiendo:
¡Viva Orange! ¡Muerte a los traidores!
¡Viva Orange, sea!  dijo el señor De Tilly . Aunque yo prefiero los rostros alegres a los desagradables. ¡Muerte a los traidores! Si así lo queréis y mientras no lo queráis más que con gritos, gritad tanto como gustéis: ¡Muerte a los traidores! Pero en cuanto a matarlos efectivamente, estoy aquí para impedirlo, y lo impediré  y volviéndose hacia sus soldados, gritó : ¡Arriba las armas, soldados!
Los soldados de De Tilly obedecieron al mandato con una tranquila precisión que hizo retroceder inmediatamente a los burgueses y al pueblo, no sin una confusión que hizo sonreír con desdén al oficial de caballería.
¡Vaya, vaya! exclamó con ese tono burlón de los que pertenecen a la carrera de las armas . Tranquilizaos, burgueses; mis soldados no se batirán, mas por vuestra parte no deis un paso hacia la prisión.
¿Sabéis, señor oficial, que nosotros tenemos mosquetes?  replicó furioso el comandante de los burgueses.
Ya lo veo, pardiez, que tenéis mosquetes  dijo De Tilly . Me los estáis pasando por delante de los ojos; pero observad también por vuestra parte que nosotros tenemos pistolas, que la pistola alcanza admirablemente a cincuenta pasos, y que vos no estáis más que a veinticinco.
¡Muerte a los traidores!  gritó la compañía de los burgueses exasperada.
¡Bah! Siempre decís lo mismo  gruñó el oficial . ¡Resulta fatigante!
Y recuperó su puesto a la cabeza de la tropa mientras el tumulto iba en aumento alrededor de la Buytenhoff.
Y, sin embargo, el pueblo enardecido no sabía que en el mismo momento en que rastreaba la sangre de una de sus víctimas, la otra, como si tuviera prisa por adelantarse a su suerte, pasaba a cien pasos de la plaza por detrás de los grupos y de los jinetes, dirigiéndose a la Buytenhoff.
En efecto, Jean de Witt acababa de descender de la carroza con un criado y atravesaba tranquilamente a pie el patio principal que precede a la prisión.
Llamó al portero, al que, además, conocía, diciendo:
Buenos días, Gryphus, vengo a buscar a mi hermano Corneille de Witt para llevármelo fuera de la ciudad, condenado, como tú sabes, al destierro.
Y el portero, especie de oso dedicado a abrir y cerrar la puerta de la prisión, lo había saludado y dejado entrar en el edificio, cuyas puertas se habían cerrado tras él.
A diez pasos de allí, se había encontrado con una bella joven de diecisiete o dieciocho años, vestida de frisona, que le había hecho una encantadora reverencia; y él le había dicho pasándole la mano por la barbilla:
Buenos días, buena y hermosa Rosa, ¿cómo está mi hermano?
¡Oh, Mynheer Jean!  había respondido la joven . No es por el daño que le han causado por lo que temo por él: el mal que le han hecho ya ha pasado.
¿Qué temes entonces, bella niña?
Temo el daño que le quieren causar Mynheer Jean.
¡Ah, sí!  dijo De Witt . El pueblo, ¿verdad?
¿Lo oís?
Está, en efecto, muy alborotado; pero cuando nos vea, como nunca le hemos hecho más que bien, tal vez se calme.
Ésta no es, desgraciadamente, una razón  murmuró la joven alejándose para obedecer una señal imperativa que le había hecho su padre.
No, hija mía, no; lo que dices es verdad  luego, continuando su camino, murmuró : He aquí una chiquilla que probablemente no sabe leer y que por consiguiente no ha leído nada, y que acaba de resumir la historia del mundo en una sola palabra.
Y, siempre tan tranquilo, pero más melancólico que al entrar, el ex gran pensionario siguió caminando hacia la celda de su hermano.

II
Los Dos Hermanos

Como había dicho la bella Rosa en una duda llena de presentimientos, mientras Jean de Witt subía la escalera de piedra que conducía a la prisión de su hermano Corneille, los burgueses hacían cuanto podían por alejar la tropa de De Tilly que les molestaba.
Lo cual, visto por el pueblo, que apreciaba las buenas intenciones de su milicia, se desgañitaba gritando:
¡Vivan los burgueses!
En cuanto al señor De Tilly, tan prudente como firme, parlamentaba con aquella compañía burguesa ante las pistolas dispuestas de su escuadrón, explicándoles de la mejor manera posible que la consigna dada por los Estados le ordenaba guardar con tres compañías de soldados la plaza de la prisión y sus alrededores.
¿Por qué esa orden? ¿Por qué guardar la prisión?  gritaban los orangistas.
¡Ah!  respondió el señor De Tilly . Me preguntáis algo que no puedo contestar. Me han dicho: «Guardad»; y guardo. Vosotros, que sois casi militares, señores, debéis saber que una consigna no se discute.
¡Pero os han dado esta orden para que los traidores puedan salir de la ciudad!
Podría ser, ya que los traidores han sido condenados al destierro  respondió De Tilly.
Pero ¿quién ha dado esta orden?
¡Los Estados, pardiez!
Los Estados nos traicionan.
En cuanto a eso, yo no sé nada.
Y vos mismo nos traicionáis.
¿Yo?
Sí, vos.
¡Ah, ya! Entendámonos, señores burgueses; ¿a quién traicionaría? ¡A los Estados! Yo no puedo traicionarlos, ya que siendo su soldado, ejecuto fielmente su consigna.
Y en esto, como el conde tenía tanta razón que resultaba imposible discutir su respuesta, redoblaron los clamores y amenazas; clamores y amenazas espantosas, a las que el conde respondía con toda la educación posible.
Pero, señores burgueses, por favor, desarmad los mosquetes; puede dispararse uno por accidente, y si el tiro hiere a uno de mis jinetes, os derribaremos doscientos hombres por tierra, lo que lamentaríamos mucho; pero vosotros mucho más, ya que eso no entra en vuestras intenciones ni en las mías.
Si tal hicierais  gritaron los burgueses , a nuestra vez abriríamos fuego sobre vosotros.
Sí, pero aunque al hacer fuego sobre nosotros nos matarais a todos desde el primero al último, aquéllos a quienes nosotros hubiéramos matado, no estarían por ello menos muertos.
Cedednos, pues, la plaza, y ejecutaréis un acto de buen ciudadano.
En primer lugar, yo no soy un ciudadano  dijo De Tilly , soy un oficial, lo cual es muy diferente; y además, no soy holandés, sino francés, lo cual es más diferente todavía. No conozco, pues, más que a los Estados que me pagan; traedme de parte de los Estados la orden de ceder la plaza y daré media vuelta al instante, contando con que me aburro enormemente aquí.
¡Sí, sí!  gritaron cien voces que se multiplicaron al instante por quinientas más . ¡Vamos al Ayuntamiento! ¡Vamos a buscar a los diputados! Vamos, vamos!
Eso es  murmuró De Tilly mirando alejarse a los más furiosos . Id a buscar una cobardía al Ayuntamiento y veamos si os la conceden; id, amigos míos, id.
El digno oficial contaba con el honor de los magistrados, los cuales a su vez contaban con su honor de soldado.
Estará bien, capitán  dijo al oído del conde su primer teniente , que los diputados rehúsen a esos energúmenos lo que les pidan; pero que nos enviaran a nosotros algún refuerzo, no nos haría ningún mal, creo yo.
Mientras tanto, Jean de Witt, al que hemos dejado subiendo la escalera de piedra después de su conversación con el carcelero Gryphus y su hija Rosa, había llegado a la puerta de la celda donde yacía sobre un colchón su hermano Corneille, al que el fiscal había hecho aplicar, como hemos dicho, la tortura preparatoria.
La sentencia del destierro había hecho inútil la aplicación de la tortura extraordinaria.
Corneille, echado sobre su lecho, con las muñecas dislocadas y los dedos rotos, no habiendo confesado nada de un crimen que no había cometido, acabó por respirar al fin, después de tres días de sufrimientos, al saber que los jueces de los que esperaba la muerte, habían tenido a bien no condenarlo más que al destierro.
Cuerpo enérgico, alma invencible, hubiera decepcionado a sus enemigos si éstos hubiesen podido, en las profundidades sombrías de la celda de la Buytenhoff, ver brillar sobre su pálido rostro la sonrisa del mártir que olvida el fango de la Tierra después de haber entrevisto los maravillosos esplendores del Cielo.
El Ruart había recuperado todas sus fuerzas, más por el poder de su voluntad que por una asistencia real, y calculaba cuánto tiempo todavía le retendrían en prisión las formalidades de la justicia.
Precisamente en aquel momento los clamores de la milicia burguesa mezclados a los del pueblo, se elevaban contra los dos hermanos y amenazaban al capitán De Tilly, que les servía de escudo. Este alboroto, que venía a romperse como una marea ascendente al pie de las murallas de la prisión, llegó hasta el prisionero.
Mas, por amenazante que fuera ese rumor, Corneille despreció informarse ni se tomó el trabajo de levantarse para mirar por la ventana estrecha y enrejada que dejaba entrar la luz y los murmullos de fuera.
Estaba tan embotado por la continuidad de su mal, que ese mal se había convertido casi en una costumbre. Finalmente, sentía con tanta delicia a su alma y a su razón tan cerca de desprenderse de los estorbos corporales, que le parecía ya que esta alma y esta razón escapadas a la materia, planeaban por encima de ella como flota por encima de un hogar casi apagado la llama que lo abandona para subir al cielo.
Pensaba también en su hermano.
Probablemente, era que su proximidad, por los misterios desconocidos que el magnetismo ha descubierto después, se hacía sentir también. En el mismo momento en que Jean se hallaba tan presente en el pensamiento de Corneille, que casi murmuraba su nombre, la puerta se abrió; Jean entró, y con paso apresurado se acercó al lecho de su hermano, el cual tendió sus brazos martirizados y sus manos envueltas en vendas hacia aquel glorioso hermano al que había conseguido sobrepasar, no por los servicios prestados al país, sino por el odio que le profesaban los holandeses.
Jean besó tiernamente a su hermano en la frente y depositó suavemente sobre el colchón sus manos enfermas.
Corneille, mi pobre hermano  dijo , sufrís mucho, ¿verdad?
No sufro ya, hermano mío, porque os veo.
¡Oh, mi pobre, querido Corneille! Entonces, en su defecto, soy yo el que sufre por veros así, os lo aseguro.
Por eso he pensado más en vos que en mí mismo, y mientras me torturaban, no pensé en lamentarme más que una vez para decir: «¡Pobre hermano!» Pero ya que estáis aquí, olvidémoslo todo. Venís a buscarme, ¿verdad?
Sí.
Estoy curado; ayudadme a levantar, hermano mío, y veréis cómo camino bien.
No tendréis que caminar mucho tiempo, hermano mío, porque tengo mi carroza en el vivero, detrás de los jinetes de De Tilly.
¿Los jinetes de De Tilly? ¿Por qué están en el vivero?
¡Ah! Es que se supone  dijo el ex gran pensionario con esa sonrisa de fisonomía triste que le era habitual  que las gentes de La Haya desearán vernos partir, y se teme algún tumulto.
¿Un tumulto?  repitió Corneille clavando su mirada en su turbado hermano . ¿Un tumulto?
Sí, Corneille.
Entonces, esto es lo que oía hace un momento  dijo el prisionero como hablándose a sí mismo. Luego, volviéndose hacia su hermano : Hay mucha gente en la Buytenhoff, ¿no es verdad?  pregunté.
Sí, hermano mío.
Pero entonces, para venir aquí…
¿Y bien?
¿Cómo os han dejado pasar?
Sabéis bien que no somos muy queridos, Corneille  explicó el ex gran pensionario con melancólica amargura . He venido por las calles apartadas.
¿Os habéis ocultado, Jean?
Tenía el deseo de llegar hasta vos sin pérdida de tiempo, y he hecho lo que se hace en política y en el mar cuando se tiene el viento de cara: he bordeado.
En ese momento, el ruido ascendió más furioso de la plaza a la prisión. De Tilly dialogaba con la guardia burguesa.
¡Oh! ¡Oh!  exclamó Corneille . Sois realmente un gran piloto, Jean; pero no sé si sacaréis a vuestro hermano de la Buytenhoff, con esta marejada y con las rompientes populares, tan felizmente como condujisteis la flota de Tromp a Amberes, en medio de los bajos fondos del Escalda.
Con la ayuda de Dios, Corneille, trataremos de hacerlo, por lo menos  respondió Jean . Mas, primero, una palabra.
Decid.
Los clamores ascendieron de nuevo.
¡Oh! ¡Oh!  continuó Corneille . ¡Qué encolerizada está esa gente! ¿Es contra vos? ¿Es en contra mía?
Creo que es contra los dos, Corneille. Os decía, pues, hermano mío, que lo que los orangistas nos reprochan en medio de sus burdas calumnias, es el haber negociado con Francia.
Sí, nos lo reprochan.
¡Los necios!
Pero si esas negociaciones hubieran tenido éxito, nos habrían evitado las derrotas de Rees, de Orsay, de Veel y de Rhemberg; les hubieran impedido el paso del Rin, y Holanda podría creerse todavía invencible en medio de sus pantanos y de sus canales.
Todo eso es verdad, hermano mío, pero lo que es una verdad más absoluta todavía es que si se hallara en este momento nuestra correspondencia con el señor De Louvois, por buen piloto que yo fuera, no podría salvar el frágil esquife que va a llevar a los De Witt y su fortuna fuera de Holanda. Esta correspondencia, que probaría a esas honradas gentes cuánto amo a mi país y qué sacrificios ofrecía realizar personalmente por su libertad, por su gloria, nos perdería ante los orangistas, nuestros vencedores. Así pues, querido Corneille, me gustaría saber que la habéis quemado antes de abandonar Dordrecht para venir a buscarme a La Haya.
Hermano mío  respondió Corneille , vuestra correspondencia con el señor De Louvois prueba que vos habéis sido en los últimos tiempos el más grande, el más generoso y el más hábil ciudadano de las siete Provincias Unidas. Amo la gloria de mi país; amo sobre todo vuestra gloria, hermano mío, y me he guardado mucho de quemar esa correspondencia.
Entonces estamos perdidos para esta vida terrenal  comentó tranquilamente el ex gran pensionario acercándose a la ventana.
No, muy al contrario, Jean, y obtendremos a la vez la salvación del cuerpo y la resurrección de la popularidad.
¿Qué habéis hecho, pues, con esas cartas?
Se las he confiado a Cornelius van Baerle, mi ahijado, al que vos conocéis y que vive en Dordrecht.
¡Oh! ¡Pobre muchacho, ese querido a inocente niño! ¡A ese erudito que, cosa rara, sabe tantas cosas y no piensa más que en las flores que saludan a Dios, y en Dios que hace nacer las flores, le habéis encomendado ese depósito mortal! Pero ¡ese pobre, querido Cornelius, está perdido, hermano mío!
¿Perdido?
Sí, porque o será fuerte o será débil. Si es fuerte, porque por inaudito que sea lo que nos suceda; porque, aunque sepultado en Dordrecht, aunque distraído, ¡éste es el milagro!, un día a otro sabrá lo que nos pasa, si es fuerte, se alabará de nosotros; si es débil, tendrá miedo de nuestra intimidad; si es fuerte, gritará el secreto; si es débil, se lo dejará coger. En uno a otro caso, Corneille, está perdido y nosotros también. Así pues, hermano mío, huyamos de prisa, si todavía estamos a tiempo.
Corneille se incorporó de su lecho y, cogió la mano de su hermano, que se estremeció al contacto de las vendas.
¿Acaso no conozco a mi ahijado?  dijo . ¿Es que no he aprendido a leer cada pensamiento en la cabeza de Van Baerle, cada sentimiento en su alma? ¿Me preguntas si es débil, si es fuerte? No es ni lo uno ni lo otro, ¡pero no importa lo que sea! Lo importante es que guardará el secreto, teniendo en cuenta que ese secreto, ni siquiera lo conoce.
Jean se volvió sorprendido.
¡Oh!  continuó Corneille con su dulce sonrisa . El Ruart de Pulten es un político educado en la escuela de Jean; os repito, hermano mío, Van Baerle ignora la naturaleza y el valor del depósito que le he confiado.
¡De prisa, entonces!  exclamó Jean . Todavía estamos a tiempo, démosle la orden de quemar el legajo.
¿Con quién le damos esa orden?
Con mi criado Craeke, que debía acompañarnos a caballo y que ha entrado conmigo en la prisión para ayudaros a descender la escalera.
Reflexionad antes de quemar esos títulos gloriosos, Jean.
Pienso que antes que nada, mi valiente Corneille, es preciso que los hermanos De Witt salven su vida para salvar su renombre. Muertos nosotros, ¿quién nos defenderá, Corneille? ¿Quién nos comprenderá tan solo?
¿Creéis, pues, que nos matarían si encontraran esos papeles?
Jean, sin contestar a su hermano, extendió la mano hacia la ventana, por la que ascendían en aquel momento explosiones de clamores feroces.
Sí, sí  dijo Corneille , ya oigo esos clamores; pero ¿qué dicen?
Jean abrió la ventana.
¡Muerte a los traidores!  aullaba el populacho.
¿Oís ahora, Corneille?
¡Y los traidores, somos nosotros!  exclamó el prisionero levantando los ojos al cielo y encogiéndose de hombros.
Somos nosotros  repitió Jean de Witt.
¿Dónde está Craeke?
Al otro lado de esta puerta, imagino.
Hacedle entrar, entonces.
Jean abrió la puerta; el fiel servidor esperaba, en efecto, ante el umbral.
Venid, Craeke, y retened bien lo que mi hermano va a deciros.
Oh, no, no basta con decirlo, Jean, es preciso que lo escriba, desgraciadamente.
¿Y por qué?
Porque Van Baerle no entregará ese depósito ni lo quemará sin una orden precisa.
Pero ¿podéis escribir, mi querido hermano?  preguntó Jean, ante el aspecto de aquellas pobres manos quemadas y martirizadas.
¡Oh! ¡Si tuviera pluma y tinta, ya veríais! dijo Corneille.
Aquí hay un lápiz, por lo menos.
¿Tenéis papel? Porque aquí no me han dejado nada.
Esta Biblia. Arrancad la primera hoja.
Bien.
Pero vuestra escritura ¿será legible?
¡Adelante!  dijo Corneille mirando a su hermano . Estos dedos que han resistido las mechas del verdugo, esta voluntad que ha dominado al dolor, van a unirse en un común esfuerzo y, estad tranquilo, hermano mío, las líneas serán trazadas sin un solo temblor.
Y en efecto, Corneille cogió el lápiz y escribió.
Entonces pudo verse aparecer bajo las blancas vendas unas gotas de sangre que la presión de los dedos sobre el lápiz dejaba escapar de las carnes abiertas.
El sudor perlaba la frente del ex gran pensionario.
Corneille escribió:

20 de agosto de 1672
Querido ahijado:
Quema el depósito que te he confiado, quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti. Los secretos del género que éste contiene matan a los depositarios. Quémalo, y habrás salvado a Jean y a Corneille.
Adiós, y quiéreme.
CORNEILLE DE WITT.

Jean, con lágrimas en los ojos, enjugó una gota de aquella noble sangre que había manchado la hoja, la entregó a Craeke con una última recomendación y se volvió hacia Corneille, a quien el sufrimiento le había hecho palidecer más, y que parecía próximo a desvanecerse.
Ahora  explicó , cuando ese valiente Craeke deje oír su antiguo silbato de contramaestre, es que se hallará fuera de los grupos del otro lado del vivero… Entonces, partiremos a nuestra vez.
No habían transcurrido cinco minutos, cuando un largo y vigoroso silbido rasgó con su retumbo marino las bóvedas de follaje negro de los olmos y dominó los clamores de la Buytenhoff.
Jean levantó los brazos al cielo para dar las gracias.
Y ahora  dijo  partamos, Corneille.